7. El alcalde

1189

En el verano de 1189 murió Enrique II de Inglaterra, y puesto que el heredero que él había designado había fallecido antes que él, lo sucedió su segundo hijo, Ricardo.

Así comenzó un período de varios años que ha entrado en el ámbito de la leyenda. ¿Qué crónica de la historia de Inglaterra es más conocida que la de Robin Hood y el avaricioso sheriff de Nottingham, del buen rey Ricardo, ausente en una cruzada, y su malvado hermano Juan? Es una hermosa leyenda originada en hechos reales.

Pero la crónica auténtica de aquellos años, aunque algo más compleja, resulta aún más interesante. Y ocurrió, en su mayor parte, en Londres.

Las noticias se propagaban rápidamente a su paso. Esa mañana de agosto, una pequeña multitud se había congregado en un semicírculo delante del nuevo y hermoso portal para aguardar su llegada. Nadie se sentía más excitado que un muchacho situado en primera fila.

David Bull era una réplica de su padre Sampson cuando éste tenía trece años: rubio, con la cara redonda, rubicundo y con unos ojos azules que en aquellos momentos resplandecían de emoción.

Delante de él estaba el portal que daba acceso al Temple. De todas las casas religiosas cuyos inmensos recintos amurallados brotaban como hongos en toda la ciudad, ninguna era más espléndida que las de las dos órdenes de cruzados. Estas organizaciones religiosas militares satisfacían las necesidades logísticas de la Guerra Santa. Hacia el norte de Smithfield se encontraban los caballeros de San Juan, que eran responsables de los hospitales; en las laderas que se alzaban por encima del Támesis, hacia la mitad del camino que se extendía hacia el norte desde Saint Bride hasta Aldwych, se hallaba el recinto de la poderosa orden encargada de organizar los grandes convoyes de dinero y provisiones, los templarios. A través del portal se divisaba su maciza iglesia de piedra, de reciente construcción e inmediatamente reconocible debido a que, al igual que todas las iglesias de los templarios, no era rectangular sino circular. Y era de esa iglesia de donde, en cualquier momento, saldría el más grande héroe de la cristiandad: el rey Ricardo Corazón de León.

En todas las épocas el guerrero ha sido un héroe. Pero a lo largo de las últimas décadas se había producido un cambio que había comenzado a incidir en el mundo del caballero. Las cruzadas le habían proporcionado una vocación religiosa; el nuevo entretenimiento practicado en la Europa continental, la justa, había añadido una nota de colorido y espectacularidad; las cálidas cortes meridionales de habla francesa de Provenza y Aquitania habían impuesto la moda de las baladas y los relatos de amores cortesanos, junto con las sofisticadas costumbres que en el norte representaban una novedad. El perfecto caballero de esta nueva situación era guerrero, peregrino y amante. Le rezaba a la Santísima Virgen, pero la dama en su saloncito era su Santo Grial. Practicaba el arte de la justa y sabía cantar. Era una mezcla cautivadora; religiosa, galante, erótica. Eran los albores de la era de la caballería, cuya máxima expresión se hallaría en los relatos del legendario rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda, que a la sazón se había comenzado a traducir por primera vez del latín y el francés al inglés.

Y Ricardo Corazón de León era el campeón de la nueva era.

Criado en la culta corte de su madre en Aquitania, Ricardo componía poemas líricos con la destreza de un juglar. Era un apasionado de la justa y un magnífico guerrero, experto en el asedio y la construcción de castillos. Incluso sus allegados, que sabían que podía mostrarse cruel y vanidoso, reconocían que en materia de estilo y encanto Ricardo no tenía rival, además de poseer dotes de mando. Al poco tiempo, en respuesta a los ruegos de los templarios y otros que resistían valientemente a los sarracenos en Tierra Santa, Ricardo emprendió la más sagrada de todas las aventuras de caballería, la nueva cruzada.

La cruzada. Incluso las viejas envidias entre el rey de Francia y los Plantagenet iban a ser archivadas. El rey de Francia y Ricardo iban a participar juntos en la cruzada como hermanos. La expedición del monarca inglés poseía una cualidad mística especial, pues se decía que durante su viaje portaría la antigua espada del rey Arturo, la mágica Excalibur.

Eran momentos de alegría. Los últimos años del anciano rey habían sido muy tristes. La protesta popular suscitada por el asesinato de Becket había ido en aumento hasta que finalmente el pobre Enrique había acudido en penitencia a Canterbury para ser azotado públicamente. Becket había sido incluso canonizado. Al poco tiempo la amante de Enrique, la bella Rosamund, murió. La esposa e hijos del monarca se habían vuelto contra él; dos de sus vástagos, uno de ellos el heredero, habían fallecido. Pero esa trágica época había pasado, y el heroico Ricardo había llegado a Inglaterra para ser coronado.

Todo Londres se había sumado a las celebraciones. Al dirigir la vista hacia el Támesis, que se extendía más allá del recinto del Temple, David vio una flotilla de buques que iban a llevar a un audaz grupo de londinenses —no eran nobles, sino los hijos de familias comerciantes como la suya— a la cruzada del Rey. No era de extrañar, por lo tanto, que todos estuvieran ansiosos de contemplar al héroe.

La puerta de la iglesia se abrió. Al son de las aclamaciones de la multitud, acompañado tan sólo por seis caballeros, apareció un hombre alto y bien plantado, envuelto en una capa azul y dorada. El sol arrancaba reflejos a su rubia cabellera. Con paso firme y atlético se dirigió hacia su caballo y, casi sin apoyar el pie en el escudero que se agachó para ayudarlo a montar, se sentó en la silla y se dirigió hacia la puerta.

David Bull sólo se fijó en un duro rostro de Plantagenet hasta que ocurrió una breve y mágica anécdota. Al trasponer la puerta, Ricardo Corazón de León posó brevemente los ojos en la pequeña multitud. Al distinguir al muchacho, lo miró a los ojos y sonrió. Luego, sabiendo que mediante esa sencilla estratagema había logrado conquistar al muchacho de por vida, espoleó a su caballo y echó a galopar hacia Westminster.

Al cabo de unos minutos, cuando se repuso de la impresión, David Bull musitó sin apartar la vista del camino por el que se había alejado Ricardo:

—Iré con él. Quiero participar en la cruzada. —Luego, al pensar en la furia de su padre, añadió—: El tío Michael me ayudará. Le pediré que hable con mi padre.

Media hora más tarde un observador que se encontrara en esos momentos en el Puente de Londres habría presenciado una curiosa escena. Un individuo con una nariz exageradamente larga montado en un palafrén moteado conducía a una dama elegantemente montada y a dos caballos de tiro sobre las plácidas aguas del Támesis hacia la ciudad de Londres. El individuo era Pentecost Silversleeves. La dama se llamaba Ida, la viuda de un caballero, y pese a sus esfuerzos por reprimir las lágrimas, se había puesto a llorar, cosa de lo más natural teniendo en cuenta que iban a venderla.

Al contemplar la ciudad que aparecía ante ella, Ida tuvo la impresión de que el mundo se había petrificado. La gran muralla que rodeaba Londres parecía una gigantesca prisión. A la izquierda vio la sólida fortificación de piedra junto a Ludgate. A la derecha, a orillas del río, la grisácea mole cuadrada de la Torre, siniestra incluso en reposo. Todo era de piedra. Por encima de las dos pequeñas colinas de Londres, repletas de casas, se erguía la oscura, elevada y estrecha silueta de la iglesia normanda de Saint Paul, sombría e imponente. Al volverse y mirar por encima del parapeto de madera, Ida observó que habían empezado a construir unos grandes pilares en el agua para un puente que, según dedujo acertadamente, sería de piedra. De golpe, mientras los cascos de los caballos sonaban suavemente sobre el puente de madera en el silencioso amanecer, se oyó el tañido de una campana cuyo eco se extendía sobre el agua grave y solemne, como si ésta fuera también de piedra, para llamar a unos corazones de piedra a la oración.

Ida tenía treinta y tres años. Era hija de un caballero y viuda de un caballero, circunstancia que cada detalle de su persona ponía en evidencia. Debajo de su rígido tocado llevaba el cabello castaño oscuro recogido en un moño y cubierto con una toca. Detrás de su velo se ocultaba un rostro alargado pero hermoso. Debajo de su traje, con una pequeña cola y mangas anchas, se ocultaba un cuerpo esbelto y pálido, con unos senos menudos y unas piernas largas y bien torneadas. Ida siempre había sabido, modesta pero definitivamente, que era una dama. Así pues, ¿cómo era posible que nadie, ni siquiera el rey Ricardo, se compadeciera de ella? Por orden del Rey, ese clérigo narigudo la conducía a un matrimonio con un vulgar comerciante del que Ida sólo sabía que se llamaba Sampson Bull.

—¿No podéis decirme algo de él? —había preguntado irritada el día anterior a Silversleeves.

Tras reflexionar unos momentos, el clérigo se había limitado a responder:

—Dicen que tiene muy mal genio.

¿Cómo podían tratarla de esa manera? La razón era muy sencilla. Gracias a la excelente administración de su padre, Ricardo Corazón de León era uno de los monarcas más ricos de la cristiandad, infinitamente más rico que su rival el rey de Francia. Pero una cruzada era una empresa muy costosa. Cuando, dos años antes, el Papa había proclamado la tercera cruzada para liberar Jerusalén de Saladino, el gobernante musulmán, el rey Enrique II había instituido un impuesto especial, el diezmo de Saladino. Pero eso no bastó, y antes de su llegada el rey Ricardo informó al Exchequer de que debía reunir todo el dinero que pudiera.

Ricardo apenas había estado antes en Inglaterra.

—Francamente —comentó a su círculo de allegados—, Inglaterra es un país húmedo y aburrido. Pero —añadió con tono jovial— lo amamos por los inmensos beneficios que nos proporciona.

En el verano de 1189, por lo tanto, todo estaba en venta: el cargo de sheriff, los privilegios comerciales, las exenciones fiscales.

—Si sois capaces de encontrar un comprador —dijo el Rey—, vendería incluso Londres.

Entre los bienes del monarca se contaban varias herederas y viudas quienes, en virtud de las circunstancias del vasallaje feudal, eran suyas y podía protegerlas o cederlas según creyera oportuno. Eso significaba que cuando el Rey necesitaba fondos urgentemente, podía vender a esas aristocráticas damas al mejor postor.

Silversleeves comprendía perfectamente las necesidades del Rey. Ida era la séptima viuda que había vendido en menos de seis semanas. Se sentía orgulloso de esa transacción. Ida era pobre. No aportaba una dote. Si Pentecost no hubiera sabido que el acaudalado viudo Bull estaba buscando una esposa noble, probablemente no habría logrado vender a Ida. Pero en ese momento, en vista de que el inminente matrimonio de ésta contribuiría a financiar la tercera cruzada, Pentecost se volvió hacia Ida y, al contemplar sus lágrimas, dijo fríamente:

—No os lamentéis, señora. Al menos seréis vendida por una buena causa.

Al cabo de unos minutos, cuando entraron en West Cheap y pasaron delante de los pintorescos y alegres puestos del mercado, Ida recibió el último golpe. Poco antes de llegar a la pequeña iglesia normanda de Saint Mary-le-Bow, Silversleeves se volvió hacia ella y, señalando a un grupo de comerciantes congregados junto a la puerta de la iglesia, dijo:

—Ése es. El que está vestido de rojo.

Entonces Ida, al ver el tosco y rubicundo semblante y el cuerpo obeso de su futuro esposo, se desmayó.

Mientras un grupo de curiosos trataba de reanimarla, Pentecost observó la escena distraídamente, pensando en otros asuntos mucho más urgentes que la desdichada viuda. El más importante era su propia carrera.

A primera vista, por primera vez en veinte años sus perspectivas parecían bastante halagüeñas. No sólo su viejo enemigo el rey Enrique había desaparecido por fin de la escena, sino que había ocurrido algo maravilloso e inesperado: Pentecost Silversleeves había encontrado a un patrón.

William Longchamp era un hombre que se había hecho a sí mismo. Duro, eficiente, profundamente ambicioso, había prosperado al servicio de los Plantagenet y adquirido una gran fortuna. Por la época en que conoció a Silversleeves había concebido un importante proyecto y necesitaba a alguien que le sirviera y dependiera totalmente de su buena voluntad.

A Pentecost siempre le había extrañado que, por más que se esforzara, sus superiores en el Exchequer no se fiaran de él. Cuando Longchamp le propuso que trabajara para él, Pentecost se sintió tan asombrado como complacido. «Si le sirvo con eficacia —había dicho a su esposa—, nos haremos ricos». No es que Pentecost fuera pobre. Su padre había fallecido hacía unos años y dejado a Pentecost una cuantiosa fortuna. Pero éste tenía una mujer robusta y enérgica y tres hijos, que, aunque el mayor sólo tenía dieciséis años, ya habían comenzado a preguntarle acerca de la cuantía de su herencia. La noticia que su patrón le había comunicado el día anterior era fantástica.

—Longchamp va a ser nombrado canciller de Inglaterra —había informado Pentecost a su familia—. Tendrá que pagar al Rey una elevada suma por ese cargo, pero ya está todo acordado.

Su esposa lo había besado efusivamente.

—Imagínate lo que podrá hacer entonces por nosotros —habían exclamado sus hijos batiendo palmas de gozo.

Sólo había un problema. Ricardo Corazón de León sería coronado en menos de diez días. Poco después, abandonaría su reino para emprender su heroica cruzada a Tierra Santa. Pero ¿regresaría algún día? Muchos lo dudaban seriamente. La tasa de mortandad entre los cruzados era muy alta. Aunque muchos morían en el campo de batalla, otros tantos perecían a causa de enfermedades o accidentes durante el largo y peligroso viaje a Oriente. Y aunque Ricardo sobreviviera, ¿qué se encontraría a su regreso? Silversleeves hizo una mueca de disgusto al pensar en ello.

La situación en el imperio de los Plantagenet era muy compleja. Había habido tres candidatos al vasto legado de Enrique: Ricardo, su hermano Juan y su sobrino, Arturo. Ricardo había heredado el imperio, y a Arturo le habían sido asignadas las antiguas tierras de Bretaña, pero Juan, taciturno e impenetrable, sólo había recibido unas importantes propiedades, entre las que se contaban unas tierras en el oeste de Inglaterra, a cambio de la promesa de no poner los pies en el reino insular durante la ausencia de su hermano. Lo peor, desde el punto de vista de Juan, era que si Ricardo moría sin haber tenido un varón, todo el imperio iría a parar al joven Arturo.

Era una situación peligrosa. No cabía la menor duda. Un reino vacío. Un hermano resentido. Existían otros factores a tener también en cuenta. Mientras Silversleeves los repasaba mentalmente, decidió que la situación le gustaba cada vez menos.

Pero una cosa era cierta. Ocurriera lo que ocurriese, al margen de las traiciones que acecharan al Rey, él, Pentecost, no estaría en el bando de los perdedores. La visión del ascenso con que había soñado tiempo atrás aparecía ante sus ojos. Iba a tener que ser cuidadoso. Muy cuidadoso.

—Y —aseguró a su esposa un poco más tarde esa mañana— haré lo que tenga que hacer.

A primeras horas de la tarde la hermana Mabel entró en la catedral de Saint Paul a visitar a su confesor, como hacía periódicamente. Ese día, por una vez, tenía algo que confesar.

Desde aquella visión hacía unos años, Mabel había comprendido que el diablo estaba empeñado en arrastrar al pobre hermano Michael a la perdición, y quizá también a ella. Lógicamente, Mabel había tenido cuidado de su amigo, que no dejaba de ser un hombre, pero los austeros modales del monje habían erigido una barrera entre ambos. No obstante, en ese momento, había aparecido la serpiente, de manera tan astuta, tan imprevista, que había pillado a Mabel por sorpresa.

Ocurrió un sábado por la mañana, el día en que se celebraba la feria de los caballos, y Smithfield estaba atestado de gente. Mabel y el hermano Michael habían paseado por el recinto, admirando los caballos en los establos. Cuando se dirigían de regreso al hospital oyeron de pronto un grito de alarma, seguido por las angustiadas voces de una mujer. Al volverse vieron a un semental bayo que había echado a correr entre la aterrorizada multitud. Unos segundos más tarde comenzó a galopar hacia ellos. Sin detenerse a pensarlo, el hermano Michael le interceptó el paso y sujetó las riendas. Pero no pudo detenerlo. Otros dos hombres acudieron para ayudar al hermano Michael. Hubo más gritos, la confusión aumentó y de pronto se oyó el ruido de una prenda al desgarrarse. Al cabo de unos momentos, con la sotana hecha jirones, el hermano Michael condujo al semental de nuevo hacia el establo, sonriendo como un niño.

En ese momento Mabel se dio cuenta de que jamás había contemplado el cuerpo del hermano Michael. Creía que era alto y delgado, pero ahí, delante de ella, riendo alegremente y quitándose los restos de la maltrecha sotana, estaba un hombre atlético y perfectamente proporcionado. De pronto, impresionada y casi temblando de la emoción, Mabel murmuró:

—Dios mío, qué hermoso es.

Por primera vez en su vida, la hermana Mabel experimentó deseo físico. Sabía que era obra del diablo. Rezaba día y noche. Trató de borrar de su mente al hombre que se ocultaba bajo la sotana, pero ¿qué podía hacer? Lo veía todos los días. Durante tres semanas Mabel sólo era consciente de la presencia física del hermano Michael: el sonido de sus pasos, el olor a sudor que exhalaban los puños de su hábito; el alborotado fleco de cabello sobre su tonsura. Luego, esos pequeños detalles habían dado paso a un amor hacia él cuya intensidad hacía que Mabel se sintiera desfallecer cada vez que aparecía el hermano Michael. Así pues, impotente ante esa abrumadora emoción, Mabel había decidido ir a confesarse.

Debajo de uno de los oscuros y elevados arcos de Saint Paul, el joven sacerdote, un tanto sorprendido, preguntó:

—¿Ha ocurrido algo?

—No, padre —respondió Mabel con tristeza.

—Rézale a la Santísima Virgen —dijo el sacerdote—, y haz el propósito de no pecar.

Pero Mabel sorprendió al sacerdote. Pues, no obstante su profundo fervor religioso, poseía el sentido práctico de las personas que atienden a enfermos.

—Es inútil —contestó—, porque probablemente pecaré.

Esto dejó al joven sacerdote, muy a su pesar, un tanto intrigado respecto a qué sucedería a continuación.

Durante tres días Ida trató desesperadamente de evitar su matrimonio. Según ella, la aguardaba una suerte peor que la muerte. No sólo porque Bull fuera tosco, obeso y un completo desconocido. Aunque se hubiera sentido atraída hacia él el problema habría seguido siendo el mismo. La causa principal del tormento que padecía Ida era más simple que un mero problema de personalidad: Sampson Bull no pertenecía a la clase adecuada.

