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Frederik Roes me había explicado por teléfono cómo podía llegar a su casa, situada en un canal transversal que cruzaba otros mayores. Me sorprendió un poco que personas que vivían junto a un canal necesitaran ayuda económica de Kalman Teller, pero, cuando aparqué el coche cerca de su vivienda, lo comprendí mejor. El Hannoverkade, aproximadamente a medio camino de la estación ferroviaria Station Holland Spoor y el centro comercial de la ciudad, no era ni con mucho un canal señorial. Los inmuebles tenían un aspecto paupérrimo, se encontraban en mal estado de conservación y estaban divididos en estrechas plantas. Mientras iba pasando por delante de las casas y miraba el interior de los pisos en la planta baja, esa imagen iba reforzándose: visillos, jarrones y figuritas de perros y gatos de porcelana barata en los alféizares, muebles baratos y anticuados en las pequeñas salas de estar recargadas.
Los árboles de la orilla, entre tanto, habían perdido las hojas, y sus ramas oscuras, goteando por la lluvia, se extendían hacia el cielo gris. El agua inmóvil del canal era casi negra y tenía un aspecto más frío y desapacible de lo que en realidad debía de estar. Me alegré de no vivir en un entorno tan lóbrego. Ésta era la clase de barrio en el que sólo podías aguantar si habías nacido allí y no estabas acostumbrado a nada mejor.
Cuando llamé al timbre de la primera planta, oí cómo bajaba alguien por la escalera y abría la cerradura de la puerta. Poco después me encontraba cara a cara con Frederik Roes: un hombre de mediana edad, con una barba gris bien arreglada y grandes ojos que me miraban indagadores a través de unas gafas un tanto pasadas de moda. Se presentó y me dejó espacio para que pudiera subir delante de él. Mientras ascendía por la empinada escalera, oí cómo volvía a cerrarse la cerradura de la puerta. Me detuve al llegar al rellano del primer piso y le dejé pasar delante. Tras la puerta abierta se oía una fabulosa música gregoriana. Cuando entré en el cuarto de estar detrás de Frederik Roes, la mirada se me fue de inmediato a la cama de hospital aparcada delante de la ventana, de un tamaño desproporcionado en comparación con la pequeña habitación. Antes de que Mira Roes me saludara, le hizo un gesto al marido para que bajara un poco el volumen de la música. Tiró un poco de sí hacia arriba, agarrándose de la argolla que se encontraba sobre su cabeza. La energía que empleó al incorporarse me hizo pensar en el esfuerzo con que Kalman Teller se había levantado de su silla.
Mira Roes era una mujer pequeña y robusta, de cabello negro como el azabache cortado al estilo de un paje. Era considerablemente más joven que su marido, pero el rostro marcado por el cansancio le hacía parecer unos cuantos años mayor de lo que en realidad debía de ser. No la conocía lo suficiente como para poder juzgar en qué medida era consecuencia del dolor con que debía convivir a diario o de las contrariedades que había tenido que superar. En cualquier caso, no ofrecía un espectáculo nada agradable y, a pesar de que estuviera aquí para ayudarlos en la medida de mis posibilidades, me miró antes con desconfianza que con cortesía o amabilidad, actitudes que su marido sí parecía dispuesto a adoptar.
Éste me hizo un gesto para que me sentara en una silla que había junto a la cama. Luego se lo pensó mejor y me preguntó si tal vez no preferiría sentarme a la mesa, así podría examinar mejor los documentos y, si lo creía conveniente, tomar apuntes. ¿Tomar apuntes? No lo tenía pensado, pero preferí sentarme a la mesa para poder mantener la conversación con su mujer a cierta distancia. Sentado al lado de la cama, tendría que levantar la vista para mirarla, que no es la posición más adecuada para el desarrollo de una buena conversación.
Ella volvió a agradecerme que hubiera venido, pero de inmediato fue al grano y me preguntó qué me había contado ya Kalman Teller. Escuchó sin inmutarse; el único que asentía de vez en cuando de manera aprobatoria, corrigiendo o matizando algo de mi disertación, era su marido. Intenté contarlo desde el punto de vista de un espectador objetivo y, por lo visto, a ella no le gustó.
—¿Cree mi historia? —fue lo único que preguntó cuando hube terminado de hablar.
—Sí —le respondí.
—¿Pero?
—Por lo visto, usted está convencida de que se trata de una conspiración, y, aunque así lo parece, todavía no lo podemos probar. Perdone si no me expreso con delicadeza, pero también existe la posibilidad de que simplemente usted haya tenido mala suerte. Con los jueces con que se ha topado y, a decir verdad, también quizá con sus propios abogados.
—Si es eso lo que piensa, ¿por qué ha venido entonces?
