20. Los bombardeos aéreos

1940

Mañana

«Supongo que nací con suerte». Por lógica, Charlie Dogget tendría que haber muerto hacía unas horas.

El sol ya había salido. El cielo mostraba un color azul celeste. Charlie alzó la vista mientras cruzaba el puente de la Torre y vio decenas de gaviotas revoloteando sobre el río y llenando el aire con sus voces. Charlie y los otros bomberos se habían quitado los cascos, contentos de sentir la fresca brisa matutina sobre sus rostros después de haber permanecido tantas horas en vela y asfixiados de calor. A sus espaldas seguían alzándose unas columnas de humo de los fuegos que ardían en todo el East End y la City. Habían soportado otra noche de bombardeos aéreos de Hitler, y, en el caso de Charlie, habían presenciado un milagro.

Claro que bien pensado, las cosas siempre le habían salido bien a este risueño cockney con su mechón de pelo blanco. Incluso durante los tiempos más duros en el East End, siempre conseguía ver el lado optimista de las cosas. Tomemos el caso de su padre y su tía Jenny. «Tu acaudalada tía Jenny ya nada quiere saber de nosotros. Ni siquiera nos invitó a su boda», solía decir su padre. Era una cantinela que Charlie había oído mil veces. Pero la tía Jenny solía enviarles regalos en Navidad y para Charlie su misma existencia era una inspiración. Si un miembro de la familia había logrado salir del East End y abrirse camino en el mundo, él también podía hacerlo.

Charlie comprendía el motivo de que su padre y la mayoría de los hombres que conocía estuvieran amargados. En los muelles no había trabajo, y cuando uno conseguía un empleo no estaba seguro de conservarlo. Un día su padre había sido despedido simplemente por mirar a un capataz. «¿Por qué me miras? —había gritado el capataz—. ¡Estás despedido!». Su padre no había vuelto a encontrar trabajo allí. Ocurría en todos los muelles, y la gente había oído decir que en otras industrias, como las minas, las condiciones eran aún más duras.

Por supuesto, si uno tenía un oficio, la vida era más benévola. El mejor amigo de Charlie cuando era niño se había hecho enlucidor. Tenía un tío que ejercía ese oficio y que le había encontrado trabajo en una compañía después de que el amigo de Charlie hubiera hecho su aprendizaje. Trabajaba bien y por aquel entonces vivía fuera del East End. Pero Charlie no tenía paciencia para aprender un oficio como el de su amigo.

—Trataré de encontrar empleo en los muelles —había dicho.

—Jamás lograrás salir de aquí —le había advertido su amigo.

Pero en eso se equivocaba.

«Me dieron la patada, pero aterricé en una vida mejor», solía afirmar Charlie alegremente.

Su matrimonio con Ruth había sido motivo de una fuerte disputa. Su padre tenía amigos judíos en Whitechapel, pero cuando Charlie le comunicó que se había enamorado de Ruth, no le gustó. Algunos amigos suyos le advirtieron: «Siguen siendo extranjeros, Charlie. No son como nosotros». Pero el principal problema era el padre de Ruth. Era un hombre pequeño, calvo, con los ojos azul claro y que poseía un pequeño negocio. Siempre se había mostrado amable con ellos, pero en ese momento cada vez que veía a Charlie se ponía a gritar.

—¡Me ha llamado ladrón! —se quejó Charlie—. Dice que he apartado a Ruth de su fe.

—En realidad tiene razón —contestó su padre—. Deja a esa chica, hijo. Vas a meterte en un lío.

—A Ruth no le importa —repuso Charlie.

Cuando se casaron, la familia de Ruth había cortado toda relación con ella. Incluso sus amigas de la infancia la habían abandonado. «Charlie, quiero salir de aquí», le había dicho un día Ruth.

Fue el amigo de Charlie, el enlucidor, quien les había presentado a un conocido que tenía una vivienda en Battersea: tres habitaciones en el piso superior de una casa situada justo debajo de lo que habían sido, hasta hacía una generación, los campos de Lavender Hill. Tanto Charlie como Ruth habían tenido ciertas dudas. Charlie no sabía si le gustaría mudarse a una zona donde nadie lo conocía, y en cuanto a Ruth, nunca había vivido en un lugar donde no existiera una comunidad judía, aunque como la señora de Charlie Dogget, rubia y con los ojos azules, podía encajar fácilmente en cualquier sitio.

De nuevo Charlie comprendió que había tenido una suerte inmensa. Mientras que Ruth había conseguido un empleo en una fábrica de pianos cerca de su domicilio, él había encontrado trabajo como conductor de autobuses. Y lo mejor de todo fue que, al cabo de un par de años, pudo alquilar una agradable casa en el sector más seguro de aquella zona. La Shaftsbury Estate era una comunidad bien administrada de viviendas modestas, fundada por lord Shaftsbury, un conocido filántropo, para trabajadores y artesanos respetables. Cuando nació su primer hijo, las cosas iban mejorando para Charlie.

Sin embargo, en términos generales la situación del trabajador no era tan diferente de la de antes. Poco a poco los sindicatos habían logrado mejorar las condiciones de la clase obrera, y sus representantes, el Partido Laborista, eran tan numerosos en el Parlamento que estaban en condiciones de formar gobierno. Pero durante los años difíciles después de la Primera Guerra Mundial, el trabajo escaseaba y el dinero también. Algunas personas confiaban en que se produjera un cambio radical que propiciara un Estado socializado, y Charlie había oído un magnífico discurso pronunciado por un hombre llamado Carpenter, un miembro de la Sociedad Fabiana, una organización socialista, que les había prometido un brillante mundo nuevo. Pero al igual que la mayoría de los londinenses pertenecientes a la clase obrera, Charlie se mostró un tanto escéptico. «No quiero una revolución —solía decir—, pero me gustaría que mejoraran los salarios y las condiciones de vida del obrero».

Charlie había participado sólo una vez en una manifestación, concretamente en la huelga general de 1926. Todo el movimiento sindical se había solidarizado con los mineros del carbón, que recibían un trato inhumano. «Saldremos de ésta —había dicho Charlie a Ruth—. No tenemos más remedio». Pero Charlie tenía la impresión de que la huelga de nada iba a servir. Por aquel entonces trabajaba de conductor de autobuses en la línea 137, que iba hacia el sur desde el centro de Londres hasta llegar a Crystal Palace. La víspera de la huelga había transportado en el autobús a dos hermanos, unos respetables trabajadores, uno un sastre y el otro un oficinista.

«Si dejas de trabajar, iremos caminando hasta nuestros lugares de trabajo —le habían dicho—. No nos lo impedirás». Si los sastres y los oficinistas y todos los demás se ponían en contra de los huelguistas, Charlie dedujo que no llegarían muy lejos. Los jóvenes brillantes de las clases superiores también pusieron su granito de arena para frenar la huelga. Un día, cuando Charlie caminaba con un colega suyo por Clapham Common, vieron un autobús 137 circulando a toda velocidad conducido por un joven acompañado por una cobradora rubia que asomaba la cabeza alegremente por la parte posterior del vehículo. «No llevan pasajeros —había observado su amigo—. La gente expresa su solidaridad con la clase trabajadora». Pero Charlie no estaba tan seguro. ¿Quién iba a subir a un autobús conducido por aquel majadero?

La huelga general fracasó en menos de diez días. Lentamente, sin embargo, empezaron a aparecer signos de mejora. Las fábricas modernas como la Hoover, o la inmensa planta de la Ford Motor en el este de Londres habían aportado numerosos puestos de trabajo y sueldos estables a la capital. Las viviendas disponían de corriente eléctrica, los caminos vecinales estaban debidamente asfaltados, la gente iba en coche, aunque tal como indicaba el olor de las calles de la ciudad, todavía circulaban numerosos caballos y carros. El progreso avanzaba paso a paso. Todavía existía la bandera, y un Imperio, y un rey, un hombre bueno y modesto que ocupaba el trono. «Las cosas no están tan mal», solía decir Charlie.

Esa mañana de septiembre doblaron hacia el oeste al llegar al ángulo sudeste del puente de la Torre y avanzaron a lo largo de la línea del Támesis. Pasaron por delante de Westminster y contemplaron el reconfortante espectáculo de la gran torre del Big Ben. Al llegar a Lambeth divisaron las cuatro gigantescas chimeneas de la planta de energía de Battersea a dos kilómetros de distancia, al otro lado de la línea férrea y de los almacenes de provisiones de Vauxhall.

Y el vehículo en que viajaban esos gallardos bomberos era, al igual que la mayoría de los coches de bomberos durante los bombardeos aéreos, un taxi londinense.

En cuanto a forma y dimensiones se trataba en realidad de una versión motorizada del viejo carruaje de alquiler: espacioso en su interior y muy maniobrable. Equipado con escaleras sobre el techo y arrastrando un remolque que contenía la bomba de agua, circulaba velozmente por las calles en llamas sorteando con eficacia los obstáculos. En cualquier caso, era lo único de que disponía el Servicio Auxiliar de Bomberos. Los bomberos londinenses habían sometido a los voluntarios, como Charlie, a un duro adiestramiento, de manera que, al comenzar la guerra, muchos de ellos fueron contratados como bomberos de dedicación exclusiva con un salario de tres libras semanales. Al principio había habido algunos problemas, por lo demás normales: Charlie y sus compañeros habían sido acuartelados durante unos días en un viejo edificio cerca de Vauxhall, donde se habían llenado de pulgas y sarna. Más perjudicial para su moral fue la insinuación, durante los primeros meses de la guerra, de que los bomberos auxiliares se habían ofrecido voluntarios para eludir el ejército, lo que hizo que muchos abandonaran el cuerpo. Pero los últimos días habían proporcionado a los denostados bomberos la oportunidad de demostrar su temple, pues en septiembre de 1940, un año después de haberse declarado oficialmente la guerra, Hitler emprendió su célebre ofensiva destinada a hacer que Inglaterra se postrara de rodillas: los bombardeos aéreos sobre Londres.

