18. El Cutty Sark
1889
En el escenario, más abajo, el vistoso coro de gondoleros navegaba por el río, más y más deprisa, hasta alcanzar un brillante crescendo. El público —hombres con traje de etiqueta, mujeres con el cabello rizado y vestidos de tafetán con polisones— gozaba del espectáculo. Nancy y su madre habían tomado un palco privado. Nancy, sentada detrás, se inclinó entusiasmada; su mano, que sostenía un abanico, reposaba sobre la balaustrada.
La mano de él se encontraba sólo a un par de centímetros de la de Nancy. Ella fingió no darse cuenta. Pero se preguntó: ¿se aproximaría él? ¿Se tocarían sus manos?
En el Londres de fines de la época victoriana existían tres niveles de diversión. En la cima estaba la ópera en Covent Garden. Los pobres tenían el teatro de variedades, esa maravillosa mezcla de canciones, bailes y parodia —precursor del vodevil— que había empezado a extenderse incluso a los teatros de los barrios más humildes. Pero entre esos dos niveles había aparecido en la última década un nuevo espectáculo. Las operetas de Gilbert y Sullivan estaban llenas de canciones pegadizas y encantadora comedia; pero a menudo la música de Sullivan era digna de una ópera y las letras de Gilbert, en cuanto a brillantez verbal y sátira, no tenían rival. Los piratas de Penzance, El Mikado…, cada nuevo espectáculo había cosechado un gran éxito en Londres y pronto causaría sensación en Nueva York. Ése era el año de Los gondoleros. A la reina Victoria le entusiasmaba.
No podía decirse que la señorita Nancy Dogget de Boston, Massachusetts, poseyera algún rasgo extraordinario. Ciertamente, tenía un cutis excelente. Llevaba su dorado pelo con raya en medio y recogido modestamente hacia atrás, en un estilo que resultaba un tanto infantil a sus veintiún años. Pero sus ojos azul porcelana eran realmente maravillosos. En cuanto al hombre que compartía la velada tan atentamente junto a ella, daba la impresión de ser todo cuanto un hombre podía ser. Amable, encantador, educado; poseía una casa preciosa y una hermosa propiedad en Kent. A sus treinta años era lo suficientemente mayor para ser un hombre de mundo, pero lo bastante joven para que las amigas de Nancy la envidiaran. Por lo demás, tal como la madre de Nancy había declarado al conocerlo: «¡Querida, es un conde!».
No es que la alcurnia familiar resultara una novedad para una chica de Boston. Según decía la canción:
Éste es el viejo Boston,
el hogar de la judía y el bacalao;
donde los Lowell sólo hablan con los Cabot
y los Cabot sólo hablan con Dios.
Las viejas familias bostonianas —los Cabot, los Hubbard, los Gorham, los Loring— no sólo sabían exactamente con quiénes se habían casado sus antepasados, sino también, con fría satisfacción, qué había pensado la familia de ellos en aquel momento. Los Dogget llevaban tanto tiempo allí como la mayoría de ellos. Habían llegado con Harvard. Se rumoreaba que se habían embarcado en el Mayflower, «y luego se habían tirado por la borda», según recordaban algunos amigos con mala fe. Sus fondos fiduiciarios eran sólidos como una roca. Y si de vez en cuando uno de la familia nacía con una membrana entre los dedos, era un detalle que carecía de importancia, pues ni siquiera sus mayores admiradores afirmaban que las viejas familias de la Costa Este fueran célebres por su belleza.
El señor Gorham Dogget era un auténtico bostoniano. Había estudiado en Harvard; hablaba por un extremo de la boca; se había casado con una joven perteneciente a una acaudalada familia de Nueva York. Pero a la vez poseía un espíritu aventurero. Había invertido en los ferrocarriles que habían abierto el acceso a las grandes llanuras del Medio Oeste, con lo que había triplicado su sólida fortuna. Durante los últimos años había pasado largas temporadas en Londres. Aunque Estados Unidos se expandía poderosamente, la City de Londres con su vasto comercio imperial seguía siendo la capital financiera del mundo. Los banqueros estadounidenses como Morgan y Peabody habían pasado la mayor parte de sus carreras allí y habían ganado el dinero suficiente para financiar proyectos tan gigantescos como los ferrocarriles estadounidenses. Las visitas de Gorham Dogget a Londres le habían proporcionado, con respecto a esto, varias ideas para otros proyectos.
Al igual que otros estadounidenses que se habían enriquecido aún más gracias a la nueva era industrial, Gorham Dogget había descubierto los placeres de Europa. Como los aristócratas ingleses del siglo anterior, habría emprendido la gran gira europea, ¿y qué mejor lugar para establecer su base que Londres? Los Dogget habían pasado un mes en Francia y otro en Italia, donde Nancy había hecho unos dibujos y adquirido unos conocimientos rudimentarios de esas lenguas. De paso habían aprovechado para comprar unas excelentes pinturas. Ésta era la tercera vez que madre e hija se quedaban en Londres para disfrutar de la vida social de la capital, mientras que el señor Dogget había regresado brevemente a Boston. Pero no eran sólo cuadros y cultura lo que en Europa se podía adquirir.
—¿Crees que Saint James sería un buen marido? —preguntó Nancy a su madre. Había notado que incluso sus esposas solían referirse a los aristócratas por sus títulos—. Eso me convertiría en condesa.
—Deberías pensar en el hombre, no en su título —le recordó su madre.
—Pero no te opones al hecho de que sea un lord —comentó Nancy suavemente, observando que su madre se sonrojaba.
—Creo que es un buen hombre —respondió la señora Dogget—, y estoy segura de que a tu padre le caerá bien.
—Aún no se me ha declarado —dijo Nancy con un deje de tristeza—. Quizá no le interese.
Pero cuando el último acto de Los gondoleros alcanzó su apogeo, el conde de Saint James dejó que su mano rozara la de Nancy ligeramente.
Si lo hubiera visto una hora más tarde, Nancy se habría llevado una sorpresa.
El saloncito del primer piso de la casa junto a Regent’s Park era utilizado por el conde como biblioteca y despacho. A diferencia de sus antepasados, Saint James tenía inquietudes artísticas e intelectuales. Su biblioteca era muy selecta; incluso poseía una pequeña colección de pinturas. El conde estaba sentado a un escritorio francés, contemplando con tristeza la figura sentada frente a él.
—En fin, querida —dijo emitiendo un suspiro—, supongo que tendré que casarme con la señorita Dogget. —El conde alzó la vista y contempló un pequeño cuadro del Támesis que había adquirido hacía poco—. La única persona que puede salvarme es Barnikel —agregó con una sonrisa melancólica—. ¿No te parece gracioso?
Pero siempre era difícil adivinar qué pensaba Muriel.
El anterior conde se había casado dos veces. De su primer matrimonio sólo había sobrevivido lady Muriel; del segundo, el actual conde, que tenía quince años menos que ésta. Pero al mirar al esbelto y apuesto noble y a su hermanastra, costaba creer que estuvieran emparentados. Lady Muriel de Quette era tan gorda que casi no cabía en el amplio sillón de cuero de la biblioteca. Apenas despegaba los labios. No montaba a caballo, ni caminaba, ni leía, pero comía continuamente. En esos momentos devoraba una enorme caja de chocolatinas.
—Aunque reconozco que es una joven muy agradable. —El conde meneó la cabeza y suspiró de nuevo—. Todavía gozaríamos de una situación desahogada de no haber sido por el abuelo.
Lady Muriel se metió otra chocolatina en la boca.
Cuando el cauto y conservador lord Bocton había conseguido por fin hacerse con el dinero de su padre, poco después de la Ley de la Gran Reforma, había invertido la mayor parte de la fortuna familiar en tierras agrícolas, pero ni siquiera el manirroto de su hijo George, padre del actual conde, habría logrado destruir la riqueza de la familia si no hubiera sido por los ferrocarriles. Cuando el señor Gorham Dogget había decidido invertir en los ferrocarriles que habían abierto el acceso al Medio Oeste estadounidense, la suerte de muchos caballeros ingleses había quedado sellada. Las ingentes cantidades de cereales baratos que provenían de las llanuras estadounidenses hicieron que los precios de los cereales cayeran estrepitosamente y con ellos el valor de muchas tierras agrícolas. Cuando la fortuna familiar había pasado a manos del actual conde, éste se había visto obligado a vender ocho mil hectáreas para saldar las deudas que había dejado su padre. Todavía poseía la gran mansión londinense y la antigua finca de Bocton, pero unas rentas exiguas. Era muy posible que tuviera que deshacerse pronto de ambas. Por lo tanto, si lord Saint James pretendía encontrar una heredera, convenía que lo hiciera cuanto antes. No es que pretendiera engañar a nadie sobre su situación económica. No era un embaucador. Pero un lord que todavía poseía una hermosa casa en Londres y una mansión ancestral en el campo parecía mejor partido, y más digno, que un lord que no las tuviera.
Lord Saint James se levantó, sacó unas llaves del bolsillo del chaleco y se dirigió hacia una alacena y la abrió. En su interior había una pequeña caja fuerte. El conde la abrió y extrajo varias cajitas de cuero. Mientras su hermana lo observaba impasible, el conde trasladó las cajas al escritorio y las colocó sobre él, luego las destapó con delicadeza para revelar su esplendoroso contenido.
—Todavía nos quedan estas joyas —dijo.
Las joyas de la familia Saint James eran muy bellas. El collar de rubíes, en particular, era notable y todos sabían que quienquiera que se convirtiera en la condesa de Saint James tendría oportunidad de lucirlo. Pero para el conde representaban también una cuerda de salvamento. Aunque le gustaban las mujeres y había tenido dos largas relaciones sentimentales, era celoso de su libertad y el único motivo que lo impulsaba a casarse era su sentido del deber familiar. Sin un heredero, el título de conde de Saint James se extinguiría. Pero si no conseguía hallar una heredera, el conde calculaba que la venta de Bocton y de las joyas le proporcionaría unas rentas suficientes para llevar la vida del caballero culto que, a decir verdad, le habría gustado ser. «Siempre me ocuparé de ti, querida», solía prometer a lady Muriel en esas ocasiones, pues sabía que no existía la menor posibilidad de que ésta se casara.
Después de examinar las joyas, el conde las guardó en la caja fuerte y se volvió de nuevo hacia su hermana.
—Es curioso —observó—. Si Nancy Dogget fuera inglesa, probablemente no sería una heredera.
