4. El conquistador

1066

El 6 de enero, la festividad de la Epifanía, en el año 1066 de la era cristiana, los hombres más grandes del reino anglosajón de Inglaterra se reunieron en la pequeña isla de Thorney, junto al puerto de Londres, para participar en unos acontecimientos extraordinarios. Todos estaban presentes: Stigand, el arzobispo sajón de Canterbury; el Witan, o consejo del Rey, y los poderosos burgueses de Londres. Habían permanecido dos semanas en vela.

Pero nada, en esa fría mañana invernal, resultaba más extraordinario que el lugar donde se reunieron.

Durante varias generaciones, una modesta comunidad de monjes había vivido en la pequeña isla junto al antiguo vado. Su iglesia, dedicada a san Pedro, era lo suficientemente grande para ellos y una pequeña congregación de fieles. Pero en ese momento un nuevo edificio había ocupado su lugar junto al río. Nada semejante había habido en Inglaterra desde los tiempos romanos. Ubicada en un amplio recinto amurallado, esta nueva iglesia de piedra caliza blanca, de planta en forma de cruz, dejaba pequeña incluso a la vieja catedral de Saint Paul, situada en una colina en la ciudad cercana. Dado que el monasterio erigido en Thorney se hallaba al oeste de Londres, había dado en llamarse West Minster, y posteriormente este nuevo hito se convertiría en la abadía de Westminster.

Sólo doce días antes, la mañana de Navidad, el viejo rey Eduardo, quien había dedicado su vida al proyecto de la abadía, observó con orgullo mientras el arzobispo bendecía el nuevo edificio. Por su piadosa obra, el Rey llegaría a ser conocido como Eduardo el Confesor. Pero en ese momento la vela había terminado. Había concluido su tarea y era libre de buscar el descanso eterno. Esa mañana habían enterrado al rey Eduardo en su abadía y, al salir de la iglesia, los grandes hombres del reino sabían que los ojos del mundo cristiano estaban puestos en ellos.

Desde la corte papal de Roma hasta los fiordos de Escandinavia, había sido un secreto a voces que el rey inglés agonizaba. No tenía un hijo. En esos momentos, unos aventureros en Normandía, Dinamarca y Noruega habían comenzado a hacer sus preparativos, y todas las cortes del mundo septentrional se formulaban la misma pregunta: «¿Quién asumirá la Corona?».

La figura encapuchada los observó en silencio sin ser advertida.

Envueltos en unos gruesos mantos, los dos hombres se hallaban fuera, a la sombra de la gran abadía que se alzaba a sus espaldas. Se decía que nada podía romper su amistad, pero él no lo creía. La enemistad perdura. La amistad es menos segura. Sobre todo en esos tiempos.

La nieve había empezado a caer suavemente mientras, a cien metros de distancia, los miembros del consejo del Rey se dirigían por el recinto hacia el edificio largo y bajo que había constituido la residencia del difunto rey, y donde entonces elegirían al nuevo rey. Más allá, las aguas del río presentaban un aspecto agitado y turbio que indicaba que la marea estaba a punto de cambiar. A menos de tres kilómetros de distancia, al otro lado de las marismas del inmenso meandro del río, podían distinguirse a través de los copos de nieve las murallas de Londres y el alargado techo de madera de la catedral sajona de Saint Paul.

La figura situada a la izquierda era un individuo corpulento, de unos cuarenta años, con una espesa barba rubia que contrastaba con su rala cabellera. Al igual que su antepasado Cerdic, que había embarcado esclavos desde la antigua factoría que entonces se llamaba Aldwych, era ancho de pecho, tenía un rostro redondo típicamente germano, un aire de alegre y recio autocontrol y unos ojos azules y duros capaces de divisar una mercancía tarada a cien pasos. Tenía fama de ser un hombre cauto, cosa que para algunos representaba una virtud y para otros un defecto. Pero jamás faltaba a su palabra. Su única debilidad era el constante dolor de espalda que padecía debido a un accidente ecuestre, pero se jactaba de que sólo sus allegados conocían ese secreto. Era Leofric, un comerciante londinense.

Si Leofric era corpulento, su acompañante era un gigante. Hrothgar era mucho más alto que su amigo sajón. De su cabeza brotaba una espesa melena roja; su enorme barba roja medía sesenta centímetros de anchura y noventa de longitud. Este descomunal descendiente de los vikingos era capaz de alzar a un hombre con cada mano. Sus periódicos arrebatos de ira, durante los cuales su rostro adquiría un color rojo tan intenso como su pelo, eran legendarios. Cuando descargaba un puñetazo sobre una mesa, los hombres palidecían; cuando soltaba uno de sus acostumbrados bramidos, todas las puertas de la calle se cerraban precipitadamente. El hecho de que pese a todo este acaudalado y poderoso noble gozara del afecto de sus vecinos no resultaba extraño teniendo en cuenta su linaje. Dos siglos antes, su tatarabuelo había adquirido fama de ser un temible guerrero vikingo a quien disgustaba asesinar a niños. La orden que impartía invariablemente a sus hombres antes de un ataque: «Bairn ni Kel»! —«¡No matéis a los niños!»— era tan conocida que se había convertido en un apodo. Cinco generaciones más tarde sus descendientes seguían siendo conocidos como la familia de los Bar-ni-kel. Puesto que vivía en la colina oriental de Londres y comerciaba en el muelle situado a los pies de la misma llamado Billingsgate, todos le llamaban Barnikel de Billingsgate.

El manto verde del sajón estaba ribeteado con piel de ardilla, pero el manto azul de Barnikel estaba ribeteado con costoso armiño procedente del estado vikingo de Rusia, un indicio de que era realmente rico. Y si el sajón debía al rico danés cierta cantidad de dinero, ¿qué importancia tenía eso entre amigos? La hija mayor de Leofric iba a casarse el año siguiente con el hijo del danés.

Pocas cosas proporcionaban a Barnikel mayor placer. Cada vez que veía a la muchacha, sus grandes y pronunciadas facciones se suavizaban y esbozaba una sonrisa. «Tienes suerte de que la elegí para ti», solía decir a su hijo con satisfacción. La joven, tímida, con una agradable sonrisa y unos ojos de mirada dulce y pensativa, sólo tenía catorce años, pero había aprendido la tarea de llevar una casa, sabía leer y su padre confesaba que conocía los pormenores de su negocio casi tan bien como él. El gigantesco danés ya la consideraba una hija y esperaba con impaciencia el momento en que la joven se sentaría a la mesa familiar: «Donde pueda vigilarte y asegurarme de que mi hijo te trata como es debido», solía decirle con tono jovial.

«En cuanto a la deuda que Leofric tiene pendiente conmigo —había confiado el danés a su esposa—, no se lo digas, pero si se celebra el matrimonio voy a cancelarla».

Mientras el consejo del Rey se hallaba reunido los dos hombres seguían aguardando, golpeando el suelo con los pies para entrar en calor.

La figura encapuchada los observó atentamente. Ambos hombres tenían mucho que temer aquel día, pero a él le pareció que el sajón corría más peligro, lo cual facilitaba sus planes. El danés no le interesaba, pero el sajón era harina de otro costal. El día antes había enviado a Leofric un mensaje, pero el sajón aún no había respondido. Sin embargo, dentro de poco no tendría más remedio que hacerlo.

—Y entonces será mío —murmuró la misteriosa figura.

Un sajón y un danés. Sin embargo, si alguien hubiera pedido a Leofric o a Barnikel que nombraran su tierra natal, ambos habrían respondido sin vacilar que eran ingleses. Para comprender esto, así como la naturaleza de la elección que tenía ante sí el consejo del Rey esa memorable mañana de enero de 1066, es preciso examinar algunos importantes acontecimientos que se habían registrado en el mundo septentrional.

En los cuatro siglos transcurridos desde la misión de san Agustín a Britania, aunque las regiones celtas de Escocia y Gales permanecieron separadas, los numerosos reinos anglosajones comenzaron a consolidarse lentamente en una entidad llamada Inglaterra. Pero entonces, dos siglos antes, durante el reinado del buen rey Alfredo, Inglaterra casi había sido destruida.

Las incursiones de los feroces vikingos en el mundo septentrional duraron varios siglos. Esos escandinavos —suecos, noruegos y daneses— han sido llamados mercaderes, exploradores y piratas. Eran todas esas cosas. Partiendo de sus fiordos y puertos, surcaron los océanos en barcos con el fin de formar unas colonias en Rusia, Irlanda, Normandía, el Mediterráneo e incluso América. Desde el Ártico hasta Italia, comerciaban con pieles, oro y todo cuanto tuvieran a mano. Con sus fieros ojos azules, sus largas barbas, sus pesadas espadas y sus poderosas hachas, esos aventureros bebían grandes cantidades de licor, se juraban lealtad unos a otros y ostentaban nombres tan tremendos como Ragnar Cabello Largo, asesino de Tostig el Orgulloso, como si fueran los héroes de las antiguas leyendas nórdicas.

Los vikingos que invadieron Inglaterra en el siglo IX eran en su mayoría daneses. Entraron en el centro comercial amurallado de Londres y le prendieron fuego. Si no hubiera sido por las heroicas batallas del rey Alfredo, se habrían apoderado de toda la isla; incluso después de las victorias de Alfredo, seguían controlando buena parte del territorio inglés al norte del Támesis.

La zona donde se establecieron llegó a ser conocida como el Danelaw. Allí, la población inglesa tenía que vivir de acuerdo con los usos y costumbres de los daneses. Sin embargo, acabaron por adaptarse. Los daneses eran nórdicos y su lengua parecida al anglosajón. Incluso se hicieron cristianos. Y mientras en el sur sajón los campesinos pobres acabaron por convertirse en siervos, los saqueadores daneses llevaban una vida más abierta y los campesinos eran independientes y no pertenecían a amo alguno. Después de que los descendientes de Alfredo hubieran logrado recuperar el control del Danelaw y volver a ver unida Inglaterra, los hombres del sur solían decir encogiéndose de hombros: «No se puede discutir con los del norte. Allí son independientes».

No obstante, la situación rara vez era pacífica en el tumultuoso mundo del norte, y poco antes del año 1000, los daneses habían invadido de nuevo la próspera isla.

Esa vez tuvieron más suerte. El cabecilla inglés no era Alfredo, sino su inepto descendiente Ethelred, quien, como no acostumbraba hacer caso de los buenos consejos —en anglosajón raed— era conocido como Ethelred Unraed, el Indeciso. Año tras año, ese estúpido rey les pagaba por su protección —Danegeld— hasta que los ingleses, hartos de él, aceptaron al rey danés como su monarca en lugar de él. Tal como observó el abuelo de Leofric: «Si he de pagar Danegeld, me gustaría que hubiera un poco de orden en el país».

El buen hombre no se sintió defraudado. El reinado del rey Canuto, que al poco tiempo accedió a los tronos de Dinamarca e Inglaterra, fue largo y ejemplar. Su fuerza era temida; su sentido común era legendario. La familia danesa Barnikel fue bien recibida en su corte, pero también lo fue el abuelo de Leofric y muchos sajones como él. Canuto, que gobernaba Inglaterra de manera imparcial como un rey inglés, llevó unidad, paz y prosperidad al país, y si su hijo no hubiera fallecido al poco de sucederle en el trono, lo que forzó al consejo del rey inglés a elegir al piadoso Eduardo del antiguo linaje sajón, Inglaterra quizás habría seguido siendo un reino anglodanés.

