16. Lavender Hill
1819
Dentro de poco, pensó el joven, estaría en el paraíso.
Cuando la diligencia que hacía el trayecto de Dover a Londres llegó al largo y recto camino de Shooters Hill, el joven que iba sentado en el pescante tuvo que quitar el polvo de sus gafas dos veces. No quería perderse ninguna cosa. En la cabeza llevaba una gorra con visera; el viento agitaba los extremos de su bufanda de lana. Ansioso, emocionado, Eugene Penny, de dieciocho años, hacía su primera entrada en Londres.
Cuando llegaron al extremo de Shooters Hill y vio la metrópoli que se extendía a sus pies, su rostro asumió una expresión de sorpresa que, a medida que descendían por la cuesta y la tarde se iba oscureciendo, dio paso a una expresión de disgusto.
—¿Esto es Londres? —preguntó.
El cochero se echó a reír.
Si quienes tratan de encontrar determinados esquemas en la historia buscaran una época en que la civilización avanzó más allá de los esplendores de la antigua Roma, en el mundo de habla inglesa tendrían que elegir el reinado de Jorge III. Su largo reinado duró, nominalmente —puesto que los médicos del desdichado rey, que padecía porfiria, lo declararon mentalmente incapacitado durante largos períodos— desde 1760 hasta 1820; y durante el mismo se registraron dos acontecimientos épicos.
Nada podía ser más romano que el carácter de las trece colonias americanas que habían proclamado su independencia de la monarquía británica en 1776. Incluso los estados que habían comenzado como refugios religiosos se habían convertido en sociedades semejantes a las de las ciudades-Estado compuestas por agricultores y comerciantes independientes que formaban el núcleo del primitivo poder romano. El estoico general Washington, con su mentalidad patricia, su finca rústica en Mount Vernon y sus cuatrocientas mil hectáreas de tierra se comportaba de manera semejante a un noble romano. Los creadores de la Constitución, con su Congreso elegido por el pueblo y su Senado elitista, eran también en su mayoría hombres versados en los clásicos. La mayoría de los nuevos estados americanos incluso repetía la práctica de la república romana con su uso masivo de esclavos.
En cuanto al gran cataclismo de la Revolución francesa doce años más tarde, ésta manifestaba abiertamente ser romana. Inspirada por la Ilustración —el triunfo de la razón clásica sobre lo que se consideraba la tiranía medieval y superchería de una monarquía católica— los revolucionarios se apresuraron a adoptar todos los atributos de la antigua época romana. Los súbditos del Rey eran llamados «ciudadanos» como los hombres libres romanos. La libertad, igualdad y fraternidad del hombre no tardó en hallar un nuevo defensor en la persona de Napoleón, que obligó a sus ejércitos a marchar bajo las águilas romanas, proporcionó a Francia y a buena parte de Europa un sistema de leyes romanas y cuyos artistas, fabricantes de muebles y artesanos favoritos desarrollaron el estilo Imperio, cada uno de sus detalles inspirado en los modelos de la Roma imperial.
En la isla de Gran Bretaña, sin embargo, el resurgir del mundo romano se midió más apropiadamente de manera más pragmática. Antes del reinado de Jorge III las espléndidas plazas clásicas de Londres y las villas campestres palladianas de la aristocracia sin duda habían superado las de los britanos romanos. Durante éste, aunque es preciso reconocer que aún no existían tales amenidades como los baños públicos y la calefacción central, comenzó a reaparecer el elemento romano que había contribuido en mayor medida a aportar orden al mundo bárbaro: la red de caminos.
En tiempos romanos las calzadas cruzaban la isla como una reja de hierro. Luego, abandonadas y cubiertas de maleza, habían sido casi olvidadas. Durante los largos siglos desde los primeros años de la Edad Media hasta los modernos Estuardo y primeros hannoverianos, los caminos ingleses constituían poco más que unas sendas prehistóricas y unos accidentados senderos sajones. En el caso del viejo camino de Kent que se extendía desde Dover a Canterbury, que el joven Eugene Penny acababa de recorrer, la calzada romana había seguido en uso, pero su superficie cubierta con grava yacía sepultada a tantos palmos de profundidad que ofrecía el aspecto de un camino de carros.
Todo esto había cambiado. Los caminos de portazgo de fines del siglo XVIII pertenecían a consorcios privados y sociedades anónimas que los explotaban, pero con tal éxito que al cabo de una generación éstos cubrían buena parte del país. En algunos casos seguían el trazado recto de una calzada romana, pero más a menudo unos serpenteantes caminos sajones. Sus superficies eran muy distintas de las sofisticadas del mundo antiguo, pero eran lo suficientemente lisas y duras para permitir que un carruaje mantuviera una velocidad constante. Los viajes que antes llevaban uno o dos días, en ese momento se hacían en horas. Los empresarios que poseían una flota de diligencias transportaban el correo y a las personas desde los mesones londinenses donde se detenían las diligencias hasta cualquier remoto rincón del país. De pronto el acceso a la pujante capital estaba al alcance de todas las poblaciones del reino. Era, realmente, el retorno de Roma y el inicio de la era moderna.
Pero la perspectiva que se ofrecía a los ojos del joven Eugene distaba mucho de lo que él había imaginado.
La metrópoli de Londres había seguido expandiéndose durante el reinado de Jorge III, pero principalmente al norte del Támesis. Southwark, en la orilla sur, había experimentado cierto desarrollo, pero más bien modesto. Al oeste de Southwark, aunque las hileras de casas seguían extendiéndose a lo largo de los caminos que conducían al puente de Westminster, la gran parroquia de Lambeth se componía aún mayormente de jardines, huertos y prados, junto con varios almacenes de madera a lo largo del muelle; mientras que río arriba, las antiguas aldeas de Battersea y Clapham habían experimentado tan sólo la añadidura de unas pocas elegantes mansiones y sus correspondientes jardines pertenecientes a prósperos comerciantes y caballeros. Más abajo de Southwark, las zonas ribereñas de Bermondsey y Rotherhithe presentaban un aspecto sombrío debido a la profusión de destartaladas viviendas de ladrillo, antes de dar paso a terrenos pantanosos. Río abajo, la aldea de Greenwich, con sus inmensos palacios blancos, apenas había cambiado.
Pero al otro lado del Támesis, hacia el norte, el oeste y el este, la poderosa ciudad se extendía como un leviatán. Al menos, eso era lo que había oído decir Eugene. Pues en esos momentos se topó con un problema que ni los Estuardo ni los Tudor, ni siquiera los romanos, habían conocido: la ciudad era invisible.
—Eso, señor —le explicó el cochero—, es la niebla de Londres.
Ésta se cernía sobre la ciudad como un baldaquín gris plomo. A juzgar por sus imprecisos bordes, Eugene dedujo que la gran nube de suciedad se extendía hacia fuera; y, a medida que descendían por el viejo camino de Kent, salió a recibirlos. Cuando entraron en el distrito de Southwark, el cielo se había oscurecido y las siluetas de las casas aparecían desdibujadas y envueltas en una bruma grasienta y verdusca, a través de la cual sus luces emitían un resplandor anaranjado. Cuando llegaron a la calle mayor, el cochero tuvo que reducir la velocidad y Eugene apenas alcanzaba a divisar las cabezas de los caballos. Cuando entraron en el patio del George, el joven tuvo la impresión de que entraba en el mismo infierno.
El bote emitió un sonido tenue y áspero al atravesar la niebla y detenerse sobre el barro que había debajo de la escalera en la orilla norte del río. Uno de los marineros se bajó del barco y se volvió para despedirse del otro que permanecía a bordo. Su extraño sombrero de copa estaba ladeado y sus curtidas manos reposaban sobre los remos.
—Adiós, Silas —dijo suavemente.
Durante unos momentos el otro no respondió; cuando lo hizo, su voz sonaba tan profunda como el río y tan espesa como la niebla que la envolvía.
—¿Qué nombre le pondrás?
—¿A la niña? Lucy. —El nombre lo había elegido su esposa. A él le gustaba.
—¿Así que no quieres acompañarme, Will?
—No me gusta lo que haces.
—Nunca lograrás hacerte rico.
—Lo sé.
Silas escupió entre sus pies y empezó a alejarse.
—Nunca llegarás a ningún sitio —masculló, y al cabo de un momento él y su viejo y mugriento bote desaparecieron engullidos por la niebla.
Las instrucciones que Penny había recibido de su padre eran bien precisas: tan pronto como llegara a Londres debía dirigirse a casa de su padrino, Jeremy Fleming. Pero dado que en esos momentos la niebla se lo impedía, Eugene decidió pasar la noche en el mesón. Se sentía francamente optimista. Este contratiempo, se dijo, tan sólo demoraría unas horas el comienzo de su nueva vida.
Lo que Eugene no sabía todavía era que la niebla que cubría Londres formaba parte integrante de la nueva vida que ansiaba. Pues no bien hubo Inglaterra asumido de nuevo las normas de su pasado romano se zambulló en la gran expansión denominada la Revolución Industrial.
A menudo se da por supuesto que la Revolución Industrial británica se basó en gigantescas fábricas donde trabajaban legiones de ciudadanos oprimidos; y es cierto que en el norte y en la región central existían grandes fundiciones de hierro, telares de algodón a vapor y minas de carbón que enviaban a niños bajo tierra. Pero, en realidad, la Revolución Industrial estuvo encabezada por la industria pañera inglesa tradicional y seguida por los algodones manufacturados baratos. Aunque el hilado y el tejido mecánicos posibilitaron una vasta expansión, este sistema de manufactura lo llevaban a cabo mayormente pequeños artesanos que poseían talleres e industrias modestas. Pero todos ellos utilizaban carbón, y el volumen de humo y hollín producido por la multitud de fuegos que ardían en la ciudad aumentó hasta tal extremo que en determinadas condiciones atmosféricas sus oscuros vapores formaban una especie de manta y atrapaban más humos debajo de ellos; entonces, a medida que se alzaba la neblina, se convertía en ese denso e impenetrable horror en que los hombres ocultaban sus rostros y un ladrón podía caminar junto a uno cien pasos sin ser visto. Así fue como nació el «puré de guisantes» o niebla londinense.
En el cálido resplandor del salón principal del George, Eugene logró olvidarse de la malévola presencia de la niebla en el exterior. El mesonero le sirvió un pastel de carne y riñones y una botella de cerveza negra; de vez en cuando se acercaba para charlar con él. Eugene observó interesado los rostros que había alrededor de él. Dado que el George era un mesón donde se detenían las diligencias, en él recalaban toda clase de viajeros, cocheros cubiertos con sus gruesos abrigos, comerciantes, un sinfín de procuradores, un clérigo, caballeros que regresaban al campo y numerosas personas de la localidad, en su mayoría tenderos.
Hacia las nueve entró una curiosa figura. Iba solo y pidió una jarra de cerveza negra y se la llevó a un discreto rincón de la habitación, donde se sentó solo. Cuando apareció el forastero se produjo un silencio momentáneo. Era como si la lisa superficie de la conversación se hubiera abierto, al tiempo que la gente se apartaba del extraño y se volvía a unir tan pronto como podían tras él. Era un hombre algo más bajo que la mayoría, pero muy corpulento; se movía con brusca lentitud. Su holgado y grueso abrigo tenía un color indefinido; iba tocado con un sombrero alto y deforme de lana encasquetado hasta sus negras y gruesas cejas. Sus ojos eran grandes y expresaban enojo; debajo de ellos, la piel formaba unas marcadas ojeras oscuras. Destilaba una sensación de grave amenaza. Y ya fuera debido a la palidez de su tez o a la extraña mano con una membrana entre los dedos con que sostenía la jarra de cerveza, a Eugene se le antojó que esa aparición había surgido del fondo del tenebroso río.
—¿Quién es? —preguntó al mesonero.
—¿Ése? —respondió el hombre haciendo una mueca de desprecio—. Se llama Silas Dogget.
—¿A qué se dedica? —preguntó Penny.
—Más vale que no lo sepa —respondió el otro, negándose a entrar en más detalles.
Poco después, Eugene se retiró a su habitación pensando que, con suerte, jamás volvería a encontrarse con Silas Dogget.
Todo indicaba que iba a estallar una revuelta.
El viento se había levantado al amanecer y había arrastrado la niebla londinense; sobre la ciudad se cernía tan sólo un pequeño residuo de mugre para indicar su presencia. El día era soleado y soplaba una ligera brisa. El buen tiempo sin duda había animado a la multitud formada por cuatrocientas personas a congregarse ante la elegante mansión en Fitzroy Square para escuchar a la figura, de pie ante una ventana abierta del piso superior, que se disponía a proclamar su tremebundo mensaje.
—¿Creemos o no en la fraternidad de los hombres? —gritó.
La multitud indicó con un rugido que sí creía.
—¿Reconocéis —Zachary Carpenter pronunció esta palabra con cierto énfasis, la marca de fábrica del orador—, repito, reconocéis que todo hombre tiene derechos? ¿No se basa esto en el mero sentido común? ¿Son éstos los derechos del hombre? —Cuando un murmullo de aprobación acogió sus palabras, el orador tronó—: ¿Y acaso esos derechos inalienables no incluyen —las siguientes palabras las pronunció con la cadencia de un redoble de tambor—: no más impuestos sin re-pre-sen-ta-ción. —Al hablar, su cuerpo menudo pero fornido y su enorme cabeza rubia oscilaban de un lado a otro.
Puede resultar chocante que esas doctrinas surgidas de los escritos de Tom Paine, el gran propagandista de la revolución norteamericana, fueran proclamadas en las calles de Londres. Pero los ingleses medievales habían sostenido las mismas opiniones en los días de la revuelta de Wat Tyler y muchos hombres poseían entonces abuelos que recordaban a los viejos Levellers de los días de la guerra civil inglesa. La Cámara de los Comunes libre, los puritanos, los cabezas redondas, los nuevos americanos independientes y los ingleses radicales constituían distintos afluentes del viejo río de la libertad. El rey Jorge III puede que estuviera furioso con los norteamericanos por haberse independizado, pero muchos de sus súbditos corrientes y vulgares habían leído a Paine y estaban de parte de los valientes colonos.
—¿Ando errado —preguntó Zachary a la multitud— o abolió el Parlamento la esclavitud?
La multitud le aseguró que estaba en lo cierto. La esclavitud había sido abolida en Inglaterra en 1772, y, gracias a las iniciativas de reformistas como el gran William Willberforce, el tráfico de esclavos se había prohibido recientemente incluso en las lejanas colonias inglesas de ultramar.
—¿No sois ingleses nacidos libres?
La muchedumbre respondió, con otro rugido, que eran tan ingleses como el rosbif.
—¿Entonces cómo es posible —preguntó Zachary— que aquí, en esta parroquia de Saint Pancras, nos traten peor que a esclavos? ¿Por qué unos hombres libres son pisoteados por la tiranía? ¿Reconocéis que esto es así?
Lo reconocieron con un bramido que sacudió los cimientos de Fitzroy Square.
La acusación de Carpenter era cierta. A esas alturas, la vieja polémica sobre quién debía controlar la junta parroquial, que tanto había enfurecido a Gideon Carpenter en los tiempos del rey Carlos, aún no había quedado zanjada. Aunque el sector antiguo formado por veinticinco distritos de la ciudad seguía gobernado por el alcalde, los concejales y las guildas, en ese momento poco más que instituciones decorativas, la vasta y pujante metrópoli que estaba fuera de aquél no disponía de una autoridad central. La paz era preservada, las calles adoquinadas, los enfermos y los pobres atendidos por la parroquia. La parroquia construía y organizaba. Y, lógicamente, para hacer frente a esos gastos, la parroquia recaudaba impuestos.
La parroquia de Saint Pancras era inmensa. Su base se extendía hacia el oeste desde Hollborn durante unos dos kilómetros; pero desde esta base se extendía, a lo largo de unos seis kilómetros hacia el norte, las calles de la ciudad, los suburbios, los campos y las aldeas hasta alcanzar las colinas de Hampstead y Highgate. Dentro de estos inmensos dominios habitaban unas sesenta mil personas, las cuales eran gobernadas por la junta parroquial.
Por aquel entonces existían dos clases de parroquias. En una, la junta parroquial era elegida por al menos cierta proporción de las familias. Esas juntas parroquiales se denominaban «abiertas». En la otra —una minoría, pero importante— la junta parroquial, cuya composición era determinada por el Parlamento, se nombraba a sí misma sin referencia alguna a las personas de la parroquia. Esas juntas se denominaban «cerradas» o «selectas». Y en ese año de 1819 de la era cristiana, gracias al poderoso grupo aristocrático que existía en su seno, la parroquia de Saint Pancras que había sido abierta acababa de ser cerrada por un decreto del Parlamento.
—Esto —tronó Carpenter— es una iniquidad.
Zachary Carpenter era un personaje muy conocido. Era fabricante de muebles de profesión, y muy bueno. Después de haber realizado su aprendizaje en una firma de Chippendale había trabajado brevemente de oficial para Sheraton, pero luego se había independizado, especializándose en escritorios domésticos en miniatura conocidos como davenports. Al igual que muchos ebanistas, trabajaba en la gran parroquia de Saint Pancras, donde poseía un taller con dos oficiales y dos aprendices; y, como muchos artesanos y pequeños patrones, era un ferviente radical.
«Lo llevamos en la sangre», solía decir.
Pues aunque los pormenores no estaban claros, la tradición familiar de la carrera de Gideon Carpenter como cabeza redonda persistía. El padre de Zachary había sido un reformista religioso. Zachary recordaba perfectamente que éste lo sacaba de la cama cuando era niño y lo llevaba al gran edificio en Moorfields donde el viejo John Wesley seguía predicando su mensaje de puro y simple cristianismo. Pero el tema de la religión nunca le había interesado mucho: Zachary buscaba la pureza, sí, pero deseaba hallarla en las instituciones de los hombres.
Tenía dieciocho años cuando estalló la Revolución Francesa, con su promesa de libertad, igualdad y fraternidad, y veintiuno cuando se publicó el poderoso opúsculo de Tom Paine titulado Los derechos del hombre, en que el autor exigía «un hombre, un voto». Al cabo de una semana de haberlo leído, Zachary se hizo miembro de la London Corresponding Society, cuyos opúsculos y reuniones no tardaron en procurar una infraestructura para los radicales en toda Inglaterra. Cuando cumplió los veinticinco años, Zachary empezó a adquirir fama como orador. Desde entonces no había dejado de pronunciar discursos y arengas.
—¿Y no es esta parroquia un ejemplo —preguntó Zachary— de la gran injusticia que se comete contra todos los distritos electorales en Gran Bretaña, donde los hombres libres no pueden votar y los miembros del Parlamento son elegidos, no por el pueblo, sino por un grupo de aristócratas y sus correligionarios? Ha llegado el momento de poner fin a esta infamia. Ha llegado el momento de que sea el pueblo quien gobierne.
Tras esta incitación a la revolución, Zachary dio media vuelta y desapareció de la ventana ante las enfervorizadas aclamaciones de la multitud.
Había algo muy singular en esa escena. Fitzroy Square, diseñada por los hermanos Adam, se encontraba en el ángulo sudoeste, el sector más elegante de la parroquia. Más curiosa aún era la presencia, claramente visible junto a Carpenter, del propietario de la casa, que no había dejado de asentir con la cabeza en señal de aprobación durante todo el discurso. Y lo más curioso de todo era el hecho de que esa persona era el símbolo mismo de la aristocracia, el noble conde de Saint James.
Habían transcurrido setenta años desde que Sam se convirtiera en conde. A medida que transcurrían los años de su infancia éste había olvidado sus primeros años en Seven Dials. En ocasiones llegaban hasta él vagos rumores, breves retazos de memoria, pero su padrastro Meredith le había explicado tan firme y reiteradamente que había sido rescatado y restituido al hogar que le pertenecía, que el chico había llegado a creerlo. Al cabo de unos años se había olvidado de Sep, y si de vez en cuando era observado discretamente por un costermonger, él ni siquiera se daba cuenta. En cuanto a su vida desde que había cumplido la mayoría de edad, el conde de Saint James había estado demasiado ocupado divirtiéndose para pensar en otra cosa. También le divertía apoyar a su amigo Carpenter, un radical.
Cuando los dos hombres, el rico aristócrata y el rústico comerciante, entraron juntos en la habitación, lord Saint James adoptó una expresión irritada al ver a dos hombres que lo aguardaban.
—¿Qué diablos haces aquí, Bocton? —preguntó secamente, dirigiéndose al más distinguido de los dos hombres.
Aunque la paternidad de lord Bocton no ofrecía la menor duda, uno jamás lo habría creído de verlos a él y a su padre juntos. El viejo conde se vestía a la manera de los vistosos y elegantes jóvenes de la generación siguiente, conocidos como los «petimetres de la Regencia». En lugar de calzones y medias, llevaba pantalones ceñidos sujetos debajo del empeine. También solía llevar un chaqué, camisas de brillantes colores con volantes, corbatas de lazo o corbatines. Le gustaba usar sombreros de copa y llevar un bastón, y su colección de chalecos era impresionante. Asimismo, era tan mundano como los petimetres de la Regencia, pues se decía que no se perdía un combate de boxeo ni una carrera de caballos y era muy aficionado a las apuestas.