Aunque Gorham Dogget tenía un hijo además de una hija, siempre había manifestado que ambos compartirían su fortuna equitativamente, una situación prácticamente desconocida entre las familias inglesas de vieja raigambre. Las grandes propiedades iban a parar a manos del hijo mayor; las hijas casadas con frecuencia no heredaban nada, y las hijas solteras vivían de las rentas de un fondo fiduiciario o bien permanecían en el hogar paterno. Lady Muriel poseía sólo lo que su hermanastro quería darle.
—De modo —dijo el conde retomando el primer asunto— que tendré que mantener vivo su interés hasta el nuevo año, y luego…, todo depende de Barnikel.
El motivo de que el conde no se apresurara a cortejar a Nancy se hallaba a unas diez mil millas en alta mar, y su nombre era Charlotte Rose.
La ruta del té de los veleros que zarpaban de China era cosa del pasado. La apertura del Canal de Suez, veinte años atrás, y el consiguiente atajo al Extremo Oriente por el Mediterráneo, habían puesto fin a la misma. Los barcos de vapor con sus inmensos cargamentos, que seguían avanzando con independencia del viento, eran capaces de adelantar a los veleros en esa singladura. Pero los gloriosos tiempos de los clípers no habían pasado, pues en ese momento se dedicaban a transportar lana de Australia. El mejor vellón, cargado en Sydney en la primavera australiana —que en el hemisferio septentrional era otoño— era transportado a Londres para las ventas de lana que se organizaban en enero. Impulsados por los rugientes cuarenta, los clípers navegaban hacia el este por las peligrosas aguas antárticas del Pacífico Sur, rodeaban el cabo de Hornos en América del Sur y cruzaban el Atlántico a gran velocidad impulsados por los vientos alisios. En esta ruta ningún barco de vapor era capaz de alcanzarlos. Un año antes de morir, el último conde había adquirido una cuarta parte de un nuevo clíper, más veloz si cabe que el Charlotte, que Barnikel había bautizado como Charlotte Rose. Y a bordo de éste el viejo capitán, que debería haberse retirado ya hacía tiempo, realizaba todos los años unas brillantes singladuras: en los últimos tres años, el promedio de tiempo que le llevaba realizar la travesía de Australia a Inglaterra era de ochenta días. Además de las ventajas comerciales que ofrecía la travesía, estaban las apuestas. Cada uno de los mejores clípers poseía sus propias características, cada capitán sus cualidades y sus defectos. La gente estudiaba la forma. Se hacían apuestas gigantescas. Y pocas más grandes o más audaces que la apuesta que lord Saint James, motivado por sus apuros económicos, había hecho hacía unos meses.
Resultaba perfectamente lógico. Las probabilidades eran excelentes: siete contra una. La cantidad que había apostado equivalía a las rentas de un año. Si perdía, la situación apenas cambiaría, puesto que a menos que se casara en cualquier caso se vería obligado a vender sus propiedades. Por otra parte, si ganaba podría vivir otros cinco años como un rey hasta que se presentara una nueva crisis, y quién sabe lo que podía ocurrir en ese tiempo. Al cabo de seis semanas, si el Charlotte Rose era el primero en llegar de Australia, lord Saint James no tendría necesidad de casarse con Nancy Dogget. Por lo tanto su intención —dado que no deseaba herir a la joven— era mantener vivo su interés sin comprometerse demasiado, de manera que pudiera avanzar rápidamente o retirarse con elegancia llegado el caso.
—El Charlotte Rose ha sido remozado hace poco. Sólo existe un barco capaz de derrotarlo, pero si Barnikel navega con todas sus velas desplegadas sin duda le ganará —aseguró el conde a su hermana—. De modo, querida —añadió sonriendo—, ¡que tenemos que vencer al Cutty Sark!
Desde hacía poco tiempo, en algunas ocasiones, Mary Anne se había preguntado si ella y su hija Violet podrían seguir viviendo bajo el mismo techo. Ni sus tres hijos, ni las dos hermanas de Violet le habían dado tantos quebraderos de cabeza. Pero lo peor era la manera en que la conducta de Violet incidía en el talante de su padre.
—Eres igual que tu padre —dijo Mary Anne a su hija con tono de reproche—. Contigo no existen las medias tintas. Todo es blanco o negro.
Según Bull, sin embargo, el problema era que Violet era idéntica a su madre. Una rebelde.
«Pero nunca me he comportado irracionalmente», solía replicar Mary Anne.
Violet siempre había sido una niña irritante. Mary Anne recordaba el día en que había encontrado a Violet, siendo ésta una niña, probándose unos vestidos suyos. Como es lógico, Mary Anne le había propinado un cachete. Unos años antes, cuando Violet tenía dieciséis, Mary Anne había notado que la relación de la joven con su padre era demasiado estrecha. Violet lo mimaba, le llevaba su pipa y le gustaba salir de paseo con él. A Bull le complacía, pero Mary Anne había tenido que reprender a su hija: «Yo soy su esposa; tú eres su hija y una niña. Te ruego que te comportes como Dios manda».
Pero el verdadero problema residía en su educación. Al igual que la mayoría de las chicas de su clase social, Violet tenía una institutriz, una mujer con una buena formación académica que había dicho a Bull y a Mary Anne que Violet era muy inteligente y que le había hecho alcanzar un nivel muy superior al exigible a las jóvenes de su edad. «Debiste haberte dado cuenta de lo que ocurría e impedirlo», se había quejado Bull amargamente a Mary Anne cuando se había visto obligado a despedir a la pobre institutriz aquel otoño. La culpa de que a Violet se le hubiera metido en la cabeza la absurda idea de estudiar en la universidad la tenía la institutriz.
Era impensable. Hasta hacía cuarenta años esa posibilidad ni siquiera existía. Aunque había varios institutos para mujeres vinculados a Oxford y Cambridge, sólo un puñado de mujeres asistían a ellos y no eran aceptadas como miembros de pleno derecho de la universidad. Convencida de que la joven no hablaba en serio, su madre había señalado: «Tu padre jamás te permitiría vivir de esa manera, sin una acompañante». Pero Violet se había apresurado a contestar: «Podría quedarme en casa y asistir a la universidad en Londres».
Tal como su madre no tardó en constatar, Violet estaba en lo cierto. La Universidad de Londres era un lugar muy curioso. Inaugurada poco antes de que la reina Victoria ascendiera al trono, como un lugar donde podían estudiar los disidentes religiosos que tenían vedado el acceso a Oxford y Cambridge, era una institución progresista. Se componía de diversos edificios; a los estudiantes no se les exigía que residieran en los colegios de la universidad; y desde hacía varias décadas permitía que las mujeres se licenciaran. Pero ¿qué clase de mujer haría semejante cosa? Mary Anne no tenía la más remota idea. Richard, su hijo mayor, había estudiado en Oxford. Había asistido como caballero, por supuesto, y había asegurado a su madre con orgullo que durante su estancia allí no había leído un solo libro. Cuando Mary Anne le había preguntado su opinión sobre las estudiantes femeninas, Richard se había limitado a responder: «Eran unas intelectuales, madre. Las evitábamos como a la peste», y el joven había hecho una mueca para subrayar sus palabras. Mary Anne había interrogado a otras personas sobre el tema, pero las respuestas eran igual de desalentadoras. Además, ¿qué iba a hacer Violet con tantos conocimientos? ¿Emplearse de maestra o institutriz? Eso no era lo que los Bull tenían pensado para su hija.
A Edward Bull las cosas le habían ido mejor de lo que esperaba. Su mayor golpe de fortuna se había producido en la década de los cincuenta, cuando Gran Bretaña había combatido una breve e insatisfactoria guerra contra Rusia en Crimea, durante la cual Bull había obtenido un contrato del Gobierno para suministrar cerveza a las tropas. Si todo el mundo recordaba la guerra de Crimea por las actividades de la enfermera Florence Nightingale y la heroica carga de la Brigada Ligera, Edward Bull recordaba la guerra porque lo había convertido en un hombre muy rico. Era Edward quien vivía entonces en la gran mansión de Blackheath; al igual que otros prósperos comerciantes de cerveza de su época, estaba casi listo para convertirse en un caballero. Y la hija de un caballero tenía sólo un destino: ser una dama desocupada. «Puede emplear a una mujer culta como institutriz —había dicho Edward—, pero no consentiré que ella misma se convierta en una institutriz». De modo que Mary Anne, hija de Silas el draga, trató de disuadir a su hija de obtener una formación superior por temor a que ello les hiciera parecer una familia de medio pelo.
«No eres fea —había asegurado Mary Anne a su hija—. Encontrarás marido. Pero a los hombres no les gusta que sus mujeres sean demasiado inteligentes; y si lo eres, procura disimularlo».
Pero Violet se negaba a dar su brazo a torcer. A diferencia de otros jóvenes Bull, que eran rubios y tenían los ojos azules, Violet tenía los ojos separados, de color pardo, y el pelo castaño con un mechón blanco sobre la frente. «No deseo casarme con un hombre que teme a las mujeres inteligentes», había respondido. Durante los dos últimos meses, Violet se había comportado como una joven mimada y caprichosa. No existía la menor probabilidad de que Edward Bull cediera, ni tampoco de que Violet capitulara. El ambiente en casa de los Bull era de perpetua tormenta. Lo más irritante era la actitud de Violet hacia su madre. «Sabía que no lo comprenderías —había dicho a Mary Anne con tono despectivo—. Te contentas con hacer lo que diga papá. Nunca has aspirado a otra cosa en tu vida».
Mary Anne había pensado qué podía saber Violet. Sus treinta años de matrimonio con Edward no habían sido tan malos. Edward podía mostrarse terco y dominante, pero en eso no era distinto de la mayoría de los hombres. Si Mary Anne había deseado a veces algo más —que los amigos de Edward hicieran gala de un sentido del humor menos cargante, que al menos uno de ellos hubiera leído un libro—, se guardaba mucho de manifestarlo. Si en algunas ocasiones había experimentado deseos de gritar de puro aburrimiento y frustración, esos momentos habían pasado. El matrimonio consistía en abstenerse de gritar; y las recompensas que éste ofrecía —la comodidad, los hijos— habían sido una bendición. De modo que si ella había sido capaz de resistirlo, pensó Mary Anne con firmeza, Violet también podría hacerlo. «La vida no es como tú crees que debería ser —había contestado a su hija bruscamente—. Y cuanto antes lo comprendas mejor para ti».
