19. La Suffragette

1908

El joven Henry Meredith estaba llorando. Acababa de recibir una buena azotaina. El hecho de que el señor Silversleeves, director del colegio y maestro de matemáticas, fuera pariente suyo nada tenía que ver. Esa clase de castigo no era infrecuente. En Inglaterra, América y muchos otros países se utilizaban sistemáticamente el bastón, la férula y la correa. El motivo de ese castigo apenas importaba. Aunque Eton y otras dos universidades fomentaban unas pautas más individualistas, Charterhouse formaba parte de un amplio grupo de colegios privados cuya misión principal consistía en inculcar cierta medida de sentido común en sus alumnos, aunque fuera a palos. A menudo fracasaban, pero eso no les impedía seguir intentándolo, y Silversleeves, como él y Meredith sabían, no hacía más que cumplir con su deber.

Existía otra posible razón que explicara el desconsuelo del chico. Estaba famélico.

Charterhouse se había fundado en 1614, unos setenta años después de que Enrique VIII expulsara a los últimos monjes del lugar. Poco tiempo antes, la escuela había trasladado sus dependencias a otro emplazamiento, a cincuenta kilómetros al sudoeste de Londres. Era un excelente colegio y los padres pagaban un buen dinero para enviar a sus hijos allí. Pero curiosamente, no sabían o no juzgaban importante el que, una vez en el colegio, a los niños a quienes sin duda amaban apenas les daban de comer. La alimentación de esos privilegiados alumnos consistía en gruesas rebanadas de pan untadas con un velo de mantequilla, unas diminutas raciones de cocido o gachas, col hervida hasta que había perdido todo su sabor y un budín de sebo casi incomible. «No conviene mimarlos. Los chicos deben recibir una educación dura y estricta». Los supervivientes gobernarían el Imperio. De no haber sido por las cestas de comida que le enviaba su madre, Meredith se habría muerto de hambre.

Pero al regresar al duro banco que ocupaba en la clase y al pupitre en que figuraban inscritos los nombres de otros chicos que habían pasado por ese calvario, no fue el dolor eléctrico ni los retortijones de hambre lo que hicieran que Henry Meredith se tragara las lágrimas. Fue el artículo aparecido en un periódico que un chico mayor que él le había enseñado esa mañana.

Cuando el carricoche traspuso la verja de Bocton aquel día otoñal, a Violet le seguía pareciendo extraño que su madre no estuviera allí. Mary Anne había fallecido el año anterior, y de las cuatro hermanas Dogget, sólo quedaba Esther Silversleeves.

Fue un viaje largo, y Violet sostuvo nerviosa la mano de su hija de seis años durante todo el trayecto. Era imposible dar marcha atrás. «Mantendré la cabeza bien alta», se prometió Violet aferrando la mano de su hija con más fuerza al ver a su padre aguardándolas frente a la casa.

Lo peor era que el viejo Edward Bull se había portado muy bien con ellos. Debido al hecho de que Meredith seguía siendo fuerte y delgado, ella había supuesto que viviría hasta una edad avanzada. Le había dado dos hijos varones y, poco después de cumplir setenta años, su hijita Helen. De modo que la inesperada muerte de Meredith tres años antes había pillado a Violet por sorpresa. Un terrible ataque cardíaco, medio día durante el cual Meredith no había podido articular palabra, una mirada de ternura, una caricia de Violet y él había muerto, dejando menos dinero de lo que ella había imaginado. No es que fueran pobres, pero la exigua renta de que disponía Violet no bastaba para mantener la casa y educar a sus hijos como deseaba. Violet se había sentido agradecida cuando su padre había propuesto pagar los colegios de los niños.

Durante dos horas, mientras paseaban por el parque de ciervos y él jugaba con su nieta en el viejo jardín tapiado, Edward Bull no dijo palabra. Sólo cuando el ama de llaves se había llevado a Helen y padre e hija se quedaron solos en la biblioteca, Edward cogió un periódico doblado, lo dejó caer sobre el sofá junto a ella y comentó:

—Veo que has estado hablando con el primer ministro.

Violet esperó a ver si eso era el preludio de un estallido.

El tema a propósito del cual ella había abordado al gran hombre no era nuevo. Desde la Ley de la Gran Reforma de 1832, la democracia había avanzado lenta pero inexorablemente. Otras dos leyes habían concedido el voto en primer lugar a la clase media y luego a las clases trabajadoras pudientes. En ese momento unas dos terceras partes de todos los hombres adultos en Gran Bretaña podían votar, pero no las mujeres.

Un respetable grupo de señoras conocidas como las sufragistas había protestado pacíficamente contra esta injusticia durante cuarenta años, pero nada habían conseguido. Cinco años antes había aparecido en escena un nuevo grupo, encabezado por la fogosa señora Pankhurst. Estas nuevas cruzadas pronto recibieron el apelativo de suffragettes, su lema era «Hechos No Palabras», y lo cumplían a rajatabla. Empezaron a llevar sus propios colores —morado, blanco y verde— en bandas, estandartes y carteles. Organizaban mítines públicos e interrumpían elecciones parlamentarias. Y, haciendo gala de unos modales imperdonables, según opinaba Bull, se dedicaban a abordar a los políticos en la calle.

Una semana antes, dos respetables damas eduardianas, que llevaban unas grandes pamelas decoradas con plumas que estaban de moda y con aspecto de haber ido de compras a Piccadilly, aguardaron tranquilamente ante la residencia del primer ministro en el número 10 de Downing Street. Cuando por fin apareció el señor Asquith, para regocijo de los periodistas y el fotógrafo de The Times a quienes se habían encargado de avisar las propias damas, éstas se colocaron a ambos lados del primer ministro y lo acompañaron hasta Whitehall, preguntando educadamente qué iba hacer sobre el voto de las mujeres, hasta que el señor Asquith logró escapar y refugiarse en el santuario de las Casas del Parlamento. Una de las damas fue identificada al día siguiente en el periódico como Violet. «Tienes suerte de que no te arrestaran», dijo Bull suavemente.

Desde que se había trasladado a Bocton el carácter de Edward Bull se había suavizado. Sus hijos dirigían entonces la cervecería y él disfrutaba de la vida de un caballero rural. Incluso había descubierto en los archivos de la mansión que la propiedad había pertenecido antaño a una familia llamada Bull. «Nada que ver con nosotros, por supuesto», había comentado jovialmente. Ni siquiera se había enojado cuando Violet le había anunciado su simpatía hacia las suffragettes, aunque las opiniones de Bull al respecto permanecían inconmovibles. «La ciencia médica ha constatado que el cerebro de la mujer es más reducido que el del hombre», había informado a su hija con tono triunfal. Las mujeres debían quedarse en casa, opinaba Bull, opinión que era compartida no sólo por la mayoría de los hombres, sino también por muchas mujeres. Se había formado una organización femenina contra el voto de la mujer. La política contaminaría a las mujeres. La caballerosidad moriría. Un curioso rasgo de la vida victoriana y eduardiana era que, en parte debido al resurgimiento de la literatura caballeresca del rey Arturo, y en parte a que el creciente bienestar económico otorgaba mayor tiempo libre a un gran número de mujeres, incluso las mujeres de clase media se imaginaban delicadas y mimadas como las damas distinguidas del siglo XVIII, una idea que habría dejado perplejas a sus antepasadas.

—Todo esto se debe a que no te permití asistir a la universidad —dijo Bull.

—No, papá. —¿Por qué nunca podía tomarla en serio?—. ¿Es justo que una mujer pueda ser alcaldesa, enfermera, doctora, maestra, o madre de familia, y se le niegue el voto? La situación era mejor en la Edad Media. ¿Sabías que en aquella época las mujeres podían ser miembros de las guildas londinenses?

—No digas tonterías, Violet. —Edward conocía la City: la idea de que una de las compañías de librea admitiera a mujeres era absurda. Le habría asombrado saber que su cervecería había sido fundada por dame Barnikel. Edward suspiró—. En cualquier caso, estáis perdiendo el tiempo. No contáis con el apoyo de un solo partido político.

—Entonces proseguiremos nuestra labor hasta conseguirlo —replicó Violet.

—Lo que me enfurece de vuestra campaña es el pésimo ejemplo que estáis dando —confesó Edward—. ¿No comprendes que si la gente como nosotros empieza a protestar públicamente, eso sólo alienta a las otras clases a hacer lo mismo? Dios sabe que la situación es ya de por sí muy peligrosa.

Violet estaba de acuerdo con esta última afirmación. Después de que el viejo siglo hubiera desaparecido, y la vieja reina Victoria con él, el nuevo rey Eduardo VII se había enfrentado a un mundo inestable. La guerra contra los bóers de habla holandesa en Sudáfrica se había ganado con dificultad y ciertas dudas sobre su propósito moral. En la India habían comenzaban a protestar contra el gobierno británico. El Imperio alemán, aunque el káiser era sobrino del rey Eduardo, había comenzado a ampliar su poderío colonial y militar de manera peligrosa. El comercio de Gran Bretaña se enfrentaba a una feroz competencia, hasta el extremo de que incluso los defensores acérrimos del libre comercio como Bull comenzaban a preguntarse si el inmenso bloque del Imperio británico debía protegerse por medio de unos derechos arancelarios. La cuestión de si convenía ceder a Irlanda su autonomía había dividido al partido liberal, lo que hizo que los viejos aforismos políticos fueran más difíciles de asimilar por hombres como Bull. Pero el aspecto más inquietante de la nueva era eduardiana se encontraba más cerca de casa.

Las inmensas desigualdades y problemas de la nueva era industrial no se habían solventado. Mientras el rey Eduardo VII divertía a sus súbditos —en todo caso a los menos puritanos— con su corte de costumbres liberales y su espléndido estilo, al mismo tiempo éstos se sentían angustiados por esas tensiones no resueltas. Aunque la gran revolución socialista preconizada por Marx aún no se había producido, los sindicatos que se habían desarrollado en los años ochenta contaban a principio de siglo con dos millones de afiliados y confiaban en alcanzar pronto los cuatro millones. En las últimas elecciones habían apoyado a su propio partido político, que comenzaba a emerger como una tercera fuerza. En ese momento los miembros laboristas del Parlamento, sólo algunos de ellos auténticos socialistas, estaban dispuestos a apoyar al gobierno liberal cuya ala radical, encabezada por el brillante galés Lloyd George, se había comprometido a introducir medidas que garantizaran el bienestar a los pobres.

—Pero no podrán hacer gran cosa, y la conservadora Cámara de los Lores votará en contra de esa iniciativa —predijo Bull—. ¿Y entonces qué ocurrirá?

Era justamente ese vago pero creciente temor a posibles conflictos sociales lo que lo llevaba a deplorar las manifestaciones de protesta de las suffragettes.

—Los desórdenes sólo engendran más desórdenes. Estáis soliviantando a la gente —se quejó Bull—. ¿No has pensado en tus hijos? —continuó—. ¿Crees que esto los beneficia? ¿Crees que les estás dando un buen ejemplo?

Violet se puso furiosa. ¿Cómo podía su padre utilizar a sus hijos contra ella?

—¡Los niños están orgullosos de mí! —replicó—. Saben que lo que hago es en bien de una causa noble y moral. Les enseño a defender lo que es justo. Y ellos lo saben.

—¿Estás segura? —contestó su padre.

Su hermano Herbert hacía a veces el ridículo con sus payasadas, pensó Percy Fleming. Pero así era Herbert. Una pequeña multitud se había detenido para observarlo de pie en el centro del puente de la Torre.

