6. El santo

1170

Una mañana de junio en el palacio de Westminster. En la larga cámara contigua a la inmensa sala del Rey, todo estaba sereno y en orden.

Junto a la puerta había unos cortesanos hablando en voz baja. En el centro siete escribanos trabajaban en sus mesas; las plumas raspaban suavemente el pergamino, la tinta había sido suministrada por los monjes de la abadía de Westminster. En un extremo de la mesa a la que estaban sentados algunos de los hombres más poderosos de Inglaterra se oía un curioso sonido. Movían unas fichas.

Qué solemnes se los veía. El tesorero, el justiciar, ministro principal del rey, el obispo de Winchester, maese Thomas Brown y sus respectivos secretarios. Los nobles y los sheriffs temblaban ante ellos.

En el centro de la cámara, situado de espaldas a la pared, había un joven callado y discreto con una nariz muy larga. Los hombres sentados a la mesa lo conocían bien. Era un joven con un futuro prometedor. Pero ¿por qué estaba, aquel cálido día de junio, pálido como si hubiera visto un fantasma?

Se llamaba Pentecost Silversleeves.

Ellos lo sabían. No dejaban de mirarlo. Todos ellos sabían lo que había ocurrido la noche anterior.

El palacio de Westminster. En el siglo transcurrido desde la Conquista, la pequeña isla de Thorney, en ese momento una plataforma real junto al Támesis, había adquirido un aspecto magnífico. Estaba rodeada por una muralla. Varios puentes cruzaban el río Tyburn, que fluía alrededor de ella. La gran abadía de Eduardo el Confesor seguía dominando aquel paraje, pero en esos tiempos estaba acompañada, como si hubiera adquirido una hermana menor, por la modesta iglesia normanda de Saint Margaret, que estaba junto a la misma y constituía la parroquia local.

Asimismo, la dignidad de Westminster había aumentado cuando, unos años antes, el Papa había canonizado a su fundador, Eduardo el Confesor. Al igual que Francia y otros países, Inglaterra contaba entonces con un santo real. Su sepulcro, que había sido trasladado al centro de la abadía, se había convertido en un santuario, y Westminster había sido confirmado como centro espiritual del reino.

Pero quizás el cambio más evidente había ocurrido a orillas del río, pues era allí donde se alzaba el inmenso edificio.

Westminster Hall, reconstruida por Guillermo el Rojo, era una de las salas de sesiones reales más grandes de Europa. Medía casi cien metros de longitud y requería dos hileras de pilares centrales para sostener su pesado techo de madera. Era tan grande que bajo sus altas ventanas normandas los jueces del Rey podían celebrar simultáneamente tres sesiones en distintos rincones. Junto a la inmensa sala se hallaban los patios, las cámaras y las habitaciones del palacio real. Aunque el Rey viajaba con frecuencia por sus inmensos dominios, su administración se centraba en este lugar. Y de todas sus funciones, ninguna era mejor conocida ni más temida que el tribunal que se hallaba reunido en ese momento.

—Entonces, cien.

Maese Thomas Brown habló quedamente. Un secretario movió una de las fichas. El tribunal prosiguió sin inmutarse mientras un sheriff que estaba sentado en un extremo de la mesa asintió nervioso con la cabeza. Después de la corona, esta mesa, conocida como el gran Exchequer, era el mueble más importante del reino.

Era un objeto muy curioso. Medía tres metros de longitud y uno y medio de ancho y estaba rodeado por un reborde de cuatro dedos de altura, lo que le daba el aspecto de una mesa de juego. Su superficie se hallaba cubierta por una tela negra dividida en cuadros por unas líneas blancas que daban su nombre al tribunal.

Según el cuadro que ocupara, la ficha representaba mil libras, o diez, o incluso el humilde penique de plata en que consistía el jornal diario de un obrero. La tela a cuadros, por consiguiente, venía a ser una especie de ábaco, un primitivo ordenador manual que utilizaban para calcular y revisar los ingresos y gastos del reino.

Cada año, con motivo de las fiestas de primavera y otoño de Pascua y San Miguel, los sheriffs de los condados de Inglaterra acudían al Exchequer para rendir cuentas.

En primer lugar, en una antecámara se verificaba la calidad de los peniques de plata que los sheriffs llevaban en unas sacas y los contaban. Si eran de buena calidad, veinte docenas de peniques pesaban una libra. Dado que los normandos llamaban al penique inglés un esterlin, que traducido al latín se convertía en sterlingus, la unidad de cuenta era conocida como la libra esterlina.

A continuación, se entregaba al sheriff una tarja, un palo de avellano provisto de unas muescas para señalar las cantidades que había desembolsado. A fin de que ambas partes dispusieran de un comprobante, cortaban el palo en sentido vertical desde debajo del mango; las dos tarjas eran conocidas como el foil y el counterfoil. El counterfoil del sheriff, que indicaba la cantidad a su favor, constituía siempre el pedazo más largo, incluido el mango, y era conocido también como el stock.

De este modo, en el siglo XII, los términos Exchequer, esterlina, counterfoil y stock pasaron a formar parte de la jerga financiera inglesa.

Por último, una vez que el canciller del Exchequer sentado a la imponente mesa se sentía satisfecho, los escribanos tomaban nota de las transacciones del sheriff.

Era un proceso lento, pero muy importante. Los escribanos empezaban por hacer un borrador sobre unas tablillas de madera encerada, que raspaban con un punzón. Luego pasaban los borradores a limpio en pergamino.

El pergamino no sólo abundaba en aquella época, sino que era barato. La vitela de primera calidad, sin tacha, hecha con pieles raspadas y estiradas de ternero era muy rara y valiosa, pero sólo se utilizaba vitela para obras de arte, como libros ilustrados. Para documentos corrientes se empleaban pieles de ganado bovino, ovejas o incluso ardillas, cuya cantidad era prácticamente ilimitada. En el Exchequer de Inglaterra, el coste del pergamino era menor que el de la tinta. «El mejor es el pergamino de piel de oveja —solía afirmar sabiamente maese Thomas Brown—, porque cuando alguien trata de manipular el documento, casi siempre se nota».

Sin embargo, el sistema de archivos inglés presentaba una característica típica de la isla. Por lo general, los documentos en pergamino se doblaban y se convertían en libros. Cuando Guillermo el Conquistador había realizado el registro de la propiedad territorial de su reino, el Domesday Book había ocupado varios y voluminosos tomos. Durante las generaciones sucesivas, quienes se encargaban de los archivos decidieron preservar los documentos de la Corona enrollados en unos cilindros, por lo que llegaron a ser conocidos no como libros sino como los Rollos, y con frecuencia, los Rollos Tubulares.

Las monedas, en esa época, se guardaban aún en la tesorería —el thesaurus, como la llamaban los amanuenses latinos— en Winchester, la antigua capital del rey Alfred. Pero hasta que las trasladaban allí, se conservaban en la capilla conocida como Pyx, al lado de la abadía de Westminster.

Así era el Exchequer.

¿Estaba gritando? ¿Estaba gritando la terrible verdad? Él se llevó la mano a la boca para asegurarse, luego sostuvo la lengua entre los dientes.

La pesadilla de la noche anterior.

Pentecost Silversleeves era un joven muy extraño.

Su nombre bíblico era lo que menos llamaba la atención en él, pues en el resurgimiento religioso que se había apoderado de Londres en las recientes generaciones se había hecho bastante popular. Su padre, el nieto de Henri, era entonces el jefe de la familia Silversleeves, prefería un nombre normando, pero una cierta tía que había enviudado y se había hecho monja había manifestado su voluntad de dejar un importante legado a un hijo que llevara ese nombre. De manera que lo habían llamado Pentecost.

El joven poseía los rasgos típicos de su familia: cabello oscuro, nariz larga y ojos de mirada melancólica. Pero la naturaleza había asestado a Pentecost Silversleeves unos duros golpes. Sus hombros se encorvaban hacia delante; sus caderas eran más anchas que su torso; sus brazos carecían de fuerza. De niño nunca había sido capaz de atrapar una pelota cuando se la arrojaban ni colgarse de las manos. No obstante, esos defectos físicos estaban contrarrestados por unas dotes mentales extraordinarias.

Cuando maese Thomas Brown había puesto a prueba a los jóvenes amanuenses —«Hay que pagar cinco peniques diarios a treinta y cinco caballeros durante sesenta días. ¿Cuál es el coste total?», o «El condado de Essex debe trescientas libras. Hay que pagar su parte correspondiente a cuarenta y siete caballeros. ¿Cuánto toca a cada uno?»— había prohibido a Silversleeves que respondiera. Éste no necesitaba ni ábaco ni tablillas de escribir. Descifraba las respuestas al instante. Conocía todo el contenido de los Rollos Tubulares, no porque hubiera tratado de memorizarlo, sino porque poseía una memoria fenomenal.

Con esas dotes era previsible que se convirtiera en un magnífico estudiante; sin embargo, nunca había destacado en la escuela. Sus padres lo habían enviado en primer lugar a la escuela de Saint Paul, luego a otra y por último a una escuela más pequeña fundada en Saint Mary-le-Bow. En todas ellas Pentecost había aprendido lo justo para aprobar. La queja de sus maestros era invariablemente la misma: «Le resulta tan fácil que no se esfuerza en absoluto».

Lo habían enviado a París. Allí residían los más grandes eruditos de Europa. Hacía muy poco tiempo, el famoso Abelardo había pronunciado unas conferencias, hasta que su relación ilícita con Eloísa lo había llevado a su castración y deshonra. Algunos compatriotas ingleses, como John de Salisbury, habían estudiado allí y adquirido gran prestigio, y en esa época eran hombres de letras. Era una oportunidad de oro. Un hombre que completaba sus estudios en París era llamado, por cortesía, magister, maestro. Sin embargo, el joven Silversleeves no había llegado a completar sus estudios. Había pasado una breve temporada en Italia y luego regresado a casa. Nadie lo llamaba maestro.

¿Qué sabía? Había aprendido lo rudimentario: gramática, o sea latín, retórica y dialéctica. Desde los tiempos del Imperio romano, estas materias constituían los fundamentos de la clase europea culta, cuyo lenguaje común seguía siendo el latín. También había aprendido el cuadrivio de música, aritmética, geometría y astronomía, lo que significaba que sabía un poco sobre Euclides y Pitágoras, conocía las constelaciones y creía que el Sol y los planetas giraban en un complicado patrón alrededor de la Tierra. Su estudio de la divinidad le permitía citar textos bíblicos, en latín, para respaldar cualquier argumento. Era capaz de exponer una docena de herejías medio olvidadas. Sabía lo suficiente sobre leyes para demostrar a un abad la cantidad de dinero que le debía al Rey. En Italia, había asistido a una conferencia sobre anatomía. Platón y Aristóteles no le eran desconocidos. En suma, sabía tan sólo lo estrictamente necesario.

Pero si no era un magister, ¿qué era? La respuesta era simple. Era un clérigo, un hombre de las órdenes sagradas.

Esto no era sorprendente. En un mundo donde pocos sabían leer, toda la educación se hallaba en manos de la Iglesia. Por lo tanto, era normal que un joven que había terminado sus estudios luciera la cabeza tonsurada como un monje y fuera admitido en las órdenes menores.

Técnicamente, el joven Silversleeves era un diácono. Como tal, podía contraer matrimonio, dedicarse a los negocios y, en general, hacer lo que le viniera en gana. Posteriormente, si lo deseaba, podía entrar en las órdenes mayores. Entretanto, podía reivindicar todos los privilegios de la Iglesia.

Como heredera cristiana del antiguo Imperio romano, la influencia y difusión de la Iglesia en Europa era inmensa. Tanto si eran santos o corruptos, eruditos o apenas capaces de recitar el padrenuestro en latín, todos los hombres educados de la sociedad debían sus conocimientos a la Iglesia. Aunque de vez en cuando se produjeran cismas, aunque en aquel momento el emperador germano tratara de promover un pretendiente rival como titular de la Santa Sede, el hecho seguía siendo que el Papa era el heredero directo de san Pedro. El pontífice, cuya autoridad era mucho más antigua, podía amonestar a los reyes feudales. Los obispos frecuentaban a los nobles más importantes del país. En una sociedad feudal donde era difícil cambiar de clase, un hombre inteligente, incluso el hijo de un humilde siervo, podía ascender por medio de la Iglesia hasta alcanzar la cima de la sociedad y al mismo tiempo, presumiblemente, servir a Dios.