—No es eso lo que dice, Mira —intervino el esposo. Luego me miró y añadió—: Yo también he intentado mirarlo con esa objetividad. Tal vez le resulte extraño escucharlo, porque a todas luces estoy también emocionalmente implicado, pero bueno. Debe saber que tengo una formación científica y ni Mira ni yo permitimos que los sentimientos nos manipulen. Créame, lo que ocurre aquí no es en absoluto casual. Al principio no lo creía, pero con el tiempo no me queda ya ninguna duda. Todo el mundo está protegiendo a Vandersloot. Ya empezó en el mismo hospital con la directora, porque él es su cuñado. También hemos descubierto que uno de los jueces que debía juzgar nuestro caso es un juez interino que trabaja de abogado para el mismo bufete que la abogada de Vandersloot. ¿Y sabe usted lo que he averiguado también? Nuestra abogada Fichtre, la que nos ha dejado ahora en la estacada, estudió igualmente en Leiden con la abogada de Vandersloot, esa señora Verhees, y se licenciaron el mismo año. Lo comprobé sin más en la universidad. ¡Esas dos mujeres se conocen! Naturalmente, Fichtre no quiere acusarla de extender una certificación falsa. Prefiere dejarnos a nosotros tirados y que quede bien claro que ningún otro abogado se aventurará a hacerse cargo de nuestro caso.
—Usted ya no me necesita a mí. Ya ha indagado muy bien por su cuenta —le dije.
En el rostro de Frederik Roes apareció una expresión ofendida:
—Ésas son las palabras casi literales que me dijo Fichtre cuando le conté que había ido a casa de Sunardi.
—Perdón, quizá haya sonado más duro de lo que era mi intención. Me parece de lo más lógico que usted emprenda acciones por su cuenta, pero ¿qué más puedo aportar yo?
—¿Sabe la de veces que mi mujer y yo hemos contado nuestra historia durante los últimos diez años? Verbalmente, en papel, una y otra vez acudíamos con todos los hechos. No ha servido de nada en absoluto y ahora ni siquiera tenemos ya un abogado que quiera llevarnos el caso. Dentro de poco nos asignarán uno. ¿Qué debemos esperar? No cesan de ponernos trabas y no comprendemos por qué. Nos estamos volviendo locos. Según nos dijo el señor Teller, usted podría ayudarnos. Yo soy bibliotecario y, por lo demás, no tengo ninguna experiencia con las indagaciones. No podemos obligarle, pero ¿ha venido hasta aquí para escucharnos? Escúchenos entonces, por favor, luego podrá decidir usted mismo si quiere ayudarnos.
Mira Roes le cedía la palabra a su marido, eso parecía. Quizá esta situación se habría hecho más habitual conforme el asunto iba eternizándose. En su rostro podía leerse que probablemente le resultara difícil manifestarse sobre lo que le había sucedido sin alterarse mucho. Dejando eso aparte, era una elección muy sensata, porque seguro que yo no era la única persona a la que la dignidad con que él hablaba le había despertado simpatía.
—Le ruego que me disculpe otra vez, señor Roes. Desde luego que he venido a escuchar. Incluso aunque no pueda hacer mucho por ustedes.
Durante las horas que siguieron oí pocas cosas nuevas, a lo sumo más detalles e información de fondo. Frederik Roes estuvo hablando casi de continuo y su mujer intervino una sola vez. Cuando llevábamos ya un tiempo hablando, ella se incorporó con dificultad, se sentó al borde de la cama y me preguntó si quería café o té. Cuando reaccioné titubeante, me dijo:
—No estoy inválida del todo, a Dios gracias, pero ya no puedo estar sentada mucho tiempo seguido. —Se dirigió a un armario, regresó con una carpeta más y añadió—: Puede llevarse esto prestado. Quizá así se convenza más de cómo han estado jugando con nosotros. Éste es un informe de hace más de diez años, el Informe sobre la Integridad del Poder Judicial, pero todavía es muy actual. Desconcertante para el profano, aunque hace ya mucho tiempo que no lo es para nosotros. Pero siga hablando usted tranquilo con Frederik, yo los escucharé desde la cocina.
Por primera vez su tono de voz era un poco más amable, como si hubiera conseguido eliminar algo de la desconfianza por la atención que le había estado prestando al marido mientras me contaba su historia.
Después de que hubiera desaparecido en la cocina, Frederik Roes me señaló unas cuantas fotografías que colgaban en la pared. Ampliaciones de él y su mujer con ropa alpina de aspecto muy profesional: robustas botas con suelas estriadas, un pantalón de pana que llegaba justo por encima de la rodilla, medias gruesas debajo, apoyados en bastones con una enorme punta de acero y con carga pesada a la espalda. Al fondo, cumbres de montaña nevadas, nítidamente perfiladas contra cielos despejados.