En ningún otro lugar tuvo más éxito este matrimonio de las culturas sajona y danesa que en el próspero puerto entonces conocido como Londres. Situado en la antigua región fronteriza entre la Inglaterra sajona y la danesa, era natural que ambas culturas se unieran allí. Aunque la asamblea de todos los ciudadanos, convocada tres veces al año por la gran campana de la vieja cruz que se alzaba junto a la catedral de Saint Paul, seguía siendo la Folkmoot sajona, la corte donde los padres de la ciudad regulaban el comercio urbano tenía un nombre danés: Hustings. Aunque algunas de las pequeñas iglesias de madera estaban dedicadas a santos sajones como Ethelburga, otros ostentaban nombres escandinavos como Magnus y Olaf. Y junto al sendero que conducía a Westminster había una parroquia rural de antiguos colonos vikingos llamada Saint Clement Danes.

Por esta razón, en esa fría mañana de invierno, tanto Barnikel el danés como Leofric el sajón estaban unidos por un deseo común: deseaban tener un rey inglés.

Cabría suponer, teniendo en cuenta su piadoso nombre, que Eduardo el Confesor había sido venerado. Pero no fue así. No sólo era mezquino, sino extranjero. Aunque nacido sajón, se había educado en un monasterio francés y se había casado con una francesa, y aunque acostumbrados a las comunidades de comerciantes franceses y alemanes que hacía tiempo se habían establecido en Londres, los burgueses y nobles no sentían simpatía por los franceses que habían invadido la corte del Rey. Su abadía lo expresaba claramente. Los edificios sajones solían ser unas modestas estructuras de madera repletas de intrincadas tallas; incluso las pocas iglesias de piedra daban a veces la impresión de ser de madera, pero los masivos pilares y arcos redondeados de la abadía pertenecían al severo estilo románico de la Europa continental: nada tenían que ver con el estilo inglés.

Pero tener que aceptar a Guillermo de Normandía era el colmo.

El consejo del Rey tenía tres opciones. Sólo uno de los candidatos, un sobrino del rey Eduardo, era legítimo, pero este joven había sido criado por una madre extranjera y carecía de partidarios en Inglaterra.

—Ése no sirve —declaró Leofric.

Luego estaba Harold. No era de sangre real, pero era un gran noble inglés, un excelente comandante y gozaba de gran popularidad.

Y por último estaba el normando.

Habían transcurrido varias generaciones desde que los aventureros vikingos habían colonizado esa región costera septentrional de Francia. Como se habían casado con miembros de la población local, en ese momento eran de habla francesa, pero su espíritu aventurero vikingo persistía. El último duque de Normandía, que no tenía un heredero legítimo, había dejado a un bastardo como sucesor.

Cruel, ambicioso, probablemente influido por el hecho de ser ilegítimo, Guillermo de Normandía constituía un temible adversario. Al casarse con una mujer emparentada con la esposa de Eduardo el Confesor, vio la oportunidad de suceder al monarca que había muerto sin hijos y convertirse en rey. Desde el otro lado del Canal de la Mancha, afirmaba que Eduardo le había prometido el trono.

—Y conociendo como conocemos al Rey, seguramente lo hizo —observó Barnikel con desánimo.

Los dos hombres guardaron silencio. Los miembros del consejo del Rey empezaban a salir.

«Escucha nuestras humildes plegarias y bendice a tu siervo a quien, con humilde devoción, hemos elegido como rey de los anglos y los sajones». Así decía la oración que pronunciaron mientras sostenían la corona sobre la cabeza del nuevo rey. Luego llegó el juramento de la coronación, en el cual el Rey prometió paz, orden y misericordia. A continuación el obispo, invocando a Abraham, a Moisés, a Josué, al rey David y a Salomón el Sabio, solicitó una vez más la bendición de Dios y ungió al Rey con óleo.

Después éste fue investido con la corona del buen rey Alfredo y se le entregó el cetro que representaba el poder y la vara que representaba la justicia.

Así, pocas horas después de haberse celebrado el funeral del rey Eduardo, en la abadía de Westminster tuvo lugar por primera vez la tradicional coronación inglesa. Mientras Leofric y Barnikel contemplaban al corpulento individuo sentado en el trono, que lucía una barba castaña y cuyos ojos azules miraban con franqueza a la multitud, sintieron renovadas esperanzas. El rey Harold, un sajón, sería un excelente monarca.

Una vez concluido el oficio, al salir de la abadía, Barnikel de Billingsgate cometió un grave error.

El hombre encapuchado que los había estado vigilando se hallaba situado muy cerca de la puerta. Se había descubierto la cabeza y su capucha reposaba sobre sus hombros.

Era un personaje extraño. De pie, junto a uno de los inmensos pilares de la iglesia, se lo podía confundir con una estatua, una oscura excrecencia de la piedra. Llevaba un manto negro, envuelto alrededor de su cuerpo como las alas de un pájaro. Su cabeza descubierta mostraba un rostro bien rasurado y el pelo cortado en un círculo por encima de las orejas, según el estilo normando de la época. Pero otro rasgo era el que verdaderamente llamaba la atención: de su pálido rostro ovalado brotaba una nariz de notables dimensiones. Más que ancha era larga; más que afilada tenía la punta redondeada; no era roja sino reluciente. Una nariz tan llamativa, tan seria, que cuando el individuo agachaba la cabeza parecía ocultarse entre los pliegues de su capa como el pico de un siniestro cuervo.

Cuando la congregación empezó a salir, el extraño individuo siguió donde estaba, y los dos amigos lo vieron. Los saludó inclinando la cabeza.

Leofric le devolvió el saludo.

«El sajón es prudente —pensó—. Mejor que mejor». Pero el danés, con el rostro encendido debido a la sensación de alivio y felicidad que lo embargaba, se volvió hacia él y le increpó:

—Tenemos un rey inglés, gracias a Dios. De modo que no metas tu narizota francesa en nuestros asuntos.

Se alejó airadamente, mientras Leofric miraba turbado alrededor.

El extraño individuo no respondió. No le gustaba que la gente hiciera alusiones a su nariz.

Leofric contempló a la joven. Luego hizo una mueca. Después del frío que había pasado ese día en la calle, la espalda le dolía de una manera atroz. Pero no era el dolor lo que le hizo fruncir el entrecejo.

Qué aspecto tan inocente tenía la joven. Leofric siempre se había considerado un hombre decente. Un hombre de palabra. Un buen padre. ¿Cómo había sido capaz de traicionarla?

Estaba sentado en un sólido banco de roble. Delante de él, sobre una mesa de caballete, ardía una lámpara cuya grasa no cesaba de echar humo. La sala era espaciosa. Las paredes de madera estaban toscamente encaladas; en una de ellas colgaba un bordado que representaba una cacería de ciervos. Había tres pequeñas ventanas cubiertas con pergamino impregnado de aceite. El suelo de madera estaba alfombrado con esteras de junco. En el centro había un enorme brasero repleto de carbones encendidos, el humo ascendía hacia el techo de paja. Debajo había un sótano donde el comerciante almacenaba sus productos; fuera, un patio rodeado por unos cobertizos y un pequeño huerto. En definitiva, una versión mejorada de la casa solariega de su antepasado Cerdic en Aldwych.

Leofric pensó de nuevo en el mensaje que había recibido el día anterior. No estaba seguro de qué significaba, pero creyó adivinarlo. ¿Y si estuviera él en lo cierto? Quizás existía una escapatoria. Pero él no la veía. No tenía más remedio que llevar a cabo esa atrocidad.

—Hilda.

La joven acudió dócilmente.

Había dejado de nevar. Sólo quedaban unas pocas nubes en el cielo, debajo de las cuales la ciudad de Londres permanecía tranquila.

Aunque Winchester, en el oeste, seguía siendo la sede real sajona más antigua, el Londres de Leofric el comerciante era un lugar muy concurrido. Más de un millar de personas —comerciantes, artesanos y clérigos— habitaban allí. Semejante a un inmenso y abandonado jardín amurallado, poco a poco la antigua ciudad fue restaurada. El rey Alfredo restituyó las murallas romanas. Un par de aldeas sajonas, cada una con su propio mercado, que los sajones llamaban cheaps, y un tosco laberinto de calles se extendía por las dos colinas. Se construyeron muelles, y un nuevo puente de madera. Se acuñaron monedas. Pero con sus casas de madera con techo de paja, sus corrales, sus residencias, sus iglesias de madera y sus calles enfangadas, el Londres sajón seguía presentando el aspecto de una gran población con mercado.

Sin embargo, aún quedaban varios recordatorios de su pasado romano. Todavía podía verse el trazado de la calzada inferior que atravesaba la ciudad. Entraba por la puerta occidental, en ese momento llamada Ludgate, atravesaba la colina occidental más abajo de la iglesia de Saint Paul y terminaba en la ladera junto al río de la colina oriental, en el mercado sajón de East Cheap. La silueta de la calzada romana superior era más vaga. Pasaba por la muralla occidental en Newgate y se extendía por encima de la catedral de Saint Paul, por debajo de la amplia explanada de West Cheap, pero luego cruzaba la colina oriental y desaparecía ignominiosamente en unos establos para vacas donde un camino sajón conducía en ese momento hasta la cima de la colina oriental, conocida, debido al maíz que se cultivaba en sus laderas, como Cornhill (colina de maíz).

Del gigantesco foro no quedaba ni rastro. Del anfiteatro, sólo una silueta de escasa altura dentro de la cual se habían erigido unos edificios sajones y crecían unos fresnos. De vez en cuando se tropezaba con los restos de un arco o un pedazo de mármol que se encontraba al abrigo de una empalizada, o sobre el techo de paja de un concurrido taller.

El único edificio destacable de la ciudad era la alargada estructura, semejante a un establo, de la catedral de Saint Paul, con su elevado techo de madera. El lugar más pintoresco, la larga explanada de West Cheap, se extendía frente a la catedral, y estaba siempre atestado de puestos.

En el centro de West Cheap, en el lado sur, junto a una pequeña iglesia sajona dedicada a santa María, había un sendero que descendía hasta un antiguo pozo junto al cual se levantaba una hermosa casa señorial, que, por algún misterioso motivo, estaba adornada con un pesado cartel que colgaba de la fachada y en el cual aparecía representado un toro. Y puesto que era su casa, la gente solía referirse al próspero comerciante sajón que la ocupaba como Leofric, el que vive en el Toro.

La joven se hallaba de pie delante de él, mirándolo tímidamente: llevaba un sencillo vestido de lana. Qué buena chica era Hilda. El comerciante sonrió. ¿Qué edad tenía? ¿Trece años? Bajo el vestido se insinuaban sus incipientes pechos. Sus calzas, sujetas con unas tiras de cuero, revelaban unas pantorrillas bien formadas. Sus tobillos eran algo gruesos, consideró Leofric, pero era un detalle sin importancia. Tenía la frente amplia y lisa, y aunque su pelo rubio era un poco ralo, sus ojos azul pálido poseían una serena inocencia que resultaba encantadora. ¿Ardía un fuego en su mirada? Leofric no estaba seguro. Quizá no tuviera importancia.

El problema para ambos se encontraba en la mesa delante de Leofric. Era una vara corta, de veinte centímetros de longitud, cubierta de muescas de distinta anchura y profundidad. Se trataba de una tarja. Las muescas indicaban sus deudas y mostraban que Leofric estaba a punto de arruinarse.

¿Cómo había caído en esa delicada situación? Al igual que otros comerciantes londinenses, Leofric tenía dos negocios. Importaba vinos y otros productos franceses por medio de un comerciante de la ciudad normanda de Caen, y vendía lana inglesa destinada a la exportación a los grandes pañeros de Flandes en los Países Bajos. El problema era que últimamente sus operaciones habían llegado a ser demasiado grandes. Unas pequeñas fluctuaciones en el precio del vino o la lana habían afectado seriamente su patrimonio. Para colmo, un cargamento de lana se había perdido en el mar. El préstamo que le había hecho Barnikel le había ayudado a resolver ese problema. «Pero aun así —había confesado Leofric a su esposa—, debo a Becket en Caen la última partida de vino, y tardará algún tiempo en cobrar el dinero que le debo».