Charlie recordaba perfectamente la guerra del káiser. Se habían producido algunos bombardeos de zepelines sobre Londres que por aquel entonces habían escandalizado al mundo. Todos sabían, por supuesto, que esa vez la historia sería muy distinta, pero no estaban preparados para lo que iba a ocurrir. Los bombardeos aéreos no fueron tan sólo bombardeos: fueron un infierno. Noche tras noche las bombas llovían sobre los muelles. Las refinerías de azúcar, las destilerías de alquitrán, más de un millón de toneladas de madera ardieron, estallaron y generaron unos muros de fuego que los hombres en sus taxis habilitados como coches de bomberos a duras penas lograban sofocar. Pero los incendios más terribles de ese septiembre siniestro fueron los descomunales tanques cilíndricos de crudo que día tras día arrojaban unas bocanadas de humo negro hacia la atmósfera y que podían verse desde la región del oeste, a más de cien kilómetros de distancia.

La noche anterior, encaramado sobre lo alto de un tanque de crudo, Charlie no había oído los gritos de advertencia de sus compañeros que estaban abajo. Cuando vio el Messerschmitt éste se hallaba a unos quinientos metros de distancia y se precipitaba sobre él. Más por instinto que por otra cosa, Charlie había hecho lo único que podía: apuntar la manguera hacia el piloto cuando éste se aproximó. Unos segundos más tarde, cuando el caza se elevó de nuevo por los aires, nadie comprendió cómo era posible que Charlie siguiera allí.

«Es curioso. Creí que el hecho de ser bombero era más seguro que estar en el ejército», había comentado Charlie alegremente al bajar del tanque. Pero cuando emprendieron el regreso a Battersea esa mañana, sus amigos pensaron que un hombre disponía de una cuota limitada de suerte, y que la noche anterior Charlie había apurado buena parte de la suya.

Tarde

—¿Ocurre algo? —Normalmente Helen dormía una hora más por las tardes, de modo que cuando apareció en la sala de estar de Eaton Terrace a las dos, su madre la miró sorprendida—. Procura descansar un rato más —continuó.

—No puedo. —En el rostro de Helen se apreciaban unas ojeras profundas.

—Ah. —Violet guardó silencio durante unos momentos y luego preguntó suavemente—: ¿Te preocupa lo mismo que el otro día?

Era lógico que conducir una ambulancia en medio de tanto horror y tanta muerte a Helen la atormentaran de vez en cuando premoniciones de muerte. Por lo general, según decía a su madre, estaba demasiado ocupada para pensar en esas cosas, pero en ocasiones esos pensamientos la angustiaban y al despedirse de su madre le daba un pequeño apretón en el brazo en señal de afecto.

—No es la primera vez que te asaltan esos pensamientos —dijo Violet suavemente—. Y todavía estás aquí.

—Lo sé. Creo que iré a dar una vuelta. ¿Te importa?

—Claro que no. Anda, vete.

Al cabo de un momento, cuando la puerta se cerró, Violet se quedó a solas con el silencio. Después de una larga pausa, durante la cual nada se oía salvo el tictac del reloj, Violet emitió un suspiro.

Ya había perdido un hijo. ¿Debía perder otro?

Henry. Henry, que nunca le había perdonado las campañas que tanto lo habían hecho sufrir en el colegio. Henry, que había apoyado a Edward contra ella durante los dieciocho meses que ella había entrado y salido de la cárcel, el anciano se había llevado a Helen a Bocton. «El abuelo ha proporcionado a la familia un hogar —había dicho Henry a su madre con amargura—. Cosa que tú no has hecho». Con todo, fue Henry quien había ido a visitarla a la cárcel. El único de la familia que lo había hecho.

Había transcurrido más de un cuarto de siglo desde entonces, pero a Violet, en esos momentos, a la edad de setenta años, se le antojaba dolorosamente próximo. La habían metido en la cárcel en tres ocasiones. Por aquella época muchas afiliadas al movimiento habían sido presas de una especie de fiebre. Indignadas por el cínico desprecio que les demostraban los liberales, una parte del movimiento se había dedicado a cometer desmanes minuciosamente calculados. Varias casas, entre ellas las de Lloyd George, habían ardido. Emily Wilding Davison había llegado a arrojarse bajo los cascos del caballo del Rey durante una carrera y muerto a causa de las heridas. Con su implacable padre en Bocton y su hijo en contra de ella, Violet recordaba haber confiado a una colega: «Tanto me da que me ahorquen por una cosa como por otra».

Al cabo de una semana habían vuelto a arrestarla durante una manifestación. En esa ocasión Violet había pasado tres meses en la cárcel, pero en compañía de otras mujeres que conocía. En la celda reinaba un gran ambiente de camaradería. Poco después de ser liberadas, todas ellas habían vuelto a dar con sus huesos en la cárcel, seis mujeres pálidas, decididas, sometidas a un trato vergonzoso en su lucha contra una cruel injusticia.

Henry había ido a verla entonces. Una semana más tarde —Violet lo recordaría hasta el día de su muerte—, sus compañeras y ella habían iniciado una huelga de hambre. Violet no sabía lo que significaba pasar hambre. Entonces las habían alimentado por la fuerza: recordaba aquellas poderosas manos obligándola a abrir la boca, amenazándola con partirle los dientes; aquel tubo que le habían introducido salvajemente por la boca, el inenarrable dolor, sus gritos sofocados, el intenso escozor que sentía en la garganta durante muchas horas hasta que volvían a hacerlo. La tercera vez Violet se había desmayado.

Cuando Violet salió por fin de la cárcel, físicamente destruida, comprobó horrorizada que el país estaba abocado a la guerra. Después de todo, Alemania podía ser entonces un rival imperial de Gran Bretaña, pero los dos países siempre habían sido amigos. El Rey y el káiser alemán eran primos. Alemania podía mostrarse envidiosa y agresiva, la política de Europa central podía ser un polvorín, pero algunas cosas se arreglarían. ¿Quién podía prever que debido a una serie de desatinos diplomáticos y malentendidos las potencias europeas se encontrarían en una situación en la cual se verían forzadas a declarar una guerra que ninguna de ellas deseaba? ¿Y quién podía pensar que ese enojoso asunto no concluiría al cabo de unos meses, después de un par de escaramuzas?

Ocurrió a finales de julio de 1914, una semana antes de que se declarara la guerra. En el otoño estaba previsto que Henry fuera a Oxford y ninguno de ellos pensó ni remotamente que una guerra se lo impediría. En el seno de la familia se había firmado una tregua desde que Violet había sido liberada. Su padre estaba muy viejo, horrorizado por el trato que habían dispensado a su hija en la cárcel y deseoso de ver a su familia vivir en paz. Se habían reunido todos en Bocton, y durante unos meses Violet sólo se había desplazado unas pocas veces a Londres. En una de esas ocasiones había decidido llevar a sus tres hijos al Museo Británico. Como tantas otras veces, los había conducido hasta los grandes portales del museo, pero les habían negado la entrada.

—Lo lamento, señora —dijo el portero—, pero las damas no pueden entrar. Es debido a esas terribles suffragettes —confesó a Violet—. Tememos que prendan fuego el museo o destrocen las vitrinas.

—Yo me hago responsable de esta señora —había declarado entonces Henry.

Tras unos momentos de vacilación, el portero les había dejado pasar.

—A propósito, madre —había musitado Henry cuando entraron en el museo—, ¿qué vitrina deseas destrozar en primer lugar?

Su querido Henry: un mes más tarde se había enrolado como voluntario y vestía uniforme.

Cuando Henry había sido enviado a casa por invalidez, en 1915, después de Ypres, Violet había descubierto lo que el gas mostaza era capaz de hacer. «Supongo que debería alegrarme de estar vivo», le había dicho Henry con amargura. De haber tenido unos años más, probablemente habría muerto. «Estos chicos tan jóvenes tienen un corazón capaz de resistir cualquier embate», había dicho el médico a Violet.

Pero Henry había quedado reducido a una sombra, gris, casi sin vida. Y permaneció en ese estado durante los largos años de la Primera Guerra Mundial mientras otros jóvenes morían en la gigantesca futilidad de la guerra de trincheras. Violet apenas conocía una familia que no hubiera perdido a alguien.

La guerra propició otro importante cambio. Debido a la gran escasez de hombres en casa, las mujeres se esforzaron por ocupar sus puestos de trabajo. Trabajaban en las fábricas de municiones y en los ferrocarriles, servían detrás de mostradores, trabajaban de telefonistas, incluso cavaban trincheras. Las suffragettes habían renunciado a su campaña mientras durara la guerra; les bastaba demostrar que eran capaces de trabajar como el que más. Cuando la gente vio lo que hacían las mujeres, incluso los conservadores más recalcitrantes dejaron de oponerse al voto femenino. Violet comprendió que su causa había triunfado cuando el viejo Edward, que había caído enfermo y pasado unos días en el hospital, le dijo: «¡Todo el lugar estaba dirigido por mujeres, Violet! Porteras, conductoras de ambulancias, todo salvo los médicos. Y lo hacían muy bien».

En 1917, casi sin que se alzaran voces de protesta, Asquith, el primer ministro, concedió el voto a las mujeres y declaró: «Se lo han ganado».

Al año siguiente concluyó la Primera Guerra Mundial, y con ella, según supuso Violet, la terrible pérdida de vidas.