Gracias a Dios que al menos existía un territorio neutral donde, por un acuerdo tácito, esas hostilidades cesaban. Todos los miércoles por la tarde, sin falta, Mary Anne y Violet iban en tren a Londres y, tras coger un taxi en la estación, se dirigían a Piccadilly. La ancha calle no había perdido su elegante carácter dieciochesco. Nuevas mansiones, cuyas fachadas daban a la calle, habían sustituido a los suntuosos palacios de antaño, pero Burlington House —hoy en día la Royal Academy— conservaba todo su esplendor detrás de un patio tapiado. La tienda de Fortnum and Mason seguía allí. Y unos metros más abajo, el santuario donde incluso Violet lograba olvidar sus diferencias con su madre.
Una fría tarde de diciembre, tres semanas antes de Navidad, Mary Anne y Violet emprendieron su acostumbrada expedición a la capital. No se habían dejado amedrentar por el tiempo, y justo al cruzar el puente de Westminster, con las Casas del Parlamento y la imponente torre del Big Ben irguiéndose ante ellas, había empezado a nevar. Después de pasar Whitehall y dar la vuelta a Trafalgar Square, ambas mujeres no tardaron en llegar a Piccadilly y a la mejor librería que existía en el Londres victoriano, Hatchards. En realidad, era más que una librería; era casi un club. Frente al establecimiento había bancos donde los sirvientes se sentaban a descansar mientras sus patrones examinaban sus estanterías. Al fondo había un saloncito donde los clientes habituales podían charlar y leer el periódico delante de la chimenea. Los miembros de la realeza acudían a Hatchards; al imponente duque de Wellington le encantaba; Gladstone y Disraeli, los rivales políticos, eran clientes asiduos; Mary Anne incluso había visto allí en una ocasión, de pie junto a ella, a Oscar Wilde, que enviaba a Hatchards sus obras para que le dieran su opinión, y éste le había dispensado una sonrisa encantadora.
Tanto para Mary Anne como para su hija, Hatchards representaba un lugar de evasión. Edward no se oponía a que Mary Anne leyera; su colección más preciada era las obras de Dickens y de Thackeray que había adquirido allí. Un amable vendedor la había animado a leer también las poesías de Tennyson, y Mary Anne se había sentido cautivada por el esplendor de sus versos. En cuanto a Violet, solía comprar obras de carácter filosófico, desde Platón hasta pensadores ingleses modernos como Ruskin, que Mary Anne, no sin cierta reticencia, solía ocultar entre sus libros por si Edward descubría su presencia.
Pero ese día habían ido a buscar regalos de Navidad; y Mary Anne acababa de encontrar un libro sobre caza que pensó que divertiría a su hijo mayor, cuando se dio cuenta de que un individuo alto que se hallaba al otro lado del mostrador la observaba discretamente. Al alzar la vista para mirarlo, el hombre se volvió hacia un empleado que se dirigía hacia él.
—He recibido el libro que deseabais, coronel Meredith —dijo el vendedor.
Era injusto. ¿Cómo era posible que un hombre que debía de tener su misma edad fuera tan extraordinariamente apuesto?, pensó Mary Anne. Su pelo, que llevaba corto, era todavía castaño rojizo; las canas que salpicaban sus sienes le daban un aire aún más atractivo. Las arrugas en torno de sus ojos eran las de un hombre que, según imaginó Mary Anne, había rodado por medio mundo y lo había visto casi todo. Tenía un cuerpo esbelto y atlético. Su talante dejaba entrever que en determinadas circunstancias podía ser peligroso. Su largo y sedoso bigote le conferían el aire de un distinguido coronel; pero poseía algo más, una delicadeza y una inteligencia que indicaban que era algo más que un militar.
—¿La señora Bull? ¿Es usted la señora Bull? —preguntó sonriendo al acercarse a ella. Mary Anne trató de asentir con la cabeza pero sólo acertó a sonrojarse—. Supongo que no os acordáis de mí.
—¡Oh, sí! —respondió Mary Anne cuando logró recobrar la compostura. Observó que Violet se dirigía hacia ellos—. Os disponíais a partir para la India. Para cazar tigres. —¿Qué clase de sandeces estaba diciendo?
—No habéis cambiado —dijo Meredith con sinceridad.
—¿Yo? ¡Oh! No, no. Mi hija Violet. El coronel Meredith. ¿Conseguisteis cazar alguno?
—¿Tigres? —Meredith sonrió. Luego miró a las dos mujeres y agregó—: Varios.
Al parecer el coronel Meredith había regresado a Inglaterra hacía pocos meses. Treinta años de viajar por el mundo lo habían llevado a muchos países. El personal de Hatchards lo conocía porque pronto iba a publicarse un libro suyo: Poemas de amor traducidos del persa. Meredith poseía una casa en el oeste de Londres, lo suficientemente grande para albergar su colección. No se había casado. Pero ¿aceptaría ella ir el miércoles a tomar el té?
—¡Oh, sí! —contestó Mary Anne ante su propio asombro y el de su hija—. ¡Desde luego!
A medida que la hora de la cena se retrasaba, los ingleses victorianos habían adoptado la costumbre oriental de tomar el té por la tarde. Era sencillo, garantizaba una visita breve y podían ofrecerlo decorosamente tanto las señoras como los caballeros solteros.
El miércoles siguiente, a las cuatro y pocos minutos de la tarde, Mary Anne Bull, acompañada por Violet, llegó a casa del coronel Meredith, en Holland Park. Mary Anne se había preguntado si debía ir; de modo que había decidido llevar a Violet para que ésta actuara, dijo, «como mi acompañante».
En Londres había dos suburbios donde solían residir los caballeros de situación acomodada y aficiones artísticas. Uno de ellos, situado justo encima de Regent’s Park, en unos terrenos que antiguamente habían pertenecido a la vieja orden de cruzados de los caballeros de San Juan, se llamaba Saint John’s Wood. El otro era Holland Park. Después de pasar por el extremo sur de Hyde Park y avanzar un trecho, más allá del pequeño palacio de Kensington donde se había criado la reina Victoria, se llegaba enseguida a él. El núcleo central de este segundo suburbio lo constituía la antigua y bella mansión, con su correspondiente parque, de los lores Holland. Alrededor de ésta, en unas elegantes calles bordeadas de árboles, se alzaban unas bonitas casas donde un caballero podía vivir apaciblemente tan sólo a un minuto en coche de Mayfair.
Aun tratándose de Holland Park, la mansión del coronel Meredith llamaba la atención. Estaba situada en Melbury Road y rodeada por un jardín lleno de decorativos árboles; más que una casa parecía un castillo en miniatura. En una esquina se erguía una torre circular con un torreón. Las ventanas eran amplias, con cristales emplomados, y el porche de entrada resultaba imponente. La mansión tenía un aire mágico. Pero lo que más asombraba a los visitantes era que, en lugar del acostumbrado mayordomo, la puerta la abría un alto sij, tocado con un magnífico turbante, que hacía pasar a las visitas a la biblioteca del coronel.
En los muros colgaban unos cuadros convencionales de sus antepasados; frente a la chimenea había un gran guardafuegos sobre el que uno podía sentarse, y dos sillones de orejas. Pero allí terminaba el toque inglés tradicional. Encima de la chimenea colgaban un par de colmillos de marfil; sobre las mesas había estuches de marfil, cajitas de laca china, un Buda de madera. Junto al escritorio, una pata de elefante hacía las veces de una papelera. En un ángulo había una estantería que contenía puñales indios y un ankus de plata, un gancho y un garfio usado en la India para conducir elefantes, regalo de un amable maharajá; en otro, unas preciosas miniaturas persas. Junto a la chimenea había un par de mocasines orientales con la punta curvada, que Meredith se calzaba cuando estaba solo. Y en el centro de la habitación, sobre una alfombra turca, había una magnífica piel de tigre.
El té se sirvió de inmediato, un surtido de tés indios y chinos que el coronel insistió en servir personalmente. Parecía muy animado y al poco rato, en respuesta a las preguntas de Mary Anne, comenzó a revelar parte de su fascinante vida.
Si el Imperio británico había prosperado puramente como una empresa comercial, durante las últimas décadas se había producido un sutil cambio en la situación. Tras reconocer la necesidad de controlar la India, que había vivido un motín en los años cincuenta, y con el fin de proteger el paso del Canal de Suez egipcio, donde el primer ministro Disraeli había adquirido una participación mayoritaria, la isla mercante de Gran Bretaña se había visto obligada a asumir un papel más imperial, más administrativo. Lo había hecho francamente bien. El Servicio Civil indio era de excelente calidad. Su élite, formada por hombres cultos y educados, poseía un profundo conocimiento del subcontinente. En el ejército, los oficiales a menudo dominaban los dialectos locales y los soldados eruditos como el coronel Meredith no eran una rareza.
Cuando Meredith comentó que nunca había encontrado tiempo para casarse, decía la verdad. Había pasado mucho tiempo en la India, China y Arabia, y sus proezas, aunque se limitó a insinuarlas, eran legendarias entre su círculo de allegados. El sij que le servía tan fielmente lo hacía porque Meredith le había salvado la vida. En cuanto a sus conquistas amorosas el coronel no dijo palabra, pero muchos en la India habrían podido decir a Mary Anne que éstas eran legendarias. Sólo las esposas de sus colegas oficiales eran sacrosantas. Pero sólo ellas. Más de un centenar de mujeres hermosas, ninguna de las cuales debía hacerlo, a menudo cerraban los ojos y dejaban escapar un suspiro al recordar los abrazos de Meredith.
El efecto que causó el coronel en Mary Anne fue simple, inesperado e intenso. Si ella había supuesto que la visita podía reavivar la atracción que había experimentado muchos años antes, con el primer sándwich de pepino experimentó la misma sensación de vértigo que había sentido cuando el globo la había transportado por los aires. Tuvo que sujetar su taza de porcelana con fuerza para no desmayarse. Cuando Meredith le sirvió un poco de pastel de nueces y se quedó contemplándola en silencio, Mary Anne comprendió que deseaba abandonar su casa, a su díscola hija y a su marido y quedarse, durante el tiempo que él estuviera dispuesto a acogerla, en los brazos de Meredith.
A fin de obligarse a regresar al contexto de su familia, Mary Anne comentó:
—Violet desea ir a la universidad. ¿Qué os parece?
La muchacha se había mostrado un poco enfurruñada al principio, pero mientras conversaban había reparado en los curiosos volúmenes que contenía la biblioteca y había hecho algunas preguntas a Meredith a propósito de los mismos. Además de los clásicos ingleses de rigor, y una sección dedicada a los deportes con títulos como La caza de animales salvajes en Bengala, había una interesante colección: escritos en persa, en árabe e incluso unos extraños y sutiles pergaminos, en forma de concertina, conservados entre unas tablillas de madera y sujetos con un cordel que, según les explicó Meredith, estaban redactados en sánscrito.
