1. El río

Muchas veces, desde que la Tierra era joven, el lugar había permanecido bajo el mar.

Hace cuatrocientos millones de años, cuando los continentes estaban dispuestos en una configuración muy distinta, la isla formaba parte de un pequeño promontorio en el extremo noroeste de una inmensa e informe masa de tierra. El promontorio, que se extendía solitario hacia el gran océano del mundo, estaba deshabitado. Ningún ojo, salvo el de Dios, lo había contemplado. Ningún animal se movía sobre esa tierra; ninguna ave se elevaba hacia el cielo, ni había peces en el mar.

En esos tiempos remotos, en el extremo sudeste del promontorio, el mar, al retroceder, dejó un terreno desnudo de pizarra densa y oscura. Ese terreno permanecía silencioso y vacío, como la superficie de un planeta no descubierto; tan sólo unas charcas poco profundas cubrían aquí y allá la roca gris. Bajo esta capa de pizarra, en lo profundo de la Tierra, unas presiones aún más antiguas habían formado un escollo suavemente inclinado de unos seiscientos metros de altura que se erguía a lo largo del paisaje como un enorme rompeolas.

El lugar permaneció gris y en silencio durante mucho tiempo, ignoto como el infinito vacío antes del nacimiento.

En los ocho períodos geológicos que siguieron, durante los cuales los continentes se desplazaron, se formó la mayoría de los sistemas montañosos de la Tierra y la vida fue evolucionando paulatinamente, ningún movimiento del planeta perturbó el lugar donde se alzaba el escollo de pizarra. Pero los mares lo bañaron y se retiraron muchas veces. Algunos eran fríos, otros cálidos. Cada uno permaneció allí varios millones de años. Y todos ellos depositaron unos sedimentos de cientos de metros de grosor, hasta que por fin el escollo de pizarra, pese a su inmensa altura, quedó cubierto, su superficie alisada y sepultada a gran profundidad sin que nada delatara su presencia.

Cuando comenzó a desarrollarse la vida en la Tierra, a medida que las plantas cubrían su superficie y sus aguas aparecían pobladas de criaturas, el planeta empezó a agregar más capas formadas a partir de esta nueva vida orgánica que se había creado. Un inmenso mar que desapareció más o menos en la época en que se extinguieron los dinosaurios vertió tal cantidad de detritos procedentes de sus peces y plancton que la creta resultante cubrió buena parte del sur de Inglaterra y el norte de Francia hasta unos noventa metros de profundidad.

Y así fue como apareció un nuevo paisaje, sobre el lugar donde se hallaba enterrado el antiguo escollo.

Presentaba una forma totalmente distinta. Allí, a medida que otros mares aparecían y desaparecían, e inmensos ríos procedentes del interior desaguaban a través de este rincón del promontorio, la capa de creta adquirió la forma de un amplio valle que medía unos treinta kilómetros de anchura, rodeado por unas colinas que se alzaban al norte y al sur, y que se abría en una inmensa V hacia el este. A raíz de esas inundaciones se formaron más depósitos de grava y arena, y un mar tropical dejó una gruesa capa de sedimento blando en el centro del valle, que más tarde se conocería como arcilla londinense. Estos avances y retiradas del mar hicieron también que estos depósitos ulteriores formaran unos riscos de menor altura dentro de la gran V de creta.

Éste era el lugar que iba a ser Londres, hace más o menos un millón de años.

Aún no había señal alguna del hombre, pues hace un millón de años, aunque el hombre caminaba en posición erecta, su cráneo era todavía como el de un simio. Y antes de que apareciera, debía iniciarse un gran proceso: los períodos glaciales.

No fue la formación de capas heladas sobre la Tierra lo que alteró la superficie terrestre, sino su conclusión. Cada vez que el hielo empezaba a fundirse, los ríos, rebosantes de hielo, comenzaban a agitarse y los imponentes glaciares, semejantes a unas apisonadoras geológicas que se movían lentamente, arrasaban valles, arrancaban los árboles que cubrían las colinas y engullían la grava que llenaba los cauces de los ríos creados por sus aguas.

En todos los avances de hielo que se habían registrado hasta la fecha, el pequeño promontorio en el noroeste de la gran masa de tierra euroasiática había permanecido cubierto sólo en parte. El muro de hielo, cuando alcanzó su mayor volumen, terminaba justo a lo largo del borde septentrional de la prolongada V cretácica. Pero al llegar a ese punto, hace más o menos medio millón de años, tuvo un importante resultado.

En aquella época, desde el centro del promontorio un gran río fluía hacia el este y pasaba ligeramente al norte de la larga V cretácica. Cuando el hielo empezó a interceptarle el paso, las frías y agitadas aguas del río buscaron otra salida, y a unos sesenta y cinco kilómetros del lugar donde se alzaba el escollo de pizarra, aquéllas irrumpieron a través de un punto débil de la alargada V cretácica, formaron el estrecho desfiladero conocido hoy en día como Goring Gap, y discurrieron hacia el este por el centro de la V que estaba perfectamente formada para recibirlas.

Así nació el río.

Durante estas posteriores llegadas y retiradas de los hielos, apareció el hombre. La fecha no se conoce con certeza. Incluso después de que el río hubiera atravesado Goring Gap, el hombre de Neanderthal aún tenía que desarrollarse. No fue hasta el último período glacial, hace poco más de cien mil años, que apareció el hombre como lo conocemos hoy en día. En un determinado momento durante la retirada del muro de hielo, el hombre se trasladó al valle.

Entonces, por fin, hace poco menos de diez mil años, las aguas de la masa de hielo antártica que había comenzado a fundirse inundaron la llanura situada en la parte oriental del promontorio. Tras atravesar los peñascos cretácicos formando una inmensa J, fluyeron en torno de la base del promontorio y crearon un pequeño canal que discurría hacia el oeste hasta el Atlántico.

Así, como un arca de Noé septentrional después del diluvio universal, el pequeño promontorio se convirtió en una isla, libre pero permanentemente anclada, frente a la costa del gran continente al que había pertenecido. Hacia el oeste, el océano Atlántico; hacia el este, el frío mar del Norte; a lo largo de su extremo meridional, donde los elevados peñascos cretácicos se encontraban frente al cercano continente, el angosto canal de la Mancha. Y así, circundada por estos mares septentrionales, se originó la isla de Britania.

La gran V cretácica, por consiguiente, ya no conducía a una llanura oriental, sino al mar abierto. Su prolongado cañón se convirtió en un estuario. En el lado oriental del estuario, los peñascos cretácicos se extendían hacia el norte y en su flanco oriental dejaban una inmensa extensión de tierra cubierta de bosques y pantanos. En el lado meridional, una larga península de elevadas escarpas cretácicas y fértiles valles se extendía a lo largo de más de cien kilómetros y constituía el extremo sudeste de la isla.

Este estuario poseía una característica especial. Cuando entraba la marea, no sólo detenía el desagüe del río, sino que de hecho le hacía dar marcha atrás, de manera que durante la marea alta las aguas ascendían por el estrecho cañón del estuario y a una considerable distancia río arriba, lo que formaba un exceso de volumen en el canal; cuando la marea bajaba, esas aguas fluían de nuevo rápidamente. El resultado era una fuerte crecida del caudal en las regiones inferiores del río con una diferencia de más de tres metros entre las marcas de nivel de agua superior e inferior. Era un sistema que continuaba durante muchos kilómetros río arriba.

El hombre ya se encontraba allí cuando se produjo esta separación de la isla, y durante el siguiente milenio otros hombres atravesaron los estrechos y peligrosos mares hacia la isla. En esa época se inició realmente la historia de la humanidad.

54 a. C.

Cincuenta y cuatro años antes del nacimiento de Cristo, al término de una fría noche primaveral tachonada de estrellas, una multitud de doscientas personas permaneció de pie en un semicírculo junto a la orilla del río y esperó que amaneciera.

Habían transcurrido diez días desde la llegada de la ominosa noticia.

Delante de ellos, al borde del agua, había un grupo más reducido de cinco figuras. Silenciosas e inmóviles, enfundadas en sus largas túnicas grises, podrían haberlas tomado por piedras verticales. Eran los druidas, y se disponían a llevar a cabo una ceremonia que confiaban salvaría la isla y su mundo.

Entre la multitud congregada junto a la orilla del río se hallaban tres personas, cada una de las cuales ocultaba, independientemente de las esperanzas o temores que albergaran respecto al peligro que les amenazaba, un terrible secreto personal.

Una de ellas era un niño, otra, una mujer, y la tercera, un hombre muy anciano.

Había muchos lugares sagrados a lo largo del prolongado curso del río. Pero en ninguna parte estaba tan presente el espíritu del gran río como en este apacible paraje.

Allí el mar y el río se encontraban. Río abajo, describiendo una serie de gigantescos meandros, el cada vez más ancho caudal fluía a través de un pantanal hasta que, a unos quince kilómetros de distancia, finalmente se ensanchaba en el largo cañón del estuario, situado al este, y desembocaba en el frío mar del Norte. Río arriba, las aguas serpenteaban entre amenos bosques y frondosas praderas. Pero en ese punto, entre dos de los grandes recodos del río, había un tramo, de unos cuatro kilómetros de longitud, donde el río fluía hacia el este en una única extensión majestuosa.

Estaba sometido al influjo de la marea. En la pleamar, cuando las aguas del mar que penetraban en el estuario invertían la corriente, este tramo de río medía novecientos metros de anchura; en la bajamar, sólo doscientos setenta y cinco. En el centro, a medio camino por la orilla meridional donde los pantanos formaban unas pequeñas ensenadas, una lengua de tierra cubierta de grava se introducía en el río, formaba un promontorio durante la marea baja y se convertía en una isla durante la marea alta. Era en lo alto de ese banco donde se había congregado la multitud. Frente a ellos, en la orilla izquierda, se encontraba el lugar, en ese momento desierto, que ostentaba el nombre de Londinos.

Londinos. Incluso en esos momentos, a la débil luz del amanecer, podía distinguirse claramente en la orilla opuesta la silueta del antiguo lugar: dos pequeñas colinas de grava con la cima llana que se alzaban una junto a la otra a unos veinticinco metros por encima del terreno ribereño. Entre ambas colinas discurría un riachuelo. Hacia la izquierda, en el lado occidental, descendía un río más caudaloso hasta una amplia ensenada que interrumpía la orilla septentrional.

En el lado oriental de las dos colinas había existido antiguamente un fortín cuyo bajo terraplén, entonces desierto, servía de vigía para divisar a los barcos que se aproximaban desde el estuario. La colina occidental la utilizaban a veces los druidas cuando sacrificaban bueyes.

Y eso era todo cuanto había. Un asentamiento abandonado. Un lugar sagrado. Los centros tribales se hallaban al norte y al sur. Las tribus que presidía el gran jefe Cassivelaunus habitaban en los grandes territorios orientales situados por encima del estuario. La tribu de los cantii, en la larga península al sur del estuario, había impuesto a esa región el nombre de Kent. El río constituía una frontera entre ellos, Londinos era una especie de tierra de nadie.

Su mismo nombre resultaba misterioso. Algunos decían que un hombre llamado Londinos había residido allí; otros sostenían que el nombre aludía al terraplén construido en la colina oriental. Pero nadie lo sabía con certeza. De algún modo, durante los últimos mil años, el lugar había tomado ese nombre.

La fría brisa ascendía por el río desde el estuario. Había un leve olor acre a lodo y algas de río. En lo alto, el brillante lucero del alba comenzaba a desvanecerse a medida que el límpido firmamento adquiría un tono azul pálido.

El niño empezó a tiritar. Llevaba una hora allí de pie y tenía frío. Al igual que la mayoría de las personas que se encontraban reunidas en aquel lugar, lucía una sencilla túnica de lana que le llegaba a las rodillas, ajustada a la cintura con un cinturón de piel. Junto a él estaba su madre con un bebé en brazos, y su hermanita Branwen, a quien el niño tenía de la mano, pues en momentos así él se encargaba de controlar a la pequeña.

Era un niño vivaracho e intrépido, con el pelo negro y los ojos azules, como la mayoría de los celtas. Se llamaba Segovax y tenía nueve años. Sin embargo, al observarlo más detenidamente, su aspecto revelaba dos características poco frecuentes. En la parte delantera de la cabeza, sobre la frente, tenía un mechón de pelo blanco, como si alguien se lo hubiera teñido. Esta seña hereditaria se encontraba en varias familias que habitaban en las pequeñas aldeas de esa región del río. «No te inquietes —le había dicho su madre—. Muchas mujeres creen que eso significa que eres afortunado».

La segunda característica era mucho más curiosa. Cuando el niño separaba los dedos de las manos, podía verse entre ellos una delgada piel que llegaba hasta la primera falange, como las membranas de los palmípedos. Ésta era también una seña heredada, aunque no aparecía en todas las generaciones. Era como si, en una época remota y primitiva, un gen en un prototipo del hombre semejante a un pez se hubiera negado obstinadamente a modificar por completo su carácter acuático y hubiera transmitido este vestigio de sus orígenes. De hecho, el niño, con sus grandes ojos y su cuerpecillo menudo y delgado, recordaba en cierto sentido a un renacuajo u otro animalillo acuático, un sobreviviente de los infinitos eones del tiempo.

Su abuelo también había tenido esa seña. «Pero le cortaron la piel sobrante al poco de nacer», había explicado el padre de Segovax a su esposa. Ella no soportaba la idea del cuchillo, de modo que nada habían hecho. Al niño no le importaba tener esas membranas entre los dedos.

Segovax echó un vistazo a su familia: la pequeña Branwen, con su afectuoso carácter y unos arrebatos de genio que nadie era capaz de controlar; el bebé que dormía en brazos de su madre y había empezado hacía poco a dar sus primeros pasos y a balbucir algunas palabras; su madre, pálida y distraída últimamente. Cómo los amaba. Pero al mirar más allá de donde se encontraban los druidas, en sus labios se dibujó una sonrisa. En la orilla del río había una modesta balsa y dos hombres junto a ella. Uno de ellos era su padre.

Padre e hijo tenían muchas cosas en común. El mismo mechón de pelo blanco, los mismos ojos enormes. El rostro de su padre, surcado por unas arrugas que casi parecían escamas, hacía pensar en el de una criatura de aspecto solemne semejante a un pez. Estaba tan dedicado a su pequeña familia, conocía tan profundamente el río y manejaba sus redes con tanta pericia que los lugareños se referían a él simplemente como el Pescador. Y aunque Segovax reconocía que había otros individuos físicamente más fuertes que su padre, un hombre de temperamento pacífico, con las espaldas encorvadas y brazos muy largos, nadie era más bondadoso ni más discretamente resuelto que él. «Puede que no sea muy apuesto —solían decir las gentes de la aldea—, pero el Pescador jamás se rinde». Segovax adoraba a su padre y sabía que su madre también.