Era difícil precisar si la gran epidemia de gripe española que se produjo a fines de 1918 fue más peligrosa que otras, o si debido al largo trauma de la guerra las personas eran más vulnerables a contraer esa enfermedad, pero el caso es que se propagó por todo el mundo con asombrosa rapidez. El número de víctimas global registrado en un período de seis meses fue mayor que el de la Primera Guerra Mundial. En Inglaterra, se calcula que murieron más de doscientas mil personas. Una de las víctimas fue Henry.

Desde entonces el recuerdo de aquel invierno se había disipado para convertirse en una mancha grisácea de la que el rostro pálido y demacrado de su hijo surgía para atormentarla. A lo largo de los años Violet se había preguntado una y otra vez si habría debido dejar que fueran sus compañeras quienes desfilaran por las calles en son de protesta. ¿Por qué había causado tanto dolor al hijo que había perdido?

Durante el rato en que Violet permaneció sola en casa, mientras Helen daba un paseo, pensó en lo duro que era aceptar un hecho que no había confesado a su hija. Helen no era la única que había tenido premoniciones. Violet también las tenía.

Helen cruzó Sloane Square, dobló hacia Sloane Street y se encaminó hacia Knightsbridge y Hyde Park. Le parecía extraño contemplar aquellas calles que recordaba desde que era una jovencita y ver los escaparates cubiertos para protegerlos de las explosiones de las bombas y los montones de sacos de arena en todos los portales. En la ciudad reinaba un extraño silencio, como si fuera domingo.

Cuando Helen pasó por Pont Street empezaron a caer unas gotas de lluvia. Al aproximarse a Knightsbridge las gotas se habían convertido en un chaparrón. Helen se refugió en el hotel Basil Street, donde aguardó, contemplando a través de la ventana las gotas de lluvia que caían sin cesar, embargada por la tristeza.

Helen no deseaba morir. No creía merecerlo. ¿Acaso no había tratado de llevar una vida coherente y útil? Siempre había sabido que su madre había obrado bien al defender una causa, pese a lo que dijeran los otros. Cuando su abuelo la había llevado a vivir a Bocton, de niña, éste había tratado de convencerla de que su madre había tenido que marcharse por una misteriosa razón, aunque Helen sabía perfectamente, porque se lo habían dicho sus hermanos, que su madre estaba en la cárcel. Pero eso no había mermado el respeto que sentía hacia su abuelo; la niña había deducido, por el respeto que todos manifestaban hacia el anciano, que las opiniones de éste debían de ser acertadas. En ocasiones, como no tenía otra persona con quien hablar, Edward comentaba con la niña las novedades del día mientras se hallaban sentados en el viejo jardín tapiado o daban un paseo por el parque para contemplar los ciervos. A Helen le parecía oír en ese momento a su abuelo, con tanta nitidez como si estuviera a su lado, explicarle con delicadeza: «El verdadero peligro son los socialistas, Helen, más que los alemanes. Créeme, ésa será la batalla a la que te enfrentarás de mayor. No sólo en Gran Bretaña, sino en todo el mundo».

De haber vivido unos años más, hasta el fin de la guerra, su abuelo habría comprobado que estaba en lo cierto. Los bolcheviques. La Revolución Rusa. Helen estaba aún en la escuela cuando habían ocurrido esos horrores. El zar y sus hijos habían sido asesinados. Toda Europa se había estremecido e indignado ante esos hechos. A medida que el horror de la guerra y el dolor de la grave epidemia de gripe se disipó, en toda conversación seria se planteaba la amenaza bolchevique. ¿Era posible que semejante amenaza llegara a Inglaterra, tal como preveían los mismos bolcheviques, y destrozara todo cuanto ella conocía y amaba?

En cierto modo —lo decía su madre, todo el mundo lo decía— en la sociedad inglesa se había iniciado una revolución. Los impuestos de sucesión introducidos por Lloyd George habían supuesto un duro zarpazo para las clases altas. La familia de Helen había tenido que desembolsar grandes sumas cuando el viejo Edward había fallecido en Bocton. Un gran número de aristócratas y miembros de la alta burguesía se habían visto obligados a vender sus propiedades. El gobierno de coalición que se había formado durante la guerra había seguido gobernando con posterioridad, de manera intermitente, pero con la gran diferencia de que cuando las tropas, a las que recientemente se había concedido derechos de sufragio y políticos, regresaron exigiendo un mundo de posguerra mejor, se había registrado un enorme aumento entre las filas del Partido Laborista apoyado por los sindicatos. Para asombro de muchos, en 1924 el líder laborista Ramsay MacDonald había sido incluso convocado brevemente para formar gobierno. «Si no estalla una maldita revolución, se limitarán a desposeernos de todos nuestros bienes», había predicho Violet.

Para algunos la respuesta consistía en no hacer caso. Para muchos amigos de Helen, en el ambiente flotaba una sensación de aventura. La guerra había terminado. Los que habían sobrevivido se alegraban de estar vivos; los que, como su hermano Frederick, habían sido demasiado jóvenes para combatir, estaban ansiosos por demostrar su valor llevando a cabo una empresa audaz. Y los padres procuraban tranquilizarse pensando que el mundo había regresado a una situación más o menos normal. Por aquella época Helen se había puesto de largo. Era curioso, pero Helen se dio cuenta de que el dolor de su madre por la muerte de Henry había hecho que ésta se empeñara en procurar que sus hijos disfrutaran de la vida. Violet había temido que su pasado militante hubiera hecho que las otras madres nada quisieran saber de ella, pero al parecer era un asunto olvidado. Por otra parte, el joven y atractivo Frederick Meredith era un invitado imprescindible en todas las fiestas, en especial debido a la escasez de hombres después de la guerra. Así pues, su hermanita Helen fue, como solía decirse, «presentada en sociedad».

¡Qué bien lo había pasado! Como es lógico, había asistido a todos los bailes tradicionales, pero además de eso la nueva generación de las debutantes de los años veinte era menos inocente que la de sus madres. Permitían a los muchachos tomarse unas libertades que antes habrían sido impensables. Helen conocía a muy pocas muchachas dispuestas «a todo», pero eso no significaba que no estuvieran dispuestas a mucho. Helen era bonita; había heredado los rasgos armoniosos de su padre y los ojos azules y el pelo dorado de sus antepasados Bull. Era vivaracha e inteligente. Al término de la temporada, había recibido tres propuestas de matrimonio, dos de ellas de excelentes partidos. El problema era que los jóvenes no le interesaban.

—Son insípidos —se quejó.

—No están tan mal —contestó su madre débilmente—. Sólo pretendo que te diviertas.

—Tú elegiste a un hombre interesante —apostilló Helen.

Pero ¿dónde encontrarlo? Había habido un francés. Helen lo había conocido gracias a Frederick, que se dedicaba a volar. Había llevado a Helen en una avioneta al otro lado del Canal de la Mancha y habían aterrizado en un aeródromo francés. Fue justamente allí, un asombroso día de verano, donde ella lo había conocido. Él tenía una avioneta. Y un castillo. Ella había pasado un verano maravilloso. Luego había acabado. Desde entonces había habido otros hombres interesantes. «Pero los hombres interesantes no se casan», había confesado Helen a su madre con tristeza. ¿Qué iba a hacer con su vida?

«Todavía eres una joven liberada —solía decir afectuosamente su hermano Frederick para hacerla rabiar—. Sólo te interesan las emociones».

Joven liberada, así era como llamaban a las jóvenes listas de los años veinte.

—¿Y por qué no? —preguntó ella—. A ti también te gusta.

Frederick, que se había enrolado en el ejército, era la viva imagen de un intrépido húsar, pero Helen sospechaba que sus periódicos viajes a Europa tenían algo que ver con una vida secreta. Pero no se trataba sólo de emociones: Helen deseaba hallar una causa a la que consagrarse.

La huelga general de 1926 le había ofrecido la oportunidad que buscaba. «Ésta es la revolución que esperaban los bolcheviques —había declarado Violet—. Debemos derrotarlos». Helen no conocía a una sola persona que pensara de distinta manera. ¡Cómo habían trabajado durante aquellos días tan intensos y llenos de emoción! Helen se había empleado de cobradora en un autobús conducido por un chico de Oxford que conocía. Trabajaban en la línea 137, desde Sloane Square hasta Crystal Palace. Otras personas tenían empleos en el metro y en otros servicios públicos. «Gracias a Dios —pensó Helen—, esto es Gran Bretaña, donde la gente se comporta con decencia». Se habían registrado pocos actos violentos. La huelga había sido aplastada. Y todo el país, incluso los sindicatos, se había esforzado por alejar la siniestra amenaza comunista.

A partir de entonces, Helen había navegado sin rumbo fijo. Había sido contratada como secretaria de un miembro del Parlamento. Era un trabajo duro, pero le gustaba y le daba la sensación de hacer algo útil. Pero en lo referente a los temas importantes, Helen experimentaba un creciente desencanto. Había grandes tareas que llevar a cabo. Admiraba el propósito de la Sociedad de las Naciones de erradicar la guerra en el mundo, pero vio cómo esa aspiración se derrumbaba. Aplaudió la reacción de Estados Unidos al responder a la Depresión con el New Deal. Pero de la Madre de los Parlamentos no surgían grandes iniciativas para crear un mundo nuevo. Bajo el hábil pero aburrido mandato del primer ministro Baldwin, sólo existía una estrategia: seguir adelante como pudieran y hacer que el Imperio británico —sostenido por la buena fe de sus gentes— no tropezara con problemas. La naturaleza apasionada de Helen se rebeló en secreto. «Tú tenías una causa que defender —le decía a su madre—. Yo no la tengo».

Fue Frederick quien se la proporcionó.