Ese matrimonio forzado entre herederas o viudas y hombres de rango inferior se llamaba denigración: la hija de un magnate casada con un barón de poca monta, la hija de un barón casada con un modesto caballero o, incluso, como en el caso de Ida, la hija de un modesto caballero casada con un rico comerciante. Nada, en el mundo de Ida, podía ser peor. Era humillante.

Ida fue al Exchequer y se entrevistó con el mismísimo justiciar, pero nadie se mostró dispuesto a ayudarla. ¿Es que Ida no tenía amigos influyentes?

Existía una mínima posibilidad. El pequeño fuerte junto a Ludgate conocido como Baynard’s Castle pertenecía desde hacía tiempo a la poderosa familia feudal de Fitzwalter, y con los Fitzwalter ella podía reivindicar una relación familiar. Era un parentesco lejano, pero lo único que tenía. De modo que allí fue.

El joven caballero que habló con ella se mostró muy cortés. El señor estaba ocupado. Ida le explicó que era parienta de él y que se trataba de un asunto urgente. El joven caballero le aconsejó que volviera en una hora. Después de ir a Saint Bride a rezar, Ida regresó al castillo, pero el joven le dijo amablemente:

—El señor Fitzwalter ha salido.

Al día siguiente Ida habló tan sólo con el portero, que le aconsejó también que regresara más tarde. Esa vez Ida aguardó junto a la entrada, pero una hora más tarde le comunicaron que el señor acababa de salir. Estaba claro que su pariente no quería tratos con familiares pobres. Ida había perdido la batalla.

La ceremonia se celebró en Saint Mary-le-Bow. Por fortuna, fue breve. Sólo asistió la familia e Ida se alegró de regresar después tranquilamente a casa de Bull.

Una vez allí se puso a analizar su situación. Al mirar al comerciante, sintió un profundo desánimo. En el rostro de Bull sólo observó un sentimiento: satisfacción. Ida no se equivocaba, pues si al recuperar Bocton y Bull había visto cumplido el sueño de su vida, el hecho de casarse con Ida lo había rematado. No sólo había logrado recuperar su propiedad sajona, sino que estaba entrando en la clase alta normanda que lo había suplantado allí. Bull no era el único. Varios comerciantes londinenses habían realizado esas alianzas.

—Y un día —explicó Bull al joven David— ella nos ayudará a encontrar una esposa noble para ti.

En una generación, posiblemente los Bull de Bocton alcanzaran una posición de prestigio en el país. No era de extrañar que Bull se sintiera tan satisfecho de sí mismo.

En cuanto a la familia de Bull, su madre parecía una anciana amable y piadosa, pero por lo visto no tenía costumbre de hablar mucho. El muchacho, David, que observaba a Ida tímidamente, ofrecía mejores perspectivas. Ida intuyó de inmediato que era un chico valiente y sincero que se sentía solo. Cuando ella le dijo suavemente que lamentaba que hubiera perdido a su madre y confiaba en que le permitiera ocupar su lugar, observó que los ojos del chico se humedecían y se sintió conmovida.

La sorpresa fue el hermano Michael. Qué sorprendente que el tosco comerciante tuviera un pariente como él. Cuando Ida miró a los bondadosos e inteligentes ojos de Michael, de inmediato sintió simpatía por él. El tiempo había marcado una gran finura en su rostro. Ida intuyó su pureza. Como siempre había admirado a los hombres religiosos y sentido atracción por ellos, le rogó que fuera a visitarla pronto, lo que hizo que el monje se sonrojara.

Pero aún tenía que acostarse con el comerciante, y en eso Sampson Bull demostró su astucia. Pese a saber perfectamente lo que Ida sentía hacia él y la repugnancia que le inspiraba ese matrimonio, no se desanimó. Por el contrario, lo consideró un reto. Así pues, cuando ambos se encontraron a solas en el dormitorio y llegó el momento de que ella se sometiera a él, Bull se tomó su tiempo. Esa primera noche, Ida, consciente de su nueva situación y de que el chico dormía en una alcoba cercana, dejó que el comerciante hiciera lo que deseara hacer en silencio. La segunda noche, bañada en sudor, Ida se mordió el labio. La tercera, muy a su pesar, no pudo reprimir un grito de placer. Más tarde, al quedarse dormida, no advirtió que el comerciante, al contemplar su pálido cuerpo con aire divertido, murmuró suavemente:

—Ahora, señora mía, sí que te has denigrado.

La mañana del 3 de septiembre de 1189, el rey Ricardo I de Inglaterra fue coronado en la abadía de Westminster. La coronación tuvo una particularidad. El galante y heroico rey, temeroso de que los sagrados ritos se vieran contaminados o perjudicados por algún acto de brujería, había ordenado el día anterior que la ceremonia se celebrara en un ambiente absolutamente puro.

—No podrán asistir ni mujeres ni judíos.

El hermano Michael estaba indeciso. Se dijo que era a causa del muchacho. ¿Por qué se había comprometido a plantear la cuestión de la cruzada? Sabía que era inútil, y que sólo serviría para que su hermano se enfureciera.

En los últimos años las relaciones entre los dos habían mejorado. Aunque Sampson seguía siendo irrespetuoso, se había resignado a la vida que llevaba su hermano. Poco antes de morir, su madre había llamado a Michael y, tras depositar en sus manos una considerable suma de dinero, le había dicho: «Quiero que lo utilices en nombre de la familia, pero con fines religiosos. Me duele que tu hermano Sampson siga siendo un alma perdida, pero sé que puedo fiarme de ti. Guarda este dinero hasta que decidas qué hacer con él, y estoy segura de que Dios te guiará».

Durante unos años Michael siguió siendo el guardián de ese dinero. Le complacía saber que cuando hubiera decidido qué hacer con él podría utilizarlo. Michael supuso que su hermano protestaría, pero cuando el concejal se enteró del asunto se limitó a soltar una carcajada. Hacía un año, cuando había fallecido la esposa de Bull y el hermano Michael lo había visitado todos los días para darles ánimo a él y a David, el concejal lo había mirado con aire contrito y había señalado: «Debo reconocer, hermano, que te has comportado extraordinariamente bien». No, en esos momentos no le apetecía discutir con él.

Pero había otra cosa.

Habían transcurrido casi veinte años desde que su hermano había formulado aquel insólito desafío, pero Michael seguía recordando sus palabras: «Creo que ni siquiera eres capaz de mantener tus estúpidos votos». Pero los había mantenido. ¿Le había costado mucho? Le había resultado fácil mantener su voto de pobreza, puesto que en el hospital de Saint Bartholomew no había dinero. El voto de obediencia tampoco le había planteado problemas. ¿Y el de castidad? Éste había sido más complicado. El hermano Michael se había sentido tentado por las mujeres, sobre todo al principio. Pero con el tiempo la práctica del celibato se había convertido no sólo en una costumbre, sino en una comodidad. Su trabajo le procuraba una gran satisfacción. «Creo —se había dicho Michael al cumplir cuarenta años— que estoy a salvo». Así pues, ¿a qué venían esas dudas en la puerta de la casa de su hermano? ¿Acaso presentía que corría peligro?

La coronación se había realizado sin interrupción.

Sampson Bull había asistido a la ceremonia en la abadía de Westminster; luego, mientras Ricardo celebraba el acontecimiento con sus cortesanos en Westminster Hall, el acaudalado comerciante había regresado a casa para participar en un festín más modesto, al cual había invitado a su hermano.

La conversación fue amena. Aunque en más de una ocasión el hermano Michael observó que su sobrino lo miraba preocupado, no tenía prisa. Sentado entre su madre e Ida, conversó animadamente con la anciana, pero no dejaba de mirar a Ida. ¿Qué pensaba ella de ese matrimonio con su tosco hermano? ¿Podía ser feliz? Se dio cuenta de que resultaba difícil adivinar qué pensaba. Cuando la comida estaba por terminar y ya no podía postergarlo más, Michael decidió abordar la cuestión de la cruzada, no sin cierta aprehensión.

Pero ante su sorpresa, Bull no se mostró enojado. Por el contrario, se repantigó en su silla, con los ojos cerrados, y sonrió. Lo cierto era que Bull de alguna manera se lo esperaba. La fiebre de las cruzadas había alcanzado su apogeo. El concejal sabía que los muchachos de la edad de David solían desarrollar una pasión por la religión que por lo general pasaba, y si el muchacho estaba ansioso por correr aventuras, mejor que mejor. Así pues, Bull abrió los ojos y comentó:

—De modo que quieres ir a Tierra Santa. —Luego se volvió de nuevo hacia el monje y preguntó con tono afable—: ¿Tanto deseas que este muchacho muera?

—Por supuesto que no —contestó el hermano Michael rojo de indignación.

—Pero muchos de los que van a Tierra Santa —observó el comerciante con toda razón— no regresan a sus hogares.

El monje guardó silencio.

—¿Acaso quieres que el muchacho salve su alma? Cosa, sin duda, muy difícil de conseguir en Londres.

El comerciante suspiró. ¿Por qué algunos hombres se empeñaban en perseguir unos ideales haciendo caso omiso de la realidad? Algunos de los que emprendían una cruzada eran peregrinos honestos, algunos iban en pos de la aventura y otros buscaban sólo el lucro personal. Muchos nunca llegarían a Tierra Santa, sino que morirían a causa de una enfermedad o, como había ocurrido en la última cruzada, combatiendo contra otros cristianos. Casi todos acabarían en la ruina. ¿Dónde estaban, en medio de esas desdichas, los ideales? Se habían perdido en el camino.

En ese momento el joven David adquirió un inesperado aliado. A medida que lo trataba, Ida comenzó a sentir una profunda simpatía por ese muchacho. La perspectiva de perderlo en una arriesgada cruzada la horrorizaba, pero, como hija de un caballero, lo comprendía perfectamente. El día anterior David le había confiado su secreto, y cuando ella había respondido «eres muy joven» y visto que David se sonrojaba de vergüenza, se enojó consigo misma por haber sido tan torpe. En ese momento, por lo tanto, decidió intervenir en su favor.

—Creo que deberías dejar que fuera —dijo plácidamente.

Era la primera vez que contradecía a su marido y no sabía qué iba a suceder.

Bull no respondió de inmediato, sino que frunció el entrecejo mientras pensaba cómo resolver ese inesperado contratiempo. Al cabo de un rato observó con crueldad:

—Me asombra que tú, que fuiste vendida contra tu voluntad en aras de una cruzada, apoyes su causa, señora.

—Lo que importa son los principios —respondió ella con tono orgulloso. Luego, sin perder la calma, miró al hermano Michael y sonrió.

Qué hermosa era, pensó él, qué noble. Con su pálido rostro, sus grandes ojos castaños, qué sublimemente superior a la casa de este comerciante. El hermano Michael notó complacido que David también la miraba con admiración.

Al advertir el respeto que despertaba en ambos hombres Ida cayó en la tentación de cometer una estúpida torpeza. Volviéndose hacia su marido dijo con aire de desprecio:

—Pero dado que se trata de principios, tú no lo comprenderías.

Merecido o no, era un insulto, e Ida comprendió de inmediato que había ido demasiado lejos. Durante un momento Bull se quedó callado. Luego empezó a sonrojarse.

—No —contestó con tono desafiante—, no lo comprendería.

Ida vio que las venas comenzaban a hincharse en la frente de Bull. Observó que el hermano Michael y David se miraban preocupados. Con un pequeño escalofrío de temor, la noble dama se dio cuenta de que estaba a punto de experimentar por primera vez la celebérrima cólera del comerciante. Quién sabe lo que habría sucedido a continuación si, en ese preciso momento, no hubiera irrumpido en la estancia un sirviente que en su enloquecida carrera derribó una frasca de vino y exclamó:

—¡Amo! ¡Ha estallado una revuelta!

Los hombres corrían por las calles. El hermano Michael se dirigió deprisa por West Cheap y subió por Ironmonger Lane, de donde procedían los gritos. Habían prendido fuego a una de las casas de madera y paja. Encontró el cadáver de un hombre en la calle. Entonces los vio.

Era un grupo formado por unos cuatrocientos hombres, mujeres y niños. Algunos eran unos rufianes, pero el hermano Michael vio a varios comerciantes respetables que conocía, así como a algunos aprendices, la esposa de un sastre y un par de jóvenes clérigos. Trataban de echar abajo la puerta de una vivienda. Alguien acababa de arrojar una antorcha sobre el techo, mientras una áspera voz gritaba:

—¡Por la parte trasera! No dejéis que escape.

Cuando el hermano Michael preguntó a uno de los comerciantes a qué se debía el tumulto, el hombre respondió:

—Han atacado al Rey en Westminster. Pero no se preocupe, hermano. Los atraparemos.

Se refería a los judíos.

La revuelta que estalló en Londres en 1189 comenzó como un simple y estúpido error. Mientras Ricardo y sus caballeros celebraban su coronación, los líderes de la comunidad judía, con sus mejores intenciones, habían acudido al palacio de Westminster para hacer un regalo al nuevo rey. Dado que se había prohibido a las mujeres y los judíos asistir a la coronación, los centinelas apostados a las puertas del palacio interpretaron su presencia como un intento de agredir al soberano y dieron la voz de alarma. Unos cortesanos salieron enfurecidos, empuñando sus espadas, y atacaron a los judíos. Varios judíos cayeron. El tumulto fue adquiriendo mayores proporciones a medida que numerosos grupos de hombres se congregaban en las calles de Londres.

Fue muy sencillo prender la mecha. En este caso, dado que toda la ciudad compartía la fiebre de la cruzada emprendida por Ricardo Corazón de León, el pretexto era obvio.

—¿De qué sirve una cruzada si dejamos que esos infieles extranjeros prosperen bajo nuestras mismas narices? —inquirió el comerciante indignado. Luego, volviéndose, gritó—: ¡Es una cruzada, muchachos! ¡Matemos a los infieles!

En ese preciso instante el judío salió de su casa. Era un hombre de avanzada edad, con ojos azul claro, el rostro afilado y una larga barba entrecana. Llevaba una capa negra. Al ver a la muchedumbre congregada delante de la puerta de su casa, meneó la cabeza con desprecio y musitó una oración. Pero ésta no le salvaría la vida.

La multitud lanzó un rugido y se precipitó sobre él.

El hermano Michael reconoció entonces al anciano. Era Abraham, el judío que había vendido a su hermano la propiedad de Bocton.

El hermano Michael no vaciló un instante. No tenía más remedio que intervenir. Avanzó deprisa y la gente, al ver que se trataba de un monje, le abrió paso. Al cabo de unos momentos Michael se colocó junto al anciano con la mano alzada para contener a la enardecida muchedumbre.

—¡Bueno, hermano! —exclamó una voz—. ¿Acabas tú con él o lo hacemos nosotros?

—Nadie le pondrá una mano encima —contestó Michael—. Marchaos a casa.

—¿Por qué? —protestó la gente—. ¿Acaso no es justo matar a un infiel?

—Sí, hermano —oyó la voz del comerciante—. Diles por qué.

Durante un momento el hermano Michael, ante su propio asombro, no logró recordar la respuesta.

Naturalmente su humanidad le decía que eso estaba mal, pero esa razón no protegería al anciano. ¿No tenía la cristiandad el deber de combatir a los no creyentes, los musulmanes, los judíos y demás herejes? ¿Cuál era la respuesta correcta? Sin saber qué hacer, el hermano Michael miró impotente al anciano, que murmuró suavemente:

—Esperamos su respuesta, hermano.

Entonces, gracias a Dios, se le ocurrió una idea. El gran monje Bernardo de Claraval, el infatigable fundador de monasterios, el hombre que había inspirado la anterior cruzada y al que toda la cristiandad declaró santo había formulado la doctrina referente a los judíos:

Está escrito que los judíos se convertirán al fin a la fe verdadera. Si los matamos, no podrán convertirse.

—Nuestro bendito hermano Bernardo afirmó que no debíamos atacar a los judíos —gritó Michael—. Pues está escrito que se convertirán. —Tras estas palabras sonrió al anciano con aire triunfal.

La multitud dudó. Ambos hombres intuyeron que la situación pendía de un hilo. Entonces, alzando la vista al cielo, el hermano Michael hizo algo que jamás había hecho:

—De todos modos —gritó—, da lo mismo. Conozco a este hombre y me consta que ya se ha convertido.

Antes de que alguien pudiera reaccionar, agarró al anciano del brazo, lo empujó por entre la indecisa muchedumbre y lo condujo calle abajo, sin volverse una sola vez hasta haber alcanzado West Cheap.

—Has mentido —dijo Abraham.

—Lo lamento.

El anciano se encogió de hombros.

—Soy judío —comentó secamente—. Jamás te perdonaré. —Esto, aunque el hermano Michael no lo comprendió, era un amargo chiste judío.

Todavía no estaban a salvo. La multitud que habían dejado atrás, que en ese momento ya habría entrado en casa de Abraham para saquearla, podía cambiar de parecer, e incluso quizá se encontraran con otras multitudes. Tras pensarlo un instante, el monje dijo a Abraham:

—Te llevaré a casa de mi hermano.

Allí se encontró con una sorpresa. Al toparse con Bull, que se hallaba junto a Saint Mary-le-Bow con Pentecost Silversleeves, le explicó lo que pretendía, pero el comerciante respondió:

—Lo siento. No quiero que prendan fuego a mi casa. Llévalo a otro sitio.

—Pero tú lo conoces. Te vendió Bocton. Se expone a que lo maten —protestó el hermano Michael.

Pero Bull no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

—Es demasiado arriesgado. Lo siento.

Y tras estas palabras les dio la espalda.

Ante la sorpresa del monje, fue Pentecost Silversleeves quien resolvió el problema.

—Lo llevaremos a la Torre —declaró—. Los judíos pueden acogerse a la protección del guardia de la Torre. Vamos. —Y echó a andar hacia allí.

Cuando el hermano Michael señaló que el empleado del Exchequer al menos demostraba cierta humanidad, Silversleeves lo miró con frialdad y contestó:

—No lo comprendéis. Lo protejo porque los judíos son vasallos del Rey.

No todos los vasallos judíos del Rey tuvieron esa suerte. Se produjeron numerosos asaltos, y las multitudes, como es natural, saquearon las viviendas de esos acaudalados extranjeros. Al poco tiempo, cuando la noticia de la revuelta de Londres se extendió, otras poblaciones perpetraron atrocidades semejantes; la peor se produjo en York, donde una nutrida congregación fue quemada viva. Furioso, el rey Ricardo ordenó que se castigara severamente a los culpables, pero la revuelta que estalló en Londres en septiembre de 1189, la primera de esa clase en Inglaterra, marcó el comienzo de una paulatina erosión de la comunidad judía cuyas trágicas consecuencias durarían cien años.

La imagen que quedó indeleblemente grabada en la mente del hermano Michael desde ese día, sin embargo, no fue la de la enardecida multitud, ni siquiera la de Abraham.

Fue la imagen de un rostro pálido y orgulloso, de unos grandes ojos castaños y un cuello largo y blanco como el marfil.

Si la hermana Mabel no permitió que su ánimo decayera, ello se debió en parte a que a comienzos de ese año había añadido un nuevo interés a su vida. Tenía un niño.