Por eso el día anterior había tramado un temerario plan que, si lograba poner en práctica, probablemente le costara le vida.

Entonces el resplandor a lo largo del horizonte del este comenzó a rielar. En unos minutos saldría el sol y un inmenso rayo de luz se alzaría danzando desde el este por todo el río. Los cinco druidas que se hallaban frente a la multitud empezaron a entonar unos cánticos con voz profunda mientras la gente escuchaba.

A una señal, una figura que se encontraba entre la multitud avanzó unos pasos. Era un hombre de constitución recia cuya elegante capa verde, adornos dorados y talante orgulloso demostraban que se trataba de un noble importante. Sostenía un objeto de metal, plano y rectangular, cuya pulida superficie brillaba suavemente bajo la luz del amanecer. Entregó el objeto a un druida alto y de barba blanca que se hallaba en el centro.

Los druidas se volvieron hacia el refulgente horizonte y el anciano del centro se dirigió hacia la balsa y subió a ella. En el mismo momento, los dos hombres que aguardaban —el padre de Segovax y otro— subieron a la balsa detrás de él y con unas pértigas la impulsaron hacia el centro del río.

Los otros cuatro druidas continuaron entonando un monótono sonido que misteriosamente fue creciendo y extendiéndose por encima de las aguas mientras la balsa se alejaba. Cien metros. Doscientos.

Apareció el sol, una enorme curva roja encima del agua. Aumentó de tamaño y su esfera inundó el río de luz dorada. Los cuatro druidas que permanecían en tierra, cuyas siluetas se recortaban sobre esta luz, de pronto parecieron haberse convertido en gigantes mientras sus largas sombras se proyectaban sobre la multitud.

El anciano druida se hallaba en el centro del río, los dos hombres con las pértigas mantenían la balsa firme en la corriente. En la orilla norte, las dos pequeñas colinas aparecían bañadas por el resplandor rojizo del sol. Y entonces, como un antiguo dios del mar de barba canosa surgido de entre las aguas, el alto druida que iba en la balsa elevó el objeto de metal por encima de su cabeza, de manera que atrapó los rayos del sol y brilló.

Era un escudo de bronce. Aunque la mayoría de las armas que había en la isla eran de hierro, los isleños empleaban el bronce, un material más antiguo y dúctil, para confeccionar armas ceremoniales que requerían una delicada labor de artesanía, como este escudo. Era una verdadera obra de arte que el gran jefe Cassivelaunus había enviado por medio de uno de sus nobles más leales. El diseño de líneas que giraban y convergían y las piedras preciosas engastadas en el escudo representaban un ejemplo de la maravillosa metalistería celta que había dado fama a la isla. Era el regalo más importante que los habitantes de la isla podían hacer a los dioses.

Con un único gesto solemne, el druida arrojó el escudo muy alto por encima del agua. Destellando, trazó un arco en el aire antes de caer en el reluciente sendero que el sol creaba sobre el agua. La pequeña multitud dejó escapar un suspiro cuando el río aceptó silenciosamente la ofrenda y continuó su curso.

Pero mientras el anciano druida contemplaba la escena, ocurrió algo extraño. En lugar de desaparecer, el escudo de bronce permaneció suspendido justo debajo de la superficie de las límpidas aguas, con su faz de metal brillando bajo la luz del sol. En un principio el anciano se quedó perplejo, hasta que comprendió que la razón era muy simple: el metal había sido batido muy delgado y reforzado con una madera ligera. Hasta que la madera se empapara, el escudo ceremonial estaba destinado a permanecer suspendido allí, cubierto sólo por una delgada capa de agua.

También estaba ocurriendo algo más. Mientras el amanecer se aproximaba lentamente, la marea cambió. La corriente empezó a fluir no río abajo, sino río arriba, desde el estuario hacia un punto a varios kilómetros de Londinos. Lentamente, debajo de las frías y traslúcidas olas, el escudo comenzó a remontar el río, como si una mano invisible tirara suavemente de él hacia el interior de la isla.

El anciano se preguntó qué significaba aquello. En vista de la terrible amenaza que se cernía sobre ellos, ¿era un presagio bueno o malo?

La amenaza procedía de Roma. Su nombre era Julio César.

Numerosas familias habían instalado su hogar en la isla de Britania durante los miles de años transcurridos desde la gran retirada del hielo. Cazadores, modestos agricultores, constructores de templos de piedra como Stonehenge y, en siglos más recientes, tribus pertenecientes a la gran cultura celta del noroeste de Europa. Con la poesía y canciones de sus bardos, su rico y extenso folclore, su asombrosa y fantástica metalistería, los isleños gozaban de una vida plena y gratificante. Habitaban en sólidas chozas de madera circulares con techo de paja que los protegía de las inclemencias del tiempo. Los asentamientos más grandes estaban rodeados por empalizadas o círculos de elevados terraplenes. Cultivaban cebada y avena, criaban ganado, bebían cerveza y fuerte hidromiel. Detrás de la suave neblina septentrional, su isla seguía siendo un lugar aparte.

En verdad, durante muchas generaciones habían llegado a la isla comerciantes procedentes del soleado mundo mediterráneo con lujosos objetos del sur que trocaban por pieles, esclavos y los célebres perros de caza de la isla. En las últimas generaciones se había desarrollado un animado comercio por medio de un puerto en la costa meridional, donde descendía otro río desde el antiguo templo abandonado de Stonehenge. Pero aunque a los jefes británicos les complacía conseguir de vez en cuando vino, o sedas, u oro romano, el mundo del que procedían esos lujos se hallaba muy lejos, al otro lado del horizonte, y los conocimientos que tenían de él eran escasos e imprecisos.

Pero un buen día el mundo clásico produjo uno de los más grandes aventureros que ha conocido la historia.

Julio César deseaba gobernar Roma. Para lograrlo, necesitaba conquistas. Recientemente se había dirigido hacia el norte, hasta el Canal de la Mancha, y establecido la inmensa nueva provincia romana de la Galia. En ese momento había puesto los ojos en esta brumosa isla del norte.

Había llegado el año anterior. Con un ejército modesto, en su mayor parte de infantería, César en persona había desembarcado a los pies de los acantilados blancos de la costa sudoriental de Britania. Los jefes britanos habían sido advertidos; no obstante, era impresionante contemplar a las disciplinadas tropas romanas. Pero los guerreros celtas eran valerosos, se lanzaron montados a caballo o en carruajes de guerra y consiguieron sorprender en varias ocasiones a los romanos con la guardia baja. Una tormenta había dañado la flota de César. Tras una serie de escaramuzas y maniobras en la región del litoral, César y sus tropas se marcharon, y los jefes se sintieron triunfantes. Los dioses les habían concedido la victoria. Cuando los exiliados les advirtieron de que «eso fue sólo una maniobra para inspeccionar el terreno», la mayoría de los britanos no lo creyeron.

Pero entonces empezaron a llegar noticias alarmantes. Los romanos estaban construyendo una nueva flota. Según se rumoreaba, nada menos que cinco legiones y unos dos mil soldados de caballería se hallaban a las órdenes de César. Diez días antes, un emisario que portaba un mensaje para los jefes se había detenido en Londinos. Su mensaje era escueto y definitivo: «César está en camino».

La ofrenda se había hecho. La multitud comenzó a dispersarse. Cuatro de los druidas regresaron, dos al sur y dos al norte del río. En cuanto al anciano druida que había realizado la ofrenda, le correspondió al padre de Segovax conducir al sacerdote río arriba, hasta la casa del druida situada a tres kilómetros de distancia.

Tras haberse despedido de las personas que se habían congregado junto al río, el anciano se disponía a subir a la canoa cuando se volvió y sus ojos se posaron en la mujer. Sólo un momento. Luego hizo una señal al modesto pescador y partió.

Sólo un momento, pero lo suficientemente largo. Cartimandua se echó a temblar. Decían que el anciano lo sabía todo. Quizás era verdad. Ella no podía saberlo. Sosteniendo al bebé sobre su cadera, empujó a Segovax y a Branwen para que echaran a andar y los tres se dirigieron hacia el lugar donde estaban atados los caballos. ¿Obraba acertadamente? Se dijo que sí. ¿No estaba protegiendo a todos? ¿Acaso no hacía lo que debía? Pero el terrible sentimiento de culpabilidad, la angustia, no la abandonaba. ¿Era posible que el anciano druida a quien su marido conducía a casa hubiera adivinado su pacto con el noble?

Esperó unos minutos junto a los caballos hasta que aparecieron los hombres del gran jefe. Él estaba entre ellos. Al ver que la mujer lo esperaba, se separó del grupo y se detuvo. El joven Segovax observó al noble con curiosidad, pues ése era el hombre que se había adelantado para entregar al druida el escudo de bronce. Era corpulento, con espesa barba negra, ojos azules de mirada dura y perspicaz y un aire de franca autoridad. Debajo de su capa verde llevaba una túnica ribeteada con piel de zorro; alrededor del cuello el pesado torques —el collar de oro celta— que indicaba su elevado rango.

No era la primera vez que el niño lo veía. El poderoso comandante había visitado la región en dos ocasiones el mes anterior y pernoctado cada vez en la aldea situada frente a Londinos.

—Debéis estar preparados —había ordenado el noble a los hombres después de examinar sus armas—. El gran jefe Cassivelaunus espera que nuestras fuerzas se reúnan cerca de este lugar. Yo mismo prepararé las defensas.

Entonces, la madre de Segovax, tras encargar a su hijo que cuidara de Branwen y del bebé, se adelantó para hablar con él.

El noble observó detenidamente a la mujer mientras ésta se aproximaba. Como era su costumbre, calculó la capacidad sexual de Cartimandua. Tal como había observado en su primer encuentro, era una mujer muy hermosa. Su espesa cabellera, negra como ala de cuervo, le caía sobre los hombros. Era delgada, tirando a alta, con pechos voluminosos. Pechos con los que cualquier hombre soñaría. El noble admiró el breve pero sinuoso movimiento de su cuerpo mientras Cartimandua se dirigía hacia él. Lo había notado la primera vez que se habían visto. ¿Se movía siempre así, o sólo lo hacía para él?

—¿Y bien? —preguntó el noble bruscamente.

—¿Nuestro pacto sigue en pie?

El noble miró a los niños y luego dirigió la vista hacia la canoa a bordo de la cual el marido de la mujer conducía al anciano druida. Se hallaban en el centro del río. Su marido nada sabía. El noble continuó observando a Cartimandua fijamente.

—Ya te lo he dicho.

Imaginaba el aspecto que tendría la mujer dentro de unos años. El pálido rostro con sus delicados pómulos aparecería avejentado, sus seductores ojos enmarcados por unas profundas ojeras. Su pasión se habría transformado en obsesión o en amargura. Un espíritu turbado. Pero todavía era una mujer deseable y seguiría siéndolo durante unos años más.

—¿Cuándo? —preguntó ella. Parecía sentirse aliviada, aunque algo nerviosa.

Él se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Pronto.

—Él no debe saberlo.

—Cuando doy una orden, exijo que se obedezca.

—Sí —respondió la mujer asintiendo con la cabeza, aunque seguía indecisa.

«Es como un animal salvaje —pensó él—. Sólo domesticado a medias». El noble indicó que la entrevista había concluido. Al cabo de unos momentos partió a caballo.

Cartimandua regresó junto a sus jóvenes e inocentes hijos, que ignoraban su terrible secreto. Pero no tardarían en enterarse. Entonces se le ocurrió algo aún más terrible. ¿La seguirían queriendo cuando lo supieran?

Los ojos del druida escrutaron el agua mientras la canoa remontaba el río. ¿Habría recibido el río el escudo o seguiría flotando en la superficie? El anciano observó al modesto pescador que lo conducía a casa. Recordaba al padre de ese hombre, que tenía membranas entre los dedos como el niño. Y como el padre de aquél. El druida suspiró. No era una casualidad que las gentes de aquella región lo llamaran el Padre del río.

Era muy viejo, tenía casi setenta años, pero aún era poderoso, todavía exhibía un talante que imponía respeto. Medía casi dos metros, un gigante comparado con la mayoría de los hombres. Su larga barba blanca le llegaba a la cintura, mientras que el único adorno que lucía sobre su cabello plateado era una estrecha faja de oro que le ceñía la frente. Sus ojos grises tenían una mirada penetrante. Era él quien realizaba el sacrificio de los bueyes una vez al año en la colina occidental de Londinos, y quien rezaba en unas arboledas sagradas en los robledales de la región.

Nadie sabía cuándo había comenzado el sacerdocio druida en el noroeste de Europa, pero cada vez había más druidas en Britania, desde que recientemente muchos de ellos habían llegado del otro lado del mar para refugiarse en la brumosa isla. Se decía que los druidas de Britania se encargaban de salvaguardar la tradición purista de las antiguas tradiciones. En el interior de la isla había unos círculos de piedra muy extraños, templos tan antiguos que nadie era capaz de afirmar que los hubieran construido manos humanas, y en ellos, mucho tiempo atrás, se decía que los druidas solían reunirse. Pero a lo largo del río por lo general veneraban a sus dioses en pequeños santuarios de madera o en arboledas sagradas.

Sin embargo, se decía que este anciano druida poseía un don especial negado a otros sacerdotes. Pues los dioses, hacía muchos años, le habían otorgado el don de la clarividencia.

Tenía treinta y tres años cuando se dio cuenta de que había recibido ese extraño don. Él mismo no sabía si se trataba de una bendición o de una maldición. A veces tenía vagas premoniciones, a veces veía ciertos hechos con terrorífica claridad. Y a veces, lo sabía, estaba tan ciego como otros hombres. A medida que pasaban los años, el druida había llegado a aceptar ese don como algo que no era ni bueno ni malo, sino que simplemente formaba parte del orden de la naturaleza.

Su casa no se hallaba lejos. En el extremo septentrional del tramo de río que se extendía a lo largo de cuatro kilómetros se encontraba uno de sus múltiples y majestuosos recodos, que describía un ángulo recto hacia el sur antes de reemprender su curso hacia el este. Al otro lado de ese recodo, un arroyo bifurcado había creado una isla baja y rectangular frente a la orilla septentrional del río. Era un lugar apacible donde crecían robles, fresnos y espinos. Ahí, en una modesta choza, el druida había elegido, durante los últimos treinta años, vivir solo.

El anciano druida visitaba con frecuencia las aldeas situadas junto al río, donde siempre era alimentado y acogido con reverencia. A veces pedía inopinadamente a un lugareño, como el padre de Segovax, que lo llevara varios kilómetros río arriba hasta un lugar sagrado. Pero por lo general una pequeña columna de humo de leña anunciaba que el druida se hallaba en su isla, una presencia silenciosa, de manera que las gentes del lugar habían llegado a considerarlo un guardián de aquella región, una especie de piedra sagrada que pese a estar cubierta de líquenes permanecía inalterable a través de los años.