Cuando Hitler llegó al poder en Alemania, Helen, al igual que mucha gente en el mundo occidental, supuso que era un hecho positivo. «Sus partidarios son bastante desagradables —decían—, pero al menos Hitler frenará el avance de la Rusia comunista». Cuando éste reforzó su poder y empezaron a correr siniestros rumores sobre su gobierno, Helen decidió no darles crédito. Por lo que se refiere a las intenciones militares de Hitler, cuando el astuto Churchill, frustrado porque aún no había logrado ocupar el cargo de primer ministro, inició su campaña para el rearme, Helen creyó al miembro del Parlamento para quien trabajaba cuando éste afirmó: «Churchill está loco. Pasarán veinte años antes de que Alemania esté preparada para intervenir en otra guerra».

Durante una de sus fugaces visitas a Londres, Frederick criticó a su hermana duramente. El año anterior había sido enviado en calidad de agregado militar de la embajada británica en Polonia y su afirmación fue tajante.

—En primer lugar, Churchill tiene razón. Hitler se está rearmando y se propone declarar la guerra. En segundo lugar, mi querida Helen, esto sólo sorprende a los ingleses en casa. Todas las embajadas en Europa lo saben perfectamente. Cada agregado militar, entre los que me incluyo, hemos tenido en las manos unos informes que Londres pasa por alto deliberadamente. Nuestro agregado en Berlín, un hombre brillante, acaba de ser destituido por informar sobre los movimientos de tropas que ha observado. Esos políticos que están al corriente de todo creen que la opinión pública no desea saber la verdad o se han convencido de que han hecho un trato con Hitler. ¡Es un escándalo!

—El miembro del Parlamento para quien trabajo dice que Alemania no estará preparada para una guerra hasta dentro de veinte años —replicó Helen.

—Eso es lo que dicen todos. Se basan en un informe de primer orden llevado a cabo por el Ministerio de Guerra. Pero hay un problema, el informe se redactó en 1919.

Después de esa conversación con Frederick, Helen decidió recabar más datos. Unos amigos en el ejército, un diplomático al que conocía, incluso un par de amables empleadas en Westminster le proporcionaron unos datos que corroboraban las acusaciones de su hermano. Helen y Violet lograron compilar un detallado dossier. Algunos amigos creían que estaban un poco chifladas; otros, recordando el pasado militante de Violet, sonreían y se encogían de hombros. Entre las otras secretarias de Westminster, la mayoría de las cuales procedía de familias parecidas a la de Helen, su causa llegó a conocerse como «la cruzada de Helen», y ésta no tardó en comprobar que varias compañeras que tenían parientes en el cuerpo diplomático opinaban igual que ella. «Deberías hablar con tu jefe sobre el asunto —les decía Helen—. A fin de cuentas, es un miembro del Parlamento y lo ves todos los días». En cierta ocasión incluso trató de entrevistarse con el primer ministro. En 1936, cuando había estallado la crisis de la abdicación y todo el mundo hablaba sobre el nuevo rey y la señora Simpson, Helen había declarado: «Lo siento por él, desde luego. Pero si Hitler nos invade tanto da el rey que tengamos».

No era de extrañar que hubiera quejas.

—Estás alarmando a la gente —explicó a Helen su patrón—, y soliviantando a las otras chicas. Debo pedirte que dejes de hacerlo.

—No puedo —contestó ella.

Helen se quedó sin trabajo. Buscó otro en Westminster, pero no lo encontró. Entonces decidió viajar y pasó unos meses recorriendo Europa continental, en particular Alemania. Había pensado escribir un libro sobre su periplo, pero un mes después de haber regresado a Inglaterra se produjo la gran crisis europea y, tal como Helen había temido, el país parecía abocado a otra guerra.

Cuando estalló la guerra, Helen se había ofrecido como voluntaria para conducir una ambulancia. Era un tarea aterradora, desde luego, y peligrosa, pero a Helen no le importó. «Estoy soltera, madre —había comentado Helen unos días antes—. De modo que si alguien tiene que morir, es mejor que sea yo».

Londres jamás había experimentado algo semejante a los bombardeos aéreos de Hitler. Muchos habían pronosticado que una guerra con armas modernas provocaría el fin del mundo; Helen suponía que si se prolongaba mucho la capital quedaría reducida a un montón de escombros. Pero no pensaba en esas cosas cuando cumplía con su trabajo. No podía.

Cuando la lluvia comenzó a remitir, Helen salió del hotel y echó a andar hacia Hyde Park. Por lo general cruzaba más allá de las aguas del Serpentine, pero ese día decidió doblar a la izquierda y dirigirse hacia el oeste, pasar por delante del Albert Hall y continuar hasta llegar a los jardines de Kensington.

En muchos aspectos el parque con sus tranquilas avenidas bordeadas de árboles y sus grandes prados conservaba un aire típicamente Estuardo del siglo XVIII. Cuando Helen divisó el pequeño palacio de ladrillo de Kensington, que se alzaba discretamente bajo el pálido sol, con sus prados húmedos debido a la lluvia y emitiendo un suave fulgor, imaginó que en cualquier momento podía salir de él un coche tirado por caballos y desaparecer entre los árboles. Pero al mirar alrededor observó los crudos signos de la guerra del siglo XX. Por doquier se veían trincheras. Helen pasó ante un cañón antiaéreo. Al llegar a una explanada situada junto al estanque redondo, en el centro de los jardines, vio docenas de globos de barrera suspendidos en el cielo. Lo que más le chocó fue comprobar que una amplia sección del césped había sido transformada en un inmenso campo de coles. «¡Cavad para alcanzar la victoria!», les habían dicho a los londinenses. Era preciso garantizar unas reservas suficientes de víveres durante la guerra, aunque eso significara transformar cada palmo del parque en un sembrado.

Había llegado el momento de regresar. Helen contempló esa apacible escena, fijándose quizá por última vez en cada uno de sus detalles. Luego suspiró. Lamentaría no volver a contemplarla.

Noche

Aunque el inmenso palacio de cristal se había quemado cuatro años antes, la zona seguía llamándose Crystal Palace. Desde el pequeño jardín de Percy y Jenny se divisaba todo Londres. En esos momentos se encontraban con Herbert y Maisie, contemplando al otro lado de la lejana línea de Hampstead.

El cielo hacia el oeste aparecía teñido de rojo, un presagio de lo que iba a ocurrir. Por el este, la oscura sombra de la noche se extendía desde el estuario. En cuanto a la gigantesca metrópoli que llenaba toda la cuenca, el apagón se había aplicado rigurosamente. El habitual resplandor de un millón de lucecitas estaba ausente. Londres era una vasta negrura esperando hacerse invisible.

Sólo estaban los cuatro. Herbert y Maisie no habían tenido hijos. El hijo de Percy y Jenny se encontraba en el ejército; su hija se había casado y vivía en Kent. Aunque Maisie y Jenny nunca se habían profesado un gran afecto, habían aprendido a llevarse bien y esa tarde, para distraerse y no pensar en los bombardeos aéreos, las dos habían ido a ver Lo que el viento se llevó. La noche anterior habían permanecido de pie en el jardín, contemplando las oleadas de aviones que sobrevolaban Londres sin cesar, y el resplandor rojo de los fuegos, oscilando aquí, estallando allá en unas grandes nubes de brasas encendidas que se elevaban hacia el negro cielo nocturno. El East End había vuelto a recibir un duro castigo. ¿Dónde caerían esta noche las bombas?

—¿Quieres quedarte aquí? —preguntó Jenny.

—Esta noche no —repuso Maisie.

—Es hora de marcharnos —dijo Percy.

Él y Herbert, quienes ya tenían más de sesenta años, trabajaban por las noches en el parque auxiliar del Cuerpo de Bomberos cercano para echar una mano. «No podía quedarme cruzado de brazos», había explicado Percy. Maisie opinaba que Herbert debería haberse quedado con ella. «Pero es mejor que estén juntos», le había dicho Jenny.

—Bueno, vámonos —insistió Herbert.

A las seis en punto, Charlie se marchó de nuevo. Pero antes de irse había discutido con su esposa. El tema era siempre el mismo desde que los tres hijos mayores habían sido evacuados y Ruth se negaba a abandonar a Charlie. Todas las noches éste se quedaba preocupado pensando en ella y en el bebé.

—¿Dónde vas a pasar la noche?

Había tres lugares a los que Ruth podía ir. El primero era el refugio antiaéreo. En el centro de Londres esto probablemente significaba el metro u otro lugar subterráneo. Pero en Battersea simplemente significaba un edificio habilitado para tal fin, bien pertrechado con sacos de arena, donde la gente podía refugiarse y compartir el peligro. Si una bomba caía cerca uno estaba protegido; si caía sobre el edificio todos perecían juntos. «Según las preferencias de cada cual», había comentado Ruth secamente. La segunda elección era un refugio Anderson. Los refugios Anderson eran muy eficaces. En esencia consistían en un tubo semicircular de hierro acanalado, lo suficientemente alto para entrar en él agachado, que podía enterrarse en el jardín, protegido con sacos de arena y cubierto con tierra. Con tal que una bomba no cayera directamente sobre él, las probabilidades de sobrevivir a un bombardeo aéreo eran bastante elevadas.

El estrecho jardín trasero de la casa que los Dogget habían alquilado debajo de Lavender Hill había sido acondicionado para hacer frente a los tiempos de guerra. En primer lugar, junto al caminito pavimentado, habían arrancado el césped para sustituirlo por un diminuto huerto. Junto a éste había un corral con tres gallinas ponedoras. Más allá estaba el refugio Anderson.

