LOS CANTOS PATRIOS

Bart Philipsen ha atribuido la complejidad de los Cantos patrios a su contenido: se trata, según ese autor, de un «denso discurso polifónico» (dichter, polyphoner Interdiskurs), en que se entrelazan la voz poética, la voz mítico-religiosa y la voz filosófica. Para Norbert von Hellingrath, que fue quien rescató gran parte de los Cantos de los manuscritos dispersos y maltrechos, y los publicó a principios del siglo XX, esos poemas son «el corazón, el núcleo y la cumbre de la obra de Hölderlin, su auténtico legado». Puede que ambos juicios sean compatibles con los huecos que quedan en blanco en algunos de los Cantos—, puede que esos huecos sean la cumbre de un Hölderlin que quiere expresar con ellos que «el último y genuino momento poético» es precisamente el de lo inefable, y que en la vida existe y se sucede una «necesaria dicotomía del logro y el fracaso, lo terminado y lo inacabado, lo que tiene sentido y lo que carece de él», como ha escrito Philipsen. Pero cabe también que esos espacios en blanco sean consecuencia de un fracaso, de una incapacidad, de un abandono —no querido, sino sufrido— del poema.

Pero si Friedrich Beißner acertó en su ordenación cronológica de los Cantos nocturnos, esa última sospecha no queda confirmada por la biografía del poeta. Los dos primeros poemas —«A la madre Tierra» (Der Mutter Erde) y «En el manantial del Danubio» (Am Quell der Donau)—, que son los más fragmentarios, corresponden a una de las etapas más lúcidas y fecundas de la vida de Hölderlin, como es la segunda mitad de 1801. Y, por el contrario, los dos últimos —«El Ister» (Der Ister) y «Mnemosyne»—, que son poemas perfectamente acabados y coherentes, corresponden a una época —la de los meses finales de 1803— en que Hölderlin sufre ya una perturbación diagnosticada por los médicos y actúa con la excentricidad que su madre describe a Sinclair en las primeras cartas que le envía.

El primer verso del primero de los Cantos patrios es uno de los más reveladores del conjunto: «En nombre de la comunidad soy yo quien canta». Los himnos eran, en su origen —y así los entiende Hölderlin—, cantos corales dirigidos a la divinidad. En los Cantos patrios faltan los dos sujetos propios del himno: no hay comunidad ni hay Dios. Los Cantos son monólogos sin destinatario, o con destinatario ausente, «huido». Sólo en «Fiesta de la paz» están presentes ambos sujetos del himno: la comunidad —«pero en el cántico cordialmente confundidos / en un mismo coro, los bienaventurados, / en algún modo, se reúnen en número sagrado»— y la divinidad —«He aquí, Fuerzas sagradas, / el signo del amor, el testimonio / de que aún existís: el día de fiesta».

«A la madre Tierra» es una sucesión de monólogos desesperanzados. No hay fuerza para exaltar a la comunidad, para agruparla y arengarla a grandes hazañas, «se hunden / los brazos de los hombres», y eso que Dios no volverá su mirada a los hombres si no es la comunidad quien le invoca, «si el canto no se alzara de un solo corazón que los agrupe». El último verso no es de esperanza, sino de simple espera: el pastor «contempla las cumbres» en las que puede aparecer la divinidad.

El poema «En el manantial del Danubio» recoge la idea de los historiadores griegos, generalizada en la Edad Media, de la migración de la cultura. Aunque el Danubio discurre en sentido contrario, o como dice el poema, «en busca del Oriente», el río le sirve al poeta para evocar el recorrido de la cultura. Al este, en la «Madre Asia», nacieron «los patriarcas y los profetas», y allí hablaron por primera vez los hombres «a solas con Dios». En Asia se expresó Dios por primera vez —«llegó de Oriente la palabra a nosotros»—, y de allí llegó su voz a Grecia —«rocas del Parnaso»—, a Roma —«irrumpe en el Capitolio»— y los territorios alemanes —«baja bruscamente de los Alpes»—. La «extranjera» —o «extraña»; Fremdlingin puede significar las dos cosas— de que se habla a continuación es precisamente la voz de Dios, porque el poeta se refiere —con el cambio de estrofa— a la intervención de Dios en el mundo contemporáneo, un mundo que ha padecido una larga ausencia de Dios.