—¿Podéis leer esos pergaminos? —había preguntado Violet.
Meredith había admitido que sí.
—¿Cuántos idiomas conocéis? —había insistido Violet.
—Siete, y algunos dialectos —había respondido él.
Entonces, en respuesta a la pregunta de Mary Anne, Meredith miró a Violet y reflexionó unos momentos antes de contestar suavemente:
—Supongo que depende del motivo por el que desee ir a la universidad.
—Porque me aburro —respondió ella sin rodeos—. El mundo de mis padres es absurdo.
Meredith pareció no dar importancia a los bruscos modales de la joven.
—No es absurdo —dijo—, en eso no estoy de acuerdo con vos. Pero si queréis decir que deseáis ensanchar vuestros horizontes —Meredith señaló las estanterías de la biblioteca al tiempo que miraba alrededor—, no lo conseguiréis por medio de la universidad, aunque tal vez os ayude. Yo nunca asistí a la universidad.
Esto hizo que Violet guardara silencio un rato, y Mary Anne se sintió agradecida a Meredith por haber resuelto tan bien la situación. Pero la muchacha, aunque no había logrado el apoyo del coronel, parecía decidida a mostrarse difícil. Cuando se disponían a marcharse, Violet echó un vistazo a los mocasines junto a la chimenea y al fijarse en una larga pipa hindú que estaba sobre una mesa, dijo de pronto:
—¿Os calzabais esos mocasines y fumabais esa pipa todas las noches, coronel Meredith?
—Pues sí —confesó él.
—¿Podríais hacernos una demostración antes de que nos vayamos? —continuó Violet—. Estoy segura de que a mi madre le gustaría veros en vuestro estado natural.
—¡Violet! —exclamó Mary Anne, notando que se sonrojaba irremediablemente.
Sin embargo, Meredith sonrió divertido.
—Aguardad un momento —dijo, y abandonó la estancia.
Cuando regresó al cabo de unos minutos Meredith llevaba una magnífica bata roja de seda oriental e iba tocado con un fez del mismo color. Sus pies, embutidos en unos calcetines de seda blancos, se calzaron con facilidad los mocasines. A continuación se instaló cómodamente en un sillón junto al fuego, llenó su pipa con manos expertas, presionando el tabaco dentro de la cazoleta, la encendió y dio unas cuantas caladas.
—¿Es suficiente? —preguntó observando a ambas mujeres.
Pero si la imagen de Meredith, según la había definido su hija, en su estado natural, turbaba a Mary Anne, eso no fue nada comparado con la sensación que experimentó cuando, al despedirse, él le tomó la mano, la apretó discretamente y dijo con dulzura:
—Confío en que volvamos a vernos.
—Estamos en un aprieto, querida. No cabe la menor duda. —El conde de Saint James meneó la cabeza—. El problema es que el Cutty Sark jamás ha sido vencido.
En realidad, ésa era sólo la mitad de la cuestión. El problema más urgente y acuciante era que, dos días antes, el señor Gorham Dogget había llegado de Boston y declarado que, inmediatamente después de Navidad, se llevaría a su esposa y a su hija a hacer un crucero de tres meses por el Nilo y el Mediterráneo para alejarlas del húmedo invierno inglés. Si Nancy y su madre regresarían después a Londres no estaba decidido.
El problema del Cutty Sark era su robustez. Su intrépido capitán era capaz de izar más velamen de lo que se habría atrevido otro capitán y el clíper seguía avanzando veloz y seguro por los mares más embravecidos.
—Barnikel asegura que es capaz de derrotarlo, y puede que esté en lo cierto, pero el riesgo es demasiado grande —continuó el conde—. El tiempo apremia.
Lady Muriel sostenía una caja de frutas pasas, que siguió engullendo con aire pensativo.
—No hay vuelta de hoja —concluyó Saint James—. Mañana iré a declararme.
Algunas personas se reían de Esther Silversleeves a sus espaldas, aunque era un poco injusto. Era incapaz de hacer daño.
Es posible que Esther se hubiera sentido más segura de sí misma si los maridos de sus hermanas no hubiesen tenido tanto éxito. Jonas y Charlotte Barnikel, aunque el capitán había reunido una pequeña fortuna debido a sus numerosas travesías, seguían siendo los sólidos comerciantes, de tradición marina, que habían sido siempre. Los Penny, por otro lado, como eran una familia bien establecida en la City, se movían en un círculo más distinguido, acudían a cenas organizadas por las compañías de librea en la City y de vez en cuando asistían a la ópera en Covent Garden. En cuanto a los Bull, se habían hecho tan ricos que sus hijos se mezclaban con jóvenes damas y caballeros de la alta sociedad casi en pie de igualdad. Sin embargo, la situación de Arnold Silversleeves y de su esposa era distinta. Su casa estaba ubicada en un barrio agradable, a unos seis kilómetros del centro de Londres en la colina norte de Hampstead, no lejos de los grandes espacios abiertos de Hampstead Heath. Muchas de las casas de esa zona eran espléndidas, o cuando menos encantadoras. La suya —aunque ninguno de los dos se había dado cuenta— no era ni lo uno ni lo otro. Sus elevados y antiestéticos hastiales recordaban al propio dueño de la vivienda, el larguirucho y desgarbado señor Silversleeves. Pero era espaciosa y, gracias al dinero de ella, no pasaban privaciones.
Arnold Silversleeves había seguido siendo socio de Grinder y Watson hasta su reciente jubilación. Sus conocimientos sobre ingeniería eran respetados. Pero los proyectos en los cuales involucraba a la empresa nunca llegaban a ser rentables: o bien los elegía porque representaban un desafío técnico, o su exacerbado perfeccionismo erosionaba los márgenes de beneficio. En cualquier caso, mucho antes de que Silversleeves se jubilara, los otros socios de la firma dejaban entrever cierta irritación cuando se dirigían a él. En cuanto a ascender en la escala social, jamás se le había ocurrido. La familia era respetada y gozaban de una buena posición: ¿qué más podía pedir?
No obstante tenía, como sus socios solían reconocer, uno de los cerebros más dotados para la ingeniería de todo Londres. Y, sin duda, fue por este motivo que poco antes había sido contratado por un rico caballero estadounidense cuya presencia en su casa una semana antes de Navidad había hecho que Esther Silversleeves se pusiera tan nerviosa.
Si Arnold Silversleeves había soñado con proyectos para mejorar las condiciones de la humanidad, o al menos de los londinenses, le producía cierta satisfacción que muchos de ellos se hubieran cumplido. Cuando, a finales de los años cincuenta, el Parlamento decidió por fin renovar el sistema de alcantarillado de Londres, no había cedido el contrato de las obras a la firma de Silversleeves, sino al gran ingeniero Bazalgette. Silversleeves, en un rasgo muy propio de él, había ofrecido de inmediato sus planos del sistema existente al gran hombre, que los había utilizado para cotejarlos con los suyos. «Sus planos —había dicho generosamente a Silversleeves— son perfectos en todos sus detalles».
El Embankment del Támesis resultante, que discurría junto a la recuperada orilla sobre las nuevas tuberías principales que se extendían desde Westminster hasta Blackfriars, procuraba al respetado ingeniero tanta satisfacción como si él mismo se hubiera beneficiado de él. Más directamente, lo habían llamado como asesor de otro proyecto colosal que se estaba llevando a cabo junto al Támesis. Las dos inmensas torres del puente de la Torre estaban revestidas de piedra y modeladas en estilo gótico victoriano para hacer juego perfectamente con la Torre de Londres e imitar las Casas del Parlamento río abajo. «Pero el revestimiento de piedra es un disfraz —explicó Silversleeves a su esposa lleno de gozo—. En el interior hay una estructura y una maquinaria gigantesca de acero». Fue en relación con las grandes básculas —los dos enormes puentes levadizos de acero que se abrían para dejar pasar a los buques de elevados mástiles— por lo que habían llamado a Silversleeves como asesor del ingeniero Barry; y Brunel, el socio de Barry, había vuelto a llamarlo para verificar las complicadas matemáticas del sistema que sostendría y haría girar los dos puentes de treinta metros de longitud. Sin embargo, Silversleeves reservaba su mayor entusiasmo para el nuevo proyecto para el que el estadounidense lo había contratado.
«Así se harán las cosas en el futuro», había dicho a su esposa eufórico. El sueño que siempre había acariciado de un tren subterráneo londinense se había cumplido en parte. Ya se había creado una red de excavaciones y túneles dotados de aberturas de ventilación para los trenes de vapor; pero presentaba la desventaja del calor y el hollín y sin demoler o socavar los cimientos de un gran número de viviendas no podían ampliar dicho sistema para cubrir las necesidades de una ciudad como Londres. «Aunque si lo construyéramos a unos doce metros de profundidad no habría problema —solía explicar Silversleeves a su mujer—. Es fácil excavar la arcilla del subsuelo. Luego construimos un tubo. El tren circularía por un tubo». Pero era imposible que un tren de vapor circulara por un tubo profundo. «En ese caso los trenes tendrán que ser eléctricos», concluyó Silversleeves risueño.
La electricidad. Para el visionario Arnold Silversleeves, preludiaba la era moderna. Había sido en 1860 cuando Swan había inventado su lámpara eléctrica, pero el primer sistema de luces eléctricas no se había instalado en Londres hasta hacía diez años, en el flamante y espléndido Embankment del Támesis. A partir de entonces, el progreso había sido muy rápido. En 1884, los primeros tranvías accionados con energía eléctrica habían empezado a reemplazar en las calles a sus versiones tiradas por caballos. Hacía cinco años que Parsons había perfeccionado una turbina de vapor para accionar una dinamo, lo que abrió el camino a las plantas de energía eléctrica para consumo público. Y ese mismo año habían comenzado las obras de un ferrocarril subterráneo que contendría un tren eléctrico. Silversleeves, que había construido su propia dinamo y había instalado —ante el terror de Esther— varias luces eléctricas en su casa, estaba entusiasmado con esa perspectiva. «El tren eléctrico es limpio —aseguró Silversleeves a su esposa—. Y calculo que, bien construido, resultará económico. El obrero podrá utilizarlo sin perjuicio para su bolsillo».
El único problema consistía en encontrar a hombres lo bastante emprendedores para construirlos y explotarlos. Los gobiernos no invertían en esa clase de proyectos, ni disponían del dinero suficiente para hacerlo. El ferrocarril subterráneo, como casi todo en la Inglaterra victoriana, sería una empresa comercial, y los inversores británicos, hasta ese momento, se mostraban cautos con respecto a la nueva tecnología. Pero no así los estadounidenses. Y cuando el señor Gorham Dogget había visitado Londres se había puesto en contacto con Arnold Silversleeves.
