POEMAS MAYORES, AISLADOS Y LÍRICOS
Aunque Hölderlin concibió toda su obra poética, al modo de los rapsodas griegos, como un canto (Gesang), utilizó también ese término para designar unos determinados poemas tardíos: los que escribió entre mayo de 1801 y diciembre de 1803.
Las fechas son decisivas para entender —quizá también, en algún punto, para no entender— los Cantos de Hölderlin. En la primavera de 1801, el poeta abandonó, sin causa aparente, su puesto de preceptor en el pueblo alpino de Hauptwil. Había estado allí dos meses y medio. Como otras veces y en otros lugares, sintió una inquietud creciente que le impulsó a alejarse. Después de hacer buena parte del camino de regreso a pie, como era su costumbre, el poeta llegó a la casa familiar, en el pequeño pueblo suabo de Nürtingen, a finales de abril. Volvía con un nuevo fracaso a sus espaldas, y volvía a enfrentarse a la amenaza de que el Consistorio de la Iglesia luterana de Württemberg le enviara como coadjutor a alguna parroquia rural.
El ambiente de la casa familiar, de agobiante pietismo, y la obsesión de la madre de que su hijo ejerciera la carrera eclesiástica, hicieron que Hölderlin volviese a acariciar su vieja ilusión de obtener un puesto docente en la Universidad de Jena, para lo que escribió a dos de sus más ilustres profesores: Friedrich Schiller e Immanuel Niethammer. Ninguno de los dos contestó. A pesar de sus repetidos fracasos como preceptor, Hölderlin hizo entonces angustiadas gestiones para encontrar alguna familia que pudiera necesitar un educador para sus hijos. Y, muy lejos de allí, un alemán afincado en Burdeos y dedicado al comercio de vinos le llamó. El poeta no esperó a pasar la Navidad en familia. El 12 de diciembre emprendió una nueva marcha a pie —la más larga de las muchas que hizo en su vida—, a través de paisajes alemanes y franceses cubiertos de nieve. El 28 de enero de 1802 llegó a Burdeos.
Tan brusca como había sido la partida de Hauptwil y de otros puestos anteriores fue su salida de Burdeos, donde sólo estuvo tres meses. A principios de mayo inició el regreso —siempre a pie—, y aún tuvo ánimo para desviarse hasta París, donde visitó las esculturas griegas y romanas del recién creado Musée des Antiques, antecedente del Louvre. No parece que Hölderlin se limitara a pasear precipitadamente frente a las estatuas. En una carta escrita varios meses después a Leo von Seckendorf, le dice: «En París, particularmente los antiguos han suscitado en mí un auténtico interés (haben besonders mir ein eigentliches Interesse) por el arte».
En la última etapa del regreso se desencadena el trastorno mental. A los incontables fracasos que Hölderlin había ido acumulando a lo largo de su vida se suma la noticia más desgarradora: Susette Gontard ha muerto. La noticia le llega en Stuttgart, cuando sólo le faltaban unas horas de marcha para llegar a Nürtingen, después de haber caminado durante más de un mes, sin equipaje y sin más ropa que la puesta. Quienes le vieron en esos días han dejado testimonio de su estado de enajenación. En una carta del mes de noviembre dirigida a Casimir Böhlendorff, es el propio Hölderlin quien da testimonio de su locura: bastantes frases apenas se entienden.
Hay que volver hacia atrás. La obra madura de Hölderlin está escrita en un periodo de tiempo muy breve: los cinco años que van de 1798 a 1803. Lo anterior, por grandiosas que pudieran resultar algunas de las composiciones —como los Himnos de Tubinga— eran sólo preámbulos. Lo posterior, por mucho que en tiempos recientes se haya querido colocar —con un cierto afán de originalidad— en lo más alto de su producción poética, está arrasado por la locura.