El tratado de Luneville, que puso fin, en febrero de 1801, a la segunda Guerra de Coalición, hizo pensar a los europeos que se abría una larga etapa de concordia entre los pueblos —penoso espejismo, porque la ambición territorial de Napoleón no había hecho más que empezar—. La idea kantiana de la paz perpetua parecía cobrar realidad. Hölderlin participó de ese entusiasmo colectivo, y de él procede «Fiesta de la paz», que se sale del tono sombrío del resto de los Cantos patrios. El entusiasmo del poeta fue duradero, porque, al descubrirse en el año 1954 la versión definitiva del poema, se ha podido deducir, por la advertencia preliminar, que es de finales de 1803: las ideas de esa advertencia coinciden con las de la carta a Wilmans de 8 de diciembre de 1803, y además la palabra Sangart sólo la emplea Hölderlin en la advertencia y en otra de las cartas al editor.

La idea central del poema está en los versos 77 y 78: «El Espíritu / del mundo ha venido a inclinarse sobre todos los hombres». Como se ha dicho, Hölderlin ha sustituido en muchos pasajes de los Cantos la palabra Dios —que figuraba en versiones anteriores— por la palabra Espíritu. Dios ha venido a celebrar la fiesta de la paz con los hombres. Él es el «Príncipe de la fiesta» —Fürst des Fests— a que se refiere el poema. El poeta actúa de maestro de ceremonias: prepara «cálices llenos de frutos maduros y coronas de oro», hace las invitaciones a la fiesta… Pero, sobre todo, cumple la función que Hölderlin —y también Novalis— atribuyen al poeta: anunciar la segunda Edad de Oro, la reconciliación definitiva de Dios con los hombres. Porque «Fiesta de la paz» es, en definitiva, un canto al quiliasmo, esa etapa última de la historia en que Cristo reinaría durante un milenio, y que los teólogos protestantes del siglo XVIII —y un jesuita hispano-chileno del mismo siglo, Miguel de Lacunza, en La venida del Mesías en gloria y majestad— basaban en un pasaje del Apocalipsis (cap. 20, vers. 1 a 10).

El tema de «La marcha» está emparentado con el de otro Canto patrio, «En el manantial del Danubio». Pero, aunque en ambos se habla de un viaje, no se trata ahora del viaje o migración de la cultura, sino de un viaje del poeta. Éste se dirige a Asia —«quiero ir al Cáucaso»—, y se detiene en Grecia. «Antaño nuestros padres, nuestra raza alemana, / llevados por las olas tranquilas del Danubio, / en días de verano, con los Hijos del Sol, que iban / en busca de la sombra, / y con ellos llegaron al Mar Negro»: se refiere Hölderlin a unos colonos suabos que en 1770 se asentaron a orillas del Mar Negro. Pero el poeta, usando una licencia poética poco respetuosa con la historia, imagina una raza surgida de la unión de esos colonos suabos con los griegos: «No deseaban / los padres, siendo amigos, otra cosa / a sus hijos que el júbilo nupcial. / Porque de esas alianzas sagradas / tan bellas surgió […] una raza». El poeta, sorprendentemente, no se queda en Grecia, sino que vuelve a su tierra alemana: «No tengo, sin embargo, la intención de quedarme». E invita a las «Gracias de Grecia» a venir a Suabia, con el propósito implícito de que griegas y suabos vuelvan a fundar una raza que aúne los dos pueblos. Todo el poema es canto a la fusión de lo griego y lo alemán.

Los ríos alemanes inspiraron a Hölderlin sus mejores poemas, y los 221 versos de «El Rin» están a la altura de los mejores versos que surgieron de su pluma. El tema central de este Canto patrio es el sometimiento al destino. En el poema está también presente el sueño del poeta de fusionar Oriente y Occidente. Cuando dice que el Rin «quiso caminar, / impaciente, hacia Asia», el poeta dice algo cierto, pero un tanto forzado, aunque es verdad que «por exigencia del guión»: sólo una mínima parte de su curso inicial discurre hacia el este.

