GERMANIA

No a ellos, los Bienaventurados que en otro tiempo aparecieron,

figuras divinas en la antigua tierra,

a ellos no debo invocarlos, pero ahora,

oh fuentes de mi patria, mi corazón

eleva con vosotras su amorosa queja.

¿Cuál es el deseo de este duelo sagrado?

Toda esta tierra espera, y como en los días cálidos

al ponerse el sol, nos cubre hoy con su sombra

un cielo cargado de presagios.

Lleno está de promesas, y aun así resulta amenazante,

pero quiero quedarme junto a él.

Mi alma no debe huir hacia el pasado,

hacia vosotros, seres de otro tiempo que me sois tan queridos.

Tememos ver vuestro rostro, tan bello como fue,

y resulta mortal y no está permitido

despertar a los muertos.

¡Oh dioses huidos! Y también vosotros, los del presente,

que fuisteis en otro tiempo más reales, ¡ya pasó vuestro tiempo!

No quiero negar nada ni suplicar nada.

Pues cuando ha llegado el fin y se ha extinguido el día,

el sacerdote es el primer herido, pero el templo

y la imagen y el rito le siguen con amor

hacia la tierra oscura, donde nada reluce.

Como fúnebres piras, se alza un humo dorado,

una leyenda, y baña con su luz nuestras cabezas —a nosotros, perplejos—,

y nadie logra saber qué le sucede. Se perciben

las sombras de aquellos que existieron,

de los dioses antiguos, que vuelven a visitar la Tierra.

Los que llegan nos fuerzan,

y el sagrado cortejo de los dioses-hombres

no retrasará su llegada por el cielo azul.

Ya verdea el campo, cultivado por ellos,

y es como el preludio de un tiempo más severo.

Está preparada la ofrenda al sacrificio, valles y torrentes

se abren a lo lejos a las cimas proféticas,

el hombre puede ya mirar hacia el Oriente

porque muchos cambios le llegarán de allí.

Pero del Éter baja

la imagen verdadera, y los dictados

divinos llueven, innumerables, de él, y trona el interior del bosque.

Y el águila, que ha llegado del Indo,

sobrevuela la cumbre nevada del Parnaso,

los altares alzados en los montes de Italia,

y va en busca de una presa feliz

para ofrecer al Padre. Más hábil en el vuelo

de cómo lo era antes, la madura rapaz

lanza gritos de júbilo mientras sobrevuela

finalmente los Alpes, y contempla los variados países.

A la sacerdotisa, la hija más callada de Dios,

a ella, que con gusto y honda sencillez se sume en el silencio,

a ella, que con sus grandes ojos mira

como si lo ignorara todo, es a quien busca.

Una tormenta resuena sobre su cabeza

y la amenaza de muerte.

Anhelaba la niña un destino mejor,

y un inmenso asombro se extendió por el cielo:

alguien grande en la fe, como ella misma,

consagrada, tiene en sí el poder las Alturas.

Por eso enviaron hasta ella un mensajero, que al reconocerla

de inmediato, con una sonrisa, pensó para sí: A ti, la inquebrantable,

hay que probarte con palabras distintas. Y con voz muy alta

dijo entonces el joven, mirando hacia Germania:

«Tú eres la elegida,

tú que amas a todos y a quien sufrir

por una suerte adversa ha hecho tan fuerte,

desde el tiempo en que, oculta en el bosque, escondida entre flores

de amapolas, ebria de un dulce sueño, me ignorabas,

mucho antes de que mínimas criaturas percibieran

tu orgullo de virgen, y asombradas, se preguntaran

¿quién es, de dónde viene?,

cosas que ni tú sabías. Yo sí te conocía,

y secretamente, porque tú soñabas, te dejé,

cuando alumbraba el sol del mediodía, un signo de amistad:

la flor de la boca. Y entonces empezaste a hablar a solas.

Pero esa plenitud de doradas palabras, la esparciste también

¡oh feliz! por los ríos, que inagotables brotan

por todos los contornos. Y casi como aquella

que es la Madre sagrada de todo lo que existe,

y a quien los hombres dan el nombre de Oculta,

tu pecho está lleno de amores y de penas,

lleno de presagios

y colmado de paz.

Oh, bebe los vientos que lleva la mañana

hasta quedar abierta

y nombra todo lo que está ante tus ojos.

No deben seguir siendo un misterio

las cosas de las que no se ha hablado,

cuando hace tanto tiempo que su velo ha caído.

Es cierto que el pudor conviene a los mortales,

y así hablan, casi siempre,

prudentes, de los dioses.

Pero donde el oro rebosa de las fuentes,

y se agrava la cólera del Cielo,

debe surgir,

entre el día y la noche, de una vez, lo Verdadero.

Le evocarás tres veces,

y a pesar de todo, quedará sin decir, como está ahora,

y así, oh inocente, quedará.

Oh, nombra, hija de la sagrada Tierra,

una vez a la Madre. Braman las aguas al pasar por las rocas,

y brama el temporal sobre los bosques. Cuando digas su nombre

volverán a tronar los dioses de los tiempos pasados.

¡Pero qué distinto es todo! Venido desde lejos, el futuro

reluce y pronuncia palabras de júbilo.

Pero en mitad del tiempo

vive tranquilo, junto con la Tierra

virgen y sagrada, el Éter.

Y les gusta, a ellos a quienes nada falta,

en recuerdo de los tiempos pasados,

ser huéspedes tuyos, Germania,

en esos días de fiesta que lo tienen todo,

y tú eres en ellos la sacerdotisa

que da su consejo pacífico

a reyes y a pueblos.»