La familia siempre había conservado la antigua propiedad de Bocton en Kent. Muchos prósperos comerciantes de Londres tenían propiedades en el campo; el mismo Barnikel poseía una inmensa finca rural en Essex. En ese momento, sólo los beneficios que percibía de sus tierras permitían a Leofric mantener su negocio.

Y ahí radicaba el peligro.

«Si atacan Inglaterra —razonó—, y Harold es derrotado, muchas propiedades, incluyendo la mía, serán probablemente confiscadas por el vencedor». En cualquier caso, la cosecha podía echarse a perder. Dada la precaria situación de sus finanzas, eso podría significar la ruina.

Leofric meditó la cuestión. Miró hacia el rincón donde estaban sentados su esposa y su hijo en la sombra. Ojalá el pequeño Edward tuviera veinte años en lugar de diez, pudiera casarse con una muchacha rica y desenvolverse por sus propios medios. Ojalá no se viera obligado a entregar una dote a su hija. Ojalá tuviera menos deudas. Qué parecido a él era ya su hijo. ¿Qué podía hacer para proteger su patrimonio a fin de que un día éste pudiera heredarlo?

Y entonces había recibido ese mensaje, extraño e inquietante. ¿Cuánto sabía ese narigudo normando sobre sus negocios? ¿Y por qué quería ayudarlo? En cuanto a su oferta…

Leofric no estaba acostumbrado a enfrentarse a un dilema moral. Para los sajones, como para sus antepasados, una cosa estaba bien o mal y punto. Pero esto no era tan sencillo. El comerciante miró a Hilda y suspiró. A la edad de la muchacha, su vida debía de ser simple, incluso plácida. ¿Podía pensar siquiera en sacrificarla para conservar el patrimonio que correspondía a su hijo? Muchos hombres lo harían, desde luego. En el mundo anglosajón, al igual que en toda Europa, las hijas constituían monedas de cambio en todos los estratos sociales.

—Quizá necesite tu ayuda —dijo Leofric.

Durante un rato le habló en voz baja mientras ella lo escuchaba en silencio. ¿Qué pretendía? ¿Quería acaso que ella protestara? Lo único que Leofric comprendió claramente fue que cuando hubo terminado, escuchó la suave respuesta de la joven con profunda tristeza.

—Si estás en un apuro, haré lo que desees, padre.

Desazonado, Leofric dio las gracias a su hija y le indicó que podía retirarse.

No, decidió, no podía hacerlo. Debía de existir otra solución. Pero ¿por qué una maldita vocecilla en su interior le advertía: «Nunca se sabe lo que puede ocurrir»?

En ese momento sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz de un vecino que lo llamaba desde la calle.

—Leofric. ¡Ven a ver esto!

Observó fijamente las piezas de ajedrez, como si fueran capaces de moverse por sí solas. A la luz de las velas, su imponente nariz arrojaba una larga sombra sobre el tablero delante de él.

Durante unos instantes repasó mentalmente los acontecimientos de esa tarde. Había calculado todos sus movimientos y considerado cualquier imprevisto. Sólo debía esperar un poco más. Dado que llevaba esperando veinticinco años, podía permitirse el lujo de tener paciencia.

—Mueves tú —dijo, y el joven sentado delante de él extendió la mano.

Ambos hijos se parecían a su padre. Ambos eran taciturnos; ambos tenían la desgracia de haber heredado la nariz de la familia. Pero Henri poseía el cerebro de su padre, cosa que Ralph, algo más alto y fornido que su hermano, no tenía. Ralph había salido; probablemente a tomar unas copas. Henri movió una pieza.

Nadie sabía exactamente cuándo había llegado el juego del ajedrez a Inglaterra. El rey Canuto era aficionado a ese juego. Originario de Oriente, en Occidente había experimentado ciertas alteraciones. El ministro del rey oriental se había convertido en una reina, mientras que el par de magníficos elefantes que portaban castillos —unas figuras que a los europeos les resultaban extrañas— se habían transformado, debido a que la forma del castillo recordaba vagamente una mitra, en un par de obispos.

La mansión donde se desarrollaba la partida de ajedrez contrastaba con la mayoría de los edificios del Londres sajón, pues era de piedra. Se hallaba situada justo debajo de la catedral de Saint Paul, en la cima de una empinada cuesta que descendía hacia el Támesis. Era el barrio más elegante de la ciudad, donde residían varios clérigos y nobles importantes, una señal inequívoca de que su dueño era un destacado personaje.

Había transcurrido un siglo desde que el extraño individuo había llegado a Londres desde la ciudad normanda de Caen, donde todos los miembros de su familia eran comerciantes importantes. Ello no era infrecuente. En la desembocadura del arroyo que descendía entre las dos colinas de la ciudad había dos muelles. En el lado este estaba el malecón de los comerciantes germanos y en el lado oeste el de los comerciantes de habla francesa procedentes de poblaciones normandas como Ruán y Caen. Dedicados principalmente al lucrativo negocio del vino, esos extranjeros gozaban de numerosos privilegios mercantiles y algunos se habían establecido permanentemente y se habían convertido en burgueses de Londres.

¿Se habría establecido allí el extraño personaje si no hubiera perdido a la chica en Caen? Probablemente no. Estaba seguro de que era suya; la amaba desde que era una niña. ¿Qué amaba en ella? ¿Su naricilla respingona, tan distinta de su protuberante apéndice nasal? Con el transcurso de los años, eso era lo único que lograba recordar de ella con nitidez, pero en su fuero interno, el recuerdo del dolor persistía como una estrella polar para guiarlo en su periplo por la vida.

Para colmo, se la había arrebatado Becket. No sabía exactamente cuándo había comenzado su familia a odiar a esos comerciantes rivales, pero el caso es que ese odio ya existía en la época de su abuelo. No era únicamente por motivos de negocios, sino por el carácter de esa gente. Ni tampoco se debía a que fueran vivarachos, alegres, inteligentes y encantadores, lo cual hubiera bastado para hacerse detestar. Todos poseían una agresividad, un egocentrismo que irritaba a muchos, y que la familia del normando había llegado a aborrecer.

Ella era suya. Hasta que un buen día, al doblar una esquina, había oído a Becket charlando con ella. Ambos se reían a carcajadas.

«Pero ¿cómo vas a besarlo, querida? Su nariz constituye una barrera infranqueable. Una impenetrable fortaleza. Es magnífica, desde luego. Uno la admira como admira una montaña. ¿No sabes que desde los tiempos del diluvio universal ningún miembro de esa familia ha sido besado?».

El normando había dado media vuelta y regresado a casa. Tenía quince años. Al día siguiente, la chica se había mostrado fría con él. Un año más tarde se había casado con el joven Becket. A partir de entonces, su ciudad natal se había vuelto odiosa para él.

Los años de Eduardo el Confesor habían sido beneficiosos para él. En Londres se había casado y había prosperado, había entablado amistades influyentes en la cosmopolita corte de Eduardo y se había convertido en un valioso benefactor de la catedral de Saint Paul, un hombre de importancia.

De paso, había adquirido un nuevo nombre.

Ocurrió una mañana, poco después de su matrimonio. Mientras deambulaba entre los puestos del mercado en West Cheap, pasó delante de una mesa larga donde trabajaban unos plateros. Fascinado, el normando se inclinó sobre la mesa para contemplar su trabajo. Al cabo de un rato, cuando se disponía a irse, oyó una voz que decía: «Fijaos, ése debe de ser muy rico. Tiene las mangas de plata».

Silver sleeves (mangas de plata). El normando lo pensó detenidamente. Silversleeves. Sonaba bien, y puesto que no aludía a su nariz y sugería que era rico, decidió adoptar ese nombre. Silversleeves: el apellido de un hombre rico. «Y pronto seré digno de él», había prometido a su esposa.

Entonces, mientras Silversleeves contemplaba el tablero, se permitió una leve sonrisa. Le entusiasmaba el ajedrez, con su juego de poder y sus armonías secretas. Durante los años que llevaba ejerciendo su profesión de comerciante había aprendido a buscar unos esquemas similares en los negocios. Y los había encontrado. Unas veces sutiles, otras crueles, para Silversleeves los negocios de los hombres se asemejaban a una complicada partida de ajedrez.

A Silversleeves le gustaba jugar al ajedrez con Henri. Aunque éste carecía de la profunda estrategia de su padre, era un brillante táctico capaz de improvisar una solución genial. Silversleeves había tratado de enseñar también a su hijo menor a jugar al ajedrez, pero Ralph era incapaz de seguir el juego y cogía unos berrinches imponentes mientras su hermano Henri observaba la escena con un leve aire de desdén.

Si se sentía decepcionado con su hijo Ralph, Silversleeves jamás lo demostró. Es más, como muchos padres inteligentes sentía un afecto protector hacia su estúpido hijo, hacía cuanto podía para que los hermanos fueran amigos y aseguraba a su esposa: «Compartirán mi fortuna a partes iguales».

No obstante, era Henri quien un día dirigiría el negocio familiar. El joven conocía ya perfectamente todo lo relativo a la elaboración, transporte y almacenaje del vino. Asimismo, conocía a los clientes de su padre. Y en momentos apacibles como ése, Silversleeves compartía con su hijo otras reflexiones más profundas a fin de que éste perfeccionara sus conocimientos. Esa tarde, con la cabeza llena de los cálculos de los últimos días, Silversleeves decidió abordar un tema de suma importancia.

—Tengo un caso interesante que deseo exponerte —dijo—. Un hombre con deudas. —Silversleeves miró a su hijo fijamente—. ¿Quién es por lo general más fuerte, Henri, un hombre con dinero o un hombre con deudas?

—Un hombre con dinero.

—Supón que un hombre te debe dinero y no puede pagarte.

—Se arruinaría —contestó Henri fríamente.

—Pero entonces perderías el dinero que le habías prestado.

—A menos que me apoderara de todos sus bienes para cobrarme la deuda. Pero si éstos no tuvieran valor, entonces el que perdería sería yo.

—¿De modo que mientras te debiera dinero tú le temerías? —inquirió Silversleeves. Al ver que Henri asentía con la cabeza prosiguió—: Consideremos otro aspecto de la cuestión. Supongamos que ese hombre puede pagarte lo que te debe, pero se niega a hacerlo. Entonces le temerías porque tiene tu dinero, pero dado que puede pagarte, él no te temería.

—En efecto.

—Muy bien. Supongamos entonces, Henri, que necesitas el dinero urgentemente. Él ofrece darte una cantidad inferior a la que te debe. ¿La aceptarías?

—Quizá me viera obligado a hacerlo.

—Desde luego. Y ahora, ¿estás de acuerdo en que ese hombre ha ganado dinero contigo? Por consiguiente, debido a la deuda que tenía, él era más fuerte.

—Depende de si quisiera volver a hacer negocios conmigo —replicó Henri.

Silversleeves negó con la cabeza negativamente.

—No, depende de muchas cosas —contestó—. Del momento, de si uno necesita al otro, de otras oportunidades, de quién de los dos tiene amigos más poderosos. —Silversleeves hizo una pausa—. Ten siempre presente esto, Henri. Los hombres hacen negocios para obtener beneficios. Los anima la codicia. Pero las deudas engendran temor, y el temor es más fuerte que la codicia. El verdadero poder, el arma que derrota a todas las demás, son las deudas. Sólo los idiotas buscan oro. El hombre inteligente estudia sus deudas. Ésa es la clave de todos los negocios. —Sonrió y extendió la mano—. Jaque mate.