—¡Decídete de una vez, Percy! —gritó su hermano—. ¡No me moveré de aquí hasta que lo hagas, aunque se abra el puente!

Entre la multitud se hallaba una mujer joven —debía de tener un par de años más que él, según supuso Percy— de aspecto muy respetable. Percy se preguntó qué pensaría de todo eso.

—¿Y bien? —insistió Herbert, adoptando una actitud a la manera de un melodrama en un teatro de variedades—. ¡Ay, Percy, vas a matarme!

—Lo haré si sigues comportándote así —contestó Percy, una respuesta en su opinión muy ingeniosa. Luego miró a la joven de aire respetable para comprobar si opinaba lo mismo.

Percy Fleming era un hombre afortunado. En la cuarta generación, los descendientes de Jeremy Fleming, el empleado del Banco de Inglaterra, sumaban treinta en total. Al igual que muchas otras familias, algunos habían prosperado y otros no. Muchos habían abandonado Londres. El padre de Percy y Herbert regentaba un estanco en Soho, al este de Regent Street, un barrio tan concurrido y bullicioso como hoy en día. Cuando Percy era un niño, la Junta Metropolitana de Obras Públicas había construido dos grandes carreteras en Soho: Charing Cross Road, que se extendía hacia el norte desde Trafalgar Square, y Shaftsbury Avenue, que descendía hacia Piccadilly Circus. Al poco tiempo Shaftsbury Avenue se había llenado de teatros. Pero si Herbert siempre se había sentido atraído por el licencioso Soho, un barrio eminentemente teatral, Percy prefería el sector más discreto de Regent Street, que daba paso, a medida que se avanzaba hacia el oeste, al austero Mayfair. Todavía existían allí algunas viejas y distinguidas firmas de relojeros y artesanos hugonotes, pero el oficio más difundido en esa zona, que se extendía desde una calle situada detrás de la antigua Burlington House llamada Savile Row, era el del sastre londinense.

Aunque estanquero de profesión, el padre de Percy tenía muchos amigos en el negocio. «Lo llaman la milla de oro —solía decir a Percy—. En cuanto veo entrar a un cliente por la puerta, sé inmediatamente si viste un traje hecho a medida en el West End». En cuanto a los trajes de confección que habían empezado a aparecer en algunas tiendas de ropa, el rostro cóncavo de Fleming asumía una expresión de desprecio a la vez que decía: «Dios no creó a los hombres conforme unas tallas corrientes. Cada cual posee un tamaño y una forma determinada. Un traje bien cortado se adapta tan perfectamente que el hombre ni siquiera se da cuenta de que lo lleva puesto. Pero un traje de confección, por más que se retoque, jamás tiene el menor estilo». Percy incluso había visto a su padre ocultar sus mejores cigarros puros a un cliente que vestía un traje de confección.

Para Percy, la milla de oro era un lugar maravilloso. De niño solía observar a los aprendices y a los mozos que llevaban muestras de telas y hacían recados. Por medio de su padre había entablado amistad con varios cortadores, los hombres más importantes de esos establecimientos, que cortaban los patrones de cada cliente según su talla y silueta, siempre sobre un recio papel marrón que conservaban, colgado de un cordel, para utilizarlo de nuevo cuando el cliente les encargara otra prenda. Por lo tanto, no era de extrañar que si su hermano Herbert, después de unos breves escarceos con el teatro, se había colocado de oficinista, Percy estuviera ansioso por cumplir los cinco o seis años de aprendizaje requeridos para convertirse en sastre. Y cuando, por sus propios medios, logró convencer a un maestro sastre para que lo contratara y se apresuró a contárselo a su padre, éste se mostró profundamente impresionado. «¡Tom Brown! —exclamó complacido—. Ése, Percy, es lo que yo llamo un sastre de caballeros».

Percy había pasado seis años muy felices en el establecimiento de Tom Brown aprendiendo el arte de la sastrería de manera tan magistral que al concluir su período de aprendizaje el señor Brown le había hecho una excelente oferta de trabajo. Pero Percy tenía otros planes. No era infrecuente que un buen sastre como él montara su propio negocio. Percy estaba seguro de que Tom Brown seguiría dándole trabajo, y al independizarse podría aceptar también los encargos de otros sastres. Si se esmeraba y estaba dispuesto a trabajar muchas horas podía ganar más dinero que como un simple empleado, además de ser independiente. Pero el último empujón se lo había dado Herbert.

«Apenas te veo, Percy —le había dicho a su hermano—, y eres el único miembro que queda de la familia. —Tanto su padre como su madre habían muerto a finales de siglo—. ¿Por qué no vienes a vivir cerca de Maisie y yo? El aire es mucho más saludable en Crystal Palace. Toserías menos».

Cuando desmantelaron el vasto Crystal Palace después de la Exposición Universal, una importante empresa lo había adquirido y lo había vuelto a montar en un magnífico emplazamiento sobre el largo cerro, situado a unos diez kilómetros al sur del río, que formaba el borde meridional de la cuenca londinense. Hasta hacía poco, esa zona había consistido principalmente en bosques y campos. La cercana Gypsy Hill (Colina de los Gitanos) había sido lo que su nombre sugería. En las laderas meridionales, las casas daban paso a unos prados que se extendían hasta los boscosos cerros de Sussex y Kent, hasta el mismo horizonte. Pero en el cerro, desde el cual se contemplaban unas magníficas vistas de la cuenca de Londres hasta las lejanas colinas de Hampstead y Highgate, había unas calles llenas de viviendas, suntuosas mansiones rodeadas de jardines en la cima, y casas modestas y villas suburbanas construidas en las laderas. El aire era excelente, alejado de la niebla londinense que se cernía sobre la cuenca. Crystal Palace, como se denominaba la zona, era un lugar deseable, y Herbert y su esposa Maisie vivían allí desde que se habían casado.

«La estación está cerca. Yo tomo el tren todas las mañanas para ir a la City —había explicado Herbert a su hermano—. Pero hay otro que te lleva a la estación Victoria. Perfecto para el West End. Podrías trasladarte de la puerta de tu casa a Savile Row en menos de una hora».

Herbert tenía razón sobre lo de su tos. En los últimos tiempos Percy había empezado a notar los efectos de la niebla en sus pulmones. Y si dejaba a Tom Brown y trabajaba en su casa, no tendría necesidad de ir todos los días a Londres. Pero mudarse significaba un paso importante que Percy se resistía a dar.

Percy y Herbert solían reunirse los domingos, cuando el trabajo de Herbert en la City concluía a las dos de la tarde. Esa vez, después de comer en un bar, y puesto que era un espléndido día de otoño, los hermanos decidieron dar un paseo. Herbert se abstuvo de mencionar el tema del futuro de Percy hasta que, al aproximarse a la vieja Piedra de Londres en Cannon Street, señaló una enorme estructura que se alzaba ante ellos y dijo:

—Bien, Percy, supongo que sabes lo que es eso.

La estación de ferrocarril de Cannon Street era una edificación gigantesca. Ocupaba buena parte del lugar en que, cuando la calle se llamaba todavía Candlewick Street, residían los mercaderes hanseáticos, y donde mil años antes se alzaba el palacio del gobernador romano. La concurrida estación disponía de su propio puente de hierro tendido sobre el río.

—Ahí es donde cojo el tren, Percy, para Crystal Palace.

A partir de ese momento Herbert no cejó en su empeño de convencer a su hermano. Durante todo el trayecto desde Billingsgate hasta la Torre de Londres, Herbert insistió.

—Estás muy pálido, Percy. Tienes que salir de allí. Maisie me ha prometido que te buscará una esposa. Dice que conoce a varias chicas buenas y honestas. Pero todas quieren vivir allí arriba. Anímate, Percy. Además, ganarás más dinero. —Por fin, al cruzar el Puente de Londres, Herbert había decidido hacer una de sus payasadas.

—¡De acuerdo! —dijo Percy—. ¡Lo haré!

—¡Por fin se ha decidido! —exclamó Herbert—. Damas y caballeros —dijo dirigiéndose al grupo de curiosos—, sois testigos de que el señor Percy Fleming ha prometido montar su propio negocio y mudarse a los saludables parajes —dijo Herbert imitando el estilo del teatro de variedades—, esas regiones puras y límpidas donde habita la flor y nata, la cima misma de la creación… Me refiero, naturalmente, a Crystal Palace.

No cabía la menor duda, Herbert era un bromista.

Percy miró alrededor y comprobó con alivio que los curiosos sonreían. Pero Herbert aún no había terminado su actuación.

—Señora —dijo, acercándose a la muchacha en quien Percy se había fijado—, ¿sois testigo de que mi hermano aquí presente, un hombre del todo respetable y necesitado de una esposa —susurró Herbert adoptando un gesto teatral—, ha accedido a instalar su residencia en Crystal Palace y ya no puede desdecirse?

La muchacha sonrió.

—Supongo que sí.

Herbert emitió una pequeña exclamación de triunfo.

—Estreche la mano de mi hermano —insistió, y cuando la muchacha tendió tímidamente una mano enguantada, dijo—: Dale la mano, Percy. ¡Eso es!

Cuando Herbert se volvió para charlar con otro curioso —tenía una habilidad asombrosa para dirigirse a un completo extraño sin que éste se enojara— Percy miró a la muchacha y dijo:

—Le pido disculpas por la conducta de mi hermano. Confío en que no la haya molestado.

—No se preocupe —respondió ella—. Sólo se trata de una broma.

—Sí, es muy bromista —dijo Percy, preguntándose qué otra cosa podía añadir. La muchacha tenía unos bonitos ojos castaños, pensó. No era descocada, como algunas jóvenes, sino que parecía reservada y discreta. Daba la impresión de haber sufrido lo suyo—. Yo soy más callado que él.

—Sí —contestó la joven—. Ya lo he notado.

—¿Vive usted por aquí? —preguntó Percy.

—No. En Hampstead.

—Ah.

—Queda bastante lejos de Crystal Palace —apostilló la muchacha.

—Sí. —Percy bajó la vista—. Yo suelo venir aquí los domingos, dando un paseo, y a veces visito la Torre —mintió—. Por lo general vengo solo.

—Ah —respondió la muchacha—. Qué bien.

Herbert echó a andar de nuevo, y Percy lo siguió. Al despedirse de la joven estuvo a punto de decir «quizá volvamos a vernos», pero habría sido demasiado atrevido.

Edward Bull conocía el medio de averiguar lo que le interesaba. Un breve paseo con su nieto por los jardines de Charterhouse y el chico no tardó en desembuchar. Sus compañeros no cesaban de mofarse de él. «¿Cómo está el primer ministro, Meredith?», o con más mala saña: «¿Han arrestado ya a tu madre? ¿Podría alegar locura?». En cierta ocasión, Henry había encontrado colgado sobre su cama un cartel donde se leía: El voto para las mujeres.

—Lo pasas mal, ¿verdad? —preguntó Bull.

—Un día tuve que pelearme con un chico —reconoció Henry compungido; y aunque no lo dijo, era evidente que creía que la causa no merecía que tuviera que pelearse con sus compañeros.

No obstante, cuando Bull sugirió invitar a cuatro chicos a tomar el té, no hubo escasez de candidatos. Ni un solo alumno de Charterhouse habría rechazado la oportunidad de comer. Bull los llevó a un salón de té, donde los chicos se pusieron las botas.

