5. La Torre

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Junto al río, al pie de las laderas donde habitaban los cuervos, empezaba a asomar una nueva presencia.

Siempre había sido un lugar apacible, este rincón del sudeste de la ciudad donde la antigua muralla romana descendía hasta el Támesis y el espolón de la colina oriental creaba a orillas del agua un teatro natural al aire libre. Unos fragmentos de los viejos edificios romanos estaban diseminados por allí, como centinelas o actores de un drama antiguo que se habían convertido en piedra. Pero si los escandalosos cuervos de las laderas esperaban que el herboso teatro de más abajo les ofreciera un espectáculo entretenido, entonces habían estado esperando durante casi mil años a que recomenzara la función.

Hasta que llegó el rey Guillermo.

Pues entonces, en ese apartado y frondoso lugar, se había formado un enorme terraplén, detrás del cual asomaban los comienzos de un nuevo edificio. A juzgar por sus cimientos, era evidente que iba a ser gigantesco.

Era de piedra gris. Y se llamaba la Torre.

Cuando el rey Guillermo I conquistó Inglaterra cometió un error muy comprensible.

Aunque todavía existían rivales que deseaban apoderarse del reino insular, el Rey suponía que sus nobles, que no eran muy numerosos, aprenderían a convivir pacíficamente con los ingleses. A fin de cuentas, ¿no había ocurrido así con el rey danés Canuto? Y aunque hablaba francés, ¿no era él, Guillermo, también escandinavo?

Para empezar, todos sus actos habían sido conciliatorios. Inglaterra conservaba su derecho consuetudinario; Londres, sus privilegios, y aunque, como era normal en todo el mundo medieval, algunas propiedades habían sido confiscadas para dárselas a sus partidarios, muchos nobles ingleses habían conservado sus tierras durante esos primeros años.

Así pues, ¿por qué demonios no podían esos malditos ingleses mostrarse razonables? El rey normando llevaba doce años soportando desafíos. Primero habían estallado unas revueltas en Inglaterra; Escocia se había visto amenazada; los daneses habían invadido. En más de una ocasión Guillermo había temido perder su nuevo reino insular. Y en cada ocasión, esos nobles anglosajones en quienes el monarca creyó que podía confiar habían demostrado ser falsos, y el atribulado normando se había visto obligado a importar más mercenarios de ultramar y a recompensar a esos nobles extranjeros con más propiedades confiscadas a una nueva hornada de traidores sajones. De manera que, a lo largo de más de una década, la antigua nobleza inglesa había sido suplantada. Y el Conquistador podía afirmar sinceramente: «Los únicos culpables son ellos mismos».

Durante esos años se produjo también otra novedad que empezó a alterar la faz de Inglaterra.

Al principio el castillo normando en Londres era una estructura bastante modesta: una sencilla torre de madera construida en un montículo de tierra y rodeada por una palizada. Constituía el típico «mota y patio» normando. Era sencillo pero resistente, y dominaba cualquier ciudad. Se habían construido unos castillos semejantes para guarnecer Warwick, York, Sarum y muchas otras ciudades inglesas. Pero en los dos puntos defensivos clave, en Londres y en Colchester, en la costa oriental, se había proyectado algo más ambicioso: un inmenso castillo, no de madera, sino de piedra. Su mensaje a los londinenses era claro y un tanto siniestro:

El rey Guillermo es vuestro amo.

Era por la mañana. Bajo el caluroso sol de agosto, los peones corrían de un lado para otro como un ejército de hormigas por el solar del edificio junto al río.

Ralph Silversleeves estaba de pie, con una fusta en la mano. El joven peón que estaba delante de él, mirándolo con expresión implorante, le ofrecía un pequeño objeto como si se tratara de una ofrenda religiosa.

—¿Lo has hecho tú?

El joven asintió con la cabeza. Silversleeves lo examinó detenidamente. Era un objeto extraordinario, no cabía duda. Luego miró de nuevo al peón. Le complacía saber que la vida del joven estaba en sus manos.

La Conquista había sido buena para Ralph. Siempre había pensado que era el imbécil de la familia. Aunque un día heredaría de su padre una fortuna idéntica a la que percibiría su hermano, sería el inteligente Henri quien dirigiera los negocios familiares. Ralph admiraba a Henri; deseaba ser como él. Pero sabía que no podía serlo. Era un inútil, y la gente se reía de él.

Pero con la llegada del rey Guillermo, las cosas habían cambiado. Su padre había conseguido para él un puesto a las órdenes nada menos que del magnate Geoffrey de Mandeville, el principal representante del Rey en Londres. Entonces, por primera vez en su vida, Ralph se consideraba un personaje importante. El hecho de que Mandeville sólo lo utilizara para trabajos serviles y brutales no lo inquietaba en absoluto. «Soy un normando», decía con orgullo. Formaba parte de la nueva élite. Durante el último año había ostentado el cargo de superintendente de las obras de la nueva Torre de Londres.

—Bien, Osric —dijo fríamente—, ¿qué vamos a hacer contigo?

Era un joven bajito y delgado de dieciséis años, pero las vicisitudes que le había deparado la vida y la deformidad que padecía le daban una apariencia que hacía difícil precisar su edad. Tenía las piernas cortas y torcidas, los dedos rechonchos, la mirada solemne y una cabeza desmesuradamente grande para su cuerpo.

Procedía de una aldea del oeste de Inglaterra, cercana al antiguo asentamiento de Sarum. Poco después de la Conquista, la aldea había pasado a manos de uno de los grandes magnates de Guillermo. Aunque eran buenos artesanos, entre los centenares de familias campesinas que vivían en las vastas propiedades del magnate, la del joven Osric no tenía una importancia especial, y el gran magnate ni siquiera se habría enterado de su existencia si Osric no hubiera cometido la locura de colocar una trampa para la montura de uno de los caballeros del magnate, quien a consecuencia de la caída se había partido un brazo. El muchacho podía haber sido sentenciado a muerte, pero el rey Guillermo, que no había perdido las esperanzas de congraciarse con sus súbditos ingleses, exhortó a sus partidarios que mostraran clemencia. De modo que se contentaron con cortarle la nariz.

En medio de su rostro solemne aparecía ahora un pequeño muñón azul rojizo. El muchacho respiraba por la boca y odiaba a todos los normandos.

Puesto que el Rey también había concedido al magnate la mansión de Chelsea, río arriba de Londres, éste había enviado al chico allí. Un año más tarde, su administrador había vendido a Osric nada menos que a Geoffrey de Mandeville. El muchacho no sabía a ciencia cierta si era un siervo o un esclavo. Pero una cosa sí sabía: si causaba problemas, Ralph Silversleeves le cortaría las orejas.

Así pues, aguardó nervioso mientras el hosco superintendente reflexionaba sobre su veredicto.

Mientras el sol caía a plomo sobre el solar donde estaban, Osric tuvo la sensación de que se hallaban en una inmensa y misteriosa fragua. La herbosa plataforma parecía un enorme yunque verde; los carpinteros, con el tap-tap de sus martillos retumbando por las colinas, podrían haber sido unos duendes herreros.

Dentro de la curva del terraplén, la Torre se alzaba en su propio recinto interior. Hacia el este estaba la antigua muralla romana; situados en sus flancos occidental y septentrional, el terraplén y la palizada del fuerte de madera habían permanecido en su lugar. Dentro del recinto había varios talleres, almacenes y algunos establos.

Junto al río estaban amarradas tres barcazas de madera, una llena de cantos rodados, la segunda cargada de piedra arenisca de Kent y la tercera contenía una piedra dura y clara de Caen, en Normandía. Unas cuadrillas de hombres arrastraban unas carretas desde el río hasta los cimientos de la Torre.

Eran inmensos. La torre del homenaje ocupaba un área de más de nueve metros cuadrados, y cuando el joven Osric contemplaba desde un andamio cómo iban creciendo los cimientos se desesperaba. La fosa que se abría ante él cada mañana parecía interminable. No sólo era larga y profunda, sino que tenía una anchura asombrosa: en su base, los muros de la nueva torre medían casi ocho metros de anchura. Mientras seguía percibiéndose el tap-tap de los martillos de los albañiles sobre el yunque de Londres, inmensos cargamentos de piedra desaparecían en esta vasta cavidad como oro fundido en un inmenso molde abierto.

Qué duro era el trabajo. Osric llevaba meses acarreando carretadas de piedras por el terraplén hasta casi partirse su pequeña y frágil espalda. A menudo, con el rostro enrojecido debido al sol y el agotamiento, la boca y los ojos llenos de polvo, trataba de descansar un momento hasta que un golpe de la fusta de Ralph o una patada propinada por uno de los capataces lo obligaba cruelmente a reanudar el trabajo. Sus regordetas manos, antes repletas de llagas, aparecían entonces cubiertas de callos. Sólo una cosa hacía que su vida fuera soportable: observar a los carpinteros.

Había mucho trabajo para los carpinteros en una obra como ésa. Había que construir rampas de madera, cabrias y andamios; con el tiempo tendrían que construir también vigas y tablas para cubrir el suelo. Cuando disponía de un momento libre, Osric se acercaba al lugar donde se encontraban los carpinteros y observaba atentamente su trabajo. Era natural. Dado que pertenecía a una familia que siempre había suministrado artesanos a la aldea, a Osric le interesaba el trabajo de esos hombres. Y los carpinteros, a su vez, presentían la habilidad del muchacho y le permitían pasearse entre ellos y a veces le enseñaban algunos trucos de su oficio.

Osric anhelaba trabajar con los carpinteros. Ese deseo lo había movido a emprender una valiente iniciativa. Gracias a un amable carpintero, había practicado durante tres semanas con unos fragmentos de madera hasta construir algo de lo que se sentía orgulloso. Se trataba de una simple y modesta junta de dos pedazos de madera, pero tan perfectamente concebida, tan meticulosamente encajada, que cualquier carpintero se habría sentido satisfecho de afirmar que era obra suya.

Ésa era la ofrenda que Osric había depositado en manos de Ralph Silversleeves con el siguiente ruego:

—¿No podría ayudar a los carpinteros, señor?

Ralph sostuvo la pieza en sus manazas mientras la examinaba con aire pensativo. Si ese siervo de su jefe llegaba a convertirse en un buen artesano, Mandeville sin duda se mostraría complacido. Ciertamente, ese muchacho delgado y bajito, con esa enorme cabezota y esa nariz partida, no tenía un gran valor como peón fuerte. En ese momento, Osric estaba a punto de ver cumplido su sueño.

Si no hubiera cometido un error fatal.

—¿De modo que crees que podrías ser un carpintero? —preguntó Ralph.

Suponiendo que ello favorecería su causa, Osric se apresuró a responder:

—¡Oh, sí, señor! Mi hermano mayor es un excelente artesano. Estoy seguro de que yo también podría serlo. —Osric se preguntó el motivo de que el rostro del superintendente dejara entrever una curiosa expresión, casi como una mueca de dolor.

Pobre Osric. Cómo iba a adivinar que había tocado una fibra sensible. «Si yo no puedo aspirar a ser como mi hermano mayor —pensó Ralph—, ¿por qué voy a dejar que este mocoso abrigue la esperanza de ser como el suyo?».

Con calma y perversa satisfacción, el narigudo normando pronunció su veredicto:

—Tu hermano es un carpintero, Osric. Pero tú no eres más que una bestia de carga, y eso, mi pequeño amigo, es lo que seguirás siendo siempre.

Acto seguido, sin motivo alguno, el superintendente golpeó al muchacho en la cara con la fusta antes de ordenarle que regresara al trabajo.

Los dos hombres estaban sentados a una mesa, uno frente al otro. Durante un rato ninguno de los dos dijo palabra mientras reflexionaban sobre su peligrosa tarea, aunque cualquiera de ellos habría podido decir: «Si nos cogen, nos matarán».

Barnikel había convocado esa reunión en su casa junto a la pequeña iglesia de All Hallows, desde la cual contemplaba las obras de la Torre, y lo había hecho por una razón muy sencilla. Por primera vez en los diez años que llevaban ejerciendo sus actividades delictivas, había confesado: «Estoy preocupado». Y había expuesto su problema.

Para el cual Alfred le había ofrecido una solución.

Cuando Alfred el armero echaba la vista atrás, le asombraba comprobar lo fácilmente que se había metido en ese asunto. Casi sin darse cuenta. Todo había comenzado hacía diez años, el verano en que había fallecido la esposa de Barnikel. Todos los amigos y parientes de Barnikel habían acudido a su casa para consolarlo, turnándose para hacerle compañía. Sus hijos habían instado al joven aprendiz que acudiera también a presentar sus condolencias a Barnikel. De pronto, una noche, cuando Alfred se disponía a marcharse, el danés le había rodeado los hombros con un brazo y le había susurrado al oído:

—¿Quieres hacer un trabajito para mí? Podría ser muy peligroso.

Alfred apenas había tenido que pensarlo. ¿Acaso no se lo debía todo al danés?

—Por supuesto —había contestado.

—Tu patrón, el armero, te dirá lo que debes hacer —le había indicado Barnikel en voz baja, sin más explicaciones.

La situación en aquella época era tensa. El rey Guillermo no había logrado afianzar su posición en el reino. En Londres, Mandeville estaba nervioso e irritable y cada dos por tres se imponía el toque de queda. Entre tanto, las necesidades de la guarnición normanda mantenían ocupados a los armeros. Con frecuencia, después de que la campana que anunciaba el toque de queda señalara que había concluido la jornada laboral, Alfred y su patrón se quedaban a trabajar en el taller.

Una tarde de otoño, el armero comentó a Alfred:

—Tengo trabajo esta noche. Pero puedes irte.

Cuando Alfred se ofreció para echarle una mano, el anciano respondió suavemente:

—Es un trabajo para Barnikel. No tienes que quedarte.

Durante el breve silencio que se produjo a continuación, Alfred intuyó de qué se trataba.

—Estoy dispuesto a hacerlo.

A partir de aquella fatídica noche, el patrón y el aprendiz se quedaban con frecuencia en el taller hasta muy tarde. Dado que oficialmente trabajaban para Mandeville, su extraño horario no levantó sospechas. De todos modos, siempre tomaban la precaución de echar el cerrojo y tener a mano el trabajo que les encargaban oficialmente para, en caso de verse obligados a abrir la puerta, ocultar enseguida las armas que fabricaban ilícitamente y mostrar las legales.

Para Alfred aquello constituyó un magnífico aprendizaje. Prácticamente nada había que no pudiera hacer. Confeccionaba decenas de cascos, espadas, escudos y lanzas. El hecho de haber ocultado a sus compañeros sus dotes le resultaba doblemente útil. Pues aunque los otros aprendices sabían que Alfred había hecho grandes progresos, quienes lo veían trabajar durante el día se habrían quedado pasmados al comprobar que por las noches, sentado junto al patrón, Alfred realizaba el trabajo a una velocidad prodigiosa. Mientras su patrón y él ocultaban las armas que fabricaban clandestinamente bajo las tablas del suelo, sólo había una cosa que preocupaba a Alfred: ¿a quién iban destinadas esas armas?

Entonces, una noche, Barnikel había aparecido con caballos de carga y se había llevado las armas. No dijo adónde se dirigía. Poco después, había estallado una violenta rebelión en el norte y el este de Inglaterra, los daneses habían desembarcado para respaldarla, y en East Anglia un valeroso noble inglés llamado Hereward el Centinela había encabezado una sublevación.

En esa ocasión el rey Guillermo había aplastado a los rebeldes y devastado buena parte del norte. Cuatro años más tarde, los daneses lo habían intentado de nuevo. Ese año, con el hijo de Guillermo sublevado contra su padre en Normandía, corrían más rumores.

Alfred había observado también otra cosa. El encargo de armas no se producía en el momento de estallar la revuelta, sino con varios meses de antelación.

Pero eso no debió de extrañarle. A fin de cuentas, la poderosa red nórdica —el gigantesco sistema de asentamientos vikingos que unía a mercaderes desde el Ártico hasta el Mediterráneo— estaba muy activa. Más allá del estuario del Támesis se encontraba la vasta carretera de las aguas septentrionales, donde seguía percibiéndose el eco de las voces de las leyendas, y no transcurría un mes sin que nuevos rumores circularan por los mares. Barnikel, el comerciante vikingo, se enteraba de muchas cosas.

Y en ese momento, con el Rey al otro lado del mar, en Normandía, parecía que Barnikel sabía otra cosa. Durante los últimos tres meses habían confeccionado lanzas, espadas y una gran cantidad de flechas. ¿A quién iban destinadas? ¿Merodeaba aún Hereward el Centinela por los bosques, como sospechaban algunos? ¿Preparaban los escandinavos sus barcos vikingos? Nadie lo sabía con certeza, pero el Rey estaba reconstruyendo su Torre en piedra, y Mandeville, según decían, tenía espías en todas las calles. Nadie, que él supiera, sospechaba del armero, pero era evidente que en esa ocasión Barnikel se hallaba implicado.

Durante la última década Alfred había experimentado profundos cambios. Se había convertido en un magnífico armero. En poco tiempo pasaría a ocupar el puesto de su viejo patrón. Se había casado hacía cuatro años y ya tenía tres hijos. En esos momentos se mostraba más cauto. Naturalmente, si Barnikel tenía razón, si una revuelta derrocaba al rey Guillermo y lo sustituía, quizá, por un rey danés, su trabajo clandestino sería generosamente recompensado. Pero si se equivocaba…

«El problema —había explicado Barnikel a Alfred— es que no me atrevo a seguir utilizando los caballos de carga. Hay demasiados espías. Necesitamos otro medio de transporte».

Fue entonces cuando Alfred sugirió una idea.

En ese momento, tras haberlo meditado, el danés movió su enorme barba roja en señal afirmativa y contestó:

—Puede que dé resultado. Pero necesitamos un buen carpintero en quien podamos confiar. ¿Conocemos alguno?

Dos días más tarde, una apacible tarde estival, Hilda bajó por la colina desde Saint Paul y salió de la ciudad por Ludgate.

La Torre no era el único castillo nuevo que el Conquistador poseía en Londres. Aunque de dimensiones más reducidas, en el lado occidental de la ciudad se alzaban dos nuevos fuertes junto a la puerta más cercana al río. Sin embargo, su imponente presencia no influyó en el ánimo de Hilda. De hecho, la joven sonreía alegremente, pues iba a reunirse con el hombre al que llamaba su amante.

Era una suerte, se dio cuenta Hilda, que nunca hubiera amado a su esposo. Gracias a eso, no se había llevado un gran desengaño, pues siempre había sabido cómo era realmente.

¿Y cómo era él? Henri Silversleeves era inteligente y trabajador. Ella lo había observado mientras hacía tratos comerciales. Aunque no poseía el sentido estratégico de su padre, era un maestro del golpe rápido y certero. Despreciaba a Ralph, aunque había aprendido a tratarlo con cortesía. «No comprendo por qué nuestro padre insiste en que Ralph herede la mitad de la fortuna de la familia —había comentado Henri en cierta ocasión a Hilda—. Gracias a Dios que no tiene hijos». Hilda sabía que la gran pasión de Henri era la fortuna de los Silversleeves. Era como una fortaleza de la cual él era el guardián, y que jamás entregaría. Era tan competente que su padre pasaba frecuentes temporadas en una propiedad que había obtenido cerca de Hatfield, a un día de viaje al norte de Londres.

Para la familia de Hilda, el matrimonio había logrado su objetivo. Cuando el Conquistador confiscó la mayoría de las propiedades en Kent, Leofric, el padre de Hilda, había perdido Bocton, tal como había temido. Pero Silversleeves había acudido en su ayuda y a Hilda le llenaba de gozo ver cómo su padre, libre de deudas, amasaba una sólida fortuna para entregársela a su hermano Edward. Pensó que sí había hecho lo que debía.

En cuanto a ella… Habitaba en la espléndida casa de piedra junto a Saint Paul. Henri le había dado dos hijos, un niño y una niña. Era amable y comprensivo. La colmaba de atenciones. De hecho, Hilda suponía que Henri habría sido un buen esposo si no hubiera tenido el corazón frío como un témpano.

«Gozas de una excelente posición», le había dicho un día Leofric. Era cierto. Hilda incluso conocía al Rey, pues la familia Silversleeves había acudido en ocasiones a Westminster cuando el Rey recibía a los nobles y a otras destacadas personalidades de su reino en Pentecostés. El rey Guillermo, corpulento, rubicundo, con un enorme bigote y ojos penetrantes, se había dirigido a ella en francés, un idioma que, gracias a su esposo, Hilda hablaba correctamente y con un delicioso acento. Sus respuestas habían complacido tanto al monarca que se había vuelto hacia sus cortesanos. «¿Lo veis? He aquí un joven normando casado con una inglesa que demuestran que pueden convivir y ser felices», había declarado el Rey mirando a Hilda y sonriendo. «Bien hecho», había susurrado Henri al oído de su mujer. Y ella se había sentido muy orgullosa.

Pero al año siguiente ocurrió un incidente menos grato en el mismo lugar.

La actitud del padre de Hilda hacia el rey normando era pragmática: «No me gusta, pero por lo visto no hay quien lo mueva de aquí; más vale aprovecharse de la situación». Por consiguiente, al enterarse de que el Rey necesitaba unos halcones para cazar, Leofric invirtió mucho tiempo y dinero en adquirir una magnífica pareja de halcones, y cuando Hilda y su marido fueron invitados de nuevo a la corte, Leofric les llevó los halcones y se los dio a su hija con las siguientes instrucciones:

—Entrégaselos a Guillermo de mi parte.

Hilda observó alborozada mientras los sirvientes de su marido aparecían portando las dos pesadas jaulas y el Rey exclamaba complacido:

—Jamás he visto unos halcones tan espléndidos. ¿Dónde los conseguisteis?

Por lo que Hilda se quedó perpleja cuando inopinadamente Henri, delante de ella y sin sonrojarse, terció apresuradamente:

—Confieso que me costó mucho dar con ellos, señor.

Luego Henri se volvió hacia ella y sonrió.

Hilda no podía contradecir a su esposo delante del Rey. De modo que se limitó a mirarlo atónita. Pero al cabo de un momento sintió un dolor frío en las entrañas, como si fuera a morirse. Más tarde pensó que quizás habría podido perdonarlo si Henri no le hubiera sonreído con aquel cinismo.

Así que en ese momento, mientras se dirigía a encontrarse con su amante, Hilda sólo sentía cierto sentido del deber hacia Henri. Nada más.