Lord Bocton jamás apostaba. Aunque tenía un mechón de pelo blanco, al igual que su padre, era alto y delgado como los miembros de la familia de su madre. Seguía llevando las medias de seda y los zapatos con hebilla plateada que habían estado de moda hacía veinte años, chaleco negro abrochado hasta el cuello, cuello blanco almidonado y levita invariablemente verde oscuro, de modo que su padre, con toda la razón, solía comentar: «Pareces una botella».
—¿Quién es ése? —preguntó el anciano, señalando al acompañante de su hijo.
—Un amigo, padre —respondió lord Bocton.
—No sabía que tuvieras amigos —dijo el conde con tono despectivo—. ¿Te ha gustado el discurso? —Sabía perfectamente que a lord Bocton no le había gustado en absoluto—. Mi hijo Bocton —prosiguió el conde dirigiéndose a Carpenter— es un tory.
Existían tres alianzas políticas a las que un hombre podía pertenecer durante el reinado de Jorge III. Los tories, el partido de los caballeros y el clero, cuyo lema era el Rey y la Nación. De carácter proteccionista, puesto que sus rentas por lo general procedían de modestas propiedades, apoyaban las Leyes del Trigo, cuyas tarifas sobre las importaciones mantenían el precio de su grano artificialmente alto, y recelaban de toda clase de reformas. El viejo y obstinado rey Jorge, loco o cuerdo, satisfacía sus intereses. Los whigs, como de costumbre, eran partidarios de que el Rey permaneciera sometido al Parlamento. Formaban un grupo de comerciantes encabezados por grandes aristócratas cuya riqueza incluía a menudo explotaciones mineras e intereses comerciales; apoyaban el libre comercio y una modesta reforma. Era absurdo, afirmaban, que un puñado de votantes de algún lugar pudiera enviar a un miembro al Parlamento, mientras que algunas grandes poblaciones comerciales carecían de representación, lo que dejaba el gobierno de Inglaterra, como señalaba Carpenter no sin razón, en una situación semejante a la de la junta parroquial de Saint Pancras. También apoyaban a los disidentes religiosos, a los judíos y, al menos algunos de ellos, a los católicos quienes bajo los viejos Test Acts seguían sin poder ocupar cargos públicos. Su petición de reforma pudo haber prosperado durante el reinado de Jorge, de no haber sido por un problema.
La Revolución Francesa puede que hubiera promovido la libertad en buena parte de Europa, pero en Inglaterra consiguió todo lo contrario. Durante los primeros años, la ferocidad de los revolucionarios —los jacobinos, como se los llamaba— y el terrible baño de sangre del Terror y de su guillotina, alarmaron a muchos apacibles ingleses. Pero entonces Napoleón alcanzó el poder en Francia y trató de invadir el reino insular. Cuando el gallardo almirante Horacio Nelson lo detuvo al aplastar a la flota francesa en Trafalgar, el emperador francés trató de destruir el comercio de Inglaterra en Europa. No era de extrañar que la mayoría de los ingleses, incluso los whigs, se apresuraran a apoyar al primer ministro Pitt, un tory y un incorruptible patriota, para que defendiera a Inglaterra de esa amenaza. No sólo eso, sino que la mayoría de los hombres de bien llegaron a asociar la Revolución con la guerra, y los derechos del pueblo que proclamaba parecían prometer sólo otro siniestro baño de sangre y disturbios.
«No queremos jacobinos aquí», declaró el Parlamento inglés, y cerró sus compuertas contra esas peligrosas aguas revolucionarias. Se aprobaron las Leyes de Asociación, que prohibían la formación de sindicatos y las asambleas ilegales. El hecho de propugnar cualquier tipo de reforma durante esos años convertía de inmediato a un hombre en sospechoso; e incluso después de que Wellington hubiera puesto fin a la carrera de Napoleón en la batalla de Waterloo, en 1815, el temor a la revolución persistía.
Había, no obstante, un tercer grupo político, una pequeña banda de whigs radicales conocidos como jacobinos que seguían propugnando la reforma, la tolerancia y la libertad de expresión. Su cabecilla, durante los años más duros de la lucha contra Napoleón, era Charles James Fox, un hombre disoluto, cargado de deudas, encantador y según reconocían incluso sus adversarios, el más grande orador que ha existido jamás en Inglaterra.
Aunque había hablado en los Comunes, Fox sabía que en la Cámara de los Lores siempre podían contar con el voto del campechano conde de Saint James. En lord Bocton, sin embargo, Fox sabía que tenía a un enemigo joven pero implacable.
—Ya que lo preguntas, padre —respondió Bocton—, el discurso me pareció poco prudente. No debemos azuzar al pueblo —agregó mirando severamente a Zachary Carpenter.
—¿Teméis una revolución, milord? —le preguntó Zachary.
—Por supuesto.
—¿Y teméis al pueblo? —insistió el radical.
—Todos deberíamos temer al pueblo, señor Carpenter —respondió Bocton con calma.
Esa conversación no sólo ponía de relieve la inquina que ambos hombres experimentaban mutuamente, sino que su uso preciso del lenguaje revelaba un abismo más profundo y filosófico. Era una diferencia que indicaba una división no sólo entre los partidos políticos ingleses, sino entre las dos mitades de la cultura de habla inglesa: el Viejo Mundo y el Nuevo.
Cuando un estadounidense hablaba de la Revolución, se refería al hecho de que unos hombres libres, en su mayoría dueños de tierras y propiedades, se hubieran desgajado de una aristocracia corrupta y de una monarquía despótica. Cuando hablaba de «el pueblo», se refería a unos individuos responsables como él mismo. El radical Carpenter, en términos generales, se refería a esas mismas cosas. Pero cuando lord Bocton hablaba de Revolución, llevaba grabado en la mente un recuerdo histórico que se remontaba a la revuelta de Wat Tyler. De hecho, los últimos y graves disturbios de Londres —las llamadas revueltas de Gordon de cuarenta años antes, que habían comenzado como una protesta anticatólica y degenerado en un enorme horror de matanza y pillaje— seguían grabados en la memoria de muchos. Asimismo, aunque Bocton no temía a su lacayo ni a los trabajadores de su propiedad, a quienes conocía desde su infancia en Kent, cuando se refería a «el pueblo» imaginaba una terrorífica y salvaje muchedumbre. Esto no se debía únicamente a que fuera un lord. Muchos respetables tenderos y artesanos, por más que desearan una reforma, temían cualquier clase de disturbios.
—Mi temor más inmediato, señor Carpenter —observó lord Bocton con frialdad—, es que vos y mi padre estáis a punto de provocar un motín.
Había buenas causas para este temor. El fin de la guerra con Napoleón hacía cuatro años podía haber aportado paz a Europa, pero no había aportado tranquilidad a Inglaterra. Una gran cantidad de soldados que habían regresado de la guerra seguían sin empleo; la industria textil había sufrido un bajón tras la pérdida de grandes pedidos de uniformes militares; los precios de los cereales eran elevados. Como es natural, todos culparon de esas desgracias al Gobierno y muchos creyeron a los radicales que les aseguraban que todos sus problemas los causaba un grupo corrupto de aristócratas que gobernaba el país. Habían estallado algunas revueltas aisladas; el Gobierno se había alarmado. Pero tan sólo dos semanas antes, las tropas habían cargado contra una multitud en la población norteña de Manchester y matado a más de doce personas. Dicha tragedia había llegado a llamarse la Matanza de Peterloo, y todas las reuniones públicas que se habían celebrado desde entonces habían estado presididas por un ambiente de gran tensión.
—No me explico cómo permites que esto suceda en tu propia casa, padre —se quejó lord Bocton.
El conde de Saint James no se dejó amedrentar.
—Lo que mi hijo quiere decir en realidad —explicó jovialmente a Carpenter— es que si esta casa le perteneciera a él, no permitiría que un radical pusiera los pies en ella. Lo que mi hijo no se explica es cómo sigo aquí. Cree que ya he vivido demasiados años, ¿eh, Bocton?
—¡Esto es indignante, padre!
—Entonces todo el dinero irá a parar a sus manos, ¿comprende?
—No pensaba en el dinero, padre.
—Más vale así. —El conde miró a su hijo con expresión risueña—. Ah, el dinero, el dinero, el dinero —dijo alegremente—. Hay que disfrutar de él. Quizá decida gastármelo todo. —De hecho el conde era mucho más rico de lo que suponía su hijo, cosa que divertía enormemente al anciano—. ¿Sabes, Bocton? —dijo de pronto—. Voy a construir una nueva casa el año que viene. En Regent’s Park.
Durante los tiempos en que el pobre rey Jorge se hallaba incapacitado, gobernaba su heredero, el príncipe regente; el último período había durado tanto que había dado en llamarse la Regencia. Y al margen de lo que uno pudiera opinar sobre el príncipe regente —un hombre ciertamente vanidoso y holgazán— nadie podía negar que poseía estilo. Fue su arquitecto, Nash, quien había construido la larga avenida bordeada de columnas de Regent Street, y hacía poco había comenzado un proyecto aún más espléndido que consistía en unas casas de estuco adosadas y unas magníficas villas situadas alrededor del inmenso parque en forma de herradura conocido como Regent’s Park. El conde observó a lord Bocton, que, ajeno a esos pormenores, no pudo reprimir una mueca de disgusto al pensar en el gasto.
—Tienes un nieto a quien deberías tener en cuenta, padre —dijo en tono de reproche.
Al oír mencionar a su nieto, la mirada del conde se suavizó. El joven George era otra cuestión. Pero no iba a permitir que eso le estropeara la fiesta.
—En cualquier caso, ¿no sois un poco viejo, padre, para trasladaros de residencia? —preguntó lord Bocton.
—Ni mucho menos —contestó su padre con expresión risueña—. Viviré hasta los cien años. Tú tendrás entonces más de setenta. —El anciano miró por la ventana—. No hay revuelta —observó—. Todo está tranquilo, Bocton. Puedes marcharte a casa.
Y con esto, el anciano y campechano noble agarró a Carpenter del brazo y ambos se marcharon.
Cuando se hubieron alejado un buen trecho de la casa, Bocton se volvió hacia su acompañante y preguntó:
—¿Qué os parece, señor Silversleeves?
Silversleeves meneó la cabeza.
—Un caso interesante, milord —respondió, antes de hacer una pausa y añadir con expresión contrita—. Pero no puedo… —casi dijo «mi conciencia no me lo permite», pero se abstuvo—. No puedo hacer aún lo que proponéis.
—Pero ¿hay esperanzas?
—Oh, sí, milord. —Silversleeves añadió asumiendo un tono profesional—: Su sentido de la responsabilidad; sin duda muy mermado. Cree que llegará a cumplir cien años: delira. Desea gastar todo su dinero: incapacidad manifiesta. Sus opiniones radicales, que considero, señor, que constituyen el núcleo del asunto, acabarán por transformarse en locura. Del entusiasmo a la obsesión; de la obsesión a la locura. Es cuestión de paciencia.
—¿De modo que podréis encerrarlo? —preguntó Bocton sin rodeos.
—Estoy seguro de ello, milord. Tarde o temprano.
—Confío en que sea pronto —observó lord Bocton—. Cuento con vos.
El señor Cornelius Silversleeves era el superintendente delegado del gran hospital de Bethlehem, que recientemente se había trasladado a un nuevo e inmenso edificio en Southwark. O, en la lengua vernácula común, Bedlam (manicomio).
Penny tuvo suerte de que su padrino, Jeremy Fleming, viviera en una vieja, estrecha y bonita casa cerca de Fleet Street, a pocos pasos de donde había tenido su abuelo la pastelería. Fleming, un viudo cuyos hijos se habían casado y emancipado, esbozó una sonrisa de gozo que iluminó su cóncavo semblante ante la perspectiva de tener compañía y aseguró a Eugene que podía permanecer en su casa tanto tiempo como quisiera. También se mostró encantado ante la posibilidad de que Eugene trabajara en el mundo de las finanzas; pues durante los años en que había ejercido el cargo de respetable funcionario del Banco de Inglaterra, Fleming había conseguido adquirir un conocimiento enciclopédico de la City.
El primer día, Fleming enseñó a Eugene la Torre y Saint Paul. El segundo día visitaron Westminster y el West End. El tercero, Fleming comunicó a Eugene:
—Hoy comenzaremos tu educación.
A las nueve en punto partieron en un carricoche alquilado, cruzaron el Puente de Londres y se dirigieron a Greenwich.
—Si quieres comprender la City —explicó Fleming a su ahijado mientras contemplaban la vista desde la colina por encima de Greenwich—, primero tienes que venir aquí.
La escena ante los ojos de Eugene era ciertamente muy distinta de la que había contemplado tres días antes, cuando había llegado a la ciudad. Soplaba un aire fresco del este, y el cielo mostraba un límpido color celeste; la lejana ciudad se divisaba tan claramente que parecía una pintura y a sus pies estaban, describiendo un amplio meandro, las relucientes aguas del Támesis. Pero fueron otras zonas de agua, como inmensos estanques junto al río, lo que atrajo la atención de Fleming.
—El muelle de Londres está allí, en Wapping; a la izquierda puedes ver el muelle de Surrey; el de las Indias Occidentales está justo enfrente; el de las Indias Orientales un poco más alejado. —Fleming sonrió satisfecho—. Los muelles, Eugene, ¿no son imponentes?
Durante los últimos veinte años el río, que apenas había cambiado desde la época de los Tudor, había experimentado una profunda transformación. El Estanque de Londres, más abajo de la Torre, se había convertido en un lugar tan concurrido que era preciso encontrar una solución. En los terrenos pantanosos junto al río habían comenzado a aparecer una tras otra grandes dársenas y canales; habían construido malecones y carreteras. Así fue como se inició la gigantesca red de dársenas londinenses. Eugene se quedó pasmado cuando Fleming le relató el volumen de comercio que afluía del cada vez mayor imperio comercial británico —el poderoso comercio azucarero del Caribe, el comercio del té de la India donde, gracias a unas brillantes campañas militares, Gran Bretaña gobernaba entonces sobre una gran parte del subcontinente—, y el vasto comercio con Europa, Rusia y América del Norte y del Sur. Durante los últimos cien años Londres se había transformado de un importante puerto a centro mismo de la mayor metrópoli comercial del mundo.
—Pero nunca olvides —continuó Fleming— que esto es posible gracias a una cosa. —Fleming señaló dos fragatas amarradas río arriba en Deptford—. La marina.
Al cabo de dos siglos de lucha contra los españoles, los holandeses y los franceses, los barcos equipados y puestos a punto en la base naval de Deptford, construida durante el reinado de Enrique Tudor, habían confirmado su supremacía marítima. Si los bucaneros de la reina Isabel habían iniciado el imperio comercial de Inglaterra, Nelson y sus sucesores lo habían garantizado.
—Sin la marina, Eugene —le dijo su padrino—, no existiría la ciudad.
Eugene formuló numerosas preguntas. ¿Había incidido la guerra de la Independencia con América en el comercio?
Fleming se encogió de hombros.
—Muy poco. En realidad el comercio es como un río. Puedes tratar de detenerlo, pero por lo general siempre sigue fluyendo. Antiguamente el tabaco era el producto más importante, ahora es el algodón. Ellos lo cultivan, nosotros lo manufacturamos. Con independencia o sin ella, al margen de los sentimientos, el comercio continúa.
—Pero no siempre —apostilló Eugene.
Durante el largo conflicto con Napoleón, cuando el poderoso emperador francés había impedido que los ingleses comerciaran con buena parte de Europa, sólo los contrabandistas habían logrado burlar el bloqueo.
—Es cierto —reconoció Fleming—, y fue gracias a nuestro poder marítimo que logramos incentivar el comercio en otros lugares. Pues como quizá sepas, Asia y América del Sur son los nuevos mercados emergentes. Pero hubo otra cosa, Eugene, que ni siquiera Napoleón logró controlar.
—¿A qué te refieres?
—El dinero, Eugene, el dinero. —Fleming sonrió—. Verás, mientras Napoleón volvía Europa del revés, todos los extranjeros que disponían de algún dinero lo enviaron a Londres para guardarlo a buen recaudo, incluso los franceses. El viejo Boney nos convirtió en el centro monetario del mundo. —Fleming se echó a reír al pensar en el asombroso fenómeno de la evasión de capitales.
A la tarde siguiente, tras anunciar que, como tenía que atender unos asuntos ésa sería la última expedición que harían juntos durante un tiempo, Fleming condujo a Eugene por Cheapside hasta el Poultry, donde, casi sin poder contener su emoción, se detuvo. Ante ellos, a los pies de Cornhill, se alzaba la imponente fachada exterior del Royal Exchange. A su derecha había una espléndida mansión de estilo clásico.
—Mansion House —explicó Fleming—. La residencia oficial del alcalde, construida en los tiempos de mi padre. —Su tono cambió por completo cuando señaló otra larga y desnuda fachada romana a la izquierda del Royal Exchange y separada de éste por una calle angosta conocida como Threadneedle Street.
—Éste, Eugene —dijo su padrino en tono quedo y respetuoso—, es el Banco de Inglaterra.
Desde que había iniciado su andadura en Mercers Hall en calidad de sociedad anónima, el Banco de Inglaterra había sobrevivido a sus rivales.
—La Compañía de los Mares del Sur estalló con la burbuja de los Mares del Sur en 1720 —recordó Fleming a Eugene.
Incluso la poderosa Compañía de las Indias Orientales había sido víctima de una gestión tan desastrosa que el Banco había ayudado al Gobierno a tomar las riendas de la compañía. Más de una vez, cuando Inglaterra se había visto obligada a participar en guerras, el Banco había hallado los fondos para que el país saliera adelante. El padrino de Eugene le explicó que el Banco había ayudado al Gobierno a superar todas las crisis, que sus funcionarios administraban en ese momento la mayor parte de las cuentas de éste, que financiaba al ejército y a la marina en ultramar, y que incluso administraba las loterías del Estado. Aunque en rigor el Banco era una compañía privada, había llegado prácticamente a formar parte integrante de la Constitución.
—Posee unas reservas tan inmensas y tan bien administradas que todos los bancos y los comerciantes de Londres acuden a él cuando necesitan fondos —dijo Fleming—. La autoridad del Banco es absoluta. Es el único, en Londres, que está autorizado a emitir billetes de banco destinados al público. Y ello se debe a que el dinero debe ser solvente. Un billete del Banco de Inglaterra, Eugene, es tan solvente como…, como… —Llegado a este punto Fleming no halló palabras para expresar lo que sentía—. Y esta solidez la ha conseguido con cautela, Eugene —afirmó el funcionario con expresión extasiada—. El Banco es sumamente cauto —añadió sonriendo—. La cautela, Eugene, es la clave de la vida.
Eugene se disponía a darle las gracias educadamente por esta información cuando Fleming, con aire de inmensa satisfacción, continuó:
—Tengo que darte una noticia, Eugene. Gracias a un viejo amigo mío, he conseguido un puesto para ti. —Fleming se detuvo durante un delicioso momento—. Un puesto en el Banco de Inglaterra, Eugene.
—¿El Banco?
—Así es —respondió Fleming sonriendo alegremente—. El mismo Banco de Inglaterra. —Incluso rio de gozo al pensar en lo que había logrado para su ahijado—. ¡Tienes garantizado el sustento de por vida!
Eugene pensó rápidamente qué debía decir. No era un joven brillante, pero era ambicioso y, al igual que sus antepasados hugonotes, muy persistente. Había intuido enseguida que el concepto que tenía su padrino de un buen puesto de trabajo no coincidía con el suyo.
—Si me empleo en el Banco de Inglaterra —preguntó cautelosamente—, ¿cuánto podría llegar a ganar?
—Bastante. Una vez jubilado podrías vivir… —Fleming extendió las manos para indicar que él mismo gozaba de una posición más que acomodada.
—El problema, señor —empezó a decir Eugene suavemente—, es que tenía pensada otra cosa. He venido para hacer fortuna.
—¿Fortuna, Penny? ¿Estás seguro de ello?
—Sí.
—Ah. —Jeremy Fleming guardó silencio.
De regreso a casa, Eugene temió haber ofendido a Fleming, pero esa noche, mientras cenaban unos arenques en vinagre, el anciano preguntó amablemente:
—¿Qué tenías pensado? ¿Trabajar en la Bolsa o en uno de los bancos privados?
Lo que ocurrió a continuación dejó a Eugene perplejo. Aunque poco dado a exteriorizar sus sentimientos, Fleming casi parecía satisfecho de la iniciativa que había demostrado su ahijado, y sus ojos adquirieron una nueva expresión, más vivaz, mientras discutían las ventajas y desventajas que ofrecían diversas compañías.