Veinte años como caballero rural en Bocton habían añadido una marcada autoridad a la ya imponente presencia de Edward. Para los chicos, el sólido terrateniente de Kent representaba un personaje digno de todo respeto. En cuanto a Bull, no había dirigido una cervecería en vano y no tardó en tomar las medidas a los chicos. Había uno al que todos los demás obedecían. Debido al gran número de amistades que Bull tenía en la ciudad y en el campo, no había muchas personas que él no pudiera localizar inmediatamente. Volviéndose hacia el chico le preguntó sin darle importancia:

—¿Dices que te llamas Millward? Conozco a un agente de seguros llamado George Millward. ¿Es pariente tuyo?

—Es mi tío, señor.

—Hummm. Salúdalo de mi parte cuando lo veas. —Estaba claro que era Bull quien otorgaba el favor.

Bull les habló un poco sobre sus tiempos de estudiante en Charterhouse, averiguó que el padre de otro muchacho había cazado con el West Kent, del que su hijo era en ese momento director adjunto; pero se guardó su mejor baza hasta el fin de la pantagruélica merienda, cuando se repantigó en su silla y, sonriendo con aire pensativo, comentó a Henry:

—Echo mucho de menos a tu padre, ¿sabes, Henry? —Acto seguido, a modo de explicación, dijo dirigiéndose a los otros chicos—: El coronel Meredith era un deportista extraordinario. —Y con un gesto de admiración agregó—: Probablemente logró cazar más tigres que cualquier otro hombre en el Imperio británico.

Eso, para los chicos, equivalía a un auténtico héroe. Antes de marcharse, Bull entregó a cada uno de ellos media corona y a Henry una corona. Su nieto, según dedujo acertadamente, no volvería a tener problemas en el colegio durante el resto del curso.

Mientras descendía hacia las entrañas de la tierra, Jenny Ducket se preguntó qué estaba haciendo. Para colmo, en un día frío. Aunque en el metro no hacía frío.

Arnold Silversleeves no había conseguido ver su sueño de un sistema de metro eléctrico hecho realidad. La afirmación de Gorham Dogget después de un año de tratar de reunir los fondos necesarios —«Nos hemos adelantado una década»— era bastante aproximada. A comienzos del nuevo siglo fue otro emprendedor estadounidense, un tal señor Yerkes de Chicago, quien desarrolló y organizó buena parte de la red del metro londinense.

Tal como había imaginado Arnold Silversleeves, los trenes eléctricos circulaban a gran profundidad; y en determinados puntos elevados como Hampstead, el descenso desde la superficie era tan largo que uno tenía la impresión de bajar a una mina.

Desde Hampstead, la ruta de Jenny la llevaría hasta la estación de Euston, donde tomaría otro metro hasta el Banco de Inglaterra. Desde allí podía ir a pie. «Aunque voy a parecer una idiota caminando arriba y abajo por el puente de la Torre, congelándome el trasero», se dijo una y otra vez.

Desde hacía un tiempo la señora Silversleeves salía poco, pero cuando lo hacía había dos lugares que le gustaba visitar. Uno era el cementerio de Highgate, donde, tal como había sido su deseo, estaba enterrado Arnold Silversleeves bajo una lápida de hierro fundido que él mismo había diseñado. El otro lugar era el puente de la Torre; pues esa enorme máquina de hierro, cuyas básculas él había contribuido a diseñar, había proporcionado a Arnold Silversleeves tal satisfacción durante los últimos años de su vida que cuando Esther se dirigía en su coche a la orilla del Támesis y la contemplaba, decía: «He ahí el auténtico monumento en memoria de mi esposo».

La semana anterior, sin embargo, Esther no se había sentido con ánimos de salir y había dicho a Jenny: «Ve tú en mi lugar. Puedes coger el coche, dar un paseo y decirme qué aspecto tiene». Y eso era lo que Jenny estaba haciendo cuando se encontró con los hermanos Fleming.

La buena de la señora Silversleeves. Jenny recordaba con toda claridad el día en que había llegado por primera vez a la gran casa con hastiales. Estaba muy nerviosa debido a su nuevo apellido Ducket y todas las instrucciones que le había dado su abuela Lucy resonándole aún en los oídos. «Pero te proporcionarán un hogar, Jenny», había dicho su abuela, y a su modo lo habían hecho.

La vida como criada era dura. A menudo Jenny bajaba de su pequeña habitación en el ático a las cinco de la mañana. Por ser la más joven siempre le encargaban los quehaceres más ingratos, como acarrear los baldes de carbón escaleras arriba, limpiar las chimeneas, sacar brillo a los metales y fregar el suelo. Por las noches caía en la cama rendida. Pero comparado con la vida que había conocido en el East End, eso era el paraíso. Ropa limpia, sábanas limpias, comida abundante. Tenía que asistir todos los domingos a la iglesia con la familia, pero a Jenny no le importaba. Y si al principio le había costado un poco acordarse de hacer una reverencia ante la señora Silversleeves y mostrarse respetuosa con el ama de llaves, la joven sabía que esas cosas eran normales. «Pues ninguno de nosotros, Jenny —solía advertirle la señora Silversleeves—, debemos tratar de aparentar lo que no somos».

Poco a poco se habían producido unos pequeños cambios. En Navidad siempre había un regalo para ella. El viejo señor Silversleeves le había enseñado a administrar sus pequeños ahorros y de vez en cuando añadía una guinea de su bolsillo. En cuanto a la señora Silversleeves, al cabo de unos años, cuando Jenny había ascendido de camarera a doncella de la señora, la joven se había dado cuenta de que la anciana le tenía mucho afecto. La señora Silversleeves le decía a menudo: «Aquí tienes una bufanda de seda para que te la pongas los días que libras, Jenny». O unos guantes. O hasta un abrigo. A veces le daba unas prendas que estaban casi nuevas y Jenny sospechaba que la señora Silversleeves las había comprado con el fin de regalárselas. Con frecuencia, desde que había enviudado, la señora Silversleeves le pedía que se quedara en el salón para leerle el periódico, pues su letra menuda le fatigaba la vista, o conversar con ella. Sólo había un tema prohibido. Cuando Jenny iba dos veces al año a ver a su padre y a su hermano en el East End, jamás se lo comunicaba a su patrona. Si lo hacía, la anciana adoptaba una actitud distante y observaba: «No deseamos saberlo, Jenny».

Nunca había tenido novio. Cuando era jovencita, algunos mozos de reparto habían tratado de coquetear con ella, pero Jenny los había puesto de inmediato en su lugar. A lo largo de los años, por medio de las otras mujeres que trabajaban en la casa, había entablado amistad con otras muchachas y había conocido a algunos jóvenes, con los cuales había salido. Había habido un joven cochero, un tendero y un conductor de tranvías que habían demostrado un claro interés por ella. «Aunque soy tan pálida y delgaducha que no entiendo lo que ven en mí», había confiado Jenny a la cocinera. Pero en cuanto esos jóvenes trataban de cortejarla, Jenny los rechazaba. Tenía sus motivos. En los últimos años había notado que la señora Silversleeves dependía tanto de ella que le habría parecido desleal abandonarla.

De modo que, ¿por qué se dirigía al puente de la Torre? Había algo en Percy, con su semblante cóncavo, acaso un poco triste, pero decidido, que le inspiraba confianza. Y cuando su hermano le había dicho que necesitaba una esposa, Jenny había pensado que sí, que creía estar preparada para ese papel. El viernes, que era el día que libraba, había decidido dar un paseo por Hampstead Heath. Había dedicado varios minutos a cepillar su abrigo porque le hacía falta, simplemente. Y si en ese momento, sábado, se encaminaba hacia el puente de la Torre, Jenny se dijo que nada significaba. «Porque él no estará allí».

De modo que una hora más tarde se quedó muy sorprendida al verlo en medio del puente tratando de fingir indiferencia y disimular el hecho de que estaba muerto de frío después de haber esperado tanto rato.

—Hola —dijo Jenny—. ¡Qué casualidad encontrarte aquí!

Había varios lugares a los que Violet llevaba a sus hijos porque era bueno para ellos. Algunos les gustaban más que otros. Los Jardines Botánicos de Kew era uno de sus lugares favoritos en verano, porque se dirigían allí en barca. También les gustaban mucho las figuras de cera del museo de Madame Tussaud. Los cuadros de la National Gallery eran obligatorios, aunque los niños se divertían más dando de comer a las palomas de Trafalgar Square. Pero lo que pedían a su madre con más frecuencia era que los llevara a South Kensington.

Los beneficios de la Exposición Universal de 1851 organizada por el príncipe Albert habían sido tan cuantiosos que el Gobierno había decidido destinarlos a la adquisición de toda una zona que se extendía desde Hyde Park hasta South Kensington; allí, a ambos lados de una ancha avenida llamada Exhibition Road, se encontraban varios museos. Además del Albert Hall junto al parque, el nuevo Victoria and Albert Museum estaba casi terminado, y frente a él, en una vasta estructura semejante a una catedral, se hallaba el Museo de Historia Natural, donde fósiles, piedras y espléndidos dibujos de plantas daban fe de los descubrimientos científicos y conceptos darwinianos que habían modificado el mundo intelectual durante las dos últimas generaciones. A los niños les encantaba sobre todo la gigantesca reconstrucción de los esqueletos de los dinosaurios que se habían extinguido en épocas remotas.

Para Violet había una excursión que superaba todas las demás, quizá porque el inmenso emplazamiento que ocupaba se encontraba en el corazón de Bloomsbury, la elegante zona situada al este de Tottenham Court Road, repleta de viviendas georgianas de ladrillo rojo. En esa zona se encontraban muchos de los edificios de la Universidad de Londres, a la que ella había deseado asistir. Su colección de antigüedades no tenía rival en el mundo, y como mínimo una vez durante las vacaciones escolares Violet llevaba a sus tres hijos a contemplar los magníficos esplendores del Museo Británico.

Ese día gris de diciembre, mientras admiraban las momias egipcias en sus ataúdes —una de las cosas que más llamaban la atención a los niños— Henry preguntó inopinadamente: «¿Vas a seguir siendo una suffragette, madre?».

Violet lo miró pasmada. Al igual que muchos padres eduardianos, suponía que los niños permanecían en un estado infantil, sin hacer preguntas, hasta que se convertían en adultos. Ella nunca había hablado de sus actividades con Henry, salvo para explicarle que las mujeres sufrían una gran injusticia y que ella y otras mujeres valerosas trataban de remediar esa situación.

Dos de sus tres hijos la creían implícitamente. La pequeña Helen, como era natural, deseaba copiar a su madre en todo, pero Violet en otoño había notado en un par de ocasiones que cuando su institutriz la llevaba a la escuela, las otras institutrices las observaban como si fueran unos bichos raros. En cuanto a Frederick, demasiado joven para ir a Charterhouse, aunque estudiaba interno en una escuela preparatoria, la noticia de la gesta de su madre no había llegado a sus oídos. Para el niño, que contaba ocho años, su madre era un ángel, la bondadosa visión con la que soñaba cuando se sentía solo. Pero, también naturalmente, a su hermano Henry, mayor que él, lo adoraba como a un héroe. Por lo tanto, si Henry y su madre tenían algún desacuerdo, el niño nada quería saber del asunto.

—Depende de lo que haga el Gobierno —respondió Violet.

—Me gustaría que lo dejaras —dijo Henry.

Violet se detuvo. Era muy difícil, sin un marido, saber cómo reaccionar ante lo que ella consideraba una gran impertinencia.

