2. Londinium

251 d. C.

Los dos hombres estaban sentados a la mesa, uno frente a otro. Nadie habló mientras ellos realizaban su peligrosa tarea.

Era una tarde estival, los idus de junio según el calendario romano. Poca gente estaba en la calle. No soplaba la más leve brisa. En el interior de las viviendas, el calor era sofocante.

Como la mayoría de las personas normales y corrientes, los dos hombres no llevaban la aparatosa toga romana, sino un sencillo traje de lana blanco que les llegaba a las rodillas, sujeto con unos broches en los hombros y ceñido a la cintura con un cinturón. El más corpulento llevaba una capa corta del mismo material; el más joven prefería lucir sus hombros desnudos. Ambos llevaban sandalias.

La habitación era modesta, típica de aquel barrio, donde unas viviendas y talleres de madera con techo de paja se amontonaban alrededor de unos patios algo apartados de las callejuelas. Las paredes de zarzo y barro estaban encaladas; en un rincón había una mesa de trabajo, unos cinceles y un hacha de mano, que proclamaban que el ocupante era un carpintero.

Todo estaba en silencio. Lo único que se oía era el desapacible sonido de la lima de metal que sostenía el hombre corpulento. Fuera, en la esquina de la estrecha callejuela, alguien vigilaba. Una precaución necesaria. Pues la pena para la actividad que realizaban era la muerte.

En el lugar donde se alzaban las dos colinas de grava a la orilla del río, en ese momento había una ciudad amurallada.

Londinium se hallaba apaciblemente bajo un claro cielo azul. Era un lugar muy agradable. Las dos colinas junto al río se habían transformado en unas cuestas suavemente empinadas dotadas de airosos terraplenes. En la cima de la colina oriental había un imponente foro, sus severos edificios de piedra reflejaban, un tanto amortiguada, la luz del sol. Desde el foro, una amplia calzada conducía hasta un fuerte puente de madera sobre el río. En la colina occidental, justo detrás de la cima, un inmenso anfiteatro ovalado dominaba el paisaje y, detrás de éste, en el ángulo noroeste, se hallaba el cuartel general de la guarnición. En el barrio ribereño había unos embarcaderos y unos cobertizos de madera, mientras que en la orilla oriental del arroyo que discurría entre ambas colinas estaban los bonitos jardines del palacio del gobernador. Todo el conjunto —templos y teatros, mansiones revestidas de estuco y viviendas modestas, techos de tejas rojas y jardines— estaba rodeado por el lado de tierra por una elevada y magnífica muralla con unas puertas que daban acceso al interior de la ciudad.

Dos grandes calzadas atravesaban la ciudad de oeste a este. Una de ellas, que penetraba por la puerta superior de las dos entradas practicadas en la muralla occidental, pasaba por las cimas de las dos colinas antes de salir por la puerta oriental. La otra, que entraba a través de la puerta occidental inferior, se extendía por la mitad superior de la colina occidental, descendía para cruzar el arroyo y continuaba por delante del palacio del gobernador.

Ésta era Londinium: dos colinas unidas por dos grandes calzadas y encerradas por una muralla. Su ribera no medía más de un kilómetro y medio de longitud; su población quizá llegaba a los veinticinco mil habitantes. Ya había estado allí durante unos doscientos años.

Los romanos habían esperado para llegar a Britania. Después de la batalla junto al río, César no se había presentado una tercera vez. Diez años más tarde, el gran conquistador había muerto apuñalado en el Senado de Roma. Había transcurrido otro siglo hasta que, en el 43 d. C., el emperador Claudio cruzara el estrecho mar para apoderarse de la isla con el afán de civilizarla.

Una vez iniciada, la ocupación había sido rápida y total. En los principales centros tribales se establecieron bases militares. Se midió el terreno. Los astutos colonizadores romanos no tardaron mucho tiempo en interesarse por el lugar que ostentaba el nombre celta de Londinos. No era una capital tribal. Al igual que en tiempos de César, los principales centros tribales se hallaban al este, a ambos lados del largo estuario del río. Pero era el primer lugar por donde uno podía vadear el río y, por lo tanto, el foco natural donde instalar una red de carreteras.

No obstante, a los romanos no les interesaba tanto el vado sino otra particularidad, una que se encontraba muy cerca; pues cuando los ingenieros romanos vieron las dos colinas de grava en la orilla septentrional del río, y el promontorio de grava situado frente a éstas, llegaron a una inmediata y obvia conclusión.

«Éste es el lugar perfecto para construir un puente», dijeron. Más abajo, el río se ensanchaba y se abría en una charca. Río arriba, las orillas eran pantanosas. «Pero el cauce aquí es bastante estrecho —observaron—, y el lecho de grava nos proporciona una sólida base sobre la cual construir». Otro aspecto favorable era que la marea discurría frente a ese punto, lo que permitía que los barcos navegaran fácilmente río arriba y río abajo impulsados por el flujo y el reflujo de la corriente, y la ensenada entre las colinas por la que corría el arroyo constituía un puerto útil para embarcaciones más pequeñas. «Es un puerto natural», concluyeron.

Pusieron al río el nombre de Támesis, y, latinizando el nombre que tenía el lugar, llamaron al puerto Londinium.

Era inevitable que, con el paso del tiempo, ese puerto se convirtiera cada vez más en el foco de actividad de la isla. No sólo constituía el centro del comercio, sino que todas las carreteras partían del puente.

Y las carreteras romanas eran la clave de todo. Prescindiendo por completo del antiguo sistema de senderos prehistóricos que rodeaban las cadenas montañosas, las carreteras concebidas por los ingenieros romanos, rectas y con una capa de grava, se extendían por la isla uniendo capitales tribales y centros administrativos en una estructura férrea de la que nunca se libraban del todo. La carretera conocida como Watling Street se extendía desde los acantilados blancos de Dover en el extremo sudeste de la península de Kent hasta Canterbury y Rochester. Hacia el este, por encima de la amplia abertura del estuario, se hallaba la carretera a Colchester. Al norte, una gran carretera llevaba a Lincoln y a York; y en el oeste, pasando por Winchester, una red de carreteras comunicaba Gloucester, el balneario romano de Bath, con sus fuentes medicinales, y las agradables ciudades mercantiles situadas en el templado sudoeste.

En el verano del año 251, en la provincia de Britania reinaba la calma, tal como sucedía desde hacía dos siglos. Es cierto que en los primeros tiempos había estallado una violenta revuelta encabezada por la reina británica Boadicea, quien había sumido brevemente a la provincia en el caos; asimismo, durante largo tiempo, las orgullosas gentes de Gales habían tenido problemas en el oeste de la isla, mientras en el norte los salvajes pictos y escoceses jamás habían sido domesticados. El emperador Adriano había construido una gigantesca muralla de costa a costa para encerrarlos en sus brezales y lo más intrincado de sus tierras altas. Más recientemente, había sido necesario construir dos sólidos fuertes navales en la costa este a fin de resolver el problema de los piratas germanos que surcaban los mares.

Pero en el cada vez más problemático mundo del gigantesco imperio, donde los bárbaros irrumpían constantemente por las fronteras de Europa oriental, donde los conflictos políticos eran endémicos y donde aquel mismo año habían sido proclamados cinco emperadores en un lugar u otro, Britania era un oasis de paz y relativa prosperidad. Y Londinium constituía su gran emporio.

En aquel momento, sin embargo, el joven Julius casi había olvidado la terrible amenaza de la ley mientras meditaba sobre lo que el hombre que sostenía la lima acababa de revelarle. Pues aunque Sextus era su socio y amigo, también podía ser peligroso.

Sextus. Un hombre corpulento, de semblante orondo, que rondaba los treinta. Su cabello oscuro ya era escaso. Siempre impecablemente rasurado, o, mejor dicho, depilado, a la manera de los romanos, salvo un par de gruesas y rizadas patillas de las que se sentía muy orgulloso y que algunas mujeres encontraban muy atractivas. Su buen aspecto se veía un tanto mermado por el hecho de que la parte central de su rostro parecía haber sido estrujada, de modo que sus oscuros ojos castaños parecían mirar desde debajo de un saliente. Su porte era un tanto pesado, y sus hombros parecían más pesados de lo que los dioses habían pretendido, por lo que trabajaba encorvado y caminaba con un leve bamboleo.

—Esa chica es mía. No te acerques a ella.

Había lanzado la advertencia inopinadamente, de sopetón, mientras ambos trabajaban en silencio. Sextus ni siquiera había alzado la vista al hablar, pero su tono era lo suficientemente tajante para advertir a Julius que se andara con cuidado. Julius se quedó muy sorprendido. ¿Cómo lo había adivinado Sextus?

Éste se había llevado a menudo al joven Julius a beber y le había presentado a muchas mujeres, pero siempre había sido un mentor, nunca un rival. Esto era algo nuevo. Y lleno de peligro. Su asociación con Sextus en su trabajo ilícito era la única manera en que Julius podía obtener el dinero extra que necesitaba. Habría sido una estupidez arriesgarse a romperla. «Sextus sabe utilizar un cuchillo con gran destreza», pensó Julius. No obstante, no estaba seguro de si iba a obedecer la orden.

Además, ya había enviado la carta.

Cuando las mujeres veían a Julius sonreían. La gente a veces lo confundía con un marinero; exhalaba una frescura e inocencia que recordaba a un joven marinero que acababa de llegar a tierra.

«Es un joven muy varonil», decían las mujeres riendo.

Tenía veinte años, era de estatura algo más baja que mediana —sus piernas resultaban un poco cortas para su cuerpo— pero muy fuerte. Su jubón sin mangas revelaba un torso musculoso endurecido por el ejercicio. Julius se sentía muy orgulloso de su cuerpo. Era un excelente gimnasta, y en el puerto, donde trabajaba cargando y descargando la mercancía de los barcos, había logrado hacerse un nombre como boxeador que prometía. «Jamás he sido derrotado por un contrincante de mi estatura», afirmaba.

«Pueden derribarlo —decían los hombres más corpulentos con admiración—, pero siempre se levanta».

Tenía los ojos azules. La nariz, aunque iniciaba su viaje descendente como si fuera a convertirse en una nariz aguileña, de pronto, justo debajo del caballete, mostraba un aspecto aplastado. Esto no era, como podía suponerse, consecuencia del boxeo. «Siempre la he tenido así», explicaba alegremente.

Julius tenía otras dos particularidades. La primera, que compartía con su padre, era que aunque ostentaba una espesa cabellera de rizos negros, sobre la frente le caía un mechón de pelo blanco. La segunda era que tenía una membrana entre los dedos de las manos. Eso no le preocupaba en exceso. En el puerto sus compañeros lo llamaban afectuosamente Pato. A menudo, cuando boxeaba, le jaleaban: «¡Vamos, Pato! ¡Arrójalo al agua, Pato!». Algunos graciosos incluso se ponían a graznar cuando Julius ganaba.

Ante todo, era su personalidad lo que atraía a las mujeres. Sus ojos azules, siempre risueños y llenos de vida, contemplaban el mundo con ávida curiosidad. Como observó una vez una joven matrona: «Es una manzana joven y apetitosa, en su punto para comerla».

El enamoramiento de Julius no había empezado de inmediato. Habían transcurrido dos meses desde que Sextus y él habían visto a la muchacha. Pero una vez vista, no era fácil de olvidar.

En el puerto de Londinium había toda clase de gente. Llegaban barcos cargados con aceite de Hispania, vino de la Galia, cristalería del Rin y ámbar de los territorios germanos situados junto al mar Báltico. Había toda clase de celtas, germanos rubios, latinos, griegos, judíos y hombres de piel aceitunada procedentes de las costas meridionales del Mediterráneo. Los esclavos podían proceder de cualquier parte. Se veían togas romanas junto a un traje africano rebosante de colorido y otro con adornos egipcios. El Imperio romano era cosmopolita.

Aun así la muchacha era especial. Era dos años mayor que Julius, y casi tan alta como él. Tenía la tez pálida, el pelo rubio, pero en lugar de llevarlo largo y recogido con unas horquillas como el resto de las jóvenes, lo tenía corto y rizado. Esto, junto con una nariz ligeramente ancha, indicaba sus orígenes africanos. Su abuela había sido transportada a la Galia desde la provincia africana de Numidia. Tenía los dientes pequeños, muy blancos, un poco irregulares. Sus ojos azules, como unas almendras grandes redondeadas, tenían una mirada misteriosa y sensual. Al caminar, su esbelto cuerpo mostraba una maravillosa gracia rítmica negada a otras mujeres del puerto. Algunas lenguas viperinas aseguraban que su marido la había comprado en la Galia, pero nadie lo sabía con certeza. La joven se llamaba Martina.

Tenía dieciséis años cuando el marino había decidido casarse con ella. Él tenía cincuenta, era viudo y con hijos ya crecidos. Hacía un año que se había trasladado a Londinium desde la Galia.

Julius había visto al marino. Era un hombre alto y corpulento, de aspecto un tanto extraño. No tenía un solo pelo y su rostro y su cuerpo estaban cubiertos por multitud de venitas rotas que daban a su piel un tono azulado, como si estuviera tatuada. El marino y la joven vivían en la orilla sur del río, en una de las casitas situadas en las callejuelas que conducían desde el puente hacia la costa meridional.

El comercio en el puerto era muy animado. Pese a su edad, el marino era un hombre muy activo y con frecuencia estaba en la Galia o visitando los puertos situados junto al gran río Rin. En ese momento se encontraba ausente.

A Julius no le faltaban motivos para sentirse esperanzado. Sextus tenía mucho éxito con las mujeres. Había estado casado, pero la muchacha había muerto y él no había tenido prisa por volver a casarse. Un día, con tono prepotente, había informado a Julius de que se proponía conquistar a la joven esposa del marino, y Julius no había vuelto a pensar en ello. Sextus había averiguado que el marino se ausentaba con frecuencia y había descubierto la manera de entrar de noche en su casa sin ser visto. Le gustaba planificar su seducción como una operación militar. La muchacha, sin embargo, no estaba muy convencida. «La gracia está en perseguir a la presa», se había dicho Sextus mientras proseguía con su campaña.

Julius se había quedado muy sorprendido un día en que la muchacha, al separarse de Sextus y de él junto al puente, le había apretado la mano. Al día siguiente, en el muelle, ella lo había rozado suavemente, pero adrede, al pasar junto a él. A los pocos días, la joven había comentado como de pasada: «A todas las chicas nos gusta que nos hagan un regalo». Aunque se lo había dicho a Sextus, lo había mirado a él, Julius estaba seguro.