—De todas las firmas de corredores de Bolsa, creo que en general las cuáqueras son las más solventes, pero supongo que no te apetece hacerte cuáquero. En cuanto a los bancos privados, el de Baring, por supuesto, es muy importante, pero dado que no tienes amistades influyentes quizá no te convenga. En el de Rothschild sólo trabajan los miembros de la familia. Creo que lo que necesitas es una pequeña compañía con implantación en todos los nuevos mercados. —Fleming se quedó pensativo mientras tamborileaba con los dedos sobre la superficie de la mesa—. Dame un par de días para que pueda informarme. Entre tanto, jovencito —observó con una firmeza que sorprendió a Eugene—, no te ofendas, pero tus conocimientos dejan mucho que desear.
Durante todo el día siguiente Fleming se dedicó a enseñar unas cuantas cosas a Eugene; y el siguiente, y el otro. Le explicó la operación de los mercados, la política de la City y sus convenciones. Aderezando su conversación con los rumores más escandalosos de los últimos cuarenta años, le habló de las virtudes financieras que debía cultivar y describió con todo lujo de detalle los trucos más bajos de la profesión. Al final del tercer día, Eugene se aventuró a decir:
—Me sorprende, padrino, que no te convirtieras en corredor de Bolsa.
Fleming esbozó una pequeña sonrisa.
—En cierta ocasión soñé con ello, Eugene.
—Pero no lo hiciste, ¿no?
—No. —Fleming suspiró—. Me faltó el valor, Eugene —confesó con pesar. Luego se animó y dijo—: A propósito, mañana tienes una entrevista.
El Banco de Meredith era un edificio alto de ladrillo situado en un estrecho patio, al que se accedía por una callejuela de Cornhill. Era característico de muchas firmas de ciudades pequeñas de la época que mientras que el edificio era severamente georgiano, su decoración interior era todavía esencialmente medieval. En la planta baja estaba la contaduría, una amplia estancia que contenía un mostrador y varias mesas y taburetes para los empleados. En el piso de arriba vivía no sólo el señor Meredith y su familia, sino los empleados más jóvenes, como los aprendices. En una confortable sala de estar junto al descansillo del primer piso, Eugene se encontraba sentado frente a un apuesto caballero de treinta y tantos años, que se presentó como el señor Meredith, y un caballero más anciano sentado en un sillón de orejas y que parecía observar la escena como si se tratara de un torneo deportivo.
Meredith se esforzó por hacer que Eugene se sintiera a gusto, charlando amistosamente sobre su negocio antes de preguntarle su nombre e interrogarlo sobre su familia. Cuando Penny explicó sus orígenes hugonotes, Meredith lo miró satisfecho.
—Hay muchos hugonotes en el mundo de las finanzas —observó—. Y les va muy bien. Espero que estéis dispuesto a trabajar duro.
Eugene le aseguró que lo estaba.
—¿Pretendéis ascender?
Eugene no quiso parecer demasiado ambicioso ni agresivo, pero confesó que si conseguía demostrar sus dotes confiaba en ascender.
—Muy bien —respondió Meredith—. Todo depende de lo útil que nos resultéis. Todos —el banquero se volvió sonriendo hacia el anciano que estaba sentado en el sillón de orejas— tenemos la posibilidad de ascender… o de caer.
A continuación Meredith hizo algunas preguntas para comprobar los conocimientos de Eugene sobre las reglas de las finanzas, las cuales, gracias a los desvelos de su padrino, Eugene pudo responder. Cuando llegaron al término de la entrevista el anciano de pronto preguntó:
—¿Qué piensa ese joven sobre el libre comercio?
La pregunta fue tan repentina que Eugene se quedó desconcertado, pero Meredith se apresuró a decir sonriendo:
—Lord Saint James desea conocer vuestra opinión sobre el libre comercio.
«Gracias a Dios —pensó Eugene— que tengo a Fleming». Pues éste le había contado quién era el anciano y también lo que debía responder a esa pregunta.
—Estoy de acuerdo con los whigs, milord, en el sentido de que el libre comercio debe servir para mejorar la situación de la humanidad, pero hasta que nuestros rivales comerciales lo apliquen también, los comerciantes ingleses necesitan algún tipo de protección.
Éste era exactamente el criterio que sostenían los comerciantes whigs y sus partidarios: todos estaban a favor del libre comercio, siempre y cuando los beneficiara.
—¿Qué os parece, Saint James? —exclamó Meredith con una carcajada.
Pero el conde deseaba seguir divirtiéndose con el espectáculo. Observando a Eugene con sus viejos y perspicaces ojos, como si éste fuera un caballo sobre el que se dispusiera a hacer una apuesta, dijo:
—¿Y qué me decís del patrón oro, joven? ¿Qué pensáis de él?
De nuevo, Eugene bendijo en silencio a su padrino. Si había un tema en el año 1819 que conseguía alterar los ánimos en la City y en el Parlamento, era la cuestión del oro.
Tradicionalmente, cuando emitían billetes de banco, éstos representaban los lingotes de oro por el que podían cambiarse. Esto limitaba el número de billetes en circulación y mantenía estable la moneda.
Pero durante los primeros días del conflicto con la Francia revolucionaria, el gobierno inglés, por medio del Banco, tuvo que pedir prestado tanto dinero —y por consiguiente tuvo que emitir tantos pagarés— que la cantidad de dinero que circulaba por el mercado londinense aumentó notablemente. De hecho, al término de las guerras napoleónicas, aproximadamente un noventa por ciento de los ingresos del Gobierno estaba destinado a pagar intereses. En estas circunstancias no existía el suficiente oro para respaldar todos los billetes de banco necesarios; de modo que se había autorizado al Banco de Inglaterra a emitir papel moneda que, en rigor, no estaba respaldado por oro.
Ese papel moneda era solvente. Estaba respaldado por la poderosa credibilidad del Banco, y por la capacidad del Gobierno de recaudar dinero por medio de los impuestos. Pero a muchos tories del país, todo el asunto les parecía un truco.
«Si no es oro no es auténtico», se quejaban. «Además —apuntaban los más listos—, si el dinero no está respaldado por oro, ¿cómo podemos estar seguros de que esos tipos no emitirán papel moneda cuando les convenga?». Si eso ofendía la integridad del canciller del Exchequer y de los gobernadores del Banco de Inglaterra, a los ciudadanos les importaba un comino. En el verano de 1819, se salieron con la suya. El Parlamento declaró que a lo largo de los años sucesivos regresaría al patrón oro. Pero había un problema.
—El oro es solvente, milord —dijo Eugene con cautela—. Pero creo que el súbito regreso al patrón oro es peligroso. El Banco tendrá que reducir la cantidad de moneda en circulación para equipararla a la limitada cantidad de oro de que dispone. Eso significa que al haber menos dinero los precios caerán. El comercio se verá seriamente afectado. Lo que es peor, al disminuir el dinero que circula en el mercado, los comerciantes, que pasan ahora una mala época, no podrán conseguir un crédito para remontar la situación. Todo el sistema podría derrumbarse.
Ésta era exactamente la opinión de la City. Había sido reiteradamente expuesta ante el Parlamento por Rothschild y otros grandes banqueros. El derrumbe que temían se produciría en épocas posteriores y daría en llamarse depresión, causada por la contracción de créditos.
Al oír la respuesta de Eugene, lord Saint James se limitó a decir:
—Asombroso.
Eugene había conseguido el puesto.
1822
Lucy tenía cuatro años cuando nació su hermano, un frío amanecer de diciembre. Al principio temieron que el niño muriera.
—Lo llamaremos Horatio —dijo su padre—. Por Nelson.
Quizá, según confiaron todos, el nombre del gran héroe procuraría al bebé la fuerza suficiente para sobrevivir. Al parecer dio resultado. Lucy siempre recordaría el día, un mes más tarde, cuando su madre, convencida de que el niño viviría, le había dicho: «Este niño también es tuyo. Siempre cuidarás de él, ¿no es cierto?». Y así fue.
Los Dogget estaban habituados a la muerte y a las calamidades. William, el padre de los niños, tenía sólo tres años cuando su padre, el viejo Sep Dogget, el bombero, había muerto aplastado por un edificio en llamas. La madre de Will había sido la segunda esposa de Sep y había tenido que criarlo sola. El hermanastro mayor de Will había ayudado, pero no mucho pues tenía varios hijos de corta edad, incluido Silas. Posteriormente, Will se había trasladado a la gigantesca parroquia de Saint Pancras, donde ocupaba tres habitaciones con su esposa, Lucy, y el pequeño y frágil Horatio, los únicos de sus cinco hijos que habían sobrevivido. La tasa de mortalidad infantil era una plaga urbana. Menos de la mitad de los niños de Londres alcanzaba los seis años.
Penny se dijo que no debía preocuparse. Al fin y al cabo, era sólo una conjetura. Meredith sin duda sabía lo que hacía. Eugene había preguntado a su padrino qué pensaba al respecto, pero Fleming le había aconsejado que no se involucrara.
Entre tanto, su vida en el Banco de Meredith era muy agradable. Los dos primeros años residió en casa de Meredith, dedicando los sábados y domingos a visitar a Fleming o a veces a sus padres en Rochester. Eugene era como un hermano mayor para los cuatro revoltosos hijos de Meredith; secretamente estaba enamorado de la bonita señora Meredith —por supuesto, tanto ella como su marido se habían dado cuenta— y si un día lograba vivir como ellos, se consideraría un joven muy afortunado.
Aunque numerosos aristócratas provincianos tenían depositadas sus cuentas en el Banco de Meredith, el negocio de éste, al igual que la mayoría de los bancos privados, residía en conceder préstamos comerciales a comerciantes dedicados a la importación y exportación. No concedían créditos a los fabricantes. «Para eso tendría que comprender lo que hacen», decía Meredith. Los fabricantes de los primeros tiempos de la Revolución industrial obtenían capital de sus amigos o de algún aristócrata que decidía respaldarlos, casi nunca de los bancos. Lo que daba de comer a los pequeños bancos como el de Meredith eran los préstamos a corto plazo para mercancías, letras de crédito y descuento de efectos.
Los negocios pasaban por momentos difíciles; el temor de la City con respecto al patrón oro en parte estaba justificado. Circulaba menos dinero, el crédito era restringido, los precios de las acciones habían bajado y todo el mundo estaba nervioso. «Necesitamos captar clientes nuevos», decía Meredith a sus empleados. Eugene había hallado varios, entre los cuales se contaba un comerciante especializado en tintes hindúes, artículos de carey y madreperla. Pero el gran crecimiento, en el cual Eugene confiaba en participar, procedía de los cuantiosos préstamos extranjeros.
Esos préstamos estaban destinados a gobiernos como Francia, Prusia y, últimamente, a países de América del Sur. Demasiado grande para un solo banco, este lucrativo negocio estaba sindicado y numerosos bancos participaban en él, incluyendo el de Meredith.
«Pero son los bancos mediadores los que ganan una fortuna —explicó Meredith a Eugene—, porque cobran comisiones». Los bancos de Baring y de Rothschild eran los líderes en este campo porque gracias a sus conexiones internacionales conseguían que bancos de toda Europa participaran en el negocio. «Baring’s se está yendo a pique», afirmó Meredith un día. En 1820 era del dominio público que la generación más joven de Baring, con sus fastuosas mansiones campestres, no prestaban suficiente atención a los pormenores del negocio.
Eugene sabía que algunas personas consideraban poco patriótico enviar dinero al extranjero. Pero según le explicó el banquero: «El dinero no conoce fronteras, Eugene. Al fin y al cabo —matizó—, en el pasado los lombardos y otros extranjeros prestaron dinero a Inglaterra. Ahora nos toca a nosotros ejercer de banqueros. ¡Y ojalá que dure!», añadió.
En la contaduría se respiraba un ambiente muy alegre. Los seis empleados, todos ellos de menos de treinta años, salían juntos de copas la mayoría de las tardes. La City era asimismo un lugar muy indicado para gastar bromas. Una de ellas consistía en presentarse en el Royal Exchange y ofrecer acciones falsas. Los que caían en la trampa eran ridiculizados por todos los presentes. Una de esas ofertas —Chinese Turnpikes— tuvo tanto éxito que gastaban esa broma con frecuencia a los incautos. Un caso más serio, aquel año, fue la oferta de bonos de un país sudamericano llamado Proesia que se había inventado un ingenioso bribón. Tras apoderarse de una elevada suma de dinero, éste se esfumó. Dos desgraciados inversores se habían arruinado, pero los comerciantes de Meredith eran jóvenes y brutales: se reían a carcajadas.
Pero aunque esas anécdotas le divertían, Eugene no perdía de vista su objetivo. ¿Cuánto valía uno? Ésa era la expresión que se oía todos los días en la City. ¿De qué otra manera podía medirse un hombre en una comunidad financiera? Hasta la fecha, salvo la modesta cantidad que heredaría un día de sus padres, la respuesta era: no mucho. Ciertamente, todavía era muy pronto, pero abundaban las historias sobre jóvenes ambiciosos que en menos de diez años habían conseguido hacerse socios de grandes firmas y ganar una fortuna. «Hay que espabilarse, Eugene —le decían sus compañeros—. Ésa es la clave».
Una manera de ganar dinero era especular en Bolsa, pero como disponía de unos fondos muy limitados Eugene no sabía por dónde empezar. Un amigo suyo, un joven corredor de Bolsa, le aconsejó: «Futuros —le aseguró—. Yo te mostraré cómo funcionan».
El mercado de futuros era un negocio animado. En lugar de adquirir una acción o bono y conservarlo, uno podía acceder a adquirirlo en el futuro, sin saber el precio que valdría entonces. Pero si hallaba a otro comprador, podía vender su opción a compra por un precio más alto, y embolsarse los beneficios sin haber invertido prácticamente un céntimo. Esta tradición de opciones, que posteriormente se llamaría derivativos, se había iniciado en 1720, por la época de la burbuja de los Mares del Sur. Aunque era técnicamente ilegal, se practicaba a diario.
Eugene no tardó en hallar el medio de instruirse en los vericuetos de la Bolsa. Tenía un cuadernillo donde apuntaba todas las transacciones que efectuaba, y al cabo de un año empezó no sólo a disponer de unas modestas ganancias, sino a desarrollar unas estrategias para sortear los riesgos. «Veo que estás cogiendo el tranquillo —le dijo su amigo—. Es como apostar en las carreras». Pero su afán de instruirse en esas materias acabó por producirle cierto desasosiego.
Sin proponérselo, Eugene se dio cuenta de que se estaba formando una exhaustiva idea de las actividades del Banco de Meredith. Empezó a elaborar una lista de las personas más importantes con las que trataban y a analizar sus transacciones. Y poco a poco llegó a una incómoda conclusión.
—No estoy seguro —dijo a Fleming—, pero si algunas de esas compañías fracasaran, creo que Meredith también se hundiría.
—Pero ten en cuenta que lo respalda el conde de Saint James —respondió Fleming para tranquilizarlo.
Como todo el mundo sabía, el abuelo de Meredith había criado al viejo conde y en señal de gratitud Saint James había prestado a Meredith el capital para que montara su negocio. El anciano aparecía de vez en cuando por el banco, pues parecía divertirle.
—Estoy seguro —concluyó Fleming— de que no os dejará en la estacada.
Además del Banco y del Royal Exchange, existía otro negocio pujante en la City. Instalado recientemente en un edificio cercano al Banco en un estrecho enclave llamado Capel Court, esta espaciosa sala de comercio se conocía como el Stock Exchange y en ella trabajaban principalmente hombres que se dedicaban a vender las innumerables emisiones de títulos de deuda pública. Sus ocupantes habían decidido vivir como perpetuos escolares. Incluso habían instalado un chiringuito donde vendían bollos rellenos de crema, rosquillas y todo tipo de golosinas. Pero el elemento más sorprendente era el número dos de Capel Court, que el gran campeón de boxeo Mendoza regentaba a modo de sala de boxeo a la que acudían los jóvenes corredores de Bolsa y otros para boxear entre sí o con un boxeador profesional.
Al visitar un día dicho local en compañía de Meredith, Eugene presenció una curiosa escena. El joven era más bien bajito, pero muy compacto. Llevaba el torso desnudo y se movía como un boxeador profesional. Tenía un mechón de pelo blanco y, por algún motivo, llevaba un pañuelo rojo alrededor del cuello. Acababa de derribar a un corredor de Bolsa y preguntó alegremente si alguien deseaba boxear con él cuando Meredith se detuvo para saludarlo.
—¡Hola, George! ¿Qué haces tú por aquí?
—¡Hola, Meredith! —contestó el otro sonriendo—. ¿Quieres luchar conmigo?
—No, gracias, George. Te presento a Eugene Penny —dijo Meredith—. Penny, éste es el señor George de Quette.
Eugene comprendió que tenía ante sí al conde de Saint James.
Todo el mundo había oído hablar de George de Quette. Más parecido a su campechano abuelo que al antipático lord Bocton, tenía fama de ser el joven aristócrata más excéntrico y divertido de Inglaterra. Montaba como un jockey, peleaba como un presumido y no tenía en cuenta el rango social. En cuanto a las mujeres, sus proezas eran legendarias. Su padre lo había enviado a Europa continental, donde había pasado dos años, pero su forzada ausencia no lo había cambiado un ápice. Después de ponerse la camisa, se bajó del ring y charló amablemente con ellos durante unos minutos.
A la semana siguiente, al encontrarse con Penny en la calle, George se acordó inmediatamente de él y lo invitó a tomar un café. Ambos mantuvieron una conversación deliciosa comentando los últimos torneos deportivos, pero Penny descubrió que los intereses del joven aristócrata eran más amplios de lo que había imaginado. Poseía profundos conocimientos sobre Francia e Italia y era muy aficionado a la lectura. Incluso le gustaba la poesía.
—Por supuesto, todo el mundo lee a lord Byron. Está de moda —declaró George—. Pero también me gusta Keats. La gente se burla de él porque no es un caballero. ¿Leíste el año pasado su «Oda a un ruiseñor»? Es una maravilla.
También parecía interesado en la banca, e hizo muchas preguntas a Eugene sobre su profesión. Éste le habló de sus transacciones en futuros.
—Supongo que la banca es como las carreras, en realidad —observó el joven aristócrata—. Estudia la forma. Compensa tus apuestas. Todo cuanto sé lo aprendí de mi abuelo. Es un viejo muy listo, te lo aseguro. —George sonrió—. «Tienes que ser implacable», eso me dice siempre. «Si algo no funciona, déjalo estar, reduce tus pérdidas, pasa a otra cosa». En eso consiste el arte de los negocios, ¿no?
Tenía razón, por supuesto, pensó Eugene. Pero si el Banco de Meredith se veía en apuros, se preguntó, ¿estaría milord dispuesto a reducir sus pérdidas? ¿Hasta qué punto resultaría implacable el campechano conde de Saint James?
—Creo —explicó lord Bocton a Silversleeves, hacia finales de ese año— que mi padre muestra signos prometedores.
—¿De entrar en razón, milord?
—No, de locura. Es más —continuó lord Bocton—, podría acabar en la cárcel.
—¿Es eso lo que deseáis?
—Por supuesto que no. Pero podríamos salvarlo de la cárcel si declaráis que está loco.
—Bien mirado, la cárcel satisfaría vuestros propósitos, ¿no es cierto?
—Prefiero encerrarlo en Bedlam —le contestó secamente lord Bocton.
—¿Qué ha hecho vuestro padre exactamente? —preguntó Silversleeves.
Para desgracia de lord Bocton, su padre le había dado pocos motivos de queja durante los dos últimos años. El proyecto de construir unas villas en Regent’s Park se había postergado y lord Saint James, que no podía estarse quieto un minuto, había adquirido una elegante mansión, pero por un precio menos ruinoso, en el lado oriental del parque. En cuanto a las peligrosas ideas políticas del conde, la situación se había calmado un poco en los últimos días y a raíz de que dos competentes tories, Canning y Robert Peel, se habían unido a las filas del Gobierno, incluso se rumoreaba que sería deseable emprender una modesta reforma. Si el conde estaba perdiendo el juicio, era preciso reconocer que las circunstancias del momento no favorecían ese proceso.
Pero san Pancracio acudió en ayuda de lord Bocton. En 1822, la selecta y aristocrática junta parroquial de Saint Pancras decidió construir una iglesia digna de ellos, en un barrio elegante. Era un edificio de estilo griego y los miembros de la junta se mostraron más que satisfechos con la nueva iglesia, cosa lógica, por otra parte, ya que la habían construido de acuerdo con sus deseos. «De este modo Dios no se verá importunado por los rezos de la gente pobre», comentó Carpenter. La iglesia había costado decenas de miles de libras, de modo que la junta parroquial había tenido que aumentar los impuestos de la parroquia. «Las gentes modestas de Saint Pancras pagarán tres veces más que antes», protestó Carpenter. El conde de Saint James, tras declarar que todo el asunto le parecía monstruoso, se había negado a pagar.
Al principio la junta parroquial se había sentido abochornada. No deseaban que se produjera un escándalo. Pero un par de miembros de la misma, quienes conocían a lord Bocton, aseguraron a sus colegas que no podían tolerarlo.
«Si el viejo Saint James se sale con la suya, centenares de personas seguirán su ejemplo», afirmaron. Después de enviar al conde tres solicitudes de pago, las autoridades habían cursado una orden de arresto contra él.