—Tu padre estaba decididamente a favor de que las mujeres votaran —contestó reprimiendo su irritación.

—¡Muy bien! —replicó Henry—. Pero ¿habría dejado que corretearas por las calles acosando al primer ministro?

Esto era ir demasiado lejos, especialmente delante de los otros niños.

—¡Te prohíbo que me hables con ese tono, Henry!

—Deberías oír las cosas que dicen mis compañeros sobre ti —dijo el niño abatido.

—Peor para ellos —contestó su madre con firmeza—. Confío en que comprendas que es una causa justa.

—En mi colegio nadie opina así —comentó Henry con amargura—. ¿No podrías ayudar sin aparecer en los periódicos?

—Lamento que no comprendas que tengo el deber moral de seguir —respondió Violet con aire digno—. Quizá dentro de un tiempo lo entiendas.

—Nunca lo comprenderé, madre —dijo el niño en un tono no menos solemne.

Cuando el niño volvió el rostro, Violet tuvo la impresión de que entre ellos se había roto un vínculo, súbita y definitivamente. «Ojalá —pensó angustiada— estuviera aquí su padre para compartir conmigo este dolor».

1910

Pocos de los que adquieren un traje en el West End se dan cuenta de que la parte superior y la inferior han sido confeccionadas por personas distintas. Cuando un cliente entraba en el establecimiento de Tom Brown, su chaqueta la confeccionaba un especialista en chaquetas y abrigos, su chaleco (los clientes ingleses lo llamaban waistcoat, aunque los sastres y clientes estadounidenses seguían empleando el viejo término de vest) lo confeccionaba un especialista en chalecos, y sus pantalones, un especialista en pantalones.

Percy Fleming estaba especializado en pantalones y poseía una gran habilidad. «No sé cómo se las arregla —le había dicho hacía poco el señor Brown—, pero el último año no hemos tenido que retocar ni un solo pantalón de los que ha hecho, ni siquiera en la última prueba». Muchas otras sastrerías de renombre habrían podido afirmar lo mismo, y, en consecuencia, Percy se ganaba muy bien la vida. Lo que realmente le venía muy bien, puesto que había decidido casarse.

Él y Jenny se habían tomado su tiempo. Ambos eran de naturaleza cauta, y dado que podían verse como mucho una vez a la semana, durante los primeros meses Percy ni siquiera estaba seguro de haber entablado una amistad con la joven. Pero había perseverado, y en el otoño del año anterior se había sentido lo suficientemente seguro de sí mismo para concertar una cita con ella. «Nunca he estado en el zoológico —había dicho Jenny—. ¿Te gustaría visitarlo la semana que viene?». No obstante, esto no le había impedido, el mes siguiente, aducir que estaba muy ocupada y no podía verlo durante tres semanas.

«Te lo está poniendo difícil», dijo Herbert a su hermano cuando éste le consultó. Pero Percy no estaba seguro. Le parecía que detrás de la estudiada y cauta amistad que le brindaba Jenny había cierto temor.

Percy ocupaba una vivienda en el piso superior de un edificio construido en la ladera cerca de Crystal Palace, la cual daba a la estación del ferrocarril de Gypsy Hill y al bosque que rodeaba la población suburbana de Dulwich. El dormitorio era minúsculo, pero disponía de un amplio y luminoso ático que había acondicionado como taller. Mientras cortaba, cosía y planchaba, Percy alzaba la vista y contemplaba a través de la ventana todo Londres, hasta las colinas de Highgate y Hampstead situadas al otro lado de la ciudad. Estaban muy alejadas, no cabía duda. Mucha gente habría afirmado que los separaba un mundo de distancia. Debido al progreso material de la época victoriana, la división de Londres se había acentuado más. La separación del opulento West End del pobre East End se remontaba a los tiempos de los Estuardo, pero en las últimas décadas se había producido otra división: la división entre las zonas situadas al norte y al sur del río.

Esta división la habían causado los puentes y los ferrocarriles. Anteriormente, el río había constituido la carretera principal de Londres. Puede que sólo existiera un puente, pero existían unos barqueros, miles de ellos, que conducían a la gente a los teatros, a los jardines y otros lugares de diversión situados en la orilla sur. Pero cuando aparecieron los puentes del siglo XIX, los barqueros desaparecieron y el río fue perdiendo paulatinamente su pintoresca vida. A continuación aparecieron los ferrocarriles, que transportaban a una población cada vez más numerosa a los suburbios ubicados en el norte y el sur, de manera que en ese momento éstos se extendían hasta los distantes límites de Highgate en el norte y Crystal Palace en el sur. Las estaciones —Waterloo, Victoria, Cannon Street, Puente de Londres— ubicadas en las orillas del río habían cubierto viejas áreas como Bankside y Vauxhall de líneas férreas. Así, a medida que la inmensa metrópoli se extendía hacia fuera, ambos mundos se habían separado lentamente. Las gentes de clase media y oficinistas acudían de los suburbios del sur para trabajar en la City o el West End, pero eran transportadas rápidamente de regreso a sus hogares, en unos suburbios situados a varios kilómetros de distancia. Los trabajadores, aunque había billetes más baratos, solían residir cerca de sus lugares de trabajo, en uno u otro de ambos mundos. Y el Támesis constituía la gran línea divisoria.

Cuando la luz de la tarde se desvanecía y las lejanas colinas de Hamsptead adoptaban un color marrón rojizo, Percy se sentía embargado por una profunda tristeza. Deseaba reunirse con Jenny, en ese mismo momento, contemplar su pálido rostro, notar su mirada sobre él, estar junto a ella. Pero aún debían pasar dos o tres semanas hasta que pudiera verla. Siempre se encontraban en el centro de Londres. En una ocasión, cuando Percy sugirió que dieran un paseo por Hampstead Heath, Jenny negó firmemente con la cabeza y dijo: «No. Eso está muy lejos. No merece la pena ir hasta allí para dar un paseo». Él lo había comprendido: eso equivalía a invadir el territorio de Jenny, colocarla en una situación comprometida. A partir de entonces siempre se encontraban en una zona segura y neutral.

Era difícil definir con exactitud cuándo Percy había detectado un cambio. Quizá fuera el momento en Hyde Park cuando, por primera vez, Jenny lo había agarrado del brazo. Sus encuentros se producían siempre de día: un paseo, una visita a la Torre, una visita a un salón de té, pero a principios de verano Percy decidió intentar algo más atrevido: salir con ella una noche. No sabía cómo proponérselo hasta que Herbert lo había ayudado un día a resolver el dilema. «El Palladium, Percy —le había dicho—. Es lo que está de moda».

Había sido una velada maravillosa. El inmenso teatro, recientemente inaugurado en Piccadilly Circus, ofrecía el mayor y más espléndido espectáculo de variedades de todo Londres. Percy nunca había visto a Jenny tan animada. La joven incluso se había puesto a cantar junto con el resto del público algunos números musicales. Más tarde, con las mejillas arreboladas y feliz, Jenny había dejado que Percy la acompañara de regreso a Hampstead en un taxi.

Al llegar a la puerta de la elevada casa con hastiales, Jenny había dejado que la besara en la mejilla. Luego, Percy había regresado a pie en la cálida noche estival hasta la estación Victoria, donde, tras haber perdido el último tren, se había tumbado tranquilamente en un banco para tomar el primer tren al amanecer.

Durante toda la semana el tiempo había sido magnífico. Cada mañana Percy se despertaba con las primeras luces y, mientras contemplaba la vista de Londres, donde cien mil techos relucían cubiertos de rocío, las lejanas colinas de Hampstead aparecían tan verdes y nítidas que Percy tenía la sensación de que si extendía la mano podría tocarlas. Con ayuda de un plano había logrado descubrir el punto exacto donde debía de estar ubicada la casa de los Silversleeves. Imaginaba a Jenny levantándose de la cama y realizando sus quehaceres; y de vez en cuando, sin apartar la vista de ese punto, Percy murmuraba: «Te espero, muchacha». Esa maravillosa noche había ocurrido otro hecho de enorme trascendencia. Antes de dejarla en Hampstead, Percy había arrancado a Jenny la promesa de que, el domingo siguiente, ella iría a Crystal Palace.

—Comeremos con Herbert y Maisie —había dicho Percy—. Iré a recogerte a la estación.

Jenny se había detenido sólo unos instantes antes de decir:

—De acuerdo.

Percy estaba seguro de que todo saldría a pedir de boca.

El East End. El fin. Calles grises, calles cochambrosas, calles sin número, calles sin significado, calles que se prolongaban interminablemente bajo el plomizo y monótono cielo del este, hasta que al cabo de kilómetros y kilómetros de muelles se disolvían como un estuario, engullidas por un mar de nada. El East End. Un punto muerto. El East End no era un lugar, era un estado de ánimo.

La calle donde vivía entonces la familia de Jenny era corta y destartalada, construida en un terreno elevado, que se había visto cercenada desde sus mismos inicios por el gigantesco muro de un almacén. Sus tres habitaciones, situadas en la planta baja de una mísera vivienda, debían contener a su hermano y la esposa de éste, a sus tres hijos y al padre de Jenny, que, aunque sólo tenía cincuenta y seis años, había descubierto que no podía seguir trabajando.

La escena era invariablemente la misma. Jenny iba a visitarlos, daba a su padre unos chelines y a su hermano algunos más. Y su padre solía decir, con el exagerado sentimentalismo de un borracho: «¿Lo ves? Nunca se olvida de su familia». Su hermano no solía hablar, pero sus pensamientos eran tan claros como si los hubiera expresado de palabra. «Algunas personas tienen suerte».

Su hermano trabajaba en los muelles. Unos días encontraba trabajo y otros no. Pero las cosas le iban mejor que a muchos, pues su amistad con los conflictivos muchachos judíos cuya conducta Lucy censuraba había resultado beneficiosa para él.

El comercio de ropa de segunda mano era un negocio pujante. Si las clases acomodadas llevaban ropas hechas a medida, la mayoría de la gente pobre en Londres usaba prendas de segunda mano y muchos habitantes del East End, por lo general judíos, trabajaban en este negocio. Y como quiera que uno de sus amigos aficionados a las apuestas había montado un negocio de ropa de segunda mano, a menudo el hermano de Jenny conseguía un dinero extra conduciendo el carro o vigilando la tienda. El recio abrigo que usaba el padre de Jenny había pertenecido a un capitán de barco; los tres hijos de su hermano cuando menos calzaban botas de su talla. Y si de vez en cuando su hermano redondeaba sus ingresos de manera menos legal, mientras su esposa trabajaba en lo que podía, Jenny sabía que sólo hacían lo que consideraban que debían hacer.

Cuando la mujer de su hermano, vestida con su austera blusa y su falda deshilachada, se encontraba con Jenny y veía las prendas que la señora Silversleeves le había dado, impecablemente lavadas y planchadas, cuando percibía el olor a limpio que exhalaba Jenny —«Huele a agua de lavanda», decía la mujer con tristeza—, y observaba sus propias manos enrojecidas y sus uñas rotas, cuando trataba de imaginar la clase de casa en que habitaba Jenny y contemplaba sus tres minúsculas habitaciones con sus gastadas alfombras, era imposible que no sintiera envidia. Y era imposible que su hermano reprimiera el tono de malicia que empleaba cuando la saludaba diciendo: «Aquí está mi hermana Jenny. Siempre tan respetable».