Cuando la canoa dobló el recodo del río, tras el cual apareció la isla, el anciano divisó el escudo. Al igual que antes, seguía brillando suavemente justo debajo de la superficie y deslizándose con lentitud aguas arriba hacia el lejano corazón del río. Lo miró fijamente. No podía decirse que el río hubiera rechazado la ofrenda, pero tampoco la había aceptado. El anciano meneó la cabeza, preocupado. El signo parecía concordar con la premonición que había tenido hacía un mes.

Su don de la clarividencia había indicado al druida otras cosas esa mañana. Ignoraba lo que el joven Segovax se proponía hacer, pero se había dado cuenta de que Cartimandua se hallaba en un terrible dilema. El druida había adivinado también lo que la suerte reservaba al discreto pescador que estaba ante él. Pero la premonición que había tenido hacía un mes se refería a un acontecimiento más trascendental y terrible. Algo que él no acababa de comprender. Mientras se aproximaban a su casa, el druida permaneció ensimismado en sus pensamientos. ¿Era posible que los dioses de la antigua isla de Britania fueran a ser destruidos? ¿O acaso iba a ocurrir otro hecho, algo que él no se explicaba? Era muy extraño.

Segovax había permanecido alerta toda la primavera, cada día esperaba ver aparecer a unos mensajeros montados en caballos que echaban espuma por la boca, y por las noches, mientras contemplaba las estrellas, se preguntaba: «¿Estarán surcando los mares en estos momentos?». Pero nadie apareció. De vez en cuando llegaban a la aldea rumores de que se estaban preparando, pero no había señal alguna de invasión. Daba la impresión de que la isla se había sumido de nuevo en su acostumbrada placidez.

La pequeña aldea donde vivía la familia era un lugar encantador. Media docena de chozas circulares con techos de paja y suelos de tierra estaban rodeadas por una empalizada que incluía también dos corrales para los animales y varias chozas construidas sobre pilotes que servían de almacén. La aldea no se hallaba en la punta de la lengua de tierra donde los druidas habían aguardado, sino unos cincuenta metros más atrás. Durante la marea alta, cuando la lengua de tierra se convertía en una isla, la aldea quedaba aislada, pero este hecho no inquietaba a los lugareños. Varias generaciones atrás, cuando el lugar había sido colonizado, esta protección acuática había constituido uno de sus principales alicientes. El suelo mismo, cubierto de grava como las dos colinas que se alzaban ante la aldea, era firme y seco. Con el clima más apacible de la primavera, una parte del terreno pantanoso en la orilla meridional se secaba; los caballos y el ganado pastaban allí; y Segovax y su hermana, junto con los demás niños, jugaban en esos prados repletos de ranúnculos, prímulas y primaveras. Pero lo mejor del pequeño promontorio era su abundante pesca.

El río era ancho, poco profundo y de aguas cristalinas. En ellas habitaban numerosas especies de peces. Lo que más abundaba era la trucha y el salmón. La lengua de tierra era un lugar muy apropiado desde el cual arrojar unas redes a las relucientes aguas. A veces los chicos se dirigían por las pantanosas orillas junto a la base de la lengua de tierra hacia ciertos puntos donde resultaba muy fácil atrapar anguilas.

«Quienes vivan aquí —le había dicho su padre— nunca pasarán hambre». En ocasiones, después de haber arrojado sus redes, Segovax solía sentarse en la ribera junto a su padre y contemplar las dos colinas que se erguían en la orilla opuesta. Y, al observar el flujo y reflujo de la marea, cuando una vez al día la corriente fluía río arriba desde el estuario, se detenía en la pleamar y luego bajaba de nuevo hacia el mar, su padre solía comentarle satisfecho: «¿Ves? El río respira».

A Segovax le encantaba estar con su padre. Deseaba aprender cosas, y a su padre le gustaba enseñarle. A los cinco años sabía colocar trampas en los bosques. A los siete había aprendido a techar una choza utilizando juncos que crecían en los pantanos cercanos. Además de arrojar las redes, era capaz de permanecer inmóvil en la orilla del agua y arponear un pez con un palo afilado. Sabía muchas leyendas referentes a los innumerables dioses celtas y recitar de memoria los nombres de los antepasados, no sólo de su familia, sino los de los grandes jefes de la isla durante muchas generaciones. Recientemente había empezado a aprender los datos más importantes de la inmensa red de matrimonios, descendientes y juramentos de lealtad que unían a una tribu con otra, a unos jefes con otros, a una aldea y a una familia mediante vínculos de amistad o enemistad en toda la isla celta. «Son cosas que un hombre debe saber», le había explicado su padre.

A esos conocimientos, su padre había empezado a agregar, durante los últimos dos años, otra disciplina. Había hecho una lanza para el niño. No se trataba de un palo afilado para arponear peces, sino de una lanza en toda regla, con una vara ligera y una punta de metal. «Si quieres convertirte en un cazador y un guerrero —había dicho a Segovax sonriendo—, debes aprender a dominar la lanza. Pero —le había advertido con cautela— ten cuidado al utilizarla».

Era raro que pasara un día sin que el niño saliera a arrojar la pequeña lanza a una diana. Al poco tiempo aprendió a clavarla en cualquier árbol que estuviera relativamente cerca. Luego empezó a buscar unos blancos más difíciles. A veces la arrojaba contra una liebre, por lo general sin éxito. En una ocasión sus padres lo sorprendieron con su hermana Branwen, que sostenía dócilmente una diana colocada en el extremo de un palo mientras Segovax trataba de alcanzarla con su lanza. A pesar de su bondadoso carácter, su padre se enfureció con él.

Su padre era muy sabio. No obstante, a medida que Segovax se hizo mayor, comenzó a intuir otra cosa. Aunque era muy delgado, su padre, con su enjuto rostro, barba rala y espaldas encorvadas, no era físicamente tan fuerte como otros hombres. Sin embargo, a la hora de realizar alguna tarea comunitaria, siempre insistía en trabajar como el que más. A menudo, después de llevar varias horas de trabajo duro, se lo veía pálido y cansado, y Segovax advertía que su madre lo observaba inquieta. Otras veces, cuando la gente se sentaba alrededor de las fogatas en las noches estivales, aletargados por la cerveza y el hidromiel, era su padre, con voz reposada pero sorprendentemente profunda por provenir de un cuerpo tan flaco, quien entonaba unas canciones con la voz poética de su pueblo, acompañándose a veces de una sencilla arpa celta. En esos momentos la tensión se disipaba y el rostro de su padre adquiría una expresión de mágica serenidad.

Así, a la edad de nueve años, Segovax, al igual que su madre, no sólo quería y admiraba a su padre, sino que en su fuero interno sabía que debía protegerlo.

Sólo había una cosa en la cual su padre, según creía el niño, le había fallado.

—¿Cuándo me llevarás río abajo hasta el estuario? —preguntaba Segovax a su padre cada dos por tres.

Su padre siempre respondía:

—Ya iremos algún día. Cuando no esté tan ocupado.

Segovax jamás había visto el mar.

—Siempre dices que me llevarás, pero nunca lo haces —se quejaba el niño, enfurruñado.

Las únicas sombras que se cernían sobre aquellos alegres y soleados días eran los accesos de mal humor de su madre. Siempre había sido una mujer muy temperamental, por lo que tanto Segovax como su hermana no se preocupaban demasiado. Pero al niño le parecía que últimamente sus cambios de humor se producían con mayor frecuencia. A veces su madre los regañaba, a él o a Branwen, sin el menor motivo; luego, inopinadamente, abrazaba con fuerza a su hija y al cabo de unos segundos le ordenaba que se fuera. Un día, después de haberles dado un bofetón a cada uno, su madre rompió a llorar. Y cuando su padre se hallaba presente, el niño observaba el pálido rostro de su madre vigilando cada movimiento suyo, casi como si estuviera enojada con él.

Cuando la primavera dio paso al verano, no llegaron más noticias de los movimientos de César. Si las legiones continuaban concentrándose al otro lado del mar, nadie se presentó en la pequeña aldea junto al río para decírselo. Sin embargo, cuando el niño preguntaba a su padre:

—Si vienen los romanos, ¿crees que vendrán aquí?

Éste, con su acostumbrada flema, contestaba:

—Creo que sí. Por una razón muy sencilla: el vado.

El vado se hallaba junto a la isla donde habitaba el druida. Durante la marea baja, un hombre podía dirigirse a pie desde allí hasta la orilla meridional del río y el agua sólo le llegaba al pecho.

—Por supuesto —añadía su padre—, existen otros vados río arriba, más alejados.

Pero subiendo desde el estuario, éste era el primer lugar donde un hombre podía cruzar el río sin peligro. Descendiendo por los antiguos senderos que discurrían por los grandes peñascos cretácicos que se erguían sobre la isla, los viajeros, desde tiempos inmemoriales, se habían dirigido hasta este agradable lugar. Si este César romano desembarcaba en el sur y deseaba atacar los amplios territorios de Cassivelaunus más allá del estuario, el camino más sencillo le conduciría hasta este vado.

«No tardará en llegar», se decía el niño. Y aguardaba mientras transcurría otro mes. Y otro.

A comienzos del verano ocurrió un incidente después del cual, en opinión de Segovax, la conducta de su madre se volvió más extraña.

Todo había comenzado inocentemente con una disputa entre niños. Segovax había salido a pasear con la pequeña Branwen. De la mano, ambos habían atravesado los prados de la orilla meridional y subido la cuesta hasta llegar al límite del bosque. Habían jugado un rato; luego, como de costumbre, Segovax había practicado arrojando su lanza. Su hermana le recordó entonces su promesa.

Era algo sin importancia. Segovax había prometido a Branwen que le dejaría arrojar la lanza. Nada más que eso. Pero en ese momento se había negado a dejarle su lanza, aunque luego no recordaba si lo había hecho porque era demasiado pequeña o para hacerla rabiar.

—Me lo has prometido —protestó la niña.

—Es posible. Pero he cambiado de idea.

—No puedes hacerlo.

—Claro que puedo.

La pequeña Branwen, con su cuerpo menudo y atlético, sus claros ojos azules; Branwen, que trataba de trepar a árboles que infundían respeto incluso a su hermano; Branwen, con su mal genio que ni siquiera sus padres lograban controlar.

—¡No! —replicó Branwen. Dio una patada en el suelo. Su rostro comenzó a enrojecer—. No es justo. Lo prometiste. ¡Dame la lanza! —Trató de arrebatarle la lanza, pero Segovax se la pasó a la otra mano.

—No, Branwen. Eres mi hermana menor y debes hacer lo que yo diga.

—¡No! —gritó la niña con toda la fuerza de sus pulmones. Tenía el rostro congestionado y los ojos llenos de lágrimas. Después de intentar de nuevo arrebatarle la lanza, asestó a su hermano un puñetazo en la pierna—. ¡Te odio! —le espetó con rabia.

—No es verdad.

—¡Sí! —gritó Branwen. Trató de darle una patada, pero Segovax logró esquivarla. Entonces Branwen le mordió la mano y, antes de que él pudiera detenerla, echó a correr cuesta arriba y desapareció entre los árboles.

Segovax había aguardado unos minutos. Conocía bien a su hermana. Probablemente estaba sentada en un tronco, esperando que él fuera a buscarla. Y cuando al fin diera con ella, Branwen se negaría a moverse y lo obligaría a suplicarle que regresara con él a casa. Pero al cabo de un rato Segovax se había encaminado hacia el bosque.

—¡Branwen! —gritó una y otra vez—. Te quiero.

Pero no hubo respuesta. Segovax había deambulado largo rato por el bosque en busca de su hermana. Ésta no podía haberse perdido, sólo tenía que bajar la cuesta hasta llegar a las praderas y cruzar los pantanos más allá del río. Por lo tanto, debía de haberse ocultado en algún lugar. Segovax volvió a gritar su nombre. Nada. Por fin el niño dedujo que su hermana le había dado esquinazo, había regresado a casa y seguramente había explicado a sus padres que él se había largado dejándola sola en el bosque, para que éstos le riñeran.

—Te quiero, Branwen —gritó una vez más Segovax, y añadió en voz baja—: Me las pagarás, pequeña víbora.

Al regresar a casa Segovax comprobó asombrado que su hermana no estaba allí.

Pero lo más extraño había sido la reacción de su madre. Su padre se había limitado a suspirar y decir:

—Estará escondida en alguna parte —había dicho y salido en su busca.

Pero la reacción de su madre había sido muy distinta.

Se había puesto pálida como la cera. En su rostro se dibujaba una expresión horrorizada. Luego, con voz ronca debido al temor, había gritado a Segovax y su padre:

—¡Apresuraos! Encontradla, antes de que sea demasiado tarde.

Segovax jamás olvidaría la mirada que su madre le había dirigido. Fue una mirada casi de odio.

Era el menos favorecido de la manada, el último en todo, hasta en comer. Incluso entonces, en verano, cuando sus hermanos estaban tan bien alimentados que a menudo no se molestaban en atacar a la presa que veían, éste conservaba un aspecto famélico. Cuando se había alejado del peñasco para explorar más abajo, ninguno de sus hermanos se había molestado en oponerse, sino que lo habían observado mientras se alejaba con una mezcla de curiosidad y desdén. Así, aquella calurosa tarde una sombra enjuta y gris se había deslizado sigilosamente por el bosque hacia las viviendas de los hombres, donde en una ocasión había atrapado unas gallinas.

No obstante, al ver a una niña rubia, se detuvo.

Los lobos no acostumbraban atacar a los seres humanos, pues los temían. Perseguir a un ser humano en solitario, sin la aprobación y el respaldo del resto de la manada, le acarrearía una severa reprimenda por parte del líder del grupo. Por otro lado, no era preciso que sus hermanos se enteraran de que había atacado a esa niña. Un bocado muy tentador, para él solito. Estaba sentada en un tronco, de espaldas a él, canturreando y golpeando ociosamente el tronco con los talones. El lobo se aproximó. Ella no lo oyó.

Cartimandua subió la cuesta, todavía mortalmente pálida. Había corrido mucho rato. Había enviado a su marido por otro sendero. Segovax, alarmado, había salido a la carrera en busca de su hermana. Cartimandua respiraba con dificultad, pero esta agitación no era nada comparada con el pánico que la dominaba. Estaba obsesionada por una idea.

Si la niña se perdía, todo estaba perdido.