—Dejaremos que lo arresten —dijo Bocton con evidente satisfacción—. Y luego lo salvaremos.
Una fría mañana de diciembre, Eugene alzó la vista de su mesa y se sorprendió al ver a George de Quette entrar con aspecto preocupado en la contaduría y preguntar por Meredith. Al cabo de unos minutos, el propio Meredith lo invitó a pasar a su sala de estar.
—Lord Saint James ha sido arrestado —se apresuró a explicarle Meredith—. Se ha negado a pagar los impuestos de la parroquia.
—Yo mismo los pagaría —respondió el joven George—, pero mi renta no me lo permite.
—¿No podría ayudar lord Bocton? —preguntó tímidamente Eugene.
Los otros dos se miraron.
—Yo pagaré ese dinero —dijo Meredith rápidamente—. Dios sabe, George, que se lo debo todo al conde de Saint James.
—Debemos obrar con cautela —dijo George—. Si el anciano llega a enterarse de que nos hemos entrometido…
—Necesitamos a alguien que no sea conocido. Una persona discreta —dijo Meredith.
La cosa resultó relativamente sencilla. En cuanto hizo su proposición, Eugene observó que el decano de los miembros de la junta parroquial emitía un suspiro de alivio.
—¿Decís que este dinero procede de…?
—Gente bienintencionada de la parroquia, señor.
—Me temo que no he captado vuestro nombre.
—Actúo en nombre de unas personas que desean permanecer en el anonimato, señor. Como comprobaréis, esto salda totalmente la deuda de lord Saint James con la parroquia.
—Así es.
—En cuyo caso, su arresto…
—Ya no es necesario. Por supuesto.
—Pero ¿y si se niega a pagar? —objetó un funcionario más joven.
—Puede negarse a pagar hasta el día del Juicio Final —replicó el otro funcionario con aspereza—, pero si ha pagado, o lo ha hecho alguien, no podemos acusarlo, ¿no es así? No puede ir a la cárcel —añadió con satisfacción—, aunque quiera. —El hombre se volvió de nuevo hacia Eugene—. Os estoy muy agradecido, señor, y también a quienes representáis. Nos habéis ahorrado muchos inconvenientes. Retiraremos todos los cargos. Lord Saint James estará fuera de la cárcel dentro de una hora; yo mismo me ocuparé.
Eugene se dirigió dando un paso hacia Hollborn, complacido con la manera en que se había resuelto el asunto. Pero no bien había caminado cuatrocientos metros cuando se detuvo al grito de «¡eh!, ¡deteneos, señor!» seguido de unos pasos apresurados. Al volverse vio la espigada figura verde botella de lord Bocton que avanzaba hacia él acompañado por un individuo narigudo de aspecto siniestro.
Lord Bocton y Silversleeves acababan de pasar por la oficina de la junta parroquial para asegurarse de que su presa se hallaba encerrada en prisión antes de proseguir con su plan.
—¿Habéis estado en la oficina de la junta parroquial? —preguntó lord Bocton.
—Es posible —contestó Eugene—. Y es posible que no —añadió amablemente—. ¿Puedo preguntaros por qué deseáis saberlo?
—¡Dejaros de pamplinas! ¿Acaso tratáis de entorpecer la labor de la justicia?
—No. —Nada más lejos de su ánimo.
—¿Queréis que os arresten?
—No lo creo.
—¿Vuestro nombre, señor?
Eugene dejó que asomara a su rostro una expresión de deliciosa perplejidad.
—¿Mi nombre? —preguntó frunciendo el entrecejo—. Qué extraño. No consigo recordarlo, señor.
Y mientras los otros dos se miraron estupefactos Eugene dobló la esquina y desapareció en una callejuela.
Durante varios minutos lord Bocton y Silversleeves se quedaron ahí plantados, mirándose. Por fin Silversleeves dijo:
—No recordaba su propio nombre, milord. Un síntoma claro de locura.
—¡Al cuerno con vos y vuestra locura! —exclamó Bocton furioso y se marchó.
1824
Aquel día se habían alejado más de lo que era habitual, pues un amable vecino les había ofrecido llevarlos en su carro.
Lucy y Horatio eran una pareja muy conocida en su humilde calle. La pálida niña de cinco años sacaba al pequeño a pasear todas las tardes, si no estaba indispuesto, porque le habían dicho que así se pondría más fuerte. Y el pequeño Horatio, con su mechón de pelo blanco, caminaba bamboleándose de la mano de su hermana.
Su vecino, que tenía que atender un asunto cerca del Strand, dejó a los dos niños en Charing Cross y prometió regresar para recogerlos al cabo de media hora. Era un buen lugar para que los niños pasearan. El espacio ante ellos, que posteriormente sería ampliado y se convertiría en Trafalgar Square, tenía una ligera pendiente. En el lado sur estaban las entradas a las elegantes calles de Whitehall y Pall Mall. A la derecha se divisaba la hermosa fachada clásica de Saint Martin-in-the-Fields, y ante ellos se extendían los edificios de los Royal Mews, donde se albergaban los caballos y carruajes del Rey.
La tarde estival era calurosa y polvorienta, impregnada de olor a estiércol. Unas grandes nubes oscuras formadas por moscas se alzaban con un sonoro zumbido cada vez que pasaba un carro. En el centro del espacio abierto los dueños de unos puestos callejeros habían instalado un pequeño mercado; las palomas y los pichones que estaban posados en el frontón clásico de Saint Martin se precipitaban sobre los restos de comida de alrededor de los puestos. Varios vendedores ambulantes empujaban sus carros de un lado a otro, anunciando sus mercancías. De pronto, mientras los dos niños se paseaban alegremente, se fijaron en una joven que llevaba un cesto y exclamaba suavemente «¡Lavanda! ¡Comprad mi lavanda!», con un tono que atrajo la atención de Lucy. La mujer se acercó y les ofreció una ramita, y cuando Lucy le explicó que no llevaba dinero, la joven sonrió y le rogó que la aceptara. La ramita olía maravillosamente y cuando Lucy le preguntó dónde la había cogido, la joven respondió:
—Pues en Lavender Hill, naturalmente. Está cerca de la aldea de Battersea. Entre ésta y Clapham Common.
Según les explicó la mujer, en esas colinas, las cuales se encontraban a menos de dos kilómetros, crecían numerosas hectáreas de lavanda. Lucy supuso que debía de ser un lugar encantador.
—¿Es tu hermano? —preguntó la joven—. Tiene un aspecto enfermizo.
—Sí, pero ya está mejor.
—¿Conoce la canción de la lavanda?
Lucy negó con la cabeza y la muchacha comenzó a cantarla:
Azul lavanda, dilly, dilly,
verde lavanda…
cuando yo sea rey, dilly, dilly,
tú serás reina.
—Pero como la canto yo —observó la joven— supongo que debería decir «cuando tú seas rey», o sea a la inversa. Cántasela a tu hermano —recomendó a Lucy sonriendo. Luego se marchó.
Lucy y Horatio se disponían a regresar a Charing Cross cuando vieron a la esposa del vecino dirigiéndose apresuradamente hacia ellos desde los Royal Mews. Tenía el rostro sudoroso y el vestido rojo empapado en sudor y pegado al cuerpo.
En su afán de alcanzar a los niños apretó el paso y ahuyentó a las palomas que pululaban por allí.
—Será mejor que vengáis conmigo —dijo la mujer, cogiendo a Lucy de la mano.
Habían tendido a Will Dogget en la cama y aún respiraba, pero cuando Lucy lo contempló, sin soltar a su hermano de la mano, comprendió que se moría.
Esa polvorienta tarde de verano Will había pasado junto al andamio de unas obras que hacían en unas elegantes casas junto a Regent’s Park. De pronto había alzado la vista en el preciso momento en que caía sobre él un montón de ladrillos.
De vez en cuando Will emitía un débil gemido. Respiraba con dificultad, de manera entrecortada. No pareció darse cuenta de la presencia del sacerdote, ni de Lucy y el pequeño Horatio. A las seis de la tarde murió.
La madre de Lucy, más que pálida, tenía un color ceniciento. Era terrible perder al marido. Debido a que muchas mujeres morían de parto, la tasa de mortalidad entre la población femenina era muy elevada. Un hombre podía volver a casarse y su nueva esposa cuidaría de los niños, pero si moría un trabajador, ¿de qué se suponía que vivía su viuda?
Will Dogget fue enterrado al día siguiente en una fosa común. Al entierro sólo asistieron tres personas. Lucy había oído decir a su padre que había otros Dogget, unas tías y tíos, pero al parecer vivían muy lejos y su madre no los conocía. Además de la viuda y la hija sólo asistió otra persona, un hombre corpulento que llevaba un viejo sombrero negro y deforme. El hombre observó en silencio mientras enterraban a Will; luego se acercó y masculló unas palabras en tono áspero antes de marcharse. Exhalaba un olor a río y a Lucy le pareció que tenía un aspecto siniestro.
—¿Quién es ése? —preguntó la niña a su madre.
—¿Ése? —Su madre hizo una mueca—. Es Silas. No sé cómo ha averiguado lo de tu padre. Yo no le pedí que viniera.
—Dijo que volvería.
—Espero que no.
—¿Qué hace? —preguntó Lucy con curiosidad.
—Es mejor que no lo sepas —contestó su madre.
¿Cuánto valía él?, se preguntó. Cuando Penny salió del Banco de Meredith esa tarde de octubre y cruzó la calle, de pronto le pareció importante saberlo. Era importante debido a unos preciosos ojos castaños y una voz bondadosa con un leve acento escocés, que pertenecía a la persona de la señorita Mary Forsyth. Más que importante era urgente saberlo porque Penny iba a encontrarse por primera vez con el padre de la joven.
Durante los últimos dieciocho meses, las cosas le habían ido francamente bien. Había conseguido ahorrar algún dinero y empezado a hacer unas inversiones muy prometedoras. Durante los dos últimos años la City había adquirido mayor confianza debido al pujante mercado de préstamos extranjeros. El Banco de Meredith había ganado unos suculentos beneficios en Buenos Aires y Brasil y acababa de incorporarse a un gigantesco sindicato destinado a conceder préstamos a México, si bien el banco, prudentemente, había declinado prestar dinero a Colombia y Perú. Animados por los vastos y rentables capitales que circulaban por la City, los corredores de Bolsa se habían dedicado a vender bonos menos fiables e incluso se habían incorporado a compañías por acciones como una flotilla al socaire de los grandes préstamos. En definitiva, se estaba creando un gran mercado bursátil alcista. Los inversores, en vista de que todos los precios subían, se alarmaron. Y Eugene Penny, dejándose guiar por su intuición como solía hacer, había ganado más de mil libras. Sin embargo, al entrar en el Royal Exchange, se preguntó si esa cantidad sería suficiente para satisfacer al temible Hamish Forsyth.
El Royal Exchange había sido siempre un lugar concurrido, pero ese día estaba totalmente lleno. Cada uno de los pocos metros del emporio del comercio mundial parecía estar reservado a un comercio determinado: el Jamaica Walk, el Spanish Walk, el Norway Walk, donde nutridos grupos de corredores vendían acciones a compradores de todos los países. Eugene se abrió camino por entre un grupo de holandeses, y luego de unos armenios, antes de pasar de la bulliciosa y pintoresca escena a las regiones más moderadas del entresuelo. Allí, en una inmensa e imponente sala, se encontraba la mesa de trabajo del señor Forsyth.
Lloyd’s of London no era una firma insignificante. La vieja cafetería llamada Lloyd’s había ido evolucionando hasta convertirse en una solvente y bien administrada sociedad que gozaba de una excelente reputación. Eugene sabía que algunos de los pequeños corredores de seguros de la ciudad eran poco menos que vendedores ambulantes y fulleros bien vestidos, pero los hombres de Lloyd’s pertenecían a una raza muy distinta. En esa solemne sala, que habían alquilado al Royal Exchange, se conservaba el Lloyd’s Register of Shipping. Aquí, por medio de unos sindicatos semejantes a los que utilizaban los bancos para los grandes préstamos, los grandes buques, independientemente de lo valioso que fuera su cargamento, eran asegurados por los caballeros que se hallaban en esos momentos sentados a sus mesas. Y del centenar de aseguradores pertenecientes a la compañía, ninguno era más solvente e importante que la hosca figura que, aunque no se dignó levantarse, saludó a Eugene con una breve inclinación de la cabeza.
Se decía que el señor Hamish Forsyth parecía un juez escocés que acabara de dictar sentencia. Sus antepasados presbiterianos eran duros como el granito. No obstante, aunque tan recto y severo como ellos, Hamish había preferido transferir esos sentimientos de la Iglesia de Dios al mercado de seguros londinense. Su frente, coronada por unos pocos pelos grises, era noble; su nariz, aguileña. De vez en cuando aspiraba una generosa pizca de rapé, de manera que su conversación estaba punteada por unos sonoros «esnifs» que otorgaban a sus palabras un tono categórico que sugería que ningún barco que él hubiera asegurado se atrevería a irse a pique.
—Iremos a un café que hay enfrente —dijo.
Forsyth condujo a Penny a un café en Threadneedle Street, donde, con el aire de alguien que concede un favor, le invitó a una taza de café.
—Tengo entendido que conocéis a mi hija —comentó.
Penny respondió que sí.
—Pues en tal caso será mejor que respondáis a algunas preguntas —dijo Forsyth aspirando un poco de rapé.
Penny se sintió como un barco al que estuvieran inspeccionando para comprobar si era apropiado para la navegación marítima. Forsyth hizo varias preguntas. Penny las respondió. ¿Su familia? El joven explicó quiénes eran. ¿Su religión? Sus antepasados eran hugonotes. Esto provocó un sonoro «esnif», presuntamente de aprobación. Penny reconoció que él mismo pertenecía a la Iglesia anglicana, pero eso tampoco pareció perturbar a Forsyth. «Es respetable», dijo. ¿Su posición? Penny explicó que trabajaba en el Banco de Meredith. Forsyth lo miró con aire pensativo; a continuación, adoptando el tono de un ministro presbiteriano, declaró:
—Un hombre que invierte en México puede salvarse. En Perú… —«Esnif»—. Jamás.
Cuando pidió a Penny que declarara el monto de su fortuna, éste respondió sinceramente, y al pedirle que describiera sus transacciones bursátiles, el joven lo hizo con todo detalle, lo que provocó un suspiro por parte de Forsyth.
—Este mercado está muy caliente, joven. Salid de él si no queréis abrasaros.
Eugene se sintió tentado a rebatir esa opinión, pero era demasiado listo para cometer semejante imprudencia.
—¿Cuándo creéis que debo salir de él, señor?
Forsyth lo miró como a un hombre que está agarrado a una roca para no caer en un precipicio, antes de decidir si pisarle los dedos o ayudarlo a salvarse.
—Antes de Pascua —contestó de manera categórica. Luego, inopinadamente, como si temiera haberse mostrado demasiado benevolente, soltó—: Usa gafas, señor Penny. La verdad, joven, ¿padecéis un grave defecto visual?
Eugene le explicó que su padre y su abuelo habían sido también miopes.
—Pero no parece empeorar —se apresuró a añadir.
Eugene no logró adivinar si esa respuesta había satisfecho a Forsyth, pero al cabo de unos momentos éste le hizo una serie de preguntas sobre la banca y las finanzas que le confirmaron que el escocés poseía una mente tan aguda como decían. Eugene respondió a las preguntas sin mayores dificultades, pero la última lo hizo detenerse.
—¿Qué pensáis del retorno al patrón oro, señor Penny?
Eugene recordó cómo había respondido al conde cuando éste le había formulado la misma pregunta, y sabía lo que pensaba la mayoría de la gente en la City, pero también pensó que, si había juzgado correctamente a ese hombre, se imponía otra respuesta.
—Estoy a favor del patrón oro, señor.
—¿Ah, sí? —Por primera vez el escocés pareció sorprendido—. ¿Y por qué, si me permitís que os lo pregunte?
—Porque no me fío del Banco de Inglaterra, señor —contestó Penny sin vacilar.
—Vaya. —Hasta Forsyth se quedó mudo un momento.
Penny no se inmutó. No se había equivocado.
—No es frecuente —reconoció Forsyth finalmente— encontrar en la City a un joven que sostenga esos criterios.
Eugene había dado en la diana. Incluso el Banco de Inglaterra representaba, para Forsyth, un barco frágil y casi en ruinas. Durante unos momentos el anciano se quedó pensativo, antes de recobrar la compostura y aspirar otra pizca de rapé.
—De modo —dijo volviendo al ataque— que amáis a Mary. Debéis reconocer que no es una belleza.
Mary Forsyth tenía una figura esbelta y una cabeza que algunos habrían juzgado un poco grande y llevaba el pelo castaño peinado con raya en medio, lo que le daba un aire un tanto intelectual. No era coqueta ni le importaba la moda. Su belleza residía en su bondadoso carácter y su elevada inteligencia. Eugene la amaba sinceramente.
—Permitid que difiera de vos en esta cuestión, señor.
«Esnif». Una pausa.
—Por lo que deduzco —dijo Forsyth con tono meloso— es su dinero lo que perseguís. —El anciano observó a Penny casi afablemente.
Eugene se detuvo para reflexionar. Aunque no era tan rico como algunos banqueros, no cabía duda de que Forsyth poseía una fortuna muy sólida, y Mary era su única hija. Fingir que este hecho no le importaba habría sido absurdo y estúpido.
Tras observar a Forsyth unos momentos dijo midiendo bien sus palabras:
—Jamás me casaría con una mujer a la que no amara y respetara. En cuanto a su fortuna —continuó—, no es el dinero lo que busco. Pero deseo casarme con una mujer que pertenezca a una familia —Penny hizo una breve pausa— solvente.
—¿Solvente?
—Sí, señor.
—¿Solvente? Yo me considero solvente, señor. De eso podéis estar seguro. ¡Muy solvente!
Penny inclinó la cabeza y guardó silencio. Forsyth también hizo una pausa para aspirar un poco de rapé.
—Sois joven, Penny. Aún tenéis que estableceros. Y, por supuesto, Mary puede recibir una propuesta de matrimonio más interesante. Pero en caso contrario dentro de unos años volveremos a hablar de ello. —Forsyth asintió con la cabeza, demostrando al parecer su aprobación—. Entre tanto, podéis visitar a Mary… —llegado a este punto el anciano aspiró un poco de rapé profunda, sonora y categóricamente— de vez en cuando.
Lucy pasaba por ese lugar casi todos los días, pero siempre apartaba la vista porque temía que le diera mala suerte. Era un lugar que su familia siempre procuraba evitar.
El asilo era el terror de toda familia pobre, y el asilo de la parroquia de Saint Pancras era el peor de todos. Situado en un ángulo entre dos destartaladas calles, antiguamente había sido la residencia de un noble. Pero por aquel entonces nada tenía de noble. Cerca de él había un desvencijado cepo y una jaula donde encerraban antaño a los prisioneros. El patio estaba repleto de desperdicios. Hacía unos años habían tenido que ampliar el viejo edificio, pues en él vivían hacinados un sinfín de indigentes, lo que lo convertía en una conejera para pobres.
En teoría, los asilos de las parroquias estaban destinados a ayudar a los pobres, ofrecer albergue a quienes carecían de medios, enseñar a los niños un oficio y proporcionar trabajo a las personas adultas. Pero en la práctica era muy distinto. La gente llevaba siglos quejándose de los pobres de las parroquias: el hecho de pagar unos impuestos para que construyeran una nueva iglesia era lamentable, si bien una iglesia era algo tangible; pero gastar dinero en cubrir las necesidades de los pobres sólo servía para que éstos se volvieran más exigentes. En la práctica, por lo tanto, las parroquias gastaban lo justo para atender a los pobres. El control sobre esos lugares era un mero trámite. La mayoría de los asilos estaban atestados de personas enfermas, y los indigentes que acudían a ellos rara vez permanecían mucho tiempo.
Poco después de morir su padre, Lucy había preguntado nerviosa a su madre:
—¿Tendremos que ir al asilo?
—Por supuesto que no —había mentido su madre—. Pero tendremos que ponernos a trabajar las dos.
Su madre se había empleado en una pequeña fábrica cercana a su casa donde fabricaban vestidos de algodón. Pero el horario era muy largo y el dueño no le permitía ir a trabajar con el pequeño Horatio. De modo que cada mañana, acompañada por su hermano, Lucy pasaba por delante del asilo de camino a su nuevo trabajo en Tottenham Court Road.
Al margen de lo que uno pudiera pensar sobre la situación general del mundo, el negocio de los muebles había sido generoso con Zachary Carpenter. «Puedo vender tantos escritorios y sillas como sea capaz de fabricar», solía confesar. Había alquilado otro taller y empleado a diez oficiales y a otro aprendiz. Su mano de obra total ascendía al doble, pero los otros no eran oficiales ni aprendices: eran niños.
«Bien adiestrados, con sus manitas pueden realizar unos trabajos primorosos», solía explicar Carpenter. No conocía a una sola persona en su negocio que no empleara a niños. En cuanto a si era justo, el reformista social decía: «Deberían estar en la escuela. Pero hasta que existan escuelas, al menos evito que se mueran de hambre». O que acabaran en el asilo.