No era suyo, pero como si lo fuera.

La hermana Mabel no hacía las cosas a medias. Cuando Simon el armero murió repentinamente y dejó a una viuda y un bebé, Mabel no sólo consoló a la madre sino que prácticamente adoptó al niño. Dado que su hermano el pescadero tenía hijos de corta edad, Mabel se presentó un día en su casa con el niño en brazos y anunció:

—He traído un compañero de juegos para nuestros bebés.

El niño se llamaba Adam. Debido a la membrana que tenía entre los dedos de las manos y su mechón de pelo blanco, la familia Barnikel le puso el apodo de «ducket» (patito), y al poco tiempo se convirtió en Adam Ducket.

Mabel estaba entusiasmada con la situación. Difícilmente pasaba un día sin que hallara un pretexto para visitar a Adam y a su madre. La viuda le estaba muy agradecida por su ayuda.

—Las dos hijas del primer matrimonio de mi esposo —explicó a Mabel— están casadas y no se interesan por nosotros.

En otros sentidos, sin embargo, la viuda tuvo suerte. La mayoría de los modestos artesanos de Londres poseía poco más que sus herramientas de trabajo, pero aunque la armería había pasado a manos de un nuevo patrón, Simon dejó a su viuda una casita de cuatro habitaciones cerca de Cornhill, y gracias a que la mujer pudo alquilar dos de las habitaciones, y a su trabajo como costurera, logró salir adelante.

Estaba también la otra herencia. Debido a ésta, gracias a Mabel, se produjo un pequeño acontecimiento que habría de tener inesperadas consecuencias para la familia Ducket. El hecho estaba relacionado con la pequeña parcela en Windsor.

La viuda del armero nunca había comprendido por qué Simon se empeñaba en conservar esas pocas hectáreas de terreno que le daban escasos beneficios, aunque nada había estado más cerca de su corazón. «Esa parcela era de mi padre, y antes del suyo —solía afirmar—. Dicen que ya nos pertenecía en tiempos del buen rey Alfredo». Para él la importancia de este vínculo ancestral era evidente. Cada año cabalgaba los treinta kilómetros para pagar su renta y hablar con sus primos lejanos, que lamentablemente seguían siendo siervos y se encargaban de cultivar la pequeña parcela. Poco antes de morir hizo que su esposa le prometiera que jamás vendería la parcela. «Nunca cedas nuestra tierra. Consérvala para Adam», le había dicho.

—Pero ¿qué voy a hacer con ella? —preguntó la viuda a Mabel—. ¿Cómo voy a trasladarme allí para hablar con los parientes de Simon?

La respuesta llegó una mañana en que Mabel apareció en Cornhill con un caballo y un pequeño carro que pertenecían a su hermano.

—Huele un poco a pescado, pero no importa —dijo Mabel—. Vete a Windsor. Nosotros cuidaremos del niño en tu ausencia.

La madre de Adam partió hacia Windsor para concretar los pormenores referentes a la herencia de su hijito.

Llegó a la aldea al segundo día de viaje. El lugar apenas había cambiado desde la inspección del Domesday. La viuda no tuvo dificultad para reconocer a los parientes de Simon, pues en cuanto llegó vio a un individuo que tenía un mechón blanco como su marido. Y si, a primera vista, la viuda pensó que ese individuo tenía un aspecto poco fiable, sus temores se disiparon en cuanto comprobó que no sólo era el jefe de la familia, sino que esa misma tarde le ofreció una solución al problema.

—No es necesario que vengas cada año —le explicó—. Nosotros seguiremos trabajando la tierra. Con lo que rinda pagaremos al administrador del terrateniente la renta que le debes y más adelante uno de nosotros te llevará el resto del dinero a Londres. —El primo de Simon añadió sonriendo—: Tengo dos hijos y una hija que se mueren de ganas de visitar Londres. Me harás un favor si permites que se alojen en tu casa unos días.

A la mañana siguiente, tras ponerse de acuerdo con el administrador del terrateniente, la viuda regresó a Londres, satisfecha de la manera en que había resuelto ese fastidioso asunto.

Para Ida el mes de septiembre pasó bastante gratamente. La casa de la que entonces era ama y señora se había ampliado en las últimas décadas y en ese momento era un edificio importante. Como la mayoría de las casas de comerciantes, estaba hecha de madera y yeso. Bull atendía sus asuntos en la planta baja; había una hermosa planta superior, donde estaban situados el salón y el dormitorio; y un ático donde dormían el joven David y los sirvientes. No obstante, el edificio presentaba otras dos características, comunes a la mayoría de las casas de Londres por esa época, que conferían carácter al lugar.

La primera se refería a la construcción de las distintas plantas. Tras completar la planta baja, los constructores no habían continuado hacia arriba en línea recta. En vez de ello, el piso superior ocupaba una superficie mayor que la planta baja, por lo que sobresalía unos dos metros hacia el camino, por encima de las cabezas de los transeúntes. Pocas casas tenían en ese entonces más de dos pisos, pero las que contaban con un tercero sobresalían aún más, de modo que las estrechas calles casi parecían túneles.

La otra característica era que la fachada y los costados de la casa de Bull estaban sostenidos por vigas horizontales que no eran otra cosa que grandes ramas de robles desmochados. Estas vigas se utilizaban tal cual, sin cortar, a veces incluso cubiertas con la corteza, y, aunque tremendamente fuertes, no eran en absoluto rectas. Por consiguiente, esas casas de madera presentaban un aspecto torcido, como si estuvieran a punto de desmoronarse, aunque en realidad eran capaces de resistir en pie durante siglos si no les prendían fuego.

Este último peligro era su punto débil. El fuego era endémico. Ese año habían emitido una ordenanza que exigía a los ciudadanos que reconstruyeran sus plantas bajas en ladrillo o piedra y que sustituyeran sus techos de paja por tejas u otro material menos inflamable. Pero tal como había declarado Sampson Bull: «Me niego a hacer esas reformas de inmediato. Representan un gasto enorme».

Aunque estaba acostumbrada a administrar una propiedad, Ida comprobó que tenía muchas cosas que hacer en casa del comerciante. No había siervos a quienes supervisar, pero tenía que participar en el negocio de su marido, y a los pocos días adquirió la costumbre de vigilar las sacas de lana, las balas de paño y los rollos de seda importada, del mismo modo que antes se ocupaba de inspeccionar el grano o dar de comer a los animales. Los sirvientes, por fortuna, eran amables con ella. Las dos muchachas que trabajaban en la cocina parecían encantadas de tener una nueva ama, y el primer sábado Bull la llevó a Smithfield para comprar una hermosa yegua.

Pero lo que más gozo le procuraba era la presencia del joven David. Ida y él no tardaron en hacerse amigos. Durante el día David asistía a una escuela cercana a Saint Paul, pero por las tardes Ida le hacía compañía. Era obvio que hacía más de un año que el muchacho no tenía con quién conversar en casa. Ida lo escuchaba amablemente y al poco tiempo David empezó a confiarle todos sus anhelos y secretos. Ida comprendía la pena que le producía no poder participar en la cruzada y le prometió que las cosas cambiarían. Ella no había tenido hijos y le complacía desempeñar el papel de madre.

Por otra parte estaba el hermano Michael. Una vez a la semana, a instancias de Ida, Michael iba a almorzar a casa del comerciante. Secretamente, Ida deseaba que acudiera más a menudo.

Dos semanas después de la coronación, el nuevo ritmo de vida se vio interrumpido cuando Bull anunció inopinadamente:

—Iremos a pasar unos días a Bocton.

Llegaron al anochecer, pero Ida se enamoró en el acto del lugar. El caballero que había residido allí había dejado una modesta mansión de piedra con un hermoso jardín y unas dependencias anexas. No era muy distinta de la mansión en la que había vivido Ida antes de casarse, pero a la mañana siguiente, poco antes del amanecer, Ida se llevó una sorpresa mayúscula al contemplar el inmenso y magnífico panorama del Weald de Kent. Era tan hermoso que no pudo reprimir una exclamación de gozo.

—Esta propiedad siempre fue nuestra —dijo Bull suavemente— hasta que llegó el rey Guillermo.

Su estancia en Bocton fue muy agradable, aunque breve, pero sus sentimientos eran contradictorios. Por una parte se alegraba de que Bull poseyera esa espléndida mansión, pero al mismo tiempo le recordaba la vida que ella había perdido. Y quizá fue esa sensación de pérdida lo que hizo que, poco después de volver a Londres, Ida cometiera su primer error en su matrimonio.

Ocurrió el día de san Miguel. Al regresar a casa por la tarde, Ida oyó unas airadas voces procedentes del salón. Al cabo de un momento entró en la casa y, ante su sorpresa, se encontró con tres personas: Sampson Bull, rojo de ira, sentado a una mesa de roble, el hermano Michael, y, pálido y con un aire levemente displicente, Pentecost Silversleeves. Pero eso no tuvo importancia comparado con la impresión que se llevó Ida al oír lo que decía su marido.

—Si así es como el rey Ricardo piensa gobernar el país, que se vaya al infierno —tronó el comerciante. Y luego, ante el horror de Ida, agregó—: Londres conseguirá otro rey.

Ante esto, Ida palideció, pues era una traición.

El motivo era bien simple. Se trataba de los impuestos. Aunque la tensión entre el monarca y la ciudad venía de antiguo, tenía unos límites bien definidos. El impuesto urbano anual se denominaba el farm. Si el Rey era fuerte, el farm ascendía y el soberano nombraba a los sheriffs, aunque no sin cierta injerencia por parte de los ciudadanos. En cuanto a la recaudación de dicho impuesto, se hacía de la manera en que los grandes hombres de Londres consideraran más oportuna y los acuerdos se anunciaban en san Miguel.

—¿Sabéis lo que el maldito Ricardo ha hecho? —inquirió Bull—. Ha decidido prescindir de los sheriffs y enviar a sus administradores, como ese tipo —dijo señalando al narigudo empleado del Exchequer—, sin más explicaciones. Quieren sacarnos hasta la última gota de sangre. Es una vergüenza.

La descripción era absolutamente justa. Silversleeves, utilizando un sólido y antiguo principio, acababa de exigir al comerciante una suma desorbitada.

—Empezaremos por pedir una cantidad elevada —habían acordado los hombres del Exchequer—, y veremos si consiguen obligarnos a reducirla. —A fin de cuentas, había que financiar la cruzada del Rey.

Durante los siguientes meses el hermano Michael se culpó con frecuencia por lo ocurrido. «Si la hubiera llevado fuera —solía pensar—, no se habría enterado. Debería haber supuesto cómo acabaría todo». Sin embargo, no lo había hecho, en parte porque él mismo sentía curiosidad. Y ciertamente, nada en la vida había preparado a Ida para lo que ocurrió a continuación.

Su marido se volvió hacia el empleado del Exchequer y dijo con toda frialdad:

—El Rey es un imbécil. No conviene irritar a los barones de Londres.

Ida sabía que los ricos burgueses de la ciudad se denominaban a sí mismos barones, cosa que siempre le había parecido una pretensión ridícula. No obstante, si Ida esperaba una airada reacción por parte del hombre del Rey, ésta no se produjo. Silversleeves era un hombre astuto. Un rey fuerte como Guillermo el Conquistador o Enrique II podía dominar la ciudad, pero durante el período de anarquía anterior a Enrique, el cual todavía recordaban las personas de edad avanzada, los londinenses, parapetados en su inmensa ciudad amurallada, habían sido capaces de inclinar la balanza del poder a su favor. Por otra parte, el cauto empleado del Exchequer, aunque resuelto a cumplir la misión que le había encomendado su patrón, estaba ansioso, en esos tiempos tan precarios, por hacer los menos enemigos posibles. Así pues, ante la sorpresa de Ida, se sentó a la mesa de roble, frente a Bull, y dijo casi en tono de disculpa:

—Debéis comprender que Ricardo nada sabe sobre Inglaterra y le importa aún menos.

—Entonces la ciudad se opondrá a él.

—El Rey es muy poderoso en estos momentos —observó Silversleeves—. Creo que tendréis que pagar.

—Este año, sí. El que viene, tal vez no. Luego —dijo Bull mirando a Silversleeves y encogiéndose de hombros—, ya veremos. Con un poco de suerte, lo matarán durante la cruzada y nos libraremos de él.

Ida no pudo reprimir una exclamación de asombro. Pero lejos de protestar, como supuso que debía hacer Silversleeves, éste se inclinó y preguntó en tono confidencial:

—Todos sabemos que esto es un error, pero decidme honestamente, ¿será muy dura la reacción de Londres?

Bull reflexionó unos instantes antes de pronunciar su veredicto. Cuando habló lo hizo con tono solemne.

—Si el Rey se niega a acatar las normas, si hace caso omiso de la costumbre —respondió mirando a Silversleeves a los ojos—, no lo consentiremos.

Ida consideró que esas palabras eran un tanto estúpidas. Pentecost las consideró terroríficas. En Inglaterra todo se basaba en la costumbre. El viejo derecho consuetudinario que regía cada aldea y caserío del reino puede que no estuviera escrito, pero los sabios conquistadores normandos jamás habían tratado de modificarlo. Asimismo, los usos y costumbres de Londres tampoco constaban por escrito, pero todos los reyes a partir de Guillermo los habían respetado. Éste era el código según el cual vivían los burgueses escandinavos y sajones de la ciudad. Dentro de sus límites, era flexible. Pero si alguien se atrevía a quebrantar ese código, la cooperación cesaría de inmediato. Ida tan sólo lo intuía. Pentecost lo sabía desde que era un niño.

Entonces Bull añadió algo que a Ida se le antojó aún más extraño, aunque con el tiempo esas singulares palabras acabarían por resultarle tan familiares como odiosas.

—Francamente —observó el comerciante—, no me extrañaría que esto llevara a una comuna.

Silversleeves palideció.

Una comuna. Ida sólo tenía una vaga idea de lo que eso representaba, aunque de hecho, como institución, no era una novedad. En Normandía, la antigua ciudad de Ruán había poseído una comuna durante medio siglo, y otras ciudades europeas tenían versiones de la misma. Antaño, los barones de Londres habían planteado varias veces la posibilidad de una comuna, pero sin éxito.

La comuna era el sueño de todo burgués. Significaba que la ciudad pasaría a ser una unidad autónoma casi sin injerencia del monarca. Un reino dentro de un reino, con poder para elegir a su gobernador, el cual era denominado mayor (alcalde), derivado del término francés maire. Pero la comuna de la Europa continental presentaba otra particularidad que a Silversleeves no le había pasado inadvertida.

El Rey obtenía sus ingresos de tres modos principales. El primero era el farm, o tributo anual, que pagaban los condados; los otros dos eran unos impuestos ocasionales, recaudados con un fin determinado, según juzgara conveniente el Rey y su consejo, uno de los cuales era el aid, teóricamente un regalo que todos los barones feudales hacían al Rey, y el otro era el tallage, un impuesto per cápita pagado por todos los ciudadanos libres del Rey, en especial los que residían en ciudades.

En la Europa feudal una comuna venía a ser un barón feudal. El farm era pagado al Rey por el alcalde, que lo imponía según su criterio; el aid era un impuesto semejante. Pero dado que la comuna constituía un barón feudal, en lo referente al tallage, era como si todos los miles de ciudadanos libres que residían dentro de los muros de la ciudad se hubieran esfumado. Habían dejado de ser hombres del Rey; pertenecían a un barón llamado Londres. Se negaban a pagar el tallage. La comuna, de hecho, representaba un paraíso fiscal no sólo para los ricos sino también para los ciudadanos comunes y corrientes. Por lo tanto, no era de extrañar que el empleado del Exchequer se quedara horrorizado al oír esa palabra.

—¿Estaríais dispuesto a respaldar una comuna? —preguntó.

—Desde luego —respondió Bull secamente.

Ida había escuchado esa desleal conversación con creciente disgusto. ¿Quiénes se creían que eran esos arrogantes comerciantes? Es posible que si su visita a Bocton no le hubiera recordado su antigua posición, Ida hubiera guardado silencio. De haber sido la viuda de un magnate, familiarizada con el poder de las grandes ciudades europeas, no se le habría ocurrido protestar. Pero sólo era la viuda de un caballero provinciano, y no era inteligente. Así pues, basándose tan sólo en los prejuicios de su clase, se volvió hacia su marido con desdén.

—¡Estáis hablando del Rey! —protestó—. Le debemos obediencia. —Al ver la expresión de asombro de los tres hombres, prosiguió—: ¿Os llamáis barones? No sois más que comerciantes. Hablar de una comuna es una impertinencia. El Rey os aplastará, y con toda justicia. Deberíais pagar vuestros impuestos sin rechistar. —Luego, a modo de colofón, añadió—: Olvidáis quiénes sois.

Su breve discurso contenía todo el dolor de su propia humillación, y un recordatorio dirigido a ellos de que, le hicieran lo que le hiciesen, seguía siendo una dama. Con las mejillas arreboladas y furiosa, Ida se sintió orgullosa. No se le ocurrió que cada palabra que había pronunciado era absurda.

Durante unos momentos Bull contempló impávido la maciza mesa de roble. Luego dijo:

—Veo que cometí un error al casarme contigo. No me di cuenta de que eras una estúpida. Pero como mi esposa, debes obedecerme, de modo que márchate de aquí.

Al volverse, pálida y temblorosa, Ida vio al joven David junto a la puerta, observándola en silencio.

A lo largo de las semanas sucesivas la relación entre Ida y Bull estuvo presidida por la frialdad. Ambos se sentían dolidos por lo sucedido, y al igual que otras parejas que descubren que se aborrecen, se pertrecharon en un estado de neutralidad armada.

El hermano Michael siguió acudiendo a casa del comerciante. Hizo lo que pudo para levantarles el ánimo y rezó por ellos, pero no estaba seguro de haber tenido éxito. En cuanto a David, si Ida se preguntó qué pensaba de la disputa, no tardó en averiguarlo, pues a los pocos días, una tarde en que el muchacho estaba charlando con ella, le preguntó:

—¿Mi padre es un mal hombre?

Cuando Ida respondió que por supuesto que no, David insistió:

—Pero no debería hablar contra el Rey.

—No —reconoció ella con franqueza—, no debería hacerlo. —Pero se negó a seguir con el tema.

Sólo hubo un detalle, en esos días, que proporcionó a Ida cierta satisfacción. Pese a no haber conseguido hablar con él antes de su matrimonio, Ida no cejó en su intento de reivindicar su parentesco con el señor Fitzwalter. Un día, cuando éste salía de Saint Paul después de haber asistido a misa, lo abordó y lo obligó a reconocer su existencia. Entretanto, a fuerza de referirse a su distinguido pariente, Ida consiguió impresionar a los amigos de su marido, que se mostraban cohibidos en su presencia, lo que le procuró una enorme satisfacción.

El otoño dio paso al invierno. A comienzos de diciembre, el rey Ricardo cruzó el mar hasta Normandía, y en Inglaterra todo siguió discurriendo sosegadamente.