Ruth lo detestaba. «No soporto estar encerrada en ese habitáculo tan pequeño —se quejaba—. Es muy húmedo, y al niño no le conviene», insistía, aunque a Charlie no le parecía húmedo en absoluto. Pero conocía a Ruth: terca como una mula. De modo que sólo quedaba la tercera opción, que consistía en permanecer dentro de la casa, debajo de la escalera. Charlie había colocado unos sacos de arena junto a la puerta y las ventanas posteriores. Era cuanto podía hacer para proteger la casa. «Si las bombas llevan escritos nuestros nombres, nada podemos hacer», le había dicho Ruth. Seis de cada siete londinenses pensaban lo mismo. No obstante, cada noche antes de marcharse Charlie seguía tratando de convencerla para que se metiera en el refugio Anderson.

—No puedo seguir discutiendo contigo —dijo él por fin.

—Lo sé —respondió ella—. Descuida, nada nos ocurrirá.

Así pues, vestido con su uniforme y portando el casco y las botas en la mano, Charlie Dogget partió para cumplir su arriesgada tarea.

A las seis y cuarto Helen Meredith se despidió de su madre con un beso. Estaba muy atractiva con su uniforme, con su pelo rubio recogido debajo de la gorra.

—Te juro que no aparentas más de veinticinco años —dijo Violet sonriendo.

Helen sonrió y asintió con la cabeza.

—Gracias.

—Helen —dijo su madre, asiéndola suavemente por el brazo cuando se disponía a salir—. No te preocupes. Todo irá bien.

Neville Silversleeves era un hombre que poseía una tendencia natural a coleccionar responsabilidades. No era culpa suya: la gente le pedía que hiciera cosas y él las cumplía a la perfección. De joven había sustituido a su padre al frente de la reputada firma de Odstock, Alderbury y Silversleeves, Abogados. Si se hacía miembro de una asociación, al cabo de unos años le pedían inevitablemente que asumiera el cargo de secretario. Era un hombre alto, con el pelo negro y ralo y una nariz extremadamente larga. «Esa nariz —había observado cruelmente en cierta ocasión un colega— atrae los cargos subalternos como un papel atrapamoscas».

Como hombre religioso que asistía periódicamente a la iglesia, cuya firma había hechos algunos trabajos para la diócesis, Neville era sacristán de la catedral de Saint Paul y, debido a su cargo, había entrado a formar parte del selecto grupo de vigilantes de los servicios de defensa contra ataques aéreos en la City y en Hollborn. Durante los últimos meses los vigilantes de Londres se habían granjeado la antipatía de toda la ciudad debido a su inflexible aplicación de medidas como el apagón, que observaban a rajatabla porque les habían informado, erróneamente, que incluso un cigarrillo encendido podía ser avistado desde un bombardero alemán a mil quinientos metros de altura. En la City, la población residencial era reducida, pero debido al gran número de bancos, despachos e iglesias que había que proteger, los vigilantes tenían una misión de gran trascendencia. Por otra parte, corrían el riesgo de ser ellos mismos víctimas de las bombas o los incendios. Pero para Neville Silversleeves, ésta no era más que otra de las cargas que el destino le tenía reservadas.

Esa noche estaba de servicio.

El parque auxiliar de los hermanos Fleming se encontraba en la sección 84, en el borde exterior de la autoridad regional de Londres. Se trataba de una escuela que había sido evacuada. El material consistía en cuatro taxis provistos de escaleras, tres remolques para las bombas, un camión y dos motocicletas.

Todas las brigadas habían llegado poco después de las seis, pero era posible que tuviera que aguardar varias horas antes de que los llamaran para ir a ayudar a los apurados equipos de bomberos que trabajaban en el centro.

Dos mujeres se encargaban de atender los teléfonos. Estaba el oficial del parque auxiliar, que había sido un bombero regular, y las brigadas, todos los hombres del Servicio Auxiliar de Bomberos. Percy y Herbert formaban parte de las fuerzas de apoyo y Percy se encargaba de la cocina.

Los hombres habían instalado una diana para lanzar dardos en el aula principal; y Herbert se había hecho muy popular tocando todas las canciones típicas del teatro de variedades que estaban de moda en un viejo piano vertical. El único problema, según Percy, era la comida.

Era una lástima que la administración del Servicio Auxiliar de Bomberos no se hubiera esmerado más en materia de provisiones. A Percy le dieron sólo un poco de arroz, una col y una bandeja de carne enlatada que tenía un color un poco verdoso. «La comida no es muy abundante», le había comentado a Herbert.

No quedaba más remedio que cocer el arroz y esperar a oír el zumbido de los primeros aviones alemanes cuando se dirigían —a veces pasaban justo por encima de ellos— hacia el centro de Londres. Hacía rato que había oscurecido y Herbert se entretenía tocando una canción cuando Percy, que se había acercado a la puerta para asomarse a la calle, oyó el sonido de un motor que se dirigía hacia él, vio dos faros y, tras una breve pausa, una cosa inmensa y roja que hizo que se echara a temblar.

—¡Dios mío! —exclamó.

El almirante sir William Barnikel medía un metro noventa; su pecho recordaba la proa de un buque de guerra y tenía una inmensa barba pelirroja. Parecía exactamente el descendiente de vikingos que era. «Mi abuelo Jonas era un capitán de barco común y corriente —solía decir con modestia—, y antes de eso descubrimos que nuestros parientes eran pescaderos». Como tenía escasos conocimientos de la City, el almirante no era consciente de la importancia de los miembros de la antigua guilda de los pescaderos. Pero fueran cuales fuesen sus antecedentes, cuando Barnikel subía al alcázar se convertía en un magnífico líder.

Las autoridades habían corrido un riesgo calculado al poner al almirante a cargo de una gran parte del Servicio Auxiliar de Bomberos. «A veces no sabe ser diplomático», sugirieron suavemente ciertos burócratas. Sus bramidos podían impresionar a una fragata. «No necesitamos a un diplomático —había comentado el mismo Churchill—, sino un hombre capaz de elevar la moral de la gente». De modo que las autoridades habían dejado que el almirante Barnikel, con su potente corazón y su no menos potente genio, se hiciera cargo de buena parte del Servicio Auxiliar de Bomberos londinense.

Lo que Percy contemplaba en ese momento frente a él era la gigantesca barba pelirroja del almirante, que había llegado sin previo aviso, como tenía por costumbre, para inspeccionar el parque auxiliar que formaba parte de sus vastos dominios.

—Dios mío —murmuró Percy de nuevo.

Los bomberos siguieron al almirante en su ronda.

—Hay que colocar más sacos de arena junto a esa puerta —ordenó con aire jovial. Luego, al ver el piano, rugió—: ¡Toca una canción!

Mientras Herbert aporreaba al piano Nellie Dean, el almirante se unió al coro de voces.

—Bravo —dijo, dando unas palmadas a Herbert en la espalda—. Es lo mejor que he oído en todos los parques. Pero ¿ese piano está afinado?

—No del todo —confesó Herbert.

—¡Pues afínalo, hombre! —bramó el almirante.

El almirante inspeccionó su uniforme y sus botas, golpeó con el puño un casco que tenía una raja, sacó otro de su coche y les dijo que eran unos héroes. Luego entró en la cocina.

—¿Quién está a cargo de esto? —preguntó.

Nervioso, Percy contestó que suponía que él.

—Pero ¿te limitas a preparar lo que te dan?

—Sí, señor —respondió Percy sinceramente—. Y gracias a Dios que lo hice —añadió tras una breve pausa.

Tras dirigir una mirada despectiva al arroz y la col, Barnikel se puso a inspeccionar la carne enlatada. Si había algo de lo que el almirante sir William Barnikel entendía, era de raciones. Sabía que unos marineros bien alimentados eran unos marineros satisfechos. También sabía que muchos bomberos aún sospechaban que nadie se preocupaba en absoluto de ellos.

El almirante levantó con un tenedor una loncha de la carne verdosa, la examinó y la olió. Luego mordió un bocado, lo masticó, hizo una mueca y lo escupió.

—¡Está mala! —gritó—. ¿Ésta es la comida que te han dado para tus hombres? ¡Dios bendito, moriréis envenenados!

Entonces Barnikel se enfureció. Dobló el tenedor con tal violencia que casi hizo un nudo con él. Descargó un puñetazo tan brutal sobre la mesa de la cocina que se le desprendió una pata. Cogió la pequeña bandeja de carne enlatada, salió a la calle y la arrojó por encima del tejado del parque auxiliar hacia el cielo, con tal fuerza que es posible que aterrizara en Berlín, pues nadie volvió a verla. Luego entró de nuevo, telefoneó al cuartel general y ordenó que enviaran inmediatamente a Crystal Palace una comida decente.

—Si es necesario, pueden enviar también mi cena —dijo. Luego se volvió hacia Percy y le preguntó: ¿Tu nombre?

—Fleming, señor.

Clavando en él unos ojos azules que despedían chispas, el almirante de barba pelirroja lo golpeó en el pecho con un dedo descomunal y dijo:

—Fleming, si vuelven a proporcionarte una porquería de comida como ésa, coge el teléfono, llama al cuartel general y pide que te pasen conmigo. Si se niegan, diles que te lo he ordenado yo. Confío en que lo hagas. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor —respondió Percy—. ¡Perfectamente!

—Bien. La próxima vez que venga por aquí, tocarás otra canción al piano. —El almirante se volvió luego hacia Herbert y dijo—: Cenaré contigo.

Después de cruzar unas palabras con el jefe del parque auxiliar, el almirante se marchó para estimular e infundir ánimos a otros bomberos que no sospechaban su visita.