Carpenter, como muchos patrones, no empleaba a niños de menos de siete años, pero en el caso de Horatio había hecho una excepción. Puesto que el niño estaba deseoso de ayudar, le daba una pequeña escoba y le dejaba que barriera el suelo del taller, cubierto de virutas de madera. De vez en cuando lo recompensaba con un cuarto de penique.
Lucy y su madre no ganaban entre las dos el jornal que había percibido Will Dogget. Éste solía llevar a casa entre veinte y treinta chelines a la semana. Su viuda ganaba diez chelines; Lucy, cinco. El panorama era el mismo en toda Inglaterra; las mujeres cobraban aproximadamente la mitad del jornal de un hombre; un niño, algo más que una sexta parte. Pero era el único medio de evitar ir al asilo.
En Pascua de 1825, Eugene Penny siguió el consejo del señor Hamish Forsyth y redujo todas sus inversiones a dinero efectivo y fondos públicos. «Si tiene razón y no sigo su consejo, jamás me lo perdonará —razonó Penny—; pero si sigo su consejo y resulta que se equivoca, eso me colocará en una situación algo más ventajosa con respecto a él».
Era difícil predecir si el hosco escocés estaba en lo cierto. El auge de los préstamos extranjeros continuaba. «¡Jamás habíamos percibido tantos beneficios!», declaró Meredith. Pero cuando Penny observaba algunos de los excesos del mercado bursátil no podía por menos de confesar que estaba sobrevalorado. En cuanto a la bolsa de contratación, la gente pedía préstamos para adquirir lo que fuera. «Cobre, madera, café…, los precios no pueden seguir subiendo eternamente». Pero transcurrieron la primavera y el verano y el auge económico continuó.
Penny había ascendido en la empresa. Desde el asunto del conde de Saint James, Meredith le había confiado varias misiones que requerían discreción y comentaba con él los asuntos del banco.
—Hemos venido a ocupar el lugar de los bancos de Baring y de Rothschild —dijo Meredith. Los dos líderes en el mercado de préstamos extranjeros se habían mantenido al margen de la especulación bursátil.
—Nuestra posición es bastante sólida. Pero lo que temo —confesó Meredith—, es una caída general. Es muy difícil que un banco pequeño como el nuestro se proteja contra eso. Todo depende de quién se hunda.
El peligro que amenazaba al Banco de Meredith y que Eugene había temido al principio era endémico a todos los pequeños bancos. Si algunos de los que debían dinero a Meredith se arruinaban, él se vería en una situación comprometida.
—Pero el verdadero peligro —continuó Meredith— no es tan específico. No se trata de una mala inversión o un préstamo dudoso, no consiste en algo que uno pueda predecir. Es la pérdida de confianza. Eso puede matarnos.
—Jamás he contemplado algo semejante —confesó Eugene.
—Reza para que nunca ocurra —contestó Meredith.
Eugene veía a Mary cada semana. Ambos estaban convencidos de que se casarían, pero el que pudieran hacerlo dentro de poco tiempo era ya otra cuestión. El sueldo de Eugene había aumentado notablemente; su posición en el banco parecía asegurada, pero aún no había alcanzado una situación que satisficiera al señor Hamish Forsyth.
Los problemas comenzaron en otoño.
—Cierra las compuertas, Penny —anunció Meredith—. Creo que vamos a tener tormenta. Según dicen —le explicó—, el Banco de Inglaterra está restringiendo los créditos.
En octubre empezaron a circular rumores. En noviembre se dejaron oír las primeras voces de protesta. Los mercados empezaron a tambalearse y luego a caer.
—¡Esto no puede continuar así! —declaró Meredith—. El Banco tiene que aflojar o cundirá el pánico.
A principios de diciembre, el Banco de Inglaterra llegó a la conclusión de que había ido demasiado lejos y empezó a conceder créditos. Pero era demasiado tarde.
El miércoles 7 de diciembre, se confirmó que durante el fin de semana el Banco había salvado de la bancarrota al Banco de Pole, una entidad privada estrechamente vinculada nada menos que con treinta y ocho bancos provinciales. El jueves 8 de diciembre, un importante banco de Yorkshire llamado Banco de Wentworth se desplomó. A lo largo de los días sucesivos, las personas acomodadas en toda Inglaterra se apresuraron a retirar su dinero de sus oficinas locales. Las noticias llegaban a Londres con las diligencias de todos los condados. «Oro. Todos quieren oro».
Ese fin de semana, el Banco de Pole hizo suspensión de pagos. El lunes 16 de diciembre, tres docenas de bancos se habían hundido.
Ese lunes la niebla se extendió sobre la ciudad antes del amanecer. Todo estaba sumido en un profundo silencio. En ciertos momentos, Penny casi tenía la impresión de que se hubiera producido el fin del mundo mientras aguardaban en la contaduría, bañada en una luz amarillenta, a que apareciera alguien y les comunicara que todo había terminado.
La mañana transcurrió sin novedad. El banco había cesado todas sus actividades. De vez en cuando enviaban a un empleado a averiguar las últimas noticias, éste desaparecía engullido por la niebla y regresaba con informes francamente alarmantes: «¡El Exchange está atestado de personas exigiendo dinero! El Banco de William, en Mincing Lane, está asediado. No saben si podrán resistir…».
Meredith había llevado a cabo unos preparativos concienzudos. Durante la semana anterior se había entrevistado con prácticamente todos los clientes importantes del banco.
—Creo que he logrado calmarlos a todos —informó a Eugene—. Pero si cunde el pánico… —Meredith se encogió de hombros. La niebla, en su opinión, los favorecía en realidad—. La gente tiene que esforzarse en localizarnos. No pensarán en nosotros al pasar por la calle. —Por otra parte, había hecho acopio de tantas monedas de oro como había sido posible—. Veinte mil en soberanos —anunció.
Pero Penny notó que cuando él observó «supongo que eso bastará», Meredith había murmurado: «Tiene que bastar».
Sólo unas pocas personas se habían presentado esa mañana para retirar su dinero. Hacia el mediodía, milagrosamente, había aparecido un comerciante para hacer un depósito de mil libras. «Lo he sacado del Banco de William —explicó—. Está más seguro con ustedes». Por la tarde, a medida que llegaban noticias de otros bancos que se encontraban en apuros, el pánico aún no había alcanzado el Banco de Meredith.
Poco antes de cerrar, un anciano y corpulento aristócrata provinciano apareció envuelto en un abrigo marrón, se detuvo en la brumosa puerta del banco y preguntó:
—¿Es el Banco de Meredith?
Al asegurarle que lo era, el hombre avanzó hacia el mostrador y dijo:
—Me llamo Grimsdyke. Vengo de Cumberland. Quisiera retirar cierta cantidad de dinero.
—Cáspita —murmuró Meredith—, ese anciano caballero fue uno de mis primeros depositantes. Casi había olvidado qué aspecto tiene. Debe de haber viajado toda la noche.
—Perfectamente, señor —respondió el empleado del banco—. ¿Cuánto dinero deseáis retirar?
—Veinte mil libras.
En realidad no era necesario retirar esa cantidad, le aseguró Meredith con calma, el banco era perfectamente solvente. Pero el anciano caballero no había viajado desde el norte de Inglaterra para cambiar en ese momento de parecer. Cogió todo el dinero y pidió a unos empleados que lo transportaran hasta su coche. Cuando la puerta del banco se hubo cerrado, Meredith llamó a Eugene.
—Preparad un balance, señor Penny —le dijo suavemente—, y traédmelo a la sala.
—No podemos resistir un día más —afirmó Meredith cuando él y Eugene hubieron examinado los libros—. Esos tres —dijo señalando los nombres que años antes habían inquietado a Penny— nos deben mucho dinero, y cualquiera de ellos puede acabar arruinado. Lo cierto es que no sé si somos solventes o no. En cuanto al dinero que nuestros clientes deseen retirar, probablemente conseguiré otras cinco mil libras en efectivo, pero mañana esa cantidad habrá desaparecido y entonces tendremos que cerrar las puertas.
—¿No puede ayudarnos el Banco de Inglaterra?
—Aún no nos han demostrado la voluntad de hacerlo. Somos demasiado insignificantes para que se preocupen por nosotros.
Ambos hombres guardaron silencio.
—Podemos recurrir al conde de Saint James —sugirió Eugene al cabo de unos minutos.
—No puedo —contestó Meredith—. Ha hecho ya mucho por mí. Además, desde un principio me informó de que no contara con él para resolver los problemas financieros del banco. —Meredith suspiró—. No puedo recurrir a él, Penny.
—Entonces dejad que lo haga yo —dijo Eugene.
—Muy propio del viejo diablo ausentarse de Londres en estos momentos —masculló Eugene mientras el coche avanzaba esa noche traqueteando por el camino. El conde había ido a Brighton. Penny había alquilado una silla de posta y había enfilado el serpenteante camino hacia la población marítima, a ochenta kilómetros hacia el sur—. Al menos —dijo esbozando una sonrisa amarga—, dejaré atrás esta niebla.
Con suerte, calculaba que llegaría a Brighton antes de que el conde se hubiera acostado. La única cosa que lo turbaba era el hecho de no haber tenido tiempo de cambiarse de ropa, y la persona con la que el conde se hospedaba en Brighton era nada menos que el Rey.
Eran pasadas las diez cuando Eugene, después de dar una serie de explicaciones a los centinelas, lacayos y demás personas de importancia, se encontró en una antesala magníficamente decorada a solas con el conde de Saint James. Aunque era evidente que el anciano había bebido varias copas de champán, sus ojos adquirieron una dureza asombrosa cuando Eugene le explicó los motivos que le habían llevado hasta allí.
—Le dije que no contara conmigo para sacarlo de un apuro. Él lo sabe perfectamente.
—Es cierto, milord. Yo mismo le rogué que me permitiera venir a veros.
—¿Vos? —Saint James observó a Eugene atónito—. ¿Sois uno de sus empleados y habéis venido a verme? ¿Aquí?
—El señor Meredith me confía con frecuencia algunos asuntos.
—No os falta valor —dijo Saint James sin aspereza.
—El valor es una cualidad muy útil en un banco —contestó Penny rápidamente—. Confío en que nos ayudéis a salir de este aprieto.
El anciano se detuvo. De pronto, clavó en Penny una mirada tan escrutadora como la de los corredores de apuestas en las carreras.
—¿Es solvente el banco?
—Sí, milord —contestó Penny mirando al anciano a los ojos. Lo dijo con absoluto convencimiento aunque sabía que era mentira. Pero lo hacía por Meredith.
—Le prestaré diez mil libras a un interés del diez por ciento —dijo Saint James bruscamente—. Iré a Londres mañana. ¿Os parece bien?
Eugene Penny tomó el coche de correo antes del amanecer y llegó a la City a media mañana. La niebla se había disipado. Las calles estaban muy concurridas. Cuando Penny contó a Meredith la noticia, el banquero se sintió tan conmovido que sólo atinó a estrecharle la mano. Pero, en cuanto recobró la compostura, dijo:
—De todos modos, me temo que es demasiado tarde… Nos quedan dos mil libras. El dinero se ha esfumado a un ritmo de mil libras por hora. A mediodía se habrá acabado. Lo he intentado todo, pero no he conseguido un solo penique. No puedo cerrar las puertas hasta última hora de la tarde en que llegará el dinero de Saint James, porque si lo hago cundirá el pánico y ni siquiera tendremos suficiente con sus diez mil libras. Necesitamos disponer al menos de cuatro horas, Penny. ¿Qué diablos puedo hacer?
En ese momento a Eugene se le ocurrió una idea genial.
—¿Os quedan dos mil libras? ¡Llevadlas al Banco inmediatamente! —exclamó—. En una carretilla. Esto es lo que vamos a hacer.
Media hora más tarde, Meredith, con una serenidad pasmosa, se dirigió al pequeño grupo de personas que esperaban en la contaduría a que les pagaran.
—Caballeros, les presentamos nuestras disculpas. Hemos solicitado al Banco unos soberanos y nos han enviado calderilla. Pero disponemos de dinero suficiente. Todos ustedes cobrarán. Un poco de paciencia, por favor.
Los dos empleados situados detrás del mostrador comenzaron a pagar lentamente en chelines, en piezas de seis peniques, pero mayormente en peniques. Para cuando hubieron contado las pequeñas monedas, el dinero salía a un ritmo de trescientas libras por hora, pero constante. Cuando apareció el conde, poco antes de que cerraran las puertas, se encontró con que los clientes, salvo los más aterrorizados, habían comenzado a marcharse de puro aburrimiento. A partir de ese día, durante muchos años, la City decía a propósito del Banco de Meredith: «Pagar pagan; pero sólo dan peniques».
La gran crisis bancaria de 1825 no concluyó ese martes. El miércoles, para muchos —aunque afortunadamente no para Meredith— fue peor. El jueves el Banco de Inglaterra, dejando a un lado su severidad y respaldado en el gabinete por el duque de Wellington, llamado el Duque de Hierro, comenzó a echar una mano a todas las instituciones financieras de Inglaterra.
El viernes, el Banco de Inglaterra agotó sus reservas en oro. Por la tarde fue salvado por una infusión de oro que había logrado reunir el único hombre en Inglaterra, y en el mundo, capaz de hacerlo: Nathan Rothschild. Rothschild se había convertido en el rey de la City.
El invierno en que Lucy cumplió ocho años había sido muy duro para la familia. Su madre había padecido violentos accesos de tos, aunque había seguido acudiendo a trabajar todos los días, pero la salud del pequeño Horatio había sido más preocupante. Habían observado que las piernas del niño se estaban haciendo más débiles. A primeros de año, el niño había tenido que quedarse con frecuencia en casa mientras Lucy iba a trabajar al taller de Carpenter.
En primavera, Horatio pareció recuperarse un poco pero en ocasiones, cuando Lucy lo llevaba de la mano, observaba que su hermano lloraba en silencio.
Una cálida tarde de verano, cuando toda la familia se sentía más animada, Lucy se sorprendió al ver la corpulenta figura de Silas Dogget subiendo por la calle hacia su casa. Sin que nadie lo invitara a pasar, entró y se sentó a la mesa de la cocina.
—Necesito ayuda. Os propongo un negocio.
—¡Jamás! —exclamó la madre de Lucy en cuanto se enteró de qué se trataba.
—Os pagaré veinticinco chelines a la semana —continuó Silas—. Con esto os ahorráis tener que ir al asilo.
—No estamos en el asilo.
Silas guardó silencio un momento. Luego observó:
—Eres tan estúpida como tu marido.
—¡Déjanos en paz! ¡Largo de aquí! —gritó la madre de Lucy enfurecida.
Silas se encogió de hombros y se levantó lentamente. Al llegar a la puerta se detuvo y observó a Lucy.
—Tu hijo es un niño enclenque, pero tu hija parece fuerte y robusta. Quizá dentro de un par de años no se sienta muy orgullosa de ti. —Silas apoyó una manaza sobre el hombro de Lucy y añadió con voz grave—: Acuérdate de tu tío Silas, niña. Te estaré esperando.
Una tarde de septiembre Lucy y Horatio regresaron del taller de Carpenter, sin sospechar que su madre ya estaría en casa, cuando oyeron un extraño sonido procedente de la habitación donde dormían todos. Al abrir la puerta vieron a su madre acostada. Estaba muy pálida y emitía unos sonidos entrecortados. Al acercarse a la cama, la mujer se volvió hacia ellos, respirando con dificultad. Después de sacar a su hermano de la habitación, Lucy corrió en busca de una vecina y esperó ansiosamente mientras la mujer atendía a su madre hasta que se recuperó.
—¿Qué tiene? —preguntó Lucy, desesperada, a la mujer—. ¿Va a morirse mi madre?
—No —respondió la vecina—. En la parroquia hay muchas personas que padecen esta dolencia, Lucy. Es asma.
Lucy había oído hablar de esa enfermedad, pero no conocía sus síntomas.
—¿Es peligrosa?
—He visto a personas ahogarse y morir a causa del asma —contestó la mujer con franqueza—. Pero aunque las debilita mucho, la mayoría de ellas sobrevive.
—¿Qué puedo hacer para ayudar a mi madre? —preguntó la niña.
—Obligarla a descansar. Y a preocuparse menos.
La mujer se encogió de hombros. Luego dio a Lucy una afectuosa palmadita en la mejilla.
Transcurrió un mes y, salvo unos pequeños ataques sin importancia, su madre continuó haciendo una vida normal. Pero una mañana tuvo un violento ataque de asma que le impidió ir a trabajar. Lucy aprovechó el momento para plantear el tema.
—Deja que trabaje para el tío Silas, madre. Es muy amable de su parte —observó Lucy— ofrecernos tanto.
—¿Amable? ¿Silas? —Su madre meneó la cabeza con desprecio—. Pensar que tengas que hacer lo que él hace…
—A mí no me importa.
—Jamás lo consentiré, Lucy, mientras viva —declaró su madre—. Quítatelo de la cabeza.
Eugene Penny decidió resolver la cuestión en septiembre de 1827. El Banco de Meredith había salido de la crisis bastante bien. Lord Saint James había recuperado su dinero y recordaba al joven empleado no sin cierta admiración. Meredith estaba en deuda con él. Hamish Forsyth incluso había oído decir que Penny, que tenía veinticinco años, era considerado un joven con futuro. Tenía ahorradas casi dos mil libras, una suma notable puesto que un empleado del Banco de Inglaterra ganaba unas cien libras al año. Se acercaba el momento en que otras firmas de la City podían ofrecerle un puesto más lucrativo. Pero al mismo tiempo Eugene sabía que la manera de impresionar a Hamish Forsyth era demostrando constancia.
Un lunes por la mañana Eugene se reunió con Meredith en la sala de estar.
—Tengo buenas noticias —dijo—. Me alegra poder comunicaros que voy a casarme con la única hija del señor Hamish Forsyth de Lloyd’s. Va a heredar toda la fortuna de su padre.
—¡Mi querido señor Penny! —Meredith estaba tan eufórico que estuvo a punto de llamar a su familia para transmitirles la noticia, pero Eugene lo detuvo.
—Hay algo más, señor Meredith. Creo que estaréis de acuerdo en que me he ganado un puesto como socio del banco. Mi posición como yerno del señor Forsyth también lo exige. Si os negáis, estoy seguro de que Forsyth me aconsejará que busque otro empleo.
—¡Mi querido Eugene! —A Meredith le llevó poco tiempo calcular la probable fortuna de Forsyth, así como reconocer que Penny había llegado efectivamente a ser muy valioso para la firma—. Yo también lo había pensado —respondió el banquero.
No bien hubo bebido la copa de jerez que le ofreció Meredith, Penny cruzó la calle y se dirigió directamente a Lloyd’s.
—Señor Forsyth —dijo sin titubeos—. Me han nombrado socio del Banco de Meredith. He venido a pedirle la mano de Mary.
—¿Socio? —preguntó el escocés—. ¿Es seguro?
Eugene asintió con la cabeza.
—Bien, en ese caso supongo que tenéis razón. Ha llegado el momento. —Forsyth se detuvo unos instantes con aire pensativo y aspiró una pizca de rapé—. ¿Habéis traído un anillo?
—Pensaba comprar uno hoy.
—Muy bien. Un anillo es necesario. Pero os aconsejo que no adquiráis uno demasiado costoso. Puedo presentaros a un hombre que os venderá un anillo —«esnif»— a un precio más que razonable.
El primer hijo de los Penny fue un niño sano y robusto; el segundo ya estaba de camino cuando Mary expresó el deseo de vivir fuera de la metrópoli. Así, se mostró muy complacida cuando Eugene le dijo que había comprado una casa en Clapham.
Su elección de una aldea situada en la orilla meridional del Támesis era sensata. Hasta Hamish Forsyth manifestó su aprobación.
—La orilla sur es un excelente lugar —dijo.
Tres nuevos puentes —Waterloo, Southwark y Vauxhall— facilitaban el acceso, y los campos junto a Lambeth habían comenzado a transformarse en calles anchas y perfectamente adoquinadas, de manera que el trayecto en coche a las villas de personas acomodadas en Battersea y Clapham probablemente pasaría por un elegante suburbio. En el mismo Clapham, alrededor de los antiguos terrenos comunales, habían construido unas hermosas viviendas. La iglesia, en el centro, consistía en un airoso edificio clásico. Y aunque Forsyth opinaba que la casa de seis habitaciones que había comprado Penny era más grande de lo estrictamente necesario, el anciano se quedó más convencido cuando Eugene le hizo ver que su familia aumentaría.
—Así os ahorrará el gasto de mudaros más adelante —reconoció Forsyth. Y para celebrar el acontecimiento, regaló a la pareja una hermosa vajilla de porcelana Wedgewood—. Wedgewood conserva los mismos diseños —comentó—. Si se os rompe una pieza, podéis reemplazarla sin perder el valor de la vajilla.