Había otro elemento característico de esa relación especial entre el Estado y la clase culta del clero. Tras varios siglos de donaciones, la Iglesia se había convertido en el mayor terrateniente en Europa. Y a pesar de que una generación después de la Conquista buena parte de las tierras disponibles en Inglaterra habían sido cedidas a las familias feudales, siempre quedaban tierras para procurar inmensos beneficios a las más altas jerarquías eclesiásticas. Si el Rey tenía que recompensar a sus amigos o servidores, la solución era obvia: «Lo nombraremos obispo».

De esta manera se había desarrollado un curioso pero necesario sistema. Aunque ciertos obispados estaban a cargo de hombres de impecable piedad y reputación, otros pasaban a manos de grandes servidores reales o estadistas. El actual obispo de Winchester era un pariente del Rey y un estadista. Con frecuencia las sedes obispales de Salisbury, Ely y otras estaban en manos de funcionarios reales. Numerosos funcionarios disponían de ingresos procedentes de cargos menores, como arcedianatos, canonjías y prebendas. Y en esos momentos, el canciller de Inglaterra y el arzobispo de Canterbury eran la misma persona, el gran servidor del Rey, Tomás Becket.

Es posible que sus propios reformadores no aprobaran esas prácticas, pero en términos generales la Iglesia las toleraba.

Quizás el joven Silversleeves llegara un día a ser obispo.

¿Por qué había ido con ellos? ¿Acaso le gustaban esas personas?

No, pero eran los jóvenes de la alta sociedad de Londres, hombres pertenecientes a destacadas familias de comerciantes como la suya. Una vez al mes salían juntos. Capuchas negras. Puñales y espadas. En una ocasión se habían dirigido a los burdeles situados al otro lado del río. Habían amenazado a una puta a punta de espada. La habían obligado a acostarse con todos ellos gratuitamente. La mujer los había maldecido. Y el campesino con quien se habían topado en el bosque. Lo habían llevado a dar un paseo en el carro de éste. Era una noche de luna llena. El hombre estaba tan aterrorizado que había creído que estaba embrujado. Lo habían arrojado al río y lo habían abandonado allí. Cómo les gustaba recordar ese episodio.

No había mal alguno en ello. Todos los jóvenes de la alta sociedad cometían esas barrabasadas. Era la moda. Nadie se lo tomaba en serio. Cuanto más temerarias mejor.

Pero ¿por qué los había acompañado?

«Pareces una mujer», solían canturrear sus compañeros en la escuela. Se mofaban de él. «Y te comportas como una mujer». Esa estúpida canción. Él les demostraría que no era afeminado. Salía con los jóvenes más osados de la ciudad. Nunca los habían atrapado.

Hasta la noche anterior.

«Tenemos que hacer algo especial —había dicho Le Blond—. Al fin y al cabo, es el día de la coronación».

El día de la coronación. Había sido un asunto extraño. Si no hubiera sido tan extraño, quizás él no se habría ido luego de juerga con sus amigos. Probablemente no habría salido con ellos.

Todos estaban borrachos. De otro modo, ¿cómo es posible que se equivocaran de casa? Dios bendito. No era el panadero. Era el armero. Un individuo con una cota de malla, fuerte como un herrero. Se había resistido como un león. Sólo querían robarle la camisa. Era simplemente un trofeo.

De pronto había aparecido el aprendiz. Un chico de ojos grandes con un cuchillo. Y entonces… No soportaba recordarlo. Tenía las manos crispadas. Trata de relajarte.

Nadie lo había visto. Todos habían echado a correr. Había sonado la voz de alarma. Se habían dispersado. Estaba seguro de que nadie lo había visto.

La coronación que se había celebrado en la abadía de Westminster la víspera, el 14 de junio de 1170, había sido memorable por dos razones. La primera era que el joven que había sido coronado no era, en realidad, el Rey.

Después de los hijos del Conquistador, Guillermo el Rojo y Enrique I, y un período de anarquía feudal durante el cual los herederos del linaje femenino peleaban por la supremacía, la Corona inglesa fue a parar a un hombre extraordinario. Enrique II había heredado Inglaterra y Normandía de su madre, la nieta del Conquistador. En virtud de un matrimonio espectacular controlaba los vastos territorios de Aquitania en el sudoeste francés, comprendida la próspera región vinícola de Burdeos. De su padre francés había heredado la fértil región de Anjou, que se encontraba entre sus dominios normandos y los de su esposa. El rey de Inglaterra era por tanto dueño de un imperio feudal que se extendía por la costa Atlántica europea desde España hasta Escocia y amenazaba incluso al envidioso rey de Francia.

De su padre había heredado otras dos cosas. La primera era un curioso nombre familiar. Se decía que cierto antepasado suyo lucía en su gorro una flor en lugar de una pluma, una ramita de retama. Plante à genêt, lo llamaban en francés. En inglés, Plantagenet.

También había heredado el temperamento de la familia Plantagenet. Brillante e inquieto, el perspicaz Enrique rara vez permanecía más de unos días en un lugar mientras se afanaba en consolidar y ampliar su imperio. Era un magnífico administrador. Había logrado transformar la justicia inglesa; sus eficaces jueces ofrecían a sus súbditos cortes reales en lugar de las cortes poco fiables de los barones feudales. Su administración era estricta. Aquel mismo año la mitad de los sheriffs de Inglaterra se habían echado a temblar cuando los funcionarios del Exchequer se habían presentado de improviso para inspeccionar sus cuentas. No era de extrañar que el padre del joven Silversleeves lo hubiera amonestado: «Si trabajaras y sirvieras bien al Rey, tendrías el mundo entero a tus pies».

Pero los Plantagenet tenían otra faceta. Incluso en esos peligrosos tiempos, tenían fama de crueles y cínicos. Algunos aseguraban que descendían del mismo diablo. «Provienen del diablo —afirmó en cierta ocasión con tono sombrío el gran Bernardo de Claraval—, y regresarán junto al diablo». Sus arrebatos de ira eran legendarios.

El rey Enrique II tenía cuatro turbulentos hijos. Con el fin de asegurar la sucesión al trono de Inglaterra e impedir que se instaurara la anarquía, el monarca había convocado a su familia y a los magnates en la abadía de Westminster para asistir a la coronación de su hijo primogénito estando él mismo aún vivo. «Quizá —confiaban piadosamente los asistentes— esto aporte un poco de orden a esta progenie del diablo».

Otro aspecto no menos extraño de la ceremonia fue que Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, el sacerdote que debió oficiarla, ni siquiera estuvo presente. Había huido del país.

Becket. Un nombre maldito. Una familia maldita. Se los mata y resucitan como serpientes.

Una noche tenebrosa. Eso fue lo que le recordó a Becket. Otra noche tenebrosa de hacía muchos años. Y otro crimen. Un crimen espantoso.

¿Lo había cometido su familia? ¿Eran unos criminales natos?

No. No podía aceptarlo. Si los Becket impulsaban a la gente a cometer actos siniestros, eran ellos, los malditos Becket, los culpables. Tenía que ser así.

La enemistad entre los Becket y los Silversleeves no sólo había continuado desde el siglo anterior, sino que se había intensificado.

Cuando Gilbert Becket, un próspero mercero, y su familia llegaron a Londres, los Silversleeves, que seguían residiendo en su sólida casa de piedra a la sombra de Saint Paul, eran ricos, orgullosos y respetados. Pero cuando, refiriéndose a los recién llegados, comentaron con altanería «son unos intrusos», nadie les hizo mucho caso. Esto no era de extrañar. En aquella época entre los ciudadanos más destacados de Londres se contaban numerosos recién llegados de Francia, Flandes e Italia. Apellidos como Le Blond y Bicherelli pronto pasaron a ser ingleses como Blunt y Buckerell. Los Becket se instalaron en una lujosa vivienda en West Cheap, justo debajo de la judería. Adquirieron otra docena de viviendas. Prosperaron. Pero cuando el abuelo del joven Silversleeves, convencido de que en su lugar lo designarían para ocupar un importante cargo ciudadano, vio que en su lugar elegían a Gilbert Becket, la vieja amargura se transformó en intenso odio.

¿Quién había provocado aquellos fuegos? El primero se había originado en la casa de los Becket la misma noche en que nació su hijo Tomás. El segundo, muchos años más tarde, se había originado en otro lugar, pero había destruido buena parte de su propiedad. Luego habían comenzado los rumores. «Fueron los Silversleeves —empezó a murmurar la gente—. Ellos provocaron esos incendios. Han arruinado a los Becket».

Era indignante. Arrojaba una sombra de sospecha sobre toda la familia Silversleeves. Por más que el padre de Pentecost lo había negado, el malévolo rumor se propagó rápidamente y no pudieron sofocarlo. Poco a poco penetró un pensamiento nuevo y aún más insidioso en la mente de esa abatida familia. «Fueron los Becket quienes propagaron esos rumores —decidieron—. Nos torturarán hasta la sepultura». El hecho de que el joven Pentecost se preguntara en secreto si eso era verdad no hacía más que azuzar su rencor.

Pero los Becket no se rendían. Los londinenses recordaban bien al joven Tomás Becket; Tomás de Londres, como solía apodarse él mismo. Un muchacho perezoso que, al igual que el joven Silversleeves, no había llegado a ser un magister. Pero se convirtió en clérigo, y pese a que su padre se había arruinado logró hacerse notar. Era un experto en hacer amigos para luego abandonarlos, como solían observar los Silversleeves. Posteriormente el viejo arzobispo de Canterbury lo llevó a su casa. Tomás cautivó al Rey. También era un maestro en esas artes, con su magnífica planta, elegancia y ojos relucientes. Debió de servir a sus amos bien, brillantemente, pues de golpe, ante el asombro de todo Londres, a la edad de treinta y siete años fue nombrado canciller de Inglaterra.

Pentecost lo había visto en una ocasión montado a caballo en West Cheap, acompañado de su séquito. Iba espléndidamente ataviado con una capa forrada de armiño. Sobre su jubón resplandecían unas gemas. Incluso los hombres que cabalgaban junto a él parecían duques. «Tiene estilo —había comentado en cierta ocasión el padre de Pentecost, y luego había añadido en tono irritado—: Fíjate en él. Se da más aires que el Rey».

Pero la sorpresa del ascenso de Becket a la cancillería no fue nada comparado con el estupor general cuando, siete años más tarde, fue designado arzobispo de Canterbury. ¿Tomás, el mundano servidor del Rey, primado de toda Inglaterra? ¿Conservando al mismo tiempo el cargo de canciller del Rey?

«El Rey quiere tener a la Iglesia bajo su dominio —aseguraba el padre del joven Silversleeves—. Con Becket en ese cargo, no tendrá dificultad en conseguirlo». Tenía sentido, aunque resultaba chocante.

Al poco tiempo ocurrió algo muy extraño. Pentecost recordaba el día en que al regresar de la escuela había encontrado el patio de la casa de su padre atestado de gente parloteando en tono excitado.

«Becket se ha enemistado con el Rey».

Por supuesto, nada tenía de particular que un monarca y un arzobispo se pelearan. Desde hacía cien años existía un gran debate en toda Europa respecto a la manera en que la Iglesia y el Estado debían ejercer su autoridad. ¿Eran los grandes obispos feudales súbditos del Rey o no? ¿Podía un papa deponer a un rey? Se habían cruzado palabras airadas, incluso se habían producido excomuniones. En Inglaterra, una generación antes, el ofensivo trato que Guillermo el Rojo había infligido a la Iglesia había forzado al bondadoso arzobispo Anselmo a abandonar durante varios años el reino. Ciertamente, Enrique II era la clase de monarca que provoca esas peleas. Pero ¿Becket? ¿El hombre de confianza del Rey?

«Ha renunciado a toda ostentación —decían—. Vive como un modesto monje». ¿Se había vuelto el ambicioso y mundano londinense realmente piadoso? ¿Qué le había llevado a pelearse con Enrique a propósito de los derechos de la Iglesia y abandonar el país?

«Yo puedo explicarlo —había declarado el padre de Pentecost—. Es muy típico de Becket. Ha decidido interpretar un nuevo papel. Quiere hacerse notar, como de costumbre».

Fuera cual fuese la causa, la disputa había durado varios años. Los dos hombres, antaño amigos íntimos, se habían convertido en enconados enemigos. Y ése fue el motivo de que Enrique hiciera coronar a su hijo no por el arzobispo de Canterbury, según era su derecho, sino por el de York. Como todo lo que hacía Enrique, había sido minuciosamente calculado y, en este caso, con saña. Era la última ofensa.

«Pobre Becket —había comentado Silversleeves el día anterior con satisfacción—. Me imagino que le ha dolido profundamente. Me pregunto qué hará ahora».

Pentecost Silversleeves habría seguido dándole vueltas a este interesante asunto si en ese momento no se hubiera producido un tumulto a la entrada.