Charlie escuchó con atención: el ruido sordo y monótono había comenzado. Pronto se convirtió en un rugido cuando los aviones se aproximaron, una oleada tras otra de Heinkels y Dorniers, escoltados por unas nubes zumbadoras de Messerschmitts. Al cabo de unos minutos estalló el fuego de artillería, un descomunal coro de detonaciones, impactos y silbidos, así como unas explosiones de luz que se recortaban sobre el cielo nocturno; los reflectores oscilaban de un lado a otro en la oscuridad proyectando plateados haces de luz. Las primeras noches el fuego de artillería había constituido un ejercicio de ruido, para que los londinenses se dieran cuenta de que los estaban defendiendo; pero la operación fue mejorando e incluso lograron alcanzar algún avión enemigo.

Charlie no tardó en percibir el impacto y la detonación de las granadas de alta potencia explosiva. Parecían estallar más cerca que la noche anterior, y a los pocos minutos, sonó el teléfono e hicieron la primera petición.

—Ha ocurrido en la City. Un incendio serio cerca de Ludgate. Apresuraos, chicos.

Había dos categorías de grandes incendios. Los más importantes afectaban una manzana entera: éstos se denominaban conflagraciones. La otra categoría era un incendio serio, pero requería más de treinta bombas para apagarlo, lo que significaba que los taxis-remolque del Servicio Auxiliar de Bomberos de todo Londres acudían al lugar para ayudar a los coches de bomberos regulares.

El equipo de Charlie cruzó el río por el puente de Vauxhall, pasó frente a las Casas del Parlamento, subió por Whitehall y enfiló el Strand. Al cabo de unos momentos pasaron como una exhalación por delante de la iglesia de Saint Clement Danes. Luego se incorporaron a otra hilera de vehículos similares que avanzaban por Fleet Street, frente a las numerosas oficinas de periódicos situadas en esa calle, y se dirigieron hacia la iglesia de Saint Bride.

Era un espectáculo dantesco. Según dedujo Charlie, una granada de alta potencia explosiva había caído sobre dos edificios y les había arrancado las entrañas. Pero a la vez habían caído varias bombas incendiarias de magnesio, que habían perpetrado los daños más graves. Aunque en sí mismas las bombas incendiarias no eran muy temibles —eran parecidas a los fuegos de artificio llamados velas romanas y uno podía apartarlas de una patada o apagarlas con el pie— solían introducirse en lugares prácticamente inaccesibles y antes de que los bomberos consiguieran alcanzarlas, el fuego se había propagado por todo el edificio. En este caso, las llamas habían comenzado a devorar seis casas. El último edificio de la hilera de viviendas aún no había empezado a arder, pero había una bomba incendiaria en el techo.

—¡Mangueras! ¡Más mangueras! —gritó el oficial al mando.

Estaban lo bastante cerca del río para llevar las mangueras hasta él y bombear el agua. Había doce mangueras en funcionamiento.

—Vamos —dijo Charlie—, subamos allí.

Mientras los otros comenzaron a preparar la escala, él y su jefe de equipo subieron deprisa por la angosta escalera del edificio. En la casa contigua se oía el crepitar de las llamas, pero los muros eran bastante gruesos y sabían que si el fuego lograba filtrarse por debajo de los mismos podían moverse por el techo o hacer que sus compañeros les acercaran la escalera.

Una vez en el techo, no tardaron en localizar la bomba incendiaria. Estaba junto a la chimenea.

—Creo que podré alcanzarla con un garfio —dijo Charlie. Empezó a trepar hacia el lugar donde se encontraba la bomba incendiaria. Resbaló en una ocasión, pero consiguió agarrarse a la chimenea—. ¡Qué vista más hermosa! —gritó, y, a una señal de su compañero que le indicaba que no había peligro, Charlie midió la distancia, extendió el brazo hacia atrás y empujó la bomba, que cayó a la calle.

Charlie y su compañero empezaron a descender por la escalera y cuando casi habían alcanzado el último peldaño percibieron un extraño olor. Durante unos segundos ambos hombres se miraron sorprendidos; luego el compañero de Charlie se agarró a la barandilla de la escalera y dijo:

—Estoy mareado.

Charlie se apresuró a sujetarlo.

—Vamos —murmuró éste sonriendo—. Procura dominarte y agárrate a mí.

Ambos consiguieron bajar hasta llegar a los sótanos, que, como muchos otros en ese sector de Londres, se extendía por debajo de varias casas. Al entrar, vieron que la planta baja de la casa contigua estaba ardiendo. Las brasas que caían por doquier podían provocar una conflagración en cualquier momento. El olor era tan intenso que no tardaron en descubrir su causa.

—Alcohol —dijo Charlie.

La planta baja de la casa vecina era un almacén de licor; los efluvios brotaban de las botellas que se habían roto. Charlie y su compañero percibieron unos crujidos y estallidos en el piso superior y comprendieron que éstos no tardarían en producirse también en el sótano, donde estaban almacenadas las cajas de licor.

—No lograremos salvar esta partida —murmuró el compañero de Charlie.

—No —respondió éste—, pero fíjate en eso.

En el suelo, a unos cinco metros de ellos había una caja abierta que contenía unas botellas en miniatura. Ninguno de ellos pronunció palabra cuando se dirigieron hacia ella.

La bota de un bombero llegaba casi hasta la rodilla y tenía un borde muy ancho. Era asombroso la cantidad de botellitas que uno podía meter en ella. En ese instante se hundió un pedazo de suelo junto a ellos, pero ambos prosiguieron su tarea sin inmutarse.

—¡Eres un tipo con suerte, Charlie! —dijo el otro.

Helen condujo la ambulancia por Moorgate. Curiosamente, aunque una calle estuviera en llamas a veces la siguiente aparecía oscura como boca de lobo. Helen tuvo que detenerse en dos ocasiones para sortear un hoyo causado por una bomba. La segunda casi no le dio tiempo a maniobrar. En la ambulancia sólo iban dos personas. Se trataba de una vieja pero recia furgoneta con los costados ligeramente abollados. Tenía un aspecto un poco primitivo, pero llevaba una camilla y un amplio surtido de materiales de primeros auxilios, lo que era una gran mejora respecto a la situación de unos meses antes, cuando sus jefes habían pedido a Helen que condujera su propio Morris y se encargara ella misma de adquirir unas tijeras y unas vendas.

El bombardeo cesó. Aunque algunos reflectores seguían escudriñando el cielo, el zumbido de los bombarderos se había desvanecido. Pero la tranquilidad duró poco. Aunque los Spitfires iban en busca de presas, la mayoría de los bombarderos no sólo conseguía burlar la barrera de fuego, sino que volvía a la base, recogía otro cargamento de bombas y regresaba para una segunda incursión.

Al fin divisaron el bloque de viviendas. Los bomberos estaban rociando con una manguera la esquina donde una bomba había derribado limpiamente una parte del muro y dejado el interior expuesto como una casita de muñecas. Los bomberos habían sacado del edificio a una anciana y la habían puesto sobre una manta en el suelo en espera de que llegara la ambulancia. Helen tardó sólo unos instantes en verificar que la anciana tenía varias quebraduras en una pierna. El dolor debía de ser muy intenso. Pero la reacción de la mujer ante la situación no era insólita.

—Lamento causarle tantas molestias, querida —dijo tratando de sonreír—. De no haber tenido que venir a recogerme, habría ido al refugio, ¿no es así?

Helen entablilló la pierna de la anciana y cuando se disponía a colocarla en la camilla observó que un bombero alzaba la vista y percibió el sonido de los motores de otra oleada de bombarderos.

—Será mejor que se apresure, señorita —dijo el bombero.

Helen se agachó para coger un extremo de la camilla y entonces se dio cuenta de que la anciana trataba de decirle algo. Helen se inclinó pacientemente sobre ella.

—Por favor, querida, si va a trasladarme al hospital —le rogó la anciana—, ¿podría hacerme un favor? Acabo de darme cuenta de que he olvidado…

Helen no tuvo que dejarla terminar la frase.

—Su dentadura.

Siempre ocurría lo mismo. Siempre querían rescatar su dentadura postiza. Por lo general la habían dejado sobre la mesita de noche y la explosión la había hecho volar por los aires. Si era posible, ¿sería Helen tan amable de ir a buscarla? El hecho de conservar su dentadura era el último retazo de dignidad que les quedaba. «Además, con esta guerra uno no sabe cuándo conseguirá otra dentadura postiza», le había dicho en una ocasión un anciano.

—¿Qué piso es? —preguntó Helen con un suspiro de resignación.

—Ha comenzado el bombardeo —le advirtió el bombero.

—Nunca caen dos bombas en el mismo sitio —respondió Helen con calma, aunque sabía que no había razón para que no ocurriera.

Mientras el zumbido de los motores se convertía en un estrépito ensordecedor y la cortina de fuego estallaba por encima de ella, Helen cruzó la puerta del edificio.

La premonición que había inquietado a Violet no tenía un carácter preciso. No había visto en su imaginación a Helen tendida muerta en el suelo, ni herida, sino que era algo más general: la sensación de que algo importante —aunque Violet no habría sabido decir qué exactamente— iba a suceder. Cuando Helen había salido a dar un paseo y Violet se había quedado sola, sentada en una silla, había cerrado los ojos y de pronto había oído un sonido brusco, como si alguien hubiera cerrado un libro de golpe. Violet se había dicho que no tenía importancia, pero sospechaba que cuando la gente se aproximaba a un gran acontecimiento en sus vidas adquiría una cierta clarividencia. Esa noche, después de que Helen se había marchado, esa sensación se había intensificado.

Sólo después de que el bombardeo de esa noche había parado, a Violet se le ocurrió que quizás era su vida en lugar de la de Helen la que iba a cerrarse como un libro. Sobre Belgravia habían caído sólo unas pocas bombas, seguramente dirigidas contra el palacio de Buckingham, pero naturalmente todo era posible. Violet se preguntó si no debería tratar de hacer algo al respecto. Luego suspiró. Tenía más de setenta años. ¿Dispondría de las fuerzas suficientes para intentarlo?