Pero en esos momentos Silversleeves pensaba en una partida más importante, una partida en que las deudas constituían un arma y que él llevaba disputando en secreto durante los últimos veinticinco años contra Becket, el comerciante de Caen. En esa partida, Silversleeves estaba a punto de mover una pieza que aplastaría a su contrincante. Sólo debía esperar un poco. Luego estaba el danés, ese gigantesco cretino pelirrojo que le había insultado ese día. Barnikel era un elemento periférico a la partida, un mero peón, pero podía participar en ella. Barnikel encajaría a las mil maravillas en su plan, pues éste poseía una simetría oculta perfecta.

Aún sonreía cuando Henri se levantó, se acercó a la ventana y exclamó excitado:

—¡Mira, padre! Hay algo en el cielo.

Hacía una hora que las nubes se habían disipado para revelar una fría noche invernal cuajada de estrellas, en medio de las cuales aparecía en ese momento un objeto extraordinario.

Se hallaba suspendido del cielo, con la cola extendida tras él formando un largo abanico. En toda Europa, desde Irlanda hasta Rusia, desde las islas de Escocia hasta las rocosas costas de Grecia, los hombres alzaban la vista para contemplar la inmensa y barbuda estrella con horror, preguntándose qué sería.

La aparición del cometa Halley en enero de 1066 consta en los anales de la historia. Todos coincidieron en que debía de tratarse de un portento de mal augurio, de un desastre que estaba a punto de abatirse sobre la humanidad. En la isla de Inglaterra, amenazada por tantos flancos, tenían fundadas razones para sentir miedo.

El chico con el mechón blanco entre su pelo castaño contempló fascinado el enorme cometa. Se llamaba Alfred, por el gran rey. Tenía catorce años y acababa de tomar una decisión que había enfurecido a su padre y entristecido a su madre. De pronto notó que ésta le daba un golpecito en el brazo.

—No debes ir, Alfred —dijo la mujer—. Esa estrella es una señal. Quédate aquí.

El chico lanzó una carcajada; sus ojos azules emitían una luz especial.

—¿De veras crees que Dios Todopoderoso ha enviado esa estrella para prevenirme, madre? ¿Crees que desea que todo el mundo alce la vista y diga: «Ésa es una señal que Dios envía al joven Alfred para advertirle que no debe ir a Londres»?

—Nunca se sabe.

Alfred besó a su madre. Era una mujer afectuosa y sencilla y él la quería. Pero estaba decidido.

—Vosotros estaréis perfectamente. Mi padre ya tiene un hijo que lo ayuda en la herrería. Nada tengo que hacer aquí.

La intensa luz del cometa Halley iluminó una grata escena. Allí, en una llanura situada a treinta kilómetros de Londres, el Támesis serpenteaba por exuberantes praderas y campos que emitían un resplandor glacial bajo las estrellas. Unos cinco kilómetros río arriba estaba la aldea de Windsor, una propiedad real; cerca de allí se alzaba una colina junto al río como una torre vigía, el único elemento prominente en aquel plácido paisaje. Esos deliciosos entornos constituían el hogar de la familia desde los tiempos en que reinaba el buen rey Alfredo, cuando se habían refugiado en el bosque al norte de Londres para escapar de los vikingos que merodeaban por aquel lugar. Fue una decisión de la que jamás se habían lamentado, pues la tierra era fértil y la vida cómoda y agradable.

Había otro factor que hacía que su vida fuera placentera. Tal como el padre del muchacho no dejaba de recordarle: «Si queremos justicia, podemos presentarnos ante el mismo rey. Nunca olvides, Alfred, que somos libres».

Eso era crucial. Pero en ese momento, la organización de la campiña anglosajona se asemejaba en líneas generales al resto del noroeste europeo. La tierra estaba dividida en condados, cada uno con un juez del condado —el sheriff—, que se encargaba de recaudar los impuestos del Rey y hacer que se observaran las leyes. Cada condado estaba dividido en hundreds, cada hundred contenía numerosas propiedades. Éstas se hallaban en manos de barones feudales o terratenientes de menor abolengo quienes, al igual que los señores de las casas solariegas continentales, gobernaban sobre sus campesinos.

Pero en lo referente al campesinado, la Inglaterra anglosajona era un caso especial. Si bien, en general, los campesinos europeos eran siervos o libres, en Inglaterra la situación era mucho más compleja. Existía una asombrosa multitud de categorías legales. Algunos campesinos eran esclavos, simples objetos. Otros eran siervos, ligados a la tierra y sometidos a un amo. Otros eran libres, y sólo pagaban renta. Algunos eran semilibres pero pagaban renta, o bien eran libres pero debían prestar determinados servicios, y existían muchas otras categorías intermedias. Por otra parte, las posición de un hombre no era inmutable. Un siervo podía convertirse en liberto, un hombre libre, demasiado pobre para pagar su renta y sus impuestos, podía descender a la servidumbre. Ese esquema caleidoscópico, según demuestran los archivos de los tribunales, resultaba con frecuencia desconcertante.

Con respecto a su propia posición social, sin embargo, la familia del joven Alfred no tenía la menor duda. Excepto el breve y olvidado intervalo en que su antepasado Offa había sido un esclavo de Cerdic el comerciante, siempre habían sido libres. En verdad, sólo eran unos modestos terratenientes; su propiedad constituía una pequeña parcela de tierra conocida como un farthing. «Pero pagamos nuestra renta en monedas de plata —podía reivindicar el padre de Alfred—. No trabajamos para los señores feudales como los siervos».

Al igual que todos los hombres libres del país, el joven Alfred ostentaba con orgullo en su cinturón el símbolo de su preciada posición: un flamante puñal.

Desde los tiempos de su abuelo, la familia había sido los herreros de la aldea. Cuando Alfred tenía siete años ya sabía herrar un caballo. A los doce era capaz de manipular los martillos casi con tanta destreza como su hermano mayor.

«No tenéis que ser altos y fuertes —decía el padre a sus hijos—. Lo que importa es la habilidad. Dejad que vuestras herramientas hagan el trabajo por vosotros». Alfred había aprendido los secretos del oficio. Al igual que su abuelo, tenía una membrana entre los dedos de las manos, pero eso no parecía preocuparlo. A los catorce años trabajaba tan bien como su hermano, que era dos años mayor.

—Pero no hay trabajo para dos herreros en esta aldea —dijo Alfred—. He recorrido todas las de alrededor, Windsor, Eton, incluso Hampton. No hay trabajo. De modo —declaró con orgullo— que me voy a Londres.

¿Qué sabía él de Londres? Lo cierto era que muy poco. Nunca había estado allí. Pero desde que era niño y había oído decir a su familia que había oro enterrado en Londres, la ciudad había adquirido un significado mágico para él.

—¿De veras hay oro enterrado allí? —preguntó a sus padres.

A nadie extrañó, por lo tanto, que su padre comentara despectivamente:

—Supongo que crees que vas a encontrar oro enterrado.

«Puede que lo encuentre», pensó Alfred con irritación. Y cuando su madre preguntó tímidamente cuándo pensaba irse, de pronto se le ocurrió responder:

—Mañana por la mañana.

Quizá fuera cierto que la extraña estrella le estaba diciendo algo.

Poco antes de la Pascua de 1066, el reino de Inglaterra se había agitado. La flota sajona estaba siendo preparada deprisa para patrullar el mar. El Rey se encargó personalmente del asunto.

Las noticias llegaban a diario. Guillermo, el bastardo duque de Normandía, se disponía a invadir. Los caballeros de Normandía y sus territorios vecinos corrían a ponerse a sus órdenes.

—Y lo que es peor —informó Leofric a Barnikel—, dicen que el duque cuenta con la bendición del Papa.

Otros aventureros —los escandinavos— representaban también una amenaza. El único interrogante era cuándo se produciría el primer ataque y cómo.

Una mañana, durante esos peligrosos tiempos, después de que una fría noche hubiera dejado un manto de escarcha sobre las desvencijadas calles, Barnikel el danés se dirigía de casa de Leofric a la suya, en la colina oriental.

Acababa de pasar el arroyo que fluía entre las dos colinas, al cual, dado que penetraba por la muralla norte de la ciudad, lo llamaban el Wallbrook (arroyo de la muralla), cuando un espectáculo desolador lo obligó a detenerse.

El camino discurría sobre el trazado de la calzada romana inferior. A la derecha, en la orilla oriental del Wallbrook, antiguamente se erguía el palacio del gobernador romano, aunque el recuerdo de sus elegantes patios se había disipado hacía mucho y aparecían cubiertos por el malecón de los comerciantes germanos. A lo largo de la calle donde antaño patrullaban unos centinelas, había unos puestos callejeros y unos talleres pertenecientes a los candeleros. La llamaban Candlewick Street. De la grandeza imperial no quedaba rastro, a excepción de un curioso objeto.

De algún modo, la piedra miliaria que antiguamente se alzaba junto a las puertas del palacio seguía en pie, como el obstinado tocón de un vetusto roble que había permanecido arraigado durante más de novecientos años junto a la calzada. Y como los ciudadanos eran vagamente conscientes de que aquel objeto a la vez familiar y misterioso estaba ahí desde los tiempos remotos de la ciudad, todos se referían a él, no sin cierto respeto, como la Piedra de Londres.

Fue junto a la Piedra de Londres que Barnikel vio a la patética figura.

Hacía varios días que Alfred no probaba bocado. Estaba sentado junto a la Piedra, envuelto en su cochambrosa capa y con el rostro muy pálido. En ese momento tenía los pies insensibles debido al frío. Más tarde, si conseguía calentarlos, tal vez junto a un brasero, le dolerían.

Durante el primer mes que había estado en Londres, Alfred era un joven que buscaba trabajo, no lo había hallado y no tenía amigos que le brindaran su apoyo. Al segundo mes, mendigaba comida. Al tercero, se había convertido en un vagabundo. Los habitantes de Londres no eran especialmente crueles, pero los vagabundos representaban una amenaza para la comunidad. Alfred temía que alguien lo denunciara y que lo llevaran ante el tribunal de Hustings, y entonces ¿qué? No sabía qué hacer. Así pues, al oír unos pasos que se acercaban, se abrazó a la fría piedra. Sólo alzó la vista cuando el extraño se dirigió a él, y al hacerlo vio al hombre más gigantesco que había contemplado en su vida.

—¿Cómo te llamas?

Alfred se lo dijo.

—¿De dónde eres?

—De Windsor.

—¿Cuál es tu oficio?

De nuevo, Alfred respondió al extraño. ¿Era libre? Sí. ¿Cuánto hacía que no comía? ¿Había robado algo? No. Sólo una torta de avena que se había caído al suelo. Las preguntas continuaron como un catecismo hasta que por fin el descomunal extraño que lucía una barba pelirroja soltó un bufido, cuyo significado Alfred no comprendió.

—Levántate.

Alfred obedeció. Entonces, inesperadamente, se desplomó en el suelo. El joven sacudió la cabeza y trató de incorporarse, pero sus rodillas no lo sostenían. Entonces, más atónito que asustado, notó los inmensos brazos del danés alzándolo del suelo y echándoselo sobre el hombro como si fuera un pequeño saco de harina, mientras que el gigante echaba a andar por la calle hacia el East Cheap, canturreando alegremente.

Al cabo de un rato Alfred se encontró ante una amplia casa con un empinado techo de madera situada en el extremo opuesto de la colina oriental. Y a los pocos instantes estaba dentro de la casa, delante de un enorme brasero, donde una mujer con el pelo gris y la cara redonda, de talante discreto y silencioso, calentaba un puchero de caldo que a Alfred le pareció que olía a gloria.

