XII

Peter Redig llegó en menos de una hora, consciente de que esa urgencia con la que quería hablarle era en su provecho. No permitió que se diera ningún malentendido:

—Esto es muy inesperado, lo que significa que también será más caro. He tenido que dejar aparcados otros asuntos.

Me dedicó una mirada amable, pero cada vez que hablaba con él tenía la impresión de que estaba buscando mis puntos vulnerables y la manera de poder utilizarlos si alguna vez llegara a presentarse una ocasión apropiada.

Redig era un alemán oriental que había llegado a los Países Bajos tras la caída del muro. Seguro que no por casualidad, pues debió de considerar que aquí todavía apenas estaba explotado el mercado en el que llevaba una ventaja natural a los posibles competidores. No soltaba prenda sobre lo que había hecho en la antigua RDA, pero las virtudes que mostraba para ganarse el pan en este país apuntaban en una dirección determinada. La vida privada de las personas era un concepto que le resultaba totalmente ajeno y, por tanto, no le costaba ningún esfuerzo violarla. Ya se tratara de antecedentes penales, datos fiscales, una factura telefónica con una descripción detallada de los destinatarios de las llamadas o informes completos de los juzgados, él conseguía echar mano a lo que fuera. Todo lo que tenía de irrespetuoso con la vida privada de las personas de las que yo quería saber algo también lo tenía de cuidadoso protegiendo a sus fuentes. Nunca pronunciaba nombres, lo único que podías oírle decir sobre esas fuentes era que cuidaba bien de ellas. Eso no significaba solo que les pagara bien, sino también, y quizá lo más importante, que hacía todo lo humanamente posible por mantenerlas en la sombra. Para él eran muy valiosas en el sentido crematístico, y eso lo cuidaba mucho. Se trataba de funcionarios de la administración que hacían bien su trabajo, con toda tranquilidad, y de vez en cuando ganaban algún dinero extra pasando datos. Ingresos que no eran tan voluminosos como para realizar compras espectaculares que pudieran llamar la atención, más bien un bienvenido complemento al sueldo mensual fijo.

Redig tampoco tenía ningún reparo en meter las manos en la mierda; cuando era necesario, abría bolsas de basura para buscar todo lo que pudiera contener alguna información. Extractos de cuentas bancarias, condones, cajas de medicamentos. Dependiendo de dónde se encontrara la basura en la bolsa, sabía incluso decirte lo que se había comido cada día, como un arqueólogo que va excavando por diferentes estratos.

Para poder realizar mi trabajo, en el curso de los años me había ido montando una red de buenos profesionales, cada uno en su campo. Un grupo variopinto de piratas informáticos, expertos en arte, ladrones, hasta personas que solo debían seguir a alguien e informarme después. Solo con uno había entablado amistad, pues con la mayoría mi relación era puramente profesional. En general, eran personas a las que admiraba por sus cualidades. En el caso de Redig, a pesar de sus innegables talentos, no podía aplicarse esta máxima: él era un mal necesario, pero me cuidaba muy mucho de que no se diera cuenta de mi parecer, aunque yo sabía que le traería completamente sin cuidado, siempre y cuando se le pagara. Dinero: nunca le parecía suficiente. Era como alguien que, después de haber padecido hambre durante mucho tiempo, sigue devorando aunque ya esté saciado. Tras los años de penuria en la RDA, le había quedado un insaciable apetito de todo lo que podía adquirirse en nuestra sociedad de consumo. Cada vez que le veía, tenía un juguetito nuevo del que alardear.

Después de haberle contratado, mi paso siguiente sería informar a Mira y a Frederik Roes de que quizá pudiera hacer algo por ellos. A continuación, tendría que concertar una cita con Kalman Teller para hablar de mis retribuciones y qué resultados tendrían que saldarse. No cure, no pay, pero ¿qué significaba cure en este caso? Sea como fuere, ninguna sentencia judicial a favor de Mira y Frederik Roes, pues eso era algo en lo que yo no podía ejercer ninguna influencia.

Kalman Teller tenía razón: si llegábamos a un acuerdo, volvería a tener un cliente judío. Después de Raw Leimann, el hombre de negocios que pasaba por encima de cadáveres para enriquecerse con los recursos minerales del Congo y que no se arredró a la hora de matar cuando estuvo en juego la vida de su hija. Después de Eva y Bernard Lisetsky, los herederos de una colección de arte legendaria que había desaparecido durante la Segunda Guerra Mundial, una colección valorada en decenas de millones, pero que ellos querían recuperar única y exclusivamente en recuerdo de su padre asesinado a palos y de su madre gaseada en la guerra. Ahora era el turno, por tanto, de Kalman Teller, un hombre del que apenas sabía nada pero cuya vida giraba a todas luces en torno al petróleo. Un hombre que llevaba encima la tragedia de que quien pensara en él no vería en primer lugar un rostro atractivo, sino unas manos deformes.