«Los trenes eléctricos han dado un excelente resultado en Chicago —dijo el estadounidense a Silversleeves—. Londres es la ciudad más densamente poblada del mundo. Necesita con urgencia un buen sistema de transporte. Deseo que me hagáis un estudio viable. Yo me encargaré de hallar a los inversores. ¡Os aseguro que es factible!». Y el señor Gorham Dogget había pagado a Silversleeves, en dinero contante y sonante, la primera parte de unos honorarios que habían dejado estupefacto al ingeniero.
La presencia en su casa del señor Gorham Dogget aturullaba a Esther Silversleeves, que se había apresurado a pedir ayuda a los Penny. Los Barnikel, aunque tenían cariño a Esther, censuraban su afán de destacar socialmente; los Bull, aunque siempre la trataban amablemente, se movían en otros círculos. Esther sabía que podía confiar en los respetables Penny. Éstos se presentaron con su hijo, un joven muy inteligente que trabajaba en la City y que acudió, según constató Esther satisfecha, muy elegante. El caballero de Boston parecía sentirse a gusto en su compañía. La comida —a Arnold le gustaba la comida sencilla, pero Esther había pedido en secreto a la cocinera que preparara unos budines bastante atrevidos— también complació al distinguido huésped. El uniforme de la doncella había sido almidonado dos veces. La única cosa sobre la que Esther no había logrado decidirse, preguntándose cómo abordar la cuestión, no salió a colación hasta que se sirvió el pato.
—Mi apellido de soltera era Dogget, igual que el vuestro —se aventuró a decir por fin.
—¿De veras? ¿Vuestro padre era un Dogget? ¿A qué se dedicaba?
Esther notó que Harriet Penny miró nerviosa a su marido, pero no la pilló desprevenida.
—Era un inversor —respondió Esther y se sonrojó ligeramente.
—Sin duda era un hombre excelente. Nosotros llegamos en el Mayflower —dijo el señor Gorham Dogget. Luego se volvió hacia el joven Penny, que parecía sostener unas ideas muy interesantes.
Si Esther consideraba que el bostoniano se había mostrado un tanto brusco con respecto a algunas frases hechas que ella había repetido insistentemente a lo largo de conversación, tal defecto se vio ampliamente compensado por el entusiasmo que parecían inspirarle los miembros más jóvenes de la familia. Era evidente que su propio hijo Matthew y su esposa habían caído bien al señor Gorham Dogget. Matthew trabajaba de abogado en una importante firma de procuradores y el bostoniano había indicado que quizá tuviera algún trabajo para él. En cuanto al joven Penny, éste manifestó su deseo de impulsar el negocio familiar de seguros a un nuevo e interesante ámbito.
—Por primera vez en la historia existe suficiente prosperidad, no sólo en la clase media, sino entre los pequeños tenderos y artesanos, para permitirles suscribir una póliza de vida —informó el joven Penny a Dogget—. Naturalmente, el tamaño de cada póliza será pequeña; pero el volumen de números es potencialmente gigantesco. La Compañía de Seguros Prudential es muy activa en este campo, pero hay espacio suficiente para todos. —La Compañía de Seguros Penny había contratado recientemente al hijo menor de Silversleeves como actuario—. Si uno calcula bien los números y ofrece unos precios económicos, nada hay que no podamos conseguir —aseguró Penny a todos los presentes.
—Vuestro hijo es un joven muy inteligente y con gran visión de futuro —murmuró el bostoniano a Harriet Penny.
Pero fue a los postres cuando Esther Silversleeves consiguió brillar. Pues fue entonces cuando, echando una ojeada alrededor de la mesa, el señor Gorham Dogget preguntó:
—¿Conoce alguien a un tal lord Saint James?
Oh, pero naturalmente que Esther lo conocía. Sonrojándose de gozo al poder alardear de tener semejantes amistades, Esther empezó a decir:
—Confío en que no creáis que nos damos aires… —Esa pequeña frase, que Esther utilizaba cada vez que era consciente de su inferioridad social, hacía que los Penny se estremecieran y que los Bull adoptaran un aire un tanto distante—. Pero puedo hablaros del conde. Él y mi cuñado son socios en una naviera.
—¿Os referís a un barco?
—Así es. El Charlotte Rose. Es un clíper. Están convencidos de que puede derrotar al Cutty Sark —afirmó Esther con gran aplomo—. De hecho, el conde ha apostado tanto dinero que puede decirse que su fortuna reposa sobre los hombros de mi cuñado. Es el capitán del barco, ¿comprendéis? —Tras estas palabras Esther miró a todos con expresión risueña, felicitándose por el magnífico papel que había hecho, mientras el señor Gorham Dogget la observaba con aire pensativo.
El tiempo apremiaba para Lucy Dogget. Si quería tratar de salvar a la muchacha, debía apresurarse.
Lucy Dogget cumplió los setenta ese año, pero aparentaba más. Comparada con las hijas de Silas parecía, no una década, sino una generación mayor que ellas. A veces, mientras permanecía sentada durante horas a su mesa de trabajo, se preguntaba qué le había pasado a su vida.
Había sido duro ser una madre soltera en Whitechapel. Aunque algunos lo tenían peor: familias con seis o siete hijos y un padre sin trabajo. El único camino que les quedaba era robar o ejercer la prostitución, y las enfermedades y la muerte no tardaban en llevárselos. La gran lucha de Lucy había consistido en impedir que su hijito sufriera esas consecuencias. El padre del niño había tratado de ayudarlos subrepticiamente durante los cinco años que había vivido después de nacer la criatura, pero a partir de entonces Lucy había tenido que arreglárselas sola.
Había desempeñado varios trabajos humildes para alimentar a su hijo y a ella misma. Había logrado convencer al chico de que asistiera a la escuela parroquial, para lo cual había tenido que pagar unos peniques. Pero su hijo había dejado la escuela, pues prefería deambular por las calles y realizar algún que otro pequeño trabajo. A la edad de doce años, aunque sabía leer un poco y escribir su nombre, el joven William trabajaba buena parte de la jornada en un taller de construcción y reparación de botes cuyo propietario, compadeciéndose de su situación, lo había empleado para que aprendiera el oficio. Pero William también se había cansado de ese trabajo y a los dieciséis años buscaba faenas temporales en los muelles. A los diecinueve se había casado con la hija del dueño de otro taller de construcción y reparación de botes. A los veinte había tenido un hijo varón, que había muerto a los seis meses; luego otro; luego una hija, seguida por otras dos, ambas delicadas de salud, que habían fallecido. Hacía ocho años que su esposa había muerto de parto. Esas cosas ocurren; algunos hombres vuelven a casarse. Pero William no. En cambio, le dio por beber. Así, a los sesenta años Lucy se había encontrado de nuevo con que tenía que hacer de madre.
Whitechapel había experimentado un profundo cambio. A comienzos de los años ochenta, unos siniestros pogromos en Europa oriental habían obligado a una gran parte de la población judía a emigrar. Muchos habían huido a Estados Unidos, pero un gran número, decenas de miles, se había establecido en la tolerante Inglaterra; y muchos de estos nuevos refugiados, al igual que otros que los habían precedido, habían fundado su hogar en el East End, junto al puerto de Londres.
La transformación era asombrosa. Algunos ingleses e irlandeses se habían quedado, otros se habían mudado a barrios vecinos a medida que una calle tras otra en Whitechapel era invadida por judíos. Éstos vestían de manera estrafalaria y hablaban en yiddish. «Permanecen aislados y no causan problemas», observó Lucy complacida. Pero se trasladó a Stepney con el resto de sus vecinos. Y allí, mientras su hijo encontraba a veces trabajo, y a veces conseguía no beberse todo su magro jornal, Lucy se había empleado en una fábrica de prendas impermeables para ayudar a sus dos nietos a subsistir.
En una cosa le fue mejor. Desde 1870 era obligatorio que los niños asistieran a la escuela, e incluso en el East End existía una escuela en todas las parroquias. Pero aún no se podía aplicar esa ley por la fuerza. La mayoría de los niños asistía a la escuela esporádicamente, y cuando su nieto Tom cumplió diez años, Lucy desistió de tratar de obligarlo a asistir al colegio. «Acabarás como tu padre», le decía. «No creo», solía responder el chico sin inmutarse y ella reconocía que nada podía hacer por él. Pero su hermana Jenny era muy distinta. A los diez años ya se ganaba unos peniques ayudando al maestro a enseñar a los otros niños a leer. «Espero que el sacrificio que he hecho todos estos años para mantener a mi hijo y a mis nietos —rezaba Lucy por las noches— haya servido de algo». Todo indicaba que Jenny lograría salvarse.
Cinco años antes, debido a que sus piernas se habían debilitado, Lucy había tenido que dejar de trabajar en la fábrica. Pero una mujer que viviera en el East End de Londres y se viera obligada a quedarse en casa aún tenía oportunidad de ganar unos peniques, y el sistema más seguro, aunque tedioso, era hacer cajitas de fósforos. Sólo necesitaba los materiales, una mesa y un pincel para aplicar la cola para armar una cajita de fósforos. Le dieron los materiales, salvo la cola que tuvo que comprar ella misma. El trabajo no era difícil. La fábrica Bryant and May le pagaba dos peniques y medio por cada gruesa que entregaba. Lucy podía hacer siete gruesas al día si trabajaba catorce horas; de modo que en una semana de ochenta y ocho horas de trabajo ganaba cuatro libras y diez chelines. Jenny la ayudaba algunos días a la semana y, gracias a ese trabajo, podían pagar el alquiler y comprar un poco de comida. Pero ¿qué sería de Jenny cuando Lucy desapareciera?
Al mirar alrededor, vio unos signos que no eran precisamente alentadores. Su hijo era un borracho. El joven Tom frecuentaba a unos jóvenes poco recomendables de la comunidad judía; y aunque esos chicos judíos apenas probaban el alcohol, eran muy aficionados al juego. «Lo que viene a ser una manera rápida de malgastar el jornal», decía Lucy a Jenny.
Para colmo, el año anterior se habían producido en Whitechapel los terribles crímenes de Jack el Destripador. Hasta ese momento todas las víctimas eran prostitutas, pero con un loco suelto por las calles ninguna joven estaba a salvo.