Pero Julius no tenía dinero aquel día, y Sextus le había comprado unas golosinas. Al cabo de unos días, cuando Julius había tratado de hablar con ella a solas, la muchacha había sonreído pero se había marchado, y a partir de aquel día no había vuelto a dirigirle la palabra.

Fue entonces cuando comenzó su enamoramiento. Pensaba en Martina a todas horas. Mientras descargaba la mercancía de los barcos, veía sus sensuales ojos suspendidos sobre los aparejos. Imaginaba su rítmico caminar, y le parecía infinitamente seductor. Julius sabía que Sextus la tenía casi en sus redes, pero el marino había permanecido en casa hasta pocos días antes y Julius estaba seguro de que su amigo aún no había logrado sus fines. Imaginó que era él en lugar de Sextus quien se colaba subrepticiamente en su casa al amparo de la noche. Cuanto más pensaba en la chica, más enamorado se sentía. Aquel maravilloso olor a almizcle…, ¿sería algo que se ponía, o emanaba naturalmente de su propio cuerpo? Al principio sus pies se le habían antojado un poco grandes, pero luego le habían parecido muy atractivos. Ardía en deseos de acariciar su cabello corto, estrechar su mano entre las suyas. Pero, por encima de todo, no dejaba de pensar en aquel cuerpo largo, esbelto y bien formado. Sí, deseaba explorarlo.

«¿Pero la desearías si no te rehuyera? Ésa es la pregunta que cabe hacerse sobre una mujer». Julius no había hablado de la chica con sus padres, pero ése era el comentario que su padre le había soltado de sopetón hacía unos días. «Veo que bebes los vientos por una mujer —había añadido su padre—. Espero que lo merezca». Julius se había echado a reír. No lo sabía. Pero estaba resuelto a averiguarlo.

¿Y la advertencia de Sextus? Julius no era una persona calculadora. Estaba demasiado lleno de vida para sopesar cada uno de sus actos. Además, era un incorregible optimista. Tenía la certeza de que todo saldría bien.

La muchacha obesa estaba sentada en la esquina. No le gustaba permanecer sentada ahí, pero le habían dicho que debía hacerlo. Había llevado dos sillas plegables, sobre las cuales se había sentado lentamente. Le habían dado una hogaza de pan, un pedazo de queso y una bolsa de higos. En ese momento se hallaba sentada plácidamente al cálido sol. Una fina capa de polvo se había acumulado sobre ella. A sus pies, migas y pieles de higos indicaban que se había comido el pan y el queso y cinco higos.

Tenía dieciocho años, pero su voluminoso cuerpo le daba el aspecto de una mujer mayor. Sus primeras dos papadas estaban muy pronunciadas y una tercera empezaba a aparecer debajo de ellas. Tenía la boca ancha con las comisuras curvadas hacia abajo, por las cuales rezumaba un poco del jugo de los higos. Estaba sentada con las piernas separadas y el vestido holgado apenas le cubría los pechos.

Julius tenía la impresión de que había algo misterioso en las personas obesas. ¿Cómo habían llegado a ponerse tan gordas? ¿Por qué se resignaban a seguir estando así? A un joven delgado y atlético como él le resultaba inexplicable. Cuando miraba a la muchacha obesa, pensaba que acaso detrás de su voluminosa pasividad se ocultara una rabia secreta. O quizás un misterio más profundo. A veces daba la sensación de que, por el mero hecho de saber algo sobre el universo que el resto de la humanidad ignoraba, la muchacha obesa se contentaba con permanecer sentada, comiendo y esperando. Pero ¿qué esperaba? Nadie podía adivinarlo. No obstante, el mayor misterio residía en la siguiente pregunta: ¿cómo era posible que aquella muchacha obesa fuera su hermana?

Porque la joven era hermana de Julius. A partir de los nueve años había empezado a engordar de manera progresiva y había abandonado, ante el desconcierto de su familia, el activo mundo de los deportes y los juegos en que participaban Julius y sus amigos. «No me explico cómo se ha puesto así —solía decir el padre de Julius, perplejo. Aunque con la edad había adquirido un aspecto orondo y rubicundo, nunca había sido gordo; ni la madre de Julius—. Mi padre me contó que tenía una tía muy gorda. Quizás ha heredado su constitución». Sea como fuere, era evidente que estaba destinaba a ser gorda toda la vida. Ella y Julius tenían pocas cosas que decirse y, con el tiempo, la muchacha se fue encerrando en sí misma y casi no hablaba con nadie. Sin embargo, siempre estaba dispuesta a llevar a cabo cosas como montar guardia sin hacer preguntas, con tal de que le dieran algo de comer.

En ese momento, mientras la tarde transcurría lentamente, ella seguía sentada observando la calle desierta y metiendo de vez en cuando la mano en la bolsa para sacar otro higo.

Todo estaba en silencio. A unos quinientos metros, junto al anfiteatro, uno de los leones traídos de ultramar emitió un somnoliento gruñido. Al día siguiente se celebrarían los juegos, una ocasión memorable. Participarían gladiadores, una jirafa de África, unos hombres lucharían con osos procedentes de la montañosa región de Gales, y también habría jabalíes locales. La mayor parte de la población de Londinium iría a la gran arena para presenciar ese magnífico espectáculo. Hasta la muchacha obesa acudiría.

En la esquina hacía mucho calor. La muchacha obesa sintió el calor del sol sobre su piel y se ajustó perezosamente el vestido para taparse los pechos. Sólo quedaba un higo. La muchacha lo sacó de la bolsa, se lo metió en la boca y lo mordió, un poco de jugo se deslizó por su barbilla y se lo limpió con el dorso de la mano, arrojó la piel del higo al suelo, junto con las otras, y se colocó la bolsa de tela sobre la cabeza para protegerse del sol.

Luego permaneció sentada, contemplando la pared encalada que había frente a ella. No le quedaba nada que comer y empezaba a aburrirse. El resplandor del muro hizo que le entraran ganas de cerrar los ojos. Nadie andaba por la calle. La mayoría de la gente estaba en sus casas haciendo la siesta.

Cerró los ojos un momento. La bolsa permanecía fláccida sobre su cabeza. Poco a poco, la bolsa empezó a subir y bajar rítmicamente.

Los soldados llegaron de pronto por las calles. Eran cinco, acompañados por un centurión. El centurión era un hombre alto y corpulento, con el pelo canoso; a lo largo de su carrera había visto poca acción en esa pacífica provincia, pero la herida de un cuchillo a causa de una pelea ocurrida hacía unos años le había dejado una cicatriz que le surcaba la mejilla derecha y le daba el aspecto de un veterano, además de infundir cierto respeto y temor a sus hombres.

Su rápida marcha producía poco ruido en la polvorienta calle, pero el suave tintineo de sus cortas espadas contra los tachones metálicos de sus túnicas daban aviso de su presencia.

Julius tenía la culpa. Si su contrincante lo derribaba durante un combate de boxeo, él volvía a levantarse alegremente para continuar. No era rencoroso.

Precisamente porque la mezquindad no formaba parte de su naturaleza, era incapaz de detectarla en los demás. Por consiguiente, no notó la expresión de rencor en los ojos del individuo al que había derrotado diez días antes. Tampoco se le había ocurrido que su contrincante podía abrir la bolsa que él había dejado descuidadamente y ver que contenía una moneda de plata muy singular.

Julius, el hijo de Rufus, que trabaja en el puerto, posee un denario de plata. ¿Cómo lo consiguió? Su amigo es Sextus, el carpintero.

Ésa fue la nota anónima que las autoridades habían recibido. Quizá nada significara, pero por si acaso habían decidido ir a investigar.

Julius sonrió para sí. Si había una cosa que necesitaba en su joven existencia era dinero. Su paga en el puerto era escasa; a veces conseguía un dinero extra haciendo que sus amigos apostaran por él cuando boxeaba. Pero, en ese momento, Sextus y él obtenían dinero de la manera más sencilla posible.

Lo falsificaban.

El delicado arte de falsificar monedas era sencillo, pero requería una gran destreza. Acuñaban monedas oficiales. Colocaban un disco de metal en blanco entre dos troqueles: uno para el anverso, el otro para el reverso. Grababan los troqueles y su impresión quedaba estampada en el disco. Julius había oído hablar de falsificadores que utilizaban ese proceso y producían unas monedas falsas de la más alta calidad, pero para eso tenía que grabar uno mismo sus troqueles, cosa que excedía las aptitudes de Sextus y de Julius.

Por consiguiente, la mayoría de los falsificadores hacía algo menos convincente, pero mucho más sencillo. Cogían unas monedas oficiales —nuevas o viejas—, presionaban cada lado de la moneda sobre arcilla húmeda y así obtenían dos medios moldes. Luego los unían dejando un pequeño orificio en un lado de manera que, cuando la arcilla se secara y endureciera, pudieran verter el metal fundido a través de él en el molde. Una vez que el molde se secaba y enfriaba, lo rompían y obtenían una moneda falsa bastante aceptable.

—Excepto, claro está, que las monedas no se fabrican de una en una —había explicado Sextus a Julius. Tras coger tres moldes, Sextus los había dispuesto en un triángulo con los orificios de los tres moldes encarados hacia el espacio en el centro—. Luego colocas otros tres moldes encima de éstos, así, y tres más. —Sextus había enseñado a Julius cómo apilar los moldes a fin de formar una elevada columna triangular—. Entonces lo único que has de hacer es colocar arcilla alrededor del montón y verter el metal fundido a través del centro para que penetre en los moldes.

Cuando Sextus había propuesto ese negocio ilícito a su joven amigo, Julius había tenido ciertas dudas al respecto.

—¿No es demasiado arriesgado? —había preguntado.

Pero Sextus lo había observado desde debajo del saliente que formaba su frente y le había respondido:

—Mucha gente lo hace. ¿Sabes por qué? Porque no hay suficientes monedas —había concluido sonriendo satisfecho.

Era cierto. Durante más de un siglo, todo el Imperio romano había experimentado una creciente tasa de inflación. Por consiguiente, no circulaban suficientes monedas. Dado que la gente las necesitaba, había muchos falsificadores. La acuñación privada de monedas de bronce de escaso valor no constituía técnicamente una infracción; pero falsificar monedas de oro o plata de gran valor era un grave delito. Pero ello no impedía que prosperara aquel comercio ilícito y, en consecuencia, la mitad de las piezas de plata que circulaban en aquel entonces eran falsas.

Sextus se encargaba de conseguir y fundir el metal; Julius confeccionaba los moldes y vertía el metal fundido en ellos. Aunque el propio Sextus le había enseñado a hacerlo, éste no era muy diestro en esos menesteres. Siempre cometía algún error: o no vertía correctamente el metal en los moldes, o era incapaz de romper los moldes limpiamente una vez que se habían enfriado. Más de una vez había confundido las dos mitades de los moldes al unirlos, de manera que las monedas presentaban un reverso que no encajaba con el anverso. Pese a la membrana que tenía entre los dedos de las manos, Julius trabajaba con habilidad y precisión y gracias a él la calidad de las monedas había mejorado de manera notable.

—Pero ¿cómo podemos hacer para que tengan un aspecto y un tacto semejantes a la plata? —Ésta había sido la segunda pregunta que Julius había formulado a su socio cuando comenzaron. Ante ella, el escabroso terreno del rostro de su amigo casi se había desmoronado al responder con una risita:

—No es necesario. Las monedas auténticas contienen muy poca plata.

En un intento de suministrar siquiera una parte de la cantidad de monedas necesaria, las casas de moneda imperiales disponían de tan poco del preciado metal que habían devaluado su propia moneda. Los valiosos denarios de plata del momento contenían apenas el cuatro por ciento de plata.

—Yo utilizo una aleación de cobre, estaño y cinc —le había explicado Sextus—. Tiene un aspecto excelente.

Pero nunca reveló las proporciones exactas.

En ese momento sobre la mesa delante de ellos había una pila de monedas; cada denario de plata representaba una pequeña fortuna para el joven que se ganaba la vida descargando la mercancía de los barcos. Hasta entonces, la prudencia les había aconsejado fabricar la mayoría de las monedas en bronce y unas pocas de plata, puesto que cualquier alarde repentino de riqueza podía delatarlos. Pero al día siguiente, con motivo de los juegos, todo el mundo apostaría una gran cantidad de dinero y les resultaría más fácil explicar el hecho de poseer varias monedas de plata. Ese día, por lo tanto, habían decidido fabricar un mayor número de éstas. Julius calculaba que con su parte correspondiente, un tercio de las monedas que fabricaran, podría montar un pequeño negocio propio.

Sólo había un problema. ¿Cómo explicaría a sus padres el hecho de disponer de aquel dineral? Julius sabía que recelaban de Sextus. «Te aconsejo que no tengas tratos con ese individuo —le había advertido su madre—. No me fío de él».

En fin, ya resolvería ese problema más tarde. En ese momento a Julius sólo le interesaba una cosa. A la mañana siguiente, antes de que comenzaran los juegos, iba a invertir una parte de su recién adquirida fortuna en una pulsera para la joven de la que estaba enamorado.

¿Y luego? Todo dependía de ella. Ya había recibido su carta.

Además, quedaba otro asunto por resolver. Un asunto más serio que le había planteado su padre, Rufus.

Durante algunos meses, ese hombre de temperamento alegre y optimista se había sentido preocupado por Julius. Al principio, había confiado en que se hiciera legionario, como lo había sido él. Seguía siendo el empleo mejor remunerado y seguro en el Imperio romano. Uno se jubilaba joven con una buena posición y un poco de dinero para montar un negocio. Pero al ver que Julius no mostraba el menor interés por ser legionario, su padre no había insistido en el tema.

—Temo que se codee con gente indeseable, como ese Sextus —se había lamentado su esposa, la cual era una pesimista congénita.

—Todavía es muy joven, no le ocurrirá nada malo —había respondido Rufus.

No obstante, le remordía la conciencia. Tenía que hacer algo por él. Pero no sabía exactamente qué.

Rufus era un hombre sociable, miembro de varias asociaciones. Precisamente el día anterior le habían hablado de una oportunidad muy interesante para un joven. «Conozco a dos hombres —le había dicho a su hijo— que quizá puedan ayudarte a montar un negocio provechoso. Están dispuestos a poner el dinero». Rufus había concertado una cita esa misma noche para que Julius conociera a los dos hombres.

A la mañana siguiente, pensó Julius, dispondría de la parte que le correspondía del dinero que habían falsificado, además de la oportunidad de montar un negocio. «Quizá pueda prescindir de Sextus», se dijo. Era otro argumento para tratar de conquistar a la muchacha.