El maestro artesano, un hombre de baja estatura, con una pequeña barba castaña y un mechón de pelo blanco, pasó bruscamente entre los cortesanos apostados en la puerta e irrumpió en la cámara. Llevaba una túnica verde botella y calzas verdes. Su rostro, rojo como sus botas de gamuza, estaba tan hinchado de furia que parecía un gallo de pelea. Lo seguían dos corpulentos alguaciles.

Los siete escribanos, sin soltar las plumas, se volvieron sobresaltados. Los cortesanos no sabían qué hacer. Las solemnes figuras sentadas a la mesa del Exchequer, sorprendidos ante esa inoportuna interrupción, observaron al artesano en silencio. Pero éste, haciendo caso omiso de ellos, gritó señalando a Pentecost:

—¡Ahí lo tenéis! ¡Es él! ¡Arrestadlo!

Tras esas palabras se produjo un tenso silencio.

—¿De qué se le acusa? —inquirió con voz grave el justiciar, representante personal del Rey.

La respuesta resonó por todos los rincones de la inmensa cámara:

—De asesinato.

El hombre corpulento y de rostro orondo miró a su alrededor con satisfacción. Los otros hombres que se encontraban en su pequeña vivienda se inclinaron ante él respetuosamente. El concejal Sampson Bull sonrió. Ése iba a ser el mejor día de su vida.

Todo en el concejal Sampson Bull era rojo. Vestía una larga capa roja, unos calzones rojos, un jubón rojo con puños dorados y un cinturón de cuero pintado. En la cabeza llevaba una amplia gorra roja. Su rostro, cuyas marcadas mandíbulas mostraban una barba rubia de dos días, era rubicundo. Con su fornido torso y la cabeza inclinada, su aspecto hacía honor a su apellido.

El nombre se había creado poco a poco. Después de la Conquista, la familia había decidido adoptar la costumbre normanda, añadiendo el nombre de su padre, con el prefijo Fitz, al suyo. Pero ese sistema presentaba un inconveniente. Si el hijo de Leofric se llamaba Edward FitzLeofric, su nieto se llamaba Richard FitzEdward, y el hijo de Richard se llamaba a su vez Simon FitzRichard. En los casos en que vivían tres o cuatro generaciones en la misma época, esto se prestaba a confusión. Puesto que la familia había vivido siempre junto al cartel del Toro, a menudo se los conocía simplemente como la familia Bull.

Sampson Bull era un hombre importante. Desde la muerte de su padre dos años antes, había pasado a ser el jefe de la familia. Era un rico mercero —un comerciante que vendía lana y paño— que a la edad de treinta años había sido nombrado concejal de su distrito de la ciudad. No era poca cosa ser concejal. El gobierno de Londres, que en ese momento estaba adoptando una forma consolidada, consistía en tres niveles. El inferior era la parroquia, con frecuencia muy pequeña, pero que solía contener algunos ciudadanos relevantes. Más importantes eran la veintena de distritos. Cada distrito disponía de su pequeño concejo, integrado por sus principales ciudadanos, que formaban también el consejo superior de la ciudad. En la cima estaban los concejales, cada uno de los cuales representaba a un distrito. A veces poseían grandes extensiones de terreno; con frecuencia conservaban su cargo toda la vida. Organizaban la milicia. Y eran esos hombres, como muchos barones feudales, quienes componían el poderoso consejo interno de la ciudad. Sampson Bull pertenecía a este grupo interno.

El Londres que gobernaban era más grande que antes. A lo largo de las carreteras que conducían a las afueras de la ciudad habían aparecido numerosas viviendas, mientras que en el sector occidental, fuera de Newgate, donde el río Fleet se convertía en el Hollborn, la nueva zona limítrofe de la ciudad estaba marcada por unas piedras conocidas como la barrera de la ciudad. Pero si en ese momento las calles de Londres y su comercio estaban regulados por orgullosos comerciantes como Sampson Bull, todavía persistían los sombríos centinelas de la conquista normanda. Montando guardia en la ciudad, en el oeste se alzaban las fortificaciones junto a Ludgate; en el este, la imponente Torre. Los castillos de Londres pertenecían al Rey y a sus magnates, y ambos seguían pronunciando la imperiosa palabra: «Obedecer».

Pero cuando Sampson Bull concluyó sus asuntos y despachó a los miembros del concejo con un ademán, no pensaba en el Rey, sino en algo mucho más grato. Unos minutos más tarde, mientras subía por la suave cuesta de Cornhill, se entretuvo meditando en ello.

Bocton. Iba a recuperarlo.

Hacía un siglo que Leofric el sajón había perdido su mansión ancestral en Kent, que había pasado a manos de un tal Saint-Malo, un partidario del Conquistador. Los Bull creían que jamás lograrían recuperarla. Pero hacía veinte años el joven Jean de Saint-Malo había emprendido la segunda cruzada, para lo cual había tenido que hipotecar su propiedad. La cruzada fue un desastre; el caballero regresó arruinado, y tras muchos años de luchar en vano había tenido que rendirse. Bocton había pasado a manos de su acreedor. El día anterior, ese caballero había ido a visitar al concejal para exponerle la situación.

Era un hombre de baja estatura, pulcro y elegante. Llevaba una capa de seda negra y un bonete. Se llamaba Abraham.

—En cuanto averigüé que había pertenecido a su familia, vine a verlo —dijo Abraham—. Como sabe, no puedo quedarme con esa propiedad.

Bull, sonriendo, respondió:

—Gracias a Dios.

En esa época Londres estaba lleno de prestamistas. La expansión del comercio, las importantes operaciones llevadas a cabo en el gigantesco imperio europeo de los Plantagenet y los gastos ocasionados en ultramar por las cruzadas requerían una cuantiosa financiación. Los prestamistas normandos, italianos y franceses proporcionaban enormes sumas de dinero, al igual que la tan cristiana orden de los caballeros del Temple y la comunidad judía de Inglaterra. Sus métodos no diferían mucho, con una excepción: si bien la mayoría de los prestamistas poseían grandes propiedades, y los templarios se habían convertido en expertos en la administración de bienes inmuebles, los judíos tenían prohibido poseer tierras. De modo que cuando una propiedad pasaba a manos de un financiero judío, la vendía.

Abraham propuso un precio. Bull le explicó que en cuanto llegara su barco podría pagarle. «Y Bocton volverá a ser nuestro», había dicho a su esposa e hijos. La aspiración de su vida.

¿Tenía el concejal alguna duda respecto a que la travesía sería un éxito? En absoluto. ¿Confiaba en que Abraham aguardaría unos días? Desde luego. Había empeñado su palabra. ¿Había algo que preocupaba al comerciante sobre la transacción? Bueno, tal vez sí. En su mente sonaba una nota discordante.

No se lo había comunicado a su madre. Pero decidió postergar ese problema para otro día.

Su visita a Cornhill tenía un propósito muy concreto y en ese momento, al llegar a la cima, Sampson Bull bajó la vista y contempló la segunda razón de su buen humor esa mañana.

Se trataba de un pequeño barco de vela. En una época en que la mayoría de las mercancías era transportada por mar por comerciantes extranjeros, el mes anterior Bull se había convertido en uno de los pocos londinenses que poseían un barco de vela. Aunque todavía se veían barcos largos con múltiples remos de los escandinavos, su pequeño y rechoncho barco era la clase de embarcación que abundaba en el sur de Europa y que en esos días se empleaba con frecuencia en Londres. Ancho, de gran calado y generalmente propulsado por una sola vela, era un barco torpe y lento, con el timón situado en un ángulo en la popa, de modo que se gobernaba como si se tratara de una canoa fluvial con un solo remo. No obstante, el cog, como se llamaba, podía navegar con una pequeña tripulación aunque hiciera mal tiempo, y era capaz de transportar una gran carga.

En la bodega de este barco residía una tercera parte de la fortuna de Bull, en forma de lana destinada a Flandes. Cuando regresara cargado con sedas, especias y artículos de lujo, los beneficios de la travesía proporcionarían al concejal dinero suficiente para llevar a cabo la modificación más importante en la posición social y la fortuna de su familia desde la conquista normanda.

El barco pasó alegremente ante la Torre. Bull había subido a la cima de Cornhill para contemplar el panorama del ancho y resplandeciente sendero del Támesis hacia el estuario. El barco penetró en el largo tramo denominado el Estanque de Londres y se deslizó hacia el gran meandro que describía el río.

Entonces sucedió algo muy extraño. De golpe el barco dio una sacudida. Unos segundos más tarde, con la proa inclinada hacia la ribera izquierda, se deslizó de costado, empezó a girar como una peonza y al cabo de unos instantes, como si una mano invisible la sujetara, se detuvo en seco.

El concejal Bull, al darse cuenta de lo que había ocurrido, lanzó un grito de rabia que debió de oírse en All Hallows e incluso en el río.

—¡Las almadrabas! —exclamó—. ¡Maldito sea el Rey!

Acto seguido bajó apresuradamente la colina.

Aunque su exclamación podía interpretarse como una traición contra el monarca, difícilmente había un concejal en Londres que no la habría suscrito. Los antiguos derechos de pesca de la ciudad habían sido asignados desde hacía tiempo a altas instancias, y la pesca a lo largo de muchos kilómetros río abajo pertenecía nada menos que al servidor del Rey, el gobernador de la Torre. Dado que en el Támesis abundaban los peces, los derechos de pesca eran muy valiosos y el gobernador los cedía cínicamente con el fin de obtener los máximos beneficios. En consecuencia, las anchas aguas del río estaban atestadas de redes, esclusas, barreras y trampas de toda clase. No pasaba un mes sin que algún barco sufriera un accidente. Esos obstáculos eran conocidos como almadrabas. Y aunque los grandes comerciantes de la ciudad no cesaban de quejarse, incluso ante el Rey, de los perjuicios que ocasionaban al transporte de mercancías, el monarca se limitaba a hacer vagas promesas y las dichosas almadrabas seguían allí.

A últimas horas de la tarde, el barco de vela regresó al muelle con el timón partido. Tardarían al menos un día en repararlo, lo que representaba un grave perjuicio para Bull. Las redes, según averiguó el concejal, pertenecían a un pescadero pelirrojo llamado Barnikel, a quien conocía superficialmente, y el cual comentó no sin razón:

—Lamento que su barco sufriera desperfectos, pero he pagado al gobernador de la Torre una fortuna para pescar en estas aguas.

Pese a estar furioso, Bull no pudo rebatir ese argumento.

Pero había una cosa que Bull comprendía con meridiana claridad. La comprendía con ese sentido de lo negro y lo blanco, lo justo y lo injusto, que había heredado de sus antepasados. Había sido víctima de una estafa. El Rey y el gobernador de la Torre, con total desprecio hacia los líderes de la ciudad, habían montado un sistema injusto, un negocio fraudulento. Era lo único que sabía y lo único que le importaba. A solas en el muelle, mientras contemplaba la Torre, Bull hizo un solemne juramento.

—Algún día les impediré que nos sigan fastidiando.

Cabía suponer que el destino había completado su labor al arruinar el mejor día en la vida del concejal Bull. Al menos eso creía él, mientras se dirigía apesadumbrado hacia su casa aquella tarde. Pero eso habría sido subestimar los poderes de la providencia.

Al llegar a casa, el concejal halló a su familia esperándolo en la puerta con impaciencia. Como dedujo que se trataba del barco, Sampson les explicó sucintamente que era preciso reparar el timón. Entonces su madre, meneando suavemente la cabeza, dijo:

—Me temo que hay algo más. —Al observar la expresión de enojo en el rostro de su hijo, añadió—: Cálmate, Sampson, no te enfades.

—¿Enfadarme? ¿Por qué?

—Bien… —La mujer se detuvo, nerviosa—. Se trata de tu hermano.

Había empezado cuando tenía diecisiete años. Habían transcurrido diez. En ese momento, de pie ante el furioso abad, el joven se echó a temblar.

—Has roto tus votos —lo increpó el abad.

Aunque no cesaba de temblar, el joven no cedió.

El hermano Michael era un alma cándida y pura. Tres años más joven que Sampson, no se parecía en absoluto a él. A diferencia de su hermano mayor, bajo y grueso, Michael era alto y delgado; la oración y la meditación habían suavizado sus rasgos sajones; estaba tonsurado; y en todos sus actos se mostraba dócil y amable. Pero en ese momento, con todo el monasterio en contra de él, se mantuvo firme.