Mientras la mujer preparaba el caldo, Alfred echó un vistazo alrededor. Todo lo que contenía la casa era enorme, desde la gran silla de roble hasta las macizas puertas de roble. En la pared colgaba una poderosa hacha de guerra para dos manos. El danés se hallaba de pie al otro lado del brasero, de modo que Alfred no lo distinguió con claridad. Al cabo de un rato, el gigante dijo:

—Te daremos de comer, mi joven amigo, pero luego debes regresar a tu casa. ¿Entendido?

Alfred no quería responder, pero como el danés repitió su pregunta, y como no le parecía bien mentir, hizo acopio de todas sus fuerzas y negó con la cabeza.

—¡Cómo! ¿Me estás desafiando? —bramó el danés.

De golpe Alfred temió que aquel gigantesco individuo cambiara de opinión y no le diera de comer. No obstante, encontró el valor para responder:

—No os desafío, señor. Pero no quiero regresar.

—Te morirás de hambre. ¿No te das cuenta?

—Ya me las arreglaré. —Alfred sabía que era absurdo, pero no quería dar su brazo a torcer—. No voy a rendirme, señor.

Su respuesta fue acogida con otro bramido tan imponente que Alfred temió que el gigantesco vikingo lo golpeara, pero nada ocurrió.

La mujer sirvió unas cucharadas de caldo en un cuenco e indicó a Alfred que se acercara a la mesa. Mientras lo hacía, el vikingo dio unos pasos hacia él.

—Bien, ¿qué te parece el chico? —preguntó a su esposa con voz profunda y estentórea.

—Pobrecito, tiene mala cara —respondió la mujer dulcemente.

—Sí. Y sin embargo —dijo el danés emitiendo una risita—, en este chico anida el corazón de un héroe. ¿Me oyes? Un poderoso guerrero. —El danés lanzó una sonora carcajada y propinó a Alfred una palmada en la espalda que hizo que metiera la nariz en el cuenco de sopa—. ¿Y sabes por qué? Porque no se rinde. Acaba de decírmelo. Y lo dice en serio. El muchachito no es de los que se rinden.

Su esposa suspiró.

—¿Significa eso que tendré que mantenerlo?

—Desde luego —contestó el danés—. Porque, mi joven Alfred —añadió dirigiéndose al muchacho—, tengo trabajo para ti.

Durante aquel verano, la flota sajona navegó de un lado a otro del Canal de la Mancha. Se produjo tan sólo un ataque, en el puerto de Sandwich, en Kent, que fue rápidamente sofocado. Luego se instauró de nuevo la calma. Al otro lado del horizonte, Guillermo el normando aguardaba el momento oportuno para entrar en acción.

En cuanto al joven Alfred, pese al peligro que amenazaba al país, esos meses fueron los más felices de su vida.

Pronto trabó amistad con la familia del danés. La esposa de Barnikel, aunque severa, era una mujer bondadosa; tenían varios hijos casados, y el de dieciocho años que iba a casarse con la hija de Leofric aún vivía con sus padres. Era una versión robusta pero más reposada de su padre y enseñó a Alfred a hacer nudos marineros.

Al danés le divertía llevarse al joven campesino cuando salía a pasear. Su casa, en la colina oriental, ofrecía una vista de las desnudas y herbosas laderas donde habitaban los cuervos y estaba cerca de una pequeña iglesia sajona llamada All Hallows. Cada mañana el danés bajaba por el camino hasta Billingsgate para contemplar los pequeños barcos y su cargamento de lana, grano o pescado. Alfred disfrutaba con el ambiente del muelle, con su olor acre a pescado, alquitrán y algas. Y más aún las visitas a la colina occidental, donde vivía Leofric. Desde que había dejado de ser un vagabundo a Alfred le gustaba caminar desde Saint Paul por el West Cheap, donde todos los pequeños senderos que desembocaban en él ostentaban el nombre de sus comercios especializados —Fish Street y Bread Street, Wood Street y Milk Street, hasta Poultry Street situada al fondo— y oír no sólo las voces de los vendedores de esos productos, sino de los especieros, los zapateros, los orfebres, los peleteros, los fabricantes de edredones, de peines y muchos otros. Lo único que lo sorprendió fue la cantidad de pocilgas que había instaladas junto a los puestos callejeros. Era un aspecto insólito de la vida en la ciudad, pero Barnikel le explicó:

—Los cerdos devoran todos los desperdicios y mantienen limpio el lugar.

Gracias a Barnikel, Alfred empezó a comprender mejor el carácter de Londres. En ciertos aspectos la ciudad seguía siendo una población rural. El asentamiento sajón no llenaba el inmenso recinto amurallado; éste contenía también huertos y campos. Alrededor de la ciudad había grandes propiedades que pertenecían al Rey, a sus hombres de confianza y a la Iglesia, y esas propiedades de terratenientes existían también dentro de las murallas de la ciudad.

—La ciudad se divide en distritos —le explicó el danés—. En cada colina hay unos diez. Pero algunos son de propiedad privada. Los llamamos soke. —Barnikel recitó los nombres de varios nobles y clérigos que poseían esas propiedades dentro de Londres.

Con todo, Londres seguía siendo un mundo aparte. Cada día, mientras observaba y escuchaba a Barnikel, Alfred se quedaba asombrado.

—La ciudad es tan rica —le explicó el danés— que paga los mismos impuestos que todo un condado.

Con orgullo, enumeró las libertades que la ciudad había conquistado: concesiones comerciales, derechos de pesca sobre millas del Támesis, derechos de caza sobre grandes territorios de Middlesex que estaban en su lado norte y muchos otros.

Pero no eran esos detalles, sino otra cosa —algo que flotaba en el aire, aunque muy tangible— lo que más impresionó al perspicaz muchacho. Durante un tiempo se devanó los sesos tratando de dar con las palabras adecuadas para expresar esa sensación, pero un día, en un comentario hecho al azar, el danés le proporcionó la respuesta.

—Las murallas de Londres tocan el mar —dijo.

«Sí —pensó el chico—. Eso es».

El gran asentamiento amurallado situado en la punta del gran estuario del Támesis, que contemplaba diariamente el mar, había albergado durante varias generaciones a marinos y comerciantes de todo el mundo septentrional. Y aunque acataban la autoridad de los reyes sajones o daneses de la isla, esos hombres de los mares no permitían que los demás interfirieran excesivamente en sus vidas. Organizaban sus propias corporaciones para regular el comercio y la defensa. Sabían que eran muy valiosos para el Rey, quien no se recataba en reconocerlo. Un gran comerciante como el abuelo de Barnikel, que había emprendido tres viajes al Mediterráneo, recibió un título nobiliario. Tres generaciones de Barnikel habían servido como capitanes de la Corporación de Defensa de la ciudad, que era capaz de reunir una imponente fuerza. Las murallas de la ciudad eran tan poderosas que incluso el rey Canuto las había respetado. «Ningún invasor puede apoderarse de Londres —afirmaban esos barones comerciantes anglodaneses—. Y ningún rey es un rey a menos que lo digamos nosotros».

Alfred percibía el orgullo de Londres.

—Los ciudadanos de Londres —le explicó el danés— son libres.

Según una vieja costumbre inglesa, cuando un siervo huía a una población y vivía en ella un año sin que su amo lo reclamara, era libre. Cierto, había siervos e incluso esclavos en las casas de algunos terratenientes y ricos comerciantes, aunque la mayoría de los aprendices eran, como Alfred, libres. Pero en Londres, según comprobó el muchacho, la palabra «libre» significaba algo más. Un comerciante que pagaba su cuota de entrada, o un artesano que hubiera completado su aprendizaje, se convertía en un ciudadano de pleno derecho que podía comerciar, instalar un puesto en el mercado, vender sus productos y votar en la Folkmoot. Pagaban impuestos al Rey; y todos los demás, tanto si provenían del condado vecino como de allende los mares eran «extranjeros» y no podían ejercer el comercio allí a menos que se les concediera la ciudadanía. Así pues, no era de extrañar que los londinenses valoraran tanto su libertad. Mientras el chico acariciaba el puñal que colgaba de su cinto, se sonrojó de placer al pensar que formaba parte de esa ciudad.

Al cabo de una semana, cuando Alfred hubo recuperado sus fuerzas, Barnikel le dijo una mañana:

—Hoy comienza tu aprendizaje.

El barrio al que lo condujo el danés se encontraba junto a la muralla oriental de la ciudad. Allí, un pequeño arroyo descendía hasta el Támesis y en sus riberas había numerosos talleres. Era una zona muy concurrida, controlada por la Corporación de Defensa de la ciudad. Cuando se aproximaron a un largo edificio de madera y Alfred oyó el sonido familiar del martillo sobre el yunque, dedujo que iba a aprender el oficio de herrero. Pero al entrar en el edificio y echar un vistazo alrededor se quedó estupefacto.

Estaban en una armería.

De todos los comerciantes, para un chico criado en casa de un herrero el armero venía a ser el príncipe de los artesanos. Alfred contempló boquiabierto las cotas de malla, los cascos, los escudos y las espadas.

El maestro armero que se acercó a él era un hombre alto, con el rostro enjuto y las espaldas encorvadas. Sus ojos azules tenían una mirada bondadosa, pero cuando se fijó en la membrana que el chico tenía entre los dedos de las manos se volvió hacia Barnikel y preguntó:

—¿Crees que podrá hacer el trabajo?

—Desde luego —respondió el danés con firmeza.

Y así fue como comenzó el aprendizaje de Alfred.

Ésos fueron quizá los días más felices de su vida. Dado que era el aprendiz más joven, el armero le asignó unas tareas humildes, como ir a buscar agua al arroyo, atizar el fuego y darle al fuelle. Unas tareas que Alfred llevó a cabo sin rechistar mientras los otros seguían enfrascados en su trabajo casi sin reparar en él.

Al término del primer día regresó con los otros aprendices al lugar donde se alojaban. Por lo general los aprendices no percibían un sueldo, pero vivían gratuitamente en casa de su patrón. El armero era viudo y le desagradaba ese sistema, de modo que como su hermana tenía una casa en la ladera de Cornhill, dividida en apartamentos, y detrás de la misma había unos cobertizos, los bulliciosos aprendices se alojaban allí.

La armería era espaciosa y en ella trabajaban ocho aprendices de diversas edades. Mientras realizaba sus tareas, Alfred observaba a sus compañeros. Uno asestaba unos golpes irregulares con el martillo; otro sujetaba las tenazas con rigidez, lo que resultaba cansado. Otro utilizaba de manera incorrecta el cincel. Alfred advertía todo esto, pero se guardaba sus pensamientos.

El tercer día, su patrón le encargó unos pequeños trabajos: limar un pedazo de metal y reparar un casco que presentaba unas abolladuras. Alfred realizó ambos trabajos con esmero y se los entregó a su patrón, que aceptó sin comentarios.

Al día siguiente, el patrón llamó a Alfred para que ayudara a otro aprendiz, un año mayor que él, que estaba colocando unos remaches en un casco. Alfred sostuvo el casco mientras el otro colocaba el remache. Al cabo de un rato el patrón dijo:

—Deja que trate de hacerlo el nuevo aprendiz.

De mala gana, el aprendiz le cedió su puesto. Pero cuando Alfred empezó a remacharlo, hizo una chapuza. Irritado, el patrón se volvió hacia el otro aprendiz.

—Enséñale a hacerlo —dijo, y se alejó.

Pero si Alfred creyó que ése era el fin del asunto, estaba equivocado. Esa tarde, cuando los aprendices se disponían a marcharse, el patrón llamó a Alfred y, mientras seguía trabajando junto a la fragua, le preguntó con tono amable:

—¿Por qué lo hiciste?

—¿A qué se refiere, señor?