Eugene constató que su despacho estaba a poco más de media hora de su casa. Pero lo que más complació a su esposa fue el hecho de que, a menos de cien metros de su bonito jardín, arrancaban los grandes prados que cubrían la ladera que conducía a Battersea, donde crecía la lavanda. Cada vez que alguien le preguntaba dónde vivían, ella contestaba:
—En Clapham, junto a Lavender Hill.
1829
El bote se deslizó lentamente sobre el agua pardusca hacia el centro del río. El casco de la pequeña embarcación apenas sobresalía del agua, de modo que, desde cierta distancia, bajo la tenue luz del atardecer abrileño, daba la impresión de estar inundada de agua. Cuando alcanzó el centro del río, a mitad de camino entre Blackfriars y Bankside, se detuvo y luego, como si la sujetara un cabo invisible, permaneció inmóvil.
—Procura que no se mueva. —La voz grave de Silas brotó de la proa. Los remos acariciaron dócilmente el agua—. Quieta. Bien.
Aunque había transcurrido un año desde que Lucy, que en ese momento tenía diez, había comenzado a trabajar para Silas, aún no se había acostumbrado. El cúmulo de emanaciones, basura y polvo de carbón que la metrópoli vertía en el Támesis era tan enorme que ni siquiera las corrientes marítimas podían arrastrarlo. Por primera vez en la historia los peces se morían en el río; sus restos, hinchados y destrozados, solían encontrarse en los cenagales, entre los desperdicios. Cuando se cernía sobre la ciudad el infausto puré de guisantes parecía como si la niebla y el río constituyeran una misma cosa: las formas gaseosas y líquidas de un elemento oscuro y pútrido. Mientras Lucy remaba, a menudo notaba que unos fragmentos de basura quedaban adheridos a las palas.
De pronto Silas se volvió hacia un lado y metió las manos en el agua. Al cabo de un momento se oyó un ruido como si un objeto pesado hubiera chocado contra el bote. Silas sacó una mano del agua, agarró un cabo que había entre sus pies, lo ató alrededor del objeto flotante y aseguró el otro extremo en una anilla situada en la proa. A continuación volvió a parar en el agua. Tras emitir un gruñido de satisfacción, se incorporó abriendo sus manos palmeadas, mostró a Lucy seis soberanos de oro y un reloj de bolsillo. Después de depositar estos objetos a sus pies, se inclinó de nuevo y contempló fijamente el rostro del cadáver que flotaba justo debajo de la superficie.
—Es él, no cabe duda. Nos darán diez libras por él.
Era la recompensa ofrecida por recuperar el cadáver de un tal señor Tobias Jones, que había desaparecido una semana antes, pero con frecuencia esos cadáveres llevaban encima objetos valiosos, lo cual aumentaba su valor. Un cadáver era un gran hallazgo para Silas y Lucy.
Pues Silas era un depredador de río, un draga, según los llamaban. Los dragas se apoderaban de todo: cajas o barriles que habían caído de un barco, palos, cestas, botellas y, por supuesto, cadáveres. Había algo en esos buitres acuáticos que hacía que la mayoría de las personas huyera de ellos. Sin embargo los mejores, como Silas, se ganaban un buen sustento, pues las hediondas aguas del viejo río les proporcionaban algo todos los días.
Lucy no estaba segura de por qué Silas la había elegido a ella como su ayudante. «Somos parientes», decía Silas. Ciertamente, el dinero que le daba había evitado que la familia acabara en el asilo. Pero si Silas quería tanto a su familia, había algo que desconcertaba a Lucy.
Aunque ella lo llamaba tío, la niña sabía que en realidad Silas era primo suyo. «Tu padre y el padre de Silas eran hermanos —le había contado su madre—. Tenía unas hermanas, y Silas tenía también un hermano». Cuando Lucy había preguntado a Silas sobre esos otros Dogget, él se había encogido de hombros y respondido: «No te preocupes por ellos. Se han ido».
Pero Lucy no había llegado a averiguar si habían muerto o si habían abandonado Londres. Se le ocurrió que quizá los otros Dogget no querían a Silas; pero fuera cual fuese la razón de su ausencia, Silas recordaba con frecuencia a la niña: «Yo soy tu único pariente, Lucy». La niña dependía por completo de él.
Había tardado casi un año, pero el asma que padecía su madre había acabado por minar su salud e impedirle trabajar. Cuando a la familia le quedaban sólo cinco chelines, Lucy le rogó que la dejara trabajar para Silas, su madre débilmente dijo: «De acuerdo, ve con él».
Cuando Lucy iba a trabajar, el pequeño Horatio ayudaba en los quehaceres de la casa. A sus siete años era todavía un niño pálido y delgaducho, pero, aunque de carácter apacible, era tenaz. Cada día, cuando Lucy regresaba de trabajar, lo encontraba esperándola con la tetera llena y la comida preparada; y cuando ella le preguntaba: «Cómo está mamá», el niño respondía alegremente: «Hoy respira bien». O, con un tono más contenido: «Mamá está cansada», lo que significaba que apenas podía respirar.
A veces, cuando hacía buen tiempo, y si su madre se encontraba bien, Horatio acompañaba a Lucy hasta el río. Ella no le permitía subir al bote por temor a que ella y Silas se encontraran con un cadáver, pero el niño se quedaba sentado al sol, junto a uno de los cobertizos para barcos, o, cuando la marea estaba baja, se paseaba por entre los cenagales, donde siempre había otros niños jugando con el barro. Aunque Horatio no podía acompañarlos cuando corrían a inspeccionar un nuevo hallazgo, a menudo iba al encuentro de Lucy con aspecto risueño y le mostraba un pequeño tesoro que había descubierto entre el barro grisáceo.
Cada noche, mientras Lucy lo sostenía entre sus brazos, Horatio prometía a su hermana: «Un día recuperaré las fuerzas. Entonces podrás quedarte en casa descansando mientras yo voy a trabajar para manteneros a mamá y a ti».
Ella lo acunaba suavemente y le cantaba, siempre terminaba con la canción favorita del pequeño Horatio, la canción que la vendedora de lavanda le había enseñado; la entonaba suavemente, una y otra vez, hasta que el niño se quedaba dormido.
Era una lástima que Silas no sintiera simpatía por el niño. Lo miraba con sus ojos feroces y protuberantes y decía:
—Es un niño enfermizo, como tu madre.
—¡Pero está más fuerte! —protestaba Lucy.
Silas se encogía de hombros.
—Nunca será capaz de remar.
En ese momento Lucy cambió de lugar con Silas. Éste empuñó los grandes remos y remó con unos movimientos lentos y pesados hacia la Torre de Londres mientras ella permanecía sentada en la proa, consciente del cadáver que flotaba junto a ella, debajo de la superficie.
—Tu hermano morirá —soltó Silas de pronto—. Lo sabes, ¿no es cierto?
—¡No, vivirá! —replicó ella en tono desafiante—. Y aprenderá a remar mejor que tú.
Durante un rato Silas no habló, pero cuando llegaron al pequeño campanario de la iglesia de All Hallows por encima de la severa silueta de la Torre, dijo ásperamente:
—No lo quieras tanto. Te aseguro que morirá.
Cuando Zachary Carpenter se levantó para tomar la palabra, ninguna de las personas que se hallaban presentes en la silenciosa sala de Saint Pancras habría adivinado que estaba convencido de que perdía el tiempo. Después de todo, había pasado la mitad de su vida haciendo campaña para la reforma y nada había conseguido. No obstante, se dirigió a la multitud con su elocuencia habitual. Su tema era bueno, lo había perfeccionado en los últimos años.
—¿Reconocéis —exclamó— que unas sanguijuelas le están chupando la sangre a esta nación? ¿Dónde está el Rey, su Parlamento y sus numerosos amigos? Son devoradores de impuestos. Se alimentan de vuestra carne. Puedo ofreceros pruebas contundentes de la podredumbre de este reino. ¿Deseáis pruebas?
La multitud que llenaba la sala dijo que sí.
—¡Entonces no tenéis más que bajar al Mall! —gritó Carpenter—. Id al Mall, hasta el extremo del mismo, y decidme qué veis. Yo os diré lo que veréis: no sólo ladrillo y mortero, no sólo piedra, y torres, torreones y pináculos. Contemplaréis un escándalo, amigos míos, alzándose ante vuestras narices para burlarse de vosotros. Ahí tenéis la prueba.
Carpenter se refería, por supuesto, al edificio del palacio de Buckingham. De todos los bochornos que el príncipe regente, en ese momento rey, había infligido a Inglaterra, ninguno —ni sus deudas, ni su casquivana esposa, ni siquiera su extraña coronación— podían compararse ni de lejos con el persistente escándalo del palacio de Buckingham. Originariamente la residencia de un aristócrata adquirida por la Familia Real, Jorge IV había decidido transformarla en un nuevo palacio. Había llamado a su amigo Nash, el arquitecto, y el Parlamento, muy a regañadientes, había votado a favor de destinar doscientas mil libras que no habían tardado en evaporarse. Los radicales protestaron, el Parlamento protestó, incluso el leal duque de Wellington estalló de furia. Pero el Rey prosiguió tranquilamente con sus planes. Los gastos en ese momento ascendían a la astronómica cifra de setecientas mil libras.
Para Carpenter el palacio de Buckingham era una apuesta segura. Sólo tenía que señalar a sus oyentes que esos escándalos continuarían hasta que se promulgara una reforma, y conseguiría lo que pretendía. Pero ¿merecía la pena? Nada cambiaba jamás. El año anterior el duque de Wellington, el más acérrimo de los tories, había pasado a ocupar el cargo de primer ministro. Ciertamente, el Duque de Hierro había modificado ciertos aspecto de las Leyes del Trigo con el fin de ayudar a los pobres, pero no lo suficiente para perjudicar a los terratenientes. También era cierto que el duque había revocado el Test Act de manera que los wesleyanos y los disidentes como Carpenter no fueran destituidos de los cargos públicos. Pero Carpenter no se había dejado engañar por eso.
—Wellington es un general —dijo—. Se trata de un movimiento táctico para reforzar su posición entre las clases medias.
El gabinete del momento mostraba síntomas de querer imponer la firme impronta de la autoridad. El secretario de Estado, Robert Peel, no estaba satisfecho con los antiguos policías de Bow Street y se proponía aplicar la ley y el orden en el país con una policía uniformada bajo las órdenes de una autoridad central, una idea aterradora. La City londinense había declarado que no estaba dispuesta a tener una fuerza policial que no estuviera sometida al alcalde, mientras que el resto de las gentes de bien murmuraba: «El duque y Peel pretenden regresar a los viejos y severos tiempos de Cromwell y los generales».
Por lo que Carpenter pudo deducir, la causa de la reforma se hallaba más lejos que nunca.
De modo que cuando la multitud abandonó la sala, Carpenter se quedó atónito al ver la figura verde botella de lord Bocton dirigiéndose hacia él, no con cara de pocos amigos sino sonriente. Tendiéndole la mano, ese tory impenitente comentó:
—Señor Carpenter, estoy de acuerdo con cada palabra que ha pronunciado.
Carpenter lo miró con suspicacia. Puede que lord Bocton, conocido por su avaricia, estuviera de acuerdo en que el coste del palacio de Buckingham era absurdo, pero no en otras cosas.
Al observar la sorpresa de Carpenter, Bocton continuó tranquilamente:
—Es posible, señor Carpenter, que vos y yo sostengamos unos criterios más próximos de lo que imagináis. —Bocton avanzó un paso y añadió con tono confidencial—: He venido para rogaros que me ayudéis.
—¿Que os ayude yo? —¿Qué demonios se proponía Bocton?
—Sí. Veréis, señor Carpenter, he decidido presentarme al Parlamento. —Bocton sonrió—. Voy a proponer una reforma.
Mientras lord Bocton observó a Zachary Carpenter, le satisfizo comprobar que había juzgado su naturaleza humana correctamente. Las propuestas que había hecho al radical habían sido meticulosamente calculadas. Bocton estaba decidido a conseguir lo que se había propuesto.
El sistema de representación del que se quejaba Carpenter era ciertamente difícil de defender. Las grandes poblaciones comerciales no disponían de un representante en el Parlamento, muchos escaños rurales se hallaban bajo la influencia política de grandes terratenientes, pero lo más escandaloso eran los pequeños municipios, en ocasiones llamados los «municipios corrompidos», donde un puñado de electores tenían derecho de enviar un miembro al Parlamento. La mayoría de éstos no eran hombres independientes, sino funcionarios que podían comprarse.
Algunos radicales estaban incluso a favor del voto secreto.
—A mi entender —dijo Bocton—, se trata de un método cobarde y solapado que ningún hombre honesto debería apoyar. Aunque quizá podáis convencerme de lo contrario, señor Carpenter.
Pero el meollo de la cuestión se refería a quién debería votar.
—¿Creéis realmente, señor Carpenter —preguntó Bocton—, que el oficial que habéis despedido por ser un borracho, el aprendiz, el pordiosero acogido en el asilo tienen tanto derecho como vos a elegir a los gobernantes del país?
Y tal como Bocton había sospechado, Carpenter vaciló unos instantes. Era una cuestión que preocupaba al movimiento de reforma desde hacía años. Los puristas sostenían que todos los hombres, independientemente de su condición, debían votar.
Diez años antes, Carpenter se habría mostrado de acuerdo; pero a medida que envejecía, empezó a tener sus dudas. ¿Estaban las veinte personas que él empleaba realmente capacitadas para ejercer tamaña responsabilidad?
—Los hombres que pagan impuestos deben votar. —Unos ciudadanos sólidos. Hombres como él.
—Precisamente —dijo lord Bocton.
A ninguno de los dos se le había ocurrido que las mujeres también pudieran votar.
—Mi título —según recordó Bocton a Carpenter—, como heredero del conde de Saint James, es tan sólo un título de cortesía. Mi padre ocupa un escaño en la Cámara de los Lores pero yo puedo ocupar un escaño en los Comunes. —Era la ruta que los aristócratas que ambicionaban dedicarse a la política solían seguir—. Y en las próximas elecciones me propongo presentarme para el escaño de Saint Pancras —continuó Bocton—. Aunque, por supuesto, soy tory, os doy mi palabra de que votaré a favor de la reforma. Deseo que me respaldéis.
—Pero ¿por qué? —preguntó el radical, perplejo—. ¿Por qué deseáis la reforma?
El motivo de que Bocton, y numerosos tories como él, se mostraran de pronto a favor de la reforma nada tenía que ver con los méritos del caso, sino con los católicos en Irlanda.
El año anterior, en unas inesperadas elecciones parciales, un prominente católico había sido designado miembro del Parlamento británico. De acuerdo con las normas del momento, éste no podía ocupar su escaño.
—Pero si forzamos la situación es posible que los irlandeses se alcen —observó Wellington con amargura—. El gobierno del Rey debe continuar.
En opinión de este pragmático soldado, era una cuestión de deber. Y tras muchos tiras y flojas, el gabinete tory se había puesto de acuerdo con los whigs para aprobar una ley que daba a los católicos los mismos derechos que a los disidentes. Pero era un camino políticamente arriesgado.
En la primavera de 1829, en los condados los sólidos tories coincidían con los tenderos wesleyanos. «Inglaterra es protestante —declaraban—. ¿Por qué expulsamos si no a los Estuardo? El Gobierno y sus títeres nos están vendiendo. Si ceden ante los católicos, ¿qué otras concesiones harán en el futuro?».
—De hecho —dijo Bocton con una franqueza que desarmó a Carpenter—, algunos de nosotros nos preguntamos si no es mejor tener unos representantes elegidos por hombres respetables pertenecientes a las clases medias que esos títeres sin principios. Reconozco que no me gusta mucho la reforma, pero quizá sea preferible una reforma sensata al caos.
Ambos hombres se miraron. Compartían un interés mutuo. Por lo tanto, hicieron un pacto.
Una cosa tenía confundido a Carpenter. Tras haber llegado a un acuerdo con su antiguo enemigo, se aventuró a preguntar:
—¿Significa eso, milord, que vuestro padre está satisfecho ahora con vos?
Bocton guardó silencio unos instantes, luego asumió una expresión compungida y contestó:
—Lo ignoro. —Después de otra breve pausa, preguntó—: Decidme, señor Carpenter, ¿suponéis que mi padre se mostraría de acuerdo con vos respecto al palacio de Buckingham?
—Supongo que sí.
—Pues os equivocáis. Dice que el Rey puede gastar tanto dinero como le plazca.
Era cierto. Dado que el monarca era amigo suyo, al anciano conde, muy amante de los placeres de la vida, le importaba poco cuánto dinero gastara en su palacio.
Carpenter dudó un momento. Le escandalizaba, aunque no le sorprendía demasiado, la opinión que merecía al anciano conde el asunto del palacio de Buckingham.
—Quizá se muestre en ocasiones un tanto incoherente —dijo.
—Confío en que sólo sea eso —respondió lord Bocton con sinceridad filial—. Lo cierto, señor Carpenter, es que su familia está preocupada por él. Les inquieta el hecho de que, de un tiempo a esta parte, en ocasiones… —Bocton vaciló unos segundos— parece haber perdido el juicio. —Bocton observó a Carpenter detenidamente—. Puesto que tenéis ocasión de verlo con frecuencia, me gustaría conocer vuestra opinión.
—A mí me parece que está bien —respondió Carpenter frunciendo el entrecejo. Para ser un lord, le habría gustado añadir.
—Bien. Bien. Me alegra oíros decir eso. En caso de que tuvierais alguna duda al respecto, señor Carpenter, os agradecería, confidencialmente, por supuesto, que me lo comunicarais.
Lucy siempre recordaría el día que fue a Lavender Hill.
Hacía un calor agradable cuando los dos niños comenzaron a descender por Tottenham Court Road. Lucy llevaba una botella de agua y un poco de comida envueltos en una servilleta sujeta a un palo que llevaba sobre el hombro. Cada quinientos metros aproximadamente, se detenían para que Horatio descansara y, poco a poco, llegaron al Strand y cruzaron el puente de Waterloo.
Unos años antes, el paseo a lo largo de la orilla del Támesis habría resultado más agradable, contemplando a su derecha los almacenes de madera construidos junto al río y, a su izquierda, los huertos donde cultivaban hortalizas para el mercado. Pero muchos almacenes de madera habían sido transformados en pequeñas fábricas, y los huertos habían desaparecido bajo hileras de viviendas destinadas a obreros y artesanos.
Cuando llegaron a la vieja muralla que rodeaba el recinto del palacio de Lambeth, el día se estaba haciendo más caluroso. Desde allí contemplaron un amplio panorama que se extendía hasta Vauxhall, donde los antiguos jardines seguían abiertos al público. Sin embargo, la destilería y la fábrica de vinagre que se alzaban ante ellos arruinaban el elegante aspecto del lugar.
Al llegar a Vauxhall, situado en el caluroso y polvoriento camino, Lucy observó que Horatio empezaba a cojear.
Las campanas del mediodía habían cesado de repiquetear pocos minutos antes de que Mary Penny pasara frente a Vauxhall. El carricoche avanzó por el largo tramo que se extendía desde allí hasta Clapham cuando Mary reparó en los dos niños que caminaban de la mano por el borde del camino.
—¡Detente! —ordenó Mary al cochero—. Ayudemos a esos niños. Parecen muy cansados.
Al cabo de unos momentos, Lucy emitió un suspiro de alivio cuando ella y Horatio se instalaron cómodamente junto a aquella bondadosa dama.
Cuando ésta averiguó dónde se dirigían, exclamó:
—¡Yo vivo justamente allí! Es un lugar encantador. ¿Y tú y tu hermano os proponíais regresar a pie hasta Saint Pancras? —preguntó después de que Lucy hubiera respondido a sus preguntas sobre su expedición—. Eso está muy lejos —comentó observando las piernas de Horatio—. Cuando lleguéis a Lavender Hill, debéis descansar un rato.
Lavender Hill, pasado el mediodía. El sol de agosto derramaba su amplio y generoso calor. Por doquier, miles, acaso decenas de millares de plantas de lavanda habían convertido las laderas en un vasto paisaje azulado, sobre el cual se cernía el constante zumbido de multitud de abejas. El aire estaba impregnado de un intenso aroma.
Al desenvolver la comida, Lucy temió que las abejas los importunaran. Pero éstas estaban muy ocupadas revoloteando sobre las plantas de lavanda. La niña colocó la servilleta sobre la cabeza de Horatio para protegerlo del sol.
Los dos hermanos permanecieron allí una hora, y otra, demasiado felices para marcharse, aspirando el cálido y perfumado aire como si fuera un elixir mágico que les proporcionaría renovadas energías. No era de extrañar que la dama les hubiera dicho que era un lugar encantador. Sentada allí, rodeada de lavanda, bajo el cielo límpido y celeste de la tarde, Lucy tuvo la sensación de estar soñando.
—Cántame la canción de la lavanda —musitó Horatio con voz soñolienta. Luego, cuando su hermana terminó de cantarla, dijo—: Tú nunca me abandonarás, ¿verdad, Lucy?
—Claro que no. ¡Jamás!
El niño durmió un rato. Cuando se despertó, dijo:
—Creo que estoy recuperando las fuerzas, Lucy.