¿Por qué se había hecho monje? ¿Había sido tal vez un acto de rebeldía contra su padre, su tosquedad y su empeño en hablar siempre de dinero? No. Michael sabía que su padre no era peor que otros. ¿Lo había hecho a causa de Sampson, el hermano mayor a quien veneraba de niño pero cuyas pequeñas y brutales mezquindades le repelían? ¿O era porque ansiaba alcanzar la protección que ofrecía la fe de su piadosa madre mientras rezaba a la Santísima Virgen?

No. Era una voz interior, la sensación de vacío del mundo que lo rodeaba, la necesidad de librarse de la zafiedad del mundo material y hallar la pureza y sencillez. De igual modo que un peregrino anhela tocar un fragmento de la Santa Cruz en un santuario, Michael necesitaba sentir la presencia viva de su Dios todos los días. Y sabía que en el mundo no lo conseguiría.

Eso nada tenía de particular. Al margen de las disputas y compromisos de la Iglesia con los reyes, en las recientes generaciones una nueva ola de emoción religiosa había invadido Europa y alcanzado las costas de Inglaterra. Los grandes monasterios cistercienses, dirigidos por el severo monje llamado Bernardo de Claraval, habían extendido sus sencillas comunidades religiosas y granjas de ovejas desde el Mediterráneo hasta los desolados páramos del norte de Inglaterra. De pronto había surgido un encendido entusiasmo hacia la Santísima Virgen. Los caminos que conducían a los santuarios de Europa estaban atestados de peregrinos. Ante todo, durante los últimos setenta años la cristiandad había respondido a una nueva llamada para rescatar Tierra Santa de manos de los sarracenos en aquella gran serie de aventuras, las cruzadas.

En Londres este fervor también era evidente. Las campanas no cesaban de tañer, y el tiempo se calculaba no por horas sino según los siete oficios monásticos del día. En la ciudad brotaban nuevas iglesias y demás fundaciones religiosas. A orillas del Támesis, cerca de Aldwych, los templarios construían su gran sede, llamada el Temple. Cerca de la abadía de Westminster había un hospital dedicado a san Jaime. Estas instituciones proliferaban tanto que más de una quinta parte de la población londinense pertenecía a una u otra orden religiosa.

Cuando el joven Michael dijo que deseaba ser monje, su padre se llevó un disgusto pero no se impresionó. Al cabo de unos meses, al ver que el muchacho se mantenía firme en su propósito, obtuvo para él una plaza en la aristocrática comunidad de monjes benedictinos en la gran casa de la abadía de Westminster, a la cual había hecho una generosa donación y comentado con tono esperanzado: «El palacio del Rey está junto a ella. Muchos monjes han hecho una provechosa carrera». Y allí, en la antigua y real abadía de Westminster, en compañía de los monjes con hábitos negros, Michael había pasado diez felices años.

A Michael le encantaba Westminster, la abadía de piedra gris, la inmensa sala, la atmósfera creada por los claustros reales, la capilla real y los patios de la administración real. Le complacía pasear por los campos circundantes y contemplar el Támesis. Qué agradable era vivir en un lugar tan silencioso y apacible que al mismo tiempo se encontraba en el centro de todo.

Michael se había sentido feliz de hacer sus votos.

—Estos tres votos —le había explicado el anciano monje que le había preparado— serán tus amigos el resto de tu vida y te acompañarán en tu camino hacia Dios. Empecemos por la pobreza —continuó el monje—. ¿Por qué hacemos voto de pobreza?

—Porque el Señor dijo: «Donde está tu tesoro, está tu corazón». Y también dijo: «Vende todo cuanto posees y sígueme».

—Exactamente. No puedes amar a un tiempo los bienes terrenales y a Dios. Nosotros hemos elegido a Dios. ¿Y el voto de castidad?

—Quien sigue los impulsos de la carne descuida su alma.

—¿Y la obediencia?

—Es preciso dejar de lado nuestro orgullo y nuestros deseos.

—Y dejarse guiar por quienes son más sabios que tú. Pues necesitas a un guía en tu camino hacia el Señor. —Esos tres votos, según le recordó el anciano, los hacían todos los monjes de la cristiandad—. Como a los amigos queridos, debes serles siempre fiel y ellos te protegerán.

El hermano Michael había hecho sus votos y los había mantenido. De hecho se habían convertido en lo más preciado para él. Y si, de vez en cuando, veía que no todos los monjes de Westminster eran castos, obedientes o pobres, Michael sabía que ello se debía a la fragilidad humana y rezaba por ellos, y por sí mismo, con mayor ardor.

También se había sentido feliz cuando, al año de haber llegado a Westminster, el Papa, tras leer la gran Vida del monarca que había preparado la abadía, junto con numerosos documentos que respaldaban la petición de los monjes, había accedido a canonizar al antiguo benefactor de éstos, Eduardo el Confesor. Se había sentido feliz cuando los monjes le habían encargado que hiciera unas copias de los manuscritos junto con los escribanos, pues Michael amaba los libros y la abadía disponía de una magnífica biblioteca. Y, como todo monje leal, se había sentido feliz ante el creciente prestigio de su casa. «Somos incluso más antiguos que Saint Paul —le habían asegurado los hermanos—. El mismo san Pedro vino a Inglaterra y fundó este monasterio». Michael experimentaba un profundo gozo de carácter religioso al pensar que se hallaba en una tierra venerada ya en tiempos de los apóstoles.

Pero cuando pasó el tiempo, había cosas que lo preocupaban.

¿No era la abadía, con sus inmensas tierras, demasiado rica? ¿No vivían los monjes demasiado bien? ¿Qué había sido del voto de pobreza? Cuando los escribanos le mostraban ufanos las cédulas que concedían a la abadía sus propiedades, ¿no se mostraban demasiado obsesionados por ellas?

Durante años Michael había tratado de desterrar esas dudas de su mente. La vida en Westminster era deliciosa, ¿por qué había de cuestionarla? Pero de pronto, dos meses antes, había ocurrido algo.

Llevaba un tiempo trabajando en la escribanía, copiando manuscritos. Había adquirido una excelente caligrafía. Pero el mantenimiento y cuidado de los archivos monásticos era una labor reservada a los escribanos más antiguos, de modo que Michael se sintió profundamente halagado una mañana cuando uno de ellos, indicándole que lo acompañara, le pidió ayuda. En la mano tenía una cédula que, según observó Michael de inmediato, provenía de un antiguo rey sajón.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Michael. La respuesta lo dejó perplejo.

—Darle un aspecto más antiguo —contestó el monje sonriendo—. Ya sabes, polvo, aceite, salmuera. Dentro de nada parecerá antiquísima.

Fue entonces cuando el hermano Michael comenzó a sospechar.

Durante los meses sucesivos se dedicó a examinar buena parte de las cédulas que se conservaban en la abadía de Westminster. En su afán de buscar información hacía preguntas ingenuas y pasaba horas estudiando minuciosamente los documentos. Por fin, se presentó ante el abad y declaró en tono solemne:

—He constatado que la mitad de las cédulas que hay en la abadía son falsas.

Michael jamás olvidaría lo que ocurrió a continuación.

El abad emitió una sonora carcajada.

De hecho, la situación en la abadía de Westminster era mucho peor de lo que el hermano Michael imaginaba. La gran Vida de Eduardo el Confesor era principalmente una obra de ficción. En cuanto al hecho de que la abadía era más antigua que Saint Paul, no existían pruebas en absoluto. Por lo tanto, era voluntad divina que sustituyeran los documentos que se habían perdido.

De modo que los habían falsificado. En una época en que esas falsificaciones, de manera especial en la orden benedictina, eran frecuentes en toda Europa, la abadía de Westminster se había erigido en maestra indiscutible de este arte. Entre sus muros se redactaban multitud de cédulas de cesiones de tierras, documentos reales que concedían exenciones tributarias, incluso bulas papales, tan perfectos que no se detectaron hasta varios siglos después. Todos ellos confirmaban los derechos de la abadía y su casi increíble antigüedad.

Unos días más tarde, después de que el abad le hubiera dicho que no se preocupara, el mismo monje pidió de nuevo a Michael que lo ayudara. Esa vez Michael se negó.

Al cabo de pocas semanas la situación se hizo insostenible. Le recordaron sus votos de obediencia y lealtad. Michael rezó para que el Señor lo guiara. Pero no consiguió resolver el dilema.

«El propósito de esas cédulas no es otro que incrementar los privilegios y la riqueza de la abadía —razonó Michael—. ¿Cómo encaja eso con mi voto de pobreza? En cuanto a la obediencia, si no se puede obedecer con la conciencia tranquila, ¿qué clase de obediencia es?». No contaba con las simpatías de la gran casa y todos lo sabían. Sólo cabía una solución. Así pues, Michael se plantó de nuevo ante el abad y le comunicó con calma:

—Me marcho.

—Eres orgulloso —le espetó el abad—. ¿Quién eres tú para cuestionar lo que hacemos? —Luego, como habría hecho cualquier monje de buena fe, el abad añadió con tono dulce y razonable—: ¿No te das cuenta? Todo lo hacemos por la gloria de Dios. Cuando escribimos historia o relatamos las vidas de los santos, no lo hacemos con el único objeto de informar a los hombres sobre lo que ha acaecido, sino para ilustrar y exponer el plan divino a fin de que los hombres lo comprendan mejor. Asimismo, si es voluntad de Dios que se conozcan los derechos y la antigüedad de esta abadía, debemos mostrar las pruebas para que los hombres pecadores se convenzan de la verdad.

Pero Michael no estaba de acuerdo. Se lo impedía el pragmático sentido común de sus antepasados sajones. O los documentos eran antiguos o no lo eran. O él decía la verdad o mentía.

—Lo lamento, pero deseo marcharme —repitió.

—¿Y adónde irás?

El hermano Michael agachó la cabeza. Lo tenía todo previsto. Cuando se lo dijo al abad, el sabio monje lo miró atónito y declaró:

—Debes de estar loco.

La multitud enmudeció. Todavía era temprano. En un monasterio cercano la campana que anunciaba el oficio matutino de tercia acababa de dejar de tañer. A una señal del alguacil, el joven Henry Le Blond se quitó a regañadientes la capa y avanzó un paso. Aunque hacía una cálida mañana estival, temblaba.

Oculto entre la muchedumbre, Pentecost Silversleeves presenciaba horrorizado la escena.

El lugar donde se encontraban era un amplio espacio abierto, de unos cuatrocientos metros de ancho, situado junto al ángulo noroeste de la muralla de la ciudad. Ese día, el sol había secado su enlodada superficie y parecía un inmenso y polvoriento campo destinado a desfiles militares. En el extremo occidental el terreno descendía hacia el badén por el cual discurría el Hollborn antes de convertirse en el Fleet. Cerca del centro había un grupo de olmos y delante de éstos un abrevadero.

Era Smithfield. Los sábados solían organizar un mercado de caballos, y a veces, entre los olmos, ajusticiaban a un reo. En el abrevadero, junto al cual se hallaba en aquellos momentos una muchedumbre de cuatrocientas personas, se estaba llevando a cabo un importante proceso judicial.

En la orilla del agua, además del hombre, cubierto sólo con un taparrabos, había otros dos jóvenes, dos alguaciles, una docena de concejales, un sheriff y el mismo justiciar de Inglaterra.

Un maestro artesano había sido víctima de una brutal agresión y uno de sus aprendices había resultado muerto. Conocían la identidad de los culpables porque, con la esperanza de salvar el pellejo, todos se habían acusado unos a otros. El delito se había perpetrado la noche de la coronación del príncipe. El rey Enrique, furioso, había ordenado a su representante que se encargara personalmente del caso. «Deseo que en el intervalo de tres días todos los culpables sean juzgados», había estipulado el monarca.

Entonces, a una señal del justiciar, los alguaciles ataron las manos del joven a la espalda y le ligaron los pies. Luego, sosteniéndolo por los tobillos y los hombros, lo alzaron y empezaron a balancearlo.

—¡Uno! —rugió la muchedumbre—. ¡Dos! ¡Tres!

El cuerpo de Le Blond voló por los aires y se zambulló en el agua. La multitud, que súbitamente había enmudecido, contempló la escena expectante.

Henry Le Blond había sido juzgado y condenado a muerte.

En Inglaterra existían varias clases de juicios. Cuando se trataba de una disputa civil, los ciudadanos libres podían elegir ser juzgados por un jurado delante de unos jueces imparciales del rey Enrique, pero si se trataba de un delito grave como un asesinato o una violación, que suponían una condena a muerte, el asunto era demasiado grave para dejarlo en manos del juicio imperfecto de los hombres. De modo que, pese a que muchos clérigos se oponían, esos casos se sometían directamente al juicio de Dios mediante las antiguas ordalías. Para las mujeres, significaba sostener un hierro candente y comprobar luego si las quemaduras cicatrizaban de manera inocente o se infectaban debido a la culpabilidad. Para los hombres se aplicaba la ordalía más expeditiva de arrojarlos al agua. Era muy sencilla. Si el joven Le Blond aparecía flotando en la superficie, era culpable.