Una noche de invierno la hermana Mabel casi envió al hermano Michael a la perdición. Al menos eso pensó ella, no sin cierto placer, en años posteriores.

El invierno había llegado a Londres, y todo el mundo buscaba calor. En Saint Bartholomew festejaban la Navidad. Había anochecido y en el cielo brillaba una luna en cuarto creciente. El techo del priorato estaba cubierto con un manto de nieve; el interior del claustro era cuadrado, claro y lleno de estrellas. Después del oficio de completas, los canónigos celebraron un festín. Sirvieron cisne, vino con especias, tres clases de pescado y dulces. Incluso los pacientes del hospital participaron a la luz de las humeantes lámparas, y en la medida en que se lo permitían sus fuerzas, del opíparo banquete. En todo el lugar reinaba un ambiente festivo.

Por lo tanto no era de extrañar que, como había bebido algo más de la cuenta, la hermana Mabel se sintiera un poco mareada; ni que, al cruzar el claustro donde estaba encendido un brasero, sugiriera al hermano Michael que se sentara a charlar un rato.

Ambos se sentaron junto al reconfortante fuego que ardía en el brasero. El hermano Michael también se sentía relajado. Hablaron de sus familias y al cabo de un rato Mabel preguntó a Michael si había amado alguna vez a una mujer.

—Sí —respondió él, suponía que lo había hecho—. Pero pronuncié mis votos y juré permanecer fiel a este lugar —añadió, indicando el largo claustro de su hogar religioso.

—Nadie quiso casarse conmigo —confesó Mabel.

Acto seguido, tras emitir una risita nerviosa, la hermana Mabel se arremangó el hábito unos centímetros por encima de la rodilla, sonrió y extendió una pierna.

—Siempre he creído que tenía las piernas bonitas —dijo—. ¿A ti qué te parece?

Era una pierna fuerte, rechoncha, con la piel cubierta de pecas y un vello tan escaso y rubio que apenas era visible. Muchos habrían estado de acuerdo en que era una pierna bonita. El hermano Michael la observó detenidamente.

Las intenciones de Mabel eran inconfundibles, pero el hermano Michael no se sintió escandalizado, sino más bien conmovido. Al comprender que era ésta la primera y única insinuación sexual que Mabel haría en su vida, el hermano Michael la besó suavemente en la frente y comentó:

—En efecto, es una pierna muy bonita, hermana Mabel, con la que servir al Señor.

Luego se levantó, atravesó los claustros de Saint Bartholomew y salió a la inmensa y desolada explanada de Smithfield.

Dos días más tarde, tras consolarse pensando que si el diablo se había propuesto atrapar al hermano Michael, esa vez había fracasado, Mabel dijo a su confesor con tono jovial:

—Todo ha terminado para mí. Iré al infierno y nada podéis hacer para impedirlo. Pero el hermano Michael se ha salvado.

La última noche de diciembre se celebró una reunión secreta.

Los siete hombres que llegaron por separado y sin ser vistos a la casa cerca de la Piedra de Londres tenían todos el rango de concejal. Durante su charla, que duró una hora, no sólo acordaron lo que deseaban hacer, sino que urdieron la estrategia y la táctica que utilizarían.

—Lo primero que debemos resolver —dijo el líder ante la aprobación de los otros— es el asunto del farm.

Pero había otras cuestiones más serias y profundas que tratar.

Poco antes de que concluyera la reunión, cuando alguien observó que necesitaban un señuelo, el concejal Bull, tras meditar unos instantes, declaró:

—Conozco al hombre idóneo. Dejadlo en mis manos.

Cuando le preguntaron quién era, respondió con una sonrisa:

—Silversleeves.

No fue simplemente casualidad que sólo unos pocos días más tarde llegara a Londres un mensajero con una noticia tan importante como aterradora.

Juan, el hermano del Rey, había llegado a las costas de Inglaterra.

Abril de 1190

Pentecost Silversleeves contempló a la familia Barnikel. Sabía que no les caía bien, pero no le preocupaba. Ellos no eran importantes. Miró al fornido pescadero pelirrojo y a sus hijos, a otra mujer que no conocía que le daba la mano a un niño pequeño, y a aquella curiosa criatura llamada hermana Mabel.

—No es justo —protestó la hermana Mabel.

Eso Pentecost ya lo sabía.

—He pagado por esas redes —le recordó el pescadero.

—Me temo —contestó Pentecost suavemente— que no habrá compensación.

—Eso significa que existe una ley para los ricos y otra para los pobres —dijo Mabel indignada. Ante lo cual Silversleeves se limitó a sonreír.

—Por supuesto —contestó.

Las almadrabas. El perenne problema del Támesis. No era que en esa ocasión las redes de Barnikel hubieran dañado el barco de Bull, pero el hecho de verlas en el río una mañana había enfurecido al acaudalado comerciante. Bull había hablado de ello con Silversleeves, que a su vez había hablado con el canciller, y al cabo de un día éste ordenó que retiraran las almadrabas, pese al hecho de que el pescadero, que, aunque no era pobre, sólo era un modesto comerciante, había pagado una fortuna por el derecho a que las almadrabas estuvieran allí. En cuanto se marchó de casa de Barnikel, Silversleeves se apresuró a informar a Bull de lo que había hecho. Esto era natural, pues en los últimos tres meses el concejal Sampson Bull se había convertido en su mejor amigo.

Qué lentamente, de manera casi imperceptible, había comenzado todo. Al principio se trataba sólo de murmuraciones, de vagos rumores, pero él sabía interpretar esos signos, y en marzo obtuvo la confirmación de sus sospechas. Era Juan.

¿Por qué había permitido el rey Ricardo que su hermano menor entrara en Inglaterra? Porque lo detestaba. De hecho, en comparación con el resto de su familia, Juan era una figura patética. En lugar de los legendarios ataques de cólera de su padre, Juan sufría ataques epilépticos. En lugar de ser alto, rubio y un héroe, como Ricardo, Juan era moreno, rollizo, sólo medía un metro sesenta y cinco centímetros y no había tenido fortuna como soldado. Por momentos brillante, todo lo hacía a medias, y Ricardo no le temía. Pero, como todos los Plantagenet, codiciaba el trono de su hermano.

Aparentemente, no hacía nada. Ricardo se hallaba aún a dos días de viaje, reuniendo sus fuerzas en la Europa continental y consultando con su compañero cruzado el rey de Francia. Juan permaneció en sus vastas propiedades ubicadas en el oeste de Inglaterra; cazando y practicando la cetrería, según decían. Pero Silversleeves no se dejó engañar por las apariencias. «Está esperando el momento oportuno para atacar», se dijo. Y sabía quién sería el blanco.

Su patrón, Longchamp.

Al principio todo parecía ir bien. El brillante canciller había conseguido convertirse, en ausencia de su patrón, en el hombre más poderoso de Inglaterra. Por su asidua devoción, Pentecost se había visto recompensado con unas sustanciosas prebendas. El futuro no podía ser más halagüeño, si no hubiera sido por un problema.

—Longchamp es un arrogante. Ése es el problema —dijo Pentecost a su esposa—. Se ha creado muchos enemigos.

El canciller no se molestaba en ocultar su desprecio hacia algunas de las grandes familias feudales.

—Y se han propuesto hundirlo —se lamentó el empleado del Exchequer.

—Quizá no logren sus propósitos —respondió su corpulenta esposa—. Para nosotros vale una fortuna.

Los signos eran pequeños, pero inquietantes. Si un caballero o un barón caía en desgracia con el canciller, al poco tiempo circulaba la noticia de que había ido a visitar a Juan. Además, corrían ciertos rumores. En enero un comerciante comentó a Pentecost:

—Dicen que los agentes de Juan ya están en Londres.

Pero cuando Pentecost le preguntó quién se lo había dicho, el hombre se negó a responder. Pentecost se mantuvo alerta, pero nada pudo descubrir.

Había sido una suerte, por lo tanto, que se hiciera tan amigo de Bull.

Pentecost no habría sabido decir cómo había ocurrido. Una invitación informal a casa del comerciante; unos pocos encuentros fortuitos. De haberlo analizado, Pentecost habría llegado a la conclusión de que había sido Bull quien había iniciado la amistad. En cualquier caso, se alegraba de ello.

—Nadie sabe mejor que él lo que ocurre en la ciudad —dijo Pentecost a su esposa—. Me propongo no apartarme de su lado.

Incluso había hecho todo lo posible por granjearse la amistad de la familia de Bull. A Ida la trataba con exquisita educación. Ella nunca sería su amiga, pero el hecho de que Pentecost se inclinara siempre ante ella y la tratara como una dama mitigó la antipatía que sentía hacia él. El muchacho, David, resultó más fácil. Pentecost le decía siempre en tono firme y solemne: «Soy un hombre del Rey». En una ocasión lo llevó a visitar el Exchequer y le dijo: «Aquí resolvemos los asuntos del Rey». Pero en lo referente al propio Bull, Pentecost no escatimaba esfuerzos. El incidente ocurrido ese día en relación con las almadrabas sólo era otro intento de convencer al poderoso concejal de que él y su patrón, Longchamp, eran sus amigos. «Y no dejes de contarme todo lo que oigas», insistía siempre Pentecost.

Al marcharse, Pentecost observó de pronto que el niño que cogía la mano de la mujer tenía un aspecto vagamente familiar. Durante unos instantes Pentecost frunció el entrecejo, desconcertado, pero enseguida comprendió de qué se trataba: el niño tenía un mechón de pelo blanco.

—¿Quién es? —preguntó Pentecost. Mabel se lo dijo.

Pentecost regresó a casa de Bull pensativo. No sabía que Simon el armero hubiera dejado un hijo. La noticia lo alegró. Tenía una cuenta pendiente con el armero. A Pentecost le daba lo mismo que fuera padre o hijo; y puesto que el hijo era tan joven, ello le daba tiempo más que suficiente para idear algo. Pentecost esbozó una pequeña sonrisa, que al cabo de unos minutos se convirtió en una sonrisa de oreja a oreja.

De modo que al entrar en casa de Bull, Pentecost se quedó perplejo al observar que el comerciante parecía preocupado. Y cuando, después de agradecerle su ayuda en el asunto de las almadrabas, Bull lo agarró del brazo y le dijo «creo que hay algo que debes saber», el pobre Silversleeves se puso pálido.

El hermano Michael comprendió que estaba perdiendo la batalla durante el mes de mayo. Fue el mes en que llegó el extraño.

Se llamaba Gilbert de Godefroi y era un caballero. Tenía una propiedad llamada Avonsford, cerca del castillo de Sarum. Y se alojaba en casa de Bull.

Su presencia allí nada tenía de particular. Si los modestos peregrinos se alojaban en hospicios, un caballero viajero solía alojarse en casa de un comerciante. Por lo tanto, cuando Godefroi se presentó con una carta de un comerciante del oeste al que Bull conocía, nada más natural que el concejal le ofreciera hospitalidad. El caballero durmió en casa del comerciante; su mozo, en los establos.

Gilbert de Godefroi había ido a Londres para poner en orden sus asuntos antes de partir a la cruzada. Era un hombre alto, de mediana edad. Tenía una expresión triste y severa, un talante un tanto seco. Apenas lo veían, pues se levantaba todos los días al amanecer y, tras asistir a prima, el primer oficio celebrado en Saint Paul, se dirigía a Westminster para ejercitar a su caballo en el bosque de Islington; por la noche, después de tomar una cena ligera, se retiraba. En su sobrevesta llevaba bordada una cruz roja que indicaba que era un cruzado. Era un perfecto caballero, y era viudo.

Godefroi llevaba cuatro días en Londres cuando el hermano Michael lo conoció con motivo del almuerzo familiar. De inmediato se sintió impresionado por el distinguido aire del caballero. El joven David no cesaba de contemplarlo con respeto y admiración, e incluso Bull se mostró más comedido que de costumbre, pero lo que el monje no se esperaba era el cambio que se había operado en Ida.

Que colmara al caballero de atenciones era natural, puesto que era su huésped. Que a la hora de comer le sirviera a él primero era una cuestión de educación. Que ella se hubiera puesto un vaporoso vestido digno de una dama, también era comprensible. Pero eso no era todo. Ida parecía transformada. Era como si hubiera viajado a un país extraño y se hubiera encontrado con alguien que hablaba su misma lengua. De hecho, los comentarios que Ida dirigía al caballero casi parecían decir en voz alta: «Pero estos otros no lo comprenderían». Ida parecía haberse olvidado por completo de su marido. «Y apenas repara en mí», pensó el hermano Michael.

El caballero habló muy poco y el monje se marchó profundamente preocupado. Le dolía ver a Ida poner en ridículo a su hermano. «Y ella misma se está poniendo en ridículo», pensó Michael.

De hecho la situación era mucho peor de lo que el hermano Michael imaginaba. Desde el momento en que había aparecido el caballero, Ida había hecho lo imposible por atraer su atención. Le había demostrado de inmediato la clase de persona que era y que se había visto obligada a casarse con un hombre inferior a ella. Le había hablado sobre su linaje, confiando en hallar un vínculo en común con él. Por las noches, antes de retirarse con Bull, Ida miraba al caballero con sus grandes ojos castaños como diciendo: «Salvadme». Incluso pretendía compartir con él sus plegarias. Todo ello Bull lo observaba en silencio.

A la mañana siguiente el monje pensó que la situación era francamente seria. «Debo hacer algo», se dijo. Así pues, tras aducir un pretexto, regresó al día siguiente, y al otro, y al otro, y durante esas visitas Michael se percató de otro aspecto de la cuestión que resultaba aún más grave.

Pues si Ida no dejaba de coquetear con el caballero, el joven David estaba enamorado. El hermano Michael observó, día tras día, mientras el rubio e inocente muchacho seguía al caballero por doquier. A David le gustaba observar a Godefroi mientras se ejercitaba con su espada y su maza, o cuando ayudaba a su mozo, un joven sólo algunos años mayor que él mismo, a limpiar su cota de malla para que no se oxidara. Asimismo se sentía fascinado por el escudo del caballero, que tenía un cisne blanco sobre un fondo rojo. El hecho de elegir un escudo de armas personal como adorno en la práctica de la justa era una costumbre que los caballeros habían adoptado en las últimas décadas y que reforzó la impresión del muchacho de que Godefroi era un héroe, impresión que se vio confirmada cuando, cada tanto, el caballero se detenía para conversar con él con su habitual aire serio y sosegado. Pero cuando se montaba en la silla de su magnífico corcel, a David Bull le parecía que el caballero era casi un dios.

Una mañana, cuando Godefroi salió ruidosamente del patio, bajo la atenta mirada de David, el hermano Michael e Ida, el muchacho se volvió hacia su madrastra y dijo:

—Ojalá mi padre fuera como él.

Ida se echó a reír. Acto seguido hizo un comentario bastante hiriente.

—No seas tonto —dijo—. No tienes más que fijarte en tu padre. Se ve enseguida que no es más que un comerciante. —Ida emitió un suspiro—. El noble nace, no se hace. —Luego, para animarlo, agregó—: Te buscaré una esposa noble. Quizá llegues a convertirte en un caballero.

Entonces el hijo del comerciante londinense comprendió que su poderoso padre no sólo tenía una mentalidad equivocada, no sólo pertenecía a un rango inferior al del caballero feudal, sino que Dios lo había creado inferior. Era la primera vez que se daba cuenta de esto.

Pero era verdad. Salvo en Londres, el gobierno de los normandos y los Plantagenet había generado un inmenso cambio en la sociedad inglesa. El noble anglosajón solía alardear de sus antepasados guerreros, pero su nobleza procedía en rigor de su fortuna. Un hombre que poseía grandes extensiones de tierra era rico; los prósperos comerciantes londinenses alcanzaban el rango de gentilhombres. En tiempos de guerra habían encabezado un ejército reclutado entre los jornaleros de sus campos.

Sus suplantadores normandos eran muy distintos de los ingleses. Puede que Godefroi administrara su propiedad en Avonsford como su predecesor sajón, pero poseía otra en Normandía. Hablaba inglés, pero su primera lengua seguía siendo el francés. No llevaba a sus campesinos a la guerra porque la antigua y desfasada leva inglesa ya no se utilizaba. Las tropas de Ricardo Corazón de León estaban formadas por hombres contratados: duros arqueros de Gales y los terroríficos routiers, los mercenarios de la Europa continental. El caballero podía ser rico, o muy pobre. Bull poseía una fortuna el doble de cuantiosa que Godefroi. Pero éste pertenecía a una aristocracia europea militar aparte, una casta unida en un vasto primazgo que miraba a los demás con desdén. Era una percepción de la nobleza que, una vez arraigada en la isla de Gran Bretaña, atormentaría a su sociedad.

El concejal Sampson Bull comprendió, astutamente, que su familia, con el tiempo, podría desposar con miembros de la nobleza e introducirse en ella. Ida también lo sabía, pero lo lamentaba. En cuanto al joven David, cuando miraba al caballero sólo veía magia. Y a partir de ese momento, cada vez que miraba a su padre lo veía como un hombre tosco y, pese a que eran padre e hijo, en su fuero interno lo despreciaba. Éste fue el último regalo de Ida a su marido.

El monje observó todo esto y le produjo un profundo pesar. Pero fue en la siguiente visita a su familia cuando se quedó anonadado.

Después de comer, Michael salió al patio con su hermano y el muchacho. La casa estaba en silencio; Ida había ido a echar un vistazo a la despensa; su vieja madre dormía en un rincón, y el caballero estaba sentado a solas, en silencio. Por pura casualidad el hermano Michael regresó a la casa y los vio.

Godefroi estaba de pie, callado e inmóvil como de costumbre. Ida había entrado de nuevo en la estancia y estaba de pie delante de él, diciéndole algo suavemente. Luego extendió la mano y tocó el brazo del caballero. Ese pequeño gesto bastó para dar a entender al monje la verdad sobre la situación. El hermano Michael palideció y salió deprisa.

Esa noche tuvo un sueño terrible. Vio el pálido cuerpo de Ida abrazado al del caballero, vio su grácil cuello tensarse en el momento del éxtasis, vio cómo el caballero la poseía. Vio los ojos oscuros de Ida, su larga melena desparramada sobre sus pechos; la oyó emitir un breve gemido. Y se despertó preso de una inmensa y fría angustia que lo hizo incorporarse bruscamente y ponerse a caminar arriba y abajo por su pequeña celda. Incapaz de volver a conciliar el sueño, el hermano Michael pasó las cinco horas previas al amanecer paseándose de un lado a otro y viendo esa terrible imagen de Ida haciendo el amor con el caballero, primero de una manera, luego de otra, ante sus ojos.

Poco después del amanecer, cuando los pájaros iniciaron su acostumbrado coro de mayo, el hermano Michael se encaminó hacia Saint Paul. Allí, junto a la puerta, mientras la campana convocaba a unas pocas almas castas a prima, vio acercarse la silenciosa figura de Godefroi.

Cuando el piadoso caballero oyó lo que Michael tenía que decirle, ni siquiera se dignó mostrarse asombrado.

