LOS CANTOS NOCTURNOS
Los Cantos nocturnos[1] son, casi todos ellos, reelaboración de poemas anteriores. «Tengo entre manos la revisión de algunos Cantos nocturnos para su Almanaque…», le dice Hölderlin a Wilmans en una carta de diciembre de 1803. Durchsicht es quizá algo menos que revisión: es examen, cotejo. Hölderlin reescribía inacabablemente los poemas, y muchas de las versiones se han perdido. En el desdichado destino de los papeles de Hölderlin influyeron muchos factores: los largos años de locura, el escaso aprecio que su obra suscitó mientras vivía, la desidia de sus hermanos Heinrike y Karl… Eso hace que no resulte fácil determinar en qué consistió esa reelaboración que Hölderlin hizo inmediatamente antes del envío de los Cantos nocturnos al editor Wilmans. Una cosa sí resulta clara: la versión final es más áspera, más seca que cualquier versión anterior que se ha conservado. El lirismo es menor y la sobriedad mayor. Hay menos vivencias y más reflexión. Muchos elementos sensoriales han desaparecido, y en su lugar han aparecido conceptos abstractos.
«Quirón» (Chiron) procede del poema «El cantor ciego» (Der blinde Sänger). En casi todos los Cantos nocturnos se produce —respecto de los poemas de que proceden— esa traslación mitológica, que queda de manifiesto en los propios títulos: «La corriente encadenada» (Das gefesselte Strom) pasó a ser «Ganímedes» (Ganymed), «El invierno» (Der Winter) pasó a ser «Vulcano» (Vulkan)… El mito del centauro Quirón le sirve a Hölderlin para representar al hombre: la condición de semidiós del centauro es un trasunto de la doble naturaleza, animal y racional, material y espiritual, del hombre; el castigo que impuso Heracles a Quirón simboliza el alejamiento, la «huida de Dios»; la inmortalidad del centauro viene a significar la inacabable duración del castigo… Se ha escrito (Jochen Schmidt) que «Quirón» es un poema histórico-filosófico que va desarrollando la evolución del espíritu humano: hay una primera fase en que el hombre vive sumido en la naturaleza (tres primeras estrofas), una segunda fase de aprendizaje (cuarta estrofa), una tercera fase de autoconciencia y pensamiento creador (estrofas quinta y sexta), una cuarta fase caracterizada por la religiosidad (estrofas séptima y octava) y una quinta fase en que predomina el espíritu filosófico (novena a decimosegunda). En la última estrofa aparece la fusión entre el pensamiento y la acción, entre el poeta y el héroe, que caracteriza el ideal hölderliniano.
«Lágrimas», aunque es formalmente una oda, por el fondo es una elegía: el poeta llora la muerte del mundo clásico, simbolizado en esas «islas que el destino ha herido, / que sólo sois ceniza, ardientes, / desiertas y además abandonadas». Todo el poema está presidido por la idea de la primitiva cosmología estoica de la ecpírosis—. un fuego destructor pone siempre fin a una etapa histórica y abre el paso a una nueva. A la ecpírosis sigue siempre una apocatástasis, un resurgimiento.
Si el ambiente de «A la esperanza» resulta más luminoso que el de los demás Cantos nocturnos, y su dicción más clara, es porque —de todo el conjunto— es el poema de menor reelaboración tardía: apenas se aparta de una oda que escribió Hölderlin durante su primera estancia en Homburg, y a la que puso como título «Súplica» (Bitte). La bella expresión de las «estrellas floridas» se repite en varios poemas, como la metáfora de las flores para referirse a las estrellas. El Éter es, para Hölderlin, como para el panteísmo presocrático, la naturaleza en cuanto ser vivo, dotado de alma (Seele) o de espíritu (Geist), y dotado de fuerzas (Kräfte) o poderes (Mächte). No se habla en este poema de la esperanza como estado psicológico, sino como «Hija del Éter»: como una de esas fuerzas o poderes.
«Vulcano», el temible dios del fuego y de las fraguas, es aquí un dios doméstico, un «amable Espíritu del fuego», que «protege ese sosiego» del hogar. Es frecuente que Hölderlin, al reelaborar poemas antiguos en estas fechas tardías, sustituya la palabra dios (Gott) por la palabra espíritu (Geist). Vulcano es ahora el Feuergeist. El poeta invoca a Vulcano —«Ven ahora, amable Espíritu del fuego, envuelve…»— precisamente porque el dios no está presente; quien está ahora presente es Bóreas, el colérico Bóreas, que rompe, destroza, perturba… La contraposición Bóreas-Vulcano tiene un claro significado en los versos de Hölderlin: es, en el fondo, la misma idea de la ecpírosis que está presente en «Quirón». Es necesaria una catástrofe para pasar de una etapa a otra. Tras la destrucción provocada por Bóreas vendrá el sosiego, traído por Vulcano.
