14. La catedral de Saint Paul
1675
El sol rozaba la fachada sur del pequeño y extraño edificio en la colina. Eugene Penny aguardó pacientemente a que los dos hombres terminaran de conversar. El edificio arrojaba una sombra alargada sobre la ladera verde y silenciosa. Más abajo, las piedras blancas de la Queen’s House relucían junto al río en Greenwich. Eugene se preguntó si Meredith subiría allí por la noche, para contemplar las estrellas a través del enorme tubo. Le turbaba pensar en lo que debía comunicar al bondadoso sacerdote, pues sabía que Meredith le diría que estaba loco.
Aunque Richard Meredith vio que Eugene lo estaba esperando, no consiguió librarse fácilmente de sir Julius Ducket. Fue de lo más irritante pues había aguardado con impaciencia la inauguración del edificio.
Era lógico, pensó Meredith, que su amigo y colega de la Royal Society, sir Christopher Wren, el astrónomo que había aplicado brillantemente sus conocimientos matemáticos a la arquitectura, fuera la persona que había diseñado el edificio, pues la pequeña estructura octagonal de ladrillo que presidía la colina por encima de Greenwich constituía el primer edificio de esa clase en Inglaterra: era el Observatorio Real.
Curiosamente, su objetivo primordial no era el estudio de los astros, aunque por supuesto contenía un telescopio. Su objetivo primordial, tal como Meredith había explicado a sir Julius esa mañana, era de carácter práctico.
—Su fin es ayudar a nuestros marineros —le dijo—. En la actualidad un marinero, al utilizar un cuadrante, puede medir el ángulo del Sol con relación a su cenit, o ciertas estrellas, y calcular la latitud norte o sur en que se encuentra. Pero no puede calcular su longitud —continuó Meredith—, es decir, su posición con respecto al este o al oeste. Hasta la fecha, los marineros hacían unos cálculos aproximados, por lo general teniendo en cuenta el número de días que llevaban en alta mar, que no resultaba muy satisfactorio. Pero ahora existe el medio de averiguar la longitud en que nos hallamos.
»Tened presente, sir Julius, que a medida que la Tierra realiza su órbita alrededor del Sol, como, a pesar de las viejas objeciones de la Iglesia católica romana, sabemos que hace, la Tierra también gira. Debido a ello, tal como sabemos, el Sol aparece sobre el este aquí en Londres, por ejemplo, varios minutos antes de ser visto en el oeste de Inglaterra.
Precisamente debido a que todo el mundo tenía presente ese hecho, la hora local constituía un asunto muy variable. Cada ciudad ajustaba sus relojes según las horas de luz diurnas, de modo que la hora en el puerto occidental de Bristol era distinta de la de Londres.
—Calculamos que la diferencia de cuatro minutos representa un grado de longitud; una hora, quince grados. De modo que si un marinero pudiera calcular la hora del lugar donde se encuentra, cosa que puede hacer utilizando el Sol, sólo tendría que compararla con la hora de Londres para averiguar en qué situación se halla con respecto al este o al oeste.
—Si tuviera un reloj que marcara exactamente la hora de Londres podría hacerlo.
—Sí, pero no hemos descubierto la manera de construir un reloj que indique esa hora en alta mar. Sin embargo —prosiguió Meredith—, podemos realizar unos cálculos tan precisos sobre la posición de la Luna en el firmamento que, al comprobar el resultado de sus cálculos en un almanaque, un marinero sabrá qué hora es, en un momento determinado, en Londres. Al comparar este reloj astronómico con su hora local, podrá averiguar su longitud.
—¿Cuánto tiempo llevará realizar esas tablas?
—Imagino que varias décadas. Es una tarea ingente. Pero ése es justamente el fin del Observatorio Real: crear un inmenso mapa de todos los cuerpos celestes y sus movimientos.
—¿De modo que todos los marineros, supongo que también de otros países, podrán calcular su situación a partir de la hora local en Londres?
—Justamente. —Meredith sonrió—. Si desean saber dónde se hallan no tendrán más que observar la hora indicada por el Observatorio Real. Lo llamaremos la hora de Greenwich —añadió.
Pero tras haber conducido a sir Julius al Observatorio para mostrarle el telescopio, el reloj y demás aparatos, Meredith se había visto de pronto atrapado en esta estúpida conversación. Lo peor, como no tuvo más remedio que reconocer, era que en buena parte él mismo había tenido la culpa.