Había otra cosa que preocupaba a Lucy. Los primeros síntomas de conflictos habían aparecido en el East End el año anterior, concretamente en la fábrica de fósforos Bryant and May, cuando las empleadas, encabezadas por una mujer de armas tomar llamada Annie Besant que no trabajaba en la fábrica, habían organizado una manifestación para protestar contra los sueldos de miseria. Ese año se había registrado un conflicto más grave cuando otra mujer llamada Eleanor Marx, cuyo padre Karl Marx, según decían, era un escritor revolucionario que vivía en el West End, había ayudado a los trabajadores del gas a formar un sindicato; y poco después había estallado una inmensa huelga en los muelles.
«No digo que no tengan razón —comentó Lucy a Jenny. Ella conocía de sobra lo que ganaban las empleadas de la fábrica de fósforos; y con frecuencia su hijo le había descrito las terribles escenas que se producían en los muelles cuando los temporeros se peleaban entre sí para ocupar unos puestos fijos—. Pero ¿adónde iremos a parar?».
Fuera lo que fuese que el destino tenía reservado al East End, Lucy deseaba hallar un lugar seguro para Jenny antes de que ella ya no estuviera allí para protegerla. Pero ¿cómo? Cada año el East End se iba agrandando a medida que la población aumentaba y los emigrantes afluían a él. Las aldeas como Poplar habían desaparecido engullidas por el interminable erial de muelles, factorías y largas hileras de viviendas humildes. A Lucy sólo le quedaba una esperanza. Por lo tanto, un frío día de diciembre emprendió un viaje que no había intentado desde hacía más de treinta años.
En el universo de los abogados no existe lugar más ilustre y digno que la gran plaza cercana a Chancery Lane conocida como Lincoln’s Inn Fields. Un lado está adornado por una vetusta y noble mansión, mientras que el resto de la plaza está ocupado por varios bufetes de abogados y otros despachos de gran antigüedad. Y en una esquina, tras subir una hermosa y umbrosa escalinata que, de alguna manera, sugería un adecuado aire de elegante penumbra, se hallaba el bufete de Odstock y Alderbury, Procuradores.
Lucy nunca había ido a ver a los abogados de Silas, puesto que no había renunciado a su hijo. Dadas las circunstancias, tampoco le había hablado a su hijo de aquél. Pero confiaba en que cuando éste muriera le dejaría algo a ella. A fin de cuentas, ¿qué otros parientes tenía Silas? Lucy había tratado de averiguar qué había sido de él y por fin, hacía doce años, había leído en un viejo periódico que su tío había muerto. Lucy había escrito al abogado de Silas y, al no recibir respuesta, había escrito de nuevo para preguntar si su pariente se había acordado de ella. A los pocos días Lucy había recibido una respuesta breve y escueta: no.
Lucy no podía pensar en alguien que fuera capaz de proporcionarle lo que ella deseaba: un puesto agradable para Jenny en una casa decente tan alejada del East End como fuera posible, donde la trataran amablemente. Por otra parte, ¿acaso no existía la posibilidad de que una gota de la gran fortuna de Silas acabara en manos de la muchacha?
Así pues, esa mañana, a las diez en punto, Lucy se presentó en el bufete de Lincoln’s Inn, dio su nombre y preguntó si podía hablar con el señor Odstock.
El señor Odstock la hizo esperar durante dos horas. Era un hombre con las espaldas encorvadas, el pelo canoso y un talante severo, que se mostró muy sorprendido de verla, pero que, evidentemente, sabía muy bien quién era Lucy. La recibió en un pequeño despacho repleto de libros, asintió brevemente con la cabeza cuando Lucy le explicó el motivo de su visita y, tras reflexionar unos momentos, respondió:
—Me temo que no puedo ayudarla. No conozco esta clase de situaciones, aunque no niego que existan.
—¿Mi pariente no dejó dicho nada sobre mí?
—Salvo sus primeras instrucciones, nada.
—Pero ¿qué ha sido de su inmensa fortuna? —soltó Lucy de sopetón.
—Bien —el abogado parecía un tanto sorprendido—, sus hijas… —Entonces, al observar la expresión de extrañeza de Lucy, se quedó callado como un muerto—. Me temo que nada puedo hacer por usted —le dijo, abrió la puerta y, antes de que Lucy pudiera reaccionar, la había hecho salir del despacho.
Lucy permaneció sentada durante diez minutos en la fría plaza de Lincoln’s Inn Fields, reflexionando. No cabía duda sobre lo que había dicho el viejo abogado: Silas tenía hijas. ¿Era posible que una de sus hijas se compadeciera de ella y de Jenny? Pero ¿quiénes eran? ¿Y dónde estaban?
Entonces Lucy recordó algo que le habían dicho. Al comienzo de su reinado la reina Victoria había ordenado que todos los nacimientos, matrimonios y defunciones, que por lo general se registraban sólo en la correspondiente parroquia, debían constar también, a partir de entonces en un registro combinado en Londres. El público podía consultar dicho registro. «Si pudiera hallar los datos del matrimonio de alguna de sus hijas —pensó Lucy—, cuando menos averiguaría sus apellidos». Tras abordar tímidamente a un abogado que en esos momentos pasó delante de ella, éste le informó de que la oficina que buscaba no se encontraba lejos de allí. A primeras horas de la tarde Lucy se encontró, junto con otras personas, ante los inmensos registros. Éstos estaban dispuestos según cada trimestre del año, nítidamente inscritos en unos gruesos pergaminos, y contenían todos los matrimonios que se habían celebrado en Inglaterra.
Lucy no tenía idea de que existieran tantos Dogget en el mundo. Al principio se preguntó cómo iba a encontrar algo, pero poco a poco, a medida que repasaba las listas atentamente, empezó a comprender la mecánica de las mismas. No vio los datos de Charlotte, porque la familia aún no se había trasladado a Blackheath cuando ésta se casó, pero al cabo de un rato, poco antes de que la oficina cerrara, Lucy llegó a otra entrada, en lo que parecía el lugar adecuado. Se leía: Dogget, Esther, con Silversleeves, Arnold.
¿Podía esta Esther ser hija de Silas? ¿Dónde estaba en ese momento? ¿Cómo diablos iba a averiguar su dirección? Durante varios minutos, después de haber abandonado la oficina del registro, Lucy se preguntó qué debía hacer, cuando de golpe recordó haber visto un directorio mientras aguardaba en el despacho del abogado.
Después de haber regresado de un excelente almuerzo el viejo señor Odstock se encontró casualmente con el joven señor Silversleeves, el prometedor nieto de Silas Dogget, a quien había estado más que satisfecho de contratar como pasante en su bufete.
—¿Sabéis? —empezó a decir con aire jovial—, esta mañana he visto a una curiosa parienta… —iba a decir «vuestra», pero al recordar las estrictas órdenes de Silas se abstuvo.
—¿Parienta? —preguntó el joven Silversleeves.
—No tiene importancia —rectificó el anciano—. Una prima mía. Usted no la conoce.
Dado que tenía mucho tiempo y estaba de buen humor, el conde de Saint James decidió dar un paseo.
Su proposición de matrimonio a Nancy había sido un rotundo éxito. El conde había tenido la feliz idea de llevarla a dar un paseo en coche. El tiempo los había acompañado. Bajo un cielo frío y despejado, el helado piso relucía cuando el coche abandonó Piccadilly, pasó delante de la noble residencia de Apsley House, construida por el viejo duque de Wellington, y penetró en Hyde Park. La escena parecía salida de un cuento de hadas. El coche había avanzado por una avenida bordeada de árboles que parecían de hielo hasta llegar al lugar donde antiguamente se encontraba el Crystal Palace. Un elevado y barroco monumento al príncipe Albert señalaba el lugar exacto, mientras que fuera del parque se alzaba la gigantesca silueta ovalada del nuevo Albert Hall. La pareja había admirado el paisaje envuelta en un mágico silencio hasta que, al llegar al punto donde la zona oeste de Hyde Park daba paso a los jardines de Kensington, el conde había pedido a Nancy que se casara con él.
Ella le había rogado que le concediera tiempo para pensarlo —era la costumbre—, pero sólo durante unos pocos días, y él había adivinado, por su talante, que la respuesta sería afirmativa.
—Aunque por supuesto tendrás que hablar con mi padre —le había recordado ella.
En esos momentos, mientras proseguía su camino, Saint James no estaba seguro de si se entrevistaría primero con el padre o con la hija.
En cualquier caso se había sentido tan animado, estaba tan convencido de que la joven le gustaba mucho, que se había detenido para comprarle un regalo.
En Londres había muchos marchantes, pero el favorito del conde era un francés, monsieur Durand-Ruel, cuya galería estaba situada en New Bond Street. Poco tiempo antes el conde había empezado a coleccionar cuadros del Támesis, aunque no tenía ni idea de por qué el río le atraía tanto. Había comprado uno de un pintor estadounidense, Whistler, que residía en Londres, pero los precios de Whistler, cuyos cuadros se vendían por más de cien guineas, eran excesivos. Por un precio inferior, en la galería de Durand-Ruel el conde podía adquirir la obra de un pintor francés excelente aunque poco conocido, Claude Monet, que visitaba Londres con frecuencia para pintar el río. Poco antes de partir para su cita, Saint James había accedido a adquirir un nuevo Monet.
Su ruta desde New Bond Street lo llevó hacia el oeste, a lo largo de Oxford Street. La vieja calzada romana de acceso desde Marble Arch hasta Hollborn había empezado a transformarse en una calle comercial. El conde se detuvo un par de veces para contemplar los escaparates de los pañeros, luego cruzó Regent Street, prosiguió hasta el extremo de Tottenham Court Road, descendió por Seven Dials y Covent Garden y por fin llegó a su destino en el Strand.
Tanto su esposa como su hija habían notado que Gorham Dogget parecía preocupado desde el día anterior. Había salido a atender unos asuntos en dos ocasiones y en ese momento, mientras aguardaba en el vestíbulo, el seco bostoniano daba la impresión de estar muy nervioso. Cosa que no dejaba de ser extraña, pues se hallaba en el lugar que más le gustaba de Londres.
No existía nada en Europa comparable al hotel Savoy en el Strand.
Creado por D’Oyly Carte, el productor de las operetas de Gilbert y Sullivan, el hotel, inaugurado poco tiempo antes y construido donde antaño se alzaba el palacio de los Saboya, residencia de Juan de Gante y donde Chaucer se había alojado con frecuencia, aunaba un moderno nivel de bienestar estadounidense y grandeza europea y constituía una verdadera obra de arte. En lugar de tener que recorrer el acostumbrado pasillo para ir al baño, cosa habitual incluso en los mejores hoteles, todas las suntuosas suites del Savoy disponían de su propio baño. El chef no era otro que el gran Escoffier; el director, probablemente el mejor director de hotel que ha existido jamás, César Ritz. Ritz: empresario, confidente discreto, capaz de resolver cualquier imprevisto.