Al otro lado del puente de madera sobre el Fleet, donde antiguamente se alzaba una muralla sagrada, había entonces una pequeña iglesia de piedra dedicada a una santa celta que solía relacionarse con lugares por los que discurría un río: Saint Bridget, o, como la llamaban en este caso, Saint Bride. Y junto a la pequeña iglesia de Saint Bride, desde la cual se divisaba Ludgate, su amante aguardaba pacientemente a Hilda.

Barnikel de Billingsgate estaba enamorado.

La conquista de Inglaterra había golpeado duramente al danés. Los normandos habían confiscado las tierras que poseía en Essex. Durante un tiempo había temido acabar arruinado, pero había conseguido salvar su negocio en Londres y, para su sorpresa, Silversleeves había cumplido escrupulosamente su palabra de pagarle los intereses de la vieja deuda que Leofric tenía con él. Incluso su hijo menor, que Barnikel había deseado vehementemente que se casara con la muchacha sajona, había realizado un excelente matrimonio. El muchacho vivía entonces con su suegro y más tarde asumiría las riendas del negocio de éste. «Las cosas podrían estar mucho peores», solía recordar a Barnikel su mujer. Pero más tarde ésta falleció inesperadamente y durante un tiempo el danés se sintió muy deprimido.

Dos cosas lo habían animado a continuar adelante. La primera era su batalla secreta contra los conquistadores normandos, que había jurado continuar hasta el día de su muerte.

La segunda era Hilda.

Al principio procuraban evitarse, ambos lamentándose de la disputa de ambas familias, pero después de que se casara el hijo de Barnikel, se sentían menos violentos cuando se encontraban en el West Cheap y a menudo se detenían para intercambiar unas palabras. Al enterarse de que Hilda salía a pasear por las tardes por las inmediaciones del Fleet, Barnikel adquirió la costumbre de encaminarse hacia el puente a la hora que creía podía encontrarla allí. Durante mucho tiempo, hasta un año después de haber muerto su esposa, el danés supuso que sólo sentía un afecto paternal hacia Hilda, mientras que ella, que se dio cuenta de la verdad mucho antes, no dijo palabra.

Sólo en una ocasión, hacía cinco años, Barnikel se había atrevido a ir más lejos. Un día en que Hilda parecía cansada y triste, el danés le había preguntado de sopetón:

—¿Acaso la trata mal su esposo?

Hilda había reflexionado unos instantes antes de emitir una amarga carcajada.

—No. Pero, aunque así fuera, ¿qué iba a hacer usted al respecto? —preguntó con una sonrisa.

Dejando de lado toda cautela, el danés se había acercado a ella y había dicho con tono feroz:

—La alejaría de su lado.

Ante semejante declaración Hilda se había limitado a menear la cabeza, murmurando:

—Si dice esas cosas, tendré que dejar de verlo.

El danés no había vuelto a propasarse.

Así, los castos amantes prosiguieron su relación año tras año. Era agradable, pensó Hilda, sabiendo el escaso amor que recibía en casa, sentirse querida por un hombre mayor y experimentado. Por su parte, Barnikel comprobó que ese papel de ardiente enamorado que, tal vez, no era del todo desesperado, le procuraba una profunda dicha.

Barnikel se dirigió hacia ella, luciendo una capa azul nueva, con paso ligero, y ambos echaron a andar hacia Aldwych y el viejo camposanto de Saint Clement Danes, donde estaban enterrados los antepasados vikingos de Barnikel.

Qué cavernosos serían los sótanos. A medida que crecían los cimientos, empezaron a apreciarse las líneas del inmenso interior de la Torre.

Al aproximarse a ella desde la orilla del río, se observaba que una gran nave ocupaba toda la parte izquierda del interior. El lado derecho estaba dividido en dos: una larga cámara rectangular, que se extendía de norte a sur, ocupaba los dos tercios posteriores del espacio, dejando el ángulo delantero, en el sudeste, para una cámara más reducida. Este ángulo contendría la capilla.

El constructor de este gigantesco proyecto era Gundulf, un distinguido monje y arquitecto normando que recientemente había sido trasladado a Inglaterra y nombrado obispo de Rochester, en Kent. Gundulf había llegado con todos sus conocimientos sobre la construcción de fortalezas en la Europa continental y el rey Guillermo le había asignado varios proyectos. De hecho, la Torre de Londres formaba parte de un proyecto doble; su hermana casi idéntica estaba en la ciudad de Colchester, en Essex.

Aunque Osric odiaba la monotonía de su trabajo, no podía por menos de sentirse fascinado por los detalles de la obra que se llevaba a cabo ante sus ojos. La base de la obra formaría los sótanos, los cuales se hallaban casi a ras de suelo por el lado del edificio que daba al río, pero debido a la ligera inclinación del terreno, a lo largo del muro posterior se encontraban casi completamente bajo tierra.

La piedra se colocaba en hiladas: primero la piedra arenisca de Kent, toscamente labrada o ripio; luego una hilada de sílex para reforzarla, y por último otra hilada de piedra arenisca. Todo se unía con mortero elaborado con los diversos materiales de que disponían. En varias ocasiones se transportaron a la obra unas carretas que contenían antiguos ladrillos romanos procedentes de la zona circundante y el capataz ordenó a Osric que ayudara a los hombres que los trituraban hasta reducirlos a polvo para confeccionar el cemento. Cuando utilizaban los ladrillos, el mortero adquiría un tono rojizo. Uno de los peones comentó con tono sombrío:

—Fijaos, la Torre está construida con sangre inglesa.

La clara piedra normanda de Caen se empleaba únicamente para las esquinas y la fachada.

—Es muy dura —explicó el capataz a Osric—, y como tiene un color diferente, hace que el edificio presente un aspecto bonito.

Cuando empezaron a levantar los muros del sótano, Osric observó otros detalles. Aunque se podía pasar desde una de las enormes estancias hasta la otra, en el muro exterior no había una puerta. El sótano sólo podía alcanzarse, según constató el muchacho, mediante una escalera de caracol instalada en una torre en el ángulo nordeste. En cuanto a las ventanas, cuando Osric se lo preguntó al capataz, el hombre sonrió y señaló una de las dos angostas aberturas practicadas en el muro oeste.

—Fíjate en ellas —dijo.

Una vez que los albañiles comenzaron a trabajar en ese lugar, Osric observó que cada una de ellas constituiría una abertura en forma de cuña que se estrechaba hacia la parte exterior.

—No habrá espacio para una ventana —comentó el muchacho a uno de los albañiles.

Éste se echó a reír y respondió:

—Sólo será una rendija, no más ancha que la mano de un hombre. Nadie podrá entrar ni salir por ella.

Otros dos elementos del sótano llamaron la atención de Osric. El primero era un enorme agujero en el suelo de la cámara principal, en el lado oeste. Al principio el muchacho se quedó perplejo, pero no tardó en averiguar su propósito, pues dado que era uno de los peones más menudos, Ralph lo eligió para que descendiera por él.

—Ponte a excavar —le ordenó.

Y cuando al chico se le ocurrió preguntar:

—¿Hasta dónde?

Ralph soltó una blasfemia y replicó:

—Hasta que encuentres agua, imbécil.

Aunque el Támesis corría cerca de la Torre, y había un pozo no lejos de la orilla, era esencial que el castillo del Rey dispusiera de su propia fuente de agua dentro de sus recios muros. Día tras día, Osric descendía al agujero mediante unas cuerdas, armado con un pico y una pala, y enviaba la tierra y la grava que excavaba a la superficie en un cubo. El muchacho descendía cada día un poco más hacia las profundidades de la Torre, hasta que por fin descubrió agua. Cuando midieron el pozo que había excavado, comprobaron que medía cuarenta metros de profundidad.

Pero el elemento que lo aterrorizó fue otro.

Al día siguiente de haberse negado a permitirle que se convirtiera en carpintero, Ralph informó a Osric:

—Dado que tienes tanta destreza para cavar agujeros, tengo otro trabajo para ti. —Y antes de que el muchacho tuviera tiempo de ponerse pálido, Ralph agregó—: Me refiero al túnel, Osric. Ahí es donde voy a enviarte.

Otro elemento indispensable en un edificio fortificado era su sumidero, y la Torre de Londres estaba inteligentemente concebida. Tras arrancar en la esquina, debajo de un orificio en el suelo no lejos del pozo, el sumidero debía extenderse bajo tierra a lo largo de unos cincuenta metros hasta alcanzar el río. Cuando era marea menguante, el sumidero permanecía relativamente seco, pero cuando subía la marea, las aguas del Támesis lo inundaban.

Era un espacio bajo y estrecho en el cual sólo cabían unos cuantos jóvenes como Osric, quienes tenían que trabajar con sus picos y palas de cuclillas. Todos los días Osric bajaba al túnel y pasaba varias horas cavando mientras la tierra removida se transportaba a la superficie en unos sacos abiertos y los carpinteros colocaban unos soportes para impedir que el techo se derrumbara. Osric no sabía cuántos días o semanas tardarían en cavar ese agujero antes de que los albañiles pudieran cerrarlo con muros y techarlo. Lo único que sabía era que se sentía como un topo bajo tierra y que la espalda le dolía constantemente.

Al cabo de una semana de trabajar en el túnel, Osric hizo una segunda y esperanzada tentativa de escapar.

El obispo Gundulf de Rochester era un hombre corpulento. Estaba calvo. Tenía unos gruesos mofletes. Tanto su cuerpo como su forma de expresarse podrían describirse como rotundos. Sin embargo sus movimientos eran rápidos y precisos, lo que indicaba una agilidad mental que lo había llevado a convertirse en un excelente administrador. Si experimentó cierto disgusto o regocijo esa tarde de fines de agosto mientras se encontraba delante del estúpido superintendente, su rostro no lo dejó entrever. Convenía obrar con tacto.

El obispo acababa de modificar el plano de la Torre de Londres, y Ralph Silversleeves tendría que reconstruirla.

Al principio Ralph no dio crédito a lo que acababa de oír. Contempló los inmensos cimientos que empezaban a alzarse. ¿Era posible que ese obispo gordinflón le pidiera que retirara esa tremenda masa de piedra y comenzara de nuevo?

—Se trata sólo del ángulo del sudeste, amigo mío —dijo el obispo en tono conciliador.

—Son veinticinco cargamentos de piedra —replicó Ralph furioso—. ¿Y a santo de qué?

El motivo de la alteración era muy simple. El castillo construido en Colchester tenía una proyección semicircular hacia el este en ese mismo ángulo. El arquitecto de la Torre de Londres, al ver lo bien que quedaba, había decidido hacer lo mismo allí.

—Formará el ábside de la capilla real —continuó Gundulf en el mismo tono melifluo—. Será una construcción noble. Y el Rey está encantado —añadió.

Si la dura mollera del superintendente había captado este último comentario, la expresión de su rostro no lo demostraba.

—Las obras durarán varias semanas más, o incluso meses —protestó.

—El Rey desea que el trabajo siga a buen ritmo —respondió el obispo con firme cortesía. Era un eufemismo: después de una década de conflictos en Inglaterra, Guillermo estaba ansioso de que el nuevo castillo de piedra de Londres se completara cuanto antes.

—Es imposible —rezongó Ralph. No soportaba ser hostigado por hombres más listos que él.

Gundulf emitió un suspiro y luego le asestó el golpe de gracia.

—Hace poco comenté al Rey lo diligente que sois, lo admirablemente que desempeñáis vuestra tarea —dijo—. Dentro de unos días volveré a entrevistarme con él.

Dado que ni siquiera el mentecato de Ralph podía dejar de captar la amenaza que contenían las palabras del obispo, el superintendente se encogió de hombros y masculló:

—Como gustéis.

—Informaré al Rey de que las obras concluirán en la fecha prevista —dijo el obispo suavemente, con el fin de castigar al maleducado individuo por haberlo aburrido—. No se perderá un día —agregó jovialmente—. Se mostrará muy complacido.

Al cabo de un momento, el joven Osric decidió aprovechar la oportunidad que se le ofrecía.

Osric había visto en otras ocasiones al fornido obispo cuando éste había acudido a inspeccionar las obras.

Al igual que muchas personas que ocupan una elevada posición, el obispo Gundulf solía asumir esa actitud de campechana cortesía que protege y allana el camino a quienes ostentan un cargo público. Mientras recorría la obra, no le costaba nada saludar con una leve inclinación de la cabeza, aunque fueran unos siervos.

Era natural, por lo tanto, que el pequeño siervo que trabajaba en el oscuro túnel hubiera ideado un plan.

Todos sus instintos, incluso un deseo físico que experimentaba en las yemas de los dedos, le decían que debía ser artesano. ¿Era posible que se equivocara? ¿O acaso había decidido Dios que debía padecer por sus pecados? De lo que Osric estaba seguro era de que Ralph Silversleeves no era un representante de Dios en la Tierra, sino el mismísimo diablo. Pero el obispo Gundulf, que estaba a cargo de todo, era un hombre de Dios y tenía un aspecto bondadoso. Incluso él mismo, un humilde siervo, podía acercarse a un hombre de Dios.

«En cualquier caso —pensó—, nada tengo que perder».

Llevaba tiempo esperando esa oportunidad. Entonces, al salir del túnel tras cumplir su turno y ver al obispo de pie ante la Torre, el muchacho decidió arriesgarse. Corrió al taller de carpintería, cogió la pieza que había realizado y se aproximó al gran hombre.

El obispo Gundulf se sorprendió al ver a un muchachito cubierto de tierra plantado delante de él con un pedazo de madera en la mano. No obstante, le preguntó amablemente:

—¿Qué deseas, hijo mío?

Osric se lo explicó en pocas palabras:

—Ésta es mi obra. Quiero ser carpintero.

Mientras observaba al siervo, Gundulf adivinó el resto sin la menor dificultad. El trabajo era de buena factura. El obispo contempló el taller de carpintería. Se dijo que quizá debería colocar al muchacho allí para que aprendiera el oficio. Cuando se disponía a dirigirse hacia el taller oyó un grito de indignación a sus espaldas.

Era Ralph.

En cuanto vio a Osric conversando con el obispo, el superintendente intuyó que el muchacho se llevaba algo entre manos. Furioso por el cambio de planes, el hecho de que aquel mocoso se dirigiera a Gundulf a sus espaldas le hizo perder los estribos. Mientras se apresuraba hacia el obispo, Ralph no pudo reprimir una exclamación que más bien parecía un alarido de rabia.

—Este muchacho dice que quiere ser carpintero —observó Gundulf afablemente.

—Jamás.

—Las aptitudes de un artesano son un don de Dios —dijo el obispo—. Debemos utilizarlas.

En ese momento Ralph tuvo una inspiración.

—No lo comprendéis —respondió—. No podemos dejar que utilice un cuchillo ni herramientas afiladas. Está aquí porque trató de asesinar a uno de los caballeros del Rey. Por eso le amputaron la nariz.

—A mí no me parece peligroso.

—Pero lo es.

Gundulf suspiró, no sabía si creer al superintendente. Por otra parte, ya había tenido suficientes problemas ese día. Y las obras de la Torre debían proseguir sin complicaciones.

—Como gustéis —dijo encogiéndose de hombros.

El joven Osric comprendió, aunque no entendía lo que decían el obispo y el superintendente, dado que hablaban en francés normando, que las últimas esperanzas de su joven vida acababan de desvanecerse.

Al cabo de unos momentos se encontró de nuevo en la entrada del túnel mientras Ralph lo sujetaba por una oreja y le gritaba:

—Conque te has creído que puedes llegar a ser carpintero sin que yo lo autorice, ¿eh? Echa un vistazo alrededor. Esta tierra y esta piedra son lo que vas a cavar y transportar el resto de tu vida, mocoso. Eso será lo único que harás hasta que te partas el espinazo. —Ralph esbozó una perversa sonrisa—. Esta torre será tu vida, Osric, y tu muerte, porque te obligaré a trabajar hasta que revientes. —Acto seguido lo arrojó al túnel y le ordenó secamente—: Trabaja otro turno.

Ralph Silversleeves se hallaba tan enfrascado en su tarea que no reparó en las personas que estaban a su alrededor. Aunque lo hubiera hecho, nada había de extraordinario en la presencia de Alfred el armero.

De hecho, Alfred tenía motivos para encontrarse en el interior de la Torre. Le habían encargado que fabricara las rejas metálicas que se instalarían sobre el sumidero y el pozo, y Alfred había acudido para hacerse una idea del tamaño de esas cavidades.

Alfred había escuchado con cierto interés mientras Ralph le gritaba a aquel muchacho de aspecto solemne. Cuando Ralph se hubo marchado, el armero se dirigió hacia la entrada del túnel. Al ver en el suelo la pieza de madera de Osric, que se había caído cuando Ralph lo había arrojado al pozo, la levantó y la examinó con aire pensativo.

Y esa noche, tras una larga conversación con el joven Osric, Alfred dijo a su amigo el danés:

—Creo que he dado con el muchacho que necesitamos.

—¿Te fías de él? ¿Hasta el punto de poner tu vida en sus manos?

—Creo que sí.

—¿Por qué? ¿Qué quiere?

Alfred sonrió.

—Vengarse.

La venganza era muy dulce. El plan era arriesgado, pero Osric se sentía seguro de sí mismo. Ante todo, se sentía orgulloso.

En secreto, por la noche, el joven salía sigilosamente de las dependencias de los peones situadas junto a la Torre y se dirigía a casa del danés, que vivía cerca. Allí, en un almacén en la parte de atrás, Alfred y él trabajaban hasta bien entrada la madrugada. Los dedos cortos y regordetes del muchacho se movían ágil y hábilmente de modo que al poco tiempo, después de varios ensayos, había construido una obra de carpintería tan impecablemente concebida, tan ingeniosa, tan engañosa, que el maestro armero había exclamado: «¡Eres un magnífico artesano!».

La tarea que el danés le había encargado consistía en adaptar un carro enorme que poseía para poder ocultar unas armas en él. El danés supuso que el pequeño carpintero construiría un compartimiento secreto debajo del carro, pero a Osric se le ocurrió una idea más ingeniosa. «Si le registran, lo primero que harán será mirar debajo del carro», había observado el muchacho. En lugar de tocar el suelo del carro, había decidido transformar los sólidos tablones que formaban el armazón del vehículo. Aplicándose a su tarea con diligencia e inspiración, Osric había vaciado los tablones, preservando su apariencia externa con tarugos y paneles deslizantes, con tal habilidad que había conseguido ocultar en ellos una considerable cantidad de flechas, lanzas y espadas desmontadas. Cuando hubo terminado, su trabajo resultaba invisible.

—¡El carro está hecho de armas! —exclamó Barnikel entusiasmado, y abrazó al pequeño carpintero con tal vehemencia que durante un momento Osric temió que lo asfixiara.

La semana siguiente, según informó el danés a Alfred, éste transportaría un cargamento de armas en el carro.

Casualmente, dos días más tarde Hilda se encontró con Ralph. El encuentro se produjo en el sendero de la colina que conducía desde Ludgate hasta Saint Paul, e Hilda estaba de un humor de perros. Esto, sin embargo, nada tenía que ver con Ralph.

La causa del mal humor de la joven era un bordado.

Fue en esos años, en la Inglaterra del rey Guillermo, que se confeccionó el bordado más famoso y de mayores dimensiones que jamás se ha realizado. El tapiz de Bayeux, como se llamó esa extraordinaria labor, no era en realidad un tapiz tejido, sino un inmenso bordado de lanas de colores aplicadas, según el estilo tradicional anglosajón, en un lienzo de lino. Representaba a unos seiscientos seres humanos, treinta y siete buques, otros tantos árboles y setecientos animales. Y celebraba la conquista normanda.

Más que esto, constituía el primer ejemplo conocido de propaganda inglesa del Estado. Dispuesto en forma de una gigantesca historieta, sus figuras mostraban, en decenas de escenas, la versión del rey normando de los hechos que habían conducido a la Conquista y una detallada descripción de la batalla de Hastings. Lo había encargado el hermanastro del Rey, Odón, que aunque era el obispo de la ciudad normanda de Bayeux, lo que le procuraba unos saneados ingresos, también era un soldado y un administrador tan despiadado y ambicioso como el mismo Rey. Y lo habían bordado mujeres inglesas, mayormente en Kent, antes de que por último se cosieran todas sus partes.

Existían motivos fundados para que esta magnífica obra de arte enfureciera a Hilda. La joven no deseaba participar, pero Henri la había obligado a sumarse a las damas que se reunían en la residencia del Rey en Westminster para trabajar en ese proyecto. «Complacerás al obispo Odón», le había dicho Henri, aunque era a Odón a quien el monarca había concedido la mitad de Kent y uno de los caballeros de Odón quien ocupaba entonces la casa solariega de la familia de Hilda en Bocton. Henri lo sabía, pero no le preocupaba. El tapiz, con su vívida descripción de los hechos, siempre recordaba a Hilda la dolorosa pérdida de su vieja casa, su país y los largos años de servicio a la fría y cínica naturaleza de su esposo.

Por lo tanto, esa mañana mientras regresaba de la reunión de damas en Westminster, Hilda sentía una rabia incontenible.

Y entonces vio a Ralph.

Era evidente que estaba eufórico. Su grueso rostro aparecía animado por una sonrisa y sus ojos, por lo general apagados, brillaban espontáneamente al acercarse a ella.

—¿Quieres que te cuente un secreto? —le preguntó.

A veces Hilda sentía lástima por Ralph. En parte porque Henri lo despreciaba, pero sobre todo porque seguía soltero.

De hecho, no tenía mujer. En ocasiones Ralph cruzaba el puente hacia el sur, donde una comunidad de rameras habitaba junto al río, pero incluso esas señoras, según decían, acogían sin entusiasmo las toscas atenciones de Ralph. De vez en cuando Hilda había sugerido la posibilidad de buscarle una esposa, pero Henri se lo había desaconsejado. «Si se casa tendrá herederos», le recordaba su esposo. Y en cierta ocasión Henri había comentado secamente: «Soy yo quien me ocupo del dinero de la familia. Y me propongo vivir más años que mi hermano». De modo que cuando ese tipo tan singular se acercó a ella, Hilda se esforzó por sonreírle.

Si no se hubiera topado con su cuñada al poco rato de su entrevista con el gran Mandeville, Ralph no habría sido tan indiscreto. Hilda le caía bien. «No soy tan idiota como cree Henri», le había dicho con tristeza en cierta ocasión. En ese momento, llevado por su entusiasmo, no pudo resistir la tentación de impresionarla.

—Me han asignado una importante misión —dijo.