—Lo sé.
—Regresemos a casa —dijo el niño alegremente—, y llevémosle un ramito de lavanda a mamá.
Cuando llegaron al borde del campo, se quedaron asombrados al ver el carricoche que los aguardaba en el camino.
—La señora me ordenó que os llevara a casa —dijo el cochero—. Subid.
Durante el camino de regreso los dos niños cantaron todas las canciones que conocían. En especial la canción de la lavanda, una y otra vez.
Para fortuna de los reformistas como Zachary Carpenter, 1830 resultó ser un año de cataclismos. En Europa, el orden político que había sido restituido después del inmenso caos causado por la Revolución francesa y la carrera de Napoleón no era estable. Las inexorables fuerzas de la democracia desencadenadas por los franceses seguían activas justo debajo de la superficie, y comenzaron a estallar graves conflictos en un país tras otro.
En Inglaterra, el pujante mercado de los últimos años se había detenido bruscamente; la cosecha del verano anterior había sido un desastre y la revisión de Wellington de las Leyes del Trigo no bastó para resolver el caso; en consecuencia, el precio del pan aumentó. En junio, el Rey falleció, por lo que dejó sin terminar su extravagante palacio londinense, y lo sucedió su hermano, un rudo marino que se convirtió en Guillermo IV. Y en julio llegaron noticias de Francia. Después de más de una década sometidos al pútrido gobierno del restaurado régimen real, los franceses, hartos, se habían alzado. Al cabo de unos días, todo había terminado y se había instaurado una monarquía de signo más liberal. Como de costumbre, Europa imitó a Francia. No tardaron en aparecer síntomas de más sublevaciones en Italia, Polonia y Alemania. En ese momento, siguiendo el ejemplo de otros países, se iniciaron las revueltas en Inglaterra.
En realidad las revueltas Swing, que aquel agosto consiguieron aterrorizar a Inglaterra, no alcanzaron a las ciudades. Llamadas así por un tal capitán Swing (el caballero, según se supo después, jamás había existido), estallaron en el sur y en el este, donde los elevados precios de los alimentos básicos habían afectado duramente a la población ese año. Los agitadores echaban la culpa a todo: al Gobierno, a la maquinaria agrícola, a los terratenientes. Una semana tras otra se registraban nuevos desórdenes, primero en un lugar, luego en otro, mientras grandes grupos de agitadores se desplazaban de una aldea a otra.
Para Carpenter, sin embargo, ese año supuso nuevas emociones. Durante los primeros meses, se sintió intrigado por un acontecimiento que ocurrió en el norte de Inglaterra, donde se habían puesto en marcha iniciativas para crear organizaciones de pequeños artesanos y trabajadores que constituyeran sindicatos capaces de defender sus intereses ante la clase política. Los propósitos de estos nuevos sindicatos aún no estaban claros.
—Pero el hecho de que unos hombres se agrupen, ordenada y pacíficamente, sólo puede significar a la larga importantes cambios —afirmó Carpenter.
Pero lo que contribuyó a darle renovados ánimos fueron las elecciones que disputó aquel verano junto con su nuevo aliado Bocton. Según la costumbre, cuando un monarca fallecía y era sustituido por un nuevo rey, se celebraban elecciones, de modo que Wellington las convocó. No eran elecciones muy importantes, puesto que la mayoría de los escaños no tenía oposición, pero para Carpenter y Bocton el caso era muy distinto, pues el escaño de Saint Pancras tenía otro candidato. Un procurador culto y educado, apoyado por los caballeros de la junta parroquial, había presentado su candidatura y todos daban por hecho que el escaño sería suyo. La sorprendente candidatura de lord Bocton, ese lúgubre tory, que se presentaba sobre una plataforma whig que propugnaba la reforma, les pareció a todos una absurda intromisión.
La táctica que Bocton y Carpenter utilizaron era muy sencilla. Cada vez que el candidato pronunciaba un discurso con motivo de una asamblea pública, Bocton hacía otro tanto. En primer lugar, manifestaba su total acuerdo con todo cuanto había dicho el candidato tory. Luego declaraba: «Pero, lamentablemente, no dará resultado». A continuación Bocton describía (esto lo bordaba porque creía en ello firmemente) un panorama desolador. Una revolución en Francia, los sindicatos que se formaban en el norte, interminables grupos de obreros medio muertos de hambre marchando por el Puente de Londres, etcétera. Por último, exclamaba:
—¿Es eso lo que deseamos? He representado los intereses aristocráticos toda mi vida, pero os aseguro que esta situación no puede continuar. La revolución o la reforma. De vosotros depende.
Los discursos de Carpenter ante los grupos de reformistas y radicales que le habían votado eran aún más simples.
—Bocton es un tory pero ha visto la luz. Es nuestra mejor apuesta. Votad por él.
Durante los últimos años Carpenter había visto rara vez al campechano conde, pero cuando se lo encontraba observaba con disgusto que el viejo Saint James, que entonces tenía ochenta y cinco años, no parecía el mismo. La ropa le quedaba holgada. Tenía las manos amoratadas e hinchadas. Sus ojos dejaban entrever una cierta irritabilidad.
Fue en medio de uno de los discursos de Bocton que Carpenter reparó un día en el anciano Saint James. Estaba con su nieto George, un tanto alejado de la multitud, observando la escena con atención. La voz de Bocton, que ese día se expresaba mejor que en otras ocasiones, llegaba perfectamente hasta ellos. Así pues, sonriendo jovialmente, Carpenter se acercó al anciano y comentó:
—¿De modo que habéis venido a apoyar a vuestro hijo, milord?
Durante unos momentos supuso que el conde no lo había oído, y se disponía a repetir la pregunta cuando Saint James soltó de sopetón:
—¿Apoyar a Bocton? ¿Ese traidor? ¡Maldito sea!
El joven George, según observó Carpenter, no dijo palabra.
—Malditos seáis todos vosotros —dijo el conde, dirigiéndose supuestamente a Carpenter. Tras estas palabras se marchó airadamente, seguido de su nieto.
Cuando se celebraron las elecciones de Saint Pancras lord Bocton ganó por amplia mayoría. Casi todos los escaños que se disputaban fueron conquistados por los reformistas. «Creo sinceramente —declaró Zachary— que las cosas están cambiando». Muchos tories se mostraban indecisos.
Sin embargo, la situación del país seguía siendo inestable. Las revueltas Swing continuaban estallando en una localidad tras otra, súbitamente, de modo que el Gobierno no lograba controlarlas. La oposición whig ridiculizaba a diario al Gobierno y le decía que las clases medias no estaban dispuestas a seguir tolerando esa situación. En cuanto a los indecisos: «Han empezado —según informó Bocton desde Westminster— a ponerse nerviosos».
Pero el duque de Wellington se mantuvo inflexible. La única concesión que hizo su gobierno al pueblo ese año fue permitir que unos pequeños fabricantes de cerveza que no disponían de la correspondiente licencia fabricaran cerveza barata. Eso, según dedujo Wellington, serviría para compensar el elevado precio del pan. Pero para los indecisos endurecidos por la lucha en los Comunes, las revueltas que se registraban en las zonas rurales seguían siendo terroríficas. Un día, Bocton sonrió divertido cuando un atribulado miembro de los Comunes se le acercó y dijo: «O reforma ahora, Bocton, o revolución».
A principios de noviembre, sin duda juzgando que había llegado el momento de afrontar la situación, el duque de Wellington informó fríamente al país que, por lo que a él respectaba, no se produciría reforma alguna en un futuro inmediato. Hasta algunos tories opinaron que había ido demasiado lejos. Al cabo de dos semanas, en la Cámara de los Comunes, el Gobierno fue derrotado por un voto; y Bocton, por una cuestión de cortesía, se dirigió a caballo al taller de Carpenter para informarle: «El Rey ha mandado llamar a los whigs, señor Carpenter. Ya tiene usted su reforma».
Para Lucy, el año trajo dolor. Incluso el tibio sol de esa primavera no pareció mejorar el estado de Horatio. Pero por cansado que estuviera algunas veces, los días cálidos de estío, cuando se sentía más animado, bajaba hasta el Támesis y se paseaba por el cenagal mientras su hermana y Silas trabajaban. En una ocasión, Lucy lo llevó desde el Puente de Londres, donde habían estado trabajando, hasta el Banco. Desde ese lugar, el verano anterior, un hombre muy emprendedor había inaugurado un nuevo sistema de transporte: un enorme carruaje con cabida para veinte pasajeros tirado por tres fuertes caballos hacía el trayecto desde el Banco hasta la aldea occidental de Paddington. Un ómnibus, lo llamó su inventor, y los dos niños lo tomaron hasta llegar a la parte inferior de Saint Pancras. El viaje les costó seis peniques.
Pero Lucy advertía que Horatio estaba cada día más débil. En su fuero interno la niña sabía que mientras viviera en esa mísera casucha, junto al húmedo y hediondo río y rodeado por la terrible niebla londinense, su hermano nunca se pondría bien. Y aunque Lucy no soportaba la idea de separarse de él, un día le dijo a Silas:
—Horatio debe alejarse de aquí. Es preciso.
Silas no habló.
En varias ocasiones, al tratar de hallar una solución que pudiera ayudarlos, Lucy rogaba al barquero: «¿No conoces a alguna familia, o algunos amigos que puedan ayudarlo? ¿No tienes parientes en algún lugar?». A lo que Silas respondía invariablemente con su voz grave y ronca: «No».
En cierta ocasión, un soleado día de octubre, cuando Horatio se paseaba por el cenagal junto a Blackfriars, Lucy y Silas le oyeron dar voces y, al volverse, vieron que Horatio agitaba los brazos. Tras blasfemar en voz baja, Silas accedió a regresar en el bote y Lucy, temiendo que le hubiera ocurrido algo malo a su hermano, echó a correr por el húmedo cenagal, de modo que cuando llegó a su lado tenía las piernas cubiertas de barro. Por fortuna el niño no se había lastimado, sino que en la mano, que tendió hacia Lucy con aire de satisfacción, sostenía nada menos que cinco soberanos de oro.
—¡Cinco soberanos! —exclamó Horatio sonriendo—. ¿Somos ricos?
—¡Oh, sí! —respondió Lucy.
—¿Significa esto que podrás dejar de trabajar? ¿Al menos durante un tiempo?
—Lo celebraremos con una magnífica fiesta —le prometió ella en lugar de responder a su pregunta.
Esa tarde, durante una hora, Lucy y Silas registraron el río. Cada vez que Lucy se volvía veía a Horatio de pie en el cenagal, sonriendo, con las mejillas exageradamente arreboladas en comparación con su pálido rostro, y pensó, con un escalofrío de temor, que tenía un aspecto etéreo, como una persona de otro mundo.
La votación más famosa de la Cámara de los Comunes en la historia moderna de Inglaterra se celebró el 23 de marzo de 1831. El gran proyecto de ley de Reforma, presentada por el nuevo gabinete whig, había pasado por tumultuosas sesiones. A fin de cuentas, la Reforma preveía la desaparición de un centenar de escaños. Todo el sistema político experimentaría una profunda transformación.
«Creo que, incluso a estas alturas —había advertido Bocton a Carpenter— la votación será reñida».
No se equivocaba. La histórica medida que introdujo la democracia moderna en Inglaterra se aprobó exactamente por un voto.
—El mío —afirmó Bocton con una irónica sonrisa.
Pero la cuestión no había quedado zanjada. Al cabo de unos días se aprobó una enmienda cuya intención era frustrarla y el proyecto de ley de Reforma se vino abajo. Esta última iniciativa de quienes se oponían tajantemente a toda reforma no inquietó mucho a Carpenter.
—Los whigs apelarán ahora al país —dijo—. Y ganarán.
En efecto, el primer ministro whig, lord Grey, se apresuró a convocar elecciones. Los whigs ganaron por gran mayoría. La Reforma era entonces inevitable.
Un pequeño hecho dejó perplejos a ambos hombres. Carpenter había ido a reunirse con Bocton a comienzos de las nuevas elecciones. Al encontrarse con él en el espacioso y atestado vestíbulo junto a Westminster Hall, el artesano comentó ingenuamente:
—Veo que vuestro hijo se presenta como candidato para un pequeño municipio.
Bocton lo miró asombrado.
—¿Ah, sí?
Un momento después vieron al viejo conde de Saint James caminando con paso vacilante en compañía de otros ancianos nobles. Bocton se acercó a él.
—No sé si sabes, padre, que George se presenta como candidato para un municipio corrompido.
—Efectivamente, se lo he comprado yo.
—No me lo habías dicho.
—¿No? Debí de olvidarme.
—Espero con impaciencia el momento de votar sí junto con él. Padre e hijo —observó Bocton secamente.
El hecho de que un hombre se presentara como candidato por un municipio corrompido no significaba, por supuesto, que apoyara el sistema. Un gran número de whigs habían entrado en el Parlamento por medio de esos municipios, que estaban destinados, por una cuestión de principio, a votar a favor de la desaparición de sus escaños.
—¿De veras? —El anciano noble se encogió de hombros—. No tengo la más remota idea de cuál será su voto.
Durante unos momentos Carpenter creyó que no había comprendido bien.
—Votará a favor de la Reforma, al igual que vos y yo, milord —dijo dirigiéndose al anciano—. Por eso lo habéis colocado allí.
—Ah. —¿Parecía el anciano un poco confuso? ¿Había perdido el hilo de la conversación, o se trataba simplemente de otro ardid para enojar a su hijo? Saint James observó a Carpenter—. ¿Cuáles son las apuestas para estas elecciones? —preguntó súbitamente—. ¿Quién lleva el libro de las apuestas? ¿Tenéis alguna idea?
—No, milord.
—Supongo que será mejor que me entere. —El conde se detuvo—. Según creo recordar —observó frunciendo el entrecejo—, hace mucho que no asisto a las carreras.
Una niebla de septiembre, espesa y pardusca, cubría el río. ¿Habían estado girando en círculos? ¿Se encontraban frente a Blackfriars, junto a la Torre, o en la zona cercana a Wapping? Pese a estar acostumbrada al río, Lucy no tenía la menor idea. Al cabo de una hora, cuando se lo preguntó a Silas, éste se limitó a responder con un gruñido.
Lucy no acertaba a comprender cómo iban a encontrar algo en ese infecto miasma. No obstante, de vez en cuando Silas le ordenaba: «Entra a puerto. Con cuidado». Y Lucy no podía por menos de preguntarse qué sabía su tío en aquella mezcolanza opaca de firmamento, río y niebla que otros hombres ignoraban.
Mientras el bote se deslizaba sin rumbo fijo, Lucy dejó que sus pensamientos vagaran también a la deriva. Durante un tiempo, después de que Horatio hubiera descubierto los soberanos de oro, éste pareció recobrar las fuerzas. En Navidad, él y Lucy prepararon una espléndida fiesta para su madre, y el niño incluso cantó un villancico que había aprendido. Pero en enero empezó a toser y a expectorar flema, y durante la primera semana de febrero tuvo tanta fiebre que Lucy temió que su frágil cuerpecito no pudiera resistir. La infección que afectaba a sus pulmones era tan densa y nefasta como la niebla londinense. El niño se quedó en casa durante dos meses, abrigado con unos gruesos chales. A veces su madre le aplicaba en el pecho unas compresas calientes para eliminar la infección, y Horatio le daba las gracias con los ojos llenos de lágrimas de dolor. Pero la maligna presencia no desapareció hasta mayo, al menos durante un tiempo, lo que dejó al niño muy postrado durante todos los cálidos meses de verano. Entonces, al reaparecer en septiembre el frío y la niebla, Lucy se echó a temblar ante la perspectiva de que la terrible enfermedad atacara de nuevo a su hermano.
—Mantente alejada de él si no quieres contagiarte —le advirtió Silas.
—Es preciso que Horatio se aleje de aquí —dijo Lucy, pero Silas seguía haciendo oídos sordos.
Lucy distinguía perfectamente a Silas, puesto que estaba sentado a escasa distancia de ella, y cuando lo vio apoyar el pecho sobre los remos supuso que había decidido dejar de trabajar ese día. Apenas cambiaban más que unas pocas palabras mientras se hallaban en el río, envueltos por la espesa niebla. Por alguna razón, ese día Silas se mostró más amable.
—Tienes mucho valor, hay que reconocerlo. Aquí sentada, en medio de esta niebla, y nunca te quejas.
—No me importa —respondió ella. Luego, animada por la inesperada locuacidad de su tío, preguntó tímidamente—: ¿Cómo te las arreglas para encontrar algo con esta niebla, Silas?
—No lo sé —confesó éste—. Siempre he podido hacerlo.
—¿Venías al río de niño?
Silas asintió con la cabeza.
—¿Y tu padre?
—Era un barquero. Toda la familia acudía al río. Excepto mi hermana —añadió Silas—. Odiaba el río.
—¿No se quedó en Londres? —preguntó Lucy suavemente.
—No, se casó con un cochero de Clapham y montaron un negocio allí. —De golpe, al darse cuenta de que había revelado algo que jamás había divulgado anteriormente, se apresuró a añadir—: Hace mucho que murió. No tuvo hijos.
Lucy supo con toda certeza que mentía.
—Oh —dijo—. Lo lamento. —Pero su mente empezó a acelerarse.
En octubre de 1831 Zachary Carpenter empezó a pensar, por primera vez en su vida, que todo iba bien. La niebla de septiembre se había disipado y el tiempo era espléndido. Dos semanas antes, tal como estaba previsto, la Cámara de los Comunes había aprobado el proyecto de ley de Reforma presentado por los whigs. Lord Bocton y su hijo George habían cruzado juntos el pasillo, de modo que la medida incluso había aportado unidad a esa familia, pensó el artesano. Ese día el proyecto de ley sería presentado en la Cámara de los Lores. A continuación el Rey lo firmaría y pasaría a ser una ley.
Pese a la enorme importancia del proyecto de ley de Reforma, poco antes el Parlamento había aprobado otra medida de menor importancia que, sin embargo, había procurado a Carpenter una mayor satisfacción. En 1831, el Parlamento había decretado tranquilamente que la junta parroquial cerrada de Saint Pancras era ilegal.
Así pues, esa noche Carpenter se quedó atónito al recibir un mensaje de Bocton que le hizo coger de inmediato su abrigo, permitirse el gustazo de soltar un par de blasfemias y dirigirse a la carrera a la casa junto a Regent’s Park, donde entonces residía el conde de Saint James.
Zachary Carpenter jamás se había sentido tan furioso como en ese momento, cuando se encaró con el anciano conde. Saint James llevaba, encima de su camisa y sus medias, una magnífica bata de seda que Carpenter calculó irritado que no debía de costar menos de cincuenta libras. Era como si contemplara por primera vez, detrás de la máscara campechana y reformista, el talante caprichoso y egoísta del anciano. El artesano habló sin remilgos:
—¿Qué demonios os proponéis, viejo zoquete? —le increpó.
La Cámara de los Lores acababa de rechazar el proyecto de ley de Reforma. Y el conde de Saint James había sido una de las personas que había votado en contra.
Carpenter no sabía qué respuesta esperaba del conde ante ese ataque, y no le importaba. Conociendo como conocía a Saint James, supuso que sería una respuesta brusca. Por lo tanto, se quedó perplejo al ver que el anciano se mostraba indeciso. Saint James frunció el entrecejo, como si estuviera confuso. Luego, jugueteando con el puño de su bata de seda, farfulló:
—Iban a eliminar el escaño de George.
—¡Naturalmente! Es un municipio corrompido —replicó Carpenter irritado.
Pero Saint James frunció de nuevo el entrecejo, como si no lograra recordar algo.
—No podía dejar que arrebataran a George su escaño —dijo.
Carpenter estaba tan indignado por la conducta del conde que no advirtió lo que era evidente. El conde de Saint James no se encontraba en pleno uso de sus facultades. Tenía ochenta y ocho años y se sentía perplejo.
—¡Viejo estúpido! —le gritó Carpenter—. ¡Maldito aristócrata! ¡Sois igual que todos! Las personas corrientes son sólo un juego para vos. Algo a lo que apostar. Nada os afecta, ¿verdad? Decidme, mi noble lord, ¿quién os creéis que sois? ¿Quién —gritó el artesano situándose a un palmo del rostro de Saint James— demonios os creéis que sois?
Con esto Carpenter dio media vuelta y salió de la estancia dando un portazo. Por lo que no llegó a ver a lord Saint James quedarse contemplando la puerta estupefacto.
—¿Quién soy yo? —preguntó a la habitación vacía.
Poco después del amanecer en Southwark, Lucy sabía que el tiempo apremiaba. El día después de la niebla, Horatio había comenzado a toser. A fines de septiembre volvía a tener fiebre y el niño parecía abrasarse ante los ojos de su hermana. Lucy había ido en busca del médico, utilizando uno de los soberanos de Horatio; pero después de examinarlo minuciosamente aquél había sacudido la cabeza con tristeza y les había aconsejado que envolvieran al niño en unas toallas húmedas para tratar de bajar la fiebre.