—¿Acaso me acusáis de adulterio, monje? —inquirió con frialdad—. ¿Sugerís que abandone la casa del comerciante? No tengo por qué marcharme. —Y sin añadir otra palabra el caballero entró en Saint Paul.

¿Había cometido un error? El hermano Michael se llevó la mano a la frente. ¿Sospechaba realmente de este devoto caballero? Confundido, regresó a casa de Bull, sin saber qué pensar.

Tres días más tarde, Gilbert de Godefroi se dispuso a marcharse. Ida le ofreció su guante para que lo luciera a modo de amuleto durante su viaje, un gesto cortés propio del mundo caballeresco. Pero Godefroi lo rechazó con aire solemne y le recordó:

—Soy un peregrino que se dirige a Tierra Santa.

Y el hermano Michael suspiró aliviado.

Tras la marcha del caballero tanto Ida como el joven David se mostraron melancólicos y desganados. David incluso enfermó y sus estudios se resintieron. A mediados del verano, el concejal pidió al hermano Michael que ayudara a su hijo.

Nadie habría considerado a David un estudiante brillante, pero tenía una naturaleza curiosa y agradable y sentía un profundo respeto por su tío. «Eres tan instruido», le decía con sincera admiración, lo cual animaba al monje a transmitirle todo cuanto sabía.

Los conocimientos que tenía el hermano Michael del mundo eran los típicos de un hombre medianamente culto de su época: una grata mezcla de datos y folclor extraída de la biblioteca que solía frecuentar en la abadía de Westminster. Era capaz de ofrecer a su sobrino una explicación rigurosa sobre la inmensa urdimbre de Estados que componían Europa, con sus puertos y ríos, sus ciudades y santuarios. Podía hablar con fundamento sobre Roma y Tierra Santa. Pero en los límites de este gigantesco mundo medieval, sus conocimientos empezaban a desvanecerse en las fabulosas tierras que estaban más allá.

—Al sur de Tierra Santa se encuentra Egipto —informó Michael correctamente a David— desde donde Moisés condujo a los judíos por el desierto. Y junto a la desembocadura del Nilo está la ciudad de Babilonia. —Éste era el nombre que el mundo medieval daba a El Cairo.

—¿Y si navegas Nilo arriba? —inquirió intrigado el muchacho.

—Entonces —respondió el monje con tono confidencial, pues lo había leído en un libro—, llegas a la tierra de China.

El hermano Michael también era capaz de instruir a su sobrino en lo referente a Londres.

—Londres fue fundado hace mucho, mucho tiempo —le explicó—, mucho antes de la época romana. La construyó un gran héroe llamado Bruto. Luego continuó su periplo y fundó la antigua Troya.

Michael explicó a David que los romanos habían llegado y se habían marchado y que el rey Alfredo había reconstruido las murallas.

—¿Y quiénes fueron los reyes antes de Alfredo? —preguntó el muchacho.

—Hubo muchos antiguos reyes ingleses —contestó el monje—. Pero los más famosos fueron dos. Uno fue el buen rey Arturo con sus caballeros de la Tabla Redonda.

—¿Y el otro?

—El otro —afirmó Michael— fue el viejo rey Cole. —Así constaba en los libros de historia.

A menudo, mientras el hermano Michael instruía al muchacho, Ida entraba y se sentaba junto a ellos.

Una hermosa mañana de comienzos del otoño todo hacía suponer que la hermana Mabel estaría de buen humor. Pero no era así. La causa de su furia residía en una pequeña iglesia que acababa de visitar.

La iglesia de Saint Lawrence Silversleeves era un hermoso edificio pequeño situado en un estrecho terreno entre la casa de un cordelero y una panadería. Más abajo, en Vintry, junto al Támesis, estaban los almacenes de los vinateros normandos, por encima de los cuales se divisaba el río. La iglesia era de piedra, salvo su techado, que era de madera; medía cuatro crujías de longitud y, de haber contado con una congregación tan nutrida, podía albergar a un centenar de almas. La hermana Mabel acababa de visitar al párroco de esta modesta iglesia.

El cura de Saint Lawrence Silversleeves era un pobre hombre de salud delicada con mujer y dos hijas. Técnicamente, dado que era un sacerdote, a la sufrida mujer con la cual convivía no la llamaban su esposa, sino su concubina. Pero pocos, incluso entre sus fieles más estrictos, habrían considerado que su delito moral fuera grave. La mayoría de los curas de Londres estaban casados, porque si no hubieran tenido una esposa se habrían muerto de hambre.

La situación en Saint Lawrence Silversleeves era típica. La familia Silversleeves nombraba al vicario, quien se beneficiaba de las rentas de la dotación. Si ningún miembro de la familia aspiraba al cargo, éste iba a parar a manos de un amigo o conocido, que solía ser también el vicario de otras iglesias, cuyos ingresos iba acumulando. A fin de llevar a cabo las tareas de todas ellas, el vicario nombraba a un cura, a quien pagaba una cantidad tan irrisoria que si el infeliz no tenía una esposa que lo mantuviera, no habría podido comprar ni siquiera leña para el fuego.

El cura de Saint Lawrence Silversleeves había cumplido treinta y cinco años. Tenía el pelo canoso y ralo, y padecía frecuentes mareos. Su mujer, que trabajaba en la panadería contigua, era de complexión más robusta pero tenía varices. Y sus dos hijas, enclenques y de tez macilenta, recordaban a Mabel un par de velas rotas. El cura y su familia vivían hacinados en una casucha situada detrás de la iglesia; eran tan pobres que, una Navidad, dos años antes, incluso los Silversleeves les habían dado dos peniques.

La hermana Mabel iba a visitarlos con tanta frecuencia como podía. Ese día, después de una ajetreada sesión con el mortero en la cocina, había llevado al cura un filtro de anémonas silvestres para su debilitada vista y betónica para sus mareos. También había llevado sabina para las varices de su mujer y pan con suero de leche porque sus dos hijas tenían lombrices. La hermana Mabel había pasado una hora dispensándoles esas medicinas y su apoyo moral, y en ese momento se marchaba con un solo pensamiento: «Maldito sea ese Silversleeves. Tiene que ayudarlos. Le obligaré a hacerlo».

La hermana Mabel fue a la casa de Silversleeves, pero él no estaba. «Lo encontraré cueste lo que cueste», se dijo mientras regresaba deprisa a Smithfield. Y justo en el preciso momento en que Mabel llegó a la amplia explanada vio a Silversleeves. Estaba junto a la puerta de la iglesia de Saint Bartholomew, conversando con el hermano Michael. «Te he pillado», se dijo la hermana Mabel satisfecha y se apresuró hacia ellos, con la cesta golpeándole la pierna. Pero cuando estaba a veinte pasos de distancia se paró en seco, estupefacta.

Justo detrás de los dos hombres, clara y sólida como el priorato que se alzaba a sus espaldas, aparecía una extraña figura verde y blanca, con cara de pájaro, una cola enroscada y un tridente en la mano. No cabía la menor duda: era el mismo demonio con el que Mabel había hablado años atrás, cuando había tenido la visión.

Y en ese momento, de eso tampoco cabía la menor duda, su afilado rostro mostraba una sonrisa de gozo. «Ha venido por Silversleeves —pensó la hermana Mabel sin el menor pesar—. Lo tiene bien merecido».

Pero entonces vio horrorizada que el demonio verde y blanco no miraba a Silversleeves, sino que había colocado sus largos brazos alrededor del intachable hermano Michael. Y éste no se había dado cuenta en absoluto.

Cuando los siete hombres se reunieron en secreto poco después de san Miguel, aquel mismo año, acordaron que el concejal Sampson Bull merecía una felicitación.

—Resolviste lo de Silversleeves a la perfección —declaró su líder.

Efectivamente, Bull tenía la impresión de que su actuación había sido magistral.

No había mentido. Ningún Bull mentía jamás.

—Pero quizás exageré un poco —confesó. Y Pentecost se había mostrado dispuesto a creerle.

Cuando Bull hubo informado al empleado del Exchequer de que los enviados de Juan habían iniciado negociaciones con algunos de los concejales más destacados de Londres, el terror que traslucía el rostro de Silversleeves era un espectáculo maravilloso. Era verdad que se habían producido unas discretas conversaciones, pero Juan todavía no estaba preparado ni los concejales dispuestos a hacer más que insinuar cierto interés mutuo. Pero al dejar que Pentecost creyera que existía una conspiración en toda regla, Bull le había inducido a tomar cartas en el asunto.

—Con estos monstruosos impuestos que nos han endilgado —advirtió Bull a Pentecost—, imagino que la ciudad respaldará a Juan cuando decida emprender un ataque contra tu patrón.

A partir de aquel día, Bull había podido manipular al empleado del Exchequer a su antojo. Nadie era más eficaz en aconsejar al canciller con respecto a los peligros que suponía ofender a Londres. No pasaba una semana sin que Pentecost se reuniera con Bull y lo interrogara ansiosamente sobre las últimas novedades, a lo que el fornido comerciante respondía siempre con una frase vaga pero inquietante, como, por ejemplo, «Juan está en todas partes» o «Las cosas tienen mala pinta para Longchamp».

Silversleeves fue tenaz. A mediados del verano, el concejal se enteró de que su campaña estaba dando excelentes resultados. Y entonces, unos días antes, durante la reunión del Exchequer con motivo de San Miguel, se había producido una maravillosa noticia.

—¡Todo! —había dicho Bull con tono triunfal a sus amigos—. Todo lo que pretendíamos. El nuevo sistema de impuestos propugnado por el Rey ha quedado abolido. El farm vuelve a la cantidad anterior. Tendremos dos sheriffs elegidos por nosotros mismos. —Y comunicó con aire solemne a Silversleeves—: Londres está en deuda contigo, estimado Silversleeves. —Acto seguido, en respuesta a las insistentes preguntas del empleado del Exchequer, añadió—: ¿Por qué debería Londres apoyar a Juan cuando tenemos un amigo como Longchamp?

De modo que, afortunadamente para Silversleeves, éste no se hallaba presente en la reunión celebrada en la casa cerca de la Piedra de Londres, y por lo tanto no oyó al líder del grupo anunciar a sus colegas con una sonrisa melosa, después de haber felicitado a Bull:

—Y ahora, amigos míos, en cuanto al paso siguiente, no tenemos más que esperar.

Pues ese mismo día le habían notificado que el rey Ricardo Corazón de León había abandonado la Europa continental y navegaba por el Mediterráneo, más allá de cualquier posibilidad de hacerlo volver.

La madre de Adam no había vuelto a tener noticias de sus parientes en Windsor. Pese a sus promesas, nadie de la familia había ido a Londres, lo que significaba que la mujer no había recibido dinero alguno. Cuando hubo transcurrido más de un año sin tener noticias de sus parientes, la madre de Adam se juró que al año siguiente viajaría de nuevo a Windsor para averiguar lo sucedido. O al otro año. Windsor estaba muy lejos.

Cuando Adam cumplió cinco años su madre le dijo:

—Tu padre poseía unos modestos terrenos en una aldea. Deberíamos obtener algunos beneficios de los mismos.

Eso nada significaba para el niño y, al cabo de un tiempo, cuando su madre dejó correr el asunto, él lo olvidó por completo.

Ese otoño David Bull sufrió una nueva recaída. De pronto se puso tan pálido y perdió tanto peso que su padre se sintió profundamente preocupado.

—Los Bull nunca enfermamos —afirmó.

Pero el muchacho empeoraba día a día. Lo intentaron todo, incluso las curas de hierbas de Mabel. Durante un tiempo, ya fuera gracias a las hierbas o a las oraciones del hermano Michael, el muchacho pareció mejorar. Transcurrió el mes de diciembre. Y en enero su enfermedad se agravó.

Primero cayó una fuerte nevada, seguida de un frío intenso; las calles de Londres estaban heladas y tuvieron que arrojar cenizas sobre los caminos. Cada día, calzado con unas gruesas botas, el monje se encaminaba a la casa situada junto a Saint Mary-le-Bow. Ni siquiera las hierbas de la hermana Mabel parecían capaces de salvar a David Bull, de quince años, e incluso el rudo comerciante meneaba la cabeza tristemente con los ojos anegados en lágrimas y decía a su hermano:

—Todo indica que nuestra familia se ha acabado.

Hacia fines de mes, mientras el muchacho permanecía postrado en su habitación pálido como un fantasma, Ida le dijo:

—Lucha, David. Recuerda que voy a buscarte una esposa noble. —Pero volviéndose al hermano Michael murmuró—: Lo quiero como si fuera hijo mío; pero sólo pueden salvarlo vuestras oraciones.

El hermano Michael oraba todos los días. En más de una ocasión se encontró a su hermano arrodillado junto a él, con la cabeza agachada. A veces David los observaba semialetargado, otras dormía. Cada día, aunque en muchos momentos se sentía tentado de desistir en su empeño, el monje pensaba que en el muchacho seguía latiendo un hálito de vida, como un pequeño rayo de sol, y se aferraba a esa esperanza. «Si pudiera colocar el pálido y enjuto cuerpo de David bajo ese rayo de luz para que sintiera el calor del sol sobre su piel; si yo consiguiera eso —pensó el monje—, el pobre muchacho subiría al cielo volando como un ángel o se curaría».

Si el joven David debía morir irremisiblemente, el hermano Michael pensó que lo menos que podía hacer era prepararlo para ese trance. Y esto resultó mucho más sencillo de lo que había imaginado. Ya fuera debido al temor que la muerte inspiraba al muchacho o a la presencia espiritual del monje, en varias ocasiones, mientras Michael se hallaba sentado a la cabecera de su cama, David pareció ansioso por hablar. Le interrogó sobre el cielo, el infierno y el diablo. Un día quiso saber:

—Si mi alma anhela reunirse con Dios, ¿por qué ama este mundo, que está tan alejado del cielo? ¿Significa eso que el diablo se ha apoderado de mi alma?

—No exactamente —contestó el monje—. Los deseos terrenales, los deseos de reyes y cortes, el afán de riquezas, incluso el deseo de amar a una mujer —durante unos instantes Michael pensó en Ida— son sólo una perversión de tu deseo de alcanzar la eternidad. Constituyen una fantasía terrenal de esa corte más elevada y noble, la corte de Dios.

—En ese caso, ¿por qué temo abandonar esta Tierra? —inquirió David.

—No deberías temerlo, si estás preparado y has servido a Dios —respondió el monje.

—Me habría gustado participar en la cruzada —dijo el muchacho con un suspiro—. Pero nada he hecho digno de mérito.

Al día siguiente David interrogó al monje sobre su vida. ¿Qué le había inducido a recluirse en un convento?

—Supongo que la vocación —respondió el hermano Michael—. Lo que simplemente significa —añadió con sinceridad— que no deseaba otra cosa que estar junto a Dios.

Pero el muchacho no respondió a eso, pues tenía las fuerzas muy mermadas. No obstante, se aferraba a la vida. Al cabo de una semana, la temperatura ascendió unos grados. David seguía aferrándose obstinadamente a la vida, mientras su tío no cesaba de rezar.

Un buen día, sin saber exactamente por qué, el hermano Michael tuvo la certeza de que el muchacho se había salvado. Corrió a decírselo a Ida, quien se sintió tan conmovida que lo besó. Esa mañana, mientras regresaba a Smithfield, Michael vio una campanilla de invierno que asomaba por entre la hierba junto a Saint Paul.

A mediados de febrero la hermana Mabel comprendió por fin el significado de su visión. Había visitado de nuevo al cura de Saint Lawrence Silversleeves. Pese a sus infructuosos intentos de convencer al empleado del Exchequer de que debía ayudar a la desdichada familia, Mabel seguía haciendo lo que podía por aliviar sus problemas. Ese día había decidido visitar al joven David Bull cuando saliera de casa del cura, y, con su habitual talante animado y risueño, subió la cuesta hacia la casa de Bull. En cuanto cruzó la puerta los vio sentados junto a la ventana. En ese preciso instante Mabel comprendió la verdad.

Esa vez no había demonio alguno: tan sólo tres figuras de carne y hueso. El muchacho estaba sentado a la mesa con un hermoso libro abierto delante de él. El hermano Michael, sentado junto a él y guiando la mano del muchacho sobre la compleja caligrafía, le explicaba un difícil pasaje en latín. Ida, sentada enfrente de ellos, no tocaba al piadoso monje, pero lo miraba con auténtica adoración. Al contemplar horrorizada la escena, Mabel se dio cuenta de que entre esas tres personas estaba creciendo un amor antinatural que podía pillarlos desprevenidos.

Tras administrar al joven David su medicina, Mabel se marchó deprisa, sin saber qué hacer. Rezó, pero no obtuvo respuesta.

Esa tarde, al encontrarse con el monje en el claustro, la hermana Mabel le dijo terminantemente:

—Procura no sucumbir a un amor antinatural, hermano Michael.

El hermano Michael se enfurecía en contadas ocasiones, pero ese día se sintió tentado a dar rienda suelta a su ira. Pero luego, al recordar los intentos de la propia Mabel de arrastrarlo a la perdición en aquel mismo claustro, en Nochebuena, el bondadoso monje sintió compasión de ella.

Comprendió que estaba celosa, pero ¿de qué serviría echárselo en cara? En cuanto a sus sentimientos hacia Ida, Michael estaba muy seguro.

—Todos debemos tener cuidado —replicó con un leve reproche—. Te aseguro que lo hago. Pero no vuelvas a decirme eso, hermana Mabel.

Tras estas palabras el hermano Michael se marchó; y la pobre Mabel regresó a su celda y rezó de nuevo.

Junio de 1191

La pesadilla había comenzado. Era aún peor de lo que había imaginado Pentecost.

El príncipe Juan había hecho un excelente trabajo. A comienzos de año, según calculó Silversleeves, en Inglaterra no existía un barón que se opusiera al canciller que no se hubiera hecho amigo de Juan. Luego, en la primavera, Juan había empezado a moverse.

Primero declaró que uno de los castillos del sur era suyo; luego un importante sheriff del norte se negó a obedecer al canciller; posteriormente, en marzo, llegó a Londres un mensajero con noticias preocupantes: «Juan se ha apoderado del castillo de Nottingham». Éste era uno de los bastiones más poderosos de los Midlands. «Ha ido a cazar al bosque de Sherwood como si ya fuera el rey», decían. A partir de entonces los rumores se habían propagado rápidamente. El mismo Juan se dedicaba a recorrer el reino de un extremo a otro, reuniendo a un nutrido grupo de partidarios de la mitad de los condados. Uno de los barones había logrado reunir una peligrosa fuerza en la frontera de Gales. En la ciudad la gente sólo hacía dos preguntas: «¿Conseguirá el canciller derrotar al hermano del Rey?» y «¿Se atreverá Juan a atacar Londres?».

Silversleeves observó la escena que se desarrollaba delante de él. Un pequeño ejército de hombres había comenzado a erigir una nueva e imponente muralla en torno del recinto de la Torre. Asimismo, habían cavado una inmensa zanja frente a la misma. Pero mientras examinaba las obras, Pentecost sólo pudo sentirse desalentado. Quizá Longchamp era un hábil administrador, pero tal como comentó un obrero al empleado del Exchequer: «No entiende una palabra de construir castillos».