En general, no podía quejarse de cómo iban las cosas.

Los soldados se presentaron de improviso. Fuera se produjo un tumulto, oyeron un grito y acto seguido sonaron unos golpes en la puerta.

Parecían estar en todas partes. Julius vislumbró el brillo de un casco a través de la ventana. Sin esperar una respuesta, comenzaron a golpear la puerta con sus espadas. La madera comenzó a astillarse. Julius se puso de pie de un salto; entonces, por primera vez en su vida, sintió pánico.

No era como él había supuesto. Siempre había creído que cuando la gente sentía miedo echaba a correr enloquecida, pero él, en cambio, comprobó que no podía moverse. Era incapaz de hablar correctamente; se había quedado ronco. Estaba clavado en el suelo, mirando impotente alrededor. Esa situación duró unos cinco segundos, que a Julius le parecieron medio día.

Sextus, por el contrario, se movió con una celeridad pasmosa. En un instante se puso de pie, agarró una bolsa que estaba sobre la mesa y, con un solo ademán, metió todo el contenido de la mesa en la bolsa: monedas, moldes, etcétera. Luego corrió hacia una alacena que había en un rincón, la abrió y limpió los estantes de más moldes, pepitas de metal y una colección de monedas que Julius ni siquiera sabía que existía.

Entonces, de pronto, Sextus aferró a su atónito amigo del brazo y lo condujo hacia la cocina, tras lo cual echó un vistazo al pequeño patio. Por suerte, los legionarios enviados a cubrir la parte posterior de la casa habían entrado por error en el patio del taller de al lado. Sextus y Julius los oyeron derribar un montón de ladrillos mientras proferían una retahíla de blasfemias. Sextus entregó la bolsa a Julius y le dio un empujón.

—¡Vete! ¡Corre! —gritó—. Y esconde la bolsa.

Julius, que se desprendió de su pánico tan abruptamente como había caído en él, se encontró saltando por encima de un muro, cayendo en el patio del otro lado y deslizándose en el pequeño laberinto de callejuelas detrás de las casas. La bolsa, metida en su túnica, hacía que pareciera embarazado.

Antes de que Julius hubiera alcanzado el callejón, los soldados echaron la puerta abajo e irrumpieron en la casa, donde hallaron a Sextus el carpintero, quien al parecer acababa de despertarse de la siesta, observándolos estupefacto. No había ni rastro de monedas falsas. Pero el centurión, que no se dejaba engañar fácilmente, dio media vuelta y se dirigió a la parte posterior de la casa.

En ese momento Julius cometió un grave error. Había recorrido unos cien metros cuando de pronto oyó un estentóreo alarido. Al volverse vio al gigantesco centurión, que, pese a su corpulencia, había logrado encaramarse con gran agilidad sobre la tapia. Al vislumbrar a Julius corriendo, le gritó que se detuviera. Cuando Julius se volvió vio al centurión ordenar a los legionarios que se hallaban en el callejón:

—¡Es él! ¡Allí! ¡Deprisa!

El desfigurado rostro del centurión, que Julius distinguió con toda claridad, lo aterrorizó aún más y corrió despavorido.

No le resultó difícil despistar a los legionarios en aquel laberinto de callejones. Pese a ir cargado con la bolsa, Julius corría más deprisa que ellos. Al cabo de un rato, cuando atravesaba una calle desierta, se le ocurrió preguntarse por qué se había vuelto al oír al centurión.

—Si yo lo vi a él —masculló—, él pudo haberme visto a mí.

El mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente sin duda le delataría. Cuando Julius se había vuelto para mirarlo, el centurión les estaba gritando a los legionarios pero luego se había vuelto.

—De modo que la cuestión es: ¿cuánto ha podido ver? —murmuró con tristeza.

Martina estaba de pie en el extremo sur del puente. El caluroso día estival se aproximaba a su fin. El intenso fulgor de las casas encaladas de la ciudad que se alzaba frente a ella había comenzado a disiparse y dejado sólo un agradable resplandor. Hacia el oeste, el horizonte ambarino estaba cubierto por unas nubes violáceas. La brisa le acariciaba suavemente las mejillas.

En su mano sostenía la carta. Se la había entregado un niño. Estaba escrita en un papel muy caro. La letra era tan clara como Julius podía hacerla; escrita en latín. La joven tuvo que reconocer que se sentía emocionada.

No es que esas comunicaciones, incluso entre personas humildes, fueran infrecuentes. En la ciudad romana de Londinium, casi todo el mundo sabía leer y escribir. Aunque solían expresarse en la lengua celta, la mayoría de los ciudadanos hablaba latín y sabía escribirlo. Los comerciantes redactaban contratos, los tenderos marcaban sus productos, los sirvientes recibían órdenes y los muros exhibían eslóganes escritos en latín. Sin embargo, la nota parecía una carta de amor, y mientras Martina la releía sintió de nuevo que un leve temblor le recorría el cuerpo.

Si acudes al puente mañana por la tarde, durante los juegos, te daré un regalo.
Pienso en ti a todas horas del día.
J.

Aunque no había firmado con su nombre completo —una precaución muy oportuna por si la carta se perdía— la muchacha sabía quién era el autor: el joven boxeador. Martina meneó la cabeza, desconcertada, preguntándose qué debía hacer.

El tiempo transcurrió lentamente. Bañados en el resplandor del atardecer, los tejados rojos de la ciudad, los pálidos muros y las columnas de piedra presentaban un aspecto muy alegre. ¿Qué motivos tenía Martina para sentirse un poco melancólica? Quizá se debiera al puente. Sólidamente construido de madera sobre unos elevados y recios pilones, esta espléndida obra de ingeniería romana se extendía a lo largo de un kilómetro sobre el agua. En ese momento, mientras el río adquiría un color vino bajo el crepúsculo, la prolongada y oscura silueta del puente recordó a Martina su solitario periplo a lo largo de la vida. Se encontraba sola en el mundo cuando conoció al marino de la Galia. Sus padres habían fallecido; el marino le ofreció una nueva vida, un hogar y seguridad. Ella había aceptado su oferta con gratitud; en cierto sentido, todavía se sentía agradecida.

Con qué orgullo le había mostrado el marino la ciudad. Martina se había quedado admirada ante la larga hilera de muelles de madera construidos en el río. «Son de roble —le había informado el marino—. En Britania crecen tantos robles que cortan un pedazo grande de cada árbol y desechan el resto». Habían paseado por la amplia avenida desde el puente hasta el foro. La plaza le había parecido espléndida, pero lo que más le había impresionado había sido el inmenso edificio que ocupaba todo el lado norte. Se trataba de la basílica, un complejo de salas y despachos que servía de ayuntamiento y lugar de reunión de los jueces. Mientras contemplaba asombrada la nave de ciento cincuenta metros, su marido le había explicado: «Es el edificio más grande del norte de Europa». Había muchas cosas que ver: los patios y las fuentes de la mansión del gobernador, los baños públicos, los numerosos templos y el magnífico anfiteatro. A Martina le complacía sentirse parte de aquella metrópoli. «Dicen que Roma es la ciudad eterna —observó el marino—, pero Londinium también es parte de Roma».

Y, aunque no sabía expresarlo, la muchacha comprendía lo que significaba ser parte de una gran cultura. La cultura clásica de Grecia y Roma constituía el mundo, desde África hasta Britania. En los lugares públicos de Roma, los arcos y los frontones, las columnas y las cúpulas, las columnatas y las plazas poseían unas proporciones, un sentido de masa y volumen, espacio y orden, profundamente satisfactorio. Las casas romanas particulares, las pinturas, los mosaicos y el sofisticado sistema de calefacción central proporcionaban comodidad y reposo. En las apacibles sombras de sus templos, la perfecta geometría de la piedra se conjugaba con el misterio interior del sanctasanctórum. Lo conocido y lo desconocido se aunaban desde hacía siglos en Roma. Las formas que Roma había creado estaban destinadas a resonar por todo el mundo durante dos mil años, y tal vez seguirían resonando mientras existieran seres humanos. Era el don de una cultura histórica que, aunque la muchacha no habría sabido expresarlo, comprendía instintivamente. Amaba esa ciudad.

Con frecuencia el marino viajaba a la Galia cargado de cacharros domésticos de cerámica fabricados en Britania, y regresaba con magníficas vasijas rojas de Samos decoradas con cabezas de leones, barriles de cedro de vino y grandes ánforas que contenían aceite de oliva o dátiles. Por lo general estos artículos estaban reservados a las casas de los ricos, pero el marino conservaba algunos para él y vivían desahogadamente. A veces exportaba barriles de ostras procedentes de los inmensos criaderos que había en el estuario. «Solían transportarlas directamente hasta la mesa del emperador en Roma», comentaba el marino a su mujer.

Cuando éste se ausentaba, a Martina le gustaba dar largos y solitarios paseos. Se dirigía a la isla junto al vado. Allí, donde antiguamente habitaba un druida, se alzaba entonces una hermosa villa. O bien atravesaba la puerta superior occidental y recorría tres kilómetros hasta llegar a una importante encrucijada donde se erguía un imponente arco de mármol. O, a veces, subía a los peñascos situados al sur para admirar la vista.

Poco a poco había empezado a preguntarse si se sentía desgraciada. Quizá fuera un problema de soledad.

Martina rezaba con frecuencia a los dioses para que le dieran un hijo. Existía un grupo de templos cerca de la cima de la colina occidental, incluido uno consagrado a Diana, pero Martina dudaba de que la casta diosa fuera a ayudarla. La mayoría de las mujeres acudía a los numerosos templos dedicados a diosas madres celtas. Desde la puerta inferior occidental, la carretera cruzaba el río y pasaba por delante de un muro sagrado donde moraba una diosa del agua celta. A Martina le parecía que la diosa del agua la escuchaba con benevolencia. Pero no le envió un hijo.

Martina no comprendió con toda claridad que era desgraciada hasta un día de esa primavera.

La casa en que vivían estaba situada en el anexo sur de la ciudad. Era un lugar muy agradable. Cuando el puente de madera alcanzaba la lengua de tierra cubierta de grava que se extendía desde la orilla meridional, éste se prolongaba durante unos metros sobre unos soportes elevados, de manera que cuando entraba la marea y transformaba la lengua de tierra en una isla, el agua no alcanzaba el puente. Al llegar a la orilla pantanosa situada al sur, la carretera estaba construida sobre una base de inmensos troncos dispuestos transversalmente, cubierta con tierra y una capa de grava. Mientras Martina caminaba por ella se detuvo para observar a unos trabajadores que estaban junto a la orilla pantanosa del río.

Construían un revestimiento a lo largo de la ribera. Era una estructura de enormes dimensiones: grandes cavidades hechas de troncos de roble se unían para formar un cuadrado y luego se rellenaban. El revestimiento se alzaba sobre el nivel del agua, casi como un dique o un muelle. Mientras los observaba, Martina se percató de que el revestimiento se adentraba varios metros en el río, lo que lo estrechaba ligeramente. Cuando se lo comentó a uno de los trabajadores, éste sonrió y dijo:

—Es cierto. Lo hemos reducido un poco. Quizá dentro de un año lo reduzcamos más. —Lanzó una carcajada y agregó—: El río es como una mujer. Utilizamos el río y a ella la domesticamos. Así son las cosas.

Mientras cruzaba el puente, no dejó de pensar en lo que el trabajador le había dicho. ¿Era ésa la historia de su vida? El marino no era cruel con ella. ¿Por qué iba a serlo? Tenía una esposa joven y obediente que lo atendía solícitamente cuando estaba en casa. ¿Era bondadoso con ella? Bastante. Martina sabía que no podía quejarse. Al llegar al otro lado del puente dobló a la derecha y caminó hacia el este, pasó por delante de los muelles y los almacenes, hasta que por fin llegó al extremo oriental, donde el río alcanzaba la muralla de la ciudad.

Era un lugar tranquilo. Junto a la esquina de la muralla había un enorme bastión, que entonces estaba desierto. Más arriba, el espolón de la colina oriental se curvaba alrededor de él hasta alcanzar la muralla, con lo que este ángulo junto al río se convertía en un semicírculo desierto, una especie de teatro natural al aire libre. Los cuervos se paseaban por las laderas como si aguardaran en el silencio a que comenzara un espectáculo.

A solas en aquel espacio, Martina contempló la elevada muralla que se alzaba ante ella. Era una obra admirable. Una clara piedra arenisca de Kent, que habían transportado por el río y cortado en bloques cuadrados, formaba la fachada exterior. El centro, cuya base medía casi tres metros de grosor, estaba relleno de cantos rodados y mortero, y a lo largo de la muralla, más o menos cada metro, habían colocado dos o tres hiladas de ladrillos rojos para reforzarla más. El resultado era una espléndida estructura de unos seis metros de altura, recorrida por unas delgadas franjas rojas que se extendían en sentido horizontal.

Y, de pronto, inesperadamente, Martina comprendió con terrible y meridiana claridad que no era feliz y que su vida se había convertido en una prisión.

Sin embargo, seguramente habría continuado así si no hubiera sido por Sextus.

Al principio sus proposiciones le habían repelido, pero la habían hecho reflexionar. Conocía a otras muchachas casadas con hombres mayores que tenían amantes. A medida que Sextus persistía, algo en ella comenzó a cambiar. Quizá fuera la excitación que le producía la situación, o el deseo de poner fin a su soledad, el caso es que poco a poco se permitió pensar en la posibilidad de tener un amante.

Fue entonces cuando empezó a pensar en Julius.

No era sólo su atractivo juvenil, sus ojos azules y risueños ni su evidente fortaleza física lo que la atraía. Era el leve olor a mar que emanaba de él, la manera en que sus poderosos hombros se inclinaban cuando trabajaba y las gotas de sudor que relucían en sus musculosos brazos. Una vez que Martina dejó que la idea se implantara en su mente, experimentó un intenso deseo de que él la poseyera. «Me apoderaré de la lozanía de su juventud», se dijo sonriendo. Martina lo manipuló astutamente, dando un paso adelante y luego fingiendo echarse atrás mientras coqueteaba con Sextus. Gozaba enormemente con aquel juego.

Cuando recibió su carta murmuró: «Ya lo tengo». Sin embargo, entonces, cuando había llegado el momento, estaba asustada. ¿Y si su marido descubría que tenía un amante? Sin duda el marino se vengaría de ella. ¿Merecía la pena arriesgarlo todo por ese muchacho? Contempló el mar durante largo rato, mientras se ponía el sol, preguntándose qué hacer, antes de tomar por fin una decisión.