La pasión de Cartimandua era temible. En ocasiones resultaba hermosa; las más de las veces constituía un dolor que la atormentaba sin cesar, y otras se asemejaba a un terrible vacío, algo que la impulsaba hacia delante y ante lo que se sentía indefensa. Como en esos momentos. Mientras Cartimandua subía la cuesta deprisa notando el sol sobre las mejillas, comprendió que la pasión que sentía por su esposo era ilimitada. Lo deseaba. Quería protegerlo. Lo necesitaba. Le costaba imaginar su existencia sin él. En cuanto a su pequeña familia y el bebé, ¿cómo se las arreglarían sin un padre? Por otra parte, Cartimandua deseaba tener más hijos. También los deseaba apasionadamente.

Cartimandua no se hacía ilusiones. En las aldeas junto al río había más mujeres que hombres. Si estallaba una guerra y su marido moría, sabía que tenía escasas posibilidades de hallar otro marido. Era su pasión lo que la motivaba; el hecho de ser madre y el afán de proteger a sus hijos la habían hecho razonar con dureza. Debía hacerlo. Había tomado en secreto una terrible decisión que la había angustiado durante toda la primavera como un eco obsesivo y lleno de reproches.

¿Había obrado bien? Cartimandua estaba convencida de que sí. Era un buen pacto. La niña seguramente se sentiría más feliz. Era necesario. Cartimandua lo había hecho por el bien de todos.

Pero cada día se despertaba con ganas de gritar.

Y entonces —éste era el terrible secreto que su marido y sus hijos ignoraban— si algo le ocurría a la pequeña Branwen, su marido probablemente moriría.

Branwen oyó al lobo cuando éste se encontraba a cinco metros detrás de ella. Al volverse y toparse con él, gritó. El lobo la observó, dispuesto a lanzársele encima; pero se detuvo, pues en aquel momento ocurrió algo sorprendente.

Branwen estaba aterrorizada, pero también era muy lista. Sabía que si echaba a correr el lobo la apresaría al instante entre sus fauces. ¿Qué podía hacer? Sólo había una manera de escapar. Al igual que todos los niños de la aldea, Branwen había llevado con frecuencia las vacas a pastar. Una persona podía detener a unas vacas desmandadas simplemente agitando los brazos. Existía la posibilidad, aunque remota, de plantarle cara al lobo y salvar la vida. Siempre y cuando no demostrara miedo.

Si al menos dispusiera de un arma, aunque fuera un palo… Pero Branwen no tenía con qué defenderse. La única arma que poseía era la que utilizaba a menudo en casa y que casi siempre resultaba eficaz: su mal genio. «Si pudiera fingir que estoy enojada —pensó la niña—, o mejor aún, si me enojara de verdad, dejaría de sentir miedo».

De modo que el lobo se encontró de pronto con una niña pequeña dispuesta a hacerle frente. Tenía el rostro rojo y contraído en una mueca de ira y no cesaba de agitar sus bracitos y emitir obscenidades, que, aunque ininteligibles para el lobo, transmitían con toda claridad su sentido. Y lo que era aún más extraño: en lugar de retroceder, la niña avanzaba. El lobo, tras unos instantes de indecisión, retrocedió dos pasos.

—¡Vete! —exclamó la niña furiosa—. ¡Estúpido animal! ¡Largo! —Luego, doblando el cuerpo hacia delante como solía hacer en casa cuando cogía una rabieta, gritó—: ¡Largo de aquí!

El lobo retrocedió unos pasos, moviendo las orejas. Pero de repente se paró en seco, sin dejar de mirar a la niña.

Branwen dio unas palmadas para ahuyentarlo, gritó y pataleó. Había conseguido enfurecerse, aunque al mismo tiempo calculó sus probabilidades de salir airosa de la empresa. ¿Debía echar a correr hacia el lobo para obligarlo a dar media vuelta y salir huyendo? ¿Se lanzaría el animal sobre ella? Branwen sabía que si llegaba a morderla estaba perdida.

Sin apartar la vista de la niña, el lobo intuyó su indecisión y avanzó dos pasos, gruñendo, dispuesto a atacarla. Branwen, desesperada, consciente de que el juego se había acabado, gritó llena de rabia. Pero no siguió avanzando. El lobo agachó el lomo, dispuesto a saltar sobre ella.

En ese preciso instante el lobo vio aparecer otra figura detrás de la niña y se tensó. ¿Habría un grupo de cazadores merodeando por los alrededores? El animal miró a izquierda y derecha. Pero no. La figura, otro hombre niño, estaba sola. Resistiéndose a abandonar su presa, se dispuso de nuevo a atacar. El hombre niño sólo llevaba un palo. El lobo corrió hacia él.

El punzante dolor que sintió en el costado tomó al lobo por sorpresa. El niño había arrojado su afilado palo tan rápidamente que el animal, pese a su agilidad, no consiguió esquivarlo. El dolor era insoportable. El lobo se detuvo. Luego, perplejo, comprobó que no podía seguir avanzando y se desplomó en el suelo.

Segovax no quería revelar a sus padres su encuentro con el lobo.

—Si se enteran —dijo—, me regañarán aún más.

Pero la niña no dejaba de gritar eufórica:

—¡Lo has matado! ¡Con tu lanza!

Segovax comprendió que era inútil.

—Vamos —dijo con un suspiro de resignación.

Y ambos comenzaron a descender por la colina.

La reacción de su madre fue muy extraña. Al principio, cuando su padre los besó a ambos y dio a Segovax unas palmadas en la espalda, Cartimandua no dijo palabra, sino que se quedó mirando el río como si aquella pequeña reunión no se estuviera celebrando ante ella. Pero después de que el padre de Segovax se marchara a desollar el lobo, ella se volvió y clavó los ojos en su hijo con una expresión de profunda angustia.

—Tu hermana por poco muere. ¿Te das cuenta?

Segovax bajó la vista con aire contrito.

—Habrías podido matarla al dejarla que subiera sola al bosque. ¿Comprendes lo que hiciste?

—Sí, madre.

Por supuesto que lo comprendía. Pero en lugar de regañarlo, Cartimandua había emitido un gemido ronco de desesperación. Segovax nunca había oído un sonido como aquél y miró a su madre turbado. Ésta, que parecía haber olvidado su presencia, meneaba la cabeza mientras estrechaba a la niña con fuerza entre sus brazos.

—No lo sabes. No puedes entenderlo —dijo Cartimandua. Luego se volvió bruscamente, lanzó un alarido semejante al de un animal y se dirigió sola hacia la aldea. Segovax y Branwen no sabían qué pensar.

El terrible pacto se había realizado cuando el noble enviado por el gran jefe Cassivelaunus se había presentado aquella primavera para preparar las defensas del río. Quizá la idea no se le habría ocurrido a Cartimandua si no hubiese sido por un comentario casual que el noble había hecho ante las mujeres de la aldea mientras inspeccionaba las armas de los hombres.

—Si los romanos llegan hasta aquí para atravesar el vado, tendréis que trasladaros río arriba. —Al capitán de negras barbas no le gustaba que hubiera mujeres por los alrededores cuando se libraba una batalla. En su opinión, no eran más que un estorbo y distraían a los hombres.

Pero aquel comentario bastó para hacer pensar a Cartimandua, para inspirarle una idea. Esa noche, al ver al capitán sentado a solas junto al fuego, se acercó a él.

—Dígame, señor. Si nos dirigimos río arriba, ¿nos acompañará alguien para protegernos?

El hombre se encogió de hombros.

—Supongo que sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Toda la gente de la aldea confía en mi marido —le respondió Cartimandua—. Creo que sería la persona más idónea para acompañarnos.

El noble levantó la vista y miró a Cartimandua.

—¿Ah, sí?

—Sí —contestó. Cartimandua vio que el noble sonreía como si, debido a su autoridad, le hubieran hecho todo tipo de propuestas.

—¿Y qué me induciría a pensar eso? —preguntó el noble con amabilidad mientras contemplaba las oscuras aguas.

Cartimandua lo miró fijamente. Conocía su atractivo.

—Lo que usted quiera —respondió.

El noble guardó silencio un momento. Al igual que la mayoría de los comandantes militares, no se molestaba en contar a las mujeres que se le ofrecían. A algunas las tomaba, a otras las rechazaba. Cuando habló de nuevo, sus palabras dejaron atónita a Cartimandua.

—Esa niña rubia que estaba contigo esta tarde. ¿Es tuya?

Cartimandua asintió con la cabeza.

Y al cabo de un breve momento le había cedido a Branwen.

Lo había hecho por el bien de todos. Cartimandua se lo había repetido mil veces. Branwen pertenecería al capitán. Técnicamente, sería su esclava. Él podría venderla o hacer con ella lo que le viniera en gana. Pero no era una suerte tan terrible. Branwen viviría en la corte del gran Cassivelaunus; si el capitán estaba satisfecho con ella quizá la liberara, incluso era posible que Branwen hiciera un buen matrimonio. Esas cosas sucedían. Era mejor que permanecer en esa aldea, donde la vida era muy aburrida, razonó Cartimandua. Si la niña aprendía a controlar su mal genio, podía ser una magnífica oportunidad.

Y, a cambio, su marido no lucharía contra los temibles romanos, sino que la acompañaría a un lugar seguro río arriba.

—Os dirigiréis río arriba —había dicho el capitán secamente—. Me entregarás a la niña a finales del verano.

Entretanto, Cartimandua había ocultado a su marido el acuerdo a que había llegado con el noble. Pues aunque sabía que su esposo jamás accedería a él, una vez hecho, era demasiado tarde para volverse atrás. En el mundo de los celtas, un pacto era un pacto.

Por lo tanto, no resultó extraño que a partir del día en que el lobo casi mató a Branwen, Cartimandua no se separara de la niña.

Seguían sin recibir noticias de Julio César.

—Es posible —observó el padre de Segovax con optimismo— que no venga.

Para Segovax, aquellos días estivales fueron muy felices. Aunque su madre seguía sumida en su mal humor y no permitía que Branwen se alejara de su lado, su padre pasaba muchos ratos con él. Había montado una de las patas del lobo para el chico, y Segovax la llevaba alrededor del cuello como un amuleto. Cada día, su padre le enseñaba una nueva técnica de cazar, tallar la madera o adivinar el tiempo. Y entonces, a mediados del verano, ante la sorpresa y júbilo de Segovax, su padre de pronto le anunció:

—Mañana te llevaré al mar.

Había varias clases de embarcaciones para navegar por el río. Por lo general su padre utilizaba una sencilla canoa ahuecada de un tronco de roble para tender sus redes a lo largo de la orilla o cruzar el río de vez en cuando. También había balsas, por supuesto. Los chicos de la aldea habían confeccionado su propia balsa el verano anterior, la habían anclado en el río y la utilizaban como plataforma para arrojarse a las límpidas y resplandecientes aguas. Los isleños utilizaban también unos pequeños botes de mimbre y cuero llamados coracles y en ocasiones Segovax había visto a los comerciantes que acudían a la aldea navegando en unas embarcaciones alargadas con los costados altos y planos que los isleños celtas también construían con gran habilidad. Pero para una travesía como aquélla, la pequeña aldea poseía una embarcación que era muy apropiada. La conservaban en un almacén y su padre se ocupaba de limpiarla y repararla cuando era necesario. Y si al niño le quedaban algunas dudas respecto a si llegarían a emprender el anhelado viaje, se disiparon en cuanto su padre le dijo:

—Será mejor que comprobemos qué tal se comporta en el río. Llevaremos el bote de mimbre.

¡El bote de mimbre! Éste consistía en una quilla poco profunda, con unas cuadernas de madera ligera. Este delicado armazón era el único material duro de que se componía el casco del bote. El armazón no estaba cubierto con una capa de madera, sino con mimbres entretejidos. Y a fin de que el bote fuera impermeable, el mimbre estaba cubierto con unas pieles. Los comerciantes del otro lado del mar admiraban mucho los trabajos de mimbre de los britanos celtas. Era una de las pequeñas glorias de la isla.

Aunque sólo medía seis metros de eslora, el bote de mimbre presentaba otro refinamiento. En el centro, asegurado con unos estayes, se alzaba un pequeño palo sobre el cual izaban una delgada vela de cuero. El mástil consistía tan sólo en un pequeño tronco, recién cortado, elegido con esmero para que no resultara demasiado pesado, con una horquilla natural en la parte superior para las drizas. Los isleños tenían la agradable costumbre de dejar que crecieran unas hojas en la cima del mástil, de manera que el pequeño bote de mimbre parecía casi un árbol o un arbusto vivo flotando en las aguas.

Pese a ser una embarcación muy primitiva, resultaba muy práctica. Lo suficientemente ligera para ser transportada por un hombre; flexible, pero resistente; lo bastante estable pese a su escasa profundidad de quilla para utilizarla en el mar en caso necesario. Los remos y la corriente la propulsaban por el río, pero su pequeña vela constituía otra práctica fuente de potencia, la suficiente, dada su ligereza, para remontar la corriente del río si el viento soplaba desde detrás de ella. El ancla consistía en una pesada piedra encajada en una jaula de madera semejante a una cesta para langostas. Segovax y su padre inspeccionaron con detenimiento la pequeña embarcación, alzaron el mástil y aquella misma tarde probaron el bote en el río. Al cabo de varias horas, el padre de Segovax comentó con una sonrisa de satisfacción:

—Está en perfecto estado.

Al día siguiente, poco antes del amanecer, llegó la pleamar, de modo que al despuntar el día padre e hijo empujaron el bote de mimbre al agua desde la lengua de tierra para aprovechar el reflujo que los llevaría río abajo durante varias horas. Por suerte, soplaba también una suave brisa procedente del oeste que les permitió izar la pequeña vela de cuero y, utilizando un remo de pala ancha para gobernar la embarcación, sentarse cómodamente con el fin de admirar el paisaje que desfilaba ante sus ojos.

Mientras se deslizaban hacia el centro del río, Segovax se volvió y vio a su madre de pie en el extremo de la lengua de tierra, pálida, observándolos partir. El niño la saludó con la mano, pero ella no le devolvió el saludo.

El río más allá de Londinos no se ensanchaba rápidamente, y antes de que se ensanchara el niño sabía que tenían que atravesar uno de los tramos más espectaculares de su largo y tortuoso curso.

Pues aunque el río, en su largo recorrido desde el interior de la isla, describía numerosos y amplios meandros, pasado Londinos penetraba en una serie de recodos muy cerrados que formaban una especie de S doble. A un kilómetro y medio de la colina oriental de Londinos, describía una curva que se extendía hacia el norte antes de desviarse hacia la derecha y retroceder sobre sí misma para extenderse hacia el sur. En la parte inferior de esta curva situada al sur, a tan sólo cinco kilómetros en línea recta de la colina oriental, el curso del río pasaba directamente junto al elevado terreno situado en la margen meridional, que formaba una amplia y airosa pendiente. En ese punto el río volvía a describir una curva hacia el norte y, al cabo de un kilómetro y medio, cambiaba nuevamente de curso.

