EL RIN

A Isaak von Sinclair

Junto a la oscura yedra estaba yo sentado,

a la entrada del bosque, cuando el mediodía

de oro visitó la fuente, y descendió

la escala de los montes alpinos,

que es para mí divina arquitectura,

castillo de los dioses

según se ha pensado desde antiguo.

De allí siguen llegando

misteriosos decretos que afectan a los hombres.

Y de allí recibí, inesperadamente,

un destino, cuando apenas

mi alma, enredada en sí misma

y tendida bajo una sombra cálida,

vagaba por Italia,

y más allá, en las costas de Morea.

Pero ahora, en el valle,

hundido bajo cimas plateadas,

bajo el verdor feliz,

contemplado por bosques temblorosos

y rocas que alzan sus cabezas

las unas sobre otras, día tras día,

al fondo del abismo más helado oigo

el lamento del joven que suplica

liberación a su madre la Tierra

y al Dios atronador que lo ha engendrado,

inspirando a sus padres compasión.

Y los mortales huyen del lugar,

pues es terrible

la ira que llega

del semidiós que a oscuras tuerce sus cadenas.

Era la voz del noble entre todos los ríos,

el Rin nacido libre,

al que guió la esperanza, cuando de sus hermanos

Ródano y Tesino

se separó en lo alto, y quiso caminar,

impaciente, hacia Asia, su ánima señera.

Pero frente al destino

es absurdo el deseo.

Son sin embargo ciegos

los hijos de los dioses. Pues el hombre conoce

su casa, y el animal

el sitio donde debe instalarla; pero aquel tiene

a la vez un defecto: no sabe

a dónde ir con su alma inexperta.

Es un enigma lo que nace de una fuente pura.

Apenas el canto puede revelarlo.

Tal como naciste, así seguirás siendo.

Aunque algo influyan la voluntad y las penas,

casi todo lo hace

la cuna

y ese rayo de luz que acaricia al nacido.

¿Pero dónde hay alguno

que pueda ser tan libre

a lo ancho de la vida,

y cumpla sólo y siempre

los deseos del corazón?

En tan propicias cumbres, como las del Rin,

en tan sagrado seno

¿quién ha nacido, como él, tan felizmente?

Por eso su palabra es un grito de júbilo.

No llora, como los otros niños,

cuando está con pañales.

Cuando la orilla llega,

furtiva, hasta su lado,

y sedienta circunda

a ese ser inconsciente,

pretendiendo atraerlo

y aferrado entre dientes,

riéndose desgarra

la serpiente, y se hace con la presa.

Y si un ser poderoso no le cultivara,

y dejase que creciera libre, entonces, como un rayo,

partiría la Tierra, y como en sortilegio, le seguirían

los bosques y se hundirían los montes.

Pero un Dios no sabría

dejar abandonados a sus hijos a una vida fugaz,

y ahora sonríe, al ver que impetuosas

las corrientes, aun retenidas por los Alpes sagrados,

braman contra él en las quebradas.

En una fragua así

se forjan los metales más puros.

Y es hermoso

ver cómo más allá,

dejando atrás las cumbres,

avanza en silencio por tierras alemanas,

y aplaca su pasión en cosas de provecho:

cultivando los campos y nutriendo a sus hijos

en las propias ciudades que ha fundado.

Pero nunca, nunca olvidará su infancia.

Antes caerán las casas de los hombres,

y sus leyes, y a la tiniebla volverá

la luz del día, antes de que el río

olvide sus orígenes

y la voz limpia de su juventud.

¿Quién fue el primero

que corrompió los lazos del amor

e hizo con ellos sogas?

Sucedió cuando seguros

de sus propios derechos, y con furia del cielo,

los rebeldes se burlaron con sorna, y desdeñando

los caminos que siguen los mortales, eligieron

un camino errado,

y quisieron ser iguales a los dioses.