Hasta Pentecost advirtió que los cimientos de la muralla eran poco sólidos y su mampostería demasiado endeble para resistir un ataque. En cuanto a la zanja, la habían construido a modo de foso, pero unos días antes, cuando Longchamp había tratado de llenarla de agua, el experimento había resultado desastroso. En esos momentos sólo contenía un par de centímetros de barro. La semana anterior, como anticipándose a unos disturbios más serios, había estallado un pequeño tumulto en East Cheap. Habían conseguido sofocarlo con facilidad, pero Pentecost sospechaba que los agentes de Juan estaban implicados en el asunto.

¿Permanecería Londres leal al canciller? Éste había concedido a los londinenses todo cuando deseaban, pero era torpe. El mes anterior sus precipitadas obras en la Torre habían destruido el huerto de un concejal.

—Me ordenó que fuera a disculparme en su nombre —se había quejado Silversleeves.

—Los londinenses son leales al Rey, tanto si les gusta Longchamp como si no —le había asegurado Bull.

Pero ¿dónde se encontraba el rey Ricardo en esos momentos? ¿Surcando los peligrosos mares o en Tierra Santa? ¿Seguía vivo? Nadie lo sabía. Si al menos hubieran tenido noticias del paradero de Ricardo Corazón de León…

Esa primavera fue una época extraña para el hermano Michael. El mundo que lo rodeaba le parecía un lugar lleno de peligros. El rey cruzado se hallaba lejos. ¿Quién sabía lo que su hermano Juan se proponía? Y sin embargo, gracias a una maravillosa alquimia, el hermano Michael se sentía feliz, pues el joven David Bull había empezado a recuperarse. Con frecuencia, el hermano Michael e Ida llevaban al muchacho de paseo. Al principio David apenas era capaz de dar unos pasos. Pero a fines de marzo él y el enjuto monje caminaban con tal rapidez y agilidad, que Ida solía decir con tono risueño: «Adelantaos, no puedo seguiros».

Una vez, un caluroso día de abril, al pasar frente a Aldwych, donde unos atrevidos jóvenes se arrojaban al Támesis desde la orilla, David sorprendió a su tío al echar a correr y zambullirse también en el río. Aunque el hermano Michael le ordenó que se detuviera, no pudo por menos de sentir un estremecimiento de gozo al contemplar su cuerpo, esbelto y elegante, pero de nuevo fuerte y sano. Como temía que el muchacho se resfriara, el monje lo secó vigorosamente y, después de regañarlo, le rodeó los hombros con un brazo para ayudarlo a entrar en calor mientras regresaban a casa con paso rápido.

Pero pese a esos momentos de alegría, David pasaba buena parte del tiempo pensativo. Le gustaba rezar con el monje, y seguía formulándole preguntas sobre la religión. En un par de ocasiones, confesó con tristeza: «Dios me ha salvado la vida, pero no sé muy bien por qué».

Y en mayo, cuando Ida y Bull fueron a pasar un mes en Bocton, David, con el pretexto de que la primavera era una época muy agradable en Londres, se trasladó allí en compañía de su tío.

Posteriormente, al pensar en ello, el hermano Michael no estaba seguro de cuándo había comprendido qué debía hacer. Quizá se había dado cuenta la noche después de que David se zambullera en el Támesis; o quizás algunas noches después de que Bull e Ida hubieran partido, cuando al llegar a casa se había encontrado al muchacho enfrascado en sus oraciones. Sólo estaba seguro de una cosa: no permitiría que David condenara su alma. Si Dios lo había arrancado de las fauces de la muerte, debía de haberlo hecho con algún propósito. Sin importarle las desavenencias que pudiera causarle con su hermano, Michael estaba resuelto a cumplir con su deber. «Debo salvarlo a toda costa», decidió.

Luego se dio cuenta de otra cosa. Si ésa era la voluntad de Dios, la providencia había depositado en sus manos el medio para conseguirlo: el legado de su madre. Las circunstancias encajaban perfectamente con sus instrucciones. Debía emplear el dinero en beneficio de la religión de la familia. «Tú sabrás lo que debes hacer con él», le había dicho su madre. Y en ese momento el hermano Michael estaba convencido de saberlo.

A mediados de junio hizo una discreta visita a la abadía de Westminster, solicitó una entrevista con el abad e hizo los arreglos pertinentes.

Al margen de los reparos que hubiera tenido en su juventud con respecto a la vida en la abadía, en ese momento carecían de importancia. El hermano Michael estaba seguro de que Ida se mostraría complacida de que hubiera elegido un lugar tan noble. En cuanto a él, tras haber dedicado toda su vida al servicio de Saint Bartholomew, creía tener bien merecido un descanso. Lo menos que podía hacer era vigilar de cerca a David. El ingreso de ambos en la abadía estaba asegurado, así como su manutención, gracias al generoso donativo que Sampson Bull jamás habría hecho por propia voluntad. No cabía duda de que era obra de la providencia, se dijo el hermano Michael.

Así pues, una templada noche de mayo, cuando la luna estaba casi llena, el hermano Michael, con la conciencia tranquila y el corazón lleno de alegría, fue a ver a su sobrino y le dijo:

—Creo que tienes vocación para la vida religiosa. ¿Tú qué opinas?

Ante ese comentario de un hombre tan santo y a quien tanto admiraba, David sólo pudo sonrojarse de gozo y responder lleno de gratitud:

—¡Oh, sí! Creo que tienes razón.

Con el corazón rebosante de amor, como jamás había experimentado en su vida, el bueno del hermano Michael sugirió:

—Si ingresas en la abadía de Westminster, yo te acompañaré para ser tu guía.

Eufórico por esos gratos acontecimientos, y sin hacer el menor comentario sobre sus planes, el hermano Michael aguardó el regreso de su hermano e Ida. Estaba seguro de que Bull se pondría furioso. Sin embargo, al recordar lo destrozado que se había mostrado al temer que iba a perder a su hijo, el monje confió en que, a esas alturas de su vida, el corazón del descreído comerciante se ablandaría. A fin de cuentas, según pensaba decirle Michael, Bull debía alegrarse de saber que su hijo estaría a salvo en un monasterio cercano, donde podía visitarlo cuando le apeteciera.

En cuanto a Ida, Michael no tenía dudas de que al ver a su hijastro a salvo en el seno de la Iglesia, ésta experimentaría la misma alegría y gratitud que él. Cuando, aquel día, recibió el mensaje que le anunciaba que el comerciante y su esposa regresarían en junio, el monje aguardó entre impaciente y expectante para darles la maravillosa noticia.

—¿Qué has hecho?

El hermano Michael nunca la había visto así. Su rostro pálido y noble había asumido una expresión dura como la de un caballero. Sus grandes ojos castaños lo miraban con desprecio, como si fuera un impertinente campesino al que era preciso poner en su lugar.

—La obra de Dios… —empezó a decir él.

—¿David, monje? ¿Cómo iba a tener hijos?

—Todos somos hijos de Dios —contestó Michael.

—Dios no necesita a mi hijastro —replicó Ida furiosa—. Se casará con una mujer noble.

Michael la miró primero horrorizado y luego con ira.

—¿Serías capaz de anteponer el orgullo de tu familia a Dios y a la felicidad de tu hijo?

Pero Ida lo interrumpió bruscamente:

—¡Deja que otros juzguen eso, estúpido entrometido! —gritó—. Sal de esta casa y regresa a tus tullidos y a tu celda virginal.

Medio aturdido, el pobre hermano Michael se marchó deprisa. Al cabo de una hora, después de una rápida conversación con su marido durante la cual ambos llegaron a un acuerdo perfecto, Ida partió de nuevo para Bocton, llevándose a David.

Pero la auténtica humillación del hermano Michael se produjo esa tarde cuando, sentado en el claustro de Saint Bartholomew, sumido en el más absoluto desconcierto, confesó a Mabel sus cuitas.

—No lo comprendo —dijo Michael meneando la cabeza.

Mabel, aunque se compadecía de él, respondió con firmeza:

—Ya te lo advertí, te dije que no debías sucumbir a un amor antinatural.

Pensando en la mirada de desprecio que le había dirigido Ida, Michael contestó con tristeza:

—Creo que ya no estoy enamorado de ella.

Mabel frunció el entrecejo.

—¿Ella? ¿Te refieres a Ida? —preguntó.

—Pues claro —respondió Michael, sorprendido—. ¿A quién crees que me refería?

—A David. El muchacho. Creí que te habías enamorado de él, viejo verde —contestó Mabel con una risita, como si lo encontrara muy cómico.

El hermano Michael se quedó tan pasmado ante esta repugnante sugerencia que durante unos minutos no pudo articular palabra. Luego la furia hizo presa en él. Pero antes de que pudiera expresarla verbalmente vio cómo se abría ante él una vasta y fría sima en la cual no sólo se despeñó su furia, sino su vida entera, y el hermano Michael comprendió con meridiana claridad que era cierto. En su inocencia, no se había dado cuenta.

Con la cabeza gacha debido al oprobio y el dolor, el hermano Michael se levantó y se dirigió hacia su celda con paso lento y cansino, como un anciano.

El joven David Bull completó su recuperación en Bocton. Le encantaba la vieja mansión y sus magníficas vistas y daba largos paseos por los bosques y los prados con su padre. Leía relatos de caballerías con Ida, que cumplía muy bien el papel de ama y señora de la mansión. Tal vez sus antepasados habían transmitido a David su fuerza y resistencia. Lo cierto es que el muchacho jamás se había sentido tan feliz.

Lo mismo sucedía con Ida y el comerciante. La crisis provocada por la enfermedad de David y la indignación de Ida contra el pobre hermano Michael los había unido. Mientras charlaban sobre las reformas que iban a emprender en la casa, inspeccionaban el huerto o simplemente se sentaban a tomar el sol, admirando juntos el espléndido Weald, ambos tenían la sensación de haberse convertido por fin en un auténtico matrimonio. Nadie volvió a mencionar la mentalidad de comerciante de su padre, salvo veladamente cuando Ida prometía a David que le buscaría una esposa noble, lo que parecía divertir más que irritar al concejal. Por otra parte, ese verano sucedieron tantas cosas en el mundo que el asunto del monasterio quedó prácticamente olvidado.

Los conflictos provocados por el traidor príncipe Juan remitieron. En julio, el arzobispo de Ruán hizo las paces con Juan y Longchamp. En Inglaterra las cosas volvieron a la normalidad. El rey cruzado no sólo seguía vivo y muy bien, sino que en agosto llegaron unos informes que anunciaban que se había casado con una hermosa princesa que, sin duda, le daría el heredero que su reino necesitaba.

Un día Silversleeves llegó de Londres para mantener una conversación con el comerciante, la cual David escuchó con gran atención.

—¿Crees que Ricardo ha obrado sabiamente al casarse con esa princesa? —preguntó Bull.

—En términos generales —respondió Silversleeves—, creo que sí. La joven procede de Navarra, una región situada al sur de Aquitania, de modo que con esta alianza Ricardo ha reducido el riesgo de que el monarca francés lo ataque por ese flanco. Yo diría que ha obrado con sensatez.

David se quedó un tanto perplejo. No era tonto, pero al igual que a sus antepasados sajones le gustaban las cosas claras. Un hombre era amigo o enemigo. No podía ser ambas cosas.

—Pero ¿no habíamos quedado en que Ricardo y el rey de Francia eran amigos leales? —preguntó Bull al empleado del Exchequer—. Son hermanos de cruzada.

Silversleeves esbozó una melancólica sonrisa. Dado el vasto imperio Plantagenet que se extendía por el lado occidental de Francia, los reyes de Francia y los Plantagenet de Inglaterra jamás podían ser otra cosa que amigos temporales.

—Sólo es amigo de Ricardo por el momento —respondió.

David miró a Silversleeves con tristeza.

—Yo estaría dispuesto a morir por el rey Ricardo —soltó inopinadamente—. ¿Tú no?

Silversleeves dudó sólo unos instantes antes de responder.

—Por supuesto. Soy leal al Rey.

Pero, días más tarde, cuando David se disponía a regresar a Londres, otra prodigiosa noticia ocupó el lugar de esta conversación en la mente del muchacho, prueba indudable de que ese año de la tercera cruzada Dios enviaba un mensaje de esperanza a los ingleses y a su valeroso rey cruzado.

Acababa de llegar procedente de la abadía de Glastonbury, en el oeste, el anuncio de que los monjes habían hallado la tumba y los restos del rey Arturo y su reina Ginebra en los terrenos de la antigua abadía. ¿Qué signo podía ser más claro o más maravilloso?

El tiempo apremiaba. Hacía muchos años que Pentecost había sentido pavor; pero en ese momento, la tarde del 5 de octubre, estaba a punto de ser presa de él. En la mano izquierda tenía un recado urgente de su patrón; en la derecha, otro pergamino. Ambos documentos eran terroríficos. Y ambos planteaban una terrible cuestión: ¿hacia cuál debía decantarse? Sin embargo, Pentecost estaba aún indeciso.

La crisis había estallado inesperadamente a mediados de septiembre, por lo que la sesión convocada por el Exchequer en San Miguel fue trasladada a Oxford, ochenta kilómetros río arriba. Pero esa apacible población orgullosa de su castillo, con su pequeña comunidad de eruditos, no logró apaciguar el ánimo de Silversleeves.

La causa del endiablado asunto era un bastardo; el problema, que éste había sido nombrado arzobispo de York.

Por supuesto, era frecuente que los bastardos del Rey fueran nombrados obispos; eso les procuraba unos ingresos y una ocupación. El nombramiento como arzobispo de uno de los numerosos hijos ilegítimos de Enrique II no habría tenido mayor importancia, salvo que era un conocido colaborador de Juan y el rey Ricardo le había prohibido expresamente que pusiera los pies en Inglaterra.

Por lo tanto, cuando un mes antes el bastardo había desembarcado en Kent, el canciller había insistido acertadamente en que jurara lealtad al Rey. Cuando el astuto individuo se negó, el error de Longchamp fue mandarlo a la cárcel.

—Este asunto es una trampa —comentó Pentecost. En tal caso, su patrón había caído en ella. Para gozo de Juan, el incidente había desencadenado graves disturbios. El arzobispo, aunque se habían apresurado a dejarlo en libertad, era considerado un mártir, como Becket. Juan y sus seguidores habían protestado, e incluso en ese momento un gran consejo, que se reunió entre Oxford y Londres, había exigido a Longchamp que se explicara.

—Esta vez se han propuesto atraparlo —se lamentó Silversleeves.

Pero nada estaba decidido. Muchos de los miembros del consejo recelaban de Juan. El canciller aún poseía varios castillos, incluido el de Windsor. La clave, como de costumbre, residía en Londres. ¿Hacia qué lado se decantaría la ciudad? Por lo tanto, a Silversleeves no le sorprendió recibir un mensaje urgente de su patrón que le ordenaba que se presentara en Londres de inmediato.

Pero ¿y el otro pergamino?

A primera vista parecía uno de los cientos de documentos que se redactaban en el Exchequer, hasta que uno se fijaba en una esquina, donde, rodeada por una gran mayúscula, aparecía una increíble caricatura del canciller. Era una obra de arte, realizada con saña. Las abultadas facciones de Longchamp habían sido acentuadas hasta hacerle parecer una tosca y obesa gárgola. Sus labios chorreaban grasa, como si hubiera engullido más comida de la que era capaz de contener. Eso no era sólo una caricatura, era un insulto. Y era la viva imagen del canciller. Ningún escribano del Exchequer se habría atrevido a permitir que semejante documento pasara a los anales de la historia si no hubiera sabido con absoluta certeza que el canciller estaba sentenciado.

—¿Qué sabe ese escribano que yo ignoro? —se preguntó Pentecost en voz alta.

Pero el pergamino contenía algo peor. En el margen junto a la letra mayúscula había una segunda caricatura de un perro que el canciller sujetaba con una correa. La cara del perro, con una boca codiciosa cubierta de babas y de un morro exageradamente largo, era inconfundible. Era él mismo.

«De modo que creen que yo también estoy sentenciado», pensó Pentecost. Si estaban en lo cierto, debía abandonar a su patrón de inmediato. Rápida y firmemente, a modo de ejercicio, Pentecost repasó todos los actos del canciller. ¿Había algunos delitos secretos que él pudiera denunciar si decidía pasarse al bando de los enemigos de Longchamp? ¿Existían algunos delitos en los cuales él mismo no estuviera implicado? Sólo dos o tres, pero en caso de emergencia tendría que echar mano de ellos. Por otra parte, si Longchamp sobrevivía a la crisis y Pentecost lo abandonaba, éste perdería toda esperanza de obtener una recompensa, probablemente para siempre. Durante unos largos y angustiosos minutos, Pentecost reflexionó sobre su futuro.

Luego, con sumo cuidado, cortó con su cuchillo la esquina ofensiva del pergamino y siguió andando. Al atardecer partió para Londres.

El 7 de octubre Ida pasó una hora, por la tarde, en la casa situada junto al cartel del Toro. Aquel rato le procuró un breve respiro después de los conflictos que se habían producido en los últimos dos días.

En primer lugar, el día anterior el canciller Longchamp había llegado de Windsor con una tropa de hombres. En ese momento se encontraba en la Torre, revisando las fortificaciones. Varios grupos de sus hombres patrullaban las calles. Luego, esa mañana, habían recibido la noticia de que el consejo, el príncipe Juan, un amplio contingente de caballeros y soldados avanzaban hacia la ciudad, donde tenían previsto llegar al anochecer.

—Se proponen destituir al canciller —declaró el mensajero.

Pero eso no sería tan fácil. Si la ciudad permanecía leal al hombre de Ricardo y cerraba las puertas, el consejo nada podría hacer al respecto. No es que a Ida le preocupara la suerte de Longchamp, pero era leal a Ricardo.

—Y cualquier cosa —comentó Ida a su marido— es mejor que ese traidor de Juan.

Bull había salido dos horas antes. Se había convocado una reunión de todos los concejales y los grandes hombres de la ciudad con el fin de decidir qué actitud debían adoptar ante al consejo. Ida aguardó impaciente.

Y aún quedaba pendiente otro asunto, sobre el que Ida no había dicho aún una palabra a su marido.

De modo que cuando oyó unos pasos en el patio, supuso que era él. Pero con sorpresa comprobó, un momento más tarde, que se trataba de otra persona.

Era Silversleeves. Ida jamás lo había visto tan demudado.

Bull pasó rápidamente frente a Saint Paul. Llevaba una capa azul oscuro con el cuello ribeteado de armiño. Su orondo semblante mostraba una expresión impasible que no dejaba traslucir emoción alguna, pero su corazón estaba rebosante de alegría. Todo había salido a pedir de boca.

La reunión de los concejales se había celebrado en una cámara a puerta cerrada. Se habían formulado opiniones encontradas, como es lógico; habían propuesto algunas estrategias. Pero el grupo formado por siete hombres estaba bien preparado. Los meses de discreta manipulación sobre las mentes de sus colegas habían dado fruto. Sus argumentos habían sido coherentes. Sabían qué debían hacer, y cómo hacerlo. La asamblea había decidido finalmente dejar todo en manos de ellos, y en ese momento un mensajero había salido sigilosamente de Ludgate.