Dogget parecía complacido, incluso aliviado de ver al conde, a quien invitó a sentarse en un rincón apartado donde pudieran conversar con tranquilidad. Sonriendo amablemente, el estadounidense le explicó que su esposa y su hija bajarían dentro de unos minutos y preguntó si, entre tanto, Saint James deseaba comentarle algo. Tras recibir una señal tan inequívocamente clara, el conde le pidió cortésmente la mano de su hija.
—No puedo hablar en su nombre —respondió el bostoniano—, pero tengo la impresión, lord Saint James, de que sois un hombre intachable. No obstante, como padre que soy de Nancy, debo haceros algunas preguntas. Deduzco que podéis mantener a mi hija.
El conde meditó detenidamente antes de responder a esa pregunta.
—Nuestra fortuna se ha visto muy mermada, señor Dogget. Las rentas de las tierras son exiguas, aunque poseo otros bienes. Pero la casa y la propiedad de Bocton se encuentran en excelente estado, y luego están las joyas de la familia… —Saint James era demasiado educado para añadir otro detalle evidente: el título.
—Pero ¿disponéis de medios suficientes para vivir?
—Oh, sí. —Era cierto, al menos de momento.
—¿Y amáis sinceramente a mi hija, por ella misma? Debo deciros que yo creo en eso, lord Saint James. Creo firmemente. En la riqueza y en la pobreza, según dicen.
—Desde luego. —Una mentira, se dijo el conde, no era una mentira cuando se decía para ser galante con una dama.
—Bien. Como es lógico, un día Nancy heredará cierta suma —reconoció el bostoniano con cautela, pero se interrumpió al ver acercarse al señor César Ritz, el discretísimo director del hotel, que inexplicablemente se había presentado sin ser llamado.
—Disculpadme, señor —dijo suavemente y entregó a Dogget un papel, que el estadounidense observó irritado.
—Ahora no, señor Ritz.
—Lo lamento, señor. —El director no se movió.
—He dicho que más tarde —rezongó Dogget.
—Me asegurasteis que el problema quedaría resuelto esta mañana, señor —le recordó Ritz—. Entendimos que en cuanto llegarais…
Dogget miró enfurecido al director del hotel, pero éste fingió no darse cuenta.
—Vuestra esposa y vuestra hija llevan una semana aquí, señor. Esto no puede continuar.
—Sabéis perfectamente que no existe el menor problema.
—Hemos recibido respuesta a una información que solicitamos a vuestros banqueros en Boston, señor.
Al oír esto, Dogget se puso pálido.
A Saint James le pareció que el estadounidense había envejecido varios años de repente. El hombre se derrumbó. Luego contestó con brusquedad:
—Todavía poseo una casa en Boston, señor Ritz. El Savoy cobrará lo que se le debe, señor Ritz, aunque tal vez tengáis que esperar un poco. Dentro de un par de días me marcharé de Londres. —Dogget miró a Saint James con evidente turbación—. Unas malas inversiones, lord Saint James. Al parecer he perdido mi fortuna. Pero, como os decía, aún confío en hacer algo por Nancy, a su debido tiempo. No soy muy viejo. En una ocasión hice una fortuna y supongo que podré volver a hacerla. Así que confío en que unáis vuestros destinos a los nuestros —dijo Dogget con un leve toque de calor familiar.
Pero el conde de Saint James, bien porque se sentía turbado o por algún motivo urgente, se disculpó y emprendió una precipitada retirada.
El señor Dogget guardó silencio y meneó la cabeza con tristeza durante unos momentos después de que Saint James se hubiese marchado. Luego alzó la vista y miró a César Ritz.
—Gracias, señor Ritz.
—¿Lo he hecho bien, señor?
—Oh, sí. Creo que nos hemos librado de él.
La carta estaba escrita con una esmerada caligrafía, clara y erudita pero al mismo tiempo muy viril. Violet se encontraba presente cuando Mary Anne la abrió.
—¡Es del coronel Meredith! —exclamó ésta casi sin darse cuenta.
—¡Oh, mamá! —La muchacha dirigió a su madre una mirada de complicidad que Mary Anne consideró indecorosa—. ¿Qué dice?
—Dentro de dos semanas ofrecerá una lectura de sus poemas persas en Hatchards. Puede asistir todo el que quiera, pero nos lo comunica por si, según dice, nos divierte ir.
Qué hábil había sido, pensó Mary Anne. Una invitación a reunirme con él, pero totalmente inocente por si alguien nos ve juntos. Ni siquiera era necesario responder. No había compromiso alguno. Podía acudir con Violet, o podía ir sola. O, como sabía que era su deber, podía no ir. Fuera cual fuese la decisión que tomara, Mary Anne se lamentó de habérselo contado a su hija.
—¿Vas a ir, mamá?
—No lo creo —contestó Mary Anne.
En los últimos tiempos se habían producido tantos acontecimientos que Esther Silversleeves no recordaba una época en que hubiera tenido tantas cosas en que pensar.
La visita del señor Gorham Dogget lo había trastocado todo. Tres días después de Navidad, el hijo de Esther había acudido al Savoy, donde le habían entregado un montón de documentos legales para que los revisara. En cuanto a Arnold, Esther nunca lo había visto tan ajetreado. Confiaba en que ello no le causara ningún percance, teniendo en cuenta su edad, pero lo cierto era que se lo veía muy feliz.
—Esos estadounidenses tienen unos sueños muy audaces —dijo Arnold a su esposa—. Ojalá pudiera trabajar para un hombre así toda mi vida.
Pero lo más asombroso fue que, al día siguiente, el bostoniano había preguntado a su cuñado Penny si su hijo estaría dispuesto a acompañarlo a él y a su familia en un crucero.
—Así, sin más, embarcar en Southampton y pasarse tres meses viajando…, ¡por el Nilo! —contó Harriet Penny muy excitada a Esther—. Creo que desea que nuestro hijo haga compañía a su hija —añadió—. ¡Y va a ir!
—¡Oh, querida! —respondió Esther pasmada—. Confío en que no se nos suba a la cabeza.
Lo más triste, incluso preocupante, fue que justo después de Año Nuevo regresó el Cutty Sark, que había derrotado a todos sus adversarios, pero nada se sabía sobre el Charlotte Rose.
—Estoy segura de que nada le ha ocurrido —dijo Charlotte refiriéndose a su marido cuando Esther fue a verla en Camberwell—. Siempre regresa a casa.
Pero Esther notó que Charlotte estaba preocupada.
Menos importante, aunque extraño, fue el pequeño incidente que se había producido tres días antes. Aunque le fascinaba menos que las alcantarillas y los trenes eléctricos, la aparición del teléfono en la última década había satisfecho profundamente a Arnold. En la capital, entre los ricos, el nuevo invento había causado sensación y Arnold se había mostrado impaciente por conseguir uno en cuanto instalaran una centralita en Hampstead. El teléfono aún no llegaba a muchas ciudades de provincias, pero, según había asegurado a su esposa: «Es el invento del futuro».
Pero ¿quién, se preguntó Esther, podía ser la extraña voz femenina que la había telefoneado hacía tres días?
—¿La señora Silversleeves?
—¿Sí?
—¿Sois la hija del difunto señor Silas Dogget, de Blackheath?
Tan pronto como Esther hubo respondido afirmativamente, su interlocutora colgó. Esther se preguntó por enésima vez de quién podía tratarse cuando sonó la campanilla de la puerta y, al cabo de unos momentos, la doncella anunció:
—La señorita Lucy Dogget desea veros, señora.
Lucy había insistido en que no podía revelar el asunto que deseaba tratar con ella hasta que estuvieran a solas. Esther se había preguntado si debía negarse a recibirla, pero se dejó vencer por su curiosidad, y la anciana que se había presentado vestida correctamente parecía inofensiva. Lucy había pasado dos días buscando y pidiendo prestadas a las familias que conocía las ropas adecuadas para causar una buena impresión. Incluso había pedido prestadas al ama de llaves del vicario unas botas, una talla inferior a la que ella gastaba, de manera que después de recorrer un kilómetro desde la parada del autobús le hacían tanto daño que había sentido deseos de llorar. Pero vestida con su abrigo gris, su austero vestido negro y unas medias marrones limpias, Lucy podía haber pasado por una respetable ama de llaves o doncella jubilada.
—Deseaba veros a solas —explicó a Esther— porque no quiero avergonzaros.
Lucy le relató su historia con sencillez, y cuando hubo terminado Esther Silversleeves la miró horrorizada y en silencio. No ponía en duda la historia de Lucy, pero ésta abría ante ella un abismo tan pavoroso que Esther tuvo que sujetarse a los brazos del sillón.
—De modo que decís que este pariente rico era…
—En Blackheath. Un caballero muy educado, desde luego. Debéis de sentiros muy orgullosa de él…
—Sí. Pero… —Esther observó a Lucy aterrorizada—. Dijisteis que vuestro hermanito murió junto al río…
Durante unos segundos Lucy miró a Esther a los ojos con total comprensión y bajó la vista.
—Eso sucedió hace mucho —respondió suavemente—. Ni siquiera estoy segura de recordarlo.
El oscuro abismo estaba allí: el leve chapoteo de los remos en la niebla, el ruido sordo de un cuerpo al caer al agua, unas cosas que Esther apenas conocía, pero que siempre había temido. Una pesadilla fría y viscosa que invadía su respetable hogar en Hampstead Heath. Esther pensó en Arnold, en sus hijos, en el joven Penny navegando por el Nilo, en los Bull, en lord Saint James. Y en Silas el draga. Durante unos instantes se quedó muda. Por fin preguntó con voz ronca:
—¿Necesitáis dinero?
Lucy negó con la cabeza.
—No. No he venido en busca de dinero. Jamás haría una cosa así. No, lo que busco es un puesto honrado para una joven. Un puesto de criada. En una casa decente, donde esté segura y la traten bien. Confiaba en que vos conocierais a alguien que pudiera emplearla. Eso es todo. Sólo he venido a pediros eso.
—¿Cuánto hace que vinisteis a ver a mi padre? —preguntó Esther.
—Treinta y ocho años.
—Debéis de haber sufrido mucho.
—Sí, así es —contestó Lucy. Luego, inesperadamente, rompió a llorar. Durante unos momentos permaneció con el cuerpo doblado, agarrándose las rodillas a través de su vestido negro mientras los sollozos sacudían su cuerpo y murmuraba—: Lo siento. Lo siento mucho.