En «Germania» se produce el mismo retorno que en «La marcha». En este último poema, el poeta viajero no quiere permanecer en Grecia: «No tengo, sin embargo, la intención de quedarme». Lo mismo sucede en «Germania», pero en el plano religioso: no quiere permanecer con los dioses griegos. En ambos poemas hay un regreso a lo alemán. Lo que late tras «Germania» es la ilusión por la patria. No la ilusión exaltada e inquieta que Hölderlin sintió en los primeros momentos de la Revolución francesa, sino una ilusión más serena y paciente. Hölderlin no cree ya en una Revolución alemana —la historia reciente le ha demostrado que los alemanes han dado la espalda al ejemplo francés—, y sólo cree en una lenta evolución de los pueblos. Esa evolución tiene que apoyarse, entiende Hölderlin, en dos fundamentos nacionales, los dioses propios y el propio idioma, y a esos dos fundamentos dedica el poema.

«No a ellos, los Bienaventurados que en otro tiempo aparecieron, / figuras divinas en la antigua tierra, / a ellos no debo invocarlos». En otras palabras: no a los dioses griegos. «Mi alma no debe huir hacia el pasado, / hacia vosotros, seres de otro tiempo que me sois tan queridos». El poeta no puede renegar de su sincera fe en los dioses griegos, pero tiene que conciliario con su fe en la patria. Religiosidad y patriotismo llegan en el poema a una difícil fusión. «Y el águila, que ha llegado del Indo, / sobrevuela la cumbre nevada del Parnaso, / los altares alzados en los montes de Italia / […] lanza gritos de júbilo mientras sobrevuela / finalmente los Alpes, y contempla los variados países». Hay aquí, pues, una tercera migración: en el poema «En el manantial del Danubio» fue la cultura; en «La marcha» fue el poeta; en «Germania» es el águila. Con las tres migraciones se quiere expresar lo mismo: la fusión de la cultura oriental y occidental. Cuando Hölderlin quiere referirse a los nuevos dioses, a los dioses de su patria, utiliza una extraña expresión, «dioses-hombres» (Göttermenschen), queriendo con ello acentuar su proximidad a los hombres, frente a la lejanía de los dioses griegos.

La segunda parte del poema se dedica al idioma, al que Hölderlin llama, con curiosa metáfora —más eufónica en alemán que en español—, «flor de la boca» (Blume des Mundes). El don del idioma se hace con un encargo: «Nombra todo lo que está ante tus ojos». Las últimas estrofas reflejan el «patriotismo lingüístico» (Sprachpatriotismus) que tan apasionadamente vivieron los alemanes de entresiglos, y que era, en definitiva, un aspecto de esa utopía —«utopía realista», realistische Utopie, como se dijo entonces—, de una Alemania unida.

«El Único» es el más reelaborado de los Cantos patrios. La primera versión la empezó Hölderlin inmediatamente antes de su viaje a Burdeos —en la segunda mitad de 1801— y la terminó a su vuelta —en el verano o el otoño de 1802—. Esta primera versión es la única que se conserva escrita continuadamente por Hölderlin, que la estampó con cuidada caligrafía en el llamado «Cuaderno de Homburgo» (Homburger Folioheß). De la segunda versión sólo se conserva un fragmento, el llamado «Fragmento de Warthaus» (Warthäuser Fragment) —en una hoja suelta—, que el poeta pretendía situar como segunda parte del himno.

La tercera versión es en realidad una recomposición hecha por Friedrich Beißner con estrofas y versos sueltos escritos por Hölderlin a lo largo de los últimos meses de 1803. Dada la inseguridad que suscitan las dos últimas versiones, se ha optado por traducir la primera. Esa primera versión tiene dos lagunas: el quinto verso de la sexta estrofa se interrumpe, y puede que Hölderlin pretendiera —a la vista del espacio que dejó en blanco— añadir varios versos; el siguiente verso que se conserva parece ser el primero de una estrofa que no llegó a escribir.