¿Le sentaría bien a su hermano salir de la ciudad, trasladarse a un lugar más seco donde el aire fuera más puro?, había preguntado Lucy. Quizás, había respondido el médico encogiéndose de hombros. Luego le había devuelto el soberano.
El 6 de octubre Horatio comenzó a expectorar sangre. Lucy comprendió que se estaba debilitando. «No pasará el invierno», pensó.
Lavender Hill. En los fríos días de comienzos de octubre, la imagen de aquel maravilloso paisaje azul la obsesionaba. Ojalá pudiera trasladar a su hermano a ese lugar. En ese momento Lucy sabía que tenía una prima allí, en Clapham. Una prima que tenía una tienda, en la colina situada al sudoeste. Sólo los peores purés de guisantes llegaban hasta allí. Al cabo de unos días Lucy se hizo una idea de su prima: una mujer amable y bondadosa, con un talante maternal. Una persona que acogería cariñosamente al niño y cuidaría de él, con lo que tal vez conseguiría salvarle la vida. Lucy supuso que no debía de haber muchas tiendas en Clapham. Tras unas pocas indagaciones sin duda lograría dar con su prima. La niña había confiado en poder ir ella misma a Clapham para buscar la tienda de su prima, pero no había tenido tiempo de hacerlo y entonces, al ver a su hermano expectorar sangre, la embargó el incontenible deseo de trasladarlo allí de inmediato.
A nadie se lo había dicho. Sabía que Silas se negaría a ayudarla. No estaba segura de cómo reaccionaría su madre, pero no quería arriesgarse. El día anterior había hablado con un carretero que por un chelín había accedido a llevarlos al amanecer al Puente de Londres. Tras dejar a Horatio, cubierto con una casaca y una bufanda, junto a los peldaños del río, Lucy se dirigió a Southwark para coger el bote.
—¿Qué harás cuando lleguemos a Lavender Hill? —preguntó el niño débilmente—. No me veo con fuerzas para caminar de un lado a otro en busca de nuestra prima.
—Podemos ir a la casa de esa bondadosa señora que nos llevó en su carricoche —le tranquilizó Lucy—. Sabemos dónde vive.
—Eso me gustaría mucho —respondió el niño.
El día despuntaba sobre el río cuando Lucy amarró el bote junto a los peldaños y llevó a Horatio en brazos hasta él. El niño no cesaba de tiritar, pero no se quejó. Al cabo de unos minutos, él y su hermana comenzaron a navegar lentamente río arriba.
Otra figura se movía también por las primeras luces esa mañana. El hombre llevaba un abrigo y se había encasquetado un viejo tricornio, de modo que, a primera vista, daba la impresión de ser un vigilante o un farolero del siglo pasado. Pero debajo del abrigo llevaba una bata de seda de alegre colorido, y en lugar de botas llevaba los pies enfundados en unas lustrosas chinelas. Un nervioso lacayo lo seguía a cierta distancia.
En el mismo momento en que Lucy y Horatio pasaron en la barca por debajo del puente de Westminster, el conde de Saint James llegó a Seven Dials.
Las calles estaban bastante concurridas. Cerca, en el mercado de Covent Garden, los vendedores acababan de montar sus puestos. Se percibía el aroma a pan recién horneado. En lo alto, el firmamento aparecía cubierto con unas nubes plomizas, pero todo hacía presagiar que sería un día relativamente caluroso. Cuando llegó al pequeño monumento de Seven Dials, el conde se detuvo, como si buscara a alguien. Después de dar una vuelta por los alrededores se acercó a la cerca que rodeaba el monumento. Allí, observado por el lacayo, permaneció un rato, hasta que de pronto se fijó en un costermonger que se aproximaba con su carretón. El costermonger, un hombre jovial, dedujo que el anciano caballero no estaba en sus cabales y le habló afablemente. Sólo una cosa lo desconcertó: el anciano se expresaba en cockney cerrado.
—¿Has visto a mi padre?
—¿Quién es vuestro padre, señor?
—Harry Dogget, el costermonger. Ando buscando a mi padre.
—Yo diría, señor, que vuestro padre murió hace muchos años.
El conde de Saint James frunció el entrecejo.
—¿No has oído hablar de Harry Dogget?
El costermonger reflexionó unos instantes. El apellido, bien pensado, le resultaba un tanto familiar. Le parecía haber oído hablar de la familia Dogget cuando era niño. Pero de eso hacía cuarenta años.
De pronto se acercó a ellos una mujer que llevaba una cesta de ostras, presintiendo que iba a divertirse un rato.
—¿Quién es ése? —preguntó.
—Anda en busca de su padre —contestó el coster monger.
—Ah. —La mujer se echó a reír—. ¿Y de tu madre también, simpático?
—No —contestó Saint James—. No, ella no me haría el menor bien.
—¿Por qué?
—Needle and pin, por eso —contestó el noble con tono compungido—. Tengo que dar con Sep —añadió.
—¿Sep? ¿Quién es? ¿Y por qué?
—Debía ser él quien estuviera encaramado a la chimenea, no yo —afirmó el conde.
—Está totalmente ido de la cabeza —comentó la mujer.
—¿Dónde está Sep? —exclamó Saint James angustiado—. ¡Tengo que encontrar a Sep!
En ese preciso instante se detuvo a pocos metros un coche, del cual se apeó lord Bocton, acompañado por el señor Cornelius Silversleeves.
El viaje fue muy lento. El bote pesaba y Lucy remaba contra corriente. Cuando pasaron por debajo del puente de Vauxhall, Horatio, que no había cesado de tiritar durante todo el trayecto, se había quedado muy quieto. Al aproximarse a Chelsea, inclinó la cabeza sobre el pecho y Lucy vio en su pálida frente unas gotas de sudor. Al respirar emitió un sonido entrecortado.
El lugar hacia el que se dirigían se hallaba justo al otro lado de una larga extensión que discurría frente a Chelsea. Al final, un curioso y desvencijado puente de madera cruzaba el río que, inmediatamente después, se curvaba hacia la izquierda. Al cabo de unos metros, a lo largo de otra corta distancia hacia el sur, descendía por la colina un arroyo que desembocaba en el río junto a la antigua aldea de Battersea, y desde allí sólo tenían que subir por las laderas de Lavender Hill para llegar a la hermosa explanada de Clapham Common.
A media mañana Lucy se acercó remando hasta la orilla. El lugar que había elegido era un pequeño malecón situado junto a la iglesia de la aldea. Era una vieja iglesia, según decían, que se remontaba a los tiempos en que había llegado el Conquistador.
Horatio estaba tan rígido cuando Lucy trató de sacarlo del bote que tuvo que llevarlo en brazos.
—Mira, Horatio, ya hemos llegado —dijo la niña.
Pero él no pareció oírla. No sin esfuerzo, Lucy logró sacarlo del bote y lo llevó hasta la orilla. Luego miró alrededor, sin saber qué hacer. De pronto vio que en el pequeño cementerio había una vieja tumba familiar rodeada por un amplio saliente. Así pues, cogió a su hermano en brazos, lo llevó hasta allí, se sentó de espaldas a la tumba, apoyó la cabeza del pequeño Horatio sobre su pecho y lo acunó con ternura.
El cementerio estaba en silencio. Al parecer a esas horas de la mañana acudían pocas personas. Algunos jilgueros cantaban en los árboles, las zancudas correteaban por la ribera emitiendo unos agudos chillidos. Durante unos minutos el sol asomó por entre las nubes plomizas y Lucy volvió el rostro de Horatio hacia el sol, confiando en que sus rayos lo reanimaran. Al cabo de un momento el niño abrió los ojos y miró a su hermana desconcertado.
—Ya hemos llegado —dijo ella—. ¡Mira! —exclamó señalando las colinas que se encontraban ante ellos—. Desde aquí vemos Lavender Hill.
Al cabo de unos instantes Horatio logró esbozar una sonrisa.
—Iremos allí arriba —le prometió Lucy—, y te sentirás mejor.
Horatio asintió lentamente con la cabeza.
—Creo —dijo después de una pausa— que será mejor que nos quedemos aquí un rato.
—De acuerdo —respondió Lucy.
El niño guardó silencio unos minutos, pero Lucy observó que contemplaba fijamente Lavender Hill. Luego Horatio miró alrededor y preguntó:
—Dios vive en las iglesias, ¿no es así?
—Por supuesto.
Luego Horatio musitó:
—Lavender Hill.
El niño cerró los ojos durante un rato hasta que tuvo un nuevo acceso de tos. Era una tos ronca, seca, que Lucy no había oído antes, como si tuviera los pulmones llenos de líquido. Ella lo estrechó dulcemente entre sus brazos y le acarició la frente.
—Lucy —dijo él suavemente.
—¿Qué?
—¿Voy a morir?
—Claro que no.
Horatio trató de asentir con la cabeza, pero no tenía fuerzas.
—Yo creo que sí.
Lucy notó que su hermano se estremeció ligeramente, antes de emitir un suspiro.
—Si pudiera vivir —dijo el niño débilmente—, me gustaría vivir contigo en Lavender Hill. —Horatio permaneció un rato en silencio—. Me alegro de que me hayas traído aquí —murmuró.
—No me dejes —le rogó Lucy—. ¡Lucha!
Su hermano no respondió. Después de otro ataque de tos, susurró:
—Lucy.
—¿Qué, mi amor?
—Cántame la canción de la lavanda.
Ella la entonó suavemente, mientras lo acunaba entre sus brazos:
Azul lavanda, dilly, dilly,
verde lavanda…
cuando tú seas rey, dilly, dilly,
yo seré reina.
Horatio suspiró y dijo sonriendo:
—Cántala otra vez.
Lucy volvió a cantar la canción como si ésta fuera un sortilegio y pudiera hacer que su hermano se curara. Y otra vez, tratando de dominar su voz, aunque creía que el corazón se le iba a partir de pena. A la quinta o sexta vez, pues Lucy no recordaba más tarde cuántas veces la había cantado, al pronunciar las palabras «cuando tú seas rey, dilly dilly», notó que el frágil cuerpecito de su hermano se estremeció y luego se quedó inerte, y ella, aunque siguió cantando hasta concluir el verso, comprendió que había muerto.
—Es un caso asombroso —dijo Silversleeves—. Una total transferencia de personalidad. Observe el cambio que se ha operado en su voz. Incluso cree que tiene otra familia.
—¿Entonces creéis que está loco? —preguntó Bocton.
—Oh, sí, sin duda.
—¿Podéis encerrarlo?
—Desde luego.
—¿Cuándo?
—Ahora, si lo deseáis.
—Eso —respondió Bocton— me vendría de perilla. Incluso favorecerá el proceso político.
Esa noche la gente manifestó su indignación por la decisión de la Cámara de los Lores de manera tan violenta que a media mañana la nueva policía de sir Robert Peel, y la policía municipal del alcalde, se dispusieron a atajar cualquier intento de organizar una revuelta. Al cabo de una hora de la votación en Westminster, los miembros indicaron que el Rey se vería obligado a crear más nobles whigs si quería poner en práctica la Reforma.
—La ausencia de mi padre —comentó Bocton secamente— reducirá esa exigencia en un noble.
A las once y media de la mañana un coche cerrado cruzó el portón del gran hospital de Bedlam en Lambeth y condujo al conde de Saint James, que presentaba un aspecto frágil y ofuscado, al espléndido edificio principal.
Sin embargo, el noble no estaba destinado a permanecer allí mucho tiempo.
En Bedlam era costumbre, siempre y cuando uno fuera una persona respetable y adquiriera una entrada, permitir al público que éste visitara sus instalaciones. Gracias a esa política tan liberal, los curiosos podían entrar y observar a todas las personas que los tribunales penales o Silversleeves y sus amigos habían certificado que estaban locas. Incluso podían conversar con algunos pacientes inofensivos. Unos cuantos caballeros, convencidos de que eran Napoleón, asumían una espléndida actitud pensativa. Otros solían reírse o farfullar. Incluso otros estaban encadenados a sus camas y permanecían sentados en silencio, con la mirada fija en el infinito, o bien se quitaban la ropa y realizaban extraños gestos obscenos. En realidad, según opinaba la mayoría de la gente, era muy divertido. Un anciano, media hora después de haber ingresado en el manicomio, declaró que era el conde de Saint James.
Poco después del mediodía llegó Meredith. El joven George, en cuanto se había enterado de lo que habían hecho con su abuelo, había acudido a él en busca de consejo.
El Banco de Meredith había prosperado durante los años sucesivos a la crisis de 1825, y Meredith se había convertido en un hombre bastante rico. Sus sienes plateadas conferían a su alta figura un aspecto de distinción patricia. Su consejo a George fue poco esperanzador:
—Es más que posible que vuestro padre consiga, con ayuda de Silversleeves, hacer que el tribunal declare a vuestro abuelo incapacitado mentalmente. Lo que debemos hacer es sacarlo de Bedlam. Seguramente vos no lo lograréis porque Bocton les habrá advertido sobre vuestras intenciones. Pero quizá yo lo consiga.
—¿Y luego?
—Tendré que encontrar un lugar donde alojar a vuestro abuelo con un mínimo de comodidad. Confío en poder hacer algo. —Meredith sonrió—. Le debo mi banco.
—Pero se presentarán aquí y os exigirán que se lo entreguéis.
—Primero tendrán que dar con él.
—¡Pero eso equivale a secuestrarlo, Meredith!
—En efecto.
—Tendréis que mantenerlo oculto —dijo George.
—Ya se me ocurrirá algún sitio —contestó Meredith.
Su táctica para entrar en Bedlam fue muy astuta. Tras enviar en primer lugar a un mensajero a preguntar por Silversleeves, el chico averiguó que éste había partido con Bocton y permanecería ausente un par de horas. No bien hubo el mensajero transmitido esa información a Meredith, el coche de éste entró en el patio del manicomio y se detuvo ante el edificio principal. El banquero pidió a los porteros que fueran en busca de Silversleeves y lo condujeran inmediatamente ante él. Haciendo caso omiso de las protestas de los porteros de que Silversleeves había salido, Meredith entró en el edificio y exigió ver a Saint James. En cuanto lo encontró, lo asió firmemente del brazo y lo condujo hacia la puerta.
—¿Dónde diablos se ha metido Silversleeves? —repitió enojado—. Tengo órdenes de trasladar a este paciente de inmediato a otro lugar.
—Pero el señor Silversleeves y lord Bocton dijeron que… —contestó el portero, pero Meredith lo interrumpió bruscamente:
—Me temo que no lo entendéis. Soy el médico particular de Su Majestad el Rey. —Meredith dio el nombre del distinguido médico en cuestión—. Tengo órdenes del propio Rey. Supongo que el conde es amigo suyo.
No en vano el banquero era nieto del intrépido capitán Jack Meredith. La combinación de su alta e imponente presencia y la impresionante lista de nombres los apabulló.
—Decid a Silversleeves —les dijo mientras conducía al conde hacia el carruaje— que acuda a mi casa de inmediato.
Al cabo de unos momentos el coche partió, aparentemente hacia Westminster. Una vez que se hubo alejado, describió un pequeño rodeo y se dirigió hacia otro punto de la ciudad. Así, no fue el pequeño Horatio Dogget sino el acaudalado y viejo conde de Saint James quien se refugió, aquel día, en la casa de la bondadosa señora Penny en Clapham Common, junto a Lavender Hill.
—¡Maldita sea! —exclamó lord Bocton al enterarse de que su padre había escapado—. Debimos encadenarlo.
En el verano de 1832 el proyecto de ley de Reforma finalmente se aprobó y se convirtió en ley. Además de asignar miembros del Parlamento a las nuevas poblaciones y abolir los municipios corrompidos, otorgó el voto a buena parte de las clases medias. Por supuesto, todas las mujeres siguieron sin poder votar.
A raíz de la muerte de su hermano, y dado que sólo tenía que mantener a su madre y a ella misma, Lucy se preguntó durante unos meses si podía dejar de trabajar para Silas. Se le ocurrieron varias alternativas, entre ellas la de trabajar en la pequeña fábrica en que había estado empleada su madre. Incluso pensó en pedir ayuda a la prima que tenía en Clapham. Pero ya había ido allí en tres ocasiones diferentes durante la primavera, siempre con la intención de encontrar noticias de ella o de su familia, y no había obtenido ningún resultado.
El asunto se resolvió inopinadamente un día de verano cuando, al presentarse una mañana a trabajar como de costumbre, Lucy se quedó sorprendida al ver a Silas junto al muelle sin su bote.
—¿Dónde está el bote?
—Lo he vendido —repuso él—. De hecho, creo que no voy a necesitarlo más, pequeña Lucy. He decidido dedicarme a otra cosa.
Silas condujo a su sobrina hasta un callejón y le mostró un viejo y cochambroso carro. Estaba vacío.
—Iré con el carro por la ciudad recogiendo cosas —le explicó.
—¿Qué cosas?
—Basura —respondió con aire satisfecho—. Suciedad. La gente me pagará para que me la lleve. Construiré un gigantesco montón de basura en un patio, ¿comprendes? Ya he encontrado un patio. Luego lo registraré minuciosamente para ver si encuentro algo interesante.
—¿Entonces es algo parecido a lo que hacías antes?
—Sí. Pero hay más dinero en la basura que en el agua. Ya me he informado —contestó Silas moviendo la cabeza afirmativamente—. Si quieres puedes venir a ayudarme, pero sólo te pagaré un penique.
—No, creo que no —respondió Lucy.
—Tú y tu madre las pasaréis moradas.
—Ya nos arreglaremos.
—Quizá decida ayudarte —dijo Silas, y se marchó.
A Eugene Penny ese año le trajo un gasto adicional, pero al que por fortuna pudo hacer frente.
La estancia del anciano lord Saint James con su familia fueron, con mucho, las tres semanas más agobiantes que Penny había vivido en su vida. Algunos días el anciano se mostraba lúcido y exigía regresar a su casa. El mismo Eugene se había visto obligado a utilizar la fuerza para contenerlo, cosa que encontró bochornosa. En otras ocasiones el conde se mostraba dócil, pero una o dos veces, en un estado de ofuscación, había amenazado a Mary Penny con violencia. Fue un alivio para toda la familia cuando Meredith fue a recogerlo para llevárselo a un lugar apacible en el oeste.
A partir de entonces, Eugene había estado tan ajetreado en el banco que apenas había tenido tiempo de pensar en otras cosas, hasta un día en que, caminando por Fleet Street, se había topado con un individuo con las espaldas encorvadas, con zapatos rotos, que se arrastraba como un alma en pena hacia Saint Bride. De golpe Eugene reconoció, horrorizado, a su padrino, Jeremy Fleming.
Eugene se dio cuenta de que hacía dos años que no iba a verlo. ¿Por qué había dejado que transcurriera tanto tiempo, cuando no había recibido más que favores de su padrino? Había estado demasiado ocupado. Pero eso no era una excusa. ¿Y qué diablos le había ocurrido?
Fleming no tardó en relatarle su historia.
—Todo se lo debo a la Ley de la Cerveza que promulgó Wellington en 1830 —le explicó—. ¿Recuerdas cuando todos nos quejábamos de los precios y Wellington promulgó una ley que permitía que todo el mundo vendiera cerveza? Pues bien, como yo no tenía nada que hacer, se me ocurrió montar una pequeña cervecería, allí arriba —dijo Fleming señalando Saint Pancras—. Y durante un año, Penny, me dediqué a fabricar cerveza.
—Te tenía por un hombre cauto, incapaz de meterte en semejante empresa —comentó Eugene.
—Tienes razón. Pero te admiraba tanto por la manera en que habías resuelto tu vida, Penny, que me dije: «Tú también habrías podido llegar muy lejos, Jeremy Fleming, de no haber sido por tu falta de coraje». Y pensé: «A todo el mundo le gusta la cerveza». Pero no la mía. Entonces perdí la cabeza y seguí adelante. —Fleming sonrió con tristeza—. Perdí todo cuanto poseía.
—¡No tenía ni idea! Nunca me lo dijiste.
«Y yo —pensó Penny— no le pregunté cómo le iban las cosas».
—¿De qué vives ahora? —preguntó.
—Mis hijos son muy buenos. Más buenos de lo que me merezco, Penny. Me dan lo que pueden. No me muero de hambre.
—¿Y tu casa?
—Vivo en una casa más pequeña que la otra. Cerca de aquí.
—Ven a cenar a casa esta noche —dijo Penny—. Quédate una temporada con nosotros.
A partir de ese día el señor Jeremy Fleming no tuvo problemas a la hora de pagar su alquiler, y una vez al año como mínimo se encargaba un traje nuevo, y visitaba con frecuencia la casa de Clapham donde, a instancias de Mary, se había convertido en un padrino muy especial para los niños.
«Eres muy bueno con él», solía decir Mary mirando satisfecha a su marido. Pero Eugene se limitaba a limpiarse las gafas, menear la cabeza y decir: «Pero demasiado tarde, Mary. Para vergüenza mía».
No obstante, cuando salía a dar un paseo con ella por las tardes, en verano, Eugene pensaba que en términos generales la vida resultaba muy grata ahí arriba, en Lavender Hill.