Mientras pasaban por los pequeños y complicados meandros del río, el padre observó a Segovax con aire divertido. De vez en cuando le preguntaba:

—¿Dónde está Londinos ahora?

A veces quedaba a la izquierda, a veces a la derecha, a veces detrás. En una ocasión en que el niño se confundió, su padre se echó a reír.

—Aunque nos estemos alejando de ella —le explicó—, en estos momentos Londinos se halla delante de nosotros.

Era una particularidad del río conocida por todos los que navegaban por él.

Hacía un día claro y despejado. Mientras iban río abajo, Segovax observó que, al igual que en Londinos, las aguas del río aparecían tan cristalinas que se veía el fondo, a veces arenoso, a veces cubierto de lodo o grava. A media mañana comieron las tortitas de avena que Cartimandua les había preparado y bebieron un poco de agua de sabor dulce del río con las manos.

A medida que el río empezaba a abrirse poco a poco el niño divisó por primera vez la gran V cretácica en la cual había vivido.

En Londinos, los peñascos cretácicos no eran visibles de inmediato. Detrás de la aldea había unas elevaciones que se alzaban formando unas pequeñas crestas a lo largo de unos ocho kilómetros hasta alcanzar un prolongado y elevado macizo desde donde se contemplaba un espléndido panorama. Pero ese macizo, formado principalmente de arcilla, estaba justo dentro del borde curvado de los grandes peñascos cretácicos del sur y los ocultaba al mundo del río. Asimismo, en el lado norte del río, el niño reconocía las suaves y boscosas laderas surcadas por arroyos, que formaban el telón de fondo de las dos grandes colinas a orillas del río. Segovax distinguía los elevados terraplenes detrás de ellas, así como unos promontorios y riscos de muchos cientos de metros de altura, que se extendían varios kilómetros a lo lejos. Pero no conocía la inmensa escarpa cretácica que se extendía hacia el norte, detrás de las crestas interiores de arcilla y arena.

Entonces, a unos diecinueve kilómetros río abajo desde Londinos, empezaba a aparecer un paisaje muy distinto. A la izquierda del río, donde el extremo septentrional de la gran V cretácica estaba ya a más de cincuenta kilómetros de distancia, las orillas eran bajas y pantanosas. Más allá de éstas, según explicó el padre de Segovax, se encontraban unos inmensos eriales de bosques y marjales que se extendían durante más de doscientos kilómetros en una enorme y pronunciada curva que constituía la costa oriental de la isla, con sus infinitas y fantásticas vistas marítimas junto al frío mar del Norte.

—Es un terreno inmenso e inhóspito —comentó el padre de Segovax—, cubierto de interminables playas. Y unos vientos que te parten en dos cuando soplan del este desde el otro lado del mar. El jefe Cassivelaunus vive allí. Son unas tribus salvajes e independientes —añadió meneando la cabeza—. Sólo un hombre poderoso como él es capaz de gobernarlas.

Pero si el niño miraba hacia la derecha, hacia la orilla meridional, el paisaje que divisaba contrastaba notablemente con la vista anterior. En este punto, por el río se accedía a los grandes peñascos cretácicos al sur de la V. Entonces, en lugar de las suaves laderas, el niño se encontró navegando junto a una escarpada y elevada orilla, detrás de la cual se alzaba, a centenares de metros de altura, una inmensa hilera de crestas que se extendía por el este hasta el horizonte.

—Eso es Kent, la tierra de los cantii —le explicó su padre sonriendo—. Uno puede caminar durante días por esos peñascos cretácicos hasta llegar a los grandes acantilados blancos en el extremo de la isla.

Luego le explicó los detalles de la larga península del sudeste de la isla, y que, en un día despejado, se divisaba la nueva provincia romana de la Galia al otro lado del mar.

—En los valles que hay entre las crestas se encuentran unas tierras de labranza muy fértiles.

—¿Son tan salvajes como las tribus que habitan al norte del estuario? —preguntó Segovax.

—No —respondió su padre y sonrió—. Son más ricas.

Durante un rato siguieron en silencio, el niño lleno de asombro, su padre meditabundo.

—Un día —dijo el padre al cabo de unos minutos— mi abuelo me contó algo muy extraño. Cuando yo era niño había una canción que decía que hacía mucho mucho tiempo allí había un enorme bosque. —Y señaló hacia el este, en dirección al mar—. Pero entonces se produjo un gran diluvio y el bosque quedó sepultado bajo las aguas. —Se detuvo, mientras él y su hijo reflexionaban sobre lo dicho.

—¿Qué más te contó?

—Me dijo que en aquel entonces, cuando vinieron los primeros colonos a este lugar, la tierra que ves allí —y esta vez señaló el norte— se encontraba cubierta de hielo. Estaba permanentemente helada. El hielo era alto y espeso como un muro.

—¿Y qué ocurrió con el hielo?

—Supongo que el sol lo derritió.

Segovax se volvió hacia el norte. Era difícil imaginar esa oscura tierra verde permanentemente helada.

—¿Podría volver a helarse?

—¿A ti qué te parece?

—Creo que no —afirmó Segovax—. El sol sale todos los días.

El niño continuó admirando el paisaje mientras el bote se deslizaba por el río, que se iba ensanchando paulatinamente. Su padre lo miró con afecto y pronunció una oración en silencio a los dioses para pedir que una vez él hubiera desaparecido y el niño viviera muchos años y tuviera hijos.

A media tarde divisaron el estuario. Acababan de doblar un recodo del río, que ya medía casi un kilómetro y medio de ancho, y allí estaba, delante de ellos.

—¿No querías ver el mar? —preguntó su padre dulcemente.

—¡Oh, sí! —fue todo lo que el niño pudo decir.

Qué largo era el estuario. A la izquierda, el litoral iniciaba una lenta curva, y se hacía aún más ancho; a la derecha, los peñascos cretácicos de Kent se extendían hasta el horizonte. Y entre los dos, el mar abierto.

No era como él esperaba. Segovax imaginaba que el mar parecería, en cierto modo, hundirse hacia el horizonte, pero sus aguas daban la impresión de aumentar de volumen, como si el océano no se contentara con permanecer donde estaba, sino que ansiara avanzar rápidamente y hacer una visita al río. El niño observó las agitadas olas y unas zonas donde el agua tenía un color más oscuro. Aspiró el olor intenso y salado. Sintió un fuerte estremecimiento. Ante él se encontraba una gran aventura. El estuario era una puerta, y Londinos, comprendió entonces Segovax, no constituía simplemente un agradable lugar junto al río, sino el punto de partida de un viaje que conducía a este maravilloso mundo abierto. Segovax contempló arrobado el mar.

—A la derecha hay un gran río —observó su padre señalando un punto situado a varios kilómetros a lo largo del alto litoral, donde, detrás de un promontorio, la gran corriente de Kent del Medway descendía por una abertura en los peñascos cretácicos para unirse al río.

Navegaron por el estuario durante una hora. La corriente se había tornado más lenta, las aguas más agitadas. El bote de mimbre empezó a bambolearse mientras el agua penetraba por sus costados. El agua parecía más verde en ese momento, más oscura. El fondo ya no se veía y cuando cogió un poco de agua con la mano y la bebió, Segovax comprobó que era salada. Su padre sonrió.

—La marea está cambiando —comentó.

Sorprendido, Segovax se dio cuenta de que el bamboleo del pequeño bote lo hacía sentirse mareado. El niño frunció el entrecejo, pero su padre se echó a reír.

—¿Tienes náuseas? Las cosas se ponen peor cuando estás ahí —dijo, señalando hacia el mar. Segovax observó las lejanas y grandes olas con expresión pensativa—. ¿Te gustaría ir?

—Creo que sí. Algún día.

—El río es más seguro —dijo su padre—. Muchos hombres se han ahogado en el mar. Es cruel.

El joven Segovax asintió con la cabeza. De pronto se sintió muy mareado. Pero se juró que un día, por mucho que se mareara, probaría esa gran aventura.

—Es hora de regresar —dijo su padre. Luego añadió—: Tenemos suerte, el viento ha cambiado.

Era cierto. En un gesto de benevolencia, el viento había amainado y cambiado hacia el sudeste. La pequeña vela se agitó mientras el pescador modificaba el rumbo del bote para emprender el camino de regreso.

El joven Segovax suspiró. Le parecía que ningún día de su vida podría ser tan perfecto como ése, a solas con su padre en el bote de mimbre, contemplando el mar. Las aguas empezaron a calmarse. La tarde era calurosa y el niño se sintió bastante soñoliento.

Segovax se despertó con un sobresalto cuando su padre le dio un codazo. Habían estado navegando lentamente. Aunque había transcurrido una hora desde que Segovax había cerrado los ojos, acababan de doblar el gran recodo del río y dejar atrás el estuario. Al despertarse, el niño emitió una breve exclamación de sorpresa.

—Fíjate en eso —murmuró su padre, señalando un objeto que se hallaba a unos ochocientos metros de distancia.

Una enorme balsa se dirigía lentamente hacia el centro del río desde la orilla norte. Unos veinte hombres con largas pértigas la propulsaban por la corriente. Detrás de ellos, Segovax vio otra balsa que se disponía a zarpar. Pero lo más asombroso no eran las grandes balsas, sino su cargamento. Pues cada una de ellas transportaba, amarrado a cubierta, un magnífico carro de guerra.

El carro celta era un arma temible. Tirado por veloces caballos, era una máquina de dos ruedas ligera y estable, capaz de transportar a un guerrero perfectamente armado y a un par de ayudantes. Esos carros, muy maniobrables, eran capaces de sortear todo tipo de obstáculos mientras sus ocupantes arrojaban lanzas o disparaban flechas a diestro y siniestro. A veces los guerreros adherían unas hojas de guadaña a las ruedas, las cuales hacían pedazos a cualquiera que se acercara. El carro que transportaba la balsa era espléndido. Pintado de rojo y negro, relucía bajo el sol. Fascinado, Segovax lo contempló mientras su padre hacía virar su bote para acompañar a este prodigio hasta la orilla sur.

Pero si el niño se sintió cautivado por la balsa y su magnífico cargamento, aquello no fue nada comparado con la impresión que se llevó cuando, mientras se aproximaban a tierra, de pronto su padre exclamó:

—¡Por todos los dioses! Segovax, ¿ves a ese hombre alto montado en un caballo negro?

Cuando el niño asintió con la cabeza, su padre le explicó:

—Es Cassivelaunus en persona.

Las dos horas siguientes fueron muy emocionantes. El padre de Segovax, tras ordenarle que aguardara junto al bote de mimbre, se puso a conversar con los hombres que tripulaban las balsas mientras los ayudaba a arrastrarlas hasta la orilla.

Mientras Segovax esperaba junto al pequeño bote, más de una veintena de carros fueron transportados a través del río, y también unos cincuenta caballos. Éstos presentaban un aspecto no menos espléndido que los carros de guerra. Algunos, los más grandes, eran para transportar a un guerrero sobre sus lomos. Otros, de tamaño más reducido pero muy veloces, eran para los carros. Todos ellos, según pudo comprobar el niño, eran purasangres. Un nutrido grupo de hombres, cargados con armas, cruzó también el río. Algunos iban elegantemente ataviados con unas capas de alegres colores y refulgentes joyas de oro. El niño se sintió orgulloso de presenciar el noble espectáculo que ofrecía su valeroso pueblo celta. Pero lo mejor ocurrió cuando el gran cabecilla en persona —una figura enorme que llevaba una magnífica capa roja y con unos bigotes larguísimos— indicó a su padre que se acercara y habló con él. Segovax vio a su padre arrodillarse ante el jefe, vio que intercambiaban unas palabras, vio al gran hombre sonreír afectuosamente, apoyar una mano en el hombro de su padre y entregarle un pequeño broche. ¡Su padre, un humilde campesino pero un hombre valiente, reconocido por el jefe más grande de la isla! Segovax se sonrojó de alegría.

Avanzada la tarde, el padre de Segovax regresó junto a él. Sonreía, pero parecía preocupado.

—Es hora de marcharnos —dijo.

Segovax asintió con la cabeza, pero suspiró. Podría haberse quedado allí eternamente.

Su padre empuñó los remos y al poco rato habían avanzado un buen trecho por el río. Al mirar atrás, Segovax vio que las últimas balsas habían llegado a la orilla.

—¿Se disponen a luchar? —preguntó.

Su padre lo miró sorprendido.

—¿Es que no te has dado cuenta, muchacho? —contestó suavemente sin dejar de remar—. Se dirigen a la costa. Los romanos están en camino.

La pequeña Branwen observó a su madre con curiosidad. Estaba dormida cuando Segovax y su padre partieron, y el día prometía ser tranquilo y bastante aburrido. Su madre se había pasado la mañana confeccionando una cesta, sentada con otras mujeres frente a la choza, conversando en voz baja mientras los niños jugaban. Y allí, sin duda, habrían permanecido toda la tarde si no hubiera sido por la visita del druida.

Se había presentado inesperadamente, remando él mismo en una canoa, pero entonces nadie conocía las llegadas del anciano. Con la autoridad que le confería su antigua orden, el druida había ordenado a los aldeanos que le entregaran un gallo y tres pollos para ser sacrificados, y que lo acompañaran a los lugares sagrados al otro lado del río. Los aldeanos, obedientes y sin saber qué impulso o premonición había obligado de pronto al anciano a abandonar su isla, lo habían seguido aquella soleada tarde, en balsas y botes de mimbre, al otro lado del río.

No se habían encaminado directamente hacia las dos colinas que se alzaban en Londinos, sino que en primer lugar se habían dirigido hacia la amplia ensenada donde el río descendía por el lado occidental de las colinas. Desembarcaron en el lado izquierdo de la ensenada, subieron por la orilla hasta un lugar a unos cincuenta metros del río. No había mucho que ver salvo un grupo de tres piedras ásperas que llegaban más o menos a la altura de la rodilla de un hombre y estaban colocadas alrededor de un agujero en el suelo.

Se trataba de un pozo sagrado. Nadie sabía cuándo ni por qué había sido abierto. No lo alimentaba un río sino un pequeño manantial. Y en ese pozo desierto, según decían, habitaba cierta diosa del agua benefactora.

Tras coger uno de los pollos, el druida musitó una oración mientras la gente observaba, le cortó hábilmente el pescuezo y lo arrojó al pozo, donde al cabo de unos momentos lo oyeron chocar contra el agua en la profundidad.