La conversación entre Ralph y Mandeville había sido breve pero importante. El gran magnate tenía el deber de estar bien informado y ocurrían pocas cosas en el sudeste de Inglaterra que él no supiera. De su entrevista con él, Ralph averiguó que existía el temor de que estallaran más disturbios en el campo.

—En la rebelión de hace tres años —le explicó Mandeville— creemos que obtuvieron las armas en Londres. Queremos poner fin a esto.

Tras considerar el asunto, Mandeville había decidido que para supervisar la pequeña operación que tenía en mente necesitaba a un hombre de temperamento receloso, mezquino y despiadado.

—Es una buena oportunidad para que demostréis de qué sois capaz —informó a Ralph al tiempo que le explicaba el plan—. Deberéis ser paciente, y necesitaréis contar con unos espías.

—Desmontaré cada uno de los carros que partan de Londres —dijo el superintendente.

—No haréis tal cosa —respondió Mandeville—. De hecho, quiero que relajéis la inspección de las mercancías que salgan de la ciudad. —Mandeville sonrió—. El truco consiste en aplacar sus sospechas. Apostad unos hombres en el bosque, y cuando vean unos cargamentos que les parezcan sospechosos, seguidlos. No pretendemos poner fin al tráfico de armas. Quiero que nos conduzcan a los rebeldes. Ante todo, no habléis de esto con nadie. ¿Entendido?

Ralph lo había entendido perfectamente. Un cargo de confianza. Una misión secreta. Ralph había caminado por la ciudad henchido de orgullo. No era de extrañar que, al ver a Hilda y deseoso de impresionarla, hubiera decidido al instante:

—A ti puedo decírtelo porque eres de la familia.

Si no hubiera sido por la irritación que le había producido lo del bordado, la confidencia de Ralph no le habría interesado. Pero en ese momento, mientras contemplaba su orondo semblante, una versión más tosca del de su esposo, y pensaba en los desdichados ingleses —su propio pueblo— a los que atraparía y sin duda mataría, Hilda experimentó una intensa repugnancia.

Lo cierto, se dio cuenta Hilda, era que estaba harta de todos, de Henri, de Ralph, de los normandos y de su rey. Por supuesto, nada podía hacer al respecto. Excepto, quizás, una cosa.

—Debes de sentirte muy orgulloso de ti mismo —dijo a Ralph antes de dar media vuelta y marcharse.

Hilda tenía que ir la semana siguiente a la propiedad que su suegro tenía en Hatfield, donde permanecería un mes. La perspectiva no la entusiasmaba, de modo que esa tarde se las había arreglado para disfrutar de un agradable paseo con Barnikel, pues sabía que sería el último que darían juntos durante un tiempo.

Por lo tanto, cuando ambos se encontraron en Saint Bride’s, y comenzaron su usual caminata hacia Aldwych, Hilda reveló a Barnikel todo lo que Ralph le había contado y añadió:

—Sé que no eres amigo de los normandos. De modo que si sabes a quién debes prevenir, te ruego que lo hagas.

Entonces, al observar el asombro de Barnikel ante aquella noticia, y deduciendo acertadamente que estaba metido hasta el cuello en un movimiento clandestino, Hilda, movida por un súbito y generoso impulso, aferró el brazo del hombre de mediana edad y preguntó suavemente:

—¿Existe alguna manera, querido amigo, en que pueda ayudarte?

El camino que se extendía al norte de Londres primero pasaba por unos prados y campos pantanosos y luego, a medida que el terreno comenzaba a elevarse, penetraba en el bosque de Middlesex junto a la antigua aldea sajona de Islington.

Diez días después de su reunión con Mandeville, un sudoroso Ralph Silversleeves, acompañado por una docena de jinetes armados, salió del bosque y galopó hacia el sur tratando de contener su rabia.

Acababa de celebrar una reunión con sus hombres, y no había sido una experiencia grata. Sus espías nada habían encontrado. «Ni una maldita horca —se había lamentado uno de ellos y había agregado—: Quizás alguien les dio el soplo». «¡Imposible!», había exclamado Ralph. Cuando otro le había preguntado: «¿Estáis seguro de saber lo que hacéis?», Ralph le había propinado un bofetón.

En ese momento, mientras regresaba a caballo, Ralph notaba que sus hombres tenían escasa confianza en él. De algún modo, aunque no sabía cómo, sentía que lo habían engañado. Incluso había empezado a sospechar de sus propios espías.

Y de pronto vio el carro.

Tenía un aire decididamente sospechoso. Era grande y estaba cubierto, y por la manera en que crujía mientras avanzaba tirado por cuatro fornidos caballos, daba la impresión de que transportaba una pesada mercancía. Junto al cochero iba sentada una figura encapuchada.

En ese momento Ralph perdió la compostura. El atribulado normando estaba convencido de haber dado con su presa. Olvidando por completo las instrucciones que le había dado Mandeville, se dirigió deprisa hacia el carro, como si temiera que éste echara a volar y desapareciera.

—¡Deteneos y descubríos, traidores! —gritó—. ¡Perros!

Cuando Ralph se acercó a ellos resollando, la misteriosa figura se quitó la capucha y le dirigió una mirada llena de desprecio. Era Hilda.

—¡Idiota! —exclamó la joven de manera que todos sus hombres pudieran oírla—. Henri siempre me dijo que eras un imbécil.

Luego, tras retirar la lona que cubría el carro, le mostró su inofensiva mercancía.

—¡Unas frascas de vino! —gritó Hilda—. Un regalo de tu hermano a tu padre. Las llevo a Hatfield.

Acto seguido Hilda cogió el látigo del cochero e hizo ademán de golpearlo de modo tan convincente que Ralph retrocedió de un salto con el rostro ceniciento.

Sus hombres estallaron en carcajadas. Humillado y furibundo, Ralph les gritó que lo siguieran y, sin volverse, cabalgó al galope por el sendero hacia Londres.

Cinco semanas más tarde, junto a la iglesia de Saint Bride, donde no se veía un alma, Barnikel de Billingsgate se permitió la osadía de plantar un casto beso en la frente de su nueva conspiradora.

Luego echaron a andar tan contentos por la ribera.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que alguien los seguía discretamente.

1081

Osric tenía veinte años cuando se fijó en la muchacha. Ésta tenía dieciséis.

No se lo dijo a nadie. Ni siquiera a su amigo Alfred el armero.

Era curioso ver a los dos hombres juntos. Alfred se había convertido en el jefe de la armería. El mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente se había vuelto casi invisible desde que el resto de su pelo había encanecido. Estaba bastante gordo. Daba órdenes a sus aprendices con voz autoritaria, y su esposa y sus cuatro hijos le obedecían en todo.

Pero no había olvidado el día en que Barnikel le había encontrado muerto de hambre junto a la Piedra de Londres, de modo que, en un afán de transmitir esa generosidad a otro, Alfred hacía cuanto podía para ayudar a su desdichado y joven amigo. No sólo se ocupaba de que Osric comiera caliente al menos una vez a la semana, sino que incluso en varias ocasiones se había ofrecido para comprar la libertad del siervo. Pero había sido en vano. De una manera u otra, Ralph siempre lograba impedírselo. «Lo siento —Alfred había dicho al muchacho—. Nada puedo hacer».

Aunque infundado, el odio que Ralph sentía hacia el siervo se había convertido en un hábito. «En cierto modo, Osric —se había burlado Ralph un día—, creo que casi te amo». Era cierto. El pequeño obrero era un objeto viviente al que Ralph podía herir siempre que lo deseara; si Osric lo detestaba, ello no hacía más que intensificar la satisfacción del superintendente. Y nada le procuraba mayor placer que frustrar los intentos de Osric de liberarse de su yugo. «No te preocupes —le había prometido—, jamás dejaré que seas libre».

La muchacha era menuda. Llevaba su larga cabellera negra peinada con raya al medio; tenía la tez blanca. El único color que asomaba a su rostro era el de sus labios, pequeños pero rojos. Todo lo cual, aunque Osric lo ignoraba, indicaba que los antepasados de la joven eran celtas, quizá también romanos.

Los obreros se alojaban en unos cobertizos de madera construidos a lo largo del interior de la antigua muralla romana junto al río. Cada cual se las arreglaba como podía. Algunos, como Osric, se contentaban con un poco de paja. Otros, que tenían mujer, habían construido con fragmentos de madera o balas de paja un tosco cubículo para defender su intimidad, de manera que familias enteras habían colonizado uno u otro rincón del campamento. Constituían un grupo variopinto. Algunos eran siervos prestados por terratenientes que debían algún favor al Rey; otros, esclavos; algunos, como Osric, tenían mutilaciones que indicaban que eran culpables de un delito. La disciplina brillaba por su ausencia. A Ralph le importaba un comino lo que ocurriera entre los obreros con tal que trabajaran duro.

El padre de la muchacha había sido el cocinero, y mientras estuvo vivo los obreros habían comido bien. Pero el hombre había fallecido hacía dos años y desde entonces la vida de aquéllos había sido muy dura. La madre de la muchacha, a la cual utilizaban para diversos menesteres, estaba delicada, tenía las manos siempre hinchadas y doloridas debido a la artrosis y, como no tenían quien las ayudara, la muchacha hacía lo que podía para proteger a su madre. Una sierva de salud delicada sin una familia no vivía mucho en esos tiempos. El nombre de la muchacha era Dorkes. Osric había reparado en ella por primera vez en diciembre. Los obreros trabajaban en la Torre todo el año, sin importar el tiempo que hiciera, pero aquel invierno había sido particularmente crudo, y un día, dos semanas antes de Navidad, les ordenaron que suspendieran las obras.

—Cuando hace un frío tan intenso —le explicó el capataz— el mortero húmedo se hiela y se rompe.

Al día siguiente, muchos de los siervos fueron enviados de regreso a sus aldeas y a los restantes los condujeron fuera y les ordenaron:

—Ahora tenemos que cubrir los muros.

Aislar la parte superior de los gigantescos muros era una tarea ingente pero necesaria. También resultaba desagradable, pues el material que utilizaban era una mezcla de estiércol caliente y paja.

—Pero da resultado —aseguró el capataz a Osric.

Al poco tiempo los descomunales muros grisáceos aparecían coronados con varias capas de estiércol y paja.

Pese al frío, al término de cada jornada Osric estaba deseoso de lavarse, de modo que bajaba con frecuencia al Támesis y se tiraba al agua vestido antes de regresar deprisa al cobertizo para desnudarse y dejar que sus ropas se secaran junto al brasero. Fue por entonces cuando se dio cuenta de que había otra persona en el campamento que también bajaba al río, al alba y al anochecer, para lavarse. Esa persona era Dorkes.

Era muy pulcra, y muy callada. Ésas fueron las primeras cosas que el muchacho observó en ella. También se percató de que físicamente estaba poco desarrollada. «Parece un ratoncito», pensó Osric, y le sonrió. Pero, en ese momento, no le prestó mayor atención. Tenía otras cosas en que pensar.

Desde el trabajo que Osric había desempeñado para Alfred y Barnikel, tres años antes, no había habido otras aventuras. Salvo algunos conflictos en el norte, en Inglaterra reinaba la tranquilidad. Fuera lo que fuese lo que Barnikel esperaba conseguir con el cargamento de armas, el proyecto no había llegado a cuajar. Osric sospechaba que el viejo danés seguía haciendo acopio de armas, pero no estaba seguro.

No obstante, su vida era soportable. La mayor parte del tiempo, por supuesto, estaba el duro trabajo: arrastrar pesados carros llenos de ripio, acarrear cubos de piedras hasta donde estaban los albañiles o transportar madera para los carpinteros. Poco a poco, sin embargo, Osric había añadido otra actividad.

Desde que Osric había descubierto sus habilidades con el carro de Barnikel, el muchacho, incapaz de ayudarse a sí mismo, se había aficionado a recoger todos los fragmentos de madera que encontraba o pedía a los carpinteros que le cedieran algunos pedazos inservibles. Por las noches, sentado a la luz del brasero, Osric los tallaba. Cada semana completaba una pieza —una figurilla, un juguete— y al poco tiempo incluso los carpinteros y los albañiles se referían a él como «el pequeño artesano». Lo decían afectuosamente, aunque con una sonrisa, como si Osric fuera su mascota. A fin de cuentas, el muchacho no pertenecía a ninguno de esos dos oficios; no era más que una bestia de carga. Pero a él no le importaba, y mientras realizaba sus tareas cotidianas sus compañeros le mostraban lo que hacían y se lo explicaban.

Lo más curioso era que, pese al hecho de que se dejaba la piel en la construcción de la Torre, cada vez que trasponía sus siniestros muros Osric comprobaba que ejercía una fuerte fascinación sobre él.

Los grandes sótanos estaban terminados, sus suelos cubiertos con tablones y los techos con enormes vigas, a excepción del ángulo sudeste, que tenía un techo abovedado de piedra. La escalera de caracol que conducía a los sótanos ya estaba aislada con una maciza puerta de roble reforzada con remaches de hierro y cerrada con una voluminosa llave hecha por Alfred el armero.

—Aquí almacenarán todas las armas de la guarnición —explicó el capataz a Osric.

Los muros de la planta baja crecían rápidamente. Como solía ser habitual en esas fortalezas normandas, la entrada principal se hallaba situada en ese nivel, una hermosa entrada practicada en el muro sur, a la que se accedía mediante una empinada escalera de madera en el exterior. Aunque casi tan gruesos como los de los sótanos, los muros de la planta baja mostraban numerosas cavidades que conducían a angostas ventanas y otras aberturas. Dos de ellas intrigaban sobremanera al joven obrero.

La primera medía unos tres metros de ancho y se encontraba en el muro occidental de la planta baja. Entraron en ese espacio, que parecía una pequeña habitación y, al alzar la vista, Osric comprobó que tenía unos tres metros y medio de altura y que justo debajo del techo había un pequeño orificio en la pared que conducía al exterior.

—¿Para qué sirve? —preguntó Osric a los albañiles.

Todos se echaron a reír.

—Es para el fuego —contestó uno de ellos.

Al observar la perplejidad del muchacho, le explicó:

—Los aposentos del Rey estarán situados sobre esta habitación, de modo que en lugar de un brasero en el centro del que emanaría un humo que atravesaría las tablas del suelo, el Rey quiere que construyamos unas chimeneas. En Francia son un elemento habitual. En la cámara oriental instalaremos otra.

Y así fue como el reino de Inglaterra recibió sus primeras chimeneas en la Torre de Londres. Pero no tenían cañón, sino que el humo salía por un agujero en la pared.

Otras dos cavidades, practicadas en el muro norte, despertaron la curiosidad del joven peón. Los dos pequeños pasadizos conducían al borde exterior del muro, donde, en un rincón, había un banco de piedra con un orificio.

—Mira por el agujero —dijo uno de los albañiles a Osric.

El joven peón se asomó a un corto y empinado conducto que desembocaba en el vacío, construido en la fachada norte de la Torre, a unos seis metros del suelo.

—Los franceses lo llamaban un garderobe —explicó el capataz a Osric—. ¿No adivinas para qué sirve?

El muchacho asintió con la cabeza y el hombre prosiguió:

—Instalaremos un tubo de madera para que el sumidero desemboque directamente en el pozo negro situado abajo, que tú excavarás más adelante.

Tras reflexionar unos instantes, Osric observó:

—Se te debe de helar el trasero.

El albañil soltó una carcajada.

—Hace que la gente no se entretenga.

En junio ocurrió el incidente. En realidad no tuvo mayor importancia. Un cálido anochecer, unos hombres que habían estado bebiendo se hallaban sentados en la ribera cuando la pequeña Dorkes bajó al río. No permaneció mucho tiempo, sólo el suficiente para lavarse los brazos y la cara antes de regresar al campamento. Pero al pasar junto a los hombres, con la vista clavada en el suelo, uno de ellos, que estaba un poco ebrio, trató de agarrarla por la cintura y exclamó:

—He atrapado a un ratoncito. Danos un beso.

Otra joven se hubiera echado a reír, pero Dorkes no sabía tratar a un borracho. Hundió la barbilla en el pecho, negó con la cabeza y trató de liberarse. El hombre le manoseó sus pequeños senos mientras sonreía a sus compañeros.

De pronto alguien se precipitó sobre él.

Osric, que acababa de aparecer, no se puso a discutir, sino que se arrojó sobre el individuo con tal violencia que aunque el pequeño peón era la mitad del tamaño de aquél lo derribó al suelo. Durante un momento, Osric temió que ese tipo fornido o sus amigos lo tiraran al agua. Pero, en cambio, se echaron a reír.

—¡El pequeño es un luchador! —exclamó uno.

Y otro dijo:

—Osric, no sabíamos que esa chica fuera tu novia.

A partir de ese día todos sus compañeros le tomaban el pelo y le preguntaban continuamente: «¿Cómo está tu chica, Osric?».

Eso fue lo que hizo que Osric se fijara en ella por primera vez.

Había sobradas oportunidades. A veces la observaba cuando la muchacha bajaba al río al amanecer. Como era verano, vestía una simple camisa, de modo que cuando, al igual que la mayoría de las mujeres, se metía en el río vestida para lavarse, Osric se hacía una idea bastante aproximada de su cuerpo cuando salía del agua. Comprobó que no era tan plana como había supuesto, sino que tenía unos pechos pequeños pero bien formados.

Por las noches, la joven se sentaba con su madre junto al fuego. Osric se sentaba un poco alejado de ella y observaba con atención su rostro. Al poco tiempo lo que le había parecido un perfil pálido y muy corriente se convirtió en hermoso.

Pero más que esos rasgos, Osric vio otra cosa. Pese a la timidez de la muchacha, ésta defendía a su madre con serena pero firme determinación cuando, a medida que transcurrían los meses, la pobre mujer apenas podía valerse por sí misma debido a la artrosis que afectaba sus manos. Manteniendo siempre su dignidad, sin rebajarse a suplicar, Dorkes hacía pequeñas tareas por las cuales le pagaban con comida o una prenda de vestir, lo que impedía que su madre y ella cayeran en la miseria.

Desde que Osric la había defendido de aquel borracho, la muchacha lo trataba de manera amistosa. Con frecuencia se sentaban a charlar, o daban un paseo. A veces Osric notaba que la madre de Dorkes, con su rostro enjuto y sus manos deformes, los observaba, pero era difícil adivinar qué pensaba, y dado que nunca le concedía más que un breve saludo con la cabeza, Osric supuso que nunca lograría averiguarlo. Dorkes, naturalmente, sabía que los hombres se mofaban de Osric por su amistad con ella, pero no parecía darle importancia. Sin embargo, Osric notó que pese a la plácida sonrisa de la muchacha, ésta se mostraba siempre muy reservada, ya fuera debido a su timidez o por otro motivo que él desconocía.

En julio Osric comprendió que estaba enamorado. No habría sabido decir exactamente por qué. Una tarde, mientras observaba a Dorkes, sintió de pronto una intensa ternura y afán de protección hacia ella. Al día siguiente la buscó por todo el campamento. Por la noche soñó con ella y, a la mañana siguiente, tuvo la impresión de que su vida tendría algún sentido si la compartía con ella.

«Entonces —se dijo Osric—, podría cuidar de ella y protegerla». La perspectiva era tan gratificante que incluso le pareció que las míseras chozas que ocupaban aparecían bañadas en una nueva y cálida luz.

Al cabo de unos días Dorkes y él se encontraron con Ralph Silversleeves.

Ralph tenía costumbre de recorrer la obra a primeras horas de la mañana, antes de que comenzara el trabajo. A veces se detenía para investigar las dependencias de los obreros, pero por lo general no. Sin embargo, invariablemente, como si se tratara de su castillo personal, se paseaba ufano alrededor de la torre que iba creciendo. Acababa de completar su ronda matutina cuando se topó con la joven pareja que subía del río.

Ralph había oído a los hombres bromear sobre Osric y la muchacha, pero como consideraba al joven peón un miserable objeto, no creía probable que una joven se fijara en él. Entonces, al verlos juntos, de repente se preguntó si era posible que fuera verdad. ¿Era posible que ese desgraciado de Osric tuviera una mujer y que él, Ralph, no? Presa de un repentino arrebato de celos, el superintendente miró a la muchacha y le preguntó:

—¿Qué haces paseando con este desgraciado? —Y se dirigió a Osric—: ¿Por qué no dejas en paz a esta joven tan linda? Tienes una cara tan horrible que a la chica debe de darle vergüenza que la vean contigo.

Acto seguido, tras golpear a Osric en el rostro con su látigo, se alejó.

Ninguno de los dos jóvenes dijo una palabra.

—Yo no le hago caso —murmuró Dorkes al cabo de unos minutos.

Pero aunque Osric sabía que Ralph era su enemigo, las palabras del normando le habían causado gran impresión y guardó silencio.

En la marea baja había varios puntos a lo largo de la orilla del Támesis donde las aguas límpidas del río formaban unas charcas. Esa misma tarde, cuando el sol lucía con tal intensidad que se podía ver el cielo en el agua, Osric bajó al río solo.

Con el paso de los años, una vez que hubo olvidado el dolor de que le hubieran amputado la nariz y se había acostumbrado a su desagradable respiración, Osric había dejado de preocuparse por su apariencia. Además, en un mundo donde casi no existía el cristal, no tenía muchas oportunidades de ver su imagen reflejada. Pero en ese momento, en una de esas charcas, contempló asombrado su rostro.

Luego se deshizo en lágrimas.

No se había enterado de que su pelo empezaba a clarear. Había olvidado que aquel grotesco bulto violáceo que había sido su nariz le daba un aspecto ridículo. Mientras contemplaba su enorme cabeza, sus espaldas encorvadas y el pequeño muñón que tenía en medio del rostro, sintió deseos de gritar, pero se contuvo por temor a atraer la atención y se dijo: «Es inútil. Soy un monstruo».

Triste y avergonzado, Osric regresó a su trabajo.

Pero en los días sucesivos, aunque al principio Osric quería taparse la cara con la mano cuando se encontraba con Dorkes, lo cierto es que jamás detectó la repugnancia que suponía que debía de experimentar la joven al verlo. Si la ocultaba, lo hacía muy bien. Dorkes lo miraba sonriendo, como había hecho siempre.

Osric empezó a observar atentamente a los otros hombres, sopesando sus defectos físicos. Uno era cojo, otro se había machacado una mano, otro tenía una llaga que no cicatrizaba. «Quizá —se dijo para consolarse— no soy el más horroroso».

«Ojalá Dorkes llegara a amarme», pensó. Él la protegería. Estaba incluso dispuesto a morir por ella. En este estado de ánimo, pasaron tres semanas de su vida.