El marino estaba fuera. La leve y sensual melancolía que había experimentado esa tarde la ayudó a decidirse. «No puedo seguir sumida en la tristeza», pensó Martina. Al día siguiente iría al puente.

—Te toca a ti.

Julius regresó de su ensoñación con un sobresalto. Tuvo la impresión de que su padre lo miraba con extrañeza. Trató de concentrarse en el tablero delante de él y lentamente movió una pieza.

Estaba en casa, a salvo. Era una alegre escena doméstica. Vio a su madre y a su hermana en la cocina contigua a la salita, preparando el banquete que compartirían al día siguiente con sus vecinos, después de los juegos. Como de costumbre, su padre y él estaban sentados en unas sillas plegables en la habitación principal de la modesta casa de la familia, jugando, como cada noche, a las damas. Pero no dejaba de preguntarse si se presentarían los soldados.

Miró hacia la cocina. No había podido hablar con su hermana desde que había salido corriendo del taller. ¿Qué había visto la muchacha obesa?

De la pared de la cocina colgaban dos patos. Sobre la mesa, escrupulosamente limpia, había un trozo de buey, la comida favorita de los británicos, un cuenco lleno de ostras del río y un cubo con caracoles que habían sido alimentados con leche y trigo y que al día siguiente freirían con aceite y vino. En un recipiente ancho y poco profundo había un queso fresco que se estaba cuajando y junto a él unas especias para la salsa. La dieta que los romanos habían introducido en Britania era francamente apetitosa: faisán y gamo; higos y moras; nueces y castañas; perejil, menta y tomillo; cebollas, rábanos, nabos, lentejas y col. Los celtas isleños habían aprendido también a cocinar caracoles, pintadas, pichones, ranas e incluso, de vez en cuando, lirones con salsa picante.

Madre e hija trabajaban en silencio. La mujer mayor, callada y taciturna, preparaba la comida. La muchacha obesa trataba de engullir lo que pillara, mientras su madre, sin inmutarse ni dejar de hacer lo que hacía, protegía la comida de la familia dándole una bofetada. Julius vio que su madre se dirigía al cuenco de las anguilas. Bofetada. Tras examinarlas, dijo unas palabras a la muchacha, que se dirigió a la alacena y luego siguió preparando la salsa para el banquete. Bofetada. La madre de Julius se acercó un momento a la ventana. La muchacha obesa consiguió meterse un pedazo de pan en la boca. Bofetada. La muchacha obesa siguió masticando con aire satisfecho.

¿Había visto su hermana a los soldados? ¿Sabía qué le había ocurrido a Sextus? ¿Se lo había contado a sus padres? Era imposible adivinarlo. Julius supuso que la muchacha debía de saber algo. Pero ¿cuándo podría interrogarla?

Las últimas horas habían sido un tormento. En cuanto logró quitarse de encima a sus perseguidores, Julius analizó la situación. No se le ocurrió que había sido él, y no Sextus, quien había hecho que sospecharan de ellos. ¿Habían arrestado a su amigo? Julius no se atrevía a regresar al taller para averiguarlo. ¿Lo habría incriminado Sextus? Julius se encaminó a su casa, mirando continuamente a derecha e izquierda. Si Sextus lo había delatado, los soldados no tardarían en presentarse en su casa.

Julius tenía la impresión de que el plan más seguro era esperar al día siguiente y encontrarse con Sextus en la calle de camino a los juegos. Hasta entonces, fingiría que nada había ocurrido.

Pero ¿dónde podía ocultar la bolsa? Ése era el problema. En algún lugar seguro, que no pudieran relacionarlo con él. Un lugar del que más tarde pudiera rescatar la bolsa sin ser visto. Julius miró alrededor, pero no encontró un lugar apropiado.

Hasta que, al bordear la cima de la colina occidental, donde se alzaba el templo de Diana, Julius vio uno de los hornos para cocer ladrillos. Junto a él había una pila de desperdicios, potes de cerámica y otros objetos desechados que al parecer llevaban mucho tiempo allí. Tras cerciorarse de que no había gente por los alrededores, Julius se había acercado a la pila, había ocultado la bolsa entre las basuras y se había alejado deprisa. Nadie lo había visto. Estaba seguro. Luego se había ido a su casa.

Sin embargo, no se sentía seguro de sí mismo. Y al apartar la vista del risueño rostro de su padre para contemplar la hosca expresión de su madre, supo el motivo.

Si Rufus era un hombre alegre y rubicundo aficionado a cantar, su mujer era todo lo contrario. Llevaba el pelo, que en ese momento no era ni rubio ni canoso, recogido en un apretado moño. Tenía los ojos grises y apagados. Su rostro, inmutable desde la infancia, estaba flemáticamente pálido, como una torta antes de hornearla. Era una mujer bondadosa, y Julius sabía que amaba a su familia, pero hablaba muy poco, y cuando su marido contaba un chiste, en lugar de reírse se limitaba a mirarlo fijamente. Julius tenía a veces la impresión de que su madre llevaba a cuestas, como un deber tedioso pero habitual, un recuerdo muy triste.

Los recuerdos celtas eran muchos. Sólo habían transcurrido dos siglos desde que Boadicea, la reina tribal, se había sublevado contra los romanos conquistadores, y la familia de la madre de Julius pertenecía a la tribu de Boadicea. «Mi abuelo nació durante el reinado del emperador Adriano, quien construyó la muralla —solía decir su madre—, y su abuelo nació en el año de la gran revuelta. Perdió a su padre y a su madre». Ella todavía tenía unos primos lejanos en un remoto lugar de la campiña que eran agricultores al igual que sus antepasados celtas y no hablaban una palabra de latín. No pasaba un día sin que les hiciera alguna espantosa advertencia.

«Esos romanos son todos iguales. Al fin te cogen». Había sido como una letanía durante toda su infancia.

Clic. Un sonido seco procedente del tablero de damas interrumpió las reflexiones de Julius. Una serie de clics seguidos de un sonoro bang.

—Te he aniquilado. —El rubicundo semblante de su padre sonreía satisfecho—. ¿Soñando con mujeres? —preguntó, y comenzó a recoger las fichas—. Es hora de acudir al templo —añadió con más seriedad, antes de dirigirse a su habitación para prepararse.

Julius esperó. El encuentro con los amigos de su padre en el templo esa noche era importante. Muy importante. Debía tratar de olvidar lo ocurrido ese día y prepararse para causarles una buena impresión. «Demuéstrales que eres un joven serio dispuesto a aprender. Es lo único que has de hacer», le había aconsejado su padre.

Julius trató de concentrarse, pero era difícil. Había tomado todas las precauciones posibles, y, no obstante, todavía había algo que no dejaba de preocuparle.

La bolsa. Durante toda la tarde había estado allí, en el fondo de su mente, atormentándolo en silencio. Al principio, temeroso de que los soldados se presentaran en su casa, Julius se había alegrado de haber ocultado la bolsa en un lugar donde nadie pudiera relacionarla con él. Pero en ese momento suponía que en el cuartel, como en el resto de la ciudad, los soldados se estarían preparando para asistir a los juegos, y comprendió que no se presentarían. Aquella noche, al menos, estaba a salvo.

Con lo cual el problema se reducía a la bolsa. Por supuesto, estaba bien oculta. Pero ¿y si pasaba algún mentecato por aquel lugar y decidía recoger la basura? ¿Y si alguien descubría las monedas y las robaba? Ante los ojos de Julius apareció la imagen de la valiosa bolsa en la oscuridad de la noche bajo un montón de basura.

Y entonces, de repente, tomó una decisión. Salió sigilosamente de su casa y caminó deprisa por las calles hasta los hornos. No estaban lejos. Había bastante gente, pero la pila de basura estaba en sombras. Durante un momento Julius no pudo encontrar la bolsa, pero al fin dio con ella. Sujetándola firmemente debajo de su capa, regresó rápidamente a casa. Entró sin hacer ruido y se dirigió a su habitación. Las dos mujeres, que estaban en la cocina, no repararon en él. Julius metió la bolsa debajo de la cama, donde ya había dos cajas que contenían sus pertenencias. Allí estaría segura hasta la mañana siguiente. Poco después, Julius se hallaba junto a la puerta esperando a su padre, dispuesto para salir.

La noche era clara y el cielo estaba lleno de estrellas cuando Julius y su padre atravesaron la ciudad para acudir a la reunión. La casa de la familia estaba situada cerca de la puerta inferior de la muralla occidental, de modo que tomaron la gran calzada que nacía en la puerta, cruzaba la ladera de la colina occidental y bajaba por la pendiente hasta llegar al arroyo que corría entre ambas colinas.

No era frecuente que Julius viera nervioso a su padre, pero por una vez presintió que lo estaba.

—No te preocupes —murmuró Rufus, más para sí mismo que para su hijo—. Sé que no me decepcionarás. —Luego, al cabo de un momento—: Por supuesto, no se trata de una reunión cerrada, si no, no podrías asistir. —Y finalmente, estrujando el brazo de su hijo con fuerza—: Quédate sentado y no hables. Limítate a observar.

Habían llegado al arroyo. Cruzaron el puente. Ante ellos se alzaba el palacio del gobernador. Su destino se encontraba en una calle a la izquierda.

Por fin lo distinguieron delante de ellos, en la penumbra: un oscuro y solitario edificio, con el portal iluminado a ambos lados por unas antorchas. Julius oyó que su padre emitía un silbido de satisfacción.

Aunque era un hombre de temperamento desapasionado, había dos cosas de las que el padre de Julius se sentía inmensamente orgulloso. La primera era el hecho de ser un ciudadano romano.

Civus romanus sum: soy un ciudadano romano. Durante las primeras décadas de gobierno romano, pocos nativos de la provincia insular habían conseguido el honor de ser nombrados ciudadanos de pleno derecho. Poco a poco, sin embargo, las restricciones se fueron reduciendo y el abuelo de Rufus, aunque sólo era un celta provinciano, consiguió, por haber servido en un regimiento auxiliar, la ansiada posición social. Se había casado con una italiana, de modo que Rufus también podía jactarse de que en su familia había sangre romana. Cuando Rufus era un niño, el emperador Caracalla había abierto las puertas y permitido que prácticamente todos los ciudadanos del Imperio accedieran a la ciudadanía romana, de modo que nada había que diferenciara a Rufus de los modestos comerciantes y tenderos entre los que vivía. No obstante, se enorgullecía de decir a su hijo: «Mira, nosotros éramos ciudadanos romanos antes de eso».

Pero el segundo y mucho mayor motivo de satisfacción se hallaba en el portal con las parpadeantes antorchas.

Rufus era miembro de la cofradía del templo.

De todos los templos que había en Londinium, aunque muchos eran más grandes, ninguno era más poderoso que el templo de Mitra. Estaba situado entre las dos colinas, en la orilla oriental del pequeño arroyo, a unos cien metros de las inmediaciones del palacio del gobernador. Construido recientemente, era un edificio pequeño y sólido, de planta rectangular y sólo cincuenta metros de longitud. Se entraba por el lado este; en el oeste había un pequeño ábside que contenía el santuario. En esto se parecía a las iglesias cristianas, que por aquel entonces también tenían los altares en el lado oeste.

Siempre había habido muchas religiones en el Imperio, pero durante los dos últimos siglos los misteriosos cultos y religiones de Oriente se habían hecho muy populares, en especial dos: la religión del cristianismo y el culto a Mitra.

Mitra, el que mató al toro. El dios persa de luz celestial; el guerrero cósmico defensor de la pureza y la honestidad. Julius conocía todos los pormenores del culto. Mitra luchaba para que resplandeciera la verdad y la justicia en un universo donde, en común con muchas religiones orientales, el bien y el mal estaban equiparados y enzarzados en una guerra eterna. La sangre del toro legendario que Mitra había matado había otorgado vida y prosperidad a la Tierra. El cumpleaños de ese dios oriental se celebraba el 25 de diciembre.

Era un culto misterioso, pues los ritos de iniciación estaban envueltos en el secreto, pero era también decididamente tradicional. Sus adeptos llevaban a cabo pequeños sacrificios de sangre en el templo, siguiendo la consagrada manera romana. También estaban obligados por el antiguo código de honor estoico a mantenerse puros, honestos y valientes. No todo el mundo podía convertirse en miembro de la cofradía del templo. Los oficiales del ejército y los comerciantes, entre los cuales el culto gozaba de gran popularidad, mantenían su exclusividad. Sólo sesenta o setenta personas podían entrar en el templo de Londinium. Rufus tenía sobrados motivos para sentirse orgulloso de ser miembro de la cofradía del templo.

En comparación, los cristianos, aunque se expandían rápidamente, eran un grupo muy distinto. Julius conocía a algunos que trabajaban en los muelles, pero, al igual que muchos romanos, todavía pensaba que eran alguna clase de secta judía. De todos modos, sea cual fuere su naturaleza precisa, el cristianismo, con su insistencia en la humildad y la esperanza de una vida futura más feliz, evidentemente era una religión para esclavos y gente pobre.

Julius nunca había pisado el templo; incluso su presencia en el templo aquella noche, se dio cuenta, era una especie de prueba preliminar. Cuando llegaron a la puerta, bajaron tres escalones y entraron, Julius confió en que le dejaran pasar.

El templo consistía en una nave central flanqueada por pilares, detrás de los cuales había naves laterales. La nave central, de casi quince metros de longitud, sólo medía cuatro de anchura y tenía el suelo de madera; las naves laterales estaban ocupadas por bancos de madera. Les indicaron que se sentaran en uno de los del fondo, Julius miraba alrededor con curiosidad.

Las antorchas arrojaban una luz incierta; el interior del templo estaba en penumbra. Mientras otros hombres entraban y se dirigían a sus respectivos bancos, Julius comprendió que lo observaban con curiosidad, aunque no acertaba a distinguir los rostros de todos los que pasaban junto a él. En el otro extremo, delante del pequeño ábside entre dos columnas, había una estatua de Mitra; su pétreo rostro, como el de un Apolo de rasgos muy marcados, tenía los ojos alzados hacia el cielo y un gorro frigio en la cabeza. Frente a la estatua se alzaba un modesto altar de piedra sobre el que llevaban a cabo los sacrificios, en cuya parte superior tenía una depresión para recibir la sangre.

Poco a poco, el templo se llenó. Después de que hubiera llegado el último miembro de la cofradía, cerraron las puertas y las atrancaron. Luego, todos permanecieron sentados en silencio. Transcurrió un minuto, y luego otro. Julius se preguntó qué iba a ocurrir. Al fin, una lámpara parpadeó en el extremo opuesto del templo y, con un débil susurro, de entre las sombras de las naves laterales surgieron dos figuras muy extrañas.