Después regresaron a sus botes, cruzaron la ensenada y subieron a pie por la ladera de la colina occidental. Ahí, poco antes de llegar a la cima por el lado del río, había una amplia explanada de hierba que ofrecía una magnífica vista del agua. En el centro de ese lugar herboso había un pequeño círculo cortado unos centímetros en el suelo. Era el lugar de los sacrificios rituales. Allí mató al gallo y a los otros dos pollos y derramó su sangre sobre la hierba dentro del círculo mientras murmuraba:

—Hemos derramado sangre por vosotros, dioses del río, la Tierra y el cielo. Protegednos ahora y en el momento de nuestra muerte.

Luego cogió el gallo y los pollos y, tras ordenar a los aldeanos que ya podían regresar a casa, se dirigió hacia la otra colina para comunicarse a solas con los dioses.

Y esto, para la gente de la aldea, representaba el fin de la cuestión. El druida les había ordenado que se retiraran. Mientras descendían por la ladera y se dirigían hacia sus botes, se sentían satisfechos de haber hecho todo lo que debían.

Salvo Cartimandua.

Branwen siguió observando a su madre. Era una persona extraña; la niña lo sabía.

¿Por qué, mientras los demás entraban en sus botes, de pronto Cartimandua había rogado a uno de los hombres que le dejara un bote de mimbre y luego, inesperadamente, había subido de nuevo por la colina con Branwen y el bebé? ¿Por qué, mientras el resto de los aldeanos llegaban a la orilla meridional, ellos se habían dedicado a recorrer las dos colinas en busca del druida, que había desaparecido misteriosamente? Y ¿por qué estaba su madre tan pálida y agitada?

Aunque la niña lo ignoraba, el motivo de la extraña conducta de su madre era muy simple. Si el druida había decidido tan súbita e inesperadamente llevar a cabo esos sacrificios, eso sólo podía significar una cosa. Gracias a sus poderes especiales y su contacto con los dioses, el sacerdote había adivinado que se cernía un peligro. Cartimandua comprendió que había llegado su hora terrible. Los romanos estaban en camino. Y una vez más, con una fuerza brutal, la angustia de su dilema la había golpeado.

¿Había obrado mal? ¿Qué podía hacer? Indecisa, sin saber muy bien qué decir ni qué pedir, Cartimandua había regresado en busca del druida, convencida de que él podría ayudarla antes de que fuera demasiado tarde.

Pero ¿dónde se había metido? Sosteniendo al bebé en brazos y arrastrando de la mano a la pequeña Branwen, Cartimandua había atravesado la colina occidental, había cruzado, por unas pasaderas, el arroyo que discurría entre ambas colinas, y había subido hasta la cima de la colina oriental, confiando en encontrar allí al anciano. Pero no había rastro de él. Cuando Cartimandua se disponía a rendirse, vio una columna de humo que brotaba al otro lado de la colina y se apresuró hacia allí.

Era otra característica curiosa de ese lugar llamado Londinos. Por el lado del río, la colina oriental no estaba cortada a pico, sino que formaba una especie de herradura antes de curvarse y descender hacia el río. Así, en el lado sudeste de la colina, había una especie de teatro natural al aire libre, con una agradable plataforma que hacía las veces de escenario, y la colina y su herradura de auditorio. Las laderas que rodeaban este espacioso teatro eran herbosas y contaban con algún que otro árbol; la plataforma estaba tan sólo cubierta de tierra y arbustos. Fue allí, junto al río, donde el druida había encendido una pequeña fogata.

Cartimandua observó al anciano desde la cima de la ladera, pero no se decidió a bajar para hablar con él debido a dos razones.

En primer lugar, desde el lugar donde se encontraba podía distinguir lo que hacía el druida. Éste había extraído los huesos de las aves que había sacrificado y los estaba colocando en el fuego. Esto indicaba que estaba consultando los oráculos, uno de los ritos más misteriosos de cuantos realizaban los sacerdotes celtas, y que nadie se atrevía a interrumpir. La segunda razón tenía que ver con el lugar mismo.

Se trataba de los cuervos.

En las ondulantes laderas que rodeaban el río habitaba, desde tiempos inmemoriales, una colonia de cuervos.

Cartimandua por supuesto sabía que, si se los trataba bien, los cuervos no eran aves de mal agüero, sino de bueno. Se decía que sus poderosos espíritus eran capaces de defender a las tribus celtas. Ése era probablemente el motivo de que el druida hubiera elegido ese lugar para consultar los oráculos. Pero mientras Cartimandua observaba a los cuervos, no pudo reprimir un escalofrío. Esas grandes aves negras, con sus poderosos picos, siempre le habían infundido temor. Ofrecían un aspecto siniestro mientras revoloteaban de un lado para otro emitiendo sus roncos y aterradores graznidos. Si Cartimandua decidía bajar se exponía a que un cuervo se precipitara sobre ella, le aferrara la mano o la pierna entre sus afiladas garras y le causara una profunda herida con su brutal pico.

Pero de pronto el druida alzó la vista y la vio. Durante un momento la observó, aparentemente enojado. Luego le indicó en silencio que bajara.

—Espérame aquí —dijo Cartimandua a la pequeña Branwen, entregándole al bebé—. Y no te muevas.

Luego, armándose de valor, comenzó a bajar la ladera y pasó delante de los cuervos.

Branwen jamás olvidaría esos interminables minutos; el terror que sintió en la cima de la ladera herbosa, a solas con el bebé, observando a su madre y al anciano abajo. Aunque la niña veía a Cartimandua, no le gustaba estar sola en aquel siniestro lugar, y si no hubiera sentido tanto miedo a los cuervos como su madre, no habría dudado en bajar para reunirse con ella.

Branwen vio que su madre hablaba con aire serio al druida; vio al anciano negar lentamente con la cabeza. La niña tuvo la impresión de que Cartimandua suplicaba algo. Por fin, con gran solemnidad, el anciano druida sacó varios huesos del fuego y los examinó. Luego dijo algo. Y, de pronto, se oyó un sonido aterrador que resonó con tal fuerza que los cuervos, sobresaltados, alzaron apresuradamente el vuelo y descendieron sin cesar de emitir unos airados y enloquecidos graznidos. Fue un alarido atroz, como el que podía haber procedido de un animal desesperado.

Pero había procedido de Cartimandua.

No obstante, nadie había adivinado el secreto de Cartimandua. Segovax se sentía muy satisfecho de sí mismo. Desde que su padre y él habían regresado, en Londinos reinaba una febril actividad. El noble de barba negra había llegado antes que ellos y ordenado al padre de Segovax y a otros hombres que se dirigieran de inmediato al vado situado río arriba. A partir de entonces los hombres de la aldea habían estado tan ocupados que la familia del pescador apenas lo había visto.

Los preparativos fueron largos y complicados. Clavaron unas afiladas estacas en la orilla junto al vado. Los hombres de todas las aldeas vecinas talaron árboles para construir una sólida empalizada a lo largo de la orilla de la isla del druida.

Cada día recibían noticias por medio de los hombres que acudían al vado desde todos los rincones de la región. A veces las noticias eran desconcertantes.

«Todas las tribus británicas han jurado seguir a Cassivelaunus», afirmaba un hombre, mientras otro declaraba: «Las tribus celtas de la Galia, al otro lado del mar, están dispuestas a sublevarse. Aquí ablandaremos al César, y luego le cortarán la retirada». Pero algunos no estaban tan convencidos. «Los otros jefes están celosos de Cassivelaunus —comentaron los más prudentes—. No son de fiar».

Sin embargo, los primeros informes fueron esperanzadores. César había desembarcado al pie de los acantilados blancos en la costa meridional y había iniciado la marcha a través de Kent, pero los dioses de la isla se habían apresurado a atacar a sus huestes. Al igual que la vez anterior, una pavorosa tormenta había destrozado prácticamente la flota de César y obligado a los romanos a retroceder hacia la costa para repararla. Cuando César reemprendió la marcha, los celtas, en sus rápidos carros, se lanzaron al contraataque y diezmaron sus tropas. «Jamás alcanzarán el río», decía la gente. No obstante, seguían trabajando con diligencia.

Para Segovax fueron unos días de incertidumbre…, un tanto aterradores, pero en su mayor parte emocionantes. Pronto estuvo convencido de que no tardarían en llegar. Entonces pondría en marcha su plan secreto.

—Los celtas los aplastarán —explicó a su hermana Branwen con orgullo.

Segovax solía dirigirse subrepticiamente a un lugar situado en la orilla del río desde el cual podía observar los preparativos. A la segunda mañana, comenzaron a arrojar los troncos sobrantes al río.

Cartimandua vivía en un estado permanente de terror y confusión. Si Branwen se apartaba de su lado, se angustiaba. Si el bebé rompía a llorar, corría a ver qué le ocurría. Si Segovax desaparecía, como hacía con frecuencia, lo buscaba por todas partes y, cuando lo encontraba, abrazaba al turbado muchacho con fuerza.

Ante todo, miraba continuamente hacia el vado, donde trabajaba su marido. Durante dos noches, los hombres habían acampado allí, y aunque ella y otras mujeres les llevaban comida, había sido imposible hablar con él.

Cartimandua no lograba descifrar el sentido de aquello. Si al menos pudiera comprender el significado de las terribles palabras del druida.

Quizá no debería haberse acercado al anciano aquel día. Era evidente que él no deseaba hablar con ella. Pero había estado tan preocupada que no había podido menos de acercarse a él.

—Dime —le había rogado—, ¿qué será de mi familia y de mí?

Cartimandua no estaba segura de cómo abordar la cuestión. Al fin el anciano, con un encogimiento de hombros, había extraído unos huesos del fuego y, tras examinarlos, había meneado la cabeza como si ya hubiera visto lo que esperaba. Pero ¿qué significaba?

—Amas a tres hombres —le había dicho el anciano con voz solemne— y vas a perder a uno de ellos.

¿Perder a uno? ¿A cuál? Esos tres hombres sólo podían ser su marido, Segovax y el bebé. No existía otro hombre en su vida. El anciano debía de referirse a su marido. Pero ¿acaso ella no lo había salvado? ¿No iba a trasladarse su marido con ellos a un lugar seguro río arriba si llegaban los romanos?

El día después de la llegada de su marido, Cartimandua se había acercado al noble de barba negra mientras éste impartía órdenes a los hombres que preparaban las defensas. Le había preguntado si su pacto seguía en pie. «Ya te lo he dicho», había contestado él con un gesto de impaciencia.

¿Qué podían significar las palabras del anciano? ¿Que Branwen iba a sufrir de nuevo un accidente? ¿Que iba a ocurrirle algo a Segovax o al bebé? Confundida y atormentada, Cartimandua se sentía como un animal, atrapado con sus crías, que trata desesperadamente de proteger a uno y a otro de los avances de los furiosos depredadores.

Por fin, al cabo de varios días de angustia, recibieron la noticia de que Cassivelaunus había reunido a sus hordas para una encarnizada batalla.

Los guerreros habían comenzado a acudir en masa: soldados de infantería, de caballería y aurigas. Al vado llegaban sin cesar grupos de hombres, todos ellos sudorosos y cubiertos de polvo.

Algunos hablaban de traición, de cabecillas que habían desertado. «Los romanos los sobornaron —decían—. Que los dioses los maldigan». Pero aunque estaban furiosos, no se sentían desmoralizados. «Una derrota nada significa. No tardaremos en vengarnos de los romanos». Aunque cuando Segovax se atrevió a preguntar a uno de los hombres que conducían los carros de guerra cómo eran los romanos, éste había contestado con franqueza: «Se mantienen en formación. —Y luego añadió—: Y son temibles».

En el sur ya no existían más defensas. La siguiente barrera era el río. «La batalla se librará aquí —había informado su padre a Segovax en una breve visita a la aldea—. Aquí es donde detendremos a César». Al día siguiente las mujeres recibieron la siguiente notificación: «Disponeos a evacuar la aldea. Partiréis mañana».

A la mañana siguiente Segovax observó atentamente a su padre mientras éste se colocaba la espada. Por lo general la guardaba envuelta entre unas pieles de las que, dos o tres veces al año, la sacaba para inspeccionarla. En esas ocasiones su padre permitía a Segovax que la sostuviera, sin tocar la hoja. «Harás que se oxide», le decía su padre mientras la engrasaba con esmero antes de colocarla de nuevo en su funda de madera y cuero y envolverla con las pieles.

Era un arma típicamente celta. Tenía una hoja larga y ancha de hierro con una estría en el centro. En la empuñadura había un simple apoyo, pero el pomo estaba tallado en forma de la cabeza de un hombre que miraba fijamente y con furia al enemigo.

Mientras observaba a su padre, Segovax se sintió extrañamente conmovido. Qué fatigado parecía tras tantos días de intenso trabajo. Su espalda estaba aún más encorvada, como si padeciera algún dolor. Sus brazos parecían caer más inermes de lo usual. Sus amables y bondadosos ojos reflejaban un gran cansancio. Y, sin embargo, por vulnerable que fuese su aspecto, era un hombre valiente. Se lo veía impaciente por entrar en batalla. Su cuerpo y su rostro denotaban una virilidad que superaba su fragilidad física. Al verle coger el escudo que colgaba de la pared y dos lanzas, a Segovax se le antojó que su padre se había transformado en un noble guerrero, y esto le hizo sentirse orgulloso, pues deseaba que su padre se mostrara fuerte y valeroso.

Una vez preparado, el pescador se acercó a su hijo y le habló en tono grave:

—Si algo malo me ocurriera, Segovax —dijo suavemente—, tú serás el hombre de la familia. Debes ocuparte de tu madre y tus hermanos. ¿Comprendes?

Al cabo de unos momentos, el padre de Segovax llamó a la pequeña Branwen y empezó a decirle que debía portarse bien, pero la idea le pareció tan absurda que el hombre soltó una carcajada y se contentó con abrazarla y darle un beso.

Ya todo estaba listo. Los hombres aguardaban junto al extremo de la lengua de tierra, dispuestos a partir. Las mujeres y los niños de la aldea ocupaban cuatro grandes canoas. Dos balsas transportaban las provisiones y sus pertenencias. Los aldeanos esperaban recibir órdenes del noble a cargo de las tropas, que acababa de partir de la empalizada y se dirigía por el río hacia la aldea.

A los pocos minutos llegó el capitán de barba negra. Sus ojos duros y perspicaces observaron a los hombres y a las mujeres congregados a la orilla del río. Cartimandua, de pie junto al bote con sus tres hijos, le dirigió una mirada interrogadora. Él asintió con la cabeza casi imperceptiblemente.

—Parece que todo está en orden —observó con tono hosco. Tras examinar a sus hombres, se apresuró a elegir a tres—. Iréis con los botes en calidad de centinelas —dijo. Tras una pausa, continuó—: Todas las aldeas estarán reunidas cinco días río arriba. Allí hay un fuerte. Más tarde recibiréis instrucciones. —Luego miró al marido de Cartimandua—. Tú también irás. Estarás a cargo del grupo. Pon unos centinelas cada noche. —Tras esas palabras dio media vuelta para marcharse.