Jenny no se lo reprochaba, pero se sentía incómoda. Sabía que ella tampoco podía disimular su repugnancia. El olor acre a col hervida que invadía la vivienda de su hermano; el pestilente excusado que compartían tres familias; la sordidez de aquel lugar y, lo que era peor, la aceptación de esas cosas. No es que Jenny hubiera olvidado lo que significaba vivir en esas condiciones. Recordaba a su pobre abuela Lucy sentada ante ingentes montones de cajitas de fósforos; recordaba la sensación de hambre, una vida mucho peor que la de su hermano. Pero ante todo recordaba las últimas palabras, pronunciadas con una terrible angustia, que la vieja Lucy le había dirigido: «No regreses, Jenny. No regreses nunca, nunca, al lugar donde vivías antes».

¿Respetable? Para una persona como Jenny, la respetabilidad significaba sábanas y ropas limpias; un hombre con un trabajo seguro, comida en la mesa. La respetabilidad equivalía a moralidad, y moralidad a orden. La respetabilidad significaba sobrevivir. No era de extrañar que fuera una cualidad tan valorada por gran parte de la clase trabajadora.

El encuentro de Jenny con su familia ese sábado había sido idéntico a los otros. Se habían sentado a charlar un rato. Jenny había llevado unos regalitos a su sobrino de seis años y a la hermanita de éste. Había jugado con su sobrina menor, una niña de dos años. Se había preguntado si debía hablarles de Percy, pero aunque al día siguiente iba a conocer a la familia de él en Crystal Palace, en realidad aún no había algo concreto que decir. La visita habría terminado de manera intrascendente, como todas las demás, si no hubiera sido por una mujer pálida y esquelética que había aparecido justo antes de que Jenny se marchara.

Era pelirroja, lo que podía haber sido un rasgo atractivo, pero tenía el pelo grasiento y alborotado; pero lo que más impresionó a Jenny fueron sus ojos, hundidos, ojerosos y con la mirada perdida. Llevaba de la mano a un niño cubierto de tiña que no dejaba de berrear porque se había herido. Tras examinarlo, Jenny comprobó que la herida no era seria, pero la desdichada mujer dijo que no tenía con qué vendársela. Después de darle una venda y haber conseguido aplacar al niño, habían aparecido otros dos hijos de la mujer. Todos presentaban un aspecto desnutrido. Cuando se fueron, su hermano explicó a Jenny:

—Su marido murió hace dos años. Tiene cuatro hijos. Todos procuramos ayudarla, pero… —Su hermano se había encogido de hombros.

—¿Qué hace? —había preguntado Jenny—. ¿Cajas de fósforos?

—No. Gana más dinero rellenando colchones en casa. Pero es un trabajo duro y agotador. —El hermano de Jenny había meneado la cabeza con tristeza y agregado—: Como ha perdido a su hombre…

Poco después Jenny se había levantado, besado a su padre y los niños, y su hermano, cosa rara en él, la había acompañado un trecho. Al principio su hermano no despegó los labios, pero al cabo de un rato dijo suavemente:

—Las cosas te van bien, Jenny. Me alegro por ti, te lo aseguro. Pero hay otra cosa.

—¿A qué te refieres?

—Has hecho bien en no casarte. —Su hermano meneó la cabeza—. El marido de esa mujer que has visto tenía un buen trabajo. Era un enlucidor. Pero ha muerto…

Jenny guardó silencio.

—Si me ocurre algo, Jenny, confío en que te ocupes de mis hijitos. No dejarás que mueran de hambre, ¿verdad? Como no estás casada puedes hacerlo.

—Supongo que sí —contestó Jenny—. Haría lo que pudiera.

La reunión del día siguiente fue muy animada. Percy parecía contento y satisfecho cuando fue a recoger a Jenny a la estación de Crystal Palace. La joven llevaba un bonito sombrero de paja que se había comprado y un vestido verde y blanco, sencillo, pero de excelente tejido, que le había regalado la señora Silversleeves. Incluso tenía, aunque jamás había utilizado una cosa así, una sombrilla. Jenny notó que Percy se sentía orgulloso de ella.

La villa donde residía Herbert era una bonita casa de dos pisos sobre un semisótano; para acceder a la puerta de entrada había que salvar un par de peldaños. En la parte delantera había un pequeño césped rodeado por un seto. En el jardín de la casa contigua crecía un árbol siempre verde que hacía que la vivienda de Herbert y su familia estuviera en sombra, pero su interior era muy agradable. El ojo experto de Jenny observó de inmediato que cada metro cuadrado de la casa estaba limpio y brillante. En cuanto conoció a Maisie, comprendió el motivo.

Pues el mayor cambio social generado por la Revolución Industrial en Londres concernía a los suburbios. La inmensa escala de las operaciones comerciales, los numerosos bancos, las compañías de seguros y la administración imperial en el Londres victoriano y eduardiano requerían una legión de funcionarios. Y puesto que entonces existían los trenes, y los inmensos suburbios que habían ido creciendo en torno de la capital eran más baratos y saludables, decenas de miles de miembros de la creciente clase media utilizaba el tren para ir y venir de sus lugares de trabajo. Hombres como Herbert Fleming, cuyos padres y abuelos habían sido tenderos o artesanos, se ponían sus trajes y tomaban el tren para dirigirse a la oficina. Sus esposas, que anteriormente vivían cerca del taller o echaban una mano en la tienda, se quedaban solas en casa, considerándose superiores a las mujeres que trabajaban y afanándose en imitar los rasgos peculiares de las ricas y ociosas damas de la alta sociedad.

Maisie era más bien baja. Lo primero que Jenny advirtió fue que tenía una pequeña señal de nacimiento en el cuello; la segunda que tenía la boca roja y unos dientes pequeños y afilados. Maisie disponía de una criada, a la que hacía trabajar como una mula, y una muchacha que la ayudaba. En su salón todos los sillones tenían antimacasares, junto a la ventana había una planta grande y vistosa y en la pared, en lugar destacado, colgaba un cuadro de una montaña que, según explicó a Jenny, su padre había comprado en Brighton. ¿Había ido Jenny alguna vez a Brighton?, preguntó educadamente Maisie cuando se sentaron a comer. Jenny respondió que no.

El comedor era bastante pequeño. En el centro había una mesa redonda y al sentarse, Jenny comprobó que apenas cabía.

—Me gustan las mesas redondas. Ésta es la que teníamos en mi casa cuando yo era niña, aunque en una habitación más grande —dijo Maisie—. ¿Te gustan las mesas redondas?

Jenny contestó que sí.

Comieron pollo asado, acompañado por verduras y patatas, que Herbert trinchó con gesto teatral.

Pese a este elevado nivel doméstico, era evidente que Herbert y Maisie se ufanaban también de ser una pareja muy animada. Una vez al mes asistían sin falta al teatro de variedades.

—Y al día siguiente Herbert me ofrece una repetición del espectáculo —explicó Maisie y se echó a reír.

—Y ella se pone igual de pesada con su grupo teatral de aficionados.

—Maisie canta muy bien —añadió Percy.

Pero su actividad favorita en verano, según se enteró Jenny, era ir a dar un paseo en bicicleta los domingos por la tarde.

—¿Sabes montar en bicicleta? —preguntó Maisie a Jenny—. En ocasiones Herbert y yo recorremos varios kilómetros. Te lo recomiendo.

A Jenny no le había pasado inadvertido que Maisie, que era muy perspicaz, no había cesado de examinar su atuendo desde que había llegado. Cuando habían comido el pollo y la criada les había servido una tarta de fruta, Maisie creyó oportuno recabar alguna información.

—Percy me ha dicho que vives en Hampstead —dijo en tono jovial.

—Así es —respondió Jenny.

—Se está muy bien allí arriba.

—Sí —dijo Jenny—, supongo que sí.

—Antes de que compráramos esta casa —dijo Maisie, haciendo un leve hincapié en la palabra «compráramos», a fin de que Jenny se hiciera una idea clara de su situación económica— pensamos en instalarnos allí. —Antes de casarse Maisie había heredado la suma de quinientas libras. No era una fortuna, pero lo suficiente para comprar la casa y guardar el resto del dinero en el banco. Por lo tanto, ella y Herbert gozaban de una situación acomodada—. ¿Tu familia ha vivido siempre en Hampstead? —preguntó Maisie.

De golpe Jenny comprendió que nada sabían de ella. Percy no se lo había contado. Jenny se volvió hacia él en busca de ayuda, pero Percy se limitó a sonreír.

—No —respondió Jenny sinceramente.

Percy nunca había llevado a una chica a conocer a Herbert y a Maisie. Suponía vagamente que todos se caerían bien mutuamente. Por supuesto, imaginó que Maisie opinaría que Jenny no era un gran partido, pero jamás se le ocurrió que su cuñada lo tomara como una cuestión personal. Las aspiraciones sociales de Maisie eran muy modestas y con su casa y su simpático marido se sentía casi satisfecha. Pero si el hermano de su marido, que vivía cerca de ellos, se casaba con una chica inferior a ellos, ¿cómo quedaría el apellido Fleming en el barrio? Maisie se había propuesto —era su pequeño proyecto— buscarle una buena chica que estuviera a la altura de la familia. Debía asegurarse de que esta misteriosa joven de Hampstead no fuera una indeseable.

—¿Entonces qué haces en Hampstead? —insistió Maisie.

—Eso me pregunto yo —terció Percy, de manera bastante ingeniosa, a su modo de ver—. Está tan lejos que apenas la veo. —Acto seguido describió con todo detalle los apuros que había pasado unos días antes al perder el último tren que partía de la estación Victoria. La anécdota hizo que él y Herbert se rieran a carcajadas. Maisie permaneció en silencio.

En cuanto a Jenny, lo único que sentía era una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué trataba Percy de ocultar a su familia el hecho de que ella fuera una criada? ¿Qué sentido tenía?

Cuando terminaron de comer, los dos hermanos salieron al jardín y Maisie se volvió hacia Jenny.

—Ya sé en qué trabajas —dijo suavemente—. Eres una sirvienta, ¿no es cierto?

—Sí —contestó Jenny.

—Lo suponía. Esa ropa —añadió Maisie asintiendo con la cabeza—. En mi familia, desde luego, nunca ha habido sirvientes. Ni en la de Herbert.

—Ya. Y supongo que nunca los habrá —dijo Jenny.

—Oh. —Maisie la miró directamente a los ojos—. Entonces estamos de acuerdo.

Cuando, al cabo de una hora, en el hermoso parque que circundaba Crystal Palace, Percy pidió a Jenny que se casara con él, ella respondió:

—No sé, Percy. En realidad no lo sé. Necesito tiempo.

—Por supuesto. ¿Cuánto tiempo necesitas para pensarlo?

—No lo sé. Lo lamento, Percy, pero quiero irme a casa.

Esther Silversleeves esperó dos semanas antes de hablar con Jenny. Pero estaba francamente preocupada.

—Jenny, has vivido en esta casa casi toda tu vida. Haz el favor de decirme qué ocurre. —La señora Silversleeves aguardó pacientemente a que le respondiera.

Aunque Jenny tenía algunas amigas, no había alguien en quien confiara realmente; de modo que durante las dos últimas semanas había estado pensando sobre la cuestión ella sola. Y cuanto más pensaba, más imposible le parecía todo. De entrada, debía pensar en Percy. «Probablemente Maisie y Herbert lo habrán convencido de que desista de su empeño —pensó Jenny—. A estas horas se habrá arrepentido de haberme pedido que me case con él. ¿Qué va a hacer Percy con una mujer como yo, sin belleza y sin fortuna?», se dijo. Sin duda Maisie le buscaría una joven que estuviera a su altura. Luego, Jenny tenía que pensar en su hermano y en sus sobrinos. «Puede que yo sea pobre —se dijo—, pero trabajando como trabajo, si algo malo le ocurriera a mi hermano yo podría impedir que esos niños murieran de hambre. Y la buena de la señora Silversleeves me necesita —pensó—. No puedo abandonarla».