Ambas llevaban unos tocados que ocultaban sus rostros por completo. La primera ostentaba una cabeza de león con una melena que le rozaba los hombros. La segunda resultaba aún más siniestra y, al contemplarla, Julius sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

El segundo individuo era más alto. Lo que lucía era más que un tocado, pues le llegaba casi a las rodillas. Hecho de cientos de plumas de gran tamaño que crujían levemente, presentaba la forma de una inmensa ave negra con las alas plegadas y un pico enorme. Era el Cuervo.

—¿Es un sacerdote? —preguntó Julius en voz baja a su padre.

—No. Es uno de los nuestros. Pero esta noche dirigirá la ceremonia.

El Cuervo comenzó a descender por la nave central, entre los bancos. Caminaba lentamente, su enorme cola rozando las rodillas de los hombres sentados en los bancos. Cada pocos pasos, se detenía y formulaba una pregunta a uno de los miembros, en lo que evidentemente era alguna clase de ritual.

—¿Quién es el amo de la luz?

—Mitra.

—¿A quién pertenece la sangre que enriquece la Tierra?

—Al toro que mató Mitra.

—¿Cómo te llamas?

—Sirviente.

—¿Eres uno de los nuestros?

—Hasta más allá de la muerte.

Mientras el Cuervo descendía por la nave central y volvía a subir, Julius tuvo la sensación de que aquellos ojos saltones situados encima del pico lo observaban con insistencia. De golpe temió que el Cuervo le formulara una pregunta, a la que, por supuesto, no hubiera sabido responder. El joven lanzó un suspiro de alivio cuando, tras dirigirle una mirada de despedida, el Cuervo regresó de nuevo al santuario.

Julius no se sintió en absoluto mejor cuando su padre, inclinándose para poder hablarle directamente al oído, murmuró:

—Éste es uno de los hombres que conocerás esta noche.

El resto de la ceremonia no duró mucho. El Cuervo pronunció unas invocaciones, el León hizo unos breves anuncios referentes a los miembros y la ceremonia dio paso a una reunión informal, mientras en la nave se reunían pequeños grupos.

Julius y su padre permanecieron en el fondo del templo. Alrededor de ellos, según pudo observar Julius, había otros miembros relativamente modestos, los cuales, al igual que su padre, se sentían orgullosos de estar allí, pero también distinguió a varios ciudadanos importantes e influyentes.

—La cofradía puede resolver prácticamente cualquier cosa en esta ciudad —comentó Rufus con orgullo.

Julius y su padre siguieron esperando tranquilamente con quienes estaban cerca de ellos. Al cabo de unos minutos, Julius notó que su padre le daba un codazo.

—Aquí viene —murmuró Rufus—. Descuida, lo harás muy bien —añadió nervioso.

Julius dirigió la vista hacia el extremo oeste del templo.

El hombre que había hecho de Cuervo era un individuo alto y corpulento. Se había quitado el disfraz y bajaba por la nave central, saludaba a los miembros de la cofradía inclinando la cabeza con un aire de amable autoridad. En la suave luz, Julius observó que tenía el pelo canoso, pero tan sólo cuando el desconocido estuvo más cerca Julius vio, horrorizado, la cicatriz que le recorría la mejilla.

El centurión clavó los ojos en Julius y lo observó con frialdad. Julius notó que palidecía. No le sorprendió que el Cuervo lo hubiera estado observando tan atentamente durante la ceremonia. «Me ha reconocido —pensó—, estoy perdido». Apenas se atrevió a alzar la mirada cuando su padre, emitiendo una risita nerviosa, le presentó al centurión.

Al principio Julius no oyó nada. Sólo era consciente de los ojos del centurión clavados en él. Al cabo de un momento se dio cuenta de que el soldado le decía algo. Se refería al comercio fluvial, a la necesidad de que un joven listo y diligente se encargara de transportar objetos de cerámica desde el interior de la isla hasta el puerto. La paga sería buena y, además, era una ocasión para comerciar por cuenta propia. ¿Era posible que el centurión no lo hubiera reconocido? Julius alzó la vista.

Entonces Julius advirtió que había algo extraño en el centurión, aunque no habría sabido decir qué era. Mientras el corpulento individuo lo contemplaba fijamente, Julius notó que detrás de aquellos ojos de mirada dura había algo más, algo oculto.

Desde luego, nada tenía de particular que un hombre como él tuviera negocios. Los legionarios estaban bien pagados y sin duda el centurión pretendía convertirse en un importante comerciante, o un terrateniente, cuando se jubilara. Sus obligaciones en la capital eran principalmente ceremoniales, junto con algunas pequeñas tareas policiales. Disponía de tiempo suficiente para dedicarse a hacer inversiones. Sin embargo, mientras el centurión seguía hablando, Julius se reafirmó en su primera impresión: el centurión ocultaba algo. Tenía un secreto. Quizás el secreto se refería a la cofradía de Mitra; o quizás a otra cosa. Julius sólo podía preguntarse cuál era.

Tratando de dominar su nerviosismo, Julius respondió a las preguntas del centurión. Trató de causarle una impresión favorable, aunque se sentía incómodo. Era imposible adivinar qué opinaba el centurión de él. Por fin, éste se volvió hacia el padre de Julius.

—Creo que servirá —observó sonriendo al anciano—. Confío en que lo traiga de nuevo a la cofradía.

Rufus se sonrojó lleno de orgullo.

—Por lo que se refiere al asunto del río, conforme. Pero tendrá que trabajar con mi agente. —El centurión miró alrededor, irritado—. ¿Dónde se ha metido? Ahí está —dijo, sonriendo de nuevo—. No os mováis. Lo traeré para presentároslo.

Tras estas palabras se dirigió hacia un grupo que estaba en un rincón escasamente iluminado.

Rufus miró complacido a su hijo.

—Te felicito, muchacho. Te ha aceptado —dijo en voz baja. Rufus tenía la impresión de que esa noche todos sus deseos se hacían realidad.

Por lo tanto, se sintió algo extrañado y no menos confundido al observar que el rostro de Julius, lejos de expresar alegría, reflejaba una mezcla de estupor y espanto. ¿Qué podría ocurrirle?

Cuando el centurión se dirigió de nuevo hacia ellos, Julius echó una ojeada al agente. Y si bien durante un momento se dijo que era imposible, al contemplarlo de cerca no tuvo la menor duda. Delante de él, bajo la tenue luz del templo, su azulado rostro animado por una afable sonrisa, estaba el marino.

Una luna en cuarto creciente había salido mientras padre e hijo regresaban a casa por las calles de la ciudad. Rufus estaba de un humor excelente. Nada era mejor, se dijo, que el orgullo de un padre. Hacía tiempo que había abandonado toda esperanza respecto a su hija, pero en ese momento, con su hijo, sentía que había hecho una buena labor.

El centurión había contratado al muchacho. El marino había comentado que le caía bien.

—Puedes hacerte rico —dijo Rufus a su hijo, y supuso que no había ningún mal en que Julius se mostrara tan meditabundo.

De hecho, Julius estaba desconcertado. El centurión no le había reconocido, por lo que daba las gracias a los dioses. Pero ¿y el marino? Julius tenía la impresión de que acababa de regresar, pero no se había atrevido a preguntárselo. ¿Había pasado ya por su casa? ¿Había visto la carta? ¿Debía advertir a Martina y pedirle que la destruyera? Pensó que era demasiado tarde. El marino probablemente estaba a punto a llegar a casa.

En cuanto a su relación, aunque el marino permaneciera en la inopia, ¿cómo podía Julius mantener una relación con la esposa del hombre del cual dependía su carrera profesional? La idea era absurda.

Sin embargo… Julius pensó en aquel cuerpo, en aquel rítmico caminar. Siguió dándole vueltas al asunto mientras andaba.

Cuando llegaron, la casa estaba a oscuras. Su madre y su hermana se habían acostado. Su padre le dio las buenas noches afectuosamente y se retiró a su habitación. Julius permaneció sentado un buen rato, reflexionando sobre los acontecimientos del día, pero no logró llegar a una conclusión. Al darse cuenta de que estaba cansado, decidió acostarse también.

Llevando una pequeña lámpara de aceite, se dirigió a su habitación y se sentó en la cama. Se quitó la ropa. Antes de acostarse, mientras bostezaba, metió la mano debajo de la cama para cerciorarse de que la preciada bolsa seguía allí. Luego frunció el entrecejo.

Vagamente irritado, Julius se levantó y se arrodilló en el suelo. Metió de nuevo la mano debajo de la cama y apartó las cajas que contenían sus pertenencias. Acto seguido depositó la lámpara en el suelo y miró asombrado debajo de la cama.

La bolsa había desaparecido.

La figura avanzó sigilosamente en la oscuridad. Había unas pocas luces allí, en la orilla meridional del río. Tras cruzar el puente de madera, la figura continuó hacia el sur, pasó por delante de la enorme taberna para viajeros que llegaban a la ciudad y los baños y entró en un sendero a la derecha. A diferencia de las calles de Londinium, al otro lado del río, allí sólo la calle principal estaba empedrada. Por lo tanto, al caminar sobre la tierra, sus pies, enfundados en unas sandalias, no hacían ruido. Llevaba la cabeza cubierta con la capucha de su capa.

Cuando llegó a la casita se detuvo. Los muros encalados relucían bajo la pálida luz de la luna. Sabía que la puerta estaba atrancada y los postigos de las ventanas cerrados. Detrás de la casa había un patio, y en él entró.

El perro salió como una flecha de su caseta y se puso a ladrar, pero al reconocer a su amo se tranquilizó. El hombre y el perro esperaron un rato en las sombras para cerciorarse de que nadie se había despertado. Luego, la figura encapuchada se subió en una barrica de agua y, con sorprendente agilidad, se encaramó sobre la tapia que rodeaba el patio hasta el ángulo de la casa. La luz oblicua de la luna dibujaba unas líneas junto a las ondulaciones de las tejas de terracota que cubrían el techo y creaba un extraño dibujo geométrico mientras la figura encapuchada caminaba hábilmente a lo largo de la tapia hacia el espacio cuadrado y oscuro de una ventana cuyos postigos estaban abiertos.

El marino entró en su casa sigilosamente y se dirigió a la puerta de la habitación donde dormía Martina.

Hacía un mes que sospechaba. No habría sabido decir por qué: tal vez debido a cierto cambio que había observado en su joven esposa; una expresión preocupada; una leve reticencia cuando hacían el amor. No era gran cosa. Otro hombre quizá no le habría dado importancia. Pero la madre del marino era griega y le había inculcado, desde niño, un feroz y orgulloso sentido de la posesión que se hallaba bajo la superficie de todas sus relaciones tanto con hombres como con mujeres. «En alta mar es un hombre muy paciente —decían quienes habían navegado con él—, pero si alguien lo traiciona, necesita sangre».

El marino no creía que su esposa le hubiese sido infiel. Al menos de momento. Pero estaba decidido a asegurarse, de modo que empleó el truco más viejo de los hombres casados y fingió estar ausente.

Con cautela, el marino abrió la puerta del dormitorio.

Su mujer estaba sola. La tenue luz de la luna iluminaba la cama. Uno de sus pechos estaba descubierto. El marino la miró y sonrió. Muy bien. No lo estaba traicionando. Observó su respiración suave y rítmica. En la habitación no había el menor indicio de la presencia de otro hombre. Todo estaba en orden. Sigiloso como un gato, el corpulento marino recorrió la habitación sin apartar la vista de su esposa. Pensó en darle una grata sorpresa y meterse en la cama con ella. O bien marcharse y pasar otra noche fuera de casa observándola. Mientras dudaba entre estas dos opciones, vio un pergamino en una mesita cerca de la cama. El marino lo cogió y se acercó a la ventana.

La luz de la luna en cuarto creciente era suficiente para leer la carta que Julius le había enviado. La firma no le proporcionaba pista alguna para identificar al remitente, pero no importaba, pues la nota indicaba un lugar y una hora. Con mucho cuidado puso de nuevo la carta en su lugar y salió de la casa.

Por una vez, la madre de Julius había actuado con admirable presteza.

La muchacha obesa no había visto a los soldados. Cuando éstos aparecieron estaba dormida y al despertarse y no encontrar a nadie en el taller, se había ido a su casa, adonde llegó más tarde de lo habitual. Fue este retraso, junto con el extraño comportamiento de Julius, lo que había despertado sus sospechas. Tras dar un par de bofetadas de propina a su hija, ésta había confesado que los dos hombres la habían enviado a vigilar la calle por si aparecían soldados. Entonces la mujer estuvo segura de sus sospechas.

—Ese Sextus ha metido a mi hijo en un lío —murmuró.

Tan pronto como Julius y su padre habían salido de casa, la mujer había registrado la habitación de su hijo. No había tardado ni dos minutos en encontrar la bolsa, y tras contemplar su terrorífico contenido, se había sentado en la cama sumida en una gran conmoción.

—Tenemos que deshacernos de estas cosas —declaró al cabo de un momento.

Pero ¿cómo?

Por una vez, la mujer se alegró de que su hija fuera obesa.

—Métete esto debajo de la ropa —le ordenó. Luego, tras ponerse la capa, ella y la muchacha se marcharon.

Al principio pensó en arrojar la bolsa al río, pero no era tan fácil. Siempre había gente deambulando por el muelle. Así pues, condujo a su hija por la avenida principal de la ciudad hasta llegar a la cercana puerta de la parte occidental de la muralla. Al anochecer cerraban todas las puertas de la ciudad, pero en las templadas noches estivales no aplicaban esa norma a rajatabla. Los jóvenes solían ir a dar un paseo, de modo que nadie reparó en la muchacha obesa y su madre mientras caminaban. Al cabo de unos minutos, sin embargo, se detuvieron. La carretera se extendía a lo largo de un puente hasta el santuario donde moraba la diosa del agua, pero era un lugar al que acudían con frecuencia las parejas de enamorados. A cada lado de la carretera, como en todas las puertas de la ciudad, había un cementerio.

—Dame la bolsa y vuelve a casa —le ordenó su madre—. No digas una palabra de esto a nadie, y mucho menos a Julius. ¿Entendido?

Cuando la muchacha se hubo alejado, la mujer entró en el cementerio y buscó una tumba que estuviera abierta, pero no encontró ninguna. Entonces atravesó el cementerio y salió por el otro extremo, pasó la puerta occidental superior y continuó por un camino paralelo a la muralla de la ciudad.