Había funcionado. Cartimandua sintió alivio. Gracias a los dioses todos estaban a salvo, al menos de momento. La mujer se sentó en el bote. Durante un momento no se dio cuenta de que su marido no se había movido.

Miró a las otras mujeres que iban en el bote con sus hijos y sonrió. De pronto se percató de que su marido estaba hablando y escuchó lo que decía.

—No puedo ir.

El capitán frunció el entrecejo. Estaba acostumbrado a que le obedecieran. Pero el padre de Segovax negaba con la cabeza.

«¿Qué estaba diciendo? —se preguntó Cartimandua—. ¿Cómo podía negarse a ir?».

—Es una orden —dijo el noble, enojado.

—He hecho un juramento. Hace pocos días —explicó el pescador—. Al mismo Cassivelaunus. Juré que lucharía junto a él en Londinos.

Todos oyeron sus palabras. Cartimandua emitió una exclamación de asombro y sintió que se le helaba la sangre en las venas. Su marido había dicho algo sobre un juramento. Entonces comprendió que apenas lo había visto desde su regreso.

—¿Un juramento? —El capitán parecía perplejo.

—Mirad, me dio un broche —prosiguió el pescador—. Me dijo que lo luciera durante la batalla para poder reconocerme. —Y sacó el broche de una bolsa que llevaba colgada al cinto.

Se produjo un silencio. El capitán observó el broche. El hombre podía ser un simple aldeano, pero un juramento era algo sagrado. En cuanto a un juramento hecho a un jefe… Era evidente que el broche pertenecía a Cassivelaunus. Miró a Cartimandua. Estaba pálida. Luego miró a la niña. Era muy bonita. Pero la situación no tenía remedio. El pacto se había roto.

El capitán emitió un gruñido de irritación y señaló a otro hombre.

—Tú estarás a cargo del grupo. En marcha —dijo, y se marchó.

Cuando el pescador observó a su esposa y sus hijos partir en el bote, sintió una profunda melancolía, pero también satisfacción. Sabía que su hijo se daba cuenta de que él no era tan fuerte como otros hombres. Se alegraba de que le hubiera oído decir, delante de todo el mundo, que había jurado luchar junto al gran jefe británico.

Los botes avanzaban lentamente. Cuando doblaron el recodo, Segovax contempló las fuerzas que se habían congregado allí. Habían acudido rápidamente. Vio numerosos carros dispuestos en hileras; detrás de la empalizada había varias pequeñas fogatas encendidas, alrededor de las cuales estaban reunidos grupos de hombres. «Dicen que cuando Cassivelaunus llegue mañana —le había dicho su padre— tendremos dispuestos cuatro mil carros de guerra». Segovax estaba orgulloso de pensar que su padre formaba parte de aquel enorme despliegue de fuerzas.

Tras dejar atrás el vado y la isla del druida navegaron hacia el sur durante más o menos un kilómetro y luego doblaron otro recodo del río, de manera que el niño perdió de vista las líneas de combate. Ambas márgenes estaban rodeadas de terrenos pantanosos e islas, verdes y repletas de sauces.

Branwen, con la cabeza apoyada en el hombro de Segovax, se había quedado dormida al sol. Su madre contemplaba el río en silencio.

A medida que el río serpenteaba por amplios valles y prados salpicados de árboles, Segovax se dio cuenta de que en ese momento el río fluía en contra de ellos, río abajo. La marea procedente del estuario había cesado. Habían dejado el mar atrás.

Aquella noche acamparon debajo de unos sauces y a la mañana siguiente reemprendieron el camino, junto con la gente de otra aldea que se había unido al grupo. Pasaron de nuevo un día soleado y apacible navegando lentamente por el agradable río. Nadie reparó en que, al anochecer, un extraño nerviosismo se apoderó de Segovax. ¿Quién iba a adivinar que había llegado el momento de poner en marcha su plan secreto?

Segovax avanzó sigilosamente por la oscuridad. Era una noche sin luna, pero las estrellas lucían en el firmamento. Todos dormían profundamente. La noche era templada. Habían acampado en una isla larga y estrecha del río. Al ponerse el sol, el firmamento había adquirido ese intenso color rojo que anuncia que al día siguiente hará un tiempo espléndido. Todos estaban cansados a causa del viaje. Después de encender una gran fogata, habían cenado y se habían acostado para dormir bajo las estrellas.

Segovax oyó la llamada ululante de un búho. Moviéndose con mucha cautela, empuñó su lanza y se dirigió hacia la orilla del río.

La gente de la otra aldea había llevado dos pequeños botes de mimbre, uno de los cuales tenía una proa puntiaguda como una canoa. En cuanto Segovax lo vio, comprendió que ésa era su oportunidad. El bote de mimbre estaba en la orilla pantanosa. Era tan ligero que podía arrastrarlo con una sola mano. Empezó a empujarlo hacia el agua y en ese momento oyó unos pasos en el barro, a sus espaldas. Era Branwen. Suspiró. Esa niña nunca dormía.

—¿Qué haces?

—Chsss.

—¿Adónde vas?

—A reunirme con nuestro padre.

—¿Para luchar?

—Sí.

Ella recibió esta tremenda noticia en silencio, pero sólo durante un momento.

—Llévame contigo.

—No puedo. Quédate aquí.

—¡No!

—Sabes que no puedes venir, Branwen.

—No.

—No sabes luchar. Eres demasiado pequeña.

Incluso en la oscuridad, Segovax vio que su hermana empezaba a hacer pucheros y crispaba las manitas de rabia.

—Iré contigo.

—Es peligroso.

—No me importa.

—Despertarás a todo el mundo.

—No me importa. Si no me llevas, me pondré a llorar. —La amenaza iba muy en serio.

—Por favor, Branwen. Dame un beso.

—¡No!

Segovax la abrazó, ella le dio un bofetón. Luego, antes de que la niña pudiera despertar a todos, Segovax empujó el bote de mimbre al agua y se subió. Al cabo de unos momentos se alejó rápidamente río abajo en la oscuridad.

Lo había hecho. Desde que habían llegado las noticias de la invasión, justo antes de que el druida hiciera la ofrenda del escudo al río, Segovax había planeado en secreto esta expedición. Día tras día había practicado con la lanza hasta que logró una precisión que pocos adultos podían igualar. Y entonces, por fin, su oportunidad había llegado. Iba a luchar junto a su padre. «No podrá mandarme de vuelta si llego de repente justo cuando comience el combate», pensó.

La noche se le hizo interminable. Con la corriente fluyendo tras él, y con el pequeño remo para ayudarse, Segovax consiguió deslizarse por el río dos o tres veces más rápidamente que los botes que habían ascendido por el río. En la oscuridad, la ribera parecía desfilar ante sus ojos a toda velocidad.

Pero sólo tenía nueve años. Al cabo de una hora sintió un gran cansancio en los brazos; al cabo de dos le dolían debido al esfuerzo. No obstante, siguió avanzando. Dos horas más tarde, en la profundidad de la noche, Segovax empezó a sentir sueño. Nunca había estado despierto hasta tan tarde. Una o dos veces dio una cabezada, pero se despertó inmediatamente con un sobresalto.

Quizá, se dijo, debía acostarse un ratito para descansar, pero su instinto le advirtió de que si se quedaba dormido no se despertaría hasta el día siguiente al mediodía. Segovax comprobó que si mantenía la imagen de su padre ante él, ésta le daba ánimos para continuar. De esta manera, deteniéndose de vez en cuando para descansar los brazos, y sin dejar de pensar, hora tras hora, en su padre aguardándole en el campo de batalla, se sentía con las fuerzas suficientes para proseguir su camino. Su padre y él lucharían juntos. Quizá morirían juntos. En esos momentos, eso era lo que Segovax más ambicionaba en el mundo.

Cuando el amanecer empezó a iluminar el cielo, Segovax llegó al punto donde comenzaba la marea del río. Por fortuna, era el reflujo, de modo que el bote se deslizó suavemente hacia Londinos y el mar.

Para cuando el sol se hallaba en lo alto del firmamento, el río era mucho más ancho. Al cabo de una hora Segovax se aproximó a un recodo que conocía bien. La excitación que lo embargaba hizo que se olvidara del sueño cuando comenzó a doblar el recodo y distinguió la isla del druida, a menos de un kilómetro y medio de distancia. De pronto lanzó una exclamación de asombro.

Frente a él vio a las tropas romanas cruzando el río.

Las fuerzas que César había reunido para la conquista de Britania eran realmente formidables. Cinco disciplinadas legiones: unos veinticinco mil hombres, con dos mil soldados de caballería. Sólo había perdido a unos pocos hombres en la península sudoriental de Kent.

La alianza de los jefes britanos empezaba a desmoronarse. César era un hombre extremadamente inteligente. Sabía que si conseguía aplastar a Cassivelaunus, numerosos e importantes jefes pasarían a su bando.

Pero el cruce de este río era un asunto muy serio. El día anterior un celta capturado por las fuerzas romanas les había revelado lo de las estacas en el lecho del río. La empalizada que habían erigido frente a éste era sólida y resistente. Sin embargo, los romanos contaban con una ventaja. «Lo malo de los celtas —había comentado César a uno de sus ayudantes— es que su estrategia no está a la altura de sus tácticas». Mientras los celtas se dedicaran a acosar a sus líneas de combate con sus carros como si jugaran al escondite, era prácticamente imposible que los romanos los derrotaran. Con el tiempo, habrían logrado vencer la resistencia de César. La estrategia de los celtas, por lo tanto, debía haber consistido en aguardar pacientemente. «Pero los muy idiotas quieren enfrentarse a nosotros en una encarnizada batalla», había observado César. Y allí los romanos ganarían con toda seguridad.

Era una simple cuestión de disciplina y armamento. Cuando las legiones romanas unían sus escudos en un gran cuadrado, o, en un destacamento más pequeño, trababan sus escudos sobre sus cabezas para formar el equivalente antiguo de un tanque, constituían un fuerte inexpugnable para la infantería celta, e incluso los carros se las veían y deseaban para derrotarlos. Al mirar hacia el otro lado del río, donde la horda celta se había congregado en terreno abierto, César comprendió que el único obstáculo serio al que se enfrentaba era el río. Así pues, sin más preámbulos, dio la siguiente orden: «Adelante».

Sólo existe un lugar donde se puede cruzar el río, e incluso allí resulta complicado.

Esto escribió César en su historia. Por supuesto, el vado no presentaba dificultad intrínseca alguna, pero César, como buen político y general, no estaba dispuesto a reconocerlo.

En una ocasión ordené a la caballería que avanzara y a las legiones que la siguieran. El agua les llegaba al cuello, pero avanzaron con tal presteza y vigor que la infantería y la caballería consiguieron llevar a cabo el asalto conjuntamente.

No era de extrañar que ni Julio César ni otra persona se fijara en un pequeño bote de mimbre, a varios centenares de metros río arriba, varado en la pantanosa orilla septentrional del río.

Cuando por fin alcanzó tierra firme, Segovax era una pequeña figura parda cubierta de lodo. Pero no le importaba. Lo había conseguido.

La línea celta estaba a menos de un kilómetro y medio de distancia. Presentaba un aspecto espléndido. Segovax escrutó las miles de figuras en busca de su padre, pero no lo vio. Avanzó lentamente arrastrando su lanza y chapoteando por el lodo. El río se hallaba atestado de romanos; las primeras formaciones se agrupaban en la orilla septentrional. De las fuerzas celtas congregadas brotaban sonoros gritos concertados. De los romanos, silencio. El niño continuó avanzando.

Y entonces comenzó.

Segovax jamás había presenciado una batalla. Por lo tanto, no tenía idea de la terrible confusión. De golpe los hombres echaron a correr, mientras los carros se movían a una velocidad tal que parecía como si en pocos segundos fueran a precipitarse por la pradera y caer sobre él. Las armaduras de los romanos refulgían como una feroz criatura de fuego. El estruendo, incluso desde donde estaba Segovax, era impresionante.

Entre el tumulto oyó a los hombres, unos hombres adultos, lanzar unos alaridos de dolor que helaban la sangre.

Ante todo, Segovax no tenía idea de lo gigantesco que le parecería todo. Cuando un soldado de caballería romano apareció de pronto y echó a galopar por la pradera, a cien metros de él, le pareció un gigante. El niño, empuñando su lanza, se sentía insignificante.

Segovax se detuvo. La batalla, que entonces se libraba a menos de un kilómetro de distancia, se aproximaba a él. De pronto aparecieron tres carros que avanzaban a toda velocidad hacia él, pero después cambiaron de rumbo y se alejaron. Segovax no tenía ni la menor idea de dónde podía encontrarse su padre en aquella espantosa confusión. Se dio cuenta de que temblaba de miedo.

Un grupo de seis jinetes perseguía a un carro celta a tan sólo doscientos metros de Segovax.

Una carga de soldados de caballería al galope es un espectáculo tremebundo. Incluso una infantería perfectamente adiestrada, formada en cuadros, suele echarse a temblar. Unas tropas desorganizadas, ante una caballería que carga contra ellas, ponen siempre pies en polvorosa. Por lo que no era de extrañar que el niño, al darse cuenta de que el ejército avanzaba hacia él, se sintiera tan aterrorizado que se parara en seco y comenzara a retroceder. Luego dio media vuelta y huyó despavorido.

Se había preparado durante varias semanas. Había remado durante toda la noche para reunirse con su padre. Pero en ese momento estaba allí, a unos cien metros de él, y no podía correr a su lado.

Segovax se quedó clavado en la ribera, sin dejar de temblar, durante otras dos horas. Más abajo, varado en el lodo, estaba el pequeño bote de mimbre en que, si la batalla seguía avanzando hacia él, se subiría de un salto para alejarse de allí. Pálido como la cera, Segovax estaba aterido de frío. El día parecía haberse transformado en una pesadilla. Mientras el niño contemplaba la tremenda batalla que se libraba al otro lado de la pradera, comprendió horrorizado que tenía que ser un cobarde.

—Haced que mi padre no me vea —rogó a los dioses—, que no vea que soy un cobarde.

Pero no había peligro de que su padre lo viera. A la tercera carga de los romanos su padre había caído, espada en mano, tal como habían anunciado los dioses.

Segovax permaneció allí todo el día. A media tarde la batalla concluyó.

Los celtas, brutalmente derrotados, huyeron hacia el norte, perseguidos a cierta distancia por la caballería romana, que aniquilaba implacablemente todo lo que podía. Al anochecer, los vencedores acamparon en el este, cerca de las dos colinas de Londinos. El campo de batalla —una inmensa zona cubierta de carros destrozados, armas abandonadas y cadáveres— aparecía desierto y silencioso. Fue hacia ese desolado lugar donde Segovax se dirigió al fin.