El inexpresivo título «Inquietud» no ayuda a entender el sentido del poema, pero todo lo contrario ocurre si se tiene en cuenta el título que figuraba en la versión primitiva: «Coraje del poeta» (Dichtermut). Las preguntas retóricas de los dos primeros versos van dirigidas al poeta, y el resto del poema se refiere también a él. La mayor diferencia entre el poema originario y éste de 1803 reside en la función que se reconoce al poeta, más alta ahora que entonces. Los poetas son, ahora, las «lenguas del pueblo», y mandan incluso sobre los dioses, puesto que «a los propios dioses les lleva / a su guarida el canto y el coro de los príncipes». Muy bello es el final: lo que el poeta ofrece a los dioses no es tanto su «arte» como sus «manos decentes».
Algo semejante ocurre con el título «Ganímedes», menos expresivo y clarificador que el título que figuraba en versiones anteriores: «La corriente encadenada» (Der gefesselte Strom). Porque, en efecto, lo que hace este poema es describir la evolución del río: en las dos primeras estrofas se alude al primer tramo, en que el río está «recostado sin ánimo, encogido, / pasando frío en la desierta orilla»; las dos siguientes se refieren al tramo medio, en que el río, en toda su fuerza, «se libera con cólera / de las cadenas»; y las dos últimas estrofas se refieren al tramo final, en que el río, después de fecundar los campos, se adentra en el mar, «cada cosa florece a su manera. / Pero él está ya lejos». El río es siempre, en Hölderlin, la imagen del héroe.
En la dramática contraposición de las dos estrofas que forman «Mitad de la vida» está la mayor genialidad del poema. Si, como parece, este poema es de los días finales de 1803, es evidente que el autor conservaba intacta su capacidad poética, a pesar de los muchos testimonios que ya había sobre el deterioro de su razón. La primera estrofa es una exaltación de la armonía, de la conjunción de contrarios —peras y rosas silvestres, campo y lago, gracia y ebriedad…—, y la segunda estrofa una estampa de la disarmonía —muros que se alzan, veletas que chirrían…—. Algún autor ha considerado antecedente de este poema un esbozo antiguo —«La rosa» (Die Rose)—, con el que sólo tiene en común el tono sombrío:
¡Amable hermana! ¿Dónde iré, cuando llegue el invierno,
a coger flores, para poder trenzar
coronas a los dioses?
Quedaré despojado entonces del saber divino,
la savia de la vida se alejará de mí.
Cuando busque señales del amor de los dioses,
flores, en las desnudas praderas desoladas,
no podré encontrar ninguna para ti.
En «Edades» hay una nueva manifestación de la ecpírosis: «el humo y el fuego de los dioses» ha arrebatado a las columnas sus coronas —sus capiteles—. De las antiguas civilizaciones —Mesopotamia (Eufrates), Siria (Palmira)— ya sólo quedan «bosques de columnas en llanuras desiertas». Pero este poema resulta especialmente pesimista: no hay atisbo alguno de resurgimiento, de apocatástasis. Al propio poeta le resultan «extrañas y muertas las almas de los bienaventurados» —los grandes sabios y poetas de la antigüedad.
El último de los Cantos nocturnos podía ser el primero de los Cantos patrios —al menos por el tema; no desde luego por el tono, que no es ni remotamente hímnico—. Muy cerca de Nürtingen, el pueblo en que Hölderlin pasó su infancia, están los montes Hardt, y en ellos un rincón —o un ángulo, que es lo que propiamente quiere decir Winkel— que forman dos grandes rocas. En ese rincón se ocultó el duque Ulrich von Württemberg, en el año 1519, cuando huía de las tropas de nuestro joven emperador Carlos V, que le habían arrebatado su territorio. Entre ambas rocas hay una piedra con algo que parecen huellas de unos pies: es la Ulrichstein, la «piedra de Ulrich». Pero éste no es un poema anecdótico, sino patriótico: Ulrich era, en tiempos de Hölderlin, un símbolo de las esencias suabas, y por tanto del resurgimiento de una patria libre —y, naturalmente, republicana—. Pero este poema es un Canto nocturno: no revela entusiasmo alguno; el «gran destino», simplemente, «medita».