Resultaba difícil sobrevivir a esa prueba. A fin de demostrar su inocencia el reo debía hundirse, y la única probabilidad que tenía de lograrlo era reducir su capacidad de flotabilidad expeliendo todo el aire que tuviera en los pulmones. Pero entonces, por supuesto, si no lo sacaban enseguida del agua se ahogaba. Los hombres, aterrorizados, aspiraban instintivamente una buena bocanada de aire y flotaban. La multitud observó la escena en silencio. Al cabo de unos instantes lanzó un rugido.

El cuerpo de Henry Le Blond estaba flotando.

Debió de ser él. Debió de estar allí con Le Blond y los otros dos. ¡Dios mío!

Pero Pentecost Silversleeves estaba libre, por una razón muy simple: había tomado los hábitos.

De todos los privilegios de la Iglesia, ninguno resultaba más útil que el derecho de cualquier clérigo, por humilde que fuera su procedencia o grave su delito, a ser juzgado por un tribunal eclesiástico. Esos hombres se conocían como clérigos criminosos. Era un sistema que se prestaba a abusos, y en su disputa con su antiguo amigo Becket, nada había enfurecido tanto a Enrique II como la negativa del arzobispo a reformarlo.

—Vuestros tribunales eclesiásticos o declaran a sus sacerdotes inocentes o les imponen tan sólo unas pocas penitencias. Defendéis a auténticos canallas —había acusado.

—El privilegio de la Iglesia debe ser sacrosanto —había respondido Becket—. Es una cuestión de principios.

Teóricamente, aquellos culpables de delitos graves eran expulsados de la orden y entregados a los tribunales del Rey para ser castigados.

—Pero incluso os oponéis a eso —se había quejado Enrique—. Es indignante.

Y muchos hombres sensatos de la Iglesia daban la razón al Rey. No obstante, Becket se había negado a dar su brazo a torcer y había preferido permanecer en el exilio, por lo que la cuestión aún no se había resuelto.

El juicio de Pentecost Silversleeves se había realizado el día anterior, durante una vista convocada urgentemente en el salón de la casa del obispo de Londres en Saint Paul. El proceso se había desarrollado en un ambiente tenso.

Gilbert Foliot, obispo de Londres, era un aristócrata. Sus hábitos negros eran de seda. Su rostro enjuto y ceniciento parecía un viejo pergamino arrojado sobre una calavera. Sus manos eran delgadas como garras. Sentía una profunda antipatía hacia los clérigos criminales y hacia Becket, a quien consideraba un vulgar cretino. Cuando sus ojos de halcón se posaron sobre el tembloroso y narigudo clérigo, el obispo sintió desprecio.

—Deberías ser entregado al Rey para ser ejecutado —había comentado Foliot secamente. Pero nada podía hacer.

El tribunal eclesiástico todavía observaba las antiguas normas del juramento. Si un clérigo acusado de un delito afirmaba que era inocente y podía presentar suficientes testigos reputables que juraran que lo era, el tribunal tenía que declararlo inocente. Pese a que los cómplices de Pentecost, que habían padecido la severa justicia del Rey, lo habían nombrado, la familia Silversleeves había presentado a dos sacerdotes, un archidiácono y tres concejales que habían jurado al obispo que el joven Pentecost no había estado presente en la escena del crimen.

—Por consiguiente, estoy obligado —había dicho Foliot mirando con desprecio a Silversleeves y sus testigos— a declarar que eres inocente. Y puesto que técnicamente eres inocente, no puedes ser entregado a los tribunales del Rey. —A continuación, con un tono de fría amenaza, había añadido—: Sin embargo, me reservo el derecho de tener mi propia opinión del asunto, y te digo lo siguiente: ni tú ni tus mendaces testigos volveréis a recibir favor alguno, si puedo evitarlo, en esta diócesis. —Tras lo cual el obispo hizo un gesto con la mano para que se retiraran.

Los otros dos habían flotado. Todos eran culpables. En ese momento, por orden del Rey, debía ejecutarse la sentencia. Silversleeves se echó a temblar.

En ese momento se fijó en una corpulenta figura con un mechón blanco sobre la frente. Estaba a unos nueve metros de distancia y acababa de volverse. Silversleeves trató de ocultarse, pero el maestro artesano lo vio y empezó a abrirse paso entre la multitud. Era inútil intentar huir. Silversleeves se quedó helado.

Simon el armero era un hombre conservador. Vivía en la casa que había ocupado su bisabuelo, Alfred, y seguido sus pasos. Todavía poseía unas tierras en la aldea cerca de Windsor, por las cuales pagaba una renta. Y estaba orgulloso de su oficio de maestro artesano.

Pero estaba muy lejos de los ricos comerciantes, los concejales, que gobernaban la cada vez más grande ciudad. «Nunca se ensucian las manos trabajando como hacemos nosotros —solía decir—. Apenas tocan sus mercancías. Sus hijos son demasiado arrogantes para ponerse a trabajar. Se creen nobles. —Tras esa frase el artesano escupía para subrayar sus palabras—. Pero no lo son. Son unos simples comerciantes, no son mejores que yo».

La irrupción de esos jóvenes canallas en su casa y el asesinato de su aprendiz favorito no sólo lo habían conmocionado y entristecido, sino que lo habían enfurecido precisamente debido al desprecio que mostraba hacia su clase. «No son mejores que nosotros. Son peores —había dicho con rabia—. Son unos criminales». Y eso es lo que iba a demostrar. Estaba resuelto a que se hiciera justicia. Había acudido a Smithfield aquel día para vengarse.

Pero al contemplar a los jóvenes mientras eran juzgados y declarados culpables, y sabiendo la condena que les imputarían, el artesano no pudo por menos de sentir ciertos remordimientos.

—Cometieron un crimen execrable —murmuró—, pero me dan lástima. Pobres muchachos.

Entonces vio a Silversleeves.

El maestro artesano no se apresuró ni montó una escena. Después de abrirse paso entre la muchedumbre, se dirigió hacia el joven que trataba en vano de zafarse de él, se acercó hasta que su barba rozó la oreja de Pentecost, y musitó:

—Eres basura. Lo sabes, ¿verdad? —El artesano advirtió que las pálidas mejillas del joven se sonrojaban y prosiguió—: Eres un asesino, al igual que ellos. Pero tú eres peor. Porque ellos van a morir y tú no, Judas. Eres un cobarde.

Al oír esas palabras Pentecost se tensó.

—Basura —repitió suavemente el artesano. Luego dio media vuelta y se marchó.

Pentecost se quedó para asistir al ahorcamiento. Aturdido, se obligó, entre horrorizado y fascinado, a observar la escena mientras los tres jóvenes, desnudos, eran conducidos hacia los olmos sobre cuyas ramas habían arrojado unas sogas. Vio cómo preparaban los nudos, vio cómo alzaban a los tres reos mientras la multitud gritaba: «¡Colgadlos!», vio los angustiados rostros de sus amigos contraerse en una mueca de terror y teñirse de rojo y luego de violeta mientras no cesaban de dar patadas en el aire, y vio cómo a uno de ellos se le caía el taparrabos. Luego los tres pálidos cuerpos quedaron suspendidos en el aire, girando lentamente bajo la ligera brisa.

Al cabo de una hora, cuando apareció Silversleeves, el tribunal del Exchequer estaba en plena faena. Normalmente a esa hora la sesión de Pascua había concluido, pero debido a la coronación del príncipe tenían mucho trabajo. Agradecido por poder ocuparse en algo que le hiciera olvidar las ejecuciones, Pentecost se sentó a su mesa.

Qué ambiente tan apacible y normal reinaba allí; los escribanos estaban inclinados sobre sus mesas mientras se oía el leve clic y el murmullo procedente de la gran mesa situada en un extremo de la sala. Poco a poco Pentecost se dio cuenta de que ese silencio no era natural. Los escribanos hacían caso omiso de él. Cuando Pentecost dirigía la vista hacia la puerta, los cortesanos situados junto a ella se volvían discretamente. El joven Silversleeves comprendió qué significaba aquello: era un desdoro para una persona que acababa de convertirse en un paria oficial. Pentecost trató de no darle importancia, pero al cabo de un momento salió y deambuló un rato alrededor del palacio de Westminster, cabizbajo, tratando de poner en orden las imágenes que se agolpaban en su mente.

Sus padres cuando les comunicó la noticia. Su madre, alta, pálida, conmocionada, incapaz de comprender que su hijo pudiera cometer semejante atrocidad. Su padre, terrible en su silenciosa ira, pero que sin embargo había logrado que su hijo fuera declarado inocente. El juicio. Los ojos del obispo. Los cadáveres girando en la brisa. El silencio en la cámara del Exchequer.

Mientras Foliot viviera no tenía el menor futuro como clérigo, pero ¿y el Exchequer? ¿También allí estaba realmente acabado, tan sólo debido a una indiscreción de juventud? Era demasiado pronto para saberlo. «Quizá se olviden de ello», se dijo.

Acababa de llegar a esta conclusión cuando, al enfilar un amplio pasillo, vio a dos pintores trabajando en un muro.

Muchos de los muros en las cámaras de Westminster Hall estaban pintados; el que en ese momento contemplaba Pentecost consistía en unas escenas morales correspondientes a las vidas de los reyes y los profetas del Antiguo Testamento. En el centro, a medio pintar, aparecía una rueda.

Era evidente que los dos pintores eran padre e hijo. Ambos eran bajos y tenían piernas torcidas, manos rechonchas, cabeza grande y redonda y ojos de mirada solemne. Cuando Pentecost se detuvo para admirar su trabajo, los dos hombres lo observaron con aire plácido.

—¿Qué representa esa rueda? —preguntó Pentecost.

—Es la rueda de la fortuna, señor —contestó el padre.

—¿Y qué significa eso, buen hombre?

—Pues que aunque un hombre alcance fama y fortuna, puede volver a caer en la miseria. O al revés. Significa que la vida es como una rueda, señor, que no cesa de girar. Y nos enseña que debemos ser humildes, señor. Pues aunque lleguemos muy alto, podemos caer muy bajo.

Silversleeves asintió con la cabeza. Todos los hombres ilustrados habían oído hablar de la rueda de la fortuna. Fue Boecio, un filósofo romano muy admirado en las escuelas contemporáneas, quien, tras ser encarcelado a raíz de un revés político, exhortó a los hombres a aceptar su suerte y comparó la fortuna del ser humano con una rueda que gira constantemente. Ese concepto se había hecho tan popular que incluso unos modestos pintores como aquéllos, que jamás habían oído hablar del filósofo, sabían lo de la rueda de la fortuna. Pentecost sonrió. Qué oportuno. Debía tomarse el revés que acababa de sufrir con filosofía. Sin duda, aunque en ese momento estuviera hundido, la rueda seguiría girando. Pentecost prosiguió su paseo.

Al cabo de unos minutos, al detenerse en el inmenso y cavernoso espacio de Westminster Hall, vio a unos hombres que se dirigían hacia él. Eran seis individuos, ataviados con suntuosas capas; caminaban rápidamente para seguir a la figura que se hallaba en el centro del grupo. En cuanto lo reconoció, Silversleeves corrió a esconderse detrás de un pilar.

A diferencia de sus cortesanos, Enrique II de Inglaterra solía vestir de manera sencilla, con calzas verdes y un justillo, como un cazador. De mediana estatura y complexión robusta, el Rey tenía tendencia a la gordura, pero su incesante actividad lo ayudaba a quemar calorías. Esa mañana, como de costumbre, ofrecía un aspecto pulcro, ágil y perspicaz.

Quizá si Pentecost no hubiera tratado de ocultarse detrás del pilar, el monarca no se habría fijado en él. Pero mientras se apretujaba contra la grisácea piedra normanda, tratando de pasar inadvertido, oyó una áspera voz que decía en francés:

—Traedme a ese hombre.

A Enrique no le gustaba que la gente se ocultara de él.

Un momento más tarde ambos hombres estaban cara a cara.

Aunque trabajaba en el palacio de Westminster, Silversleeves nunca había visto al rey Enrique de cerca. Esto nada tenía de extraño. Su reino septentrional ocupaba sólo una parte del tiempo de Enrique Plantagenet, e incluso cuando se encontraba en la isla viajaba constantemente de un lugar a otro, dedicándose, durante sus desplazamientos, a cazar.