No podía ser la carne enlatada, puesto que ni siquiera la había probado, pero, fuera lo que fuese, a las doce de la noche el bombero auxiliar Clark no estaba en condiciones de salir. Por lo tanto, la brigada número tres se había quedado sin un efectivo.

Cuando recibieron la noticia de que una bomba había caído en la Cervecería Bull, el jefe del parque había tratado de hallar otro hombre. Por lo general procuraba no emplear a hombres de edad avanzada como los Fleming. Dado que ambos tenían más de sesenta años, en realidad ya debían de haberse jubilado, y, de hecho, aunque ninguno de los hermanos lo sabía, sólo estaban allí porque el jefe del parque creía que las interpretaciones de Herbert al piano contribuían a elevar la moral de los hombres. Pero en esos momentos se había quedado sin un bombero y se enfrentaba a una conflagración. El hombre observó a Percy con aire pensativo.

—¿Querrías ir tú en lugar de Clark? —le preguntó.

—¡Vamos, Percy! —exclamaron los otros—. Así tendremos oportunidad de entrar en la cervecería. ¡Nos lo pasaremos en grande!

—De acuerdo —contestó Percy—, iré.

En esos momentos las bombas incendiarias caían por doquier, tanto las de magnesio como las de napalm. Una y otra vez, Charlie oyó el aullido y la siniestra detonación de una granada de alta potencia explosiva. Una cayó en Blackfriars, otra cerca del Guildhall. En lo alto, el cielo aparecía cuajado de estallidos de estrellas, como si estuvieran presenciando un gigantesco espectáculo de fuegos artificiales organizado por unos locos. Los rugidos y estallidos eran ensordecedores.

Después de Ludgate los habían enviado a Saint Bartholomew. De camino, habían pasado por la elevada cúpula del tribunal de lo penal del Old Bailey, cuya elegante figura de la Justicia sosteniendo la balanza presidía este sector de la City desde hacía treinta años. Al pensar en las botellas de licor que transportaban ilícitamente en las botas, Charlie y su compañero se miraron sonriendo.

El incendio de Saint Bartholomew era poco importante y no tardaron en sofocarlo. Pero al cabo de unos minutos apareció un mensajero montado a caballo para comunicarles que se dirigieran deprisa a la zona detrás de Saint Paul, donde un edificio situado entre Watling Street y Saint Mary-le-Bow estaba ardiendo. Otros doce carros de bomberos se dirigían hacia allí.

En el momento de partir, Charlie, que conducía el vehículo, vio algo blanco y refulgente semejante a un ángel que se deslizaba lentamente hacia ellos sobre la cúpula del Old Bailey.

—Vaya —murmuró—, volvemos a estar de suerte.

De todos los agentes destructores arrojados desde el cielo durante los bombardeos aéreos, quizá la más devastadora fuera la mina terrestre. Tras descender silenciosamente sujeta a un paracaídas, la mina terrestre llegaba al suelo y estallaba sin hundirse en él. Una de ellas era capaz de destruir la mitad de una calle con sus respectivas viviendas. Las desgracias causadas por las minas terrestres eran escalofriantes. Pero con frecuencia cuando esos ángeles de la muerte descendían por los aires, en lugar de huir despavorida la gente echaba a correr hacia ellos.

El motivo era el paracaídas, que era de seda. Si uno conseguía mantenerse lo suficientemente alejado de la mina para que la explosión no lo alcanzara, y luego se acercaba rápidamente, podía hacerse con un bonito trozo de seda del paracaídas, con el que podía confeccionar unas camisas o unos vestidos.

En efecto, la suerte acompañaba a Charlie esa noche. Mientras él y sus compañeros corrían a refugiarse, la mina terrestre descendió en la explanada de Smithfield, donde formó un enorme hoyo en el suelo pero no causó daños graves. Al cabo de tres minutos el paracaídas se hallaba instalado en la parte posterior del taxi-remolque de bomberos, y Charlie y sus hombres partieron de nuevo para arriesgar sus vidas.

Maisie nunca podía dormir hasta que al amanecer sonaba el aviso de que el peligro había pasado. Y aunque no le gustaba reconocerlo, se lamentó de no haber pasado la noche en casa de Jenny.

Poco después de la una de la mañana salió de su casa y echó a andar hacia la cima del cerro. Aunque Jenny estuviera dormida, Maisie sabía que la puerta principal no estaría cerrada con llave. Al llegar a la cima, donde el camino descendía hacia Gipsy Hill, se detuvo.

A sus pies, Londres aparecía bañado por un intenso resplandor rojo, como si se hubiera registrado un significativo cambio geológico y toda la cuenca hubiera quedado transformada en la boca de un volcán.

En ese preciso instante apareció una oleada de aviones enemigos, directamente sobre ella. Pero Maisie no se alarmó; sin duda se dirigían hacia el centro. Un cañón antiaéreo abrió fuego demasiado tarde, y cuando Maisie se disponía a descender hacia la casa de Jenny percibió un sonido sordo y monótono, semejante a un zumbido.

Cazas. Al principio Maisie apenas alcanzó a ver el perfil de los seis aviones que cruzaron el negro cielo nocturno, pero percibió los breves destellos que emitían sus cañones. Los Messerschmitts alzaron el vuelo como un enjambre de enfurecidos avispones, dejando atrás el convoy enemigo. Sobrevolaron Dulwich, pasaron sobre Clapham y se dirigieron hacia el río, rizando el rizo, describiendo giros y piruetas, escupiendo muerte unos contra otros en la oscuridad. En cierto sentido, resultaba emocionante.

Maisie los vio dirigirse hacia Vauxhall; entonces le pareció que dos aviones, o quizá fueran más, se habían separado del resto y regresaban hacia Crystal Palace. Pasaron volando sobre ella, a unos pocos cientos de metros; formas fragmentarias que se recortaban sobre el firmamento rojizo; alzaron el vuelo por la densa oscuridad para descender de nuevo en picado, enderezaron justamente sobre ella y luego se dirigieron hacia el este.

¿Dónde se habían metido? Maisie alzó la vista, fascinada, formando con su diminuta boca roja un pequeño círculo mientras contemplaba el cielo donde unos hombres luchaban por sus vidas. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, Maisie agitó los brazos y gritó: «¡Vamos! ¡Atrápalo! ¡Puedes conseguirlo!».

Pero entonces apareció otra oleada de cazas sobre el elevado cerro. Los cañones de los aviones comenzaron a disparar frenéticamente. Maisie miró hacia arriba y se giró bruscamente, tratando de localizar a los cazas. ¿Regresarían? Todo el cielo aparecía iluminado por un intenso resplandor. Maisie no vio ni sintió la súbita lluvia de metralla que le alcanzó en la parte posterior de la cabeza e hizo que estallara como una pequeña cereza.

Charlie sabía que cuando el calor era tan intenso como en esos momentos era preciso mantener la cabeza agachada. Charlie había sacado a regañadientes las botellitas de licor de las botas y las había arrojado a un cráter formado por una bomba, por temor a que estallaran y comenzaran a arder.

El mayor peligro, además de los fragmentos de obra que se desprendían de los edificios, eran las cenizas. El ardiente polvo se introducía en los ojos y causaba graves quemaduras. Charlie había sufrido esa clase de quemaduras en dos ocasiones y había necesitado atención médica. Puede que Charlie Dogget estuviera dispuesto a sustraer algunas botellas de licor, pero a la hora de cumplir con su trabajo no existía en todo Londres un bombero más valeroso que él. Después de haber permanecido más de media hora en lo alto de la escalera, esforzándose por sofocar el fuego, a escasa distancia de las gigantescas llamas, su jefe le había ordenado que se tomara un respiro.

A lo largo de la avenida que arrancaba en Saint Mary-le-Bow había unas mangueras. Charlie las siguió y dobló a la izquierda, hacia la esquina de Cheapside, frente a la parte posterior de Saint Paul. Se alegraba de sentir la fresca brisa sobre el rostro. Aunque no debía hacerlo, se quitó el casco para refrescarse la cabeza. Al llegar a la esquina vio un inmenso cráter, lo único que quedaba de los dos edificios que habían sido destruidos el día anterior. El hoyo medía unos seis metros de profundidad. Charlie se sentó en un montón de escombros junto al borde del cráter, aspiró un par de bocanadas de aire y volvió la vista hacia el oeste, hacia Saint Paul.

La catedral ofrecía un espectáculo impresionante. Milagrosamente, la imponente cúpula emplomada de Wren seguía intacta. Alrededor de ella los techos en llamas formaban un lago rojo, entre el que se alzaba el gigantesco templo de Londres, oscuro, inamovible, silencioso, haciendo gala de una granítica indiferencia. Charlie pensó que era como si la antigua catedral declarara que ni siquiera los bombardeos aéreos de Hitler eran capaces de tocar el antiguo corazón y alma de la City.

Al cabo de unos minutos Charlie contempló el cráter que había junto a él. Presentaba el mismo aspecto que todos, quizá fuera más grande y profundo, pero nada tenía de particular. Era evidente que la bomba había atravesado los cimientos de las casas que habían estado en aquel lugar. Charlie observó las líneas de unos cimientos de piedra anteriores. Bajo la luz oscilante de los fuegos que ardían alrededor de él, creyó vislumbrar las losas de un suelo. En un edificio cercano se produjo una explosión, lo que hizo que un destello rojizo iluminara unos momentos el hoyo. Charlie vio en el fondo del hoyo un leve resplandor. Intrigado, miró en torno para cerciorarse de que nadie lo observaba, y se metió en el hoyo. Al cabo de unos segundos comenzó a tentar el fondo del mismo. El leve resplandor parecía proceder de debajo de la tapa de un objeto, cubierto de cascotes. El azar había querido que Charlie estuviera situado en el ángulo preciso para observar desde arriba aquel curioso resplandor. Metió la mano debajo de la tapa, frunció el entrecejo, emitió un pequeño silbido de sorpresa y retiró la mano con cuidado. Las monedas eran muy pesadas. Supuso que eran de oro, pero no disponía de suficiente luz para estar seguro.