Pero están satisfechos los dioses

en su propia inmortalidad, y si algo necesitan

los Seres Celestiales es una cosa: héroes,

hombres, mortales. Porque ellos,

los Bienaventurados, nada sienten por sí mismos,

y necesitan, si así puede

decirse, que en nombre de los dioses

sea otro quien participe y sienta. Pero es su tribunal

el que sentencia que la casa se arrase, que el amigo

se vuelva en enemigo, y que padres e hijos se entierren

bajo escombros, si algún hombre pretende ser un dios,

y no soporta, orgulloso, su desigual estado.

Venturoso, por tanto, el que ha encontrado

un destino ajustado a sus deseos,

aquel a quien el dulce

recuerdo de marchas y aflicciones

viene a susurrarle en una orilla firme,

aquel que mira a uno y otro lado

y lo hace con gusto porque acepta los límites

que el mismo Dios le impuso, al nacer, en el mundo.

Y por eso descansa, feliz,

pues todo lo celestial que había deseado

lo alcanza por sí mismo,

sin esfuerzo, sonriendo,

este audaz que logra su reposo.

En semidioses pienso, ahora,

y reconozco su gran valor,

porque a menudo su vida

conmueve mi pecho apasionado.

Pero ¿a quién se ha dado, como a ti, Rousseau,

un alma indomeñable,

de tan firme entereza,

sentidos tan seguros,

y esos dulces dones

de oír y hablar de modo que en plenitud sagrada,

igual que el dios del vino, en locura divina

y sin medidas, regaló la lengua a los más puros

y la hizo comprensible a los mejores,

pero impone ceguera a los desaprensivos,

justamente, a los siervos sacrílegos… A ese desconocido

¿cómo lo llamaría?

Los hijos de la Tierra son, como las madres,

amantes de todo lo que existe. Y lo reciben

todo sin lucha, felices.

Por eso se sorprende y se espanta

el hombre, ser mortal,

cuando medita

sobre el peso de la felicidad

que el Cielo, con amorosos brazos,

ha puesto en sus espaldas.

Y entonces le parece a menudo que lo mejor

es estar por ahí, casi olvidado,

donde el rayo no quema,

en la sombra del bosque,

junto al fresco verdor del lago Biel,

como un despreocupado aprendiz de melodías

que toma lecciones de los ruiseñores.

Y es espléndido entonces resurgir de un sueño

sagrado, y despertar en el frescor

del bosque, y por la tarde

andar hacia una luz más suave,

cuando Aquel que levantó montañas

y dibujó los cursos de los ríos,

después de dirigir entre sonrisas

la vida ajetreada de los hombres,

de tan escaso aliento, igual que si soplara

las velas de los barcos con sus vientos,

descansa, y el Maestro

se inclina hacia su alumna, y encuentra

que es más lo bueno que lo malo,

igual que el día se inclina hacia la Tierra.

Luego celebran bodas los hombres y los dioses,

lo festejan todos los vivientes,

y entonces se equilibra por un rato el destino.

Los fugitivos buscan un cobijo,

y los valientes unos sueños dulces.

Los amantes siguen

siendo lo que fueron, ellos

están en casa, allí donde la flor se alegra

de un fuego que no daña, y el Espíritu envuelve

los árboles oscuros. Hasta los enemigos

se sienten transformados, se apresuran

a tenderse las manos,

antes de que la amable luz

se hunda, y la noche llegue.

Todo pasa para algunos

de prisa; otros

consiguen retenerlo más tiempo.

Los eternos dioses

están llenos de vida en todo tiempo; hasta morir,

el hombre puede guardar en la memoria

lo mejor, y sentir lo más alto.

Cada cual tiene su medida.

Es difícil soportar

la desgracia, pero más pesada es todavía la dicha.

Un sabio consiguió, sin embargo,

de mediodía a medianoche,

y hasta el brillo de la madrugada,

mantenerse lúcido en el banquete.

¡Que en la senda cálida y bajo los abetos,

o en el oscuro bosque con encinas, revestido

de acero, o entre nubes,

se aparezca Dios, Sinclair amigo!

Tú le conoces, porque conociste, de joven,

el poder del bien, y no te ocultó nunca

el Señor su sonrisa

de día, cuando lo viviente

parece febril y encadenado, o de noche,

cuando todo se entremezcla sin orden, y retorna

al caos originario.