Los albañiles trabajaban en lo que sería la cripta de la capilla. Era un inmenso espacio, de unos catorce metros de longitud, situado en el ábside oriental. Ya habían comenzado a construir el techo abovedado.

Osric gozaba contemplando las obras. En primer lugar los carpinteros construyeron unos enormes arcos semicirculares de madera que alzaban sobre unos andamios como si fueran unos puentes jibosos. Luego los albañiles se subían a los andamios y colocaban las piedras, cada una de las cuales estaba cortada en forma de cuña con la parte ancha hacia arriba, de modo que cuando habían encajado todas la piedras, el arco se sostenía con tremenda fuerza.

Pero al cabo de unos días Osric observó otro elemento de la Torre que le llamó profundamente la atención.

Una mañana oyó a los albañiles quejarse acerca de «otro maldito cambio». Al cabo de un momento apareció Ralph y ordenó airadamente a Osric que fuera a buscar su pico. Poco después estaba trabajando con ahínco.

El muro entre la cripta y la cámara en el lado oriental de la Torre medía más de seis metros de grosor. Una vez que los albañiles habían practicado una angosta abertura en ese muro desde la cripta, el capataz ordenó a Osric y a otros tres hombres que excavaran el relleno de escombros dentro del muro para construir una cámara. Y así, mientras los carpinteros procuraban unos soportes para sostener la obra de mampostería sobre sus cabezas, Osric y sus compañeros estuvieron excavando durante días, como unos mineros atacando la superficie de una roca, hasta crear una cámara oculta que medía aproximadamente un metro y medio cuadrado.

—Parece una cueva —comentó Osric, sonriendo.

Era una analogía muy acertada, pues los muros del castillo medieval no estaban allí simplemente para dividir espacios, sino que eran entidades en sí mismas, en las cuales los obreros practicaban aberturas y construían cavidades como si se tratara de una montaña.

—Esto constituirá una cámara de seguridad —les explicó Ralph— donde se conservarán objetos valiosos.

La cámara estaba dotada de una maciza puerta de roble.

Un domingo por la mañana, un día nublado de comienzos del otoño, Osric declaró su amor a Dorkes.

En la muralla romana junto a la Torre había una escalera que conducía a las almenas y como ese día no trabajaban, Osric y la muchacha subieron a lo alto de la Torre para admirar la vista del río. Era un lugar apacible y, al encontrarse a solas con ella, el joven peón, embargado por la ternura que le producía la menuda y pálida figura de su amada, la ciñó suavemente por la cintura.

Osric notó de inmediato que la joven se tensaba. Se volvió para mirarla, pero ella apartó el rostro. Luego, cuando ella lo miró tímidamente a los ojos y observó su mirada triste y solemne, negó con la cabeza y suavemente pero con firmeza le apartó el brazo.

—Te ruego que no hagas eso.

—Yo creí que… quizá… —respondió él.

Dorkes negó de nuevo con la cabeza. Luego respiró hondo y dijo:

—Has sido muy amable conmigo, pero… —Dorkes clavó sus ojos castaños en los de Osric y lo miró con calma—. Pero no te amo.

Osric asintió con la cabeza, sintiendo un dolor que le oprimía la garganta. Deseaba preguntar: «¿Es por…?, ¿es debido a mi rostro?», pero no pudo articular palabra.

—Vete, por favor —dijo Dorkes.

Al ver que él vacilaba, insistió:

—Márchate.

Desde luego. Él lo comprendía muy bien. Osric bajó por la escalera y se dirigió a su cobertizo, donde permaneció largo rato sentado en su jergón de paja, llorando en silencio porque tenía un aspecto repulsivo.

Osric se habría sorprendido al saber que el dolor de la pálida muchacha que todavía seguía contemplando desde la muralla era mayor que el suyo, pero el dilema de Dorkes no era lo que él suponía.

De hecho, aunque Dorkes al principio se había fijado en el desfigurado rostro de Osric, al cabo de un tiempo dejó de darle importancia. Admiraba el valor del joven peón y le complacía su bondad. Pero ¿para qué servía eso?, se preguntaba con calma y tristeza. Osric nada poseía. Incluso el siervo más humilde de una aldea tenía una choza en donde vivir y una parcela de terreno que cultivar. Osric sólo poseía un jergón de paja. ¿Qué clase de vida sería la suya? Acarrearía piedras para Ralph Silversleeves, que lo odiaba, hasta caer muerto. ¿Y qué tenía ella? Una madre tullida a quien cuidar. Si Dorkes se unía a un hombre, ¿quién cuidaría de su pobre madre? Osric no podría hacerlo. En cualquier caso, la muchacha había contemplado las sórdidas cópulas que se producían en los cobertizos de los obreros, los niños harapientos y medio muertos de hambre que se arrastraban por el heno y el barro. «Viven como sabandijas —decía su madre—. No sigas su ejemplo».

La única esperanza que tenía Dorkes era que un artesano o uno de los siervos prestados temporalmente por un terrateniente se ocupara de ella. De no ser así, cuidaría de su madre como pudiera. «¿Y luego? Quizá no llegue a vieja», pensó Dorkes.

Por consiguiente, se había mostrado cauta con Osric, deseosa de proporcionar al desdichado joven el calor de su amistad, pero no demasiadas esperanzas. Esa mañana Dorkes había hecho, rápida y firmemente, lo que debía, y lo había rechazado. Entonces, mientras contemplaba desde la larga muralla de la ciudad la gigantesca torre, maldijo la suerte que la había encerrado en esa siniestra prisión.

Ante todo, Osric jamás debía adivinar el secreto que ocultaba desde hacía varias semanas, es decir, que lo amaba.

Durante los días siguientes, cuando Osric y Dorkes se encontraban, sonreían como siempre, pero rara vez se hablaban. Ambos guardaban sus sentimientos para sí mismos. Con ello creían haber dado por zanjado el asunto. Pero no era así.

La primera persona en darse cuenta del cambio que había experimentado Osric fue la esposa de Alfred. Normalmente las comidas semanales que el muchacho compartía con el armero y su familia eran ocasiones felices. Alfred se había construido una nueva vivienda contigua a la armería, una recia estructura de madera que consistía en una habitación principal, grande, con un desván dividido en dos partes, una para él y su esposa y otra para sus seis hijos. Los aprendices dormían en un cobertizo situado detrás de la casa.

La esposa de Alfred era una mujer alegre y afable, hija de un carnicero, que gobernaba a su bulliciosa familia con la facilidad y confianza de una mujer casada con un hombre cariñoso y madre de un hijo más de los que siempre había deseado tener. Por triste que fuera su existencia cotidiana, Osric solía animarse en cuanto llegaba a casa del armero, y a menudo llevaba un pequeño regalo que había tallado para los niños.

—Eres como una madre para ese chico —decía Alfred a su esposa.

—Me alegro —respondía ella—. Dios sabe que necesita una madre.

Así pues, cuando, hacia fines del verano, la esposa del armero notó que Osric había cambiado, se sintió preocupada. El muchacho estaba siempre abstraído y apenas probaba bocado. ¿Era posible, preguntó la mujer a Alfred, que el muchacho se hubiera enamorado? Alfred no lo creía. Pero cuando, en otoño, Osric apareció un día pálido y demacrado, encerrado en un obstinado mutismo e incapaz de comer, la esposa del armero se alarmó. Trató de interrogarlo con delicadeza, pero nada consiguió.

—Sea lo que fuere —dijo la mujer a Alfred—, a ese chico le pasa algo malo. Pregunta en la Torre. Trata de averiguar qué le ocurre.

Al cabo de unos días Alfred le comunicó a su esposa:

—Dicen que hay una chica con la que anda. La he visto. Es una joven menuda y bastante bonita, aunque tímida. Incluso hablé con ella.

—¿Y?

—Sólo son amigos. Eso es todo. Me lo dijo ella misma.

Pero la esposa de Alfred meneó la cabeza y sonrió.

—Iré a hablar con ella —dijo.

Al día siguiente, cuando Osric fue a cenar con ellos, a la mujer le sorprendió la conducta del muchacho.

Estaba todavía muy pálido, pero parecía albergar un secreto que le daba una animación interior. A menos que hubiera hecho las paces con la muchacha, la esposa del armero no adivinaba cuál podía ser el motivo.

Sobre todo, nadie le había visto nunca engullir tal cantidad de comida. Cuando la esposa del armero sacó el estofado, Osric tomó cuatro raciones. Cuando le ofrecieron cerveza, bebió tres jarras llenas. Comió y bebió el doble que cualquiera de los normalmente famélicos aprendices.

—¡Fijaos en Osric! —exclamaron los niños—. ¡Va a estallar!

—¿Estás reuniendo fuerzas con algún motivo especial? —le preguntó Alfred.

—Sí. Esta noche necesito comer mucho —contestó Osric, aunque se negó a dar más detalles y cuando finalmente se marchó nadie había logrado averiguar qué le ocurría. Pero se marchó contento, y esa noche, mientras estaba tumbado en su jergón de paja, sonrió al tiempo que meditaba su plan.

A la mañana siguiente una espesa bruma se cernía sobre la ribera del Támesis mientras Ralph llevaba a cabo su acostumbrada ronda de inspección. La gente empezaba a despertarse en las dependencias de los obreros pero aparecían sólo como figuras vagas, sus toses y sus voces sonaban remotas y huecas en la pegajosa humedad. Incluso la gran estructura cuadrada de la Torre se erguía como una figura espectral, como si un gigantesco buque fantasma hubiera quedado varado en tierra.

Ralph emitió un gruñido. La noche anterior había ido a visitar a las mujeres de la orilla izquierda, pero aunque le procuraban un desahogo físico, cada vez le satisfacían menos, y el superintendente había cruzado el puente al amanecer, de regreso al campamento, de pésimo humor.

Además, había otra cosa que lo preocupaba.

¿Dónde demonios estaba su látigo? Había desaparecido misteriosamente hacía dos días. Ralph lo había soltado sólo unos minutos, y aunque había pronunciado unas amenazas feroces, ninguno de los obreros que trabajaban en la Torre parecía saber su paradero. Ralph estaba tan acostumbrado al tacto de su látigo que se sentía incómodo sin él, casi como si le faltara un miembro, mientras recorría las obras.

—Si no doy pronto con él —masculló enojado—, tendré que adquirir otro.

El superintendente no se molestó en visitar las dependencias de los obreros, sino que, fiel a su costumbre, se paseó alrededor de la inmensa torre, observando de vez en cuando las laderas de la colina como si quisiera cerciorarse de que los cuervos seguían montando guardia en medio de la niebla para proteger aquellos sombríos y húmedos muros. De pronto, al doblar una esquina, vio su látigo.

Estaba en el suelo junto a la muralla, al parecer intacto. Ralph dedujo que el ladrón, temiendo ser descubierto, había encontrado esa manera de devolvérselo.

Con una ligera sonrisa, Ralph se agachó para recogerlo.

Osric llevaba casi una hora esperando.

Sabía que su plan era arriesgado, pero había pasado toda la semana dándole vueltas al asunto, preguntándose qué podía perder. Dorkes no lo quería. El resto de su vida nada contenía que lo animara a seguir adelante. ¿Qué podían hacerle que no le hubieran hecho ya? ¿No hallaría alguna satisfacción, por nimia que fuera, en vengarse del superintendente que lo había humillado de manera tan cruel?

Así que en ese momento, mientras permanecía alerta, Osric calculó minuciosamente el momento idóneo para asestar el golpe, respiró hondo, se tensó y murmuró entre dientes:

—Ahora.

Los esfuerzos de Osric la noche anterior no habían sido en vano. Se había llenado tanto que se preguntó si no estallaría. La suave y cálida evacuación que brotaba en aquellos momentos de su cuerpo y se deslizaba por la fachada norte de la Torre, desde el garderobe en que estaba sentado, era mucho mayor que todas las evacuaciones que había producido en su vida. Tras haberse contenido durante un buen rato hasta el momento oportuno, las heces brotaron con increíble concentración. Suaves, espesas y compactas, cayeron en maravilloso silencio hacia el objetivo.

Unos segundos más tarde, al mirar por el agujero, Osric comprobó entusiasmado que su evacuación había aterrizado con precisión en la cabeza del superintendente.

Abajo sonó un alarido de terror, seguido, cuando Ralph se llevó la mano a la cabeza, por otro de estupor y por un tercero de inenarrable espanto, cuando el superintendente vio y olió la porquería que tenía en la mano. Pero cuando Ralph alzó la vista hacia el orificio practicado en el muro, su ocupante se había esfumado.

El normando, lanzando un grito de rabia, corrió hacia la escalera de la Torre, subió hasta el garderobe, luego recorrió toda la planta principal, la cámara, la cripta e incluso bajó a la lóbrega cámara de seguridad. Nada encontró. Dominado por la furia, regresó a la planta principal, pero cuando se disponía a registrarla de nuevo se le ocurrió un pensamiento aún más atroz.

Un momento más tarde aparecerían los primeros albañiles para iniciar su trabajo. Lo verían cubierto con esa hedionda y espantosa porquería. Sería el hazmerreír de la Torre, de todo Londres. Con un grito de desesperación, Ralph salió precipitadamente del edificio y, al cabo de unos minutos, lo vieron correr bajo la bruma invernal hacia la ciudad.

Osric aguardó. Se hallaba agazapado en lo alto de la enorme chimenea, con las piernas apretujadas contra el muro para no caerse por el hueco. Al oír los alaridos de Ralph, sonrió. Luego oyó los pasos del normando alejándose. Al cabo de un rato bajó de la chimenea.

Unos días más tarde, la afable esposa del armero abordó a Dorkes, que no salía de su asombro. Al principio, mientras caminaban hacia Billingsgate, la muchacha se mostró reservada y esquiva, pero poco a poco, a medida que se dejó conquistar por la simpatía y comprensión de la mujer madura, bajó un poco la guardia, y al fin, sin poder contenerse, se lo contó todo. Pero nada de eso resultó tan sorprendente como lo que ocurrió después.

Con calma y paciencia, la mujer le explicó que ella y su marido eran amigos de Osric; le dijo que Alfred había tratado de comprar la libertad de Osric para que dejara de ser un siervo.

—Quizá lo consiga un día —añadió la esposa del armero. A continuación propuso un trato a la muchacha—: Nosotros nos ocuparemos de tu madre. Ni siquiera Ralph quiere un par de manos inútiles. Le daremos de comer, y si Ralph lo autoriza, la llevaremos a vivir a nuestra casa.

—Pero… —la muchacha dudaba—. Si tengo hijos y Osric…

La mujer se apresuró a terminar la frase.

—¿Si Osric muere? En la medida de lo posible, nos ocuparemos de ellos. No creo que se mueran de hambre. —La esposa de Alfred se detuvo—. Desde luego, es posible que te hagan una oferta mejor. En tal caso, te aconsejo que la aceptes. Pero algo es algo. Mi marido es un maestro armero —añadió con una sonrisa—. Goza de una excelente reputación.

Durante el camino de regreso Dorkes no dijo palabra. No sabía qué pensar ni qué decir. Pero al fin, como era una muchacha muy joven, y abatida, dijo:

—Gracias. Sí.

Unas noches más tarde, Osric alzó los ojos y se quedó asombrado al ver, bajo el suave resplandor del brasero, una figura menuda y pálida que se acercaba a él.

Al cabo de un año la madre de Dorkes fue trasladada a casa del armero. Durante ese tiempo completaron la planta principal de la Torre y prepararon las inmensas vigas de roble para el techo.

Osric y Dorkes, tras haberse construido un espacio que les procuraba una cierta intimidad, convivían pacíficamente. No hubo boda y nadie bendijo su unión de manera oficial, pero en esas circunstancias era lógico. Los otros habitantes del cobertizo se referían a Dorkes simplemente como la mujer del joven Osric, y a él, como su marido. No había nada más que decir.

Salvo cuando, al poco de haberse marchado su madre, Dorkes informó a Osric de que estaba esperando un hijo.

A medida que pasaban los meses, Alfred el armero empezó a pensar que su esposa y él habían hecho una buena obra y que, en términos generales, el Londres normando era una ciudad asaz tolerable.

O lo habría sido de no ser por un problema que empezó a adquirir unas proporciones alarmantes: un problema que, si Alfred no lograba resolver, amenazaba con perjudicarlos a todos.

Una mañana, hacia fines del otoño del año 1083 de la era cristiana, Leofric el comerciante, que vivía junto al cartel del Toro en West Cheap, se hallaba de pie junto a su casa sumido en una momentánea indecisión.

Las dos cosas que llamaban su atención eran tan interesantes que Leofric no cesaba de mover la cabeza de un lado a otro tratando de contemplar las dos al mismo tiempo.

La primera era una iglesia a medio construir.

Si el Conquistador había traído castillos a Inglaterra, también había traído algo de gran importancia: la Iglesia de la Europa continental. A fin de cuentas, había prometido al Papa que a cambio de su bendición, reformaría la Iglesia en Inglaterra, y el Rey era un hombre de palabra. A la primera oportunidad había apartado de su cargo al arzobispo sajón de Canterbury y lo había sustituido por Lanfranc, un sacerdote normando de gran prestigio. Después de echar una ojeada a su nuevo rebaño de fieles, Lanfranc había emitido el siguiente y escueto veredicto: «Vergonzoso». Tras lo cual se sintió dispuesto a arreglar la situación.

Unos años antes se había producido un incendio en West Cheap. La casa de Leofric no había sufrido daño alguno, pero la pequeña iglesia sajona de Saint Mary en lo alto del sendero había quedado reducida a cenizas. Entonces el arzobispo Lanfranc había ordenado reconstruirla con el fin de que sirviera a su propia iglesia en Londres.

En el centro del cheap, justo detrás de los tinglados de los comerciantes en telas y artículos de costura, habían comenzado a construir una pequeña pero bonita iglesia. Al igual que la Torre situada hacia el este, consistía en una estructura cuadrada, maciza y de piedra. La cripta, buena parte de la cual se alzaba por encima del suelo, estaba terminada. Poseía una nave central, cuatro crujías y dos naves laterales. Incluso el techo abovedado era de piedra, aunque los constructores habían utilizado también unos ladrillos romanos que habían hallado en las inmediaciones de la obra. Pero lo que más llamaba la atención, lo que había impresionado a los habitantes de la ciudad, era que al igual que los de la abadía de Westminster, los recios arcos de esta pequeña iglesia, construidos según el estilo románico, era curvados como un arco para disparar flechas (bow). Por consiguiente, antes de que el edificio estuviera terminado, la iglesia había adquirido un nombre especial que conservaría siempre: Saint Mary-le-Bow.

No pasaba un día sin que Leofric contemplara, como mínimo durante una hora, las obras del nuevo y bello edificio. Aunque fuera normando, y estuviera junto a su casa, le gustaba.

La otra cosa que llamaba su atención adquiría unos tintes más extraños por momentos.

En el lado norte del cheap, a menos de cien metros de donde se encontraba Leofric, había un laberinto de callejuelas que conformaban Ironmonger Lane. Y junto a esa esquina, desde hacía unos cinco minutos, acechaba una curiosa figura. Llevaba la cabeza cubierta con una capucha; doblaba la espalda en un vano intento de disimular su estatura y, presumiblemente, su identidad; y de la capucha asomaba la punta de una imponente barba roja.

Pero ¿qué hacía merodeando por allí? En Ironmonger Lane sólo había un barrio —nuevo— que se conocía por el nombre de sus habitantes más recientes: la judería.

Así como a sus seguidores militares, Guillermo el Conquistador había traído a Inglaterra otro grupo, los judíos normandos, quienes constituían una clase privilegiada. Esta comunidad, que se hallaba bajo la protección especial del Rey pero que tenía vedado desempeñar un gran número de ocupaciones, se había especializado en préstamos. No es que los comerciantes de Londres desconocieran los rudimentos de las finanzas. El préstamo y su inevitable aditamento, los intereses, hacía tiempo que existían allí, como siempre habían existido en cualquier lugar donde hubiera comerciantes y circulara alguna clase de dinero. Tanto Leofric como Barnikel como Silversleeves habían suscrito préstamos con intereses o su equivalente. Pero esta comunidad de especialistas representaba una novedad en la ciudad anglodanesa.

Pero ¿qué hacía Barnikel merodeando por allí? No sólo llamaba la atención su vestimenta sino también su comportamiento.

Tan pronto echaba a andar calle arriba como se paraba y regresaba al punto de partida, luego avanzaba de nuevo unos pasos, se detenía y se volvía una vez más. Tras ver a su viejo amigo repetir esta operación tres veces, y temiendo que se hubiera vuelto loco, Leofric se dirigió hacia él. Pero Barnikel lo vio y con singular agilidad echó a andar deprisa hacia Poultry y desapareció detrás de unos puestos callejeros. Leofric se quedó desconcertado y preguntándose qué podía llevar entre manos el danés.

Hilda fue quien descubrió la respuesta al día siguiente, cuando durante su paseo habitual con Barnikel pasaron frente a Saint Bride de camino a Saint Clement Danes.

La situación apenas había cambiado para Hilda. Llevaba una vida apacible. No había tenido más hijos. Si es posible que una mujer desilusionada se tornara más indulgente, ella lo había conseguido. Sus castas citas con el danés a orillas del Támesis constituían acaso su mayor alegría.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, Hilda había observado un cambio en su amigo. No sólo parecía preocupado, sino que presentaba un aspecto envejecido. Las canas de su barba roja parecían más visibles; el leve temblor de sus manos hacía que Hilda sospechara que algunas noches bebía en exceso.

El padre de Hilda le había informado de la curiosa escena que había presenciado junto a la judería, de modo que en ese momento, cuando la joven juzgó que había llegado el momento oportuno, preguntó con delicadeza a su viejo amigo si le ocurría algo. Al principio él se negó a responder. Pero cuando llegaron al pequeño y derruido malecón en Aldwych, Hilda lo obligó a sentarse en una piedra y allí, mientras contemplaba con tristeza el Támesis, Barnikel le confesó la verdad.

Sus deudas se habían acumulado. Aunque Hilda sospechaba que se debía en parte a sus actividades secretas, no preguntó. Desde la Conquista, muchos comerciantes daneses habían sufrido a causa de la competencia con los normandos. Hacía poco los londinenses se habían visto obligados a pagar unos exorbitados impuestos para sufragar los costes de los castillos que el rey Guillermo se había empeñado en construir. Barnikel no estaba arruinado, pero necesitaba dinero.