El niño sólo había presenciado una o dos veces la muerte humana. Por lo tanto, no se hallaba preparado para contemplar el extraño color grisáceo, la pesadez y rigidez de los cadáveres. Algunos estaban horriblemente mutilados; a muchos les faltaban las extremidades. La atmósfera del lugar estaba impregnada del hedor a muerte. Los cadáveres se encontraban por doquier: en la pradera, alrededor de las estacas y la empalizada; en el agua que rodeaba la isla del druida. ¿Cómo iba a hallar a su padre entre aquella multitud de cadáveres si se encontrara entre ellos? Quizá ni siquiera lograra reconocerlo.

El sol empezaba a teñirse de rojo cuando Segovax halló a su padre cerca del agua. Lo vio de inmediato, pues estaba boca arriba, su dulce y enjuto rostro contemplando el firmamento con la boca abierta, lo que le daba un aire ausente, patético. Su piel tenía un color gris azulado.

Una espada romana, corta y de hoja ancha, le había producido una herida mortal en el costado.

El niño se arrodilló junto a él. Sintió un intenso calor en la garganta que lo ahogaba y hacía que sus ojos se llenaran de lágrimas. Segovax tendió una mano y acarició la barba de su padre.

Rompió a llorar tan desconsoladamente que no se dio cuenta de que no se hallaba solo.

Se trataba de un pequeño grupo de soldados romanos, acompañados por un centurión. Iban en busca de las armas romanas que pudieran hallar abandonadas. Al verlo se dirigieron hacia él.

—Un carroñero —comentó con desprecio uno de los legionarios.

Se encontraban sólo a cinco metros de distancia cuando el niño, al percibir el sonido de sus armaduras, se volvió y los observó aterrorizado.

Soldados romanos. El sol del atardecer arrancaba reflejos a sus petos. Iban a matarlo. O al menos se lo llevarían prisionero.

Segovax miró alrededor, buscando desesperadamente el medio de escapar. Era imposible. A sus espaldas estaba el río. Tal vez pudiera tratar de huir a nado, pero los soldados lo atraparían antes de que alcanzara la corriente. Segovax bajó la vista. La espada de su padre estaba junto a él. Se agachó, la cogió y se encaró con el centurión que se dirigía hacia él.

«Si va a matarme —pensó el niño—, moriré luchando».

La espada pesaba mucho, pero la sostuvo con firmeza. Su joven rostro expresaba determinación. Al aproximarse el centurión frunció el entrecejo e indicó a Segovax que depusiera el arma. Pero Segovax negó con la cabeza. El centurión se hallaba a pocos pasos de él. Cuando Segovax lo vio desenfundar su corta espada abrió los ojos como platos. Estaba dispuesto a luchar contra él, aunque no sabía cómo. Entonces el centurión lo golpeó.

Ocurrió tan rápido que el niño ni siquiera se dio cuenta. Se produjo un golpe seco y metálico y, asombrado, Segovax soltó la espada de su padre y sintió como si le hubieran separado la muñeca y la mano. El centurión, sin inmutarse, avanzó un paso más.

«Va a matarme —pensó el niño—. Moriré junto a mi padre». Pero al contemplar el cadáver grisáceo que estaba junto a él, la idea ya no le atraía tanto. «De todos modos —pensó Segovax— moriré luchando». Y se agachó de nuevo para coger la espada.

Horrorizado, comprobó que apenas podía levantarla. La muñeca le dolía tanto que tuvo que emplear ambas manos. Mientras alzaba la espada para atacar a su contrincante, Segovax reparó vagamente en que el centurión lo observaba con calma. El niño levantó de nuevo la espada para arremeter contra él, pero ni siquiera lo rozó. De pronto oyó una carcajada.

Segovax estaba tan pendiente del centurión que no oyó llegar a los jinetes. Formaban un grupo de seis, y se detuvieron para contemplar la escena con curiosidad. En medio de ellos estaba un individuo alto, con el cráneo pelado y el rostro duro e inteligente. Él era quien había soltado la carcajada. El jinete dijo algo al centurión, y todos se echaron a reír. Segovax se sonrojó. El hombre había hablado en latín, por lo que no comprendió lo que había dicho. Puede que se tratara de una broma. El niño supuso que se habían acercado para verlo morir a manos del centurión. Con un esfuerzo descomunal, alzó de nuevo la espada para atacar a su enemigo.

Pero ante su sorpresa, el centurión enfundó su espada. Los romanos se disponían a marcharse y dejarlo a solas con el cadáver de su padre.

Segovax se habría llevado una tremenda sorpresa si hubiera comprendido las palabras que había dicho Julio César.

«Es un joven y valeroso celta. Se niega a rendirse. Será mejor que lo dejemos tranquilo, centurión, o puede que nos mate a todos».

Segovax observó que su padre llevaba prendido en la túnica el broche que le había dado Cassivelaunus. Lo cogió respetuosamente, junto con la espada, y antes de irse se volvió para contemplar por última vez el rostro de su padre.

Durante los meses que siguieron a la contienda junto al río, César no se apoderó de la isla de Britania. No se sabe con certeza si se proponía ocuparla en esos momentos y era demasiado astuto para manifestarlo claramente en su relato de los hechos.

Los jefes británicos tuvieron que pagar onerosos tributos y cederle muchos rehenes. El éxito de César fue rotundo. Pero en otoño, él y sus legiones regresaron a la Galia, donde habían estallado graves conflictos. Con toda probabilidad, al comprender que había dedicado demasiado tiempo a conquistar lejanos territorios, César decidió consolidar su posición en la Galia antes de apoderarse de la isla. Entre tanto, la vida en la isla recobró la normalidad, al menos durante un tiempo.

En la primavera siguiente, aunque los isleños temían que se presentaran de nuevo, ni César ni los romanos aparecieron. Tampoco en el verano.

Salvo una vez. Una mañana de verano de aquel año, los habitantes de la aldea contemplaron un espectáculo insólito. Un barco avanzaba por el río impulsado por la corriente, un barco distinto a todos los que habían visto hasta la fecha.

No era muy grande, aunque a los aldeanos les pareció gigantesco. Era un barco de vela de unos veinticinco metros de eslora, con la popa elevada, la proa baja y un mástil instalado en el centro del barco que sostenía una vela grande y cuadrada, de lona, con unos anillos a través de los cuales pasaban los brioles para recoger las velas. Un palo más pequeño, instalado en la proa, sostenía una pequeña vela triangular para proporcionar al barco mayor potencia. Sus costados eran lisos, hechos de planchas aseguradas a las cuadernas con clavos de hierro. No estaba equipado con uno sino con dos timones, uno a cada lado de la popa.

Se trataba, en resumidas cuentas, de un barco mercante típico del mundo clásico. Sus fornidos marineros, y el acaudalado romano que lo poseía, se habían aventurado por el río llevados por la curiosidad.

Remaron hacia la aldea y se dirigieron a los aldeanos con cortesía. Les manifestaron su deseo de visitar el lugar donde se había librado la batalla, si es que estaba cerca de allí. Tras un momento de duda, dos hombres de la aldea accedieron a mostrarles el vado y la isla del druida, que inspeccionaron detenidamente. Luego, al no hallar en Londinos cosa alguna que les interesara, zarparon con la marea baja, después de haber pagado una moneda de plata a los aldeanos por sus molestias.

Fue una visita sin ninguna trascendencia. La visita fugaz de un barco que navegaba por una corriente de mucha mayor envergadura histórica y que había decidido detenerse en un lugar casi inexistente con el fin de satisfacer la curiosidad de un hombre rico.

Pero para el joven Segovax significó todo: observó fascinado el curioso barco anclado en el río, examinó ávidamente la moneda de plata, se fijó en la cabeza del dios grabada en ella e intuyó que su propósito era más que ornamental, aunque no podía adivinar su función ni su valor. Pero sobre todo, mientras observaba al barco partir nuevamente río abajo, recordó el memorable día en que había visto el mar con su padre.

«El barco se dirige hacia allí —murmuró en voz alta—. Al mar. Tal vez regrese un día». Y, en secreto, soñó con ir a bordo de ese barco, aunque fuera romano, sin importarle su destino.

Curiosamente fue Segovax, más que el resto de su familia, quien sufrió. Para el muchacho representó una gran sorpresa que, después de tres meses de llorar a su marido, Cartimandua entablase relación con otro hombre. Procedía de otra aldea y era muy amable con los niños. Pero Segovax seguía muy afectado por la muerte de su padre. ¿Quién sabe cuánto tiempo habría durado su dolor si a fines del otoño no se hubiera producido un pequeño acontecimiento que le puso fin?

En el mundo celta existía una importante fiesta que se celebraba a comienzos del invierno. Era el samhain, unos días en que los espíritus estaban activos en la Tierra, surgían de sus tumbas para visitar a los vivos y recordar a los hombres que la comunidad de los difuntos que mantenían las antiguas moradas exigían ser reconocidos también por los intrusos posteriores. Eran unas fechas apasionantes, pero bastante aterradoras, durante las cuales se organizaban fiestas y se llevaban a cabo importantes juramentos.

Unos días después del samhain, en una tarde agradable y brumosa, el niño y su hermana decidieron ir a jugar en la lengua de tierra cubierta de grava junto a la aldea. Al cabo de un rato, cansada de jugar, Branwen se había marchado y Segovax, embargado de pronto por la tristeza, se había sentado en una roca a contemplar las colinas de Londinos que se alzaban al otro lado del río.

Desde hacía un tiempo se sentaba con frecuencia en ese lugar para contemplar el paisaje, sobre todo desde la visita del extraño barco. Le daba consuelo observar la lenta respiración de la marea del río. Al amanecer, podía contemplar la dorada luz del sol naciente y verla posarse en la pequeña colina oriental, y al atardecer observaba el resplandor rojizo del sol al ponerse sobre la colina occidental. En aquel lugar, el ritmo de la vida y la muerte creaba un perpetuo y placentero eco. Llevaba allí un rato cuando oyó unos pasos y vio al anciano druida dirigiéndose hacia él desde su isla.

Hacía ya un tiempo que el anciano tenía mal aspecto. Algunos decían que la batalla que se había librado el año anterior en aquel lugar lo había afectado profundamente. Sin embargo, durante el año que había transcurrido desde la partida de César había seguido visitando como de costumbre, sin previo aviso, las pequeñas aldeas junto al río. En ese momento, al ver al niño sentado solo, se detuvo.

Segovax se sorprendió de que el druida deseara conversar con él. Se levantó respetuosamente, pero el anciano le indicó que se sentara de nuevo y, ante el asombro de Segovax, se sentó junto a él. Pero si Segovax había supuesto que la presencia del druida iba a intimidarlo, se sorprendió una vez más, y muy gratamente. Lejos de inquietarlo, el anciano transmitía una serenidad interior que lo reconfortaba. Charlaron largo rato, el sacerdote interrogando suavemente, y Segovax respondiendo cada vez con más aplomo, hasta que, por fin, con una gran sensación de alivio, el niño le habló del terrible día de la batalla, y lo que había visto, e incluso de su cobardía.

—Pero las batallas no son para los niños —dijo el druida sonriendo con afabilidad—. No creo que seas un cobarde, Segovax. —Tras una breve pausa, preguntó—: ¿Crees que has decepcionado a tu padre? ¿Que le has fallado?

El niño asintió con la cabeza.

—Pero él no esperaba verte allí —le recordó el anciano—. ¿No te dijo que te ocuparas de tu madre y tu hermana?

—Sí. —Y entonces, sin poder contenerse, pensando en el nuevo hombre que existía en la vida de su madre, Segovax rompió a llorar—. Pero lo he perdido. He perdido a mi padre. Jamás regresará junto a mí.

El anciano contempló el río, y durante un rato permaneció en silencio. Aunque sabía que el dolor del niño era tan inútil como comprensible, la desesperación de Segovax lo había conmovido profundamente. Le recordaba los temores y misterios que le preocupaban desde hacía varios meses.

La clarividencia era un extraño don. Aunque era cierto que a veces tenía una visión directa de los acontecimientos que se iban a producir —del mismo modo que adivinó la suerte de esta familia de campesinos antes de que llegaran los romanos— su don no constituía una súbita iluminación, sino que formaba parte de un proceso más amplio, un sentido especial de la vida que a medida que envejecía se hacía más persistente. Si, para la mayoría de los humanos, la vida era como una larga jornada desde el amanecer de su nacimiento hasta el ocaso de su muerte, él tenía una sensación muy distinta al respecto.

La vida presente, para el viejo druida, representaba algo así como un sueño. Fuera de ella no se encontraba la oscuridad, sino algo luminoso, muy real; algo que le parecía haber conocido siempre, aunque no pudiera describirlo, y a lo que regresaría algún día. A veces los dioses le mostraban, con pavorosa claridad, un retazo del futuro, y en esas ocasiones el anciano comprendía que debía ocultar al resto de los hombres los secretos de aquéllos. Pero, por regla general, avanzaba como podía por la vida con la vaga sensación de que formaba parte de algo predeterminado, que siempre había existido. El anciano estaba convencido de que los dioses lo guiaban hacia su destino, y la muerte no era más que un momento fugaz, algo que formaba parte de una jornada más larga e importante.

Pero había algo que le preocupaba profundamente. Durante los últimos dos años, los dioses parecían indicarle que incluso este destino trascendental, este inmenso mundo de tinieblas, llegaba a su fin. El anciano tenía el presentimiento de que los dioses de la isla se disponían a desaparecer. ¿Estaba el mundo llegando a su fin? O, ¿era posible que lo dioses, al igual que los hombres, perecieran, como hojas que se desprenden del árbol y caen al suelo?

«O tal vez —pensó el anciano mientras permanecía sentado junto a aquel pequeño campesino con su mechón de pelo blanco y una membrana entre los dedos—, tal vez los dioses, al igual que los arroyos, fluían invisibles hacia el río».

El druida dio al niño unas afectuosas palmaditas en el hombro y le ordenó:

—Tráeme la espada de tu padre.

Al cabo de unos minutos, cuando Segovax apareció con la espada, el anciano golpeó la espada con fuerza contra la roca y la partió en dos.

Romper las espadas era una costumbre ritual entre los celtas.

Luego, cogiendo las dos mitades de la espada, el druida rodeó con un brazo los hombros del niño y con la otra mano arrojó los restos de la espada al río. Segovax observó cómo los pedazos se hundían en el agua.

—No sufras más —dijo el druida suavemente—. Ahora el río es tu padre.

Y aunque no podía hablar, el niño comprendió y supo que era verdad.