—Esa joven estará a salvo. Vendrá aquí —dijo Esther Silversleeves, ante su propio e inmenso asombro.
Para un hombre que siempre ofrecía un aspecto impecable, es preciso reconocer que ese día el conde de Saint James no parecía el mismo. Se había echado un abrigo con esclavina sobre su camisa abierta, se había encasquetado un bombín y se había enrollado una bufanda de seda roja en torno del cuello mientras salía corriendo de la casa y detenía un coche. Estaba tan alterado que incluso había olvidado sus llaves. Barnikel y el Charlotte Rose acababan de regresar, con tres semanas de retraso.
El mes anterior había sido espantoso para Saint James. El asunto de Nancy le había afectado profundamente. Un caballero no podía faltar a su palabra, pero, como es lógico, el matrimonio no podía celebrarse.
Había escrito a Nancy una carta para indicarle que existía algo en su pasado que lo obligaba —aunque no especificaba de qué se trataba, afirmaba que era el único camino decente que le quedaba— a retirarse. Pudo haber dicho que no tenía un penique, pero se sentía tan furioso que no estaba dispuesto a aducir esa razón. El conde se consoló pensando que, tras haber perdido su fortuna, seguramente el bostoniano no volvería a aparecer por Londres y le evitaría así el bochorno de toparse con él. Lo único que lo había intrigado había sido un rumor, oído poco después, de que el señor Dogget había decidido emprender un crucero por el Nilo.
A medida que pasaban los días Saint James aguardaba impaciente noticias del clíper. Primero había recibido el duro golpe de que el Cutty Sark había sido avistado navegando por la costa de Kent; luego que había llegado al puerto de Londres y, por último, que había perdido su apuesta. Luego, día tras día, la angustiosa espera sin noticias mientras se preguntaba si había perdido el barco y también a su amigo Barnikel.
Cuando Saint James se reunió con Barnikel en el muelle, éste no tardó en relatarle su historia. Apesadumbrado, le explicó que, al tratar de adelantar al Cutty Sark, se había abatido sobre él una tormenta, había perdido un mástil y tenido que recalar en un puerto sudamericano para reparar su barco.
—En cierta ocasión logramos adelantar al Cutty Sark —dijo en tono defensivo. Luego, contemplando el otro barco de tres palos amarrado en el muelle, Barnikel suspiró y dijo—: Ahora lo sé con toda certeza: no existe un velero capaz de darle alcance.
—Ese barco me ha arruinado —declaró el conde en tono sombrío, y se marchó.
En realidad ya nada podía hacer, pensó el noble al tomar el coche de regreso a casa. Por supuesto, tendría que vender la mansión de Regent’s Park. Era demasiado cara de mantener. Pero la perspectiva de compartir una casa más pequeña con lady Muriel no le apetecía. «Quizá debería establecerme en Francia», pensó Saint James. La libra inglesa era una moneda fuerte en Europa continental y muchos caballeros ingleses habían logrado mantener las apariencias en Francia o Italia en lugar de pasar privaciones en Inglaterra.
Al llegar a su casa, malhumorado y pensativo, habían comunicado al conde la noticia, insólita pero no desagradable, de que su hermanastra había salido.
—No dejó dicho a qué hora regresaría, milord —añadió el mayordomo.
Aliviado de poder estar a solas para reflexionar, Saint James subió a su biblioteca y se sentó en un cómodo sillón.
Al cabo de unos minutos se fijó en algo que le llamó la atención. La puerta de la alacena donde guardaba la caja fuerte estaba entornada. El conde se levantó pausadamente. Pero al acercarse para cerrarla observó, con un gesto de sorpresa, que la caja fuerte estaba abierta. Y vacía.
—¡Las joyas! —exclamó.
¿Habrían entrado a robar unos ladrones? Saint James corrió a avisar el mayordomo cuando de pronto vio sus llaves sobre la mesa de la biblioteca. Junto a ellas había una hoja de papel blanco en la cual estaban escritas, con la letra grande e infantil de su hermana, sólo tres palabras: me he marchado.
Lanzando un rugido de rabia y amargura, el desdichado conde de Saint James los maldijo a todos. Maldijo a Muriel, a Nancy, a Gorham Dogget y a Barnikel.
—¡Y maldito sea también el Cutty Sark! —gritó.
Por suerte, el conde no presenció la escena que se produjo esa noche cuando Barnikel regresó junto a su esposa Charlotte en Camberwell. Después de haberle dado de cenar, y de haberle preparado su grog favorito, su esposa lo hizo sentarse cómodamente junto a la chimenea, le acarició su hirsuta barba y comentó:
—Lamento que no tuvieras suerte, pero nos queda un consuelo.
—Explícate.
—Hemos ganado una bonita suma de dinero.
—¿A qué te refieres?
—Aposté en la regata. En realidad, pedí a nuestro hijo que lo hiciera en mi nombre.
—¿Apostaste a que ganaría yo? ¿Como Saint James?
—No, querido. Aposté a que ganaría el Cutty Sark.
—¿Apostaste contra tu propio esposo, mujer?
—Bueno, alguien tenía que hacerlo. Yo sabía que no podías ganar. El Cutty Sark es demasiado veloz. —Su esposa lo miró sonriendo—. ¡Hemos ganado mil libras!
Después de una larga pausa, el capitán Barnikel se echó a reír sobre su grog.
—¡A veces eres tan tremenda como tu viejo jefe! —observó complacido.
—Espero que sí —contestó ella.
El acuerdo al que llegaron Esther Silversleeves y Lucy fue muy simple. En cuanto ambas habían recobrado la compostura, Esther comprobó que era capaz de pensar con una claridad que ignoraba poseer.
—¿Estáis segura de que la muchacha no lo sabe? —preguntó a Lucy.
—Absolutamente —respondió ésta.
—Entonces decidle que habéis dado conmigo por medio de una agencia —le ordenó Esther—. Pero debéis decirle que puesto que mi apellido de soltera es el mismo que el vuestro, no me parece apropiado que ella sea una Dogget. Tendrá que cambiarse el apellido. —Tras reflexionar unos instantes, Esther sugirió—: Puede llamarse Ducket. Eso es.
Lucy se mostró de acuerdo. Pero si tenía algunas dudas respecto al acuerdo, éstas se disiparon de inmediato cuando Esther declaró con una vehemencia que resultaba apabullante:
—Si alguna vez oigo una palabra, una insinuación sobre un parentesco con mi padre o… el pasado, la pondré inmediatamente de patitas en la calle sin referencias. Éstas son mis condiciones.
Cuando Lucy le hubo prometido que las cumpliría al pie de la letra, Esther suavizó el tono y preguntó:
—A propósito, ¿cómo se llama?
—Jenny.
Así pues, a comienzos de febrero de 1890, Jenny Ducket, como la llamaban entonces, se colocó de doncella de la señora Silversleeves.
La primavera de 1890 debió de ser una época de inmensa alegría en casa de Edward y Mary Anne Bull. A fines de marzo, Edward anunció una noticia asombrosa:
—El conde de Saint James ha decidido vender su propiedad de Bocton, en Kent —dijo a su familia mientras se hallaban reunidos cenando—. Y voy a comprarla para restituirla a la familia. Podemos mudarnos mañana mismo. —Edward sonrió satisfecho—. Dispone de un parque de ciervos y una vista espléndida. Creo que os gustará. —Luego se volvió hacia su hijo y añadió con cierta sorna—: Dado que te has convertido en un caballero tan distinguido, supongo que te sentará bastante bien.
—¡A nosotras también! —exclamaron dos de sus hijas.
A los jóvenes solteros de buena familia les gustaban las muchachas cuyos padres poseían una finca en el campo. Sólo Violet se limitó a esbozar una vaga sonrisa de aprobación.
Desde un tiempo antes, a Violet le había dado por asistir a numerosas conferencias. Al principio su madre había insistido en acompañarla, pero después de tres o cuatro tediosas tardes pasadas en la Royal Academy o alguna institución asociada con la universidad, Mary Anne había desistido y dejado que su hija asistiera sola a esas aburridas pero respetables veladas. Lo único que se preguntaba era a qué se debía el súbito interés de su hija por esas cosas. «Sospecho —había confiado Mary Anne a Edward— que se lleva algo entre manos».
Durante la primera semana de abril Violet entró una tarde en la alcoba de su madre y cerró la puerta.
—Madre —dijo con calma—, debo decirte algo.
—Si tiene que ver con la universidad… —respondió Mary Anne.
—No. —Violet se detuvo—. Voy a casarme con el coronel Meredith. —Y encima tuvo la osadía de sonreír.
Durante un minuto aproximadamente Mary Anne se quedó sin habla.
—Pero…, ¡no puedes hacer eso! —balbució al fin.
—Sí que puedo.
—Aún no has cumplido la mayoría de edad. Tu padre no te lo permitirá.
—Casi soy mayor de edad. De todos modos, si me obligáis a hacerlo me fugaré. No dejaré que nada ni nadie me impida casarme con él.
—¡Pero si apenas lo conoces! ¿Cómo…?
—Asistí a la charla sobre poemas persas que dio en Hatchards. A la que tú no asististe, madre. Desde entonces nos hemos visto dos veces a la semana como mínimo.
—Las conferencias…
—Exactamente. Aunque es cierto que asistimos a conferencias, o visitamos galerías. También asistimos a conciertos.
—¡Pero debes casarte con un muchacho de tu edad! ¡Cualquier cosa es preferible a esta idea tan absurda, incluso que estudies en la universidad!
—Es el hombre más culto e interesante que he conocido en mi vida.
—Meredith lo ha hecho a nuestras espaldas. No se ha atrevido a venir a hablar con tu padre.
—Lo hará. Mañana mismo.
—Tu padre lo echará de aquí.
—Lo dudo. El coronel Meredith es rico y un caballero. Papá se sentirá más que satisfecho de librarse de mí. En caso contrario —agregó Violet fríamente—, organizaré un escándalo. A papá no le gustará.
—Pero, hija mía —gimió Mary Anne—. Piensa en la edad que tiene. No es natural. Un hombre de su edad…
—¡Lo amo! Estamos apasionadamente enamorados.
Al oír la palabra «apasionadamente». Mary Anne emitió un involuntario respingo. Luego, sintiéndose súbitamente indispuesta, miró a su hija a los ojos.
—No será que… —dijo con voz ronca.
—No te lo diría aunque fuera cierto —respondió la joven sin inmutarse—. Pero una cosa es evidente, madre. Jamás será tuyo.