—De modo que dentro de unos días tendré que ir a la judería —dijo con tono sombrío—. He prestado dinero en algunas ocasiones, pero jamás he tenido que pedirlo prestado.

Lo cual, evidentemente, le disgustaba sobremanera.

—¿Pero no te debe dinero Silversleeves? —preguntó Hilda, recordando la vieja deuda de su padre.

Barnikel asintió con la cabeza.

—Me paga los intereses.

—¿Y por qué no le exiges que te la liquide? —inquirió la joven.

Barnikel se levantó.

—¿Y que el normando sepa que lo necesito? ¿Arrastrarme ante él? —replicó asumiendo su personalidad habitual—. ¡Jamás! —bramó—. Prefiero acudir a los judíos.

Hilda sólo pudo maravillarse, como suelen hacer las mujeres, ante la vanidad de los hombres. Pero creyó intuir lo que debía hacer.

Aquel mismo día, Hilda fue a visitar a su padre y le dijo:

—Ve a ver a Silversleeves. No le comentes que Barnikel está en apuros ni que yo te lo he contado. Dile que el asunto de la deuda te pesa en la conciencia y pídele que la liquide. Estoy segura de que lo hará por ti, y si ocurre de manera natural, Barnikel no tiene por qué adivinar la verdad.

Leofric afirmó con la cabeza. Pero antes de que su hija se fuera, la observó con aire pensativo.

—Estás muy encariñada con él, ¿no es cierto?

—Sí —respondió Hilda.

Leofric siguió observándola. Durante años le había intrigado la relación que su hija mantenía con el danés, pero nunca se había atrevido a preguntárselo.

—Lamento haberte persuadido de que te casaras con Henri —dijo Leofric suavemente.

Ella le devolvió la mirada.

—No es cierto —contestó Hilda sonriendo—. Pero haz lo que te pido.

Tras estas palabras se marchó.

Poco después de esto, entre Alfred y su amigo y benefactor Barnikel empezó a abrirse un abismo. Ocurrió en privado.

Era una tarde apacible y ambos se hallaban en casa de Barnikel. Nada había cambiado. En la pared seguía colgada la enorme hacha de guerra para dos manos. Todo discurría como de costumbre, o lo habría hecho de no haber repetido Alfred, con mayor firmeza que antes, las palabras que había pronunciado hacía unos momentos a la gigantesca figura barbirroja que lo observaba furioso.

—No. No me atrevo. —Era la primera vez que Alfred trataba de negarse a algo que le había pedido su amigo.

Barnikel había vuelto a oír voces desde el otro lado del mar. No las había imaginado. Las voces eran muy reales. De hecho, en los últimos meses de 1083, el rey Guillermo de Inglaterra estaba más preocupado que nunca respecto a su nuevo reino insular.

La causa era una vasta conspiración que se había originado en Dinamarca, donde un nuevo rey, otro Canuto, estaba ansioso por emprender una aventura vikinga. Sus emisarios habían empezado a negociar con los rivales del conquistador normando, el envidioso rey de Francia y el bravucón rey de Noruega.

El Conquistador ni siquiera podía fiarse de su familia. Su hijo Roberto, ayudado por el rey francés, había tratado de sublevarse en una ocasión, y hacía poco tiempo que Guillermo se había visto obligado a meter a su hermanastro, Odón, el combativo obispo de Bayeux, en la cárcel por traición.

—Y si todos ellos se unen, Guillermo nada podrá hacer —se apresuraban a señalar los emisarios daneses.

Como es lógico, esos rumores producían una intensa satisfacción a Barnikel. Puede que estuviera abrumado por las deudas. Puede que estuviera haciéndose viejo.

—Pero dentro de un par de años quizá tengamos a otro Canuto en el trono de Inglaterra —comentó a Alfred con entusiasmo—. ¡Imagínate!

¿Cómo era posible que Alfred vacilara?

Hacía tiempo que Alfred estaba preocupado por su relación con el danés. Habían transcurrido cinco años desde su último envío de armas. Cinco años durante los cuales en Inglaterra había reinado la paz. Cinco años durante los cuales Alfred había pasado a ser el maestro armero de confianza en la Torre. Incluso había fabricado una cota de malla para Ralph y una espada para el mismísimo Mandeville. Había educado a sus hijos, y gozaba de una posición acomodada.

Cada dos meses Barnikel acudía a él para pedirle que fabricara unas armas. Nunca muchas de una vez; las justas para no levantar sospechas y poder ocultarlas en unos espacios que Alfred había habilitado debajo del suelo de la armería. Sin revelárselo siquiera a su esposa, había seguido complaciendo al danés por lealtad. «Se lo debo», se decía Alfred. Pero a medida que pasaba el tiempo y su familia aumentaba, el armero cumplía esos encargos con creciente aprehensión. Y hacía un mes, al echar una ojeada al cúmulo de armas que había ocultado debajo del suelo, se quedó horrorizado.

«Podrías equipar a un centenar de hombres», se dijo. Por primera vez, Alfred experimentó pavor. ¿Y si los normandos registraban la armería y encontraban esas armas? «Jamás podría justificar su presencia en mi taller», pensó.

—Tengo miedo —confesó Alfred a Barnikel.

—Entonces eres un cobarde.

Alfred se limitó a encogerse de hombros. Sentía demasiado aprecio por el danés para ofenderse por sus palabras. Además, existía otra consideración.

—También pienso —reconoció— que esto se está convirtiendo en una pérdida de tiempo. Lo cierto —añadió Alfred suavemente— es que la mayoría de los ingleses ha aceptado a Guillermo. Quizá no quieran luchar del lado de los daneses.

Barnikel lanzó un bramido de rabia. Con todo, no podía negarlo. Londres, por supuesto, impondría sus condiciones a cualquier rey, pero en varias de las pequeñas rebeliones que habían estallado durante los últimos diez años, los ingleses que residían en el campo habían luchado al lado de los odiados normandos, ayudándolos a aplastar a los rebeldes por la simple razón de que esas insurrecciones amenazaban con echar a perder las cosechas.

—Eres un traidor —afirmó Barnikel furibundo. Estas palabras sí ofendieron a Alfred.

—En ese caso —replicó—, ¿qué son tus hijos?

Fue un golpe bajo que hirió profundamente al danés. Alfred sabía que los hijos de éste habían mostrado escaso interés por participar en las actividades clandestinas de su padre. «Si se presenta el rey de Dinamarca, seremos daneses —le había dicho en cierta ocasión su hijo menor—. Pero no antes». Era una postura sensata, pero Alfred sabía que Barnikel se había llevado un gran disgusto. Tal vez porque vio lo dolido que se sentía el anciano, al cabo de unos minutos Alfred accedió a hacer lo que le pedía Barnikel. Pero lo hizo con recelo.

En diciembre de ese año, Barnikel de Billingsgate se llevó una gran sorpresa cuando Silversleeves lo invitó amablemente a reunirse con él.

No se podía negar. Si Alfred se había independizado, el narigudo normando se había convertido en un renombrado personaje. Un soldado montaba guardia junto a la puerta de su casa. Dos secretarios estaban sentados ante una mesa en su espléndido salón de piedra, rodeados de papeles. Silversleeves había sido nombrado canónigo de Saint Paul.

El arzobispo Lanfranc se había entrevistado personalmente con él, y aunque el severo reformador advirtió de inmediato que el comerciante clérigo era un ser reprobable, su inteligencia le impidió hacer otra cosa que amonestar secamente al generoso canónigo y patrón de Saint Lawrence, Silversleeves. Barnikel trató de no dejarse impresionar, pero era difícil.

El normando lo saludó con extremada cortesía, le rogó que tomara asiento y, tras fijar la vista en la mesa que estaba situada entre ambos, dijo con aire solemne:

—Hace tiempo, Hrothgar Barnikel, que pienso en la deuda que tengo contigo, la cual asumí de Leofric. Espero que reconozcas que siempre he cumplido con mi obligación a este respecto.

Barnikel asintió con la cabeza. Pese a la antipatía que le inspiraba el normando, no podía negarse que durante diez años éste le había pagado puntualmente los intereses.

—Deseo liquidar esta deuda —prosiguió Silversleeves—, pero se trata de una suma importante.

Barnikel lo miró con recelo. Había oído hablar de las tácticas que utilizaba el normando para obligar a sus acreedores a aceptar menos de lo que les debía. Ante su sorpresa, Silversleeves continuó en tono melifluo:

—No obstante, creo que si aceptas mi oferta, ahora estoy en condiciones de liquidarte la deuda en su totalidad. —Silversleeves alzó la cabeza y sonrió.

Durante unos momentos Barnikel se sintió demasiado conmocionado para reaccionar. ¿Pagarle la totalidad de la deuda? Recordó la embarazosa visita que había hecho a la judería en otoño. Desde entonces no había tenido valor, él, que ante ninguna batalla se arredraba, de regresar allí.

—¿Qué deseas proponerme? —preguntó con tono áspero.

Silversleeves cogió un pergamino del suelo y lo desenrolló sobre la mesa.

—Algo que puede interesarte —respondió—. Acabo de adquirir una propiedad. Quizás hayas oído hablar de ella. Se llama Deeping.

Lo cual sorprendió aún más al danés, pues en efecto había oído hablar de ese lugar.

Estaba ubicado en la costa oriental, a unos veinticinco kilómetros de las tierras que Barnikel había perdido durante la Conquista. Aunque él mismo no había estado allí, sabía que el terreno en esa zona costera era muy fértil, y el mapa sajón que estaba ante ellos indicaba que la propiedad podía valer más que la deuda que Silversleeves tenía contraída con él.

—Si lo deseas, puedes reflexionar sobre el asunto —dijo Silversleeves—. Aunque, si te interesa, tengo preparado un acuerdo para que lo firmes.

Barnikel miró a Silversleeves y luego el mapa.

—Acepto —dijo con un suspiro.

Todo parecía indicar que las cosas iban a seguir por otros derroteros.

Efectivamente, a lo largo del año siguiente el mundo apareció a los ojos de Barnikel bañado en una nueva luz. Una luz peligrosa, sin duda, pero para el danés cada lejano tronar, cada leve destello sobre el horizonte, auguraba la gran conflagración que su espíritu vikingo ansiaba.

En invierno un nuevo y oneroso impuesto incidió no sólo en Londres, sino en la campiña, pues no se libró de él ni una sola aldea. A lo largo de 1084 la tensión aumentó. En la costa oriental se edificaron nuevas defensas. En Inglaterra recibieron la noticia de que la inmensa flota danesa estaría dispuesta para zarpar el verano siguiente.

A comienzos de la primavera de 1085, el rumor se extendió por todo Londres: «El rey Guillermo ha reunido otro ejército de mercenarios de Normandía». En la ciudad se impuso un estricto toque de queda. Un día, mientras paseaban, Hilda advirtió a Barnikel:

—Ralph tiene espías en todas las calles.

Lo cual no hizo más que espolear las ansias guerreras de Barnikel.

Cuando Alfred afirmó que la resistencia al gobierno normando había concluido, estaba muy equivocado. El danés conocía a cincuenta o sesenta hombres que estaban dispuestos a entrar en acción a la primera oportunidad. Algunos de esos hombres procedían de Kent, donde la codicia de Odón había intensificado el odio hacia los normandos; otros eran unos comerciantes daneses como él mismo, quienes, desde la Conquista, se habían visto perjudicados por la creciente influencia de los comerciantes continentales; otros eran sajones desposeídos de sus tierras que confiaban en recuperarlas.

«Se trata tan sólo de esperar el momento idóneo —se dijo Barnikel con profunda satisfacción—. Cuando llegue, estaré preparado».

Pero en el mes de mayo ocurrió algo, totalmente imprevisto, que dio al traste con sus planes.

La vida sonreía a Osric. Su primer hijo fue una niña sana y robusta que le procuró una inmensa alegría. Gracias a Alfred y a su familia, a la niña nunca le faltó comida ni ropa. Sólo quedaba una cosa para que la dicha de su familia fuera completa.

—Confío en que un día —dijo a Dorkes— tengamos un varón.

En otro sentido, las profundas crisis políticas que sacudían a Inglaterra también sirvieron para mejorar la situación de Osric. Mientras las obras de la Torre avanzaban rápidamente, Ralph comenzó a ocuparse de otros asuntos para Mandeville, y su labor como superintendente de la obra consistía tan sólo en una breve inspección diaria. Los albañiles y carpinteros llevaban a cabo sus trabajos con una gran sensación de alivio, y, a medida que los elevados muros de la Torre se alzaban, el trabajo de Osric asumió un agradable ritmo cotidiano.

Era un trabajo muy gratificante. El piso superior y último de la Torre sería el más imponente.

—Yo la llamo la planta real —solía decir Osric.

Se trataba, de hecho, de una doble planta. Aunque muchos siglos más tarde insertarían otra planta en el centro de la Torre, los apartamentos originales alcanzaban una altura de casi doce metros. El lado oeste consistía en una inmensa sala, mientras que buena parte del lado este estaba ocupado por la cámara real. A seis metros del suelo, en torno del muro exterior de ambas estancias, discurría una galería interior semejante a un claustro, donde los cortesanos podrían pasear, admirar la vista del Támesis desde unas pequeñas ventanas o contemplar a través de los arcos normandos las grandes estancias situadas más abajo. Instalaron más garderobes, y otra chimenea en la cámara oriental, aunque la gigantesca sala principal se caldearía mediante el método tradicional de colocar grandes braseros en el centro. Pero la parte más noble del edificio, situada en el ángulo sudeste, era la capilla.

Era muy sencilla, con un ábside circular en el muro oriental. Su espacio estaba dividido por una doble hilera de gruesos pilares redondeados que formaban una corta nave central y dos naves laterales, con una galería en el nivel superior. Sus arcos presentaban forma redondeada, las ventanas eran lo suficientemente amplias para bañar la clara piedra grisácea en una grata luz. Estaba dedicada a san Juan. Era allí, en esta austera capilla instalada en el inmenso castillo junto al río, donde se percibía con mayor intensidad el espíritu de Guillermo, el conquistador normando de Inglaterra.

Los arcos principales estaban casi terminados cuando, una tarde de primavera, Osric recibió un inesperado mensaje de que Barnikel quería verlo.

Dos personas habían desbaratado los planes del danés. La primera de ellas era Ralph Silversleeves.

A medida que avanzaban los preparativos para la invasión, el rey Guillermo no sólo mandó llamar a unos mercenarios de la Europa continental, sino que ordenó a Mandeville que preparara a los londinenses, lo que significaba una nueva tarea para Ralph.

Por una vez, el hosco normando abordó su labor con inteligencia. Sus hombres fueron de casa en casa confiscando todo tipo de armas, y advirtieron a sus propietarios de que si descubrían que ocultaban armas el castigo sería terrible. Los normandos se movieron con rapidez. Quizá la única arma que no lograron encontrar fue la enorme hacha para dos manos de Barnikel que, pese a las protestas de su familia, éste se empeñó en ocultar. Dado que muchas de las armas estaban en mal estado, fueron llevadas a los armeros, donde los hombres de Silversleeves apostaron a unos guardias para asegurarse de que nadie se las llevara. Después, las transportaron a un lugar seguro.

—Y luego registraré también a los armeros para cerciorarme de que no ocultan nada —explicó Ralph una tarde a su familia.

—¿Y dónde guardarás todas las armas? —preguntó Hilda.

—En la Torre —contestó Ralph sonriendo.

Era la primera vez que ésta se utilizaría. Mientras proseguían las obras, la guarnición de Londres permaneció dispersa en los fuertes de Ludgate y otros lugares, pero el inmenso sótano, aislado del resto de la Torre, serviría de almacén. Para mayor seguridad, Ralph había ordenado instalar al pie de la escalera de caracol otra puerta, cuya recia cerradura corrió también a cargo de Alfred.

—Un centinela en la puerta de lo alto de la escalera es lo único que necesito —comentó Ralph. El rey Guillermo se sentiría satisfecho de saber que su imponente castillo iba a ser utilizado.

Al día siguiente, Hilda se lo contó todo a Barnikel.

Si la amenaza de que registraran la armería puso nerviosos a Barnikel y a Alfred, al final fue la esposa del armero quien precipitó la crisis.

Una noche, al entrar en la armería, sorprendió a su marido cuando éste se disponía a ocultar una espada en el escondrijo de debajo del suelo. Cuando, tras la fuerte impresión inicial, la mujer lo obligó a confesárselo todo, ésta dio al armero un ultimátum:

—¿Cómo has sido capaz de poner nuestras vidas en peligro? Debes dejar de ayudar a Barnikel. Para siempre. Y debes deshacerte de las armas.

Alfred no tardó en comprobar que en esta cuestión, su esposa, por lo general afable, se mostraba implacable.

—En caso contrario —dijo ella—, me iré yo.

Ahí estaba el problema. Aunque en su fuero interno Alfred se alegraba de tener un pretexto para poner fin a aquella peligrosa actividad, había una dificultad.

—Los hombres de Ralph custodian la fachada de la armería. Tiene espías en todas partes. ¿Dónde puedo ocultar las armas? Y si decido arrojarlas al río, ¿cómo voy a sacarlas de aquí?

Ni a Alfred ni a Barnikel se les ocurrió una solución hasta que el danés, recordando la ingeniosa idea de Osric cuando transformó el carro para transportar unas armas clandestinamente, sugirió:

—Hablemos con nuestro pequeño carpintero. Tal vez se le ocurra algo brillante.

Después de escuchar atentamente a ambos hombres y de reflexionar sobre el asunto, Osric propuso una solución que hizo que el gigantesco danés lo mirara estupefacto y luego soltara una carcajada antes de exclamar:

—¡Es una temeridad, pero creo que dará resultado!

Tap. Tap. Tan suavemente como era posible. El eco del pequeño martillo y cincel reverberaba en la oscuridad a través del inmenso y cavernoso sótano. Tap. Tap. A veces Osric contenía la respiración, temeroso de que los gruesos muros de la Torre no lograran sofocar esos sonidos cortos y secos.

Tinc, chinc, retiró suavemente el mortero. Tap, crac, apartó delicadamente una piedra. Todo a la luz de una pequeña lámpara de aceite en el lóbrego sótano debajo de la cripta. Tink, tink, Osric se fue introduciendo como un afanoso duendecillo en las entrañas de la imponente fortaleza normanda.

Era la cámara de seguridad que había construido hacía tres años la que le había dado la idea.

—El muro junto a la cripta mide unos seis metros de grosor —dijo a Barnikel—. De modo que si había suficiente espacio allí para construir una cámara de seguridad, debe de existir el mismo espacio en el muro del sótano situado directamente debajo.

Tras minuciosos cálculos, Barnikel y Alfred le explicaron que necesitaban un espacio de un metro y medio por dos metros y medio aproximadamente para ocultar las armas ilícitas que poseían. ¿Sería capaz de crearlo?

—Necesito una semana —contestó Osric.

Tinc, chinc. Osric trabajó sin descanso durante toda la noche.

No le resultó difícil penetrar en la Torre desierta. Alfred le había proporcionado las llaves de las puertas del sótano. Pero el tiempo apremiaba. Tan pronto como empezara a transportar las armas al sótano, Ralph apostaría unos centinelas a las puertas del mismo. Cada noche, por lo tanto, hasta el amanecer, el pequeño carpintero se afanaba en retirar las piedras del recio muro a fin de crear un pequeño espacio por el cual introducirse antes de comenzar a desprender el relleno de escombros.

Osric colocaba los escombros en un saco, que luego arrastraba desde la cripta hasta el sótano, pasaba por la cámara oriental, daba un rodeo y atravesaba la inmensa cámara occidental hasta alcanzar el pozo, y allí lo arrojaba. Después de terminar su trabajo y antes del amanecer, volvía a colocar las piedras en el muro y las fijaba con una nueva capa de mortero, confiando en que nadie advirtiera aquella manipulación en la oscuridad del sótano. A continuación, tras limpiar el suelo con mucho cuidado, se marchaba.

Osric repitió esa operación noche tras noche. Aparte del hecho que al día siguiente, durante el trabajo, parecía un poco somnoliento, nadie sospechó.

Sólo le preocupaba una cosa.

—Voy a arrojar tantos escombros en el pozo —comentó al danés— que temo atascarlo.

Pero cada noche, cuando hacía descender el cubo en el pozo continuaba llenándose con facilidad y el agua que subía aparecía limpia. Al cabo de una semana, según calculó Osric, había construido una pequeña cámara secreta lo suficientemente alta para que él se sostuviera en ella de pie, oculto dentro del muro del sótano.

Sólo quedaba una última tarea.

La noche anterior, en lugar de trabajar en el muro, se dirigió hacia el sótano del lado oeste. En un rincón había el profundo sumidero, cubierto por la reja de hierro que había construido Alfred. A fin de limpiar y reparar el sumidero, la reja se abría haciéndola girar sobre un gozne y luego volvía a cerrarse sin mayores dificultades. Utilizando la llave que le había dado Alfred, Osric abrió la rejilla y descendió por el sumidero sujeto a una cuerda. Tras penetrar en el largo pasadizo, se agachó y avanzó unos cincuenta metros hasta llegar al desagüe que daba a la orilla. Éste estaba también protegido por un enrejado de metal.

Había elegido el momento idóneo. La marea estaba baja y el pasadizo estaba prácticamente seco. El único obstáculo que encontró fueron unas pocas ratas. Pero no consiguió abrir las recias barras del enrejado con la llave, de modo que durante el resto de la noche el pequeño carpintero se dedicó a desprender las piedras que rodeaban la reja hasta lograr retirarla. Luego volvió a instalarla en su lugar, pero esa vez aplicó una delgada capa de mortero a fin de que con unos certeros martillazos en los puntos clave pudiera abrirla desde ambos lados. Por último, regresó al sótano, cerró la reja que cubría el sumidero y se marchó.

A partir de ese momento podría entrar en el sótano de la Torre desde el río, por el húmedo y angosto túnel.

—A Ralph no se le ocurrirá esa posibilidad —aseguró Osric a sus amigos—. Al fin y al cabo, ¿quién iba a querer entrar en la Torre excepto yo y las ratas?

Tres días más tarde colocaron las armas en la Torre. Todo salió a pedir de boca y de cada una de las diversas armerías partieron tres carros hacia la Torre, custodiados por guardias armados.

Cuando llegaron a la armería de Alfred comprobaron que éste no estaba preparado, y con cierta irritación se marcharon para regresar más tarde. Hacia el anochecer, Alfred estuvo por fin listo para cargar las armas en los carros, cuidadosamente envueltas en unos trapos empapados en aceite.