A este poema, junto a otros dos Cantos patrios —«Fiesta de la paz» y «Patmos»— se les ha llamado Los Himnos CristológicosDie Christushymnen—. Pero ese epígrafe es grandilocuente e inadecuado, y precisamente «El Único» es el que mejor revela lo impropio de esa denominación.

Hölderlin empieza llamando a Cristo «Uno», «Maestro», «Señor» y «Guía», pero luego parece arrepentirse de esa unicidad, y habla de los «Seres Celestiales», que están celosos porque el poeta ensalza a uno y no a los demás. A continuación dice que Cristo es hermano de Heracles y de Dionisos, y es cuando —probablemente porque ese camino no le llevaba a ningún lado—, las dos estrofas siguientes quedan sin terminar. Vuelve luego a afirmar —y acentuándolo al subrayar la palabra— que «hacia Uno sólo / se orienta el amor». Pero a continuación considera que «se ha excedido», y da un nuevo giro hacia el politeísmo. El poema termina con la inesperada moraleja según la cual «es necesario que también los poetas, / aunque espirituales, sean del mundo», que es probablemente el arranque de otros versos que quedaron sin hacer.

También es un error incluir «Patmos» entre esos pretendidos himnos cristológicos: al final del poema, Hölderlin llega a la conclusión de que hay que adorar a todos los dioses —«son ofrendas lo que los Seres Celestiales quieren»—, y por tanto también a los dioses griegos. Ese final debió de sorprender al conde Friedrich V de Hessen-Homburg, hombre muy piadoso y fiel a su credo luterano, que le encargó el poema —aunque no debió de ser ésa la única sorpresa que se llevara el buen conde al leer los versos—. Es cierto que el propio conde cometió un gran error al darle el tema a Hölderlin, porque Patmos es una isla griega, y le ponía en bandeja la ocasión de desplegar el politeísmo a que el poeta fue siempre tan proclive.

La primera estrofa, que empieza como otros poemas de Hölderlin con la descripción de un paisaje grandioso, plantea ya la necesidad de conciliación de la religión griega y la religión cristiana: esas «cumbres del tiempo» esas «cimas separadas», entre las que hay «un abismo», son las dos religiones. Pero el poeta afirma que hay «puentes ligeros que cruzan el abismo», y suplica a la divinidad «alas» y «un agua inocente» —el agua, en la doctrina esotérica, tanto en la órfica como en la hermética, es un símbolo de unidad— para pasar de una a otra religión, «para ir más allá, y volver luego», es decir, para no quedarse anclado sólo en una religión sino estar en ambas.

Lo anecdótico —aunque sin duda lo de mayor valor poético— es el viaje que el poeta hace a Patmos, arrebatado por un genio, y la descripción de la isla. La médula del poema es la contraposición entre la religión griega —exterior y basada en la belleza formal— y la religión cristiana —interior y basada en la bondad—. Pero Hölderlin, en el fondo, es más pagano que místico, y sus versos brillan al aludir a temas mitológicos y se ensombrecen al tratar temas cristianos. Como esa conciliación que el poeta plantea al comienzo resulta imposible, los últimos versos son un tanto caóticos: hay que hacer ofrendas a los «Seres Celestiales» y hay que cumplir la voluntad del «Padre». Lo más coherente —y también lo más conmovedor— que recorre el poema de principio a fin, es la sensación que tuvo Hölderlin a lo largo de toda su vida de que Dios estaba ausente del mundo: lo expresa en los dos primeros versos de este poema y lo repite en las dos últimas estrofas —«Callado está su signo». «Hace ya mucho, mucho tiempo / que la gloria celestial es invisible». «¡Oh Dioses huidos!», exclama el poeta, con pena, en otro de estos Cantos patrios.