Ese breve periodo de madurez está dividido por una fecha imprecisa, situada en la última semana de junio de 1802, en la que Hölderlin pierde el equilibrio mental —aunque algún episodio antiguo de «trastorno de la razón» (Verworrenheitdes Verstandes) hubo, y de él se habla en cartas de amigos— y el poeta entra en un desequilibrio creciente. Pero hay que hacer una precisión inmediata: quizá porque era su vocación más honda, más radical, la capacidad poética de Hölderlin tiene una extraña aptitud para sobrevivir a la locura. Incluso algunos de sus poemas más tardíos, escritos por Hölderlin cuando ya llevaba treinta años encerrado en la torre de Tubinga —el paradigmático es «La vista» (Die Aussicht), quizá su último poema—, tienen un raro rigor formal, incluso una cierta vibración lírica.
El mes de junio de 1802 parte en dos la etapa de los Cantos que, como se ha dicho, se extiende de la primavera de 1801 al invierno de 1803. Aunque estos poemas no han podido fecharse con precisión, porque Hölderlin no indicaba nunca el tiempo en que escribía sus poemas, y ese tiempo sólo se ha podido determinar con estudios grafológicos, el más antiguo parece ser «A la madre Tierra» —inmediatamente posterior a su regreso de Hauptwil—, y el último «Mnemosyne» —escrito en los últimos días de 1803—. Sería muy simplista afirmar que tras el derrumbamiento mental del poeta en esos días centrales de 1802, sus poemas se vuelven oscuros o incoherentes: en primer lugar, porque muchos de los cantos son reelaboración —a veces sólo en detalles de poemas escritos varios años antes; en segundo lugar, porque la oscuridad de muchos de los cantos es fruto, en gran parte, del «nuevo estilo» —el neue Sangart— del que Hölderlin habla, y no —o no sólo— del oscurecimiento de su mente. Pero tampoco cabe negar toda influencia del declive mental de Hölderlin en sus poemas, como se hace con frecuencia. A finales de junio de 1803, el poeta visitó a Schelling, recién casado, en Murrhardt: según el testimonio de éste, Hölderlin, ante cualquier tema de conversación, empezaba diciendo algunas palabras «correctas y adecuadas, pero inmediatamente después perdía el hilo». No resulta razonable pensar que esa falta de hilación mental careciera de todo reflejo en los versos.
Qué entendía Hölderlin por cantos (Gesänge,) y en qué se diferenciaban esas nuevas composiciones de otras anteriores a las que había dado nombres distintos —himnos (Hymne), canciones (Lieder)…—, lo explica el poeta en una carta de esos años: cantos son «poemas mayores, aislados y líricos» (einzelne lyrische größere Gedichte). Pero la novedad que entrañan los cantos es más de fondo que de forma. El «nuevo estilo» —el neue Sangart— se caracteriza por tres rasgos: los poemas están impregnados de un tinte memorialístico —presente incluso en algunos títulos, como «Recuerdo» o «Mnemosyne» (la musa de la memoria)—; los poemas adoptan un tono elevado, visionario —son frecuentes las amplias perspectivas, los paisajes grandiosos, como en «La marcha» o «Patmos»—; por último, abundan las afirmaciones gnómicas o aforísticas: «Está cerca y es difícil captar al dios», «Donde hay peligro crece también lo que nos salva», «Es un enigma lo que nace de una fuente pura», «Tal como naciste, así seguirás siendo», «Cada cosa florece a su manera», «Grande es la bondad de los Espíritus», «Pero frente al destino es absurdo el deseo», «Cada cual tiene su medida», «Es difícil soportar la desgracia, pero más pesada es todavía la dicha», «Lo que permanece lo fundan los poetas»…
Pero la novedad de los cantos no radica en que sean grandes, aislados o líricos, sino en la transgresión: ni la racionalidad de los neoclásicos ni la pasión de los prerrománticos —las dos generaciones que convivían en esos años—, sino algo nuevo, escandaloso, que haría de Hölderlin, durante muchos años, un poeta maldito, de lectura poco recomendable: un irracionalismo visionario con ecos de una religiosidad apocalíptica, que hace saltar todos los moldes formales conocidos. Hölderlin consigue ser, en esos años finales de su vida —de su vida útil—, lo que había soñado en su juventud: un nuevo Píndaro, un Píndaro de las nieblas nórdicas.