Al observar que había más armas de las que habían supuesto, los guardias, acompañados por Alfred, se dirigieron hacia la Torre con la mayor celeridad.

Entre varios hombres transportaron las pesadas armas al interior de la Torre, bajaron por la escalera de caracol hasta el sótano y las amontonaron junto a la pared. Cuando Alfred llamó perentoriamente a Osric, que estaba cerca, para que lo ayudara, nadie se dio cuenta; ni siquiera Ralph, que observaba mientras las armas eran almacenadas en la inmensa fortaleza, sospechó. A fin de cuentas, ¿por qué iba a sospechar si estaban depositando las armas en la Torre?

Y al final de la jornada, cuando cerraron las dos puertas del sótano y apostaron unos centinelas en el piso principal, nadie se percató de que Osric se había esfumado.

Osric trabajó durante toda la noche. Era una tarea laboriosa. Procurando hacer el menor ruido posible, utilizando las herramientas que Alfred había dejado disimuladamente en el interior de la Torre, el pequeño carpintero fue retirando las piedras para entrar en la cámara secreta. Luego empezó a mover las armas.

Alfred había dispuesto todo con gran astucia. Cada trapo enrollado contenía un segundo trapo en el que estaba envuelta un arma. Por consiguiente, después de haber sacado de sus envoltorios todas las armas clandestinas daba la impresión de que había la misma cantidad que antes. Osric sacó una tras otra las espadas, las lanzas, y las transportó hasta el escondrijo. Dos horas antes del amanecer había logrado apilarlas todas en el espacio habilitado a tal efecto. Luego colocó de nuevo las piedras en el muro y, como antes, las aseguró con un poco de mortero.

Después de eso, el plan era muy sencillo. Lo único que tenía que hacer Osric era abrir la reja instalada sobre el sumidero y penetrar en él. Luego, tras introducir la mano por entre los barrotes para volver a cerrar la reja, se dirigiría hacia la ribera, abriría la reja que cubría el otro extremo del sumidero y la cerraría de nuevo tras él.

Pero se entretuvo demasiado. En primer lugar arrojó un poco de polvo sobre el muro para ocultar el mortero húmedo que había utilizado para volver a colocar las piedras. Luego, lámpara en mano, comprobó una y otra vez que todo estaba en orden y que no había dejado huellas. Por fin, poco antes de que despuntara el día, Osric se dispuso a marcharse. Pero cuando había recorrido la mitad del inmenso sótano del lado oeste, de pronto oyó que a sus espaldas se abría la maciza puerta de roble situada al pie de la escalera.

Ralph no podía conciliar el sueño. Estaba demasiado entusiasmado. El Rey en persona le había expresado su satisfacción respecto a la operación de las armas y en ese momento, al romper el alba, Ralph decidió inspeccionar su obra.

Sosteniendo una antorcha por encima de su cabeza, bajó por el inmenso sótano del lado oeste, donde habían amontonado las armas. Las contempló con una sonrisa de satisfacción. Una hermosa colección de armas a salvo dentro de los recios muros de la fortaleza.

Entonces vio a Osric. El pequeño obrero estaba dormido, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared. ¿Qué diablos hacía allí? Ralph acercó la incandescente antorcha al rostro de Osric hasta que éste abrió los ojos y pestañeó. Luego, Osric sonrió.

—Gracias a Dios que habéis venido, señor —dijo.

Al parecer, la víspera se había quedado encerrado allí.

—Aporreé la puerta una y otra vez y me desgañité pidiendo socorro —explicó Osric—. Pero nadie vino. He pasado toda la noche aquí.

Algo receloso, Ralph echó una ojeada alrededor y luego registró a Osric.

Osric dio gracias al Señor por habérsele ocurrido tirar, junto con sus herramientas, la llave de la reja al pozo que estaba detrás de él.

Al no encontrar nada sospechoso, Ralph reflexionó sobre la situación. Suponía que el muchacho decía la verdad. De otro modo, ¿cómo había logrado entrar allí? Además, ¿qué iba a hacer allí? Luego, dado que el narigudo normando estaba de excelente humor esa mañana, hizo algo insólito, una broma.

—Bien, Osric —dijo—. Esto te convierte en el primer prisionero de la Torre. —Acto seguido ayudó al muchacho a salir de allí.

Más tarde, Barnikel murmuró con evidente satisfacción:

—Las armas se encuentran en el único lugar en Londres donde a nadie se le ocurriría buscarlas. Y, gracias al sumidero, podemos cogerlas cuando nos convenga.

Pero la satisfacción del danés ante aquel triunfo no duraría mucho.

En junio, Londres se hallaba atestada de mercenarios. Todos esperaban que la invasión se produjera de un momento a otro. En la ciudad se palpaba una tensión desconocida desde 1066. Transcurrió el mes de julio. Y agosto. Los soldados iban y venían. Cada vela que asomaba en el estuario constituía una amenaza. Los rumores se propalaban como el fuego.

—No entiendo por qué no aparecen de una vez —rezongó Barnikel.

Luego, poco a poco, empezaron a llegar noticias.

—Ha ocurrido algo. Se ha producido una demora. No va a venir.

Inglaterra aguardó, pero ningún barco vikingo aparecía en el horizonte. El fracaso de la gran expedición danesa de 1085, que podría de hecho haber puesto fin al reino normando en Inglaterra, constituye un enigma histórico. La flota se hallaba preparada. El nuevo rey Canuto estaba dispuesto y ansioso por zarpar. Pero estalló un grave conflicto. Nunca se ha explicado con exactitud cómo ni por qué. Aquel año, Canuto fue asesinado. Jamás se sabrá si se trataba de unas disputas auténticamente intestinas o fomentadas por agentes de Guillermo de Inglaterra. Sea cual fuere la razón, el caso es que la flota no llegó a zarpar.

Transcurrió el otoño y la Torre seguía creciendo. Llegó la fría Navidad, y cuando el danés bajaba a la orilla sólo veía la sombría silueta de la gran estructura cuadrada irguiéndose bajo la nieve. Una sensación de impotencia y lasitud se apoderaba de él.

No podía adivinar que la suerte le tenía reservada una desagradable sorpresa en primavera.

Ya en el otoño, Barnikel comenzó a sospechar que lo estaban estafando. Poco después de la fiesta de San Miguel, cuando pidió las rentas de su nueva propiedad en Deeping, el administrador de la misma le envió una cantidad irrisoria. Cuando el danés exigió una explicación, el hombre le envió un mensaje que no tenía sentido.

—O este tipo es un imbécil o me toma por idiota —bramó el danés, y de no haber sido por la fuerte nevada que había caído habría partido de inmediato para encararse con él.

En cuanto la nieve se fundió, a principios de la primavera, Barnikel partió hacia Deeping.

Tardó varios días en llegar. Primero tuvo que pasar por los frondosos bosques situados más allá de Londres y luego atravesar las inmensas y desoladas llanuras de East Anglia. El viento que soplaba del este era húmedo pero estimulante.

El día en que llegó, sin embargo, sólo soplaba una ligera brisa y el firmamento estaba parcialmente despejado. Era una agradable mañana de marzo cuando Barnikel llegó al pueblo costero de Deeping.

Barnikel no daba crédito a lo que veía.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó al malhumorado administrador.

—Podéis verlo con vuestros propios ojos —respondió éste.

La aldea y su verde prado estaban desiertos, no en medio de extensos campos, sino abandonados, rodeados por tres costados y suavemente bañados por las saladas aguas del grisáceo mar del Norte.

—Este año ha entrado otros cincuenta metros —le explicó el administrador—. Calculamos que dentro de diez años la aldea desaparecerá. El mar ha devorado un buen pedazo de la costa. —Luego, con una expresión de perversa satisfacción estampada en su alargado y pálido rostro, señaló hacia el este y añadió—: Ahí tenéis vuestra propiedad, señor. Sumergida en el mar.

Al comprobar que era cierto, el pobre Barnikel bramó:

—¡Ese condenado Silversleeves me ha engañado! —Y añadió—: ¡He sido maldecido!

¿Pero por qué, se preguntó Barnikel, había subido el nivel del mar?

De hecho, no había subido. O muy poco. Pese a que el deshielo de los restos del último período glacial había hecho que aumentaran levemente los niveles del mar en el mundo septentrional, la verdadera causa de esta inundación residía en otro fenómeno: la inclinación de Inglaterra.

Eso fue lo que Barnikel vio en realidad, la paulatina inclinación geológica que empuja la costa de East Anglia hacia abajo y eleva el nivel del mar en el estuario del Támesis. Por eso allí, y a lo largo del litoral oriental, el terreno aparecía inundado y engullido por los mares septentrionales de sus antepasados vikingos.

Barnikel se volvió hacia el este y maldijo el mar, y con mayor virulencia a Silversleeves, pero nada podía hacer.

—Lo he firmado y rubricado —dijo. El documento era legal. Lo habían engañado.

Cuando, mucho tiempo antes, Silversleeves se había hecho cargo de la deuda que Leofric había contraído con Becket, el comerciante de Caen, no había hecho más que continuar el proceso mediante el cual había llegado a controlar en secreto todo el comercio de su viejo rival con Londres. La Navidad anterior, cuando le debían a Becket seis envíos de mercancías, el sutil canónigo de Saint Paul había interrumpido bruscamente todos los pagos y rechazado todos los envíos de mercancías. «Esto —había explicado a Henri— los arruinará antes de Pascua». Gracias a la estúpida ofensa que había proferido hacía veinte años, Barnikel había sido incorporado a este proceso, como un arquitecto incorpora una capilla lateral para completar la simetría de un edificio por lo demás perfecto.

Más sabio, más pobre y súbitamente más viejo, Barnikel regresó acongojado a Londres con la persistente sensación de que el normando había ganado. Al llegar a su casa en Billingsgate no destrozó puerta alguna, sino que se metió en la cama y no se levantó en tres semanas, durante las cuales bebió mucho más de lo que le convenía. No depuso su actitud hasta que Hilda, después de intentarlo en vano en tres ocasiones, logró entrar en su casa y, con sus propias manos, le preparó un sustancioso caldo.

En el año 1086, debido en parte a su necesidad de obtener más ingresos durante el pánico del año anterior, Guillermo, el conquistador de Inglaterra, emprendió una de las proezas administrativas más extraordinarias de la historia. Constituía un asombroso testimonio no sólo de su habilidad, sino del dominio que ejercía sobre sus magnates feudales. Ningún otro rey en la Europa medieval se había atrevido a hacer algo semejante.

Se trataba de la inspección del Domesday (Juicio Final). Guillermo la ordenó en la Navidad de 1085. Sus inspectores debían investigar toda la campiña, aldea por aldea, debían medir y tasar cada sembrado y parcela, contabilizar todos los hombres libres, todos los siervos e incluso todos los animales. «No pasaron por alto ni un puerco», dijeron los hombres con una mezcla de admiración y fastidio. Al término de la inspección, el rey Guillermo dispondría de la base para llevar a cabo la reforma tributaria más eficaz que se conoce hasta la época moderna.

A este respecto, Guillermo era muy afortunado. La mayoría de los señores feudales en la Europa continental obedecía a regañadientes a su monarca, y jamás habrían tolerado semejante inquisición. Ni siquiera Guillermo había osado emprender semejante iniciativa en su ducado de Normandía. Pero la isla de Inglaterra era diferente. No sólo afirmaba el Rey que le pertenecía por haberla conquistado, sino que la mayoría de los terratenientes eran hombres suyos, vinculados a él personalmente, y obedientes. Por lo tanto, Guillermo podía permitirse el lujo de imponer su voluntad.

Una soleada mañana de abril, Alfred el armero llegó a la aldea cercana a Windsor que había abandonado de niño. Hacía tiempo que deseaba visitar a su familia, y en ese momento, mientras se aproximaba al conocido meandro del río, se sintió emocionado.

Era gracias a su padre que Alfred tenía unas propiedades en ese lugar. En los años siguientes a la Conquista, el herrero había adquirido la tenencia de varias parcelas en el feudo, por las que pagaba una pequeña renta. A su muerte había dejado algunas de ellas a Alfred, que pagaba la renta mientras que su hermano se ocupaba de hacer trabajar las tierras. Esto proporcionaba al londinense unos modestos ingresos adicionales que le resultaban muy útiles y contribuían a preservar los vínculos que lo ligaban a su infancia.

Entonces, al enterarse de que los inspectores del Domesday se proponían visitar en breve la zona de Windsor, Alfred había decidido ir allí para asegurarse de que sus propiedades estuvieran debidamente registradas.

La escena que contempló a su llegada no podía ser más grata y alegre. El extenso campo había sido arado. Las semillas habían sido esparcidas y, antes de que las aves las devoraran, cuatro grandes caballos de tiro habían comenzado a arrastrar un enorme armazón de madera provisto de dientes en la parte inferior sobre la espesa tierra para cubrir las semillas, seguidos por un grupo de niños que gritaban y arrojaban piedras para ahuyentar a las ávidas bandadas de pájaros.

Alfred vio la vieja fragua con su techo de madera, y el yunque de su padre, y percibió el conocido olor a carbón de encina. Nada había cambiado.

Y, sin embargo, sí había cambiado. Aunque su hermano y su familia lo acogieron con afecto, había algo, algo que Alfred no lograba identificar, y eso lo inquietó. ¿Acaso cierta tensión entre su hermano y la esposa de éste? ¿El aire entre turbado y contrito que mostraba su hermano? Alfred se preguntó qué podía ser, pero no tuvo tiempo de indagar, pues los inspectores ya habían llegado.

Había tres inspectores: dos franceses y un individuo de Londres que se esforzaba en traducir. El baile, el administrador del terrateniente, los acompañó a visitar la finca. Los perspicaces ojos de los inspectores tomaban buena nota de todo.

Casi habían terminado cuando llegaron a la herrería. Uno de los inspectores había ido con el hombre de Londres a inspeccionar el prado, mientras el otro, ansioso por acabar cuanto antes y marcharse, fue a inspeccionar las cabañas con el administrador. No obstante, se detuvieron para examinar la fragua. El inspector miró de manera inquisitiva al administrador, y éste, tras señalar al hermano de Alfred, dijo:

—Un excelente jornalero. Trabaja las tierras en bien de su país.

Alfred se quedó atónito. ¿Cómo era posible que ese individuo fuera tan torpe?

—Pagas una renta —dijo Alfred a su hermano. Pero éste se limitó a bajar la vista y guardar silencio mientras el inspector tomaba nota en su pizarra.

—¿Y éste? —preguntó entonces el inspector señalando a Alfred.

—Soy Alfred el armero, de Londres —respondió con firmeza—. Un ciudadano libre. Pago mis rentas.

El administrador asintió con la cabeza, confirmando lo de la renta, y cuando el inspector se disponía a anotarla en la pizarra su colega lo llamó para mostrarle algo junto al prado. Mientras el inspector se alejaba, Alfred se volvió hacia su hermano y preguntó:

—¿Qué significa esto? ¿Acaso eres un siervo?

Su hermano se lo confesó todo. Los tiempos eran duros, no había suficiente trabajo para ganarse el sustento con la herrería y había muchas bocas que alimentar. Su hermano se expresó con aspereza, sin convicción, antes de terminar su perorata encogiéndose de hombros.

Alfred lo comprendió. Los hombres libres pagaban renta; también debían pagar los impuestos del Rey. No era infrecuente que un campesino libre, incapaz de hacer frente a estos problemas, pagara a su señor con su trabajo y pasara a ser un siervo.

—¿Qué más da? —preguntó su hermano débilmente.

En la práctica, en su vida cotidiana, daba lo mismo. Pero según Alfred ésa no era la cuestión. Significaba que su hermano se había rendido. Entonces miró a la esposa de su hermano, en cuyos ojos leyó el siguiente pensamiento: si este hermano rico de Londres nos cediera las tierras que posee aquí, que no las necesita, viviríamos con más desahogo.

En ese momento Alfred experimentó la curiosa sensación que suelen sentir los hombres que han alcanzado el éxito en presencia de unos parientes pobres. Tal vez fuera mezquindad, o un profundo instinto de supervivencia, o el temor a contaminarse, o simplemente impaciencia, pero Alfred sintió de pronto rabia. Y cuando una voz interior le recordó que él mismo se habría muerto de hambre de no haber sido por Barnikel, Alfred se apresuró a acallarla. «En cuanto se me presentó una oportunidad no dudé en aprovecharla», se dijo. Luego observó a su hermano y a su cuñada con indisimulada irritación y dijo:

—Espero que nuestro padre no pueda veros ahora.

Cuando regresó el inspector francés no hizo más preguntas. Tras examinar brevemente las otras cabañas, se dispuso a marcharse. De pronto recordó que antes de que lo llamara su colega iba a anotar algo sobre aquel individuo con el mechón de pelo blanco. ¿Qué diablos había dicho que era?

—Malditos ingleses —masculló—. Todo lo complican.

No obstante el rigor que caracterizó la operación Domesday, los inspectores franceses que la llevaron a cabo se sintieron en más de una ocasión totalmente desconcertados.

«¿Este hombre es un esclavo, un siervo o un ciudadano libre?», solían preguntar los eficientes inspectores formados en la escuela latina. Como respuesta, recibían una descripción de singulares y complejas situaciones forjadas por el tiempo y la costumbre que ni siquiera los lugareños conseguían descifrar. ¿Cómo podían los inspectores encajar esas vaguedades anglosajonas en las categorías perfectamente definidas que exigía su documento? En los casos en que no estaban seguros, recurrían a una categoría general cuya categoría legal resultaba deliberadamente imprecisa. Una de ellas era la de villanus —villano—, un término que en esas fechas no contenía un sentido legal específico y que no significaba ni siervo ni hombre libre, sino simplemente «campesino».

El inspector frunció el entrecejo. No lograba acordarse de lo que el individuo con el mechón blanco había dicho, pero recordó que el hombre que estaba junto a él, que parecía su hermano, era un siervo. Con un suspiro de resignación, el inspector anotó en su pizarra: villanus. Y así Alfred apareció en el gran Domesday Book de Inglaterra como un pequeño error sin nombre. Pero por aquel entonces eso carecía de importancia.

1087

En agosto de 1086 se celebró una gran reunión simbólica en el castillo de Sarum, a ciento treinta kilómetros al oeste de Londres. Allí hicieron entrega al rey Guillermo de los enormes volúmenes que componían el Domesday Book (Libro del Juicio Final) y todos sus hombres más importantes le rindieron homenaje. Era un motivo de celebración, pero en el aire flotaba una sensación de melancolía. El Rey se hacía viejo. Era muy corpulento; cuando se sentaba en la silla de montar, se quejaba. Sus enemigos eran muy numerosos, el más notable era el envidioso rey de Francia. Al verlo en ese momento envejecido y con la salud quebrantada, los grandes hombres del reino tuvieron un nefasto presentimiento.

Si bien pocas personas estimaban a Guillermo, todo el mundo lo temía. Empleaba unos métodos brutales, pero mantenía el orden. ¿Qué sería de sus tierras normandas y de su reino inglés cuando desapareciera el gran Conquistador?

Pasarían a manos de sus hijos: Robert, de temperamento sombrío y taciturno. Guillermo, llamado el Rojo porque era pelirrojo, un muchacho astuto y cruel; todavía estaba soltero, y según decían prefería la compañía de jóvenes mancebos en su lecho a la de mujeres. Y Henri, el más joven, falso e imprevisible. Luego estaba su ambicioso tío, el obispo Odón de Bayeux, que seguía en la cárcel en que el rey Guillermo le había encerrado. ¿Qué ocurriría cuando esos individuos camparan a sus anchas una vez que hubiera muerto el Conquistador?

En la primavera del nuevo año, la situación empeoró. En el oeste se originó una epidemia de una enfermedad que afectaba al ganado y que se propagó rápidamente. Hacia fines de la primavera estallaron unas violentas tormentas y todos temieron que las cosechas se echaran a perder. De nuevo, el rey Guillermo se encontraba luchando en la Europa continental, y sus agentes trataban de elevar los impuestos.

No era de extrañar, por lo tanto, que en Londres, entre los comerciantes que contemplaban el futuro, cada cual hiciera sus cálculos. A medida que transcurrieron los meses, hubo muchas conversaciones secretas. Tampoco era de extrañar que algunas de ellas hicieran referencia a Barnikel.

Pero incluso en los días más tenebrosos es posible que un pequeño rayo de luz caliente un rincón del mundo. Así, en la primavera de 1087, Osric se enteró de que Dorkes estaba de nuevo encinta.

Era su tercer embarazo. Después de su hija habían tenido otra niña, que había nacido muerta. Pero esta robusta criatura que no cesaba de propinar patadas en el vientre de su madre parecía distinta. Osric notó que durante ese embarazo Dorkes parecía otra, y en su corazón albergaba la certeza de que sería un varón.

Un hijo varón. Osric no había cumplido aún los treinta, pero en esos difíciles tiempos un peón no podía esperar vivir muchos años. Un comerciante rico, rodeado por las comodidades que le ofrecía su mansión, podía llegar a viejo. Pero probablemente Osric moriría antes de los cuarenta. Ya había perdido tres dientes.

Con suerte, su hijo alcanzaría la mayoría de edad antes de que su padre falleciera. Un hijo que tal vez gozara de una vida mejor.

—Quizá —dijo Osric a Dorkes—, si tiene más suerte que yo, llegue a ser un carpintero.

—¿Y qué nombre le pondrás si es un varón? —preguntó ella.

A lo cual, después de meditarlo unos minutos, Osric contestó:

—Le pondré el nombre del más grande rey inglés. Lo llamaré Alfred.

Pero acaso el hecho más sorprendente acaecido aquel año se refería a Ralph Silversleeves.

Durante el mes de agosto, poco después de que estallara otra tormenta que dejó bien claro que la cosecha se echaría a perder, Ralph anunció que iba a casarse.

En mayo había conocido a una joven. Era una muchacha rubia y de complexión robusta, hija de un comerciante alemán que residía en el malecón de los alemanes junto a la desembocadura del Wallbrook. Su padre era muy rico. Ella tenía el rostro amplio y plano, los ojos grandes y azules, manos enormes, pies enormes y, según explicaba jovialmente a todo el mundo que quisiera escucharla, un apetito enorme. Al encontrarse robusta y soltera a los veintitrés años, se había fijado en Ralph y había decidido que le atraían sus torpes modales; y nada había procurado a Ralph mayor satisfacción que la expresión de alegría que se reflejó en el rostro de su padre, y de asombro e incredulidad en el de Henri, cuando les comunicó la noticia.