—Te he estado observando. Sostienes el martillo como si éste formara parte de tu brazo. Esta mañana te equivocaste adrede. ¿Por qué?

Alfred lo miró detenidamente y luego confesó:

—He trabajado en la fragua de mi padre prácticamente desde que nací. Pero ahora estoy aquí, y me hubiera muerto de hambre de no haber sido por Barnikel, quien me recogió y me trajo a su armería, señor. Si los otros aprendices cogen celos de mí, me harán la vida imposible. O quizá lo obliguen a echarme. —Alfred sonrió con amargura—. Así que prefiero que crean que me están enseñando el oficio hasta que logre hacerme amigo de ellos.

Alfred se sonrojó, temiendo dar la impresión de estar pagado de sí mismo.

—Pero sólo soy un herrero —se apresuró a añadir—. Deseo aprender a ser un armero.

El patrón asintió con la cabeza.

—Esmérate en tu trabajo, Alfred —dijo tranquilamente—, y ya veremos.

A medida que las semanas transcurrían, además de aprender su oficio, su trabajo en la armería enseñó al joven Alfred algo de gran importancia para el reino anglosajón. Si la flota se estaba preparando para defender la isla desde el mar, los preparativos en tierra firme eran un asunto muy distinto.

—Llevamos esperando un ataque desde el invierno —comentó Alfred asombrado—, pero nadie está preparado.

El reino inglés no disponía de un ejército permanente, ni de mercenarios contratados. Su ejército era el fyrd, un ejército de reclutamiento formado por terratenientes y campesinos. No pasaba un día sin que apareciera algún terrateniente sajón con un equipo que requería ser reparado: una espada o un hacha de guerra romas; un pesado escudo circular sajón con tiras en la parte posterior que necesitaban ser reemplazadas. Alfred apenas podía creer que estuvieran tan desorganizados.

Lo que más les llevaban eran armaduras.

La armadura de los guerreros anglosajones de Inglaterra era la misma que se utilizaba en toda Europa: la cota de malla. Conocida probablemente desde la Edad del Bronce, el principio de la cota de malla era sencillo y práctico. Unos pequeños anillos de metal remachados, que medían aproximadamente un centímetro de diámetro, unidos para formar una camisa larga que les llegaba a las rodillas. Debido a que la cota de malla era holgada y flexible —a diferencia de la armadura de plancha de metal utilizada en épocas posteriores—, podía modificarse para adaptarla a individuos de distintas tallas. Muchas de las armaduras de malla que vio Alfred pertenecían a los padres de los hombres que las llevaban para reparar. Eran muy valiosas —los soldados de infantería comunes y corrientes no podían permitirse tener un armadura— y las conservaban como si se tratara de un tesoro.

Pero presentaban dos inconvenientes. Se gastaban y se rompían y, sobre todo, su extensa superficie de infinidad de eslabones metálicos las hacían muy susceptibles de oxidarse. Puesto que era el aprendiz más joven, Alfred se encargaba de la tediosa tarea de limpiarlas, de modo que, cuando aparecía el propietario de una de esas prendas, los otros aprendices exclamaban alegremente: «¡Alfred! ¡Herrumbre!».

No obstante, Alfred se sentía feliz. Los otros aprendices no tardaron en aceptarlo. Y Barnikel no se había olvidado de él. Cada semana Alfred iba a casa del danés para compartir un copioso almuerzo con él y su familia, y aunque no era más que un pobre aprendiz en casa de un hombre rico, se sentía casi como un miembro de la misma. También conoció a la hija de Leofric, que acudía a menudo a casa de Barnikel. Su dulzura y sencillez impresionaron tanto a Alfred que a mediados del verano se dio cuenta de que estaba medio enamorado de la joven.

Hacia fines de junio su situación en la armería comenzó a cambiar.

Les habían encargado que confeccionaran doce cotas de malla. A Alfred la perspectiva le pareció muy interesante, aunque su patrón se quejó del poco tiempo de que disponían para cumplir el encargo y los otros aprendices protestaron. Antes de empezar a fabricar cada cota de malla había que realizar una tarea muy pesada, que era hacer el alambre para los eslabones.

Alfred lo detestaba. Primero calentaban en la fragua una vara delgada de hierro para ablandarlo y luego introducían su extremo a través de una placa perforada de trefilar. El aprendiz más fornido empezaba a pasar la vara por la placa; luego repetía la operación utilizando otra placa con un orificio más pequeño en el centro. Y vuelta a empezar, de manera que la vara se redujera y estirara a medida que pasaba por la placa. Pero una vez reducida, era Alfred quien se encargaba de sacarla. Sujetando el grueso alambre con unas tenazas ajustadas a un amplio cinturón de cuero, echaba a caminar de espaldas desde un extremo al otro del taller como si compitiera en el juego de tirar de la cuerda, hasta que le dolía todo el cuerpo.

Al término de una jornada, cuando los aprendices se disponían a irse a beber juntos unas copas, el patrón dijo:

—Necesito ayuda. Quédate un rato, Alfred.

Los otros emitieron unas risitas de conmiseración mientras el armero ordenó a Alfred que se encargara del fuelle y otras humildes tareas antes de enviarlo a casa.

Al cabo de unos días ocurrió lo mismo, salvo que esa vez el patrón ordenó a otro aprendiz que se quedara junto con Alfred y los tuvo a los dos ocupados durante tres horas antes de indicarles que podían irse.

A Alfred le fascinaba la fabricación de una armadura de malla. Era al mismo tiempo muy sencillo y complicado. Antes que nada formaban con el alambre unos eslabones con los extremos abiertos. Esto se hacía enrollando el alambre alrededor de un eje de metal y practicando luego un corte a lo largo del alambre enroscado. Después introducían los eslabones por un agujero cónico en un bloque de acero para hacer que uno de los extremos quedara superpuesto en el otro. Tras ablandar los eslabones en el brasero, y mientras éstos estaban calientes, los colocaban en un molde y les asestaban dos golpes de martillo para aplastar los extremos encajados. Luego, con unas tenazas para perforar, uno de los aprendices practicaba un pequeño orificio en los extremos aplanados. «Ahí es donde colocamos el remache», le había explicado. A continuación, otro aprendiz separaba con cuidado los extremos para unir los eslabones y los arrojaba a un cubo que contenía aceite. «Hay que utilizar siempre aceite —les decía el patrón—. Si metéis el hierro caliente en agua, se enfría con demasiada rapidez y se vuelve quebradizo».

Pero lo que asombraba a Alfred era el hecho de que al final de ese proceso, el trabajo realizado era tan preciso que nunca advertía la menor diferencia entre los eslabones. De hecho, la diferencia que podía existir entre éstos no superaba los tres milímetros.

La tercera vez que el patrón ordenó a Alfred que se quedara en el taller después de cerrar, los otros aprendices se quejaron y dos de ellos incluso se ofrecieron para ocupar su lugar. Pero el patrón los despidió con cajas destempladas:

—El aprendiz más bisoño es quien debe hacer el trabajo sucio.

Pero en esa ocasión, al cabo de una hora el patrón llamó a Alfred. Con muy pocas palabras, ordenó al chico que realizara todas las tareas —enrollar y cortar, encajar, perforar y abrir—, lo corrigió cuando era necesario y asentía en señal de aprobación cuando lo hacía bien. Luego, tras conducir a Alfred hacia una larga mesa de caballete situada en el centro del taller, le ordenó:

—Ahora fíjate bien.

El arte del maestro armero era semejante al del maestro sastre. Primero dispuso los eslabones abiertos en unas hileras de manera que cada uno de ellos podía ser unido a otros cuatro, dos más arriba en diagonal y dos más abajo. La forma de la cota era parecida a una camisa larga, con mangas hasta el codo. La parte inferior presentaba un corte detrás y otro delante para permitir al jinete cabalgar cómodamente. La parte superior formaba una capucha que podía echarse hacia atrás y reposar sobre los hombros. El cuello estaba cortado como la parte superior de una camisa y sujeto con cordones, mientras que la capucha llevaba en la parte delantera una pieza suelta, sujeta con una tira de cuero, para proteger la boca.

Si el sastre podía cortar y doblar el tejido, el armero tenía que disponer los eslabones de forma geométrica, como si se tratara de una labor de punto. Aquí, un eslabón quedaba unido a otros cinco en lugar de cuatro, allá, el armero dejaba uno suelto. Cuando terminaba su obra, ésta era tan precisa y minuciosa que resultaba casi imposible detectar los puntos de unión de los eslabones.

Durante varias horas, Alfred observó cautivado mientras el patrón le enseñaba cómo hacer el trabajo, demostrando la geometría, las líneas de tensión, la necesidad de dotar de flexibilidad esa camisa de metal que había protegido a los hombres desde hacía más de mil años. Mientras trabajaba a la luz de una lámpara, el armero explicó a Alfred:

—Remacha siempre por fuera. Si tocas comprenderás por qué.

Cuando Alfred pasó la mano sobre la prenda metálica notó que su superficie externa era rugosa mientras que la parte interior, donde los remaches quedaban aplastados y rozaban el jubón de cuero que llevaba el soldado, tenía un tacto suave como el tejido.

El armero grababa su marca personal en algunas de las cabezas de los remaches. Y la cota de malla estaba lista.

O casi. Todavía faltaba una cosa. El hierro utilizado por los armeros medievales era relativamente blando. A fin de endurecerlo para la batalla, tenía que ser cementado. Así pues, el armero enrollaba la prenda acabada entre carbones triturados, la introducía en una caja de hierro y la colocaba en la fragua. Al cabo de unos minutos resplandecía como un ascua.

—El hierro y el carbón interactúan —explicó— y el hierro se convierte en acero. Pero no debes calentarlo durante demasiado tiempo —le advirtió—, porque se vuelve quebradizo. El exterior debe estar duro como un diamante y el interior seguir siendo flexible.

Luego, tras haberle revelado esos misterios de su arte, el armero dejó que Alfred se fuera a casa.

A partir de entonces, al menos una vez por semana, Alfred se quedaba en el taller después de cerrar. Y mientras los otros aprendices suponían que estaba haciendo funcionar el fuelle o estirando el alambre, el patrón le enseñaba las técnicas normalmente reservadas a los aprendices más antiguos. A menudo trabajaban hasta bien entrada la noche, mientras Alfred manejaba con destreza y rapidez el martillo, las tenazas y las pinzas. A nadie hablaban de esas sesiones, pero Alfred presentía que el armero mantenía informado a Barnikel sobre los progresos de su pupilo, aunque no podía estar seguro de que fuera así.

La crisis estalló en septiembre.

Los acontecimientos que iban a cambiar la faz de Inglaterra para siempre fueron posibles debido a un hecho simple y lamentable. En septiembre, dado que era el mes de la recolección, los hombres que tripulaban la flota inglesa anunciaron que debían regresar a casa. Nada de lo que el rey Harold pudo decir consiguió hacerles desistir de su empeño. Una mañana, mientras Alfred, Barnikel y Leofric se hallaban en el muelle en Billingsgate, vieron amarrar a los últimos pequeños barcos veleros. A partir de ese momento, comprendieron que el reino anglosajón estaba abierto a los invasores.

El enemigo atacó casi de inmediato.

La invasión planificada por Guillermo de Normandía difícilmente podría haber tenido un resultado más satisfactorio. Era el momento perfecto. Dos semanas después de que la flota inglesa se hubiera retirado, el rey de Noruega dirigió un ataque contra las costas del norte de Inglaterra y se apoderó de York. El rey Harold marchó deprisa hacia el norte y, en una enconada batalla, aplastó a los invasores. Sin embargo, él y su ejército se encontraban a cuatrocientos kilómetros de la costa meridional, donde Guillermo desembarcó de inmediato.