—No tiene importancia —contestó.

—Háblame de él —dijo la anciana suavemente.

Jenny la miró sorprendida.

—El sábado por la noche sales hecha un figurín y vuelves a altas horas de la madrugada; el domingo siguiente sales con un sombrero de paja y una sombrilla. No creerás —continuó la señora Silversleeves mientras Jenny la miraba cariacontecida— que soy tan tonta como para no haberme dado cuenta.

De modo que Jenny, nerviosa y titubeando, le contó parte de la historia. Nada dijo sobre su hermano y su familia porque era un tema prohibido, pero le habló un poco sobre Percy y su familia, así como sobre sus propias dudas.

—No puedo abandonarla, señora Silversleeves. Le debo mucho —afirmó Jenny.

—¿Me debes mucho? —Esther la miró meneando la cabeza—. Hija mía, nada me debes. No viviré muchos años. No me faltarán personas que cuiden de mí. Ahora, en cuanto a este Percy —prosiguió con firmeza—, el que se haya arrepentido de haberte pedido que te cases con él son suposiciones tuyas. Si te quiere, nada de lo que pueda decir esa Maisie le afectará.

—Pero es su familia.

—¡Al cuerno con su familia! —exclamó la señora Silversleeves. Su exabrupto las sorprendió a ambas, y se echaron a reír—. ¿Eso es todo?

No, no era todo. Cada día el recuerdo de la mujer que Jenny había visto en casa de su hermano, la desolación de su propia infancia, las últimas palabras que le había dicho la propia Lucy —«no regreses nunca»— la atormentaban. La cruda realidad era, según lo veía Jenny, muy sencilla. Casarse con Percy, tener hijos, hasta ahí estaba bien. Pero ¿y si Percy moría? ¿Qué haría entonces? ¿Vivir como los pobres del East End? Probablemente su situación no sería tan desesperada, pero sí muy dura. Su hermano no andaba desencaminado. Jenny había hecho bien en no casarse. Contaba con la seguridad que le ofrecía la casa de la señora Silversleeves; un trabajo honrado; algunos ahorros. Cuando la señora Silversleeves hubiera desaparecido, Jenny sabía que no le costaría encontrar un buen empleo, de ama de llaves o de doncella.

Las jóvenes contraían matrimonio sin pensar; las mujeres como Jenny no, pese al hecho de que anhelaba sentirse amada y vivir con Percy.

Los dolores de vientre habían comenzado hacía una semana. A veces Jenny tenía la sensación de tener un nudo. Había vomitado en dos ocasiones y sabía que estaba muy pálida. De modo que no se extrañó cuando la señora Silversleeves dijo suavemente:

—No tienes buena cara, Jenny. Llamaré al médico.

Si Mayfair siempre había sido un elegante barrio residencial, el área por encima de Oxford Street había asumido un aire más profesional. Baker Street en su lado oeste, había sido inmortalizada por Conan Doyle como la morada de Sherlock Holmes, su detective de ficción, pero Harley Street, junto a su límite oriental, había adquirido fama mundial por sí misma.

Harley Street era, por así decirlo, la Savile Row de la profesión médica. Los hombres que ejercían en Harley Street no eran médicos corrientes, sino especialistas eminentes a quienes se les solía dar el tratamiento de «señor» en lugar de «doctor». Asimismo, tenían fama de ser groseros, por la simple razón de que conseguían hacer lo que querían. A fin de cuentas, si un hombre sólo lo trata a uno para curarle un catarro no hay por qué consentirle muchas tonterías; pero si tiene que cortarle un pedazo del hígado, es preferible no enojarlo.

No sin cierta aprehensión, a la semana siguiente Jenny se dirigió Harley Street abajo hasta llegar a una puerta con una placa de metal que anunciaba la consulta particular del señor Algernon Tyrrell-Ford.

El médico de la familia Silversleeves no le había encontrado ninguna cosa seria; pero había confesado a la señora Silversleeves que, si Jenny podía permitírselo, prefería enviarla a un especialista para quedarse tranquilo. Esther se había mostrado de acuerdo.

—¡Por supuesto que irá! —afirmó—. Mándeme todas las facturas.

El señor Tyrrell-Ford era un hombre alto, corpulento y brusco. Tras ordenar a Jenny sin más preámbulos que se desnudara la examinó. Su falta de tacto hizo que Jenny se sintiera azorada y humillada.

—No tiene nada serio —declaró el médico—. Por supuesto, escribiré al médico que la ha remitido a mi consulta.

—Ah —respondió Jenny débilmente—, muy bien.

Trató de balbucir unas palabras de agradecimiento, pero el doctor no parecía interesado. Luego, cuando Jenny se hubo vestido, el médico observó como de pasada:

—Supongo que sabe que no puede tener hijos.

Jenny lo miró durante un momento horrorizada.

—Pero ¿por qué? —acertó a preguntar al fin.

El médico, poco dado a malgastar palabras con una mujer tan insignificante que no comprendería lo que le decía, se encogió de hombros y contestó:

—Es por cómo está hecha.

Percy había propuesto que se encontraran en el puente de la Torre y ella había aceptado. Jenny entendió que era la manera que él tenía de decir que confiaba en que ese lugar le diera buena suerte.

Entonces Jenny sabía lo que debía hacer, se sentía casi como si se hubiera quitado un peso de encima. Cuando se lo había dicho a la señora Silversleeves, la anciana había manifestado ciertas dudas. «Quizá no le importe, Jenny», había dicho. Pero Jenny lo conocía mejor. «Me ha dicho que desea tener hijos —le había explicado—. Conozco a Percy. Si le cuento la verdad ahora, dirá que no tiene importancia. Pero sí la tiene». La anciana emitió un suspiro de resignación.

Aunque era verano, el día estaba gris. Tal como Jenny había supuesto, Percy la esperaba en el centro del puente, como la vez anterior. Ella sonrió, lo cogió del brazo de modo afectuoso y echó a andar, conduciéndole instintivamente hacia el lado sur, como si regresara a su propio territorio. Después de caminar un breve trecho por Tower Bridge Road, doblaron a la derecha hacia la estación del Puente de Londres, pues allí había un pequeño salón de té donde podían sentarse.

—¿Qué quieres? —preguntó él.

—Tan sólo una taza de té —se apresuró a contestar ella, de modo que Percy pidió té y durante un par de minutos charlaron de cosas intrascendentes, hasta que la camarera les sirvió el té.

—Bien, ¿qué quieres, Jenny? —repitió Percy, dirigiéndole una mirada cargada de significado.

—Lo lamento, Percy —respondió Jenny lentamente—. Me siento halagada, muy honrada, Percy. Eres un buen amigo. Pero no puedo.

Percy parecía muy apesadumbrado.

—Si es por algo que Maisie…

—No —lo interrumpió Jenny—, no es eso. No me importa lo que piense ella. Es culpa mía. Me gusta mucho salir contigo, Percy. Lo he pasado muy bien. Pero me siento feliz donde estoy. No deseo casarme. Ni contigo ni con nadie. —Jenny había pensado en decirle que existía otro hombre para dar a sus argumentos un tono más definitivo, pero comprendió que era absurdo.

—Quizá pueda convencerte de que cambies de opinión —dijo él.

—No. —Jenny negó con la cabeza—. Creo que es mejor que no nos veamos durante un tiempo.

—Bueno —empezó a decir él—, eso no impide que…

—Percy —interrumpió ella bruscamente con una pequeña y cruel muestra de irritación que había practicado durante varios días—. No quiero casarme contigo, Percy. Ni ahora ni nunca. Lo lamento.

Y antes de que Percy pudiera reaccionar, Jenny se marchó y lo dejó plantado.

Jenny echó a andar deprisa hacia el puente de la Torre. Cuando se hallaba en el centro del puente observó que un barco se acercaba desde aguas abajo y que el puente estaba a punto de abrirse. Cuando echó a correr por el lado norte le pareció oír un grito a sus espaldas.

Percy la había seguido a la carrera. Durante un par de minutos se había quedado tan estupefacto que se había marchado sin pagar el té y lo habían obligado a regresar. Luego había echado a correr a toda velocidad hacia el puente de la Torre. Al verla desde el camino de acceso había gritado: «¡Jenny!», pero cuando se disponía a cruzar el gigantesco puente levadizo un fornido policía le había interceptado el paso.

—Lo siento, no puedes pasar, muchacho —dijo el policía—. Van a levantar el puente.

En ese momento la calle que se extendía ante sus ojos empezó a alzarse mientras el potente mecanismo ideado por Arnold Silversleeves se ponía rápida y eficazmente en movimiento.

El levantamiento del puente de la Torre era un espectáculo impresionante. Sucedía unas veinte veces al día. Percy tuvo la sensación de que la calle que se alzaba ante él como un muro descomunal de treinta metros de largo, impidiendo que pasara la luz, lo separaba de manera majestuosa y definitiva de la mujer que amaba.

—¡Tengo que cruzarlo ahora mismo! —gritó estúpidamente.

—Sólo hay un medio, hijo —replicó el policía, señalando la pasarela que discurría por la parte superior del puente. Lanzando un grito de angustia, Percy echó a correr hacia la cercana torre del sur.

Subió jadeando y boqueando los más de doscientos escalones. Respirando trabajosamente, atravesó a la carrera la pasarela de hierro que parecía extenderse ante él como un interminable túnel de hierro. Luego bajó deprisa por la escalera de hierro situada en la torre norte hacia la otra calle.

No había señal de Jenny. Se había esfumado. Sólo se veía la vieja y sombría Torre de Londres asomándose detrás de los árboles a la izquierda, y a la derecha, las aguas parduscas y silenciosas del Támesis.

Percy escribió a Jenny en tres ocasiones. Ninguna de sus cartas tuvo respuesta. Maisie le presentó a otra chica, pero la cosa no cuajó. Cuando Percy contemplaba a través de su ventana las lejanas colinas que se alzaban al otro lado de Londres, experimentaba una profunda tristeza.

1911

Helen Meredith nunca se había sentido tan ilusionada. Por supuesto, estaba acostumbrada a ir vestida elegantemente. Al igual que muchas jóvenes de su clase, la costumbre exigía que se pusiera un abrigo y guantes blancos incluso para dar un paseo por Hyde Park. Era una niña, y debía ir vestida y ser tratada como tal. Pero ese día era una excepción. Cuando se contempló en el espejo con su vestido largo y blanco y su banda morada, blanca y verde, se sintió muy orgullosa: iba vestida exactamente igual que su madre. E iban a desfilar juntas en la Procesión de la Coronación de las Mujeres.

La era eduardiana, aunque inolvidable, sólo había durado una década. Eduardo VII, un hombre de mediana edad y muy vivido cuando ascendió al trono a raíz de la muerte de su madre, la reina Victoria, había sufrido varios achaques y su muerte, el año anterior, no había sido inesperada. En ese momento, después de un período decoroso de luto, su hijo Jorge V —correcto, monógamo e imbuido de un sentido del deber— iba a gozar de su coronación con su devota esposa Mary.