Era un lugar tranquilo. La muralla, con sus horizontales franjas de ladrillos, ofrecía un aspecto un tanto fantasmagórico. Más abajo, a unos cinco metros de la muralla, había un foso que arrojaba una sombra ancha sobre el suelo, semejante a una cinta negra. En lo alto de la muralla no había centinelas; nadie la vigilaba. La mujer avanzó lentamente, pasó por la esquina de la ciudad y bordeó la larga fachada norte de la muralla. Pasó junto a una puerta que estaba cerrada, y prosiguió su camino. A unos seiscientos metros, vio lo que buscaba.

El arroyo que descendía entre las dos colinas de la ciudad se dividía en su parte superior en varios tributarios. En tres o cuatro puntos esos riachuelos pasaban bajo la muralla norte de la ciudad, a través de unos ingeniosos túneles con rejas en la entrada. Durante un momento la madre de Julius pensó en arrojar la bolsa a uno de esos riachuelos, hasta que recordó que limpiaban las rejas y los túneles periódicamente. Pero a escasos pasos de uno de los túneles, la mujer observó que alguien había vaciado un montón de basura en el foso que se extendía junto al exterior de la muralla. A diferencia de los riachuelos, el foso solía estar siempre lleno de desperdicios. La madre de Julius jamás había visto que alguien lo limpiara.

Se detuvo unos minutos para mirar alrededor. Tras haberse asegurado de que nadie la observaba, arrojó la bolsa al foso y la oyó caer entre las basuras del fondo.

Prosiguió su camino como si nada hubiera ocurrido. Al llegar a la puerta principal del norte comprobó que estaba abierta y entró sin ser vista en la ciudad.

Julius contempló la inmensa extensión de la muralla de la ciudad. Dejó caer los brazos en un gesto de impotencia y meneó la cabeza. Era inútil seguir buscando. Por encima de la muralla, al otro lado de la colina occidental, podía ver el curvado piso superior del anfiteatro. La mañana era clara: no había brisa ni nubes en el cielo azul claro. Aquel día haría un calor sofocante en el inmenso recinto del anfiteatro.

¿Dónde estaba el dinero? Julius había salido de su casa al amanecer y seguía sin tener la menor idea de qué había hecho su madre con él.

¿Había mentido la muchacha obesa? No lo creía. Cuando la noche anterior se había acercado de puntillas a su cama, le había tapado la boca con una mano y le había puesto un cuchillo en la garganta, la muchacha, aterrorizada, le había confesado que su madre había arrojado la bolsa en algún lugar fuera de la muralla occidental. Pero después de registrar la zona durante tres horas no había encontrado ni rastro de la bolsa. Había salido por la puerta occidental. Había recorrido todos los lugares que se le habían ocurrido antes de regresar. La ciudad empezaba a despertarse. Poco más tarde la gente empezaría a dirigirse al anfiteatro. Y Julius estaba sin un céntimo.

¿Qué iba a decirle a Sextus? Aunque había planeado encontrarse con él de camino a los juegos, no estaba seguro de querer verlo en esos momentos. ¿Le creería Sextus? ¿O supondría que Julius había sustraído el dinero y le había estafado? Era difícil asegurarlo. A Julius tampoco le apetecía regresar a su casa y encararse con su madre.

—Será mejor que me esfume hasta esta noche, después de los juegos —murmuró Julius. Confiaba en que para entonces todo el mundo estaría de mejor humor.

Pero persistía el problema de la muchacha. Julius suspiró. Le había prometido un regalo y no tenía dinero. ¿Qué podía hacer? Nada. De todos modos, se dijo, el asunto era demasiado arriesgado.

—De cualquier forma, lo más probable es que ella no acuda al puente —murmuró.

La situación lo deprimía, y como en esos momentos no tenía otra cosa mejor que hacer, se sentó en una piedra junto a la carretera para rumiar.

Transcurrieron varios minutos. Una o dos veces masculló:

—Estoy completamente arruinado. Será mejor que me olvide del asunto.

Pero de algún modo esas frases no acababan de satisfacerlo. Poco a poco, en su mente empezó a adquirir forma y a desarrollarse otro pensamiento.

¿Y si ella acudía a la cita en el puente? Era muy posible que hubiera escondido la carta. Seguramente el marino nada sospechaba. ¿Y si se arriesgaba a acudir al puente y él no estaba allí? Sin duda se llevaría una gran decepción.

Julius meneó de nuevo la cabeza. Lo sabía muy bien.

—Si no logro conquistarla yo, lo hará otro —murmuró. Probablemente Sextus.

Julius pensó en el cuerpo de la joven. La deseaba ardientemente. Mientras la imaginaba sola junto al puente, la situación apareció de golpe envuelta en una luz más cálida. Julius notó que su corazón se había acelerado.

Como todo púgil del puerto sabía de sobra, Julius no era de los que permanecían tumbados en el suelo cuando lo derribaban. Puede que no fuera prudente, puede que no tuviera el menor sentido, pero su optimismo afloró de nuevo con la naturalidad con que los capullos aparecen en primavera.

Al cabo de unos instantes, Julius reaccionó. Unos minutos más tarde asintió con la cabeza mientras esbozaba una leve sonrisa. Al poco sonrió de oreja a oreja y se levantó.

Luego se dirigió hacia la puerta.

Martina se levantó temprano esa mañana. Ordenó la habitación, se cepilló el pelo, se lavó y se perfumó meticulosamente. Luego, antes de vestirse, examinó su cuerpo. Se palpó los pechos, que eran menudos y suaves; deslizó las manos por sus piernas firmes y bien torneadas. Satisfecha, empezó a vestirse. Se calzó unas sandalias nuevas, pues la experiencia le había enseñado que el cuero emitía un ligero olor que, combinado con los aromas naturales de su cuerpo, atraía a los hombres. Prendió en cada hombro un pequeño broche de bronce y, al hacerlo, notó en su interior un leve cosquilleo que le indicó —ella había tenido alguna duda al respecto— que aquel día haría el amor con el joven Julius.

Por último, después de envolver unas tortitas en un pañuelo para comerlas durante la mañana, salió de la casa y se dirigió con sus vecinos hacia el puente para asistir a los juegos que iban a celebrarse en el anfiteatro.

Era consciente de que caminaba con una ligereza que no había experimentado durante mucho tiempo.

Se le antojaba extraño tener la ciudad para él solo. A media mañana daba la impresión de que toda la población había ido a presenciar los juegos. De vez en cuando Julius percibía un gran rugido que brotaba del anfiteatro, pero el resto del tiempo las calles adoquinadas estaban tan silenciosas que hasta podía oír el canto de los pájaros. Más animado, había bajado por unas callejuelas, gozando del agradable aroma a pan recién horneado que salía de una panadería, o los suculentos olores que brotaban de una cocina cercana. Paseó por unas amplias avenidas pavimentadas y pasó por delante de las hermosas casas de los ricos. Algunas de ellas tenían su propia casa de baños particular; muchas estaban rodeadas por unos recintos tapiados que encerraban unos jardincitos donde crecían cerezos, manzanos y moreras.

Había estado buscando por todas partes. Iba a reunirse con la muchacha al mediodía y le había prometido un regalo. No quería presentarse con las manos vacías.

De modo que iba a robarlo.

Sin duda se le presentaría alguna oportunidad. Casi toda la población se encontraba en el anfiteatro. No le llevaría más de un momento entrar en una casa desierta y coger algún objeto que complaciera a Martina. A Julius no le gustaba robar, pero en ese momento parecía la única manera.

Sin embargo, resultó más complicado de lo que había supuesto. Había entrado en algunas casas modestas, pero nada había encontrado que le gustara. Las casas de los ricos parecían estar todas ocupadas por sirvientes mayores o unos feroces perros guardianes que le habían puesto en fuga.

Un tanto desalentado, Julius decidió acercarse al muelle. En primer lugar recorrió el lado occidental, pero no tuvo suerte. Luego cruzó el puente y se paseó por el lado este, pero todos los almacenes del muelle estaban cerrados. Entonces pasó por un pequeño mercado de pescado cuyos puestos permanecían desiertos desde el amanecer. Al cabo de un rato Julius vio un edificio más grande, ante el cual se detuvo.

Era el almacén imperial. A diferencia de los otros, era un sólido edificio de piedra, custodiado día y noche por soldados. Todas las provisiones destinadas al gobernador, la guarnición y la administración iban a parar a ese depósito oficial. A veces se trataba de unas mercancías muy valiosas. Tres días antes, Julius había ayudado a descargar la mercancía de un barco que contenía varias cajas llenas de monedas de oro y plata —la paga de las tropas—, todas ellas cerradas y selladas por las autoridades. El peso de cada caja era asombroso y los hombres habían tenido muchos problemas para trasladarlas al muelle. Para Julius, que era perfectamente consciente del valor de ese cargamento, había sido un vívido recordatorio del poder y la riqueza del Estado. Puede que el Imperio diera a veces la impresión de estar a punto de caer en el caos, pero el profundo e inmenso poder de la ciudad eterna y sus dominios seguía siendo impresionante. Julius sonrió. «Si pudiera pasar unos minutos en este lugar —pensó—, mis problemas económicos quedarían resueltos». Pero después de lograr escapar de los legionarios el día anterior, todo lo que oliera a autoridad lo ponía nervioso y no le apetecía pasar por delante del almacén.

Al dar media vuelta para dirigirse por la amplia calzada hacia el foro, Julius empezó a pensar que tendría que prescindir del regalo después de todo. Al llegar a la calzada inferior, se le ocurrió doblar a la izquierda y dirigirse al palacio del gobernador, donde un centinela custodiaba la entrada. La calle estaba desierta.

Allí se le ocurrió una idea. Era tan simple, tan temeraria, que era una locura. Sin embargo, mientras Julius le daba vueltas, le pareció que no sólo podía funcionar, sino que era completamente lógica.

—Lo importante es calcular bien el tiempo —murmuró para darse ánimos.

A diferencia de las casas particulares que había investigado, el palacio del gobernador era un edificio público. Aparte del centinela apostado en la puerta, lo más seguro era que todo el personal del palacio hubiera ido a presenciar los juegos. «Y aunque me sorprendieran allí —pensó—, ya encontraría el medio de justificarme, diciendo que estaba esperando para presentar una solicitud al gobernador o algo por el estilo». La sencillez de su plan le hizo sonreír. A fin de cuentas, ¿a quién se le iba ocurrir robar al mismo gobernador? Julius se metió apresuradamente en un callejón para reflexionar un rato y explorar el terreno.

El lado del palacio que daba a la calle consistía en un muro de piedra arenisca, en el centro del cual había un gran portal que conducía a un amplio patio. Frente al portal, sobre una peana de mármol, había una piedra alta y estrecha, casi de la altura de un hombre. Ésta constituía el marcador central desde el cual todas las piedras miliarias del sur de Britania tomaban sus distancias.

Al centinela parecía gustarle permanecer de pie ante la piedra, apoyando disimuladamente la espalda contra ella, pero de vez en cuando desfilaba por la calle desierta, daba media vuelta y regresaba a su lugar.

Julius lo observó con atención. El hombre daba veinticinco pasos en una dirección y luego, tras una pausa, otros veinticinco en la otra. Para asegurarse, Julius lo observó de nuevo y luego una tercera vez. Siempre era lo mismo. Julius calculó con gran minuciosidad sus movimientos, pues apenas tendría tiempo.

Cuando el centinela inició su siguiente paseo por la calle, de espaldas a él, Julius salió apresuradamente y, procurando mantener la piedra entre él y el centinela para que éste no lo viera, echó a correr rápida y silenciosamente y se coló entre las sombras del portal unos segundos antes de que el centinela se diera la vuelta.

Le llevó sólo un momento entrar en el patio. En el extremo más lejano, bajo un pórtico, estaba la puerta principal de la residencia. La habían dejado abierta, Julius entró con paso decidido y se encontró en otro mundo.

Quizá ninguna otra civilización ha inventado nunca unas residencias tan suntuosas para sus clases acomodadas como la villa o la finca urbana romanas. La mansión del gobernador era un espléndido ejemplo de esta última. El elevado y fresco atrio con su estanque imponía un tono de majestuoso reposo. El sofisticado sistema de calefacción por debajo del suelo —el hipocausto— mantenía la vivienda caliente en invierno. En verano, el interior de piedra y mármol resultaba fresco y aireado.

Como era frecuente en las mejores casas de Londinium, muchos de los suelos tenían hermosos mosaicos. Aquí aparecía representado Baco, el dios del vino; allá un león; unos delfines adornaban una sala, mientras que por todas partes había dibujos geométricos complejamente entrelazados.

Después de admirar el esplendor de los aposentos principales, Julius pasó rápidamente a las estancias más pequeñas. Éstas, aunque más íntimas, eran también muy hermosas. Por lo general los muros estaban pintados formando unos paneles de tonos ocres, rojos y verdes; los paneles inferiores estaban hábilmente pintados de manera que parecían mármol.

Julius sabía qué buscaba. Tenía que ser algo pequeño. Si veían a la mujer del marino luciendo una valiosa joya, esto daría pie a comentarios malintencionados y podía causar problemas. Julius quería regalarle un objeto modesto; algo lo suficientemente pequeño para que los ocupantes de la mansión creyeran que se había extraviado.

No tardó mucho en dar con lo que buscaba. En uno de los dormitorios halló, sobre una mesa, un espejo de bronce pulido, unos cepillos de plata y tres broches adornados con piedras preciosas. También vio un precioso collar de esmeraldas muy grandes sin tallar engastadas en una cadena de oro. Julius sabía que las esmeraldas procedían de Egipto. Cogió el collar y lo admiró. Durante unos momentos se sintió tentado de robarlo. Por supuesto, no podría vender las esmeraldas, pues eran demasiado espectaculares, pero podía fundir el oro. Luego dejó de nuevo el collar en la mesita. Le parecía una lástima destruir una pieza tan hermosa.

Junto al collar, sin embargo, estaba exactamente lo que necesitaba: una sencilla pulsera de oro sin marcas que la identificara. Debía de haber miles como ésa en Londinium. Eso le regalaría a Martina. Julius cogió la pulsera y salió deprisa.

La casa estaba todavía en silencio, el patio desierto. Julius avanzó pegado a la pared hacia el portal. Lo único que tenía que hacer era pasar por delante del centinela que montaba guardia en la calle. «Mientras no se le ocurra entrar ahora en el patio», suplicó y se introdujo en el portal.