Su ejército no era muy numeroso pero estaba perfectamente adiestrado. Algunos, la élite, eran unos contingentes encabezados por grandes magnates que ostentaban famosos apellidos como De Montfort, pero la mayoría de ellos eran mercenarios, caballeros sin tierras de Normandía, Bretaña, Francia, Flandes y el sur de Italia. Gracias al decidido apoyo de Guillermo a la Iglesia, marcharon bajo el estandarte papal. A su llegada a la bahía de Pevensey, cerca del asentamiento de Hastings, construyeron un fuerte de tierra y madera y salieron a explorar el terreno.

El recuerdo que guardaba Alfred de los acontecimientos que se registraron en los días sucesivos era borroso. El Rey regresó a Londres. La ciudad se estaba armando. El staller —el comandante de la Corporación de Defensa de la ciudad— y sus capitanes reclutaban a todos los hombres sanos y jóvenes que encontraban. Cada día Barnikel se presentaba en la armería con nuevos encargos, y trabajaban durante toda la noche.

Pero una pequeña escena quedó grabada en la mente del chico con nitidez. Ocurrió una noche en casa de Barnikel, después de que el danés y Leofric hubieran regresado de una importante reunión del consejo presidida por el Rey. El danés aparecía agitado, el sajón pensativo.

—¿Cómo es posible que se inhiba ahora? —exclamó Barnikel—. ¡Es el momento de atacar!

Leofric se mostró menos vehemente.

—El Ejército está agotado después de marchar hacia el sur. Nuestro contingente en Londres es valeroso, pero es inútil fingir que pueden plantarles cara a unos mercenarios bien adiestrados. No obstante, si quemamos todas las cosechas que se extienden desde aquí hasta la costa y destruimos su medio de transporte, lograremos que el hambre los debilite. Entonces —añadió con tono solemne—, podemos acabar con todos ellos.

Barnikel exclamó con desdén:

—Esta familia luchará.

Sin embargo, según comprobaría Alfred, los consejeros más prudentes del rey Harold instaron al monarca a que se mostrara cauto.

Poco después, el 11 de octubre, por razones que no están claras, antes de que hubiera llegado de los condados la mitad de los refuerzos que necesitaba, el rey Harold de Inglaterra partió de Londres hacia la costa meridional a la cabeza de unos siete mil hombres. En un lugar de honor, junto al estandarte del Rey, marchaba el staller, Barnikel y el contingente de Londres. El hijo de Barnikel lo acompañó. Leofric, debido a sus problemas en la espalda, no pudo ir. El danés llevaba su hacha de guerra para dos manos.

Pese a sus esfuerzos, el joven Alfred notó que no todos los hombres que formaban el contingente de Londres estaban bien armados. Un hombre, que exhibía una estúpida sonrisa, llevaba un postigo en lugar de un escudo.

Leofric vaciló unos instantes. ¿Sería capaz de hacerlo?

Era por la tarde, poco antes del anochecer, y había ido a ese importante barrio en la colina occidental, justo debajo del recinto de Saint Paul. Hacía varios días que el Rey y el Ejército habían partido. Nada se había sabido. La ciudad estaba en silencio, esperando ansiosa las noticias.

Detrás de él, el largo techo de madera de la catedral sajona se elevaba por encima de las casas con techo de paja. A su izquierda estaba el patio amurallado de la Real Casa de la Moneda de Londres. Delante de él, el estrecho sendero, cubierto de hojas amarillas, descendía en una fuerte pendiente hasta el río. El ligero olor procedente de la cervecería de la iglesia se mezclaba agradablemente con el aroma del humo de la madera que impregnaba la serena y húmeda atmósfera. La campana de la iglesia tañía. Y en el oeste, el firmamento se teñía de un escarlata intenso como la capa de un hombre rico.

La casa de Silversleeves era discretamente impresionante. El edificio de piedra que se alzaba delante de Leofric no era de grandes dimensiones, pero estaba bien construido, con una escalera exterior que conducía a la planta principal. Lentamente, y no sin cierta aprehensión, subió por ella.

Silversleeves y sus dos hijos lo saludaron cortésmente. Resultaba extraño cómo, en su propia casa, sus rostros perfectamente rasurados y sus imponentes narices parecían menos fuera de lugar. De hecho, aunque el traje de Leofric, largo hasta las rodillas, estaba confeccionado con un excelente tejido, éste no pudo por menos de observar que los de los normandos, más largos, eran decididamente elegantes.

En un extremo de la habitación ardía un fuego. En el otro, Leofric observó una alta ventana cubierta no con pergamino impregnado de aceite como las ventanas de su casa, sino con cristal verde germano. En las paredes colgaban suntuosos tapices. Sobre la mesa, en lugar de lámparas humeantes, había unas grandes y costosas velas de cera de abejas perfumada.

Había varias personas presentes: un comerciante flamenco, un orfebre a quien conocía de vista y dos sacerdotes de Saint Paul. Leofric observó que éstos dispensaban a Silversleeves un trato muy respetuoso. Había también otro grupo, el motivo de cuya presencia el sajón no pudo explicarse de inmediato. Sentados en un pequeño banco de roble en el rincón más alejado del fuego, tres pobres y desnutridos monjes laicos observaban la escena con una expresión apesadumbrada aunque con cierto interés.

Tras disculparse porque debía terminar de despachar con los otros, Silversleeves dejó a Leofric junto al fuego con sus dos hijos, lo que dio al sajón la oportunidad de examinarlos. Henri, que se apresuró a entablar una amable conversación con Leofric, parecía un joven muy agradable. Su hermano, Ralph, era todo lo contrario. Silencioso, antipático y hosco, la naturaleza parecía haber degradado en él los rasgos de la familia. Tenía la nariz no sólo larga, sino brutal; la piel alrededor de sus ojos mostraba una sospechosa hinchazón; sus manos, a diferencia de las largas y finas de su hermano, eran torpes y deformes. Ralph contempló a Leofric fijamente, con recelo.

Lo único que sabía, mientras observaba a esos dos jóvenes, era que uno de ellos deseaba casarse con su hija.

Durante un momento se sintió tan turbado por ese pensamiento que cayó en una especie de trance, por lo que al principio no comprendió lo que Henri le decía:

—Un gran día para mi familia… —decía éste—. Mi padre va a construir una iglesia.

¡Una iglesia! Leofric prestó atención a lo que decía el joven. Lo miró estupefacto.

—¿Tu padre va a donar los fondos necesarios para que se construya una iglesia?

El joven afirmó con la cabeza.

El normando debía de ser muy rico, más de lo que había imaginado Leofric. No era de extrañar que los sacerdotes lo trataran con tanto respeto.

Existían más de treinta iglesias en la ciudad anglodanesa. La mayoría de ellas eran edificios de pequeñas proporciones con los muros de madera y el suelo de tierra; algunas eran poco más que unas capillas privadas. Pero fundar una iglesia era un signo inequívoco de que una familia había acumulado una fortuna.

Silversleeves, según había averiguado Leofric, había adquirido una parcela situada más abajo de su propiedad. Un excelente lugar en Watling Street, por encima de la zona de los almacenes de vino conocida como el Vintry.

—Será consagrada a san Lorenzo —explicó Henri sonriendo—. Creo que dado que existe otra iglesia de san Lorenzo cerca de allí —añadió fríamente—, le pondrán el nombre de Saint Lawrence Silversleeves.

Esta costumbre de nombres dobles que conmemoraban a un santo y a su fundador se estaba convirtiendo en una de las características de las iglesias de Londres.

Pero eso no era todo. Ese mismo día, agregó el joven, se había producido otra solemne consagración: la del propio comerciante.

—Mi padre ha tomado las órdenes sagradas —afirmó con orgullo—. Para poder oficiar en la iglesia.

No era un caso infrecuente. Al margen de la religiosidad de Eduardo el Confesor, durante su reinado la Iglesia en Inglaterra había caído en un completo y alegre cinismo. De hecho, la Iglesia seguía siendo una poderosa institución. Poseía tierras por doquier, sus monasterios se equiparaban a pequeños reinos. Un fugitivo de la justicia podía buscar refugio en una iglesia, donde ni siquiera el Rey podía tocarlo. Pero desde el punto de vista moral era otra cuestión. Los sacerdotes con frecuencia vivían abiertamente con concubinas y legaban sus viviendas cedidas por la Iglesia a sus hijos o se las entregaban como dote. Ricos comerciantes tomaban las sagradas órdenes, como había hecho Silversleeves, e incluso se convertían, si les complacía el título, en canónigos de Saint Paul. De hecho, fue con la piadosa esperanza de que Guillermo de Normandía subsanara esos excesos que el Papa había dado su bendición a la invasión.

Sin embargo, al margen de lo que pensara el Papa, para Leofric era evidente que la casa de Silversleeves había alcanzado un gran poder.

Transcurrieron varios minutos antes de que los sacerdotes y los comerciantes se marcharan, tras lo cual Silversleeves se dirigió hacia Leofric.

—Espero que pueda cenar con nosotros esta noche —dijo afablemente—, a fin de que podamos charlar tranquilamente.

Detrás de un biombo aparecieron tres sirvientas y extendieron un enorme mantel blanco sobre la mesa. Luego llevaron dos jarras de barro, cuchillos, cucharas, unos cuencos y unas copas. Una vez que esto se había hecho con prontitud y en silencio, Silversleeves indicó a Leofric que se acercara.

Daba la casualidad que ése era un día de ayuno en el calendario eclesiástico; a esa hora, las personas devotas sólo tomaban una ligera colación de verduras, pan y agua. Dado que Silversleeves era entonces un sacerdote, Leofric se resignó a compartir esa severa dieta, pero en eso también subestimó a su anfitrión. Por último, dirigiendo la mirada a los tres deprimidos monjes que estaban sentados en un rincón, Silversleeves les indicó que se aproximaran.

—Esos buenos hombres ayunan y hacen penitencia por nosotros —explicó a Leofric con tono despreocupado.

Tras entregar a cada monje una moneda de plata, agitó la mano para indicar que podían retirarse y éstos se marcharon alicaídos. A continuación, bendijo la mesa.

La comida comenzó con un caldo de capón y especias.

En esos tiempos existía la costumbre de que los hombres se sentaran únicamente a un lado de la mesa, puesto que se servía la comida por el otro, como al otro lado de un mostrador. Leofric se sentó a la derecha de Silversleeves, junto a Ralph. Henri estaba algo más alejado, a la izquierda de su padre. El caldo se sirvió en un recipiente con dos asas colocado entre cada pareja de comensales, pues la buena educación exigía que uno compartiera la comida con su vecino. Por lo tanto, Leofric se vio obligado a introducir su cuchara en el mismo cuenco que Ralph.

Leofric se lamentó de que el joven no comiera con más decoro. Estaba acostumbrado a todo tipo de modales en la mesa entre los barbudos escandinavos que recalaban en el puerto, pero el constante goteo de comida que se deslizaba por la comisura de la boca bien rasurada pero brutal del joven le repugnaba. Para no dar la impresión de ser descortés, su silencioso compañero de mesa le ofreció su copa para que bebiera de ella, cosa que Leofric se vio naturalmente obligado a hacer.

Con todo, la comida fue impresionante. En la mesa de Silversleeves se servían las exquisiteces propias de un noble francés. Al caldo siguió una sopa de puerros, cebollas y otras verduras cocinada en leche. Luego un civet de liebre cocinada en vino. Según la costumbre de la época, el mantel era largo para que los comensales lo utilizaran como servilleta. Leofric observó impresionado que, acaso debido a la asquerosa manera de comer de Ralph, o quizá fuera otro ejemplo de la generosidad de su anfitrión, cambiaban el mantel entre cada plato, como si estuviera cenando con el Rey.