La muchacha lucía con orgullo alrededor del cuello un talismán que le había regalado Ralph y que representaba un león rampante. Aseguraba que era así como ella consideraba a Ralph. Habían acordado casarse antes de Navidad.

Su nombre era Gertha.

Ese verano se produjo otro importante cambio en la familia Silversleeves, pero ocurrió de manera tan discreta que nada pareció alterar sus vidas. Durante el mes de junio, Hilda se dio cuenta de que su esposo le era infiel. No estaba segura de cuándo había comenzado. El abismo que los separaba se había ido agrandando hasta que un día Hilda descubrió que, en el fondo, ninguno de los dos deseaba salvarlo. Hilda supuso que existía otra mujer. Entonces, una tarde de junio, su esposo salió de casa y dijo que quizá no regresara esa noche.

Dado que su padre, Leofric, llevaba algún tiempo indispuesto, Hilda se trasladó a su antiguo hogar junto al cartel del Toro, para hacerle compañía. Unas noches más tarde, Henri salió de nuevo. Para entonces Hilda estaba segura de que la traicionaba.

Cuando al fin estalló la previsible crisis, ocurrió bastante inesperadamente.

Tras las tormentas que habían destruido la cosecha, el tiempo se tornó seco y cálido. El calor de aquel funesto verano se prolongó hasta bien entrado septiembre, y casi todos creían más que posible que estallara una conflagración.

Hacia fines del verano, en el año 1087 de la era cristiana, mientras sitiaba un castillo francés de escasa importancia, Guillermo, duque de Normandía y rey de Inglaterra, fue herido. La herida se infectó. A los pocos días se hizo evidente que el Rey iba a morir.

Su familia se reunió en torno de su lecho de muerte. El Rey cedió Normandía a su hijo Robert; a Guillermo el Rojo, Inglaterra; al joven Henri, su dinero. Odón, su hermanastro, fue liberado de la cárcel. De esta manera quedó dispuesto el escenario para una generación de celos, intrigas y asesinatos. Al cabo de unos días, tras un largo y caluroso viaje por el campo hasta la iglesia ancestral normanda de Caen, el cadáver putrefacto del rey Guillermo el Conquistador, tan hinchado que no podían introducirlo en el féretro, reventó, diseminó sus entrañas por doquier y puso perdidas a las personas que estaban junto a él.

Entretanto, Guillermo el Rojo se apresuró a cruzar el Canal de la Mancha para ser coronado en Inglaterra.

Dos semanas más tarde, un templado día de octubre, unos hombres visitaron a Barnikel el danés en su casa junto a All Hallows. Cuando Barnikel se enteró de lo que querían, sonrió.

—Puedo proporcionaros lo que necesitáis —dijo—. Las tengo a buen recaudo.

Luego, en secreto, mandó llamar a Osric.

Barnikel el danés no podía sospechar que la suerte le había vuelto la espalda.

Ralph Silversleeves apenas podía creer su buena fortuna. Una excelente oportunidad, si las cosas salían bien, para impresionar al nuevo rey normando.

Comprendía la situación política, porque Mandeville se la había explicado con paciencia.

—Robert tratará de arrebatarle Inglaterra a Guillermo el Rojo, pues desea gobernar tantos territorios como su padre. Odón probablemente lo apoyará. En tal caso, Robert conseguirá atraer a un gran número de caballeros de Kent. Que yo sepa, puesto que Guillermo el Rojo no les cae bien, hay muchos barones dispuestos a unirse a sus filas. Y puedes estar seguro de que existen muchos en Londres dispuestos a seguirlos si creen que les puede resultar beneficioso. Pero —continuó el magnate— la mayoría de los representantes del Rey en los condados y la gente del campo quieren que sea el rey de Inglaterra, no el duque de Normandía, quien los gobierne. Por lo tanto vamos a respaldar a Guillermo el Rojo. —Mandeville miró a Ralph con frialdad—. Nuestra misión consiste en mantener la tranquilidad en Londres. Descubre a los conspiradores. Encuentra sus armas. Guillermo el Rojo nos quedará muy agradecido si conseguimos desenmascarar a esa gente.

Al día siguiente, como una bomba, llegó esa inesperada información que, tras darle varias vueltas al asunto, hizo que Ralph mandara llamar a una docena de espías y declarara: «Les tenderemos una trampa para cazarlos a todos».

Osric se detuvo junto a la orilla y sonrió. Todo iba a salir bien.

A sus espaldas se erguía la mole grisácea de la Torre. La planta real estaba casi terminada. Habían llegado los primeros gigantescos troncos de roble que se extenderían por todo el edificio para sostener el techo. Los únicos árboles lo suficientemente grandes los habían hallado a casi veinticinco kilómetros de distancia y habían tenido que transportarlos por el río. Tardarían otros dos años en completar el techo, pero la descomunal y sombría fortaleza, iluminada por el sol del atardecer, parecía indicar que, pese a ser normanda, tenía tanto derecho a estar ahí como los cuervos celtas de las laderas.

Osric miró alrededor. El lugar donde el sumidero de la Torre descendía hasta la orilla del río quedaba bien oculto, pues lo tapaban algunas de las chozas de los carpinteros. Podían amarrar el bote de Barnikel junto a la reja y cargarlo sin ser vistos. Les llevaría sólo unos minutos abrirla. Luego sólo tenían que alcanzar la reja interior y abrirla con la llave que Alfred les había proporcionado.

Mientras Barnikel montaba guardia junto al bote, Osric vaciaría la cámara secreta y sacaría las armas. Antes del amanecer de ese día de otoño se deslizarían río abajo sin que nadie se diera cuenta.

Osric no sabía exactamente a quiénes iban destinadas las armas, y decidió no preguntarlo. Por lo que a él se refería, si el danés afirmaba que las necesitaban, Osric estaba dispuesto a creerle. El riesgo era mínimo. Constituiría otro golpe contra el rey normando. Además, según había dicho al danés: «Será un espléndido regalo para señalar el nacimiento de mi hijo».

El nacimiento era inminente. Dos días antes Osric había creído que Dorkes se ponía de parto. Antes de que terminara la semana habría nacido el niño. Tanto Dorkes como él estaban convencidos de que sería un varón.

La operación de la Torre se llevaría a cabo la noche siguiente. Satisfecho y convencido de que todo estaba en orden, Osric aguardó con impaciencia el momento.

Esa misma tarde Henri había salido y dado a entender que quizá no regresara. Así pues, tras dejar a los niños en casa con los sirvientes, Hilda había decidido quedarse esa noche en casa de su padre. Había pasado unas horas más gratas allí cuando, mientras aún lucía el sol del atardecer, salía a dar un paseo por el West Cheap.

Cuando regresaba por Saint Mary-le-Bow vio a la muchacha alemana, que de inmediato se dirigió hacia ella. Hilda suspiró. Como sajona, se encontraba a gusto con los comerciantes alemanes de la ciudad, que eran bondadosos y muy trabajadores. Su futura cuñada también le caía bien, pero la encontraba muy pesada. Ese día Gertha irradiaba entusiasmo.

Hilda le preguntó por Ralph.

—Está muy bien. Es maravilloso. Acabo de verlo —dijo Gertha, sonriendo embelesada—. Es muy inteligente.

Acto seguido, aparentemente sin darse cuenta de la expresión de estupor que se pintó en el rostro de Hilda ante esa noticia, la joven la tomó del brazo, la acorraló contra la fachada de Saint Mary-le-Bow y, en tono confidencial, le transmitió otra información no menos sorprendente y mucho más interesante.

—Ralph me recomendó que no lo dijera —murmuró Gertha—, pero somos cuñadas. —Después de echar un vistazo alrededor para cerciorarse de que nadie podía oírlas, preguntó—: ¿Eres capaz de guardar un secreto?

Unas tenues estrellas aparecieron en el firmamento por encima de la pequeña iglesia de All Hallows, y más abajo, en la profunda hondonada, las sombras rodeaban la Torre como un foso cuando Hilda llegó sigilosamente a la sólida vivienda con techo de paja de Barnikel el danés.

Mientras Barnikel iba de un lado a otro encendiendo las lámparas, Hilda lo observó detenidamente. Su poblada barba estaba cuajada de canas. Al principio, cuando le había dado la mala noticia, la había apenado su aspecto viejo y cansado, pero en ese momento parecía haber recuperado las fuerzas. Barnikel cogió una jarra de la mesa y sirvió una copa de vino para cada uno.

Hilda lo miró con una mezcla de lástima y admiración.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

Fue un pobre campesino que vivía en el bosque de Essex quien había dado a Ralph una pista. Lo habían encontrado con una espada, y lo habían llevado al castillo de Colchester. Tenían curiosidad por averiguar cómo había conseguido el arma y lo habían sometido a un duro interrogatorio. El campesino había soportado valerosamente la prueba, pero después de que le hubieran machacado las articulaciones de los dedos con un palo se había decidido a hablar.

Hacía tiempo que poseía la espada, desde que se había ido a vivir al bosque con los hombres de Hereward el Centinela. Pero de eso hacía más de quince años.

—Y todos esos hombres han muerto —dijo.

El guardia de Colchester había enviado al individuo a Londres para que Ralph pudiera interrogarlo personalmente. El campesino no le dijo gran cosa. Salvo que, según reconoció, procedía de Londres, donde había un hombre en quien confiaban los rebeldes. El campesino juró que nada sabía sobre ese hombre, hasta que, unos instantes antes de morir, recordó un detalle:

—Tenía barba roja.

No era mucho. En la vieja ciudad anglodanesa residían muchos hombres con barba roja. A decir verdad, había muchos normandos que tenían barba roja. Pero poco a poco, mientras Ralph analizaba todos los datos de que disponía, en su mente empezó a formarse una imagen.

Era alguien que odiaba a los normandos; miembro de la vieja Corporación de Defensa; un amigo de Alfred el armero. Ralph conocía también otros pormenores. Las piezas empezaban a encajar como en un rompecabezas, hasta que por fin Ralph exclamó furibundo:

—Me han engañado. —Luego, con una sonrisa de cruel satisfacción, añadió—: Pero los atraparé a todos.

Y decidió tenderles una trampa.

—Se presentará mañana al amanecer. Registrará esta casa, tu comercio en Billingsgate y la armería de Alfred. Si encuentra armas, estás perdido. En caso contrario, sus espías te vigilarán para ver si logran descubrir algo más —dijo Hilda preocupada.

Mientras la escuchaba, el viejo danés se limitó a asentir con la cabeza.

—No hallarán nada —aseguró a Hilda—. En cuanto a que nos vigilen… —Barnikel se encogió de hombros—. Tendremos que alterar levemente los planes.

Entonces reveló a Hilda la participación de Osric en la operación y el secreto de la Torre.

Mientras la joven lo escuchaba, comprendiendo el peligro que el anciano y sus amigos corrían, se sintió nerviosa y luego conmovida.

—¿Por qué lo hacéis? —inquirió.

Era muy sencillo, le explicó el danés. Si Robert llegara a ser rey, controlaría unos territorios inmensos.

—Pero no es el hombre que era su padre —afirmó Barnikel—. El reino normando se debilitaría mucho. Y entonces…

Los herederos del antiguo linaje inglés aún vivían. Al igual que la familia del rey Harold. Durante un rato Barnikel expuso a Hilda todas las cosas que podían ocurrir hasta que ella, sonriendo, meneó la cabeza y comentó:

—Nunca te das por vencido, ¿verdad?

Barnikel esbozó una tímida sonrisa, casi como un adolescente.

—Soy demasiado viejo para rendirme. Cuando un anciano se rinde, se muere.

—¿Te sientes viejo? —preguntó Hilda, intrigada.

—A veces —respondió él—. Pero no cuando estoy contigo.

Hilda se sonrojó, pues sabía que era cierto.

En el centro de la habitación ardía un fuego en el brasero. Barnikel lo atizó, se sentó junto a él en una voluminosa silla de roble e indicó a Hilda que se sentara en una banqueta. Durante varios minutos ambos permanecieron en silencio, satisfechos. Ella observó que el rostro de Barnikel, cuando estaba en reposo, aunque no parecía más joven, mostraba aún cierto vigor, como el de un espléndido león que no ha perdido sus fuerzas. Hilda bebió un sorbo de vino con aire meditabundo.

«Qué tarde tan extraña», pensó. Había hecho cuanto podía. Era mejor que se marchara. Pero no sentía deseos de marcharse. Su padre siempre se quedaba dormido al anochecer. Dios sabe dónde estaría su esposo. Al cabo de un rato, sin decir una palabra, Hilda acercó la banqueta a la silla que ocupaba Barnikel, se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en el pecho del danés.

Éste no se movió. Luego, al cabo de unos momentos, Hilda notó que le acariciaba el pelo con sus enormes manos, deformadas por la artrosis. Era sorprendente lo delicadas y reconfortantes que resultaban sus caricias. Hilda se puso a juguetear con su barba y oyó que Barnikel emitía una risita de satisfacción.

—Supongo que muchas mujeres te habrán hecho esto —observó ella suavemente.

—Algunas —respondió él.

—Qué lástima… —empezó a decir ella, pero se detuvo.

—¿Qué?

Hilda iba a decir: «Qué lástima que no me casé con tu hijo». Pero en lugar de esto respondió:

—Nada.

Barnikel no insistió.

Mientras transcurrían los minutos, Hilda se puso a reflexionar sobre su vida. Ante ella apareció la imagen de Henri. Tras apartarla de su mente, pensó: «Hubiera preferido casarme con este anciano, tal como es ahora, con su magnífico valor y su enorme y bondadoso corazón». De improviso, deseando demostrarle su afecto y hacer algo por él, Hilda alzó la cabeza y, mirándolo a los ojos con ternura, lo besó en los labios.

Hilda sintió que el anciano se estremecía. Lo besó de nuevo.

—Si sigues haciendo eso… —murmuró él.

—Hazlo —contestó ella sonriendo de felicidad y ante su propio asombro.

Hacía mucho tiempo que Barnikel no había hecho el amor, y temía que no le resultara tan fácil. Pero cuando se levantó y estrechó entre sus brazos a la joven a la que al principio había querido como a una hija y luego como a una mujer, todas sus dudas se desvanecieron.

En cuanto a Hilda, al experimentar por primera vez las pausadas y delicadas caricias de un hombre mayor que la condujo tierna y amorosamente hasta la pasión, sintió un calor que la conmovió profundamente.

Permanecieron juntos hasta el alba, cuando Hilda regresó por las calles de la ciudad hasta la casa de su padre y subió de puntillas hasta la alcoba donde dormía el anciano.

Así fue como, al cabo de una docena de años, Barnikel consumó su último amor.

Poco después del amanecer, tal como Barnikel le había pedido, Hilda salió de la casa de su padre para entregar dos mensajes, uno a Alfred y otro a Osric.

No se le ocurrió que tanto mientras se dirigía a casa de Barnikel como cuando regresaba a casa de su padre alguien, como de costumbre, la había estado siguiendo.

Al mediodía, Ralph Silversleeves, acompañado por seis hombres armados, visitó a Barnikel en su almacén en Billingsgate. Cortésmente, el normando informó al danés de que debían efectuar un registro, y Barnikel, aunque se encogió de hombros irritado, les dejó que lo hicieran. Luego, tres de los hombres que acompañaban a Ralph se dirigieron a casa del danés en All Hallows.

La registraron a conciencia. Les llevó dos horas, pero al final de la mañana tuvieron que rendirse. Al mismo tiempo, llegó un hombre de la armería de Alfred. Allí tampoco habían hallado nada.

—Espero que te hayas quedado tranquilo —dijo secamente el danés a Ralph, e interpretó la mueca que recibió en respuesta como una señal de asentimiento.

Pero cuando Ralph se marchó de casa del danés, estaba tan convencido de que éste le había engañado que se volvió hacia sus hombres y dijo:

—Sé que ocultan armas en algún lugar cerca de aquí. No cejaremos en nuestro empeño.

Y vaya si cumplió su palabra. Haciendo caso omiso de la furia de los barqueros, se puso a registrar los cargamentos que transportaban. Investigaron otros cuatro almacenes de mercancías. Subieron por la calle y se dirigieron hacia East Cheap, registrando todos los carros y puestos callejeros, primero ante las exclamaciones de terror de los comerciantes y luego de sus befas. Pero si alguna vez Ralph había temido hacer el ridículo, en ese momento no parecía importarle. Con el rostro congestionado por la ira, dobló hacia el este y se encaminó hacia la Torre.

A primeras horas de la tarde, en las dependencias junto a la Torre, una nueva vida pasó a formar parte de la familia de Osric el peón. El acontecimiento le produjo una alegría tan inmensa que mientras permanecía a la puerta de la cabaña, contemplando la Torre que se alzaba hacia el firmamento, aquel muchacho bajito y menudo se sintió incapaz de articular palabra.

No se había equivocado. Tenía un hijo.

Barnikel estaba nervioso. Llevaba toda la tarde metido en casa. Los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas lo habían dejado exhausto. En ese momento, sin embargo, incapaz de permanecer más tiempo encerrado en casa, salió a East Cheap para tomar el aire.

Aún hacía calor, aunque por el oeste el cielo se había teñido de escarlata. Los vendedores del mercado empezaban a recoger sus mercancías cuando Barnikel pasó por East Cheap en dirección a Candlewick Street. Poco antes de llegar vio a Alfred caminando con calma hacia él.

Ambos hombres reaccionaron rápidamente. Si les seguían era mejor no hacer algo que levantara sospechas. Pero en el preciso momento en que se disponían a pasar de largo y saludarse con una leve inclinación de la cabeza, apareció una diminuta figura que corrió hacia ellos y les tiró insistentemente de las mangas.

Era Osric. Llevaba casi una hora paseándose por allí aturdido por la felicidad que lo embargaba. Hilda le había advertido al amanecer que evitara encontrarse con Barnikel, pero al ver juntos a sus dos amigos, el hombrecillo se sintió tan dichoso que durante unos momentos se olvidó de todo y corrió hacia ellos con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Oh, Alfred! —exclamó—. Tengo grandes noticias.

Cuando Alfred se detuvo y Barnikel lo miró perplejo, Osric dijo sonriendo como si se hallara a las puertas del Paraíso:

—¡Tengo un hijo varón!

Los dos hombres, que debido a sus crisis personales habían olvidado los asuntos familiares de Osric, se echaron a reír de gozo y abrazaron calurosamente a su amigo.

Esa noche no había luna, y un pálido banco de nubes impulsadas por el viento que soplaba del oeste ocultaba las estrellas. Mientras el bote se deslizaba en silencio por las oscuras aguas del río, la única luz que se veía provenía de un pequeño fuego que se había originado sobre la colina occidental de la ciudad.

El bote chocó suavemente con el barro a la entrada del sumidero de la Torre.

Osric estaba solo. Su respuesta al mensaje que el danés le había enviado esa mañana había sido muy simple. Dado que vigilaban a Barnikel, lo más prudente era que se quedara en casa. «Ya me las arreglaré solo», había dicho Osric.

Con cuidado, amarró el bote a un palo y se afanó en abrir la reja. Al poco rato consiguió introducirla en el sumidero. Con gran cautela, importunando sólo a las ratas, Osric avanzó por el oscuro túnel hacia el negro y cavernoso útero de la Torre de Londres. Luego, con ayuda de una cuerda, trepó por el agujero hasta alcanzar la reja interior, la abrió y echó a andar por el sótano.

Hilda estaba sentada en una silla. En las manos tenía un bordado, pero le costaba concentrarse. Henri había regresado a primeras horas de la mañana, y, salvo preguntar educadamente por la salud de su padre, no habían cruzado palabra. Hilda había aguardado todo el día consumida por los nervios. En ese momento estaba tratando de bordar mientras Henri disputaba una partida de ajedrez con su hijo menor, alzando de vez en cuando los ojos para observarla con su habitual frialdad.

El atardecer era apacible. Cerca de West Cheap había estallado un incendio que se había propagado y dañado algunas viviendas. Pero esos hechos eran frecuentes en Londres, y Hilda no le concedió importancia.

Pero el corazón le dio un vuelco cuando, dos horas después de haber oscurecido, llegó Ralph de visita.

Para entonces, todo Londres se había enterado de sus proezas en East Cheap esa mañana, pero aunque Henri asumió un aire divertido y ella una expresión preocupada, nadie dijo una palabra. De hecho, el antipático personaje parecía más meditabundo que furioso. Tras saludarlos a todos con una breve inclinación de la cabeza, cogió una jarra de vino, se sentó en una banqueta frente a Henri y contempló el fuego durante un rato con expresión hosca. Cuando por fin se decidió a hablar, Hilda sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.

—Tengo un problema, Henri —dijo Ralph.

—¿De qué se trata?

Ralph bebió un trago de vino y alzó lentamente los ojos.

—Un espía —dijo en voz baja—. Muy cerca de mí.

Hilda se echó a temblar.

—Hoy he estado a punto de descubrir un alijo de armas —continuó Ralph—. Estoy seguro de que estaban allí.

—Quizá te equivoques.

—Es posible —reconoció Ralph—. Pero mi intuición me dice que no. Creo que alguien puso sobre aviso a los conspiradores.

—¿Quién?

Ralph guardó silencio unos minutos.

—Alguien que conoce mi plan —respondió mirando a Hilda directamente—. ¿Quién crees que pudo haber sido?

Hilda se dio cuenta de que se había puesto muy pálida. Apoyó las manos en el regazo y miró a Ralph. ¿Lo sabía, o se trataba de una pregunta inocente? Quizá mentía para atraparla. Pero ¿por qué había de sospechar de ella? Un sinfín de conjeturas se agolparon en la mente de Hilda.

—No tengo la menor idea, Ralph —contestó. Pero aunque trató de dominarse, Hilda tuvo la impresión de que su voz sonaba temblorosa.

Ralph y Henri la miraron fijamente. Hilda sintió deseos de levantarse y salir precipitadamente de la estancia, pero no se atrevió a hacerlo. Quién sabe cuánto tiempo habría durado aquella angustiosa situación si no hubiera sido por una interrupción totalmente inesperada.

Era Gertha. Tenía las mejillas arreboladas debido al largo paseo que había dado junto al río y sonreía embargada por la dicha. Ajena a la tensión que se palpaba en la estancia, se acercó a Ralph, lo besó, se echó a reír estrepitosamente al ver que él se sonrojaba, y luego cogió entre sus enormes manos el talismán que él llevaba y lo acarició durante unos instantes.

—El incendio se está propagando rápidamente —comentó.

Hilda rogó para que eso cambiara el curso de la conversación, pero su ruego no fue escuchado.