El sábado 17 de junio, el fin de semana anterior a la ceremonia real, el movimiento de las suffragettes había decidido organizar su propia coronación. Iba a ser un acontecimiento multitudinario.

No podía negarse que durante los tres años anteriores, el movimiento de las suffragettes había hecho unos avances asombrosos. Algunas tácticas utilizadas por sus miembros resultaban chocantes; otras, muy astutas. Su truco de encadenarse a verjas o barandillas en lugares públicos, por ejemplo, no sólo les proporcionaba una gran publicidad, sino que les permitía pronunciar unos discursos extensos y bien preparados mientras la policía cortaba las cadenas con una sierra. Al averiguar que si caminaban por las aceras podían ser arrestadas por obstruir el paso, habían decidido caminar con sus pancartas por la calzada junto al bordillo, donde la policía no podía detenerlas. Cuando algunas de sus afiliadas más entusiastas se habían dedicado a destrozar ventanas porque el Gobierno se negaba a recibir a sus representantes, habían sido arrestadas. Cuando habían organizado huelgas de hambre en la cárcel, muchas personas lo habían considerado injustificado. Pero cuando se habían publicado unos informes bien documentados que afirmaban que la policía había agredido y golpeado a las mujeres, y que éstas habían sido alimentadas brutalmente por la fuerza en las cárceles, la opinión pública puso el grito en el cielo. El movimiento no sólo había conseguido publicidad: se había preparado un detallado plan que exigía una legislación moderada y se había convocado una tregua sobre todos los actos ilegales mientras el Gobierno examinaba su propuesta. Pero ante todo, los años les habían procurado partidarios. Con su cuartel general en el Strand y una editorial propia, la Women’s Press en Charing Cross Road, el movimiento se había hecho importante y profesional. En todo el país se habían creado organizaciones afiliadas. Y ese día, que señalaba simbólicamente el comienzo de un nuevo reinado, el movimiento iba a demostrar al mundo entero que había alcanzado la mayoría de edad.

«Apresúrate —había dicho su madre sonriendo—. Vamos a desfilar juntas». Helen se había sentido muy orgullosa cuando ambas se habían dirigido hacia la estación de metro de Sloane Square.

Situado inmediatamente al oeste del recinto amurallado del palacio de Buckingham y justo debajo de Knightsbridge, en el extremo oriental de Hyde Park, el barrio de Belgravia, que pertenecía a la acaudalada familia Grosvenor, había sido diseñado por Cubitt y convertido en una serie de calles y plazoletas con casas blancas de estuco. Poco interesantes desde el punto de vista arquitectónico, eran grandes, imponentes y caras. La más cara era Belgrave Square. Hacia el oeste se encontraba el largo rectángulo de Eaton Square, con el más modesto Eaton Terrace, adonde Violet se había trasladado después de la muerte del coronel Meredith, en el extremo occidental. Sloane Square, que señalaba los límites entre Belgravia y el comienzo de Chelsea, estaba sólo a unos pasos, y tenía una estación de metro.

Mientras las dos suffragettes caminaban por el elegante barrio algunos de los otros habitantes las observaron con aire de desaprobación. Helen nunca había experimentado eso.

—La gente nos mira con desprecio —susurró a su madre.

Jamás olvidaría su respuesta.

—¿De veras? —contestó Violet sonriendo sin darle importancia—. Pues a mí no me importa. ¿Y a ti?

A Helen esto le pareció tan desinhibido, tan maravilloso y tan divertido que se echó a reír. La procesión, cuando salieron al otro lado de Westminster, constituía un espectáculo como Helen jamás había contemplado en su vida. Las suffragettes habían comprendido que el medio de atajar las críticas de que eran poco femeninas era vestirse con gran esmero. Las decenas de miles de mujeres que habían acudido a la manifestación llevaban todas vestidos largos, en su mayoría blancos, y podían haber pasado por las matronas, o sus hijas, de los tiempos más severos de la Roma republicana. La única excepción era una figura que iba montada a caballo a la cabeza del desfile y vestida como Juana de Arco, a quien el movimiento había adoptado como su santa patrona. Habían acudido representantes y delegaciones no sólo de todos los rincones de Inglaterra sino de Escocia, el País de Gales e incluso la India y otros lugares del Imperio. La procesión tenía más de seis kilómetros de longitud. Estaba previsto que pasara frente a la City, al Big Ben y a las Casas del Parlamento, y prosiguiera hasta Hyde Park para participar en la gran convocatoria —las localidades se habían agotado muchos días antes— que iba a celebrarse en el Royal Albert Hall.

—Y recuerda —dijo su madre a Helen, antes de que la gigantesca procesión comenzara a avanzar—, defendemos una causa justa. Debes estar dispuesta a luchar por una causa noble, Helen.

Aunque la niña jamás olvidaría esas palabras, ni el espectáculo formado por miles de mujeres vestidas de blanco con sus bandas y pancartas, fue la sensación de desfilar en esa procesión lo que recordaría. Desfilar al unísono junto con su madre, hacia un nuevo mundo.

Durante esos años hubo otros signos que anunciaban el nacimiento de una nueva era. Cuando, el año en que murió Eduardo VII, se avistó el cometa Halley, el acontecimiento se consideró un simple hecho científico. Pero lo más importante fue el invento del automóvil.

Los ingleses habían tardado un tiempo en adoptar el motor de combustión interna. Se veían algunos autobuses y taxis motorizados; pero hasta ese momento el reducido número de automóviles que circulaban estaba reservado a los muy ricos. Los Rolls-Royce existían sólo desde hacía doce años, pero Penny poseía uno y el sábado por la mañana, 17 de junio de 1911, fue a recoger a Edward Bull.

La familia Penny había mantenido siempre un contacto estrecho con sus primos Bull; y gracias a su matrimonio con Nancy, la hija de Gorham Dogget, y al enorme éxito de la compañía de seguros de su familia, Penny era tan rico como el viejo Edward. El plan era ir en coche a recoger a los dos nietos de Bull, los chicos Meredith, que estudiaban en Charterhouse, y trasladarlos a Bocton. Al día siguiente, a la hora del té, Penny los llevaría de regreso a la escuela. El viejo Edward Bull, que en contadas ocasiones había subido a un automóvil, se sentía muy emocionado ante la perspectiva de esta expedición. «No sé si hago bien dejando que me lleves en este artilugio, teniendo en cuenta lo corto de vista que eres», había comentado con aire jovial.

El día era espléndido y el paisaje maravilloso. El coche circulaba a un promedio de casi treinta kilómetros por hora, lo que les permitió llegar a Charterhouse antes de la hora de comer. Lejos de estar cansado, el viejo Edward se sentía muy animado y se llevó un disgusto cuando Penny, después de que el director del colegio de los chicos le transmitió un recado telefónico, anunció que tenía que regresar a Londres. Los chicos también se disgustaron. Todo indicaba que el paseo en coche y el fin de semana estaban perdidos, pero Henry se inclinó y preguntó educadamente:

—¿Me permites hacer una sugerencia, abuelo?

No cabía la menor duda, pensó Bull cuando el Rolls-Royce entró en Londres dos horas más tarde: su nieto Henry Meredith era un joven extraordinario. Edward sabía lo que había padecido en el colegio, y no precisamente por culpa suya. Se había visto envuelto en más de una riña para defender a su hermano menor de las crueles befas de que había sido objeto cuando el nombre y la fotografía de su madre había aparecido en los periódicos. Por fin, Henry había declarado que él apoyaba personalmente la causa de las suffragettes —cosa por completo incierta— y que si a alguno en la escuela no le gustaba tendría que vérselas con él. Y como era alto y muy fuerte, pocos chicos estaban dispuestos a pelearse con él.

«Respeto a mi madre porque cree en su causa —había dicho Henry a su abuelo—. Supongo que es justo que concedan el voto a las mujeres. Detesto los métodos que emplean las suffragettes, pero cuando mamá me explica que la manera educada y anticuada nada proporcionó a las mujeres, no puedo negarlo. Me gustaría que abandonara el movimiento, o por lo menos que lo apoyara de manera más discreta, pero ella dice que es imposible. De modo que a la postre, abuelo, la apoyo porque es mi madre. Si de todos modos vas a regresar a Londres —había sugerido—, ¿no podíamos acompañarte nosotros? Podremos pasar la noche en casa y regresar mañana al colegio en tren. —Luego, mirando a su abuelo de reojo, el chico había añadido—: Hemos visto los periódicos, abuelo, de modo que sabemos que mi madre va a desfilar hoy. ¿Por qué no vamos todos a Londres y le damos una sorpresa a Helen? Podríamos llevarla a merendar».

Estaba empezando a oscurecer y Helen tenía los pies doloridos cuando ella y su madre llegaron a casa. Con todo, experimentaba una sensación de triunfo: habían desfilado en ese día tan importante. La niña se quedó extrañada cuando la doncella que abrió la puerta las miró un tanto asustada y dijo algo a su madre que Helen no llegó a oír. Luego oyó una voz familiar junto a la puerta que daba al salón.

—Sube a tu habitación, Helen —murmuró su madre.

Pero ella no lo hizo, y al cabo de un momento, sin que detectaran su presencia, se asomó al salón.

Estaba presente su abuelo, y Henry. Si Frederick había llegado con ellos, seguramente lo habían enviado a otra parte de la casa. Su abuelo tenía un aspecto temible, e incluso Henry parecía más serio que de costumbre, más mayor. Su abuelo fue el primero en tomar la palabra.

—¿Debo entender que has vestido a Helen, una niña inocente, como una suffragette?

—Sí. —La voz de su madre era desafiante.

—¿Y que la has llevado a una manifestación que podía haber degenerado en un tumulto?

—Fue completamente pacífica.

—No sería la primera vez que una manifestación termina en un tumulto. En cualquier caso, el sitio de una niña es el cuarto de los niños. No tienes derecho a meterla en estos asuntos. Estas cosas no son para los niños. Ni siquiera deben oír hablar de ellas.

—Helen sólo tiene ocho años, madre —agregó Henry con suavidad.

—¿Me estáis diciendo que no debería hablar de la cuestión del voto femenino delante de mi propia hija?

—No veo la necesidad —replicó Bull.

—Eso se debe a que no compartes mi opinión.

—No. Helen decidirá lo que crea oportuno cuando sea mayor. Pero es una niña. Hay que proteger a los niños de las ideas.

—Entonces tampoco es correcto llevarla a la iglesia. Puede oír unas ideas.

—Esto es una blasfemia —repuso Bull sin perder la calma—. Estás hablando de nuestra religión. Debo decirte, Violet —continuó sin pausa—, que si vuelves a utilizar a la niña de una manera tan despreciable, te la quitaré. Puede vivir conmigo en Bocton.

—¡No puedes hacer eso!

—Creo que sí.

—Te llevaré a los tribunales, padre.

—Y el juez coincidirá conmigo en que no estás capacitada para cuidar de una niña.

—¡Esto es absurdo! Henry, di algo.

—Madre, si las cosas llegan a ese extremo declararé contra ti. Lo lamento. No estás capacitada para cuidar de Helen. —Y tras estas palabras el chico se echó a llorar.

Helen temblaba violentamente de terror hasta que dos manos la sujetaron por detrás y la transportaron a la seguridad que ofrecía el cuarto de los niños.

En la sastrería Tom Brown no recordaban haber vivido una mañana semejante. Lo peor fue que el mismísimo lord Saint James se encontraba en uno de los probadores cuando ocurrió. ¿Y si en aquel momento hubiera decidido salir?