Un rostro pecoso. Rasgos normandos, con el pelo rojo, corto y salpicado de canas. Dios bendito, el bisnieto del Conquistador. Sus manos no cesaban de retorcer un pedazo de bramante. Un Plantagenet inquieto. Una combinación terrorífica. Ojos grises y penetrantes.

—¿Quién eres?

—Un clérigo, señor.

—¿Por qué te habías ocultado?

—No me había ocultado, señor. —Una mentira estúpida.

—Aún no me has dicho tu nombre.

—Pentecost, señor.

—¿Nada más? ¿Pentecost qué? ¿De dónde?

Era inútil.

—Silversleeves, señor.

—Silversleeves. —Enrique Plantagenet frunció el entrecejo, tratando de localizar aquel nombre—. Silversleeves. ¿No eres uno de los que atacaron a mi armero?

Silversleeves estaba muy pálido. Los ojos de Enrique parecieron de pronto más duros que la piedra.

—¿Por qué no te ahorcaron esta mañana? —inquirió el Rey. Luego se volvió hacia sus cortesanos y repitió la pregunta—: ¿Por qué no lo ahorcaron esta mañana? ¿No colgaron a los otros?

Los cortesanos asintieron con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué no han ahorcado a este hombre? ¿Por qué no te ahorcaron?

—Soy inocente, señor.

—¿Quién lo dice?

—El obispo de Londres, señor.

Enrique guardó silencio un momento. Luego apareció una mancha roja justo debajo de su oreja izquierda que se extendió rápidamente por su rostro. El Rey soltó un bufido. Silversleeves notó que los cortesanos habían comenzado a retroceder.

—Un clérigo criminoso —masculló Enrique. Un bellaco que se ocultaba de la justicia del Rey tras las faldas de la Iglesia. Era la cuestión que había emponzoñado su relación con su viejo amigo Becket. Un clérigo criminoso tratando de ocultarse nada menos que en Westminster Hall. El monarca soltó otro bufido.

Entonces Silversleeves tuvo el privilegio de ser testigo de otra característica por la cual la familia del Rey era célebre: los arrebatos de furia de los Plantagenet.

—¡Víbora! —El rostro del Rey estaba tan congestionado que se había vuelto ocre, como si una efigie de madera de una antigua tumba real hubiera cobrado vida. Sus ojos, inyectados en sangre, parecían dos brasas candentes. El Rey acercó su rostro al de Pentecost hasta que casi se rozaron y, en un francés nasal, comenzando como un áspero murmullo que fue adquiriendo volumen hasta convertirse en un furioso bramido, dijo lo que pensaba:

—¡Maldito narigudo, hijo de puta! Hipócrita y estúpido clérigo. ¿Crees que has escapado de la horca? —La voz del monarca empezó a elevarse—. ¿Crees que puedes engañar al Rey, sapo asqueroso, crápula? ¿Eso crees? —insistió Enrique mirando a Pentecost a los ojos—. ¿Y bien? ¡Contesta!

—No, señor —balbució Silversleeves.

—¡Bien! —rugió el monarca—. Porque no lo conseguirás. ¡Por los clavos de Cristo, te prometo que no lo conseguirás! Yo, personalmente, me ocuparé de que reabran tu caso. Te arrancaré de las faldas del obispo, te rajaré en dos. Colgarás de la soga hasta que te pudras. ¿Entiendes? —Haciendo acopio de toda la furia de los Plantagenet, el Rey prosiguió—: Haré que mi justicia caiga sobre ti, saco de porquería. ¡Olerás la muerte! —La última frase más que una exclamación fue un grito gutural que reverberó por todos los cavernosos espacios de Westminster Hall.

Pentecost Silversleeves dio media vuelta y huyó despavorido. No pudo remediarlo. Echó a correr por Westminster Hall hasta el Tribunal de Common Pleas, pasó frente a los pilares del Tribunal del King’s Bench y cruzó el enorme portal que daba al patio. Pasó a la carrera frente a la abadía, traspuso la puerta de la esclusa y pasó sobre el Tyburn; echó a correr por las riberas del Támesis hasta el Aldwych y más allá; pasó como una exhalación frente al Temple y cruzó el Fleet; entró en la ciudad y subió por Ludgate Hill; se introdujo precipitadamente en el santuario de Saint Mary-le-Bow. Y allí se quedó sentado, temblando como una hoja, durante más de una hora.

Una cálida tarde de fines de septiembre, un hombre y una mujer estaban sentados en un banco frente a unos grandes edificios situados a lo largo del borde oriental de Smithfield, esperando. El hombre, que llevaba un hábito gris y sandalias, era el hermano Michael.

La mujer tenía veintidós años. Era baja y rechoncha; su rostro mostraba una perpetua expresión de afable determinación; su ojo izquierdo bizqueaba ligeramente; y sólo su pelo rojo, recogido en un severo moño, indicaba que pertenecía a la familia danesa de los Barnikel. Quizás el leve aire de confusión que se advertía detrás de su determinación sugería otra cosa. «Tengo que pensar mucho —solía decir—, porque si no me confundo». Pero eso no impedía que el rasgo más sobresaliente de su personalidad fuera su firmeza de carácter. Ella también llevaba un hábito gris. Todos la conocían como la hermana Mabel.

Los edificios que se alzaban tras ellos eran relativamente nuevos. Habían transcurrido menos de cinco décadas desde que un mundano cortesano, estimado por el Rey por su sentido del humor y sus chanzas, había experimentado de pronto una visión, retirado del mundo y fundado el priorato y el hospital dedicado a san Bartolomé. El priorato era rico e importante. El hospital era humilde.

El hermano Michael y la hermana Mabel pertenecían al hospital de Saint Bartholomew. La mujer se volvió hacia Michael.

—Puede que no venga —comentó. No estaba asustada, no temía por ella, pero sí por el gentil hermano Michael.

«Ten cuidado —le había advertido—. Tiene el corazón negro».

Las fauces del infierno estaban abiertas; los demonios lo arrastrarían hasta él. Mabel estaba segura de que la persona que esperaba era el hombre más perverso de Londres. Y ese día se habían impuesto la tarea de salvar su alma.

—Descuida, vendrá —respondió el hermano Michael serenamente. Luego, con una sonrisa, agregó—: No tengo miedo, hermana Mabel, teniéndote a mi lado para protegerme.

Mabel Barnikel era la hermana del pescadero que involuntariamente había provocado el accidente sufrido por el barco del concejal Bull. Muchas personas la consideraban un hazmerreír, pero cometían una injusticia al mofarse de ella a sus espaldas, pues era una persona humilde y sencilla.

Desde la niñez, la hermana Mabel siempre había escuchado con atención a las personas que consideraba inteligentes y que se esforzaban en descifrar el enigmático mundo que la rodeaba. Por consiguiente, cuando creía haber dado con una idea acertada se aferraba a ella con la tenacidad de un náufrago que encuentra una balsa en el agitado mar.

Mabel había cumplido trece años y atravesaba la pubertad cuando descubrió que corría el peligro de ser devorada por las llamas del infierno. El motivo de esa lamentable situación era muy sencillo. Había nacido así.

«El problema —solía decir con toda naturalidad— es que soy mujer».

Se lo había explicado el cura de la parroquia. Éste había pronunciado un sermón sobre el tema de Adán y Eva y había aprovechado la ocasión para dirigir una severa advertencia a las parroquianas.

—Mujeres, si queréis salvar vuestra alma tened presente a Eva. Pues la naturaleza de la mujer es propensa a la frivolidad y a los pecados de la carne, y también al pecado mortal. Las mujeres corréis un gran peligro de ir al infierno.

Era un anciano de pelo canoso a quien Mabel veneraba. El sermón la había alarmado, y cuando se encontró con él al cabo de unos días le rogó que se lo explicara.

—¿Por qué somos las mujeres más propensas a caer en el pecado, padre?

El anciano sonrió amablemente.

—Es la naturaleza femenina, hija mía. Dios ha hecho que la mujer sea más débil que el hombre. —Era una vieja creencia que se remontaba a san Pablo—. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza. La semilla del hombre crea seres idénticos a él. La mujer, dado que constituye sólo el recipiente en que la semilla madura, es inferior. Puede alcanzar el cielo, pero, por ser inferior, le cuesta más trabajo.

Pasaron varios días mientras Mabel trataba de digerir esa autorizada información. Todavía le extrañaban ciertas cosas y, temiendo que el anciano se enojara, se disculpó por su confusión y le preguntó de nuevo:

—Si la semilla del hombre crea seres idénticos a él, ¿cómo es que también nacen mujeres?

Lejos de enojarse, el sacerdote apoyó una mano en el hombro de Mabel.

—Excelente pregunta —respondió—. Verás, hija mía, algunas semillas son defectuosas. Pero, y ése es uno de los prodigios de la creación de Dios, es necesario que sea así, a fin de procurar los recipientes mediante los cuales la humanidad puede reproducirse. ¿Eso es todo?

—También me pregunto, padre —continuó Mabel humildemente—, si un niño nace sólo de la semilla del hombre, ¿por qué muchos niños se parecen a su madre y no a su padre?

Mabel comprobó aliviada que el anciano no sólo no se mostró irritado por sus preguntas sino que incluso sonrió.

—La providencia de Dios es realmente prodigiosa. ¡Pero si piensas como un médico, hija mía! No sabemos con certeza la respuesta a tu pregunta, pero el gran filósofo Aristóteles —el sacerdote sonrió satisfecho ante esa prueba de su erudición— opinaba que mientras se desarrolla en el útero materno, el feto bebe un fluido de la madre que le afecta de alguna manera. Por lo tanto, ésa puede ser la razón.

—Contésteme a una última pregunta, padre —le rogó Mabel tímidamente—. Si a una mujer le cuesta tanto salvarse, ¿qué debo hacer?

El sacerdote frunció el entrecejo, no porque se sintiera irritado, sino porque no sabía qué decir.

—Es difícil precisarlo —respondió al cabo de un momento—. Reza con fervor. Obedece a tu marido en todo. —El anciano hizo una pausa—. Algunos, hija mía, afirman que sólo las vírgenes pueden penetrar fácilmente en el cielo. Pero no todas pueden elegir ese camino.

De esa amable conversación, Mabel había sacado tres conclusiones: que las mujeres eran inferiores; que ella misma posiblemente tuviera dotes de médico; y que la virginidad era el camino más seguro para alcanzar el cielo. Pocos coetáneos suyos habrían puesto en duda la primera y la última de esas aseveraciones.

Así pues, no es de extrañar que, al cabo de unos años, reconociendo que tenía escasas posibilidades de encontrar marido, su piadosa naturaleza le instara a entrar en la vida religiosa. En ella, sin embargo, Mabel se topó con un obstáculo que podría resultar insuperable. «En nuestra familia todos son pescaderos», se dijo.

El declive de la familia Barnikel desde sus días de gloria en la época de los vikingos había sido constante y probablemente inevitable. A partir de la Conquista, las viejas familias danesas de Londres habían ido perdiendo su privilegiada posición, arrinconadas por los comerciantes que llegaban de Normandía y la creciente red de puertos hanseáticos alemanes.

El Barnikel de Billingsgate de ese momento era un pescadero, lo que no significaba que vendiera pescado en la calle, aunque tenía un puesto en el mercado, sino que comerciaba con pescado y otras mercancías destinadas a la exportación. Y aunque era un hombre próspero y respetable, pese a sus frecuentes accesos de ira, tanto él como otros pescaderos gozaban de una posición social semejante a la de los artesanos, aunque éstos eran más ricos, y muy inferior a la de los comerciantes mayoristas como Bull y Silversleeves.

Pero ¿por qué debía representar eso un problema tan grave? En esos tiempos era frecuente que la naturaleza hiciera que un mayor número de mujeres que hombres alcanzaran la madurez, aproximadamente un diez por ciento en Inglaterra en esa época. Durante la generación de Mabel, esa cifra había aumentado debido al creciente número de hombres que entraban en las órdenes sagradas y, al menos en teoría, llevaban una vida de celibato. Por lo tanto, era previsible que muchas mujeres decidieran también elegir la vida religiosa.

Pero no era así. Es cierto que existían grandes conventos de monjas, pero eran pocos, selectos y caros, reservados a las familias nobles y a los comerciantes ricos. Y aunque la Iglesia católica se complaciera en idealizar a algunas nobles piadosas, dado su concepto de las mujeres en general como seres más débiles, no le interesaba ampliar las órdenes femeninas. En cuanto al humilde comerciante o artesano, la mujer soltera de una familia era absolutamente necesaria para su economía, pues se ocupaba de los quehaceres domésticos y lo ayudaba en su trabajo.

Mabel, por lo tanto, pertenecía a una clase demasiado humilde para servir a Dios de manera formal.