Se asomó y vio la espalda del centinela apoyada contra la piedra. Al parecer, la calle estaba desierta. Julius esperó a que el centinela echara de nuevo a caminar, esa vez hacia la izquierda, hacia el arroyo. Luego, con la rapidez del rayo, salió del portal y dobló hacia la derecha.

Pero para mayor seguridad, a Julius se le ocurrió una maniobra muy astuta. Tras haber recorrido unos metros, en lugar de seguir avanzando, dio media vuelta y empezó a caminar en la dirección contraria, de cara al centinela que se alejaba. Cinco, diez pasos rápidos. Fue una idea brillante. Aquel día, por algún motivo, el centinela terminó su guardia temprano y se retiró. En ese momento Julius, en lugar de retroceder, avanzó y se cruzó como por casualidad con el centinela, de manera que daba la impresión de que se acercaba al portal por primera vez. El soldado lo miró sorprendido, preguntándose de dónde había salido, pero, como éste caminaba hacia él, no le dio mayor importancia y ambos se saludaron con una inclinación de cabeza.

Al cabo de unos minutos, Julius se dirigió hacia el puente con el regalo para Martina.

Julius se preguntaba si la joven acudiría a la cita.

Sextus bajó por la amplia calzada que conducía desde el foro hasta el puente. Fruncía el entrecejo, y el hecho de no haber encontrado a Julius en el anfiteatro no mejoraba su humor.

¿Le estaba evitando su joven amigo? La idea no se le hubiera ocurrido de no ser por un comentario que había oído la tarde anterior.

Cuando, después de irrumpir en la casa, los soldados se habían precipitado a la parte posterior en busca de cómplices, Sextus oyó que habían localizado a Julius, pero se alegró de que éste hubiera conseguido huir. Estaba claro que no habían podido verlo bien. Pero al cabo de unos minutos, Sextus oyó a dos soldados charlando mientras registraban su ropa de cama en la habitación contigua.

—Aquí no hay nada —gruñó uno de ellos—. Creo que se trataba de una broma. Alguien debe de tenerle manía a este individuo y escribió la carta.

—Pero ¿y el joven? ¿Era el que escapó?

—Puede. Y puede que no. Es muy joven. Pertenece a una familia respetable. Si hay un falsificador, es el carpintero.

El joven. Familia respetable. Sin duda se referían a Julius. El joven idiota debía de haberse delatado de un modo u otro. Sextus soltó una maldición.

«Si lo atrapan, confesará. Y entonces estoy perdido», se lamentó Sextus.

Aunque deseaba hacerlo, no se había atrevido a ir a casa de Julius esa noche por temor a que lo siguieran, pero suponía que a la mañana siguiente lo encontraría en el anfiteatro. De modo que al no aparecer su amigo, Sextus empezó a preocuparse seriamente. ¿Lo habían arrestado las autoridades? ¿Lo habían obligado a confesar? Por fin, cuando Sextus se dirigió furtivamente a casa de Julius, comprobó que estaba desierta. ¿Qué significaba eso? Sextus había regresado a su casa, por si Julius había ido allí, y lo buscó en el foro. Entonces, como último recurso, bajó al muelle.

De pronto, a menos de cien metros de distancia, Sextus vio a su joven amigo que se dirigía hacia el puente. Sextus apretó el paso. Julius estaba tan enfrascado en sus pensamientos que no reparó en Sextus hasta que lo alcanzó. Al volverse y ver a Sextus, su rostro se desencajó.

—¿Qué pasa? —preguntó Sextus receloso.

Julius dudó unos instantes antes de relatarle de mala gana pero sinceramente todo lo ocurrido.

Sextus no creyó una palabra. Le molestaba que lo tomaran por idiota. Esa historia era completamente inverosímil, mientras que algunas cosas eran muy claras. El joven lo estaba evitando. El dinero había desaparecido. Sólo cabían dos explicaciones: o Julius había sustraído el dinero, o había traicionado a su amigo, en cuyo caso las autoridades probablemente se habían quedado con la bolsa con los moldes para utilizarla como prueba en el tribunal. Sin duda Julius quedaría libre si declaraba contra Sextus.

Sextus escuchó las torpes explicaciones de Julius con la cara impertérrita. No dijo una palabra y dejó que Julius se justificara. Cuando éste terminó su relato, Sextus llegó a la conclusión de que su amigo no sabía mentir.

Sextus decidió abordar el asunto sin rodeos.

—¿Has confesado a los soldados?

—No. Claro que no.

Sextus reflexionó un momento. No tardaría en averiguarlo. Sacó un puñal del cinto y se lo mostró a Julius.

—Encuentra el dinero antes del anochecer —dijo sin perder la calma— o te mataré.

Luego dio media vuelta y se alejó.

Poco antes del mediodía, hicieron salir a un gladiador y a un oso. El gladiador era muy hábil con la red. Las apuestas eran dos a uno a que mataría al oso. Estaba previsto que el oso luchara aquella tarde con otro gladiador, un renombrado campeón, y para ese segundo combate las apuestas eran cinco a uno a que el oso moriría. Si uno apostaba a que el oso derrotaría a ambos contrincantes podía conseguir, en esos momentos, veinte a uno. En primer lugar exhibieron al oso alrededor de la arena. La muchedumbre estaba de buen humor. La tensión y la emoción sólo aumentaban cuando veían sangre.

Martina se levantó deprisa. Al otro lado de la arena, en el palco del gobernador y en unos asientos junto al mismo, distinguió a destacados prohombres de la ciudad ataviados con sus togas y a sus mujeres con sus vestidos largos de seda y el pelo recogido sobre la cabeza en un complicado peinado. Mientras se dirigía hacia la escalera, sintió un pequeño estremecimiento.

«Aunque ocupen los asientos preferentes del anfiteatro —pensó Martina— ninguno gozará como voy a gozar yo esta tarde».

Poco después abandonó el oscuro túnel de la escalera y salió a la soleada calle. Martina se dirigió hacia el foro. No se percató de que, a unos doscientos metros detrás de ella, el marino acababa de salir apresuradamente de un portal para seguirla.

Julius esperó. Estaba de pie junto a uno de los grandes pilares de madera que señalaban el extremo norte del puente. Era casi mediodía.

La entrevista con Sextus lo había dejado preocupado. Julius pensó que éste probablemente había dicho en serio lo de matarlo, pero ¿cómo iba a recuperar la bolsa? Tal vez si contaba a su madre lo de la amenaza ella accedería a revelarle dónde la había metido, aunque no estaba seguro. En cualquier caso, Julius comprendió que era inútil preocuparse en ese momento. Tenía otro asunto entre manos.

Un impresionante rugido llegó del anfiteatro situado sobre la colina a la izquierda; la nota ligeramente despectiva que contenía el sonido indicó a Julius que un animal estaba despedazando a un ser humano.

Julius contempló la amplia calzada que se extendía hacia el foro. Si la muchacha había decidido acudir, no tardaría en doblar la esquina. En ese momento la calle estaba desierta; al igual que el muelle. Julius sintió que su corazón latía con violencia.

—Si se presenta… —murmuró, pero no llegó a terminar la frase.

Si se presentaba, Julius estaba seguro de que la joven sería suya esa tarde. La perspectiva hizo que se pusiera a temblar de excitación. Sin embargo —y eso era lo más curioso—, a pesar de todas sus esperanzas, estaba un poco nervioso, casi deseando que no se presentara.

Transcurrieron varios minutos, pero no había rastro de Martina. Julius empezó a pensar que no acudiría, y que quizás era mejor que no lo hiciera, cuando de golpe le llamó la atención un pequeño movimiento en el muelle, a su derecha.

Nada importante, sólo unos soldados con un asno que tiraba de una carreta. Julius los miró distraídamente mientras se dirigían por el muelle hacia él. Supuso que la carreta debía de ser bastante pesada, pues vio al asno tropezar y detenerse. Pero quizás el animal se negara simplemente a seguir avanzando. Julius observó de nuevo la calle, pero no había rastro de Martina.

Los soldados y el asno estaban a unos doscientos metros de él. Había tres hombres: uno que conducía al asno, y dos que caminaban detrás de la carreta. Como Julius se encontraba detrás del pilar de madera, los soldados no lo vieron, pero cuando se aproximaron, Julius pudo distinguir sus rostros debajo de los cascos. Uno de ellos le resultaba familiar.

De pronto, con un sobresalto, lo reconoció. Uno de los soldados que caminaban detrás de la carreta era nada menos que el hombre que había conocido el día anterior. El centurión. Julius observó al corpulento individuo con curiosidad. ¿Por qué estaría el centurión escoltando una carreta tirada por un asno por las calles de la ciudad mientras se desarrollaban los juegos?, se preguntó Julius.

Una lona cubría la carreta. Una de sus esquinas se había soltado y Julius vio que asomaba la parte superior de un ánfora de vino. Evidentemente, por alguna razón, los soldados transportaban provisiones desde el almacén oficial hasta el fuerte. Sin duda esa noche iban a celebrar una fiesta en el cuartel. La carreta se dirigió hacia una callejuela que subía por la colina.

Julius pensó de nuevo en Martina. Sintió una oleada de deseo. ¿Dónde estaba?

Y entonces ocurrió algo. A primera vista no era importante. Cuando la carreta entraba en la callejuela, una rueda se hundió en un bache y un pequeño objeto de la carga cayó al suelo. Permaneció un momento en el polvo antes de que uno de los soldados se apresurara a recogerlo y ocultarlo debajo de la lona. No obstante, Julius observó dos cosas. El objeto relucía bajo el sol. Y el centurión miró rápidamente a derecha e izquierda para cerciorarse de que nadie había presenciado lo ocurrido. Su rostro mostraba una expresión que Julius reconoció de inmediato. Era una expresión de temor y culpabilidad. Pues el objeto que había caído de la carreta era una moneda de oro.

Oro. Podía haber sacos llenos de monedas de oro en esa carreta. No era de extrañar que el asno hubiera tropezado mientras tiraba de ella. Y ¿por qué transportarían clandestinamente esos soldados unos sacos de monedas de oro por una calle desierta y una estrecha callejuela? El pensamiento era tan absurdo que durante un momento Julius no pudo creerlo. Pero era la única explicación posible. Debían de estar robándolo.

Julius no se movió hasta que la carreta entró en la callejuela y la perdió de vista. La calle delante de él seguía desierta: no había rastro de la muchacha. De pronto Julius sintió frío; la cabeza le daba vueltas. Luego, muy silenciosamente, abandonó el puente y se dirigió hacia la callejuela.

Con mucha prudencia, Julius mantuvo las distancias. Durante unos minutos, yendo de una esquina a otra, siguió el zigzagueante itinerario de los soldados. No había duda: no querían ser vistos.

En varias ocasiones dudó en seguir adelante. Si los soldados estaban robando oro y lo veían siguiéndolos, sabía lo que ocurriría. Pero en su mente había empezado a formarse un plan. «Sin duda se proponen ocultar el oro en algún lugar», pensó. Si conseguía descubrir dónde, más tarde podría visitar el escondrijo. Uno solo de esos sacos haría que Sextus olvidara que había perdido la bolsa. Julius imaginó la expresión de alegría de su amigo. Entonces se le ocurrió una idea que le hizo sonreír. «Si tuviéramos monedas auténticas, no tendríamos que falsificarlas», se dijo, riendo para sus adentros. Con semejante riqueza podría comprarle a Martina lo que ésta quisiera.

La ruta de los soldados, más o menos paralela a la calzada principal, tras pasar por unas callejuelas laterales, los condujo por la cuesta de la colina oriental hacia el foro. Al cabo de unos momentos llegaron a la superior de las dos grandes calzadas que atravesaban la ciudad. Los soldados se metieron en una callejuela paralela y doblaron a la izquierda.

—Se dirigen hacia el oeste —murmuró Julius—. Pero ¿adónde?

No podía adivinarlo. Juzgando qué era más prudente, empezó a descender por la calzada principal con la idea de seguir de nuevo a la carreta cuando llegara a la siguiente calle lateral.

Después de que la carreta descendiera por la cuesta entre las dos colinas, Julius vio que se dirigía hacia la calle principal delante de él. Julius se detuvo, para evitar que lo vieran, mientras los soldados seguían adelante y comenzaban a subir por la otra cuesta. Cuando se hallaban a unos cuatrocientos metros de Julius, con el anfiteatro irguiéndose sobre la cima a sus espaldas, los soldados doblaron bruscamente a la izquierda, se metieron en una callejuela y desaparecieron. Julius apretó el paso, pues no quería perderlos. Transcurrió un minutos, dos. Casi los había alcanzado.

Fue entonces cuando Julius alzó la vista hacia la cuesta y la vio.

Martina bajaba por la calle hacia él, caminando con paso alegre y ligero. Julius observó que sonreía. Se encontraba a doscientos metros de él, pero aún no lo había visto.

Julius se detuvo y la contempló asombrado. De modo que había decidido acudir a la cita. Su corazón dio un brinco de alegría. Mientras la observó acercarse, todas sus dudas se disiparon. «Qué bonita es —pensó—. Me desea. Quizás incluso me ama». Julius sintió que lo embargaba una intensa sensación de alegría y emoción. Le parecía sentir el cuerpo de la joven, incluso percibir su olor. Sintió deseos de echar a correr hacia ella.

Pero si iba al encuentro de Martina perdería unos minutos preciosos. Corría el riesgo de que la carreta se esfumara en el laberinto de callejuelas y patios. Y entonces podría perder la pista del oro.

—Ella me esperará —murmuró Julius—. El oro no.

Y se metió en un portal.

Durante varios minutos avanzó con cautela por un sendero tras otro, hacia el oeste. Poco antes de llegar a la cima de la cuesta, había una bonita calle, con columnas a un lado, que se extendía desde la calle superior hacia el sur hasta la inferior. Ésta también estaba desierta. Julius la cruzó. Fue en una estrecha callejuela situada más allá, cerca del templo de Diana, donde vio la carreta y el asno.

No había nadie junto a ellos. No había rastro de los soldados. Julius se quedó en la esquina, esperando. Pero nadie apareció. ¿Acaso habían abandonado la carreta? No parecía probable. Julius miró alrededor, tratando de adivinar dónde se habían metido los soldados. A lo largo de la callejuela había numerosos patios, talleres y pequeños almacenes. Podían haber entrado en cualquiera de ellos. La carreta seguía cubierta por la lona. ¿Habían descargado ya el oro, o se habían detenido sólo unos minutos? Lo único seguro era que los soldados seguían sin aparecer.