No sólo Heidegger, sino otros muchos filósofos, filólogos y teóricos de la literatura han fijado su atención en el poema «Recuerdo». La consecuencia es una multitud de interpretaciones que nada tienen que ver entre sí, y que por su diversidad no pudieron pasársele a Hölderlin por la cabeza. Sí resulta evidente que el título tiene relación con el último verso, tan repetido —«Pero lo que permanece, lo fundan los poetas»—, que es una traducción casi literal de Ovidio —«durat opus vatum»—. De manera que el recuerdo del poeta —trasladado al poema— es lo que permanece. El recuerdo aúna los dos grandes temas que aparecen en el poema —el amor («días de amor») y la acción (los marinos «han partido a la India», Inder; que es el nombre que se le daba en el siglo XVIII)—. En la estrofa central el poeta se refiere a sí mismo y a los poetas en general. Empieza con un bello oxímoron —«luz oscura», el rojo intenso del vino tinto bordelés— y afirma que el poeta debe estar entre los demás: debe «conversar, decir / qué siente el corazón». Pero el poeta está solo —«¿dónde están los amigos?»—, y debe aceptar la soledad —«Ellos [los poetas], / como pintores, juntan / lo bello de la tierra, y no desdeñan / el combate alado [combate con las olas: alas son velas], ni vivir solos, a lo largo de años»—.

El valor del poema «Recuerdo», como el de otro poema de las mismas fechas, «El Ister», no está en esas esotéricas elucubraciones que los exégetas atribuyen al poeta, sino en la delicadeza de los versos, en el encanto de su sonoridad leve, en la inesperada sucesión de imágenes. Ister es el nombre que los celtas dieron al Danubio, y este poema de Hölderlin está estrechamente emparentado con otro de los Cantos patrios—. «En el manantial del Danubio». Ambos tratan de la migración de la cultura de Oriente a Occidente. Para que el símbolo fluvial se adecúe mejor al sentido en que se produjo esa migración, el poeta tiene que decir que «el caudal parece / que avanzara hacia atrás, / y me hace pensar que debe / llegar desde el Oriente». En el poema «El Ister» se atisba ya el regreso de los dioses, la segunda Edad de Oro: «Ávidos estamos / de contemplar el día. / Y si hemos soportado / la prueba de rodillas, / podremos percibir el griterío del bosque» —el griterío de los pájaros que anuncia el nuevo día—, y eso explica que su tono sea más elevado, más jovial que el de los otros Cantos.

La ecpírosis aparece de nuevo en «Mnemosine», pero ahora como tema central del poema. Todo está «sumido en el fuego», y es «ley» —«ley profética»— que nada quede sin consumir en las llamas: incluso «los elementos» —los cuatro elementos— y «las viejas leyes de la Tierra» —las leyes del cosmos que rigen el planeta—. Frente a los otros Cantos patrios que tratan también sobre la ecpírosis, «Mnemosine» desarrolla el aspecto psicológico, siguiendo la doctrina platónica: frente al «furor divino» que todo lo consume en el fuego, reacciona el hombre con el «furor heroico». «Herida / está el alma por un rayo celeste», y sin embargo el hombre se revuelve («como el toro me crezco en el castigo», diría Miguel Hernández) y combate por su libertad. «… Un anhelo siempre / tiende a la libertad».

En la segunda estrofa aparecen ya manifestaciones de la apocatástasis. la nieve que brilla, lirios del valle, verdes praderas… Y aparece también el poeta, que es ese caminante que habla «acaloradamente» (zornig quizá sea algo más: con cólera, con furia; también el poeta está dominado por el «furor heroico») con otro por un sendero de los Alpes. En la tercera y última estrofa se da respuesta a la pregunta con la que terminaba la segunda: «¿Qué es lo que significa?» Lo que significa es que han muerto los mayores héroes griegos —Aquiles, Áyax— y ha muerto incluso Mnemosine, y con ella toda la memoria de la Antigüedad: no cabe más destrucción de una etapa de la historia. Ha culminado la ecpírosis. Queda abierto el camino a un mundo nuevo. El poema acaba con otra manifestación del «furor divino».

Dos versos de este último poema —que es el último que escribió Hölderlin antes de que el mundo acabara orillándole, primero en Homburg y luego en Tubinga, y antes de que su mente se adentrara en las nieblas más densas— son una perfecta síntesis de su vida y de su obra: «Pero un anhelo siempre / tiende a la libertad. Y es mucho / lo que hay que retener». La libertad fue el norte de su vida. Lo que retuvo lo convirtió en su obra.