En una cosa habían estado todos de acuerdo: si la estrategia de los siete daba resultado, convenía proceder con la máxima discreción. No debían revelar su postura inicial. Era preciso mantener un silencio absoluto sobre los pormenores de la reunión.

—Y entonces —dijo Bull con profunda satisfacción— será nuestro día.

Bull se llevó una gran sorpresa cuando, al llegar a su casa, se encontró a Pentecost Silversleeves esperándolo. El empleado del Exchequer estaba muy agitado. No había dejado de caminar de un lado al otro del patio durante una hora. Al ver al comerciante, corrió hacia él y le rogó que le contara las últimas novedades.

Aunque el rostro del comerciante seguía impertérrito, éste reaccionó con rapidez.

—¿Vas a ver a Longchamp? —preguntó.

Silversleeves asintió con la cabeza.

—Entonces puedes decirle —dijo Bull midiendo muy bien sus palabras— que Londres permanecerá leal.

Unos minutos más tarde el empleado del Exchequer, que se sentía profundamente aliviado, se dirigió hacia la Torre dejando a Bull enfrascado en sus pensamientos.

«¿He mentido?», se preguntó Bull. No. Ningún Bull mentía jamás.

—Sólo dije que Londres permanecerá leal.

No había especificado a quién.

Poco después de anochecer el joven David Bull vio el extraño cortejo. Había pasado toda la tarde observando desde Ludgate la llegada de las fuerzas, pero aunque corrían rumores de que estaban próximas a Westminster, David no había visto señales de ellas. Al anochecer habían cerrado las puertas de la ciudad.

¿Quiénes formaban aquel grupo de veinte jinetes encapuchados que unos hombres que portaban antorchas y linternas conducían rápidamente por las silenciosas calles? Al verlos cerca de Saint Paul, David los siguió pendiente abajo en dirección al Wallbrook. Al llegar a la altura de la Piedra de Londres, la procesión se detuvo. Tres de los jinetes subieron por un sendero; otros desmontaron. Intrigado, David se acercó. En las calles no había nadie más que ellos. Los jinetes estaban agrupados y el muchacho no se atrevió a aproximarse, pero al cabo de unos instantes observó que una corpulenta figura que llevaba una linterna se separaba del grupo y se dirigía hacia el oscuro sendero. David echó a correr tras él y le tocó suavemente el brazo.

—¿Puede decirme, señor, quiénes son esos hombres? —preguntó suavemente.

El joven se quedó de una pieza cuando la corpulenta figura se volvió y comprobó que era su padre.

—¡Vete a casa! —masculló Bull a su atónito hijo. Luego bajó la voz y añadió—: Te lo contaré más tarde.

Obediente, David dio media vuelta para marcharse. Pero, incapaz de contener su curiosidad, se detuvo un momento y susurró:

—Pero ¿quiénes son, padre?

Ante el asombro del muchacho, su padre respondió:

—Es el príncipe Juan, estúpido. Ahora vete de aquí.

Ida emitió un suspiro de alivio al averiguar que su marido y sus colegas comerciantes eran leales. Esa tarde, a solas, incluso se había felicitado. Estaba claro que su influencia empezaba a dar buenos resultados. Aunque fuera un rudo comerciante, Bull era un hombre decente. Ida decidió expresar su aprobación esa noche.

«También hay que comentar el otro asunto —pensó Ida—. Sería mejor no postergarlo más».

Al principio, cuando David llegó esa noche y le explicó lo ocurrido, Ida no podía creerlo.

—Debes de haberte confundido —dijo.

Pero transcurrió una hora, y otra, y empezó a preguntarse qué significado podía tener aquello. ¿Qué se proponía su marido? Sólo de pensar que los concejales se habían entrevistado con el príncipe traidor Ida se puso pálida y su rostro se tensó. Cuando Bull apareció por fin, ella lo miró con sus grandes ojos castaños y le hizo una sencilla pregunta con voz fría y queda.

—¿Qué has hecho?

Sin dejarse amedrentar, Bull miró primero a Ida y luego a David.

—Un trato —respondió tranquilamente.

—¿Qué clase de trato?

—El mejor en la historia de Londres —contestó Bull risueño.

—¿Habéis conversado con el traidor Juan?

—Con Juan. Sí. —¿Resultaba su calma un tanto ofensiva?

—El enemigo del Rey. ¿Qué trato habéis hecho?

Bull ignoró el tono de su esposa, como si se sintiera tan satisfecho que le importaba un comino lo que pensara de él.

—Mañana, señora, el príncipe Juan entrará oficialmente en la ciudad acompañado por el consejo del Rey —respondió sin alterarse—. Le abriremos las puertas y le daremos la bienvenida. Luego la ciudad ofrecerá al príncipe Juan y al consejo su apoyo incondicional para destituir a Longchamp. En caso necesario, tomaremos la Torre.

—¿Y luego?

—Nos uniremos al consejo y juraremos reconocer a Juan como heredero del rey Ricardo en lugar de Arturo.

—Pero eso es monstruoso —exclamó Ida—. Habéis entregado Inglaterra a Juan.

—No según la ley. Quien gobierna es el consejo. Pero en la práctica puede que tengas razón.

—¿Por qué lo habéis hecho? —preguntó Ida con voz ronca debido a la impresión.

—¿Te refieres al trato? Es un trato excelente —contestó Bull con tono jovial—. Verás, a cambio de la cooperación de Londres en estos momentos tan críticos, el príncipe Juan nos ha concedido algo sobradamente merecido.

—¿Qué?

—La comuna, querida. Londres es ahora una comuna. Mañana elegiremos a nuestro alcalde. —Bull miró a su esposa y a su hijo con aire de profunda satisfacción—. Londres es libre.

Durante unos momentos Ida se quedó tan atónita que no pudo articular palabra. Eso era peor, más cínico, más perverso, que todo cuanto había imaginado. Las alegres semanas estivales en Bocton se desvanecieron en el olvido. Ida estalló.

—De modo que Londres es una comuna —gritó—. ¿Para que los comerciantes podáis llamaros barones y fingir que vuestro alcalde es un rey? ¿Es por eso que habéis vendido Inglaterra al canalla de Juan? —Ida miró a Bull furiosa—. ¡Traidor! —chilló.

Bull se encogió de hombros y dio media vuelta. Por eso no vio al joven David Bull observando a su padre a través de sus lágrimas no sólo escandalizado, sino, por primera vez en su vida, con odio, antes de salir precipitadamente de la casa.

Pentecost y los cuatro jinetes avanzaron por las oscuras calles. El empleado del Exchequer había decidido unirse a la patrulla con la esperanza de recabar más información, pero todo estaba tranquilo.

Su entrevista con Longchamp lo había animado. El canciller podía ser un individuo tenebroso de facciones rudas, pero era admirable su fría resolución. Todos sus castillos, según había averiguado Pentecost, estaban perfectamente defendidos. Las instrucciones que había dado en la Torre eran impecables.

—Y mañana, al amanecer, quiero que te asegures de que todas las puertas de Londres permanecen cerradas, por orden mía —dijo a Silversleeves.

El empleado del Exchequer lo había ayudado también a redactar una carta dirigida al rey Ricardo para exponerle con todo detalle las traidoras maniobras de Juan.

—Si, tal como aseguras, la ciudad se mantendrá firme, es probable que logremos atemorizar a Juan y obligarlo a emprender la retirada —observó Longchamp—. Y entonces —agregó sonriendo— habrá que buscar otra propiedad para ti, mi querido amigo Silversleeves.

Dicha perspectiva había espoleado notablemente el valor del empleado del Exchequer.

La patrulla había llegado al pie de Cornhill y se disponía a regresar a la Torre cuando se topó con tres caballeros que subían desde el río. Preguntándose quiénes serían, Pentecost escuchó distraídamente mientras el jefe de la patrulla, que se alegraba de tener algo que hacer, les pidió que se identificaran. Pentecost se quedó muy sorprendido cuando, tras dudar unos momentos, uno de los caballeros respondió:

—¿Quiénes sois vosotros?

—Los hombres del canciller. Identificaos.

Los caballeros volvieron a guardar silencio unos instantes. Pentecost oyó a uno de ellos murmurar algo ininteligible y a otro soltar una carcajada. Luego el jefe respondió:

—Soy sir William de Montvent. ¡Y vuestro patrón es un perro!

Los hombres de Juan. ¿Qué significaba aquello? Pero Pentecost no tuvo tiempo de reaccionar. Súbitamente percibió el sonido de espadas, vio el pálido destello del acero en la oscuridad, y los caballeros arremetieron contra ellos.

Lo que ocurrió a continuación se produjo tan rápidamente que más tarde Pentecost no recordaba exactamente cómo había sucedido. Cuando los tres caballeros los atacaron, Pentecost trató instintivamente de azuzar a su caballo para alejarse de allí, pero no había contado con los adoquines. Su pánico le hizo actuar tan precipitadamente que su caballo resbaló, cayó al suelo y derribó a Pentecost, quien, por fortuna, no sufrió graves daños.

Cuando consiguió incorporarse dos de los tres caballeros se encontraban a varios cientos de metros de distancia. Pentecost oyó el sonido de las espadas. Al alzar la cabeza vio al tercer caballero observándolo fríamente, espada en mano.

—¿Te apetecen unos lances de esgrima? —preguntó éste con una carcajada—. En tal caso me bajaré del caballo.

Tras estas palabras el caballero comenzó a desmontar tranquila y pausadamente.

Aterrorizado, Pentecost ni siquiera tuvo tiempo de pensar. Al ponerse en pie y desenfundar su espada vio, durante unos segundos, que al desmontar el caballero se había vuelto de espaldas. Pentecost se precipitó sobre él y logró clavarle la espada en el costado. Un golpe mortal.

El caballero emitió un grito y cayó al suelo. Pentecost lo miró, estupefacto. El caballero había caído boca arriba, gimiendo suavemente y muy pálido. Pentecost miró alrededor, sin saber qué hacer. Los otros habían doblado la esquina y se habían alejado.

En ese preciso momento vio una figura procedente de West Cheap que caminaba cabizbajo entre las sombras. Pentecost lo miró nervioso y masculló una palabrota. Era David Bull. Pentecost pensó en ocultarse, pero era demasiado tarde. El muchacho lo había reconocido y se apresuró hacia él. Al ver al caballero caído en el suelo, David emitió una exclamación de asombro.

—Me atacó —se apresuró a decir Pentecost.

Entonces el muchacho pronunció unas palabras que hicieron que Pentecost se pusiera más pálido que el caballero agonizante.

—¿Se ha enterado de lo ocurrido, señor? —preguntó David—. Mi padre y los concejales han vendido Londres al príncipe Juan.

Pentecost se quedó estupefacto.

—¿Estás seguro?

—Sí. Me lo dijo mi padre. Londres se convertirá en una comuna. —David estaba tan disgustado que sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas. Mirando con tristeza a Silversleeves, preguntó—: ¿Significa eso que todo ha terminado?

Pentecost comprendió que debía actuar con rapidez. Al bajar la vista comprobó con alivio que el caballero había muerto. Luego miró hacia un lado y el otro de la calle. Los caballeros no tardarían en regresar en busca de su compañero. ¿Había presenciado alguien la escena? Pentecost supuso que no.

—No todo está perdido —contestó—. El canciller se encuentra aquí. Disponemos de hombres.

—¿Se refiere a que seguirán oponiéndose al príncipe Juan? —preguntó el muchacho más animado—. ¿Lucharán para defender a Ricardo Corazón de León?

—Desde luego —contestó Pentecost—. ¿Lo harás tú?

—Oh, sí —exclamó David Bull—. Sin duda.

—Bien. Toma mi espada —dijo Silversleeves, entregándosela—. Yo utilizaré la suya. —Pentecost se agachó, cogió la espada del caballero y echó de nuevo una ojeada alrededor. Todo estaba en silencio.

Luego, con un movimiento rápido y certero, hundió la espada del caballero en el corazón de David Bull.

Al cabo de unos momentos, tras depositar la espada nuevamente en la mano del caballero muerto, Pentecost fue en busca de su caballo. Por fortuna el animal estaba indemne. A continuación, después de efectuar un breve rodeo, Pentecost se ocultó en un callejón para vigilar.

Tal como había previsto, al cabo de pocos minutos los otros caballeros, tras perseguir a la patrulla hasta la Torre, regresaron en busca de su compañero. Desde su escondrijo, Pentecost oyó sus voces.

—¡Dios santo! —exclamó uno de los caballeros—. Lo ha asesinado un muchacho.

—El muchacho lo atacó por detrás. Fijaos.

—Pero antes de expirar William consiguió matar al pequeño monstruo.

Los caballeros recogieron el cadáver de su compañero y se marcharon.

Poco después, Pentecost llegó a casa del concejal Sampson Bull.

—He venido para pedirte un favor —dijo a Bull—. He abandonado a Longchamp. Está acabado. Te agradecería que les hablaras de mí a Juan y al consejo. Al fin y al cabo, yo también te he hecho muchos favores.

Con ciertos remordimientos por haberle mentido antes, Bull accedió a regañadientes.

—De acuerdo. Haré lo que pueda.

—Eres un buen amigo —dijo Silversleeves.

—A propósito —observó Bull—, mi hijo salió hace un rato. ¿Lo has visto?

—No —contestó Pentecost—. No lo he visto.

El 7 de octubre del año 1191 de la era cristiana se produjo un hecho memorable en la historia de Londres. Después de ser convocado en el cementerio por la gran campana de Saint Paul, la antigua Folkmoot de los ciudadanos de Londres se reunió para escuchar al consejo, en presencia de un numeroso grupo de magnates y por supuesto del príncipe Juan, para destituir de su cargo al canciller Longchamp. Pero lo más maravilloso fue la proclamación, pendiente de ser confirmada por el rey Ricardo —suponiendo que regresara algún día—, de que Londres pasaría a ser una comuna. Con un alcalde.

Durante esta alegre ceremonia el concejal Sampson Bull, con el rostro congestionado por la emoción, permaneció un tanto alejado de sus compañeros, quienes fingieron no darse cuenta de que su voluminoso cuerpo temblaba casi continuamente mientras lloraba en silencio.

La noche anterior, cuando Bull se había enterado de la trágica muerte de su hijo y regresado a casa con su cadáver, quizá nada tuvo de extraño que, ofuscado por su desesperación, culpara a Ida de la tragedia.

—Tú le pusiste en mi contra y le llenaste la cabeza de tonterías —exclamó Bull angustiado—. Ya ves lo que has conseguido. Sal de mi casa —gritó—, y no vuelvas a aparecer por aquí.

Cuando Ida se negó, Bull le dio un bofetón.

Ida se sentía tan culpable, tan conmocionada y apenada por el comerciante, cuyo inmenso dolor era patente, que dejó que le pegara. Tampoco protestó cuando, al incorporarse del suelo, Bull le dio otro bofetón y le partió dos dientes.

Pero la tercera vez, antes de que su marido la golpeara de nuevo, Ida le rogó:

—No me pegues más.

Cuando Bull se detuvo, Ida le comunicó lo que deseaba decirle desde hacía un tiempo.

—Estoy embarazada.

Curiosamente, ese día, sumido en su profundo dolor, Bull acudió a su hermano Michael en busca de consuelo.

1215

El castillo de Windsor constituía un grato espectáculo. Construido en el siglo anterior, ocupaba una colina cubierta de encinas, y se erguía como un centinela sobre las plácidas praderas junto al Támesis. Desde él se divisaba una magnífica vista de las aldeas y la campiña que lo circundaban. En torno de su amplia cima, por encima de los árboles, había una elevada muralla con baluartes. Pero a diferencia de la Torre de Londres, que era cuadrada y siniestra, este otro gran castillo real ubicado junto al Támesis tenía una presencia reposada, amable.

Silversleeves sólo se había alejado cinco kilómetros de las puertas del castillo cuando deseó no haberlo hecho. Esa mañana de junio, cuando había partido, lucía un sol espléndido, pero en esos momentos llovía a cántaros. Rodeado de frondosos prados inundados de agua, con las gotas de lluvia deslizándose por su nariz, Silversleeves tenía un aspecto patético.

«El viejo Silversleeves es un personaje ridículo», aseguraban a todo nuevo empleado del Exchequer. Y era cierto. No era sólo su edad. A fin de cuentas, el poderoso Earl Marshal, uno de los funcionarios más importantes del reino, seguía luchando a caballo aunque había rebasado los setenta. Pero el pobre Silversleeves, con sus espaldas encorvadas y su grotesca nariz, que parecía hacerse más larga a medida que pasaban los años… Silversleeves, cuyo medio siglo en el Exchequer no le había valido un solo ascenso… Silversleever era, de hecho, objeto de burlas. Circulaban distintas versiones, a cual más cómica, sobre la leyenda que afirmaba que Enrique II lo había expulsado de Westminster Hall. Sus cambios de bando de última hora eran célebres. Y de no haber sido por el hecho de que llevaba todos los Rollos del Exchequer en la cabeza y era capaz de hacer complicados cálculos matemáticos con mayor rapidez de lo que un hombre tarda en pestañear, probablemente lo habrían jubilado muchos años antes.

Pero al menos podía consolarse pensando que era lo bastante importante como para estar presente en la gran reunión que se había celebrado tres días antes en un valle cercano al castillo llamado Runnymede.

El rey Ricardo Corazón de León no había sido un buen rey. Nunca estaba en Inglaterra. Cuando murió en el campo de batalla y su hermano Juan lo sucedió en el trono, algunos confiaron en que la situación mejoraría. Nadie pudo haber previsto los desastres que se sucedieron durante el reinado de Juan. Éste asesinó a su sobrino, el desdichado Arturo de Bretaña. Posteriormente, tras una serie de nefastas campañas, perdió casi todo el imperio que su padre había acumulado al otro lado del Canal de la Mancha. Enrique se había peleado con Becket, pero Juan mantuvo una pelea tan enconada con el Papa que éste aplicó un entredicho a Inglaterra. Durante años no se celebró misa en el reino, e incluso era difícil conseguir ser enterrado decentemente. Por último, Juan había logrado ofender a tantas familias feudales de Inglaterra que un valeroso grupo había decidido rebelarse y pararle los pies.

El resultado fue la Carta Magna, la constitución que Juan había sido obligado a jurar tres días antes en Runnymede.

En ciertos aspectos era un documento conservador. La mayor parte de las condiciones que imponía al Rey y las libertades fundamentales de los ciudadanos no eran más que las viejas convenciones de la sociedad feudal y el antiguo derecho consuetudinario inglés. Advirtieron a Juan de que debía respetar las reglas. De todos modos, algunas cosas mejoraron: ya no podían obligar a las viudas a casarse, como a la pobre Ida. Asimismo, el documento contenía unas cláusulas que impedían que pudieran encarcelar a las personas sin juzgarlas previamente. Pero al mismo tiempo contenía unas estipulaciones extremadamente radicales. En lugar del antiguo consejo —el grupo de grandes nobles que solían aconsejar al Rey— los rebeldes insistieron en que se designara un consejo integrado por veinticinco hombres, entre los cuales se contaba el arzobispo de Canterbury y el alcalde de Londres, para obligar al Rey a respetar la constitución. Si se negaba a ello, lo depondrían.