—Mi esposa y yo hicimos en el pasado muchas caminatas por las montañas. Suiza, Austria, Italia. A veces nos quedábamos semanas enteras en las cumbres antes de regresar al mundo habitado.
Lo que contaba contrastaba tanto con la manera en que vivían ahora que me quedé esperando un comentario sobre lo terrible que resultaba pensar que ya no podrían volver a hacerlo jamás. Sin embargo, ese comentario no llegó. Las fotografías dejaban claro también algo muy triste: Mira Roes había sido en el pasado una mujer atractiva y vital, con una sonrisa cautivadora. Durante nuestra conversación ya me había llamado la atención que, en los momentos en que se le relajaban un poco las facciones del rostro, allí asomaba algo de belleza y, hasta ahora, que veía estas fotografías, no comprendí la verdadera dimensión de todo lo que habían perdido.
Cuando Mira regresó con el té y el café y se sentó a la mesa con nosotros, le pregunté si no tenía problemas con esa escalera tan empinada. ¿No podían solicitar un piso en la planta baja? De manera involuntaria, fue la introducción para más información sobre lo mal que lo habían pasado los últimos años. Trabajaban los dos: Frederik de bibliotecario y ella por su cuenta, de aprendiz de auditora. Tras el accidente tuvo que dejarlo y, como apenas podía valerse por sí sola, mucho menos durante los años que precedieron a la operación, Frederik tuvo que empezar a trabajar menos. Se vieron obligados a vender la casa que habían comprado y consiguieron alquilar este piso. Si bien estaban en la lista de espera de un piso bajo, las viviendas de protección oficial no le daban ninguna prioridad a su situación. En opinión de ella, porque se había sembrado la duda sobre la gravedad de su estado.
—No lo dicen abiertamente, pero deben de haber contactado con el hospital. Y ellos cuentan a quien quiera oírlos, pero nunca en nuestra presencia, que somos unos pesados que se pelean con todo el mundo.
De nuevo una teoría de la conspiración. ¿Cuánto era cierto de todo lo que contaban? Esto parecía aún más rebuscado que lo de su juicio.
—¿Entonces ustedes no son de este barrio? —pregunté—. Para ser sincero, a mí me resultaba también difícil imaginármelos aquí.
Y eso no sólo era por estas dos personas, sino también por la decoración del interior de la casa. Por pequeño que fuera el cuarto de estar, habían conseguido decorarlo con estilo.
—Si alguien me hubiera dicho alguna vez que acabaría en este barrio asqueroso, mirando a la calle y postrada en una cama de hospital, habría dicho a esa persona que estaba loca. Y, sin embargo, aquí estoy. ¿Puede imaginarse usted en qué situación tan increíble nos sentimos a veces? Si Frederik no estuviera conmigo, hace ya tiempo que me habría vuelto loca. Postrada en esta cama, veo venir desde el mar las gaviotas todos los miércoles por la mañana. Llegan desde Scheveningen hasta aquí para abrir a picotazos las bolsas de basura de las calles de detrás y obtener así su ración. Restos de comida, pañales cagados, ese día toma la calle una enorme bandada. Y no hay ni un solo vecino que mueva un dedo; esperan sin más a que pase el servicio municipal de limpieza. Para eso pagan impuestos, ¿no? Es como si les procurara placer que otras personas, que se encuentran en una posición igual de baja o incluso más baja que ellos en la escala social, tengan que limpiar su mierda.
Ya era de noche cuando Frederik Roes descendía por la escalera delante de mí. Abrió la puerta y salió a la calle para dejarme pasar. A la luz de una farola vi que caía una ligera llovizna, tan ligera que parecía como si las minúsculas gotas de lluvia se quedaran flotando. A pesar del tiempo asqueroso, me alegraba de volver a estar fuera, me alegraba la perspectiva de poder salir de este barrio con mi coche dentro de un instante. Frederik Roes me dio las gracias con amabilidad, de una manera formal y algo anticuada, por el tiempo que había dedicado a escucharlos. Ahora que estábamos a punto de despedirnos, me di cuenta de lo cansado que me sentía. Cansado de todos esos acontecimientos, la tergiversación jurídica de los mismos y los innumerables detalles que había estado escuchando sobre un asunto que parecía no tener ningún futuro y plagado de tanta pena.
Pero había una cosa más que debía preguntarle, por incómodo que fuera; algo sobre lo que no les había oído decir ni a él ni a su esposa una sola palabra. Sin embargo, había sido el inicio de todo.