Los modales de Silversleeves eran impecables. Se enjuagaba frecuentemente las manos en un recipiente con agua de rosas. Comía lentamente, llevándose pequeñas porciones a la boca. No obstante tanta pulcritud, según notó Leofric, su anfitrión ingería una extraordinaria cantidad de comida. El vino de las dos jarras de barro era también excelente, los mejores caldos de la región de París. Leofric bebió lo suficiente para tener la impresión, mientras las veía alzarse e inclinarse sobre la comida, de que las tres narices junto a él se habían vuelto más largas.

Por último sirvieron un postre de crema con higos, nueces y vino oloroso. Sólo entonces Silversleeves decidió abordar el tema que le interesaba.

Comenzó indirectamente. Habían estado conversando sobre la invasión, y las noticias que esperaban recibir.

—Por supuesto —dijo con aire pensativo—, como normando, conozco a algunos hombres de Guillermo. —Y nombró a De Montfort, Mandeville y varios amigos íntimos del duque normando—. Sea quien fuere el que se alce con la victoria —observó—, no creo que eso influya en nuestros negocios.

«No es ése mi caso», pensó Leofric apesadumbrado.

Durante unos momentos Silversleeves guardó silencio, dejando que el sajón diera vueltas a sus tristes pensamientos. Luego, con una sonrisa, fue directamente al grano.

—Uno de mis hijos —dijo con tono afable— desea casarse con su hija. —Antes de que Leofric pudiera articular una respuesta adecuada, su anfitrión continuó suavemente—: No pretendemos una dote, sólo una alianza con vuestro distinguido apellido.

Leofric se quedó pasmado. Esa declaración era tan asombrosa como cortés, pero nada comparada con lo que siguió.

—Asimismo, puedo ofrecerle algo que creo le interesará. Si este matrimonio se celebra, me gustaría hacerme cargo de sus deudas con Barnikel y Becket. No tendrá que volver a preocuparse de ellas. —Tras esas palabras Silversleeves metió la nariz en su copa de vino y fijó la vista educadamente en el mantel.

Leofric no salía de su estupor. Cuando, en su mensaje, Silversleeves había afirmado que podía ayudarlo, el sajón había comprendido que el normando era un hombre poderoso, pero esto era mucho más de lo que había soñado.

—Pero ¿por qué? —preguntó simplemente.

Silversleeves esbozó lo que podría interpretarse como una sonrisa sentimental.

—Por amor —respondió suavemente.

Librarse de sus deudas. Tal vez una alianza con ese normando contribuyera a salvar su patrimonio en caso de que Guillermo resultara vencedor.

—¿Cuál de sus hijos desea casarse con mi hija? —preguntó secamente.

Silversleeves lo miró sorprendido.

—Creía que lo sabía. Henri.

Leofric se sintió tan aliviado al comprobar que no se trataba de Ralph, que no reparó en la mirada glacial que le dirigió el joven Henri.

Pero a pesar de las perspectivas que se abrían ante él, Leofric sabía que no podía aceptar. ¿No había dado su palabra a Barnikel? Por primera vez en su vida, el honrado sajón experimentó un pensamiento de lo más vil. Si por un capricho del azar el danés o su hijo perecieran en una batalla, él quedaría libre de su promesa y habría salvado la fortuna de la familia.

—Lo consideraré —dijo muy débilmente—, pero me temo…

—Esperamos su decisión —lo interrumpió hábilmente Silversleeves, y alzó su copa—. Por cierto, existe una condición —añadió.

Pero Leofric no llegó a averiguar de qué se trataba, pues en ese momento irrumpió en la habitación uno de los monjes laicos. Cuando Silversleeves alzó la vista y lo miró con irritación, el monje exclamó angustiado:

—¡Caballeros! ¡El Rey ha muerto! El duque de Normandía lo ha derrotado.

—¿Dónde?

—En un lugar junto a la costa. Cerca de Hastings.

La batalla de Hastings, que habría de modificar profundamente el curso de la historia de Inglaterra, se libró un sábado, el 14 de octubre.

Guillermo de Normandía gozaba de varias ventajas. Había atacado con las primeras luces y cogido al rey Harold desprevenido. Disponía de unos magníficos contingentes de arqueros y soldados de caballería, bien adiestrados, que el rey inglés no poseía. Por otra parte, la posición de los ingleses en la colina era estrecha, lo que permitió a los arqueros concentrar su fuego con un efecto mortífero.

No obstante, la batalla duró todo el día. Los arqueros no consiguieron romper la defensa inglesa. Cuando los soldados de caballería se lanzaron al ataque, sucumbieron bajo los tremendos golpes de hacha para dos manos de hombres como Barnikel, que traspasaban con facilidad sus cotas de malla. Huyeron, y sólo Guillermo logró impedir una desbandada general.

La batalla continuó durante horas. En dos ocasiones la caballería avanzó y fingió huir, lo que hizo que numerosos soldados ingleses bajaran la colina y cayeran en una trampa. Poco a poco, a medida que sus comandantes caían, los ingleses se sintieron desfallecer, pero cuando la larga y plomiza tarde empezó a dar paso a la oscuridad, su línea de batalla seguía en pie, y quizás habrían resistido hasta la noche de no haber sido por una flecha que, según dijeron, fue a clavarse fortuitamente en un ojo del rey Harold, que lo hirió gravemente. Unos minutos más tarde el monarca recibió un golpe mortal.

Todo había terminado. El staller de Londres, malherido, fue retirado del campo de batalla. Entre el reducido grupo de hombres leales con quienes habían luchado junto al estandarte del Rey, Barnikel y su hijo sobrevivieron para acompañarlo.

Dos meses más tarde, una espléndida mañana de diciembre, en el patio de la catedral de Saint Paul, donde la Folkmoot acababa de reunirse, varios centenares de ciudadanos londinenses asistieron a una curiosa escena.

Barnikel de Billingsgate estaba con la cara encendida. Miraba con rabia a su amigo Leofric, y acababa de vociferar, con una voz que pudo oírse en West Cheap, una terrible palabra:

—¡Traidor!

Su ira no estaba dirigida únicamente contra al comerciante sajón. El gigantesco danés estaba furioso con todos.

Las semanas que siguieron a la batalla de Hastings fueron tensas. Guillermo no pudo aprovecharse de inmediato de su ventaja: sus tropas estaban debilitadas después del combate; la enfermedad se extendió por su campamento. Así pues, tuvo que aguardar en la costa a que le enviaran refuerzos. Entre tanto, unos contingentes del norte y otros condados habían comenzado a llegar a Londres. El consejo del Rey se apresuró a proclamar rey al heredero legítimo, el sobrino extranjero de Eduardo.

—¿Por qué no atacamos de nuevo? —bramó Barnikel.

Pero hasta para el joven Alfred la situación aparecía muy clara. La ciudad estaba llena de hombres armados pero poco organizados. El staller, que aún no se había recuperado de sus heridas, tenía que ser transportado en una litera. El joven príncipe, rey sólo de nombre, apenas se dejaba ver. Los nobles del norte hablaban de regresar a casa. Incluso los aprendices habían oído rumores de que el arzobispo de Canterbury negociaba en secreto con los normandos.

El 1 de diciembre Guillermo de Normandía tomó por fin la iniciativa. Desplazándose por la antigua calzada romana de Watling Street, a través de Canterbury y Rochester, su avanzadilla llegó al extremo meridional del Puente de Londres. El puente de madera estaba defendido; las puertas de la ciudad cerradas. Los normandos tuvieron que contentarse con prender fuego a las casas en la orilla sur antes de emprender la retirada.

—Es demasiado listo para atacar el puente —observó Leofric—. En cambio, nos obligará a rendirnos.

Y eso fue precisamente lo que hizo el normando. Tras rodear lentamente la ciudad, cruzó el río aguas arriba, más allá de Windsor, y luego dio un rodeo hacia el norte, quemando las granjas que hallaba a su paso.

—Dentro de pocos días —dijo Leofric deprimido— llegará a nuestras tierras.

A mediados de diciembre el arzobispo e incluso el staller habían visitado su campamento, y el comerciante sajón comentó:

—La ciudad resistirá hasta que se acepten sus condiciones.

Las condiciones no tardaron en llegar. Todos los antiguos derechos y privilegios de la ciudad serían respetados. Guillermo de Normandía sería un padre para ellos. Esa mañana, junto a Saint Paul, Leofric el comerciante, haciendo gala de un profundo aunque sombrío sentido común, no dudó en exponer su postura:

—Debemos aceptar.

Incluso el staller se mostró de acuerdo. Londres se rendiría a Guillermo y Barnikel nada podía hacer para evitarlo.

—¡Traidor! —gritó de nuevo.

Acto seguido medio Londres le oyó decir:

—En cuanto a tu hija, puedes quedártela. ¡Mi hijo no se casará con la hija de un traidor! ¿Me has oído?

Leofric lo había oído. Dadas las circunstancias, por lamentable que fuera el asunto, el comerciante dio gracias a su buena estrella.

—Como quieras —le respondió. Tras esto dio media vuelta y se marchó.

Tres días más tarde Barnikel se enteró de la noticia del compromiso matrimonial entre Hilda y Henri Silversleeves. Durante unos momentos no pudo creerlo.

—Pero tú le dijiste que no la queríamos. Rechazaste el matrimonio —se lamentó su hijo.

—Debió de suponer que no hablaba en serio —respondió el danés, antes de comprender que Leofric lo sabía.

Y entonces Barnikel de Billingsgate se puso realmente furioso.

Los habitantes de Billingsgate y All Hallows coincidían en que jamás habían presenciado algo semejante. Incluso los ancianos que recordaban todo el reinado del rey Canuto y juraban haber visto con sus propios ojos a Ethelred el Indeciso confesaron que no habían presenciado una cosa igual. La gente salía a la puerta de sus casas o se asomaba a las ventanas; los más arrojados, que habían subido corriendo del muelle, se congregaron, dispuestos a dispersarse en cuestión de segundos, a unos treinta pasos de la casa de Barnikel.

El ataque de ira del danés duró más de una hora. Al día siguiente, cuando su familia se aventuró a regresar a su casa, no pudieron impedir que los vecinos entraran con ellos para contemplar los estragos. El espectáculo era impresionante.

Tres barriles de cerveza destrozados, siete jarras de cerámica, seis cuencos de madera, dos camas, un puchero, cinco sillas de madera, quince tarros de conservas, un arcón. Objetos retorcidos y maltrechos hasta quedar inservibles: tres ganchos para colgar carne y el espetón que utilizaban para asarla. Partida en dos: la hoja de un hacha de guerra para dos manos. Destruidos o seriamente dañados: una mesa de caballete, tres postigos de ventana, dos puertas de roble y la pared de la despensa.

Incluso sus antepasados vikingos, decían, no habrían desdeñado esos esfuerzos.

La coronación de Guillermo el Conquistador de Inglaterra se fijó para la mañana de Navidad de 1066. Se celebró en la sagrada abadía de Westminster.

Silversleeves y Leofric asistieron y permanecieron de pie uno al lado del otro. El matrimonio se había fijado para el verano siguiente. Leofric se había librado de sus deudas. La única condición que el normando le había impuesto fue que a partir de entonces Leofric importara sus vinos por medio de Silversleeves y cesara de tener tratos con Becket, el comerciante de Caen. Leofric aceptó con cierto pesar, pero era un precio muy pequeño.

No sin asombro, dos días después de la coronación, el joven Alfred, al toparse con Barnikel en el East Cheap y comentar que el rey normando se estaba haciendo el amo de Londres, recibió la siguiente advertencia:

—Ya lo veremos.

El danés, en contra de lo que era habitual en él, pronunció esas palabras sin alzar la voz. Alfred se preguntó qué significaba.