—¡Es inaudito! —comentó Silversleeves a uno de los barones rebeldes—. Ningún monarca se ha sometido a algo semejante. ¡Toda Inglaterra pasará a ser una comuna! —añadió indignado—. Vuestros veinticinco barones equivaldrían a unos concejales y el Rey no sería más que un alcalde.

—Estoy de acuerdo —respondió el noble—. Fue Londres, querido amigo, quien nos dio la idea.

Londres no quedó excluida de la Carta Magna. Curiosamente, aunque estaban resueltos a conservar sus privilegios, los concejales no insistieron en su derecho a organizar una comuna. Bull explicó a Silversleeves el motivo.

—Se trata de los impuestos —dijo sonriendo—. No tardamos en averiguar que una comuna es considerada un barón en lo referente a impuestos, lo cual significa que los otros ciudadanos pretenden que los más ricos paguemos más impuestos. Pero si el Rey impone unos tributos individuales a cada ciudadano, los concejales no tendremos que pagar tanto. De modo que hemos decidido que no queremos una comuna.

Pero el alcalde era otro asunto. La constitución lo confirmaba en su cargo a perpetuidad.

—Jamás podrán arrebatárnoslo —aseguró Bull a Silversleeves.

Se añadió otra pequeña cláusula. Fue la número treinta y tres.

A partir de ahora se retirarán todas las almadrabas del Támesis y el Medway y en toda Inglaterra, salvo en el litoral marítimo.

Después de más de cuarenta años, el concejal Sampson Bull había triunfado sobre el Rey.

En busca de un lugar donde refugiarse, Silversleeves enfiló por un camino que conducía a un caserío que no había visitado antes. El empleado del Exchequer se acercó a una casita rústica y pidió que lo dejaran entrar. Sólo después de haber empezado a secarse, Silversleeves notó algo que le llamó la atención acerca de la familia de campesinos que se habían visto obligados a franquearle la entrada: el padre tenía un mechón de pelo blanco. Silversleeves se quedó con ellos una hora, hasta que la lluvia remitió; luego fue a ver al administrador de los terrenos en que estaba el caserío.

Más tarde, cuando regresó a Londres, Pentecost Silversleeves sonreía satisfecho.

La vida había sido generosa con Adam Ducket. Era miembro de la asociación de pescaderos, un modesto gremio, pero que no dejaba de ser una profesión respetada. También había conocido la tristeza: hacía pocos años su primera esposa había muerto de parto, pero su viejo patrón Barnikel tenía una hija, Lucy, en edad casadera. Adam y Lucy habían decidido casarse en primavera.

Una nublada tarde de noviembre llegó a casa de Adam Ducket en Cornhill un mensajero con una extraña noticia. No sólo era extraña, sino que carecía de sentido.

Se trataba de una orden que conminaba a Adam a comparecer ante el tribunal de Hustings en el plazo de dos semanas.

—Pero si no he hecho nada —dijo Adam al mensajero—. ¿A qué viene esto?

Cuando lo averiguó, al día siguiente en casa del alcalde, Adam no podía creer lo que oía.

El antiguo tribunal de Hustings solía reunirse cada lunes. El lugar de reunión era un sencillo edificio de piedra, de dimensiones muy modestas, con un techo de madera a dos aguas, situado en un distrito denominado Aldermanbury, encima de la judería. Estaba rodeado por un amplio terreno y varios patios, y las calles de esa zona presentaban una curiosa curva. Hasta pocas generaciones antes, en aquel lugar todavía era visible la silueta de un anfiteatro romano, pero eso había caído en el olvido. El pequeño edificio de piedra, donde se reunían el alcalde y los concejales, era conocido como el Guildhall.

Una fría mañana de noviembre Adam Ducket, acompañado por Barnikel y Mabel, quienes habían acudido para brindarle su apoyo, compareció en el Guildhall ante el alcalde y los concejales de Londres. Y ante su acusador: Silversleeves.

Los últimos diez días habían discurrido como un sueño sin pies ni cabeza. La acusación procedía de un hombre al que Adam apenas conocía de vista. Ni siquiera se le acusaba de un delito concreto. Era algo más incomprensible que eso.

—Dicen que no soy quien creo ser —explicó Adam a Mabel—, y no puedo demostrarlo.

Lo había intentado. Al día siguiente de haber averiguado de qué se le acusaba, Adam se había dirigido a caballo al caserío cercano a Windsor. Pero, ante su asombro, los primos lejanos a quienes nunca había visitado, y el administrador del terrateniente, habían confirmado su culpabilidad.

—Si mi madre viviera aún, quizás habría podido decirme algo —exclamó Adam. Pero nadie podía ayudarlo.

Silversleeves había comenzado. Puede que con su figura escuálida y jorobada el empleado del Exchequer fuera motivo de burlas; pero entonces, completamente en su elemento, inspiraba temor.

—La acusación, alcalde y concejales, es muy simple —declaró—. Ante vosotros se presenta un tal Adam Ducket, pescadero y presunto ciudadano de Londres. Mi deber es comunicaros que he descubierto que es un impostor. Se llama efectivamente Adam Ducket, pero no es un ciudadano de esta noble comuna. —Al pronunciar esta palabra Silversleeves hizo una profunda reverencia en señal de respeto—. Pues Adam Ducket no es un hombre libre. Es un siervo.

Los grandes hombres de Londres emitieron un suspiro de cansancio.

—Necesitamos pruebas —dijeron.

Las acusaciones de servidumbre no eran inusuales, los tribunales londinenses venían viéndolas desde hacía varias generaciones. Era cierto que, en teoría, un siervo podía fugarse y residir en una población, sin que su amo lo reclamara, durante un año y un día, después de lo cual se convertía en un hombre libre. Pero esos fugitivos no abundaban y se los solía tratar como vagabundos, a menos que tuvieran dinero. Por lo demás, los hombres libres de Londres empleaban a sus propias familias y disponían de sus guildas para protegerlos. Constituían una comunidad orgullosa. Y una cosa —la costumbre era muy clara al respecto— que los ciudadanos libres de Londres no estaban dispuestos a tolerar era la presencia de hombres serviles entre su ciudadanía. «Somos barones, no siervos fugitivos», decían. En cuanto a que un siervo tratara de hacerse pasar por un ciudadano, era impensable.

No obstante, los hombres que debían juzgar a Adam intuyeron que se trataba de una venganza personal, por lo que se mostraron cautelosos.

—Confío en que vuestras pruebas sean fidedignas —advirtió el alcalde a Silversleeves.

Lo eran. Silversleeves se apresuró a presentar a los primos de Adam, a quienes había hecho viajar desde Windsor. Luego al administrador de la propiedad. Todos juraron que Adam tenía unos terrenos, que habían pertenecido a su padre y a sus antepasados, por los que no pagaban una renta en dinero, sino por medio de trabajos serviles.

—Lo mismo que nosotros —declararon los primos de Adam.

En cierto modo, decían la verdad. Pues durante la infancia de Adam ni él ni su madre se habían preocupado por esos terrenos, y sus primos habían adquirido la costumbre de pagar la renta de éstos con su trabajo y quedarse con los modestos beneficios que les procuraban. Desde que el administrador se había hecho cargo de la propiedad, hacía doce años, los primos de Adam le habían pagado por esas tierras con su trabajo. Por consiguiente, aunque Adam residía en Londres, no dejaba de ser un siervo. Era un asunto por lo menos ambiguo, sumamente técnico, pero en el mundo feudal lo que contaba eran esos tecnicismos.

—Mi madre me dijo que tenía unos primos que eran siervos, pero que nosotros éramos libres —protestó el joven.

De hecho, durante su visita al caserío, Adam pudo haberse encontrado con un anciano que habría podido demostrar que lo que decía era cierto, de no ser por la triste circunstancia de que éste había fallecido hacía una semana.

Silversleeves asestó entonces su golpe maestro. Se le había ocurrido unos pocos días antes.

—Me he tomado la molestia de consultar el gran Domesday Book del rey Guillermo —informó al tribunal con tono meloso—. Y en él no consta que esos terrenos pertenezcan a un hombre libre. Los miembros de esa familia siempre fueron siervos.

El hecho de que un siglo y medio antes un atribulado funcionario normando cometiera un error durante la compilación de esa magna obra y hubiera olvidado inscribir al antepasado de Ducket como un hombre libre era algo que Silversleeves no sabía ni le preocupaba.

El alcalde guardó silencio. Los concejales mostraban un aspecto serio. Entonces Sampson Bull tomó la palabra.

—Aquí hay algo raro —dijo ásperamente—. El padre de este hombre era Simon el armero, un ciudadano respetado, con quien, según recuerdo, Silversleeves tuvo una disputa —añadió mirando con severidad al empleado del Exchequer—. Si Ducket es el hijo de Simon, es un ciudadano de pleno derecho, y no hay vuelta de hoja.

Los concejales se miraron con expresión de alivio. A ninguno de ellos les gustaba ese caso.

Pero Silversleeves era un funcionario real y no estaba dispuesto a cejar en su empeño.

—Si Simon fuera un ciudadano —dijo—, probablemente no tendría que comparecer ante este tribunal. Pero en cualquier caso da lo mismo. Porque, alcalde y concejales de la ciudad, Adam Ducket paga en estos momentos la renta de sus tierras mediante el trabajo servil, lo que significa que en la actualidad es un siervo. —Silversleeves se detuvo para observar a la asamblea detenidamente—. ¿O es que vamos a modificar las costumbres de Londres y convertir a este siervo en un ciudadano?

Ninguno de los presentes, ni siquiera Bull, podía negarlo. Ducket era un siervo, no cabía la menor duda. En cuanto a la taimada sugerencia de Silversleeves de que parecía como si quisieran modificar las sagradas y antiguas costumbres de Londres, el tribunal tomó buena nota de ello.

—Lo lamento, Adam Ducket —dijo el alcalde—. Es un asunto penoso y quizás usted no tenga la culpa. Pero no podemos consentir que un siervo se haga pasar por un ciudadano. Debe abandonar Londres.

—Pero ¿y mi profesión? Soy pescadero.

—Me temo que tendrá que prescindir de ella —repuso el alcalde—. Usted no es un ciudadano.

Cuando Adam salió acompañado por Barnikel y Mabel, se volvió hacia ellos y preguntó desesperado:

—¿Qué puedo hacer?

—Nosotros te ayudaremos —le prometió Barnikel.

—Pero ¿y Lucy? —insistió Adam.

En ese momento Mabel, aunque era como una segunda madre para el muchacho, se expresó con la auténtica voz de Londres.

—Esto es terrible, Adam —dijo con tristeza—, pero no puedes casarte con Lucy. No eres un ciudadano.

Y así fue como, después de una larga espera, Pentecost Silversleeves finalmente consiguió vengarse.

1224

No cabía la menor duda: las cosas estaban mejorando. Al echar un vistazo al mundo que la rodeaba en el septuagésimo quinto año de su robusta vida, la hermana Mabel no pudo por menos de sentirse satisfecha.

En Inglaterra reinaba la paz. Después de continuos conflictos entre los barones y el rey, Juan había muerto repentinamente, dejando un hijo, un adolescente, para que gobernara con ayuda de un consejo. El consejo gobernaba bien. La Carta Magna que garantizaba las libertades de los ciudadanos había sido confirmada en dos ocasiones. Londres tenía un alcalde. Si bien no habían logrado evitar el impuesto del tallage, la nueva administración, dado que no se había visto involucrada en las guerras extranjeras, no había tenido necesidad de imponer unos tributos cuantiosos. «En estos momentos ni siquiera tenemos problemas con el Papa», añadiría alegremente Mabel.

En Londres también se habían producido recientes mejoras. La más notable era sin duda el elevado cimborrio construido sobre la nave de Saint Paul. Al romper la larga y estrecha línea del edificio, añadía un nuevo toque de dignidad y elegancia a la oscura mole que se erguía sobre la colina occidental y parecía un establo. Pero lo que más había agradado a Mabel en los últimos tres años era la llegada a la ciudad de dos nuevas órdenes religiosas, muy distintas de las que había conocido: en esos momentos los frailes se hallaban atareados construyendo sus modestas viviendas; los seguidores de san Francisco, los franciscanos o frailes grises, y los dominicos o frailes negros. «Esos frailes me gustan —solía decir Mabel—. Trabajan duro». Los franciscanos, consagrados a la pobreza personal, cuidaban a los enfermos. Los dominicos se dedicaban a la enseñanza. Mabel sentía gran simpatía por los frailes grises. «Las cosas siempre pueden mejorar —solía decir—. Siempre y cuando todos arrimemos el hombro».

Y sin duda fue con ese íntimo convencimiento como Mabel emprendió su misión ese día.

Formaban una extraña pareja. Mabel, sólida y vivaracha, aunque algo más lenta que su compañero, y el individuo seco como un palo que caminaba torpemente junto a ella, cogiéndola del brazo. Enjuto y pálido como un viejo y polvoriento pedazo de tiza, con las espaldas encorvadas como si lo hubieran partido en dos, Silversleeves todavía daba la impresión de que viviría eternamente.

Estaba completamente ciego, y muy débil, y cada semana, Mabel lo llevaba a dar un paseo. «No puedes quedarte aquí sentado todo el día —solía decirle en el macizo edificio de piedra situado más abajo que Saint Paul—. Tienes que salir y hacer un poco de ejercicio, de lo contrario no podrás moverte». Sus expediciones se dividían en dos etapas. En primer lugar Mabel lo conducía montado en su pequeño palafrén, luego lo obligaba a caminar y, por último, lo acompañaba a casa.

Ese día, sin embargo, Mabel tenía un objetivo muy concreto mientras conducía a su amigo hacia el río. Iba a hacerle cruzar el Puente de Londres.

De todos los cambios que había experimentado Londres en vida de Mabel, éste era realmente el más importante. Pues donde antiguamente, al cruzar el viejo puente de madera medio siglo antes, Ida había observado los grandes pilares de piedra de un nuevo puente a través del agua, la obra estaba prácticamente terminada. Había llevado mucho tiempo. Habían transcurrido treinta años antes de que una carretera se uniera a los gigantescos pilares del puente, y luego habían sufrido graves daños a causa de un incendio y habían tenido que iniciar de nuevo las obras. Pero en ese momento constituía un magnífico espectáculo. Diecinueve inmensos arcos de piedra cruzaban el Támesis. El puente que sostenían había sido ensanchado recientemente de manera que en él habían comenzado a construir unas casas, y la carretera, lo suficientemente ancha para que transitaran dos carros, discurría entre ellas. Y en el centro del puente había una pequeña capilla de piedra, dedicada a santo Tomás Becket, el santo mártir de la ciudad.

Después de dejar el palafrén junto a la iglesia de Saint Magnus, en el extremo occidental del puente, Mabel ayudó al anciano a cruzarlo.

—¿Dónde estamos?

—No te preocupes.

—¿Qué secreto es éste?

—El camino del cielo. O del infierno.

Silversleeves frunció el entrecejo.

—Quiero volver.

—Siempre dices lo mismo —replicó Mabel conduciéndolo hacia el objetivo que se había marcado.

—Sospecho que tienes algo entre manos —protestó el anciano.

Y estaba en lo cierto. Pues Mabel tenía una misión; y estaba decidida a cumplirla. Se refería a su pobre y viejo amigo, el cura de Saint Lawrence Silversleeves.

Éste había muerto hacía varios años, al igual que su esposa. Una de las hijas estaba inválida en el hospital, pero la otra ganaba un mísero sustento viviendo en una choza no lejos de la iglesia. La familia Silversleeves se había negado a ayudarla. Mabel había protestado ante Pentecost y sus hijos, pero nada habían hecho. Se sentía tan indignada que casi había dejado de tratarse con el anciano, pero en el fondo la atraía aquel reto. «Conseguiré algo para la hija del cura», se juró Mabel. Y dado que le había tomado gran afecto a la capillita construida en el puente, había decidido llevar al anciano a aquel lugar.

Al llegar, Mabel lo hizo entrar en la capilla, lo condujo hasta un banco y lo obligó a sentarse.

—¿Qué sitio es éste?

—Una iglesia. Ahora escúchame con atención. —Durante varios minutos Mabel le dijo lo que pensaba sobre la manera en que habían tratado a la familia del cura, tras lo cual concluyó—: No puedo hacer que veas con tus ojos, viejo amigo. No tengo hierbas para eso. Pero puedo hacer que veas tus pecados. Arrodíllate y reza hasta que decidas hacer algo por la hija del cura.

—¿Y si me niego?

—Te dejaré aquí —contestó Mabel.

De modo que, a regañadientes, el viejo Silversleeves se arrodilló mientras Mabel se instaló en otro banco y rezó en silencio al santo martirizado.

El milagro —pues según la hermana Mabel no cabía interpretarlo de otra manera— ocurrió poco después. Se hallaba enfrascada en sus pensamientos cuando de pronto oyó una voz trémula que provenía del banco donde estaba arrodillado Silversleeves.

—¡Puedo ver!

—¿Qué dices, viejo amigo?

—¡He recuperado la vista! —repitió el anciano Silversleeves.

Mabel se acercó a él y comprobó que era verdad. Había recuperado la vista. La hermana Mabel se santiguó.

—El santo ha obrado un milagro.

Silversleeves sonrió, muy a su pesar, casi como un niño. Luego emitió una risita.

—Sí, parece que es un milagro. ¡He recuperado la vista!

—¿Le darás algo a esa pobre mujer?

—Sí —contestó el viejo Silversleeves, que no salía de su asombro—. Supongo que sí. —Echó una ojeada alrededor—. ¡Es extraordinario! ¡Puedo ver! —Luego frunció el entrecejo y preguntó—: ¿Qué capilla es ésta? ¿La conozco?

—La capilla de santo Tomás.

—¿Santo Tomás?

—Becket, por supuesto —respondió Mabel—. ¿Quién iba a ser?

Un mes más tarde, poco antes del amanecer, el hermano Michael, atendido solícitamente por Mabel, pasó apaciblemente a mejor vida. Aunque no había conseguido ganarle la apuesta a su hermano, no tenía importancia. Hacía tiempo que Bull había hecho una generosa donación al hospital de Saint Bartholomew.

Después de rezar un rato junto al cuerpo de Michael, Mabel salió a caminar un rato por los claustros. La luz, a esa hora del día, era aún un tanto imprecisa, pero al doblar la esquina que daba al sudeste la hermana Mabel reconoció con toda claridad la figura que vislumbró por espacio de unos segundos en el otro extremo del pasillo. El demonio incluso se volvió para mirarla. Mabel observó con satisfacción que, aunque había ido en busca de su presa, se volvía con las manos vacías.