Pero era persistente. Oyó hablar de un convento que aceptaba hermanas laicas para que se encargaran de las tareas más humildes. Algunas órdenes de los cruzados incluso empleaban enfermeras. Por fin, se halló una plaza para ella en el hospital adjunto al próspero priorato de Saint Bartholomew. No era necesario hacer una donación.

Y Mabel se sentía feliz. Le gustaba atender a los enfermos. Conocía todos los remedios de hierbas, eficaces o no, que utilizaba el hospital, y se afanaba por descubrir otros. En la despensa guardaba un auténtico arsenal de tarros, botes y cajas. «Dientes de león para limpiar la sangre —solía decir—, mastuerzo para la calvicie, raspilla para la fiebre, nenúfares para la disentería». A los enfermos más graves les llevaba agua bendita suministrada por los acaudalados canónigos regulares del priorato, o ayudaba a un inválido a cruzar Londres para que tocara una reliquia sagrada que Mabel sabía que era su única esperanza de curarse o, mejor aún, de salvar su alma.

En cuanto al hermano Michael, desde el primer momento que lo vio, a principios de junio, Mabel intuyó que era un santo. De otro modo, no se explicaba que el hijo de un rico comerciante abandonara la abadía de Westminster no para trasladarse al próspero priorato, sino al modesto hospital. Mabel admiraba su talante discreto y refinado, el hecho de que leyera libros y fuera inteligente.

Sin embargo, al cabo de un par de meses Mabel comprendió que no todo el mundo compartía su opinión sobre Michael. Algunos, como el malicioso hermano de éste, incluso creían que era un imbécil. Lo cual enfurecía a Mabel. «Es demasiado bueno para ellos», solía mascullar. De modo que aunque seguía venerándolo, al mismo tiempo empezó a experimentar un afán de protección hacia él.

Pero en ese momento el hermano Michael observaba las puertas de la ciudad y saludaba con la mano.

—Aquí viene —observó con aire jovial mientras el concejal Bull se acercaba a ellos.

El hombre más perverso de Londres estaba de muy mal humor.

No habría acudido a ese lugar si no hubiera sido por su madre. Llevaba semanas rogándole: «Reconcíliate con Michael antes de que me muera». Cuando Sampson contestaba irritado que no se estaba muriendo, su madre se limitaba a contestar: «Nunca se sabe». Por fin, Sampson no pudo resistirlo más.

¿Por qué tomaba su madre siempre partido por Michael? Lo había hecho así desde el nacimiento de su hermano.

Personalmente, Sampson nunca había tenido un gran concepto de su hermano menor. Cuando Michael había ingresado en el monasterio de Westminster, se había reído de él. Pero cuando lo había abandonado en junio, Sampson había gritado en un arrebato de furia: «¡La donación que hicimos es dinero tirado!». Desde entonces no había dirigido la palabra a Michael.

Pero ésa no era la verdadera razón por la cual su madre le insistía en que fuera a ver a Michael. Sampson conocía muy bien la verdadera causa.

Era Bocton. Pese a la demora causada por las almadrabas, su barco había completado con éxito la travesía. Las negociaciones con Abraham habían llevado cierto tiempo, pero al día siguiente concluirían el acuerdo. Y esto era precisamente lo que había disgustado a su madre. «¿No comprendes que es un crimen? —había protestado la mujer—. Te condenarás para toda la eternidad». Muchos en Londres habrían estado de acuerdo con ella.

Un cruzado era un peregrino sacrosanto, dispuesto a padecer martirio en la justa guerra de Dios. A los ojos de la Iglesia, su cruzada lo absolvía de sus pecados y le otorgaba un lugar en el paraíso. Aunque la recuperación de propiedades pertenecientes a cruzados arruinados era muy frecuente en ese siglo, muchos la consideraban una grave falta moral y propugnaban unas leyes que protegieran a los cruzados de sus acreedores.

«Es inmoral aprovecharse de un cruzado de este modo. ¡Y hacerlo con la complicidad de un judío ateo!», había exclamado la madre de Sampson alzando las manos en un gesto de desesperación.

Luego, al ver que nada conseguía, la mujer había ido a ver a Michael en secreto.

Al principio al hermano Michael le pareció que todo iba bien.

Sampson Bull, fueran cuales fuesen sus defectos, era un hombre de palabra. Había prometido ir y reconciliarse. Se esforzaría por conseguirlo. Se había preparado para la prueba e incluso había logrado esbozar una sonrisa forzada.

Había pasado mucho tiempo desde que se había tomado la molestia de visitar Saint Bartholomew, y mientras Michael le enseñaba el lugar, Sampson no pudo por menos de admirarlo. El priorato consistía en una enorme iglesia normanda, claustros, un refectorio y unos edificios monásticos suntuosamente amueblados. No sólo disponía el priorato de una cuantiosa fortuna, sino que cada mes de agosto, con motivo de la festividad de san Bartolomé, organizaba una importante feria de paños en Smithfield, de la que obtenía importantes beneficios. Los miembros de la comunidad, conocidos como canónigos regulares, eran una compañía pequeña pero distinguida que vivía en agradable bienestar.

La iglesia era una estructura noble dotada de una amplia y alta nave, sólidos pilares, arcos romanos y techos abovedados. El coro, más íntimo, era espléndido, con un cancel de dos niveles de pilares y arcos redondeados que formaban un semicírculo en el extremo oriental detrás del altar. Mientras la temprana luz otoñal se filtraba suavemente en este apacible interior, incluso el rubicundo concejal se sintió afectado por la atmósfera, una mezcla de fuerza normanda y calor oriental que conjuraba imágenes y ecos de la hostia, el cáliz y caballeros en la cruzada a Tierra Santa.

Sin embargo, por más que se esforzaba en ser agradable, Bull no podía evitar que ciertas cosas lo irritaran. Por ejemplo, le fastidiaba ver los dedos de los pies de su hermano y el sonido de las sandalias en el suelo enlosado. ¿Y por qué esa bizca perteneciente a la familia Barnikel lo miraba con tanta inquina e insistencia? Mientras visitaban el claustro, Sampson empezó a respirar con dificultad.

Entonces llegó el momento que Bull más temía: entraron en el hospital.

El hospital de Saint Bartholomew estaba separado del priorato. Sus hermanos y hermanas no eran canónigos regulares, sino una orden mucho más humilde. El edificio principal, hacia el que el hermano Michael los condujo alegremente, era un largo, austero y estrecho dormitorio parecido al pasillo de un claustro, con una sencilla capilla en un extremo.

Al igual que la mayoría de los hospitales en esa época, el de Saint Bartholomew había comenzado como un hospicio, un lugar donde los fatigados viajeros y peregrinos se detenían a descansar. Pero eso no tardó en cambiar y el hermano Michael y la hermana Mabel se sentían orgullosos de su colección de enfermos e inválidos, que ascendía ya a más de cincuenta. Había tres ciegos, seis tullidos y varias ancianas seniles. Había hombres que padecían paludismo, mujeres con forúnculos, toda clase de enfermos y víctimas de diversas dolencias. Según la costumbre de la época, cada lecho estaba ocupado por dos, tres o más enfermos. El concejal los contempló horrorizado.

—¿Hay leprosos? —preguntó. Hacía tan sólo un mes que habían descubierto a un panadero leproso vendiendo pan en la ciudad.

—Todavía no.

Bull se estremeció. ¿Qué hacía en ese lugar? ¿Y qué hacía su hermano, que al menos podía haber ingresado en un monasterio de prestigio para mantener el honor de la familia, en un lugar tan repugnante?

Cuando salieron al soleado exterior el hermano Michael decidió tomar la iniciativa. El concejal tuvo que reconocer que lo hizo con elegancia. Tras cogerlo suavemente del brazo y alejarse unos pasos de Mabel, dijo con tono sincero:

—Querido hermano, estoy seguro de que nuestra madre insistió en que vinieras, pero me conmueve verte aquí. Por lo tanto, te ruego que me disculpes si ahora, durante un momento, trato de salvar tu alma inmortal.

Bull sonrió con tristeza.

—¿Piensas que iré al infierno?

Su hermano hizo una pausa antes de responder.

—Ya que me lo preguntas, sí.

—¿No quieres que Bocton vuelva a la familia?

—Es el orgullo familiar, querido hermano, lo que te ciega y te impide ver el pecado que cometes.

—Si no lo compro, lo comprará otra persona.

—Eso no es una justificación.

Ambos hombres dieron la vuelta y echaron a andar de nuevo hacia Mabel, de la cual se habían olvidado momentáneamente. Entonces Bull, con un suspiro y un meneo de la cabeza, pronunció las terribles palabras:

—No te molestes en sermonearme, hermano Michael, estás perdiendo el tiempo. No temo condenarme. De hecho, no creo en Dios.

Mabel emitió una exclamación de asombro.

Sin embargo, no era una afirmación tan chocante. Incluso en esa época de profundo fervor religioso muchas personas tenían dudas. Dos generaciones antes, el rey Guillermo el Rojo no había ocultado su gran escepticismo con respecto a la Iglesia y sus aseveraciones religiosas. Pensadores y predicadores se veían todavía obligados a defender la existencia de Dios. En cierto modo, la opinión de Bull de que con sus fortunas, sus tribunales especiales y demás beneficios que las iglesias habían ido acumulando a lo largo de los siglos no eran más que una creación de los hombres denotaba una honestidad audaz, aunque brutal, no muy distinta de la de su hermano.

Pero no para Mabel. Ella sabía que Bull era avaricioso; sabía que despreciaba a su bondadoso hermano; sabía que se proponía robar a un cruzado con ayuda de un judío. Allí, en ese momento, había dado prueba de su absoluta maldad.

Para el hermano Michael, uno de los encantos de Mabel era que jamás se le había ocurrido no expresar lo que pensaba. Pero incluso él se quedó algo sorprendido cuando Mabel, mirando al concejal con su ojo bueno, exclamó:

—Sois un hombre malvado. Iréis al infierno con los judíos. ¿No os dais cuenta? —Y Mabel sacudió enérgicamente el dedo índice, sin temer amonestar al mismo diablo—. Deberíais avergonzaros. ¿Por qué no dais dinero al hospital en lugar de robar a peregrinos que son infinitamente mejor de lo que vos llegaréis jamás a ser? —Mabel siguió mirándolo fijamente, como si pretendiera obligarlo a capitular.

Fue un error.

Bull llevaba meses escuchando las quejas de su madre. En ese momento no sólo lo sermoneaba Michael, sino que lo atacaba esa loca cuyo hermano casi había logrado destrozarle el barco. Era demasiado. Con el rostro congestionado por la ira, agachó la cabeza como un toro dispuesto a embestir, encorvó los hombros y estalló:

—Maldito sea vuestro hospital y vuestros leprosos, vuestros decrépitos enfermos cubiertos por sus propios excrementos. Malditos sean vuestros monjes, vuestros estúpidos cruzados y vuestros hipócritas sacerdotes. Malditos seáis todos. Escúchame bien, hermano —tronó Bull dirigiéndose al hermano Michael—, si alguna vez necesito una religión, me haré judío.

No fue algo original. Eso era justamente lo que Guillermo el Rojo había amenazado con hacer en cierta ocasión en que unos obispos se presentaron ante él para exponerle sus tediosas quejas. Pero dejó a Mabel estupefacta. Ya se había persignado siete veces antes de que Bull pronunciara la palabra «judío».

Pero Bull aún no había terminado. El golpe de gracia, después de una pausa de sólo un segundo, estaba reservado para su hermano.

—Naciste imbécil y sigues siendo un imbécil. ¿Qué te propones hacer con tu vida? No ganas dinero porque hiciste voto de pobreza. No te acuestas con una mujer porque hiciste voto de castidad. No tienes criterio propio porque hiciste voto de obediencia. ¿Para qué? ¿Quién sabe? —Luego, en un momento de inspiración, añadió con una sonrisa cruel—: Creo que ni siquiera eres capaz de mantener tus estúpidos votos. Te diré qué voy a hacer. Te incluiré en mi testamento. Envía alguien a por mí, o mis sucesores, en tu lecho de muerte. Jura ante Dios y un sacerdote que jamás has roto tus votos desde la fecha de hoy hasta tu muerte, y te juro que donaré Bocton al hospital de Saint Bartholomew.

Tras formular aquel insólito desafío, Bull dio media vuelta y se encaminó hacia las puertas de la ciudad.

—Vaya por Dios —dijo el hermano Michael.

Durante el otoño de 1170 llegó a Inglaterra la noticia de un acontecimiento inesperado.