Una dama había entrado en el establecimiento.

Era muy anciana. Muy respetable, sin duda. Vestida de negro de pies a cabeza, caminaba apoyada en un bastón de ébano. Había preguntado por el señor Fleming que, casualmente, debía entregarle unos pantalones esa mañana.

—¿Y si la ocultamos en otro probador? —preguntó en voz baja uno de los vendedores.

—Nada de eso —respondió el señor Brown con calma—. Ofrécele una silla y asegúrate de que milord está completamente vestido antes de abandonar el probador.

No había sido fácil para Esther Silversleeves decidir qué hacer. Había respetado a Jenny por su decisión de romper con Percy, y cuando al cabo de unos meses las cartas de Percy cesaron, Jenny se dijo, con un suspiro de resignación, que era cosa del destino. En el verano Esther había enviado a la joven a pasar unas vacaciones a Brighton, para que se animara, y todo había ido bien hasta una semana antes, cuando Jenny había recibido otra carta que la había afectado visiblemente.

—Es de Percy —dijo Jenny—. Dice que ha esperado un año antes de escribirme, pero que desea volver a verme. Como amigos. Dice que ha estado enfermo, pero no explica qué ha tenido y no sé si es serio o no.

—Pero imagino que tú no querrás verlo.

—Ay, señora, no lo sé. No sé si podré soportarlo —contestó Jenny con los ojos llenos de lágrimas.

Esther Silversleeves había decidido hacía tiempo bajar al West End. Dos años antes, un caballero estadounidense llamado Selfridges había abierto unos grandes almacenes en Oxford Street. De joven, a Esther le gustaba visitar una vez al año, antes de Navidad, el inmenso emporio de Harrods en Knightsbridge. Selfridges, según había averiguado, no sólo se proponía competir con aquél, sino que contenía un sinfín de amenidades, incluso un restaurante, de manera que uno podía pasarse todo el día allí. Así pues, Esther había ordenado a su cochero que la dejara allí a las diez y fuera a recogerla a las tres; y no bien hubo partido el cochero ella echó a andar, con cierta dificultad, por Regent Street hacia la sastrería de Tom Brown.

Ni ella ni lord Saint James sabían quién era el otro cuando el noble salió del probador, dirigió a Esther una mirada divertida y regresó a su apacible apartamento de soltero en Albany, donde vivía entonces, cerca de Piccadilly.

Cuando Percy apareció a las once y media, se quedó muy sorprendido al encontrarse con la señora Silversleeves, a la que no conocía personalmente. A instancias de la anciana Percy la acompañó a Selfridges y la llevó al restaurante, donde ella pidió un pastelito y una taza de té. Esther formuló a Percy algunas preguntas sobre su salud, asintiendo pausadamente con la cabeza, y luego le preguntó si todavía amaba a Jenny. Satisfecha de la respuesta del joven, Esther le explicó su misión.

—Señor Fleming, Jenny no sabe que he venido a verlo, y no deseo que lo sepa. Pero le diré algo. Lo que haga usted con esta información es cosa suya.

La señora Silversleeves había tenido que utilizar sus dotes de persuasión para convencer a Jenny de que debía acudir. La segunda carta, en la cual Percy le comunicaba que iba a ausentarse todo el invierno debido a su salud, la había convencido. «Creo que, si puedes soportar volver a verlo, sería un rasgo muy generoso por tu parte», había dicho Esther cuando Jenny había consultado con ella. Así pues, dos semanas más tarde, Jenny se encontró sentada de nuevo ante Percy, tomando una taza de té en un pequeño y agradable café llamado Ivy, cerca de Charing Cross Road.

Percy tenía un aspecto muy animado, aunque estaba un poco pálido. Ambos hicieron las preguntas de rigor. La vida de Jenny discurría sin novedad. Había estado en Brighton. La señora Silversleeves se encontraba perfectamente. Maisie y Herbert iban a participar en una representación navideña montada por el grupo de teatro al que pertenecía Maisie. Percy seguía sintiéndose muy a gusto en la vivienda que ocupaba en Crystal Palace. Después de la primera taza ritual de té, Jenny decidió abordar la cuestión.

—De modo que te marchas.

—En efecto. —Percy movió la cabeza con expresión pensativa—. Supongo que es una tontería, pero el médico me ha recomendado que me marche —dijo esbozando una sonrisa un tanto melancólica—. Es debido a la tos. En realidad temían que fuera tuberculosis. —Era la plaga de la época—. No lo era, pero el médico me dijo: «Si quieres curarte, debes ir a un lugar cálido en invierno».

—Como hacen las personas ricas, Percy. Se trasladan al sur de Francia.

—Lo sé —contestó Percy sonriendo—. Curiosamente, eso es lo que voy a hacer. Por lo visto si te alojas en una pequeña pensión o algo por el estilo, resulta más barato vivir en Francia que en Inglaterra. Tengo ahorrado bastante dinero. Como no estoy casado —añadió Percy con un deje de tristeza—, tengo pocos gastos. De modo —continuó con un tono más alegre— que la semana que viene me marcho a pasar cinco semanas de vacaciones en el sur de Francia. Todos afirman que cuando regrese en primavera, estaré completamente restablecido.

—¡Oh, Percy! Parlez-vous?

—No, ni una palabra. Supongo que tendré que aprenderlo.

—Conocerás a un montón de chicas francesas, Percy. —Jenny se echó a reír con bastante naturalidad, lo cual la hizo sentirse muy satisfecha de sí misma—. Regresarás con una esposa francesa.

Percy frunció el entrecejo, como si dudara. Luego la miró de manera un tanto extraña y contestó:

—No estoy seguro de eso, Jenny. —Acto seguido volvió a guardar silencio durante unos instantes—. En realidad hiciste bien en dejarme. Cuando me practicaron las pruebas para averiguar qué tenía, me comunicaron otra cosa. Puedo casarme y todo eso, ¿comprendes? Pero no puedo tener hijos. No habrá un pequeño Percy correteando por la casa. Una lástima, pero qué le vamos a hacer —concluyó Percy moviendo la cabeza con expresión pensativa.

—Oh —dijo Jenny.

Estaba oscuro cuando Edward Bull salió de la logia y echó a andar desde Wallbrook hacia Saint Paul. Había decidido pasar la noche en su club.

Siempre había habido una gran cantidad de masones en la City de Londres. Algunos consideraban sus ceremonias secretas, sus iniciaciones y su empeño en mantener oculto el hecho de ser masón un tanto siniestro. Personalmente, Edward Bull no compartía esa opinión. Se había hecho masón de joven, había conocido a muchos grandes hombres de la City por medio de la logia y consideraba que todo el asunto era una especie de club, si bien algunas de sus normas eran extrañas y medievales, que se dedicaba principalmente a hacer obras de caridad, algo así como una guilda medieval instalada en la City. Era la satisfacción que le producían esas asociaciones lo que lo había llevado a Londres ese día de primavera de 1912 para asistir a una reunión de su logia. Acababa de doblar por Watling Street cuando Bull compró un periódico en un quiosco de prensa y vio los titulares.

Halló a Violet en una celda. La policía había sido muy amable con él, pues lo habían conducido de inmediato junto a ella y le habían preguntado si le apetecía una taza de té. Lo habían mirado como pensando que era una lástima que un caballero tan respetable como él tuviera una hija así.

Violet se quedó asombrada al verlo.

—He tratado de enviar un recado a los abogados —le explicó—, pero cuando me trajeron aquí éstos ya se habían marchado. Tienes que pagar la fianza y sacarme de aquí, padre. Debo regresar a casa junto a Helen.

—Tengo entendido que has destrozado unas ventanas —contestó él sin perder la calma.

En noviembre había comenzado la campaña de las suffragettes de destrozar ventanas, junto con las agresiones a los céspedes de los campos de golf, y algunos incendios premeditados —aunque seleccionados con cuidado para evitar desgracias personales—, a raíz de que el gobierno liberal, respaldado por el rey Jorge, un hombre respetable pero de talante conservador, había hecho caso omiso de las reformas propuestas por el movimiento y, para colmo, había concedido más votos a los varones trabajadores y ninguno a las mujeres. «Es un atropello, de modo que las mujeres han decidido responder a ello con acciones escandalosas», había explicado Violet en su momento.

Violet no había participado en esas acciones hasta entonces, y no tenía intención de participar en ellas. Pero cuando, a su regreso de un mitin, había visto que unas mujeres que acababan de romper con cuidado una ventana estaban siendo tratadas bruscamente por un policía, había agarrado enfurecida su paraguas y golpeado con él la ventana. Ese arrebato había bastado, en el fragor de la batalla que se había producido a continuación, para hacer que la arrestaran.

—Estoy segura de que podrías convencerlos de que me suelten esta noche —dijo Violet.

—Sí —respondió Bull—, supongo que sí. —Luego meneó la cabeza y añadió—: Pero me temo, Violet, que no lo haré.

—¡Pero, padre! Helen…

—Iré a recoger a Helen ahora mismo. Lo lamento, Violet, pero no puedo tolerar estas cosas. La niña vendrá conmigo a Bocton.

—¡Y yo iré inmediatamente a rescatarla y traérmela de nuevo a Londres! —replicó Violet.

—Lo dudo. Creo que lo más probable, Violet, es que vayas a la cárcel.

Bull no se equivocó. El juez la condenó a tres meses.

La boda de Percy Fleming y Jenny Ducket —aunque en el certificado de matrimonio, para sorpresa de Percy, el apellido de ella constaba como Dogget— se celebró ese verano. A la misma asistieron Herbert, Maisie, que no estaba en absoluto contenta, y la anciana señora Silversleeves. En deferencia a la anciana —al menos ésa fue la razón que ella adujo—, Jenny no invitó a su padre ni a su hermano. El señor Silversleeves, el abogado, a instancias de su madre, asistió para acompañar a la novia al altar. La sorpresa se produjo poco después de que la anciana se hubo marchado, cuando el señor Silversleeves, en un aparte, comunicó a la pareja:

—Mi madre me ha pedido que les entregue su regalo de boda. Se trata de este cheque.

Era un cheque de seiscientas libras.

—¡Pero…, no puedo aceptarlo! —protestó Jenny—. Quiero decir que simplemente por haber cumplido con mi deber y haberla atendido…

—Mi madre insiste en que lo acepten —dijo el señor Silversleeves—. Me ha ordenado que se lo entregue personalmente.

Tras estas palabras sonrió de una manera que Jenny sólo habría podido comprender si hubiera sabido lo que la anciana había dicho a su hijo cuando éste había protestado también debido a la cantidad.

De modo que Jenny y Percy se casaron y compraron una casita en Crystal Palace. A Jenny le complacía admirar la vista desde sus ventanas y ver el lugar, al otro extremo de Londres, donde la anciana había sido tan bondadosa con ella.

Pero la primavera siguiente Jenny y Percy habían de llevarse una sorpresa aún mayor. Al principio Jenny no dijo palabra. Al cabo de dos meses, un poco alarmada y temiendo estar enferma, fue a ver a un médico. Cuando ella le dijo que era imposible, éste le aseguró que estaba equivocada. Y cuando, esa noche, ella se lo comunicó a Percy, al principio él la miró atónito, pero luego se echó a reír.

Por su parte, Percy sabía que había mentido a Jenny sobre su incapacidad de engendrar hijos, pero no había previsto la otra parte y su hijo nació ese verano. El eminente señor Tyrrell-Ford de Harley Street había dicho sólo tonterías.