—En el historial médico aparece que su esposa fue ingresada para someterse a una pequeña intervención ginecológica. ¿Puedo preguntarle qué tipo de intervención era?
Hasta entonces, Frederik Roes me había respondido a cualquier pregunta sin reservas, pero ahora noté que titubeaba.
—Hace diez años queríamos tener hijos. Mira tenía entonces veintinueve años y yo treinta y ocho. Sentíamos que ya estábamos preparados. Como no se quedaba embarazada, fue a hacerse unas pruebas. Resultó que tenía una infección en una de las trompas de Falopio, consecuencia de una pequeña malformación. Al principio nos asustamos bastante, pero nos tranquilizaron asegurándonos que era algo muy frecuente y que podía remediarse mediante una sencilla intervención médica. —A pesar de todas las desgracias que me había estado contando durante las horas anteriores, había logrado mantener el control, pero ahora oía cómo le temblaba la voz por primera vez—. Después de esa inyección mal administrada por Vandersloot, la columna vertebral de Mira quedó completamente deformada. Tan mal que nunca habría podido soportar el peso de un niño, ni siquiera con la mejor voluntad del mundo. Sin embargo, la subieron a la camilla y la metieron en el quirófano. Cuando Mira volvió en sí, le dijeron que la operación había sido un éxito y ya no había nada que le impidiera quedarse embarazada. La enfermera que vino a decírselo probablemente no sabía nada, no lo diría con mala intención, pero es un momento que me viene una y otra vez a la memoria.
Una vez en casa, leí el IRM, el informe sobre la integridad del poder judicial. En realidad, quería haberlo dejado para el día siguiente, pero durante todo el viaje de regreso a Ámsterdam estuve sopesando los pros y los contras de involucrarme en el caso. Confiaba en que este informe pudiera ayudarme a decidir. Si bien las penas de Mira y Frederik Roes no eran las mías, me daba perfecta cuenta de que una cosa así también podría llegar a pasarme a mí, y la idea de encontrarme casi sin armas frente a un poderoso oponente no me parecía especialmente atractiva. El informe sobre la integridad del poder judicial había sido redactado por un grupo de ciudadanos alarmados y, dicho de la forma más suave, resultaba angustioso. Al principio estuve hojeándolo un poco, pero pronto empecé a leerlo con mayor atención. Exponía con numerosos ejemplos la maraña de intereses dentro de esa torre de marfil que es el poder judicial. Los jueces con numerosas actividades secundarias y el fenómeno de abogados que hacían las funciones de jueces interinos. A través de esta última senda, los abogados habían adquirido un poder desmesurado dentro de las instituciones que precisamente debían juzgar y condenar sin miramientos de clase. En su lugar, sacaban provecho ellos, sus clientes y los compañeros de bufete. Y no sólo eso, porque los mecanismos legales de control para las malas prácticas de abogados, jueces y notarios resultaban ser sólo procedimientos pro forma, encaminados sobre todo a proteger y a consolidar la formación de una imagen positiva de la profesión. Como complemento, se había añadido un apéndice: «Relación de abogados que son jueces interinos bien en el propio juzgado de su distrito, bien en su propio tribunal, bien en el propio tribunal de apelación o combinaciones de todos los casos». Aunque la ley estipulaba que un juez no podía ser también abogado, era absurdo constatar que viceversa, en la forma de juez interino, sí que ocurría a gran escala.
El siguiente texto parecía que podía aplicarse muy bien al caso de Mira y Frederik Roes: En gran parte de los procedimientos civiles por escrito sustraídos a la publicidad, por lo general no aparecen las autoridades, sino un ciudadano/persona jurídica frente a otro ciudadano/persona jurídica. No es extraño que una parte poderosa e influyente (aseguradora, banco, multinacional, organización que persigue objetivos concretos) esté asistida por abogados de grandes bufetes prestigiosos con muchos contactos en el poder judicial. Frente a ella, hay a menudo un individuo asistido por un abogado bienintencionado de un bufete por lo general mucho menos prestigioso. Pero los intereses en semejantes procedimientos civiles son con frecuencia muy grandes. No es raro que muchas veces se trate de una fuerte demanda por daños y perjuicios resultantes de un comportamiento contrario a derecho o algún incumplimiento ilícito.
En el caso de Mira y Frederik Roes habría podido incluirse también «hospital» entre paréntesis. Una cosa sí que era bastante diferente: tras unas cuantas malas experiencias con los bufetes más pequeños, Kalman Teller había recurrido a un bufete de abogados tan prestigioso como el de la parte contraria para ayudar a Mira y a Frederik Roes. Pero eso había servido de poco, porque precisamente a la hora de la verdad ese mismo bufete los había dejado después en la estacada.