Unos días después de su encuentro con el pobre Silversleeves, Enrique II de Inglaterra había viajado urgentemente a Normandía para reunirse con el arzobispo de Canterbury, que seguía en el exilio. Allí, Becket, probablemente debido a la humillación de saber que el heredero del trono inglés había sido coronado sin que él estuviera presente, decidió reconciliarse con su soberano. Poco después empezaron a circular rumores de que Becket iba a regresar. Pero no apareció.

Para la familia Silversleeves aquéllos fueron unos días llenos de inquietud. Pentecost no se atrevió a volver a poner los pies en el Exchequer. ¿Qué significaba el inesperado cambio que se había producido en las relaciones entre el Rey y su viejo amigo? ¿Había accedido Enrique a no juzgar a los clérigos criminosos, o se vería Becket obligado a entregarlos a la justicia real? Los Silversleeves trataron de obtener información de Normandía, pero nadie sabía nada. Transcurrió octubre. Y noviembre. Por fin, a comienzos de diciembre, recibieron noticias de Kent: «¡Está aquí!».

Becket no regresó como un cordero. Puede que hubiera hecho las paces con el Rey, pero no con los obispos que lo habían ofendido al coronar al príncipe en su ausencia. A los pocos días excomulgó al obispo de Sarum y a Gilbert Foliot, el contumaz obispo de Londres. La Iglesia inglesa se hallaba en una situación caótica. «Es peor que cuando Becket estaba fuera», protestaron sus oponentes. Foliot y sus seguidores enviaron mensajeros a Normandía para que Enrique supiera qué ocurría en su reino.

Uno de ellos recibió dinero de la familia Silversleeves para que los mantuviera informados.

A media tarde del 30 de diciembre de 1170, Pentecost Silversleeves, cubierto con varias prendas unas encima de otras para defenderse del frío, estaba ocupado en una curiosa actividad. Con un par de tibias de buey enceradas y pulidas sujetas a los pies mediante unas tiras de cuero, se deslizaba sobre el hielo con ayuda de un palo. Estaba patinando.

La pista de patinaje de Londres se encontraba fuera del centro de la muralla norte de la ciudad. Incluso entonces, ochocientos años después de que los romanos se hubieran marchado, los antiguos ríos, a través de los cuales pasaba el arroyo de Wallbrook por debajo de la muralla, seguían repletos de basura, de manera que la zona exterior que no estaba avenada constituía un cenagal. Lo llamaban Moorfields. En pleno invierno se helaba y se convertía en una pista natural de patinaje a la que los londinenses acudían a divertirse. Ofrecía una escena muy alegre. Hasta había un hombre que vendía castañas asadas sobre el hielo. Pero Pentecost no estaba alegre.

Las noticias que el mensajero acababa de traer de Normandía eran muy malas.

—El Rey va a arrestar a Becket. Foliot ha ganado —le había comunicado su padre aquella mañana—. Eso no te favorece. Foliot detesta a los clérigos criminosos tanto como Enrique.

—Quizás el Rey se haya olvidado de mí.

—No. Todavía habla de ti. Por consiguiente —había concluido su padre con tono sombrío—, no tienes más remedio que renunciar al reino.

La madre de Pentecost se había echado a llorar.

Renunciar al reino. Abandonarlo. Era la única manera en que un criminal podría escapar de la justicia. Pero ¿adónde podía ir? A ningún lugar de los enormes dominios de Enrique. «Podrías ir como peregrino a Tierra Santa», había sugerido su madre piadosamente. Pero esa idea no atraía en absoluto a Pentecost.

Así pues, Pentecost se deslizaba sobre el hielo con expresión melancólica. Cuando el sol comenzó a ponerse salió precipitadamente de las puertas de la ciudad un joven proclamando el mensaje que, un mes más tarde, recorrería toda Europa: «Becket ha muerto. Lo han asesinado los hombres del Rey».

Pentecost corrió a su casa para averiguar qué significaba esa noticia.

El asesinato del arzobispo Tomás Becket se perpetró ante el altar de la catedral de Canterbury, durante las vísperas, el 29 de diciembre del año 1170 de la era cristiana. Los historiadores monásticos, que en aquellas fechas calculaban el nuevo año a partir de Navidad, suelen proponer la fecha de 1171. Los detalles siguen siendo ambiguos.

Cuatro barones jóvenes incluidos en el grupo enviado para arrestar a Becket se adelantaron, se encararon con el arzobispo y en una escena de total confusión, lo asesinaron. Puesto que habían oído a Enrique maldecir a Becket en uno de sus arrebatos de ira, creyeron que con ello complacerían al Rey.

Pero lo que realmente conmocionó al mundo fueron las consecuencias. Pues cuando los atemorizados monjes empezaron a desnudar el cadáver del arzobispo, constataron asombrados que, oculto bajo sus ropas, el orgulloso prelado llevaba puesto el cilicio del penitente. No sólo eso, sino que estaba infestado de pulgas. Entonces, de pronto, comenzaron a ver a Becket desde otro punto de vista. El canciller que había tomado los hábitos, el inesperado mártir, no era como aparentaba. No era un actor empecinado. Su rechazo de la mundana vida anterior fue mucho más completo de lo que todos habían imaginado. «Era un auténtico penitente», exclamaron. Un hijo de la Iglesia.

La noticia empezó a extenderse con la rapidez del fuego. Londres declaró que el hijo del comerciante era un mártir. Al poco tiempo toda Inglaterra lo decía, y pedía a voces que lo hicieran santo, no menos. El coro de voces fue en aumento y sonó por toda Europa. El Papa, tras excomulgar a los asesinos y sus cómplices, tomó buena nota del clamor popular.

Para Enrique II de Inglaterra fue una catástrofe. «Si no es culpable, al menos es responsable», afirmaron las máximas jerarquías de la Iglesia. A fin de escapar a la tormenta que se cernía sobre él, Enrique emprendió deprisa una campaña en Irlanda. En cuanto al tema de los privilegios de la Iglesia, por los que Becket había luchado durante tanto tiempo, Enrique guardó absoluto silencio.

En el otoño del año 1171 de la era cristiana, en casa de los Silversleeves reinaba el júbilo.

—He hablado con el justicia mayor y con el obispo de Londres en persona —anunció el padre de Pentecost—. La pelea del Rey con la Iglesia ha concluido. En cuanto a los clérigos criminosos, no se atreve siquiera a mencionarlos. Estás a salvo. Puedes regresar al Exchequer.

Por primera vez desde hacía muchas generaciones, todos bendijeron el nombre de Becket.

Que el mundo estaba lleno de prodigios era algo que la hermana Mabel jamás había puesto en duda. La providencia de Dios se hallaba en todas partes. La asombrosa revelación de la santidad de Becket fue, para ella, otro ejemplo de un proceso que resultaba aún más espléndido precisamente porque no lograba explicárselo.

Incluso la promesa del airado concejal Bull a su hermano, que el monje no tomó literalmente, era para ella un dogma de fe. Mabel sabía que el hermano Michael era bueno. Sabía que Bull no debería haber adquirido Bocton.

—El hospital recibirá su legado, ya lo verás —aseguró a Mabel el hermano Michael.

—Eso es —contestó ella en tono jovial.

Pero incluso la hermana Mabel se quedó perpleja ante el extraordinario acontecimiento que se produjo una alegre y húmeda mañana de abril del año 1172 de la era cristiana.

La hermana Mabel había ido a Aldwych. Había oído decir que allí había un leproso, pero no pudo dar con él, y al regresar por el espacio abierto de Smithfield presenció un espectáculo insólito.

Era una procesión, sin duda muy importante, que descendía por el lado occidental de Smithfield. Un nutrido grupo de caballeros y damas montados en caballos suntuosamente enjaezados abrían el espectacular cortejo. Junto a ellos corrían juglares tocando gaitas y panderos. Todo el mundo sonreía y parecía feliz. Un poco más atrás aparecía una larga procesión de gentes sencillas. Pero ¿quiénes eran? ¿Cuál era el motivo de ese espléndido cortejo? Mabel se adelantó con paso decidido y preguntó a uno de los jinetes, pero éste pasó de largo como si no la hubiera visto.

Entonces Mabel se fijó en algo muy extraño. Poco antes de llegar a las puertas de la ciudad, la maravillosa procesión desapareció.

Mabel se quedó atónita. No se había equivocado. Caballos y jinetes se esfumaban como si hubieran penetrado en una bruma invisible, o en el subsuelo de Londres. Al volverse para observar a los caballos que pasaban delante de ella, advirtió otra cosa. Sus cascos no hacían ruido.

Y entonces lo comprendió. Se trataba de una visión.

Por supuesto, Mabel había oído hablar de visiones, como todo el mundo. Pero jamás había imaginado ver una. Curiosamente, no estaba asustada. Los jinetes, aunque casi podía tocarlos, parecían hallarse en un mundo distinto. Mabel observó entonces que algunos no eran caballeros y damas, sino gentes humildes. Vio a un albañil que conocía, y a una mujer que vendía cintas. Ante su asombro, de pronto vio a uno de los pacientes del hospital vestido con una deslumbrante túnica blanca; su enjuto rostro mostraba una expresión extrañamente serena.

Al cabo de unos minutos los jinetes pasaron de largo, pero entonces apareció tras ellos una muchedumbre. Formaban un grupo de gente variopinto, desde la furiosa pescadera hasta el noble arruinado. En su mayor parte iban a pie, sus ropas eran andrajosas y sus rostros macilentos. Junto a ellos caminaban no unos juglares sino las criaturas más extrañas que Mabel había visto jamás. Parecían hombres, pero tenían unas patas como las aves, garras en lugar de pies y una cola que se curvaba hacia arriba. Desfilaban junto a la muchedumbre, azuzando de vez en cuando a la gente con los tridentes que sostenían en sus nervudas manos. Aunque sus rostros afilados y duros eran humanos, Mabel observó que tenían la piel de diversos colores, algunos roja, otros verde y otros con manchas. «Deben de ser demonios», se dijo Mabel. Se acercó a un ser de color verde y blanco que en ese momento pasaba delante de ella y le preguntó:

—¿Qué es esta procesión?

Esta vez tuvo más suerte.

—Es una procesión de almas humanas —contestó la extraña criatura con voz nasal.

—¿Están muertas?

—No. Vivas. —La criatura se detuvo un momento—. Los que van delante se dirigen al cielo. Éstos —añadió, pinchando con su tridente a un monje exageradamente gordo— van al infierno.

—¿Acaso han cometido crímenes tan terribles? —inquirió Mabel.

—Todos no. Algunos se disponen a cometerlos. —La extraña criatura emitió una especie de graznido—. Pero los tenemos en nuestro poder. Los conducimos hacia la tentación, y luego hacia la condenación eterna. —Tras estas palabras el demonio prosiguió su camino.

—¿Se salvará alguno de ellos? —preguntó Mabel.

El demonio no se volvió, pero lanzó una sonora carcajada.

—Unos pocos —respondió—. Sólo unos pocos.

Mabel contempló durante un rato a los desolados peregrinos que pasaban delante de ella. Vio a muchas personas que conocía y murmuró una oración para cada una de ellas. En un par de ocasiones las llamó por su nombre para tratar de advertirlas, pero parecieron no oírla. De pronto vio al concejal Bull. Estaba montado a caballo, pero sentado al revés. Iba vestido de rojo, como era habitual en él, y su corpulenta figura ofrecía un aspecto tan poderoso como de costumbre. Pero Mabel observó que tenía la cara y las manos cubiertas de llagas, y meneó la cabeza con tristeza. Comprendió que iría al infierno, pero ni siquiera trató de prevenirlo.

Pero nada la había preparado para lo que vio a continuación.

Detrás del fornido concejal caminaba una figura más familiar, su pálido rostro mostraba una expresión trágicamente compungida, y al verla sofocó un grito. Era el hermano Michael.

¿Cómo podía ser? Michael avanzaba con paso lento y deliberado, como solía hacer, y cabizbajo, no porque meditara, sino para ocultar su dolor y vergüenza. Tenía los ojos fijos en algo justo delante de él, como si estuviera hipnotizado. ¿Qué podía haber hecho?, se preguntó Mabel. Lo llamó y echó a correr junto a la procesión, repitiendo una y otra vez el nombre de Michael. En una ocasión éste alzó la cabeza como si la hubiera oído, pero luego, como si una fuerza invisible tirara de él, la agachó de nuevo y continuó su desolada marcha.

Mabel se detuvo junto al camino. Le parecía increíble que el hermano Michael hubiera cometido un grave delito. ¿Había algún pecado que iba a cometer?

Entonces pensó: «Si él va al infierno, yo también iré». Mabel miró entre las almas que pasaban, pero por más que buscó, no logró verse.

Luego la visión se desvaneció.