«Si ya han descargado el oro, será mejor que eche una ojeada por los alrededores para averiguar dónde se han metido», pensó Julius. Le parecía absurdo quedarse allí plantado todo el día esperándolos. Avanzando cautelosamente, Julius se acercó a la carreta.

Cuando llegó a ella miró alrededor. No había nadie. Entonces levantó la lona y miró en el interior de la carreta.

Estaba casi vacía. Sólo quedaban tres ánforas de vino y unos trozos de arpillera. Metió la mano debajo de la arpillera y palpó el interior de la carreta hasta que tocó un objeto duro. Julius tiró de él, pero pesaba mucho. Sonriendo con aire satisfecho, metió la otra mano y extrajo un saco de monedas.

No era muy grande. Podía sostenerlo en sus dos manos. Pero representaba una fortuna. No era necesario que se molestara en buscar el resto. Un saco como ése era más que suficiente. Había llegado el momento de poner pies en polvorosa.

Cuando se disponía a alejarse con su botín, oyó un grito a sus espaldas. Julius se volvió y vio al soldado precipitarse hacia él. Instintivamente, Julius dejó caer el saco, agachó la cabeza, pasó junto a la carreta y echó a correr. En ese momento oyó otra voz. Y una tercera, al menos eso creyó Julius. El centurión.

—No lo dejéis escapar.

Derecho callejuela arriba. Izquierda. Derecha. Al cabo de un momento llegó a la calle amplia. La cruzó, miró a un lado y a otro en busca de una callejuela y se metió en la primera que vio.

Los soldados sabían que Julius había visto el oro. Era un testigo. Tenían que matarlo. Mientras corría, Julius buscó desesperadamente el medio de escapar. ¿Adónde podía ir? ¿Dónde podía ocultarse? Seguía oyendo sus voces; parecían sonar a la derecha y a la izquierda al mismo tiempo. De pronto se le ocurrió una idea. Era su única esperanza. Julius continuó avanzando, respirando trabajosamente, mientras oía los pasos de los soldados pisándole los talones.

Martina aguardó junto al puente. No había un alma por los alrededores. Más abajo, las cristalinas aguas del ancho río fluían en silencio, reluciendo al sol. Desde el puente, Martina distinguió el pez, plateado y pardo, yendo de un lado para otro debajo de la superficie.

El pez tenía compañía. Ella no.

Martina estaba furiosa, como sólo puede estarlo una muchacha que, tras hacerse a la idea de que la van a besar, comprueba que le han dado plantón. Llevaba esperando una hora. De vez en cuando oía los lejanos bramidos de la muchedumbre mientras los gladiadores luchaban en la arena del anfiteatro. Le disgustaba el espectáculo de la sangre, pero ésa no era la cuestión. Julius le había enviado una carta y le había prometido un regalo. Se había arriesgado a ser descubierta y en ese momento, frustrada y humillada, seguía allí como una idiota. Tras esperar unos minutos más, se encogió de hombros. Quizás el joven Julius había sufrido un accidente. Quizá.

«Le perdonaré si se ha roto una pierna —se dijo Martina—, pero no si es algo menos importante». Si Julius creía que podía tratarla de ese modo, ella le demostraría de lo que era capaz.

Así pues, Martina estaba muy quisquillosa cuando de entre las sombras de una calle lateral vio salir una figura conocida que se dirigió hacia ella.

Al verla sola, Sextus no dudó en acercarse a Martina. En cuanto a ella, al ver al hombre al que había dado esquinazo por el sinvergüenza de Julius, era natural que lo saludara con un beso. Martina confiaba en que Julius estuviera cerca y presenciara la escena. Por si acaso, lo besó de nuevo.

Sextus se quedó un tanto sorprendido al comprobar que la muchacha a la que había perseguido enconadamente se mostraba de pronto tan cariñosa con él. Su vanidad le dijo que era lógico; su experiencia le advirtió que no buscara razones. Sextus sonrió afablemente.

Martina le contó que venía del puente.

—¿Has visto por casualidad a mi amigo Julius allí? —preguntó Sextus.

—No —respondió ella con una sonrisa sarcástica—, no lo he visto. Quizás haya ido a presenciar los juegos. ¿Quieres que vayamos a comprobarlo? —agregó, cogiendo a Sextus del brazo.

A Sextus le complació dar un paseo con Martina. Tenía un asunto que resolver con Julius, pero no quiso desaprovechar esa inesperada ocasión. Cuando llegaron a las inmediaciones del anfiteatro, Sextus ya había quedado en ir a visitar a Martina esa noche.

«Si no estoy en la cárcel —pensó Sextus—, estaré en el paraíso».

—Será mejor que no nos vean entrar juntos en el anfiteatro —mintió astutamente—. Hasta esta noche —dijo y se marchó para esperar a su antiguo examigo. En la mano, sintió el puñal.

La noche era cálida y una grata nube de sudor y polvo flotaba en el aire mientras el público desalojaba el anfiteatro. La multitud estaba satisfecha. Habían comido y bebido en las largas terrazas curvadas; habían visto leones, toros, una jirafa y toda clase de fieras; habían visto a un oso despedazar a un hombre y dos gladiadores habían perecido delante de ellos. Puede que Londinium estuviera lejos de Roma, pero en esos momentos, debajo de los apretados arcos del teatro de piedra, cuando la gente contemplaba animales procedentes de Europa y África y veía luchar a unos hombres contra otros, la capital imperial del antiguo y soleado mundo parecía estar tan sólo un poco más allá del horizonte meridional.

Julius avanzó con la multitud. Probablemente le habían salvado la vida. Tras haber sacado unos cien metros de ventaja a sus perseguidores, había cruzado un sendero a la carrera, doblado por un pequeño espacio adoquinado y entrado en el anfiteatro. Una vez dentro, había echado a correr por el inmenso pasaje circular construido en los muros, subido dos escaleras y cruzado una pequeña puerta que daba acceso a las terrazas superiores. En ese momento luchaban dos gladiadores en la arena. La gente se había puesto de pie para ver cómo uno de ellos mataba a su contrincante. Julius había logrado colarse y ocupar un asiento vacío sin que repararan en él.

Se había quedado sentado allí toda la tarde. Con frecuencia echaba un vistazo alrededor, temiendo que los legionarios hubieran entrado en el anfiteatro en su busca. No se había atrevido a salir por si lo estaban esperando, pero entonces, cuando salía con la multitud, no vio rastro de los soldados. Con suerte, quizá no habían logrado distinguir su rostro.

«Quizás he conseguido zafarme de ellos», pensó complacido.

Pero ¿y ahora qué? Sus padres iniciarían poco más tarde el festín que iban a compartir con sus vecinos. Les extrañaría que Julius no hubiera aparecido en todo el día, y supondrían que no tardaría en llegar. Después de los peligros que había arrostrado en las últimas horas, la seguridad que le ofrecía su alegre hogar nunca le había parecido tan atractiva.

Pero todavía quedaba por resolver el asunto de la bolsa de monedas falsas. Su madre sabía dónde estaba. Más pronto o más tarde Julius tendría que hablar del tema con ella, y seguramente con su padre. Temía ese momento, pero estaba preparado para afrontarlo.

—De todos modos —murmuró—, mi madre tendrá que decirme qué ha hecho con ellas para que pueda librarme de Sextus.

Julius suspiró. Sextus le había dado de plazo hasta el anochecer. El sol empezaba a declinar. «Debo evitar toparme con él hasta mañana por la mañana —pensó Julius—. Entre tanto, soy lo suficientemente ágil para salir huyendo en caso de necesidad. De todos modos, primero tiene que dar conmigo».

Se dejó arrastrar por la multitud que había invadido la calle superior y se dirigía hacia la colina oriental. Mientras avanzaba, volvió a pensar en Martina. ¿Estaría entre la muchedumbre? ¿Conseguiría recompensarla de alguna manera por el plantón que le había dado? No había motivos para perder la esperanza.

Y entonces, de nuevo, como había hecho tantas veces durante esa larga tarde, Julius pensó en el oro.

¡Había sostenido el saco en sus propias manos! Sabía que en esos momentos se encontraba cerca, probablemente en un sótano, a menos de cien metros de donde había visto la carreta. ¿Estarían los legionarios todavía allí, custodiándolo? Seguramente no. Si habían robado el oro se mantendrían alejados de aquel lugar durante unos días.

Pero entonces se le ocurrió otra idea. Quizá no dejaran el oro allí. Uno o dos días después podían regresar y empezar a dispersarlo. ¿Por qué iban a dejar todas las monedas en un mismo lugar, donde alguien podía descubrirlas y robarlas? Cuando menos, existía la posibilidad de que el oro no permaneciera allí mucho tiempo. «Si quiero conseguirlo, será mejor que me ponga a buscarlo enseguida —pensó Julius, y luego se echó a reír suavemente—. De todos modos, no pensaba irme a casa».

Se metió por una calle lateral y se dirigió discretamente hacia el lugar donde había visto la carreta. Había algunas personas por allí, pero ni rastro de los soldados. Julius exploró la zona minuciosamente. Había media docenas de lugares donde los soldados podían haber ocultado el botín. No tenía más remedio que registrarlos. Pronto anochecería. Necesitaba una lámpara de aceite. Con mucha cautela, siguió adelante.

No sabía que lo estaban siguiendo.

Una vez que hubo anochecido, la madre de Julius empezó a preocuparse. Los vecinos disfrutaban con el festín. La muchacha obesa acababa de devorar su tercer pollo. Su marido, Rufus, cuyo orondo semblante se había vuelto rojo como la grana, estaba contando un chiste a sus amigos. Pero ¿dónde se había metido el muchacho?

«Va detrás de una chica —había informado Rufus a su esposa cuando dio comienzo la fiesta y su hijo aún no había aparecido—. No te inquietes».

Pero ella todavía no le había explicado lo de las monedas. ¿Y qué tenía ese Sextus que ver en el asunto? A ella no le gustaba ese individuo con la frente abombada.

Las estrellas aparecieron mientras Martina esperaba. Apenas sabía lo que sentía en ese momento. Su furia por lo que le había hecho Julius se había desvanecido poco a poco. Quizá le había ocurrido algún contratiempo. Quizá se había precipitado al juzgarlo.

Y entonces estaba a punto de llegar Sextus.

En parte se sentía excitada. Después de todo, era un hombre. Pensar en un hombre fue lo que hizo que Martina, esa cálida noche estival, se estremeciera. Sin embargo, ¿deseaba realmente a Sextus, con sus ojos hundidos y sus ridículas patillas? Quizá no mucho.

—A quien deseo es al joven boxeador —confesó Martina en voz alta.

Pero era Sextus quien estaba a punto de llegar, y Martina pensó que si se presentaba, no podría librarse de él tan fácilmente. Suspiró. En ese momento no sabía exactamente qué quería.

La pequeña embarcación descendió silenciosamente por el río, bajo las rutilantes estrellas, con la marea menguante. Soplaba un aire cálido, incluso sobre el río. El bote dobló el enorme meandro situado más abajo de la ciudad de Londinium, deslizándose sin ser observado por las aguas mientras éstas se dirigían en silencio hacia el mar oriental.

El cuerpo en el fondo del bote estaba inerte, con el rostro girado hacia el cielo nocturno. La herida de cuchillo que lo había matado había sido asestada con tal destreza que apenas había sangrado. El cadáver llevaba sujetos unos lastres para que se hundiera hasta el fondo del río y se quedara allí.

No obstante, se requería habilidad para deshacerse de un cadáver en el agua. El río tenía unos remolinos y unas corrientes secretas, una voluntad propia, y un cadáver arrojado a él, aunque llevara lastres, podía aparecer misteriosamente en otro lugar y ser descubierto. En esos casos, era necesario conocer los secretos del río.

Pero el marino conocía el río perfectamente.

Al principio le había sorprendido ver a su esposa y a Sextus saludarse con besos. Conocía a Sextus de vista, sabía cómo se llamaba. La carta, recordó el marino, estaba firmada con una J. Pero entonces se dio cuenta de su error. No debía de ser una J, sino una S mal hecha.

El marino había matado a Sextus mientras el carpintero seguía a su amigo Julius por las callejuelas ocultándose en las sombras.

Aún no había decidido qué hacer con Martina. Su primer impulso había sido castigarla de una manera que nunca pudiera olvidar. En el país de su madre, habría muerto lapidada. Pero el marino era demasiado listo para cometer esa torpeza. Al fin y al cabo, quizá no fuera tan fácil reemplazarla. Se había vengado de su amante. La trataría amablemente, y vería qué sucedía.

En el otoño del año 251 las autoridades descubrieron el robo de una importante cantidad de monedas de oro y de plata.

El centurión a quien se ordenó que dirigiera la investigación a las órdenes de uno de los ayudantes más antiguos del gobernador, nada logró descubrir.

Poco después de esto, el gobernador trasladó de pronto al centurión y varias tropas de la guarnición destacada en Londinium para que participaran en la reconstrucción de la gran fortaleza de Caerleon en Gales. No había una fecha prevista para su regreso.

A Julius, sin embargo, las cosas le iban bien. Su madre no sacó a relucir el asunto de la bolsa, y la misteriosa desaparición de su amigo Sextus pareció poner fin a la cuestión. Su negocio con el marino prosperó. Mejor aún, convencido de que había liquidado al amante de su mujer, el marino jamás tuvo la menor sospecha de la relación que iniciaron Julius y Martina la primavera siguiente. Y cuando un año más tarde el marino se perdió en alta mar, Julius no sólo se hizo cargo de su negocio, sino que se casó con su viuda.

Cuando nació su segundo hijo, Julius, ante la enorme satisfacción de su padre, se convirtió en un miembro de pleno derecho del templo de Mitra. Fue también por esa época cuando surgieron de nuevo en Roma unos gobernantes fuertes y carismáticos, y, al menos durante un tiempo, las cosas regresaron a la normalidad en el Imperio y en Londinium.

Pero había algo que seguía preocupando a Julius. Una y otra vez, desde el día de los juegos, había regresado al lugar y lo había registrado a fondo, de día y de noche. Cuando el centurión fue enviado inesperadamente a Gales, Julius estaba seguro de que no se había podido llevar el pesado tesoro. Por lo tanto, no lejos de donde Julius había visto por última vez la carreta y el asno, debían de estar todavía ocultos los sacos de monedas cuyo valor era difícil calcular. Transcurrieron los meses, los años, y Julius persistía en su búsqueda. En las largas noches estivales solía detenerse junto al muelle o en los baluartes de la gran muralla de Londinium y contemplar la puesta de sol preguntándose una y otra vez dónde, por todos los dioses, estaba el oro.