De pronto el potente haz de una linterna iluminó el borde del cráter y en ese instante Charlie comprobó que sostenía un puñado de monedas de oro macizo. La tapa de metal pertenecía a una especie de caja fuerte y bajo la luz de la linterna vio que ésta contenía un gran número de monedas de oro, y también observó que junto a ella había otras cajas de metal. Charlie Dogget, aunque en ese momento lo ignoraba, había hallado el oro robado que los soldados romanos habían abandonado una soleada tarde hacía casi mil setecientos años.

—¿Qué estás haciendo?

El propietario de la linterna era un individuo que llevaba el casco de vigilante de los servicios de defensa contra ataques aéreos. Bajo la luz de los fuegos, Charlie vio que el hombre poseía una prominente nariz.

—Esto es pillaje. La ley lo prohíbe —dijo Neville Silversleeves.

—No, no he robado. He descubierto un tesoro enterrado —replicó Charlie—. Tengo derecho a quedármelo.

—Da la casualidad de que el edificio —dijo Silversleeves en tono ceremonioso— pertenece a la Iglesia. No tienes derecho. ¡Largo de aquí!

—Por si te interesa saberlo —dijo Charlie con firmeza—, los aviones enemigos atacan de nuevo y eres tú el que debería largarse de aquí.

En esos momentos estalló el estrépito del fuego antiaéreo, mientras que en lo alto se oía el sonido de los motores de una nueva oleada de bombarderos.

Charlie no tenía intención de separarse de su oro y, por lo visto, Silversleeves estaba empeñado en permanecer allí para asegurarse de que el bombero no se llevara a escondidas las monedas. Ambos hombres oyeron el estallido de las bombas, pero ninguno de ellos se movió. Las detonaciones se oían cada vez más próximas.

—Te denunciaré —dijo Silversleeves.

—Haz lo que te dé la gana —masculló Charlie.

En ese preciso instante cayó la bomba. Debió de caer, según dedujo Charlie, a unos cien metros detrás de Silversleeves. La barahúnda era tan descomunal que durante unos veinte segundos Charlie ni siquiera se percató de lo ocurrido. Luego se dio cuenta de que Silversleeves se hallaba inconsciente dentro del cráter, al otro lado de donde había permanecido de pie.

—Espero que te hayas partido el cuello —murmuró Charlie. Luego introdujo de nuevo la mano en la caja de metal y empezó a meter las monedas en sus botas. Diez, veinte, treinta. Cuando se disponía a coger el cuarto puñado de monedas se dio cuenta de que iba a morir.

El sonido producido por una granada de alta potencia explosiva antes de llegar al suelo produce un aullido sibilante. Charlie lo había oído en muchas ocasiones durante las dos últimas semanas. Era un experto en presentir dónde iban a caer. Al percibir el penetrante silbido por encima de él comprendió de inmediato que era levemente distinto de los que había oído con anterioridad. Estaba yendo directamente hacia él. Desesperado, Charlie trató de trepar por el costado del cráter. Pero el peso de las botas se lo impidió y empezó a resbalar en los cascotes. En el momento en que la bomba cayó en el lugar preciso donde se había encontrado Charlie dos segundos antes, el bombero seguía tratando de trepar. La bomba aún no había explotado.

Charlie Dogget se sentó en el borde del hoyo, temblando de pies a cabeza, y miró en su interior. La bomba, de unos trescientos cincuenta kilos de peso, estaba medio sepultada en el centro, donde se encontraba el oro. Silversleeves seguía inconsciente en el lugar donde había caído a causa de la explosión. Charlie observó la bomba, temiendo que fuera a estallar. Pero nada ocurrió. Las bombas que no explotaban no eran infrecuentes, pero podían estallar en el momento menos pensado. Charlie se levantó lentamente, sin saber qué hacer. Supuso que debía de ir en busca de ayuda para sacar a Silversleeves de allí, pero estaba el asunto del oro. ¿Había quedado sepultado bajo la bomba, o conseguiría apoderarse de más monedas?

«Si he tenido la fortuna de que el Messerschmitt no me matara anoche y que la bomba no haya acabado conmigo hace un instante —pensó Charlie—, es de suponer que la suerte no me abandonará ahora». Charlie se introdujo de nuevo en el cráter y se dirigió hacia la bomba.

En ese momento había más luz. Algunos edificios cercanos habían comenzado a arder y un muro de llamas se elevó de pronto hacia el cielo detrás de Charlie. Bajo el resplandor de las llamas Charlie vio una moneda de oro junto a la bomba, pero nada más. «Ya sé lo que pasa. Dios me ha salvado la vida pero me impide caer en la tentación —pensó Charlie—. Justo cuando creía haber encontrado un tesoro, Dios ha hecho que las monedas queden enterradas debajo de una granada de alta potencia explosiva de más de trescientos kilos». Charlie extendió la mano lentamente hacia la moneda de oro cuando de pronto sonó una explosión a sus espaldas que lo hizo sobresaltarse. Al volverse y alzar la vista contempló un espectáculo estremecedor.

Junto al borde del cráter aparecía la imponente persona del almirante sir William Barnikel. Su gigantesca figura destacaba sobre el muro de fuego que se alzaba tras él, su inmensa barba pelirroja refulgía como si estuviera también en llamas. Tenía el brazo alzado como un vikingo vengador y señalaba a Charlie. «Dios mío —pensó el pobre Charlie—, me ha pillado con las manos en la masa».

Pero el almirante Barnikel nada sabía de Charlie y su oro romano. Cuando su coche pasó por delante de Saint Paul, lo único que vio fue el cuerpo de Silversleeves volando por los aires debido a la explosión y aterrizando dentro del cráter, y en ese momento a este diminuto pero gallardo bombero con su mechón de pelo blanco meterse en el cráter junto a una bomba que no había explosionado para rescatar al vigilante.

—¡Te felicito! —bramó el almirante—. ¡Te mereces una medalla! No te muevas. Bajaré a ayudarte.

El almirante Barnikel se introdujo en el cráter y exclamó:

—¡Jamás lograrás sacarlo de ahí tú solo! Vamos allá.

Charlie agarró a Silversleeves por sus largas piernas y Barnikel por los brazos y entre ambos transportaron al inconsciente vigilante hasta la calzada, donde el almirante detuvo una ambulancia y ordenó a las dos mujeres que viajaban en ella que trasladaran al vigilante de inmediato al hospital de Saint Bartholomew. Al cabo de unos momentos Helen partió hacia el hospital con Silversleeves, que aún no había recobrado el conocimiento, instalado en la parte trasera de la furgoneta.

—Bien —exclamó el almirante con aire jovial conduciendo a Charlie hacia su coche—, quiero que me acompañes. Necesito que me des tus datos. De paso —añadió en voz baja— aprovecharemos para largarnos de aquí. Nunca se sabe cuándo puede caer una de esas jodidas bombas que no explosionan.

Treinta segundos más tarde habían partido.

Cuando Percy llegó agotado a su casa a las nueve de la mañana, después de haber pasado toda la noche tratando de apagar el incendio que se había declarado en la cervecería, Jenny no le dijo lo de Maisie.

—Ha estado fuera toda la noche y querrá echar una mano. Deja que duerma —insistió Herbert.

De modo que los hermanos no compartieron su dolor por la muerte de Maisie hasta la noche.

Cuando Helen Meredith llegó a casa, se llevó una fuerte impresión. La casa de Eaton Square había quedado totalmente destruida por una granada de alta potencia explosiva. De inmediato comprendió que era imposible que alguien hubiera sobrevivido a la explosión. Estaba ahí de pie, contemplando las ruinas, incapaz de asimilar lo que había ocurrido, cuando de pronto apareció su madre Violet.

—Ha sido muy extraño, querida —le explicó Violet—. Tuve el presentimiento de que me hallaba en peligro, de modo que me dirigí al refugio del metro en Sloane Square. Debo decir —añadió en tono confidencial— que allí abajo el aire era irrespirable. Pero —Violet observó sonriendo los restos calcinados de su casa— he tenido mucha suerte.

Hasta poco antes, si bien las acciones de extraordinario valor llevadas a cabo por los militares eran recompensadas con la famosa cruz Victoria, no existía un honor equivalente para recompensar los actos valerosos de la población civil. Pero esta situación había sido remediada por la institución de la cruz de San Jorge y la medalla de San Jorge.

Si alguna vez existió alguna duda sobre el valor de los miembros del Servicio Auxiliar de Bomberos durante los bombardeos aéreos, esa duda se disipó de inmediato cuando le fue concedida a un gran número de bomberos la cruz de San Jorge. Uno de ellos, por recomendación especial del almirante Barnikel, era Charlie Dogget.

Charlie se sintió abochornado. Aunque, como habría podido atestiguar cualquiera de sus colegas, el bombero había ganado esa medalla en numerosas ocasiones, Charlie sabía que ésa no la merecía. Pero ¿qué podía decir? Incluso Silversleeves, que nada recordaba de los momentos previos a la explosión, insistió en ir a verlo para darle las gracias personalmente. También recibió una carta de su tía Jenny, que había leído la noticia en el periódico.

Posteriormente Charlie fue a visitar el lugar en una ocasión, por curiosidad, pero no había rastro del oro. No obstante conservó las monedas romanas en una cajita, y más adelante se las dio a su hijo.