Volviéndose hacia Ralph, Gertha preguntó:

—¿Así que no arrestaste al de la barba roja?

—Ocurrió algo —contestó Ralph con aspereza.

—Lo atraparás. ¿No es cierto, Hilda? Es tan inteligente.

Hilda se dio cuenta de nuevo de que todos la miraban. Observó a la alemana con aprehensión. ¿Acaso se habían propuesto todos tenderle una trampa? ¿Había revelado Gertha a Ralph que la noche anterior se había enterado de los registros que se proponían efectuar? ¿Lo haría en ese momento? En cambio, ante la horrorizada expresión de Hilda, Gertha continuó:

—Lo he visto esta tarde en East Cheap con sus dos amigos, abrazándose y riendo.

Ralph la miró perplejo.

—¿Qué amigos?

—El hombre que fabrica armas. Alfred, ¿no se llama así? Y aquel hombrecillo con la cabeza redonda. Que no tiene nariz. —Gertha lanzó una carcajada—. Quizá piensen que no lograrás atraparlos, pero lo harás. —Luego, tras estampar un beso en la cabeza de Ralph, anunció alegremente—: Debo ir a ver a mi padre.

Y se marchó.

Durante el silencio que se produjo a continuación, nadie pronunció una palabra. Hilda, con la vista fija en su bordado, se sentía confusa. No se explicaba cómo era posible que la chica hubiera visto a los dos hombres con Osric. No se atrevía a pensar siquiera en lo que podía significar. Al cabo de un momento, miró a Ralph.

Éste permanecía inmóvil, contemplando el fuego. Parecía haberse olvidado de ella, pero no cesaba de mover el rostro, como si padeciera un agudo dolor. ¿Cómo no se le había ocurrido? Era evidente. Barnikel era amigo de Alfred. Alfred era amigo de Osric. Osric, el miserable siervo que Ralph había descubierto en los sótanos de la Torre. Los sótanos de la Torre, donde habían almacenado las armas. Los sótanos de la Torre, cuyas cerraduras había fabricado Alfred.

En ese momento comprendió todo claramente. No sabía cómo lo habían hecho. Ni por qué. Pero de pronto se levantó de un salto y exclamó:

—¡Bellacos! Sé lo que han hecho. Sé dónde han ocultado las armas.

—¿Dónde? —preguntó Henri con calma.

—¡En la misma Torre! —gritó Ralph. Luego, ante el espanto de Hilda, añadió—: Iré allí inmediatamente.

Y salió deprisa de la casa, seguido por Henri.

Hilda corrió por las calles. En la oscuridad, le daba la impresión de volar. Pasó corriendo por delante de la larga sombra de Saint Paul, bajó por la colina occidental y se dirigió hacia Wallbrook.

Sabía que debía apresurarse. Quizá fuera demasiado tarde. Pero a pesar de los riesgos a que se exponía, aunque hubiera espías vigilando la casa de Barnikel, Hilda sabía que debía ir allí.

Tenía que decírselo a Barnikel. Él sabría lo que debía hacer.

Tan grande era la angustia que sentía Hilda, que no se percató de que el viento había propagado el fuego que se había originado unas horas antes a lo largo de West Cheap y había comenzado a devorar algunas de las viviendas de la colina oriental.

Ni tampoco se dio cuenta de algo mucho más extraño. Mientras bajaba corriendo la colina, otros pies corrían sigilosamente tras ella.

Hilda cruzó el pequeño puente sobre el Wallbrook y enfiló por Candlewick Street. La calle estaba desierta. La joven jadeaba con tal violencia que no percibía otro sonido más que el de su trabajosa respiración. Incluso le dolía el pecho. Al llegar a la Piedra de Londres, se detuvo un momento para recuperar el resuello y aliviar el dolor que notaba en el costado. Se inclinó, con las manos apoyadas en las rodillas.

De pronto sintió que unas manos vigorosas le aferraban los brazos, la inmovilizaban y le arrojaban una capa sobre la cabeza. Antes de que Hilda pudiera gritar, la estaban arrastrando apresuradamente hacia un callejón.

La tarea fue más sencilla de lo que Osric había imaginado. Al poco tiempo consiguió establecer un ritmo. En primer lugar sacó todas las armas de la cámara y las trasladó hasta la reja del sumidero. El introducirlas por entre los barrotes resultó menos complicado de lo que había supuesto; en total le llevó una hora. Después, Osric las arrastró envueltas en unos bultos por el lóbrego túnel hasta alcanzar la vaga silueta de la reja de la orilla.

Dos horas después de haber entrado en el sótano, Osric se disponía a cargar las armas en el bote.

Sólo le sorprendió una cosa. Cada vez que recorría el pasadizo hacia la reja del sumidero, tenía la impresión de que el firmamento aparecía más claro. Aunque había perdido la noción del tiempo, sabía que hacía relativamente poco que había anochecido. Era imposible que el resplandor que veía fueran las luces del alba. De modo que cuando por fin salió del túnel y pisó el barro, se quedó de piedra.

Azuzado por el viento, el fuego que se había originado en la colina occidental había desarrollado una colosal y feroz vida propia. No sólo la madera de los edificios de Londres estaba seca, no sólo soplaba un fuerte viento detrás de las gigantescas llamas, sino que una vez que el fuego alcanza un punto crítico, éste crea su propio viento. Eso era justamente lo que había ocurrido esa noche del otoño de 1087. Crepitando y rugiendo, había avanzado por la colina oriental, se había extendido a lo largo del espolón detrás de la Torre y alrededor de All Hallows.

Cuando salió del túnel, lo primero que percibió Osric fue el estrépito. Un ruido monótono y continuo que provenía de la ciudad. Sólo cuando llegó al bote y se volvió comprendió lo que había sucedido.

Era un espectáculo dantesco. Silbando, crepitando, arrojando chispas por doquier, el fuego brotaba como una sola llama alrededor del borde de las onduladas laderas. De vez en cuando aparecía un intenso resplandor como si un descomunal e invisible dragón merodeara detrás de la colina arrojando fuego por la boca mientras devoraba la ciudad. Ante el infernal círculo de fuego se alzaba la tenebrosa sombra de la Torre.

El espectáculo era impresionante, pero Osric no podía detenerse a contemplarlo.

Sin hacer caso de las gigantescas llamas que ardían en la colina, Osric entró de nuevo en el sombrío túnel.

Ralph bajó deprisa por la colina. A sus pies, iluminada por las llamas, se alzaba la inmensa mole de la Torre.

En dos ocasiones, mientras corría por la colina occidental, se había visto obligado a detenerse para dirigir a unas personas que trataban de sofocar el fuego. Cualesquiera que fueran sus defectos, Ralph Silversleeves era un hombre de acción. Utilizando una cadena de hombres de la guarnición de Ludgate, había tratado de salvar una vivienda pasando cubos de agua de un pozo. «Mojad vuestros techos», había ordenado a unos ciudadanos en Poultry. Al llegar al arroyo de Wallbrook había realizado otro intento concertado para detener el fuego. Pero mientras presenciaban la escena, el gigantesco monstruo había volado, silbando y escupiendo fuego, un espacio de treinta metros entre un techo de paja y otro. Por fin, al comprender que era inútil, Ralph se había dado prisa por las calles atestadas de gentes aterrorizadas, sintiendo las llamas a sus espaldas mientras corría hacia el vasto y sombrío silencio de la Torre. En tres zancadas llegó a lo alto de la escalera de madera. Sin volverse siquiera para contemplar las feroces llamas, entró en la sala principal y llamó al centinela.

Pero nadie respondió. Ralph cruzó la cámara y se dirigió hacia la escalera que conducía al sótano. Vio una antorcha encendida en un soporte de hierro, pero el centinela se había esfumado. Ralph blasfemó. Sin duda el hombre había ido a contemplar el fuego. Ralph cogió la antorcha, abrió la puerta y bajo por la escalera de caracol.

Al principio, cuando echó una ojeada alrededor de la cámara y el sótano principal situado en el lado oeste, no vio nada.

Entonces observó que la reja que cubría el sumidero estaba abierta. De modo que era eso. Espada en mano, Ralph se apostó junto al sumidero a la espera de que apareciera alguien. Pero nadie apareció. Esperó unos minutos más, aguzando el oído para percibir el menor sonido. Al cabo de un rato, temiendo que los conspiradores hubieran escapado, Ralph se introdujo cautelosamente en el sumidero.

Más de la mitad de las armas estaban en el bote. Cuando las hubiera colocado todas a bordo, Osric cruzaría una vez más el túnel para cerciorarse de que nada se había dejado. La marea empezaba a entrar. Mejor que mejor, le sería más fácil sacar el bote del barro.

Cuando se inclinó para meter unas lanzas en el bote, Osric oyó un sonido a sus espaldas y, al volverse, vio el rostro narigudo de Ralph Silversleeves saliendo del túnel.

El normando se enderezó y sonrió afablemente.

—¿Estás solo, Osric? —preguntó. Luego, tras echar un vistazo alrededor, añadió—: Eso parece. —Al observar la expresión de asombro en el rostro de Osric, continuó sin perder la calma—: Quedas arrestado en el nombre del Rey. —Y avanzando por el barro, apuntó con su espada hacia la barriga del pequeño carpintero—. Creíste que lograrías engañarme junto con tus amigos, ¿no es cierto? Pero muy pronto, quizás allí —dijo Ralph indicando la Torre con un gesto de la cabeza—, me revelarás todos los detalles de vuestra conspiración.

El fuego que ardía en las colinas había alcanzado proporciones gigantescas. En un punto situado detrás de All Hallows se produjo un violento estallido y brotaron unas descomunales llamas. El destello rojizo iluminó el rostro del normando, pálido, casi brutal en las sombras de la Torre.

En ese momento el pobre Osric cometió una torpeza, se subió deprisa al bote y trató de coger un arma. Un momento después, pálido como un espectro, sus ojos más solemnes que nunca, se encaró con el normando. En la mano tenía una lanza.

Ralph lo observó fijamente. No le temía. El siervo trató de atacarlo con la lanza, pero Ralph retrocedió. Dejó que Osric se bajara del bote y avanzara mientras él retrocedía lentamente por la orilla, de modo que con cada paso alejaba a Osric de las armas que estaban en el bote.

Qué aspecto tan patético ofrecía Osric. Ralph vio el odio en sus ojos: emanaba de todo su cuerpo, el odio acumulado de un hombre que había padecido dos décadas de opresión. Ralph ni siquiera se lo reprochaba, simplemente mantenía la vista fija en la punta de la lanza. Otro paso atrás. Se encontraba en la mitad del sendero, en una posición claramente ventajosa. Gracias al resplandor rojizo de las llamas que se alzaban detrás de la Torre y arrancaban reflejos a la lanza, ésta era fácilmente visible en la penumbra, mientras el siervo pestañeaba para defenderse del intenso destello que hería sus ojos.

Osric se lanzó sobre Ralph.

Fue muy sencillo. Con un simple golpe de la espada Ralph partió la punta de la lanza y dejó a Osric con tan sólo el mango.

—Bien, pequeñajo —dijo Ralph suavemente—, ¿acaso pretendes matarme con esa vara?

El orondo semblante de Osric expresaba una profunda desolación, su mirada era tan desesperada como solemne; en el lugar donde debía hallarse su nariz aparecía un patético bulto; en la mano tenía una lanza partida. Impotente, pero incapaz de rendirse, avanzó unos pasos tratando de atacar al normando con su ridícula arma.

Ralph sonrió.

—¿Quieres que te mate para que puedas escapar a la tortura? —preguntó—. ¿Te gustaría? —insistió con una risotada. Necesitaba al siervo vivo, pero le divertía aterrorizarlo.

Ralph alzó la espada.

Osric parecía sorprendido, anonadado. ¿Quizá debido a la espada que refulgía ante él? ¿Ante la perspectiva de morir? ¿Ante la inmensa ola de fuego que acababa de alzarse detrás de la Torre? ¿Quién sabe? Ralph hizo ademán de asestarle un golpe con la espada.

Pero no era el fuego, ni la espada, sino otra increíble visión la que había dejado a Osric pasmado. Se trataba de una poblada barba roja y unos ojos que arrojaban chispas, una gigantesca figura surgida de entre las sombras que se erguía ante él, ocultando incluso la Torre, que, rodeada de un enorme halo de fuego, con los brazos alzados como un dios vikingo vengador, blandió su poderosa hacha de guerra para dos manos a través del firmamento cubierto de humo y la descargó sobre la cabeza del normando, lo que le destrozó el cráneo y le rajó el torso en dos hasta la cintura.

Barnikel había aparecido.

Media hora más tarde enterraron el cadáver de Ralph.

Fue idea de Osric, y muy acertada. Después de arrastrarlo por el túnel envuelto en unos trapos, transportaron el cadáver hasta la cámara secreta donde habían guardado las armas, y lo instalaron allí. Luego, Osric cerró de nuevo la abertura en el muro, cerraron y aseguraron las rejas que cubrían el sumidero y se marcharon sin dejar la menor huella. A Osric le complacía pensar que los restos del normando permanecerían allí toda la eternidad.

Poco después subió al bote y se deslizó por el río hacia el lugar donde otras manos repartirían las armas.

Entretanto, Barnikel regresó a pie por las calles de la ciudad. Su casa en All Hallows ya estaba ardiendo. Pero no le importaba. Nada podía hacer para salvarla. El fuego se había propagado por toda la ciudad, desde los puestos callejeros de Candlewick Street hasta Cornhill. Pero el hecho más significativo que sucedió esa noche se hizo patente cuando, al cruzar Wallbrook Street, Barnikel oyó gritar: «¡El fuego se ha extendido hasta Saint Paul! ¡La catedral ha empezado a derrumbarse!». Lo que, en ese momento, hizo que sonriera. En la mano llevaba el talismán y la cadena que había arrancado del maltrecho cadáver de Ralph. Y entonces ya sabía dónde ponerlos.

Algo de aquella noche seguía siendo un misterio.

Mientras el danés y Osric arrastraban el cadáver de Ralph hacia la cámara de la Torre, el pequeño peón preguntó al anciano:

—A propósito, ¿cómo es que apareciste en el momento oportuno?

Barnikel sonrió.

—Recibí un mensaje. Acudí tan rápidamente como pude. Como no me encontré con Ralph de camino hacia la Torre, vine aquí. Y parece que llegué en el momento justo.

—Pero ¿quién te envió el mensaje? —insistió el hombrecillo.

—Oh, comprendo. Tuviste suerte —respondió el danés—. Se presentó un tipo. Enviado por Hilda.

Lo cual era un misterio.

1097

Una noche estival, diez años más tarde, mientras Hilda se hallaba sentada en la casa junto a Saint Paul, el misterio se resolvió.

Al echar la vista atrás y hacer un repaso de su vida, Hilda se daba por satisfecha. Desde luego, tenía que reconocer que a lo largo de la última década las cosas le habían ido bastante bien. Osric había muerto, aunque a veces ella veía a su hijito, que entonces vivía con Alfred y su familia. Barnikel también había desaparecido, pero eso la alegraba. Un mes después del gran incendio de 1087 el danés había sufrido un grave ataque apopléjico en Billingsgate Wharf y había abandonado estrepitosamente esta vida para entrar en el más allá. Al cabo de un año había estallado la esperada rebelión en Kent y en Londres, que había sido aplastada. «Gracias a Dios que Barnikel no estuvo presente y evitó hacer el ridículo», solía murmurar Hilda.

Y para entonces el viejo Silversleeves también había desaparecido. Dos meses antes, una lluviosa noche de abril, un comerciante había llegado a la sólida casa de piedra de Silversleeves con un mensaje escrito para el anciano. Una hora más tarde un sirviente se había acercado a su señor y lo había hallado sentado rígidamente en una silla, aparentemente leyendo el mensaje que estaba sobre la mesa delante de él. Pero estaba muerto.

El canónigo de Saint Paul había sido enterrado en Saint Lawrence Silversleeves con todas las exequias y honores. Tres días más tarde Hilda y Henri se habían mudado a la casa, y durante las semanas sucesivas hasta Hilda se había quedado asombrada al comprobar que el anciano les había legado una inmensa fortuna.

Por otra parte, en Inglaterra reinaba la paz, pues Guillermo el Rojo había consolidado su reinado. Recientemente había mandado construir una inmensa residencia real en Westminster, digna compañera de la Abadía del Confesor. Y había mandado que reforzaran la fortaleza situada junto a Ludgate. A menudo Hilda alzaba la vista desde el jardín de su casa y veía, en el lugar donde la iglesia sajona de Saint Paul había ardido esa fatídica noche, la silueta de una gran catedral normanda, una imponente estructura de piedra, que pronto dominaría todo el paisaje urbano, del mismo modo que la Torre dominaba el río.

Sin embargo, cada vez que Hilda observaba el lugar donde antiguamente se alzaba Saint Paul y recordaba el pavoroso incendio que se había producido, se ponía a meditar sobre ciertos misterios que la intrigaban.

El talismán de Ralph se había encontrado entre las carbonizadas ruinas de la catedral. Pero ¿qué hacía allí? ¿Y a quién pertenecían las manos misteriosas que habían aferrado a Hilda durante dos horas aquella noche antes de liberarla súbitamente cerca de Wallbrook, desde donde ella había contemplado la mitad de Londres en llamas? Hilda no había logrado descifrar esos dos enigmas, y suponía que jamás lo conseguiría.

En aquel entonces, que sus hijos estaban crecidos, Hilda y su marido se quedaban con frecuencia solos por las tardes. Hacía tiempo habían adoptado la costumbre de prescindir olímpicamente el uno del otro, con lo que podían tolerar la presencia del otro con relativa facilidad. Así pues, Hilda estaba bordando tranquilamente; Henri se hallaba sentado ante al tablero de ajedrez de su padre, disputando una partida consigo mismo.

Esa tarde, sin embargo, Hilda estaba enojada. El motivo, según creía, era la casa. Siempre se había sentido incómoda en esa austera mansión de piedra. Deseaba salir, o buscar un lugar más íntimo y agradable. De vez en cuando Hilda observaba a su marido, a quien culpaba de sus desgracias, con una expresión de disgusto.

Después de hacer unos veinte movimientos en el tablero de ajedrez, Henri, al percatarse de las furibundas miradas que le dirigía su esposa, se volvió con calma hacia ella y observó:

—Deberías tratar de ocultar tus pensamientos.

—Tú no sabes lo que pienso —replicó ella bruscamente y reanudó su labor. Luego, después de dar unos puntos de cruz, agregó—: No me conoces en absoluto.

Henri continuó jugando al ajedrez, su rostro iluminado por una media sonrisa.

—Te asombraría la de cosas que sé de ti —dijo.

—¿Por ejemplo? —preguntó ella.

Durante un momento Henri guardó silencio. Luego, con tono sereno y pausado, contestó:

—Por ejemplo, que eras la amante de Barnikel. Y que lo ayudaste a cometer un acto de traición.

Durante medio minuto se produjo un denso silencio en la sala, interrumpido únicamente por el leve sonido de una pieza de ajedrez al moverse sobre el tablero.

—¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas la noche del gran incendio? —respondió Henri sin levantar la vista del tablero—. Seguro que la recuerdas. La noche anterior al incendio la pasaste con Barnikel.

Hilda lo miró atónita.

—¿Cómo lo sabes?

—Mandé que te siguieran —respondió Henri suavemente—. Hice que te siguieran durante años.

—¿Por qué? —preguntó Hilda. De pronto sintió frío.

Henri se encogió de hombros.

—Porque eres mi esposa —le contestó como si eso lo justificara todo.

Hilda frunció el entrecejo tratando de recordar los pormenores de aquella terrible noche.

—La noche del incendio. Alguien me agarró…

—Naturalmente —dijo Henri sonriendo—. Supuse que irías corriendo a casa de Barnikel. Era demasiado arriesgado. Podrían haberte arrestado. —Henri se detuvo—. Además, todo salió a pedir de boca. No pudiste hacerlo mejor.

—No comprendo.

—No convenía que Ralph se casara.

—¿Ralph? Murió en Saint Paul.

—No lo creo. Creo que se encontró con tu amigo Barnikel en la Torre. —Henri sonrió—. Mi padre solía decir que cuando yo jugaba al ajedrez, mi estrategia dejaba bastante que desear, pero mis tácticas eran excelentes. Tenía razón. —Henri se detuvo antes de proseguir—: Fuiste tú, querida esposa, quien me ofreciste la oportunidad. Cuando comprendí que ibas a prevenir a Barnikel, se me ocurrió, después de que mis hombres te interceptaran el paso, transmitir tu mensaje a Barnikel. De modo que envié a uno de mis hombres a su casa. Éste dijo a Barnikel que lo enviabas tú y que debía matar a Ralph cuando llegara a la Torre. Dado que Ralph desapareció, estoy seguro de que lo hizo. —El maestro táctico emitió un breve suspiro—. O Ralph arrestaba a tu amante o tu amante mataba a Ralph. En cualquier caso, fue una jugada genial.

—Tú mataste a Ralph.

—No. Supongo que lo mató Barnikel.

—Eres el mismísimo diablo.

—Quizá. Pero ten en cuenta que si Ralph se hubiera casado y hubiera tenido herederos, la herencia de tus hijos habría quedado reducida a la mitad.

—Deberían arrestarte.

—No he cometido ningún delito. Cosa, querida mía, que tú no puedes decir.

Hilda se levantó. Estaba mareada. Tenía que salir de esa maldita habitación.

Al cabo de unos minutos echó a andar colina abajo hacia Ludgate, cruzó el Fleet y pasó por delante de Saint Bride, dejando que la suave brisa del río le acariciara el pelo. No se detuvo hasta que alcanzó el viejo malecón junto a Aldwych.

Cuando se sentó en el suelo y contempló el río, primero el meandro que formaba hacia Westminster y luego el amplio tramo que se extendía hasta la Torre, Hilda pensó en sus prósperos hijos y en el paso de los años, y comprobó, asombrada, que ni siquiera estaba furiosa.

Ése era, según comprendió en ese momento, el significado que tenía personalmente para ella la conquista normanda.

Hilda se habría sorprendido, unos minutos después de que se había marchado, al ver a su esposo.

Continuaba sentado ante el tablero de ajedrez, pero tras concluir la partida había sacado un pergamino y lo examinaba detenidamente. Era el mensaje que su padre había recibido poco antes de morir. Henri lo releyó sin inmutarse, pero en sus labios se dibujó una leve media sonrisa.

El mensaje decía que los Becket de la ciudad normanda de Caen habían decidido trasladarse a Londres.