Había transcurrido un mes desde que se había ido de la lengua. Al hacerlo —se dio cuenta en ese momento— erróneamente había dado por sentado que puesto que él no se tomaba el asunto en serio, el baronet tampoco le daría importancia. Pero se había equivocado por completo. Sir Julius se había mostrado profundamente preocupado. Es más, estaba aterrorizado; el próspero sir Julius Ducket, amigo del Rey, se había echado a temblar de miedo, y todo porque la pobre Jane Wheeler, en su lecho de muerte, le había echado una maldición.
—Si se tratara de una bruja —dijo sir Julius alarmado—, ¿no podríais decir unas oraciones para conjurar esa maldición? ¿O creéis que debemos exhumar sus restos y quemarlos?
Meredith suspiró. ¿Era posible que su amigo, después de contemplar el Observatorio que trazaría el mapa del cielo, sólo pudiera pensar en eso? Como hombre de ciencia, le ofendía que la gente todavía creyera en esas supersticiones, pero sabía que incluso los hombres ilustrados seguían creyendo en la brujería. Hacía poco habían quemado a varias brujas en ciertas zonas rurales y con el visto bueno del Gobierno. No se trataba de un ramalazo de la religión medieval de Roma: los severos puritanos de Escocia e incluso Massachusetts, según había oído decir Meredith, estaban más que dispuestos a quemar brujas.
—Ella no era una bruja —respondió Meredith con calma—. Además, no se puede exhumar un cadáver de una fosa de la peste.
—Pero la maldición…
—Murió con ella.
Pero Meredith observó que sus palabras no habían convencido a Ducket. Sir Julius no pertenecía a su parroquia. Después del Gran Incendio, la pequeña iglesia de Saint Lawrence Silversleeves, junto con varias otras iglesias de la zona, no se había reconstruido; ni sir Julius había continuado viviendo junto a Saint Mary-le-Bow, sino que se había trasladado al oeste, y una nueva mansión, construida en el lugar donde se había alzado su antigua vivienda, había pasado a ser la residencia oficial del alcalde. Sin embargo, poco después de ordenarse sacerdote, Meredith había tenido la suerte de conseguir una vivienda en Saint Bride en Fleet Street.
Aunque iba en contra de todo sentido común, Meredith trató de tranquilizar al anciano.
—Rezaré por vos —le dijo amablemente.
Pero no lo lamentó cuando, a los pocos minutos, sir Julius se marchó y él pudo atender a Eugene Penny, que llevaba un buen rato esperando.
A Meredith le caía bien el hugonote, aunque fuera miembro de otra Iglesia. Se lo había presentado O Be Joyful Carpenter y Meredith había ayudado al joven relojero a encontrar un empleo con el gran relojero londinense Tompion, que estaba instalando el reloj en el Observatorio Real. Después de escuchar con atención lo que Penny le dijo, Meredith, como era de prever, dio su opinión:
—Estáis loco.
Los hugonotes de Londres constituían una comunidad pujante; el pastor de la congregación francesa era un hombre muy ocupado. Por lo demás, se habían adaptado perfectamente a la vida londinense. Algunos, como la acaudalada familia Des Bouveries, ocupaban un lugar destacado en la sociedad. Sus nombres franceses —Olivier, LeFanu, Martineau, Bosanquet— habían adquirido un sonido inglés o se habían transformado, como Penny, en un equivalente inglés: Thierry en Terry, Mahieu en Mayhew, Crespin en Crippen, Descamps en Scamp. Su afición a exquisiteces culinarias tales como los caracoles podía parecer extraña, pero otros platos que habían traído, como la sopa de rabo de buey, habían conquistado rápidamente el favor de los ingleses. Su habilidad para fabricar muebles, perfumes, abanicos y pelucas, que hacía poco se habían puesto muy de moda, era admirable; y aunque, al igual que todo recién llegado a un país, eran vistos con cierto recelo, los puritanos ingleses respetaban su religión calvinista. En cuanto al Rey, éste había alcanzado un compromiso satisfactorio con ellos. Las primeras iglesias francesas —en el Savoy y en Threadneedle Street— podían utilizar una manera de oficio calvinista siempre y cuando fueran discretas y leales a la Corona. Las nuevas iglesias debían utilizar una manera de oficio anglicano, en lengua francesa; aunque si introducían algunas diferencias para tranquilizar su conciencia puritana, nadie se lo echaría en cara; curiosamente, dado que eran tan devotos y, a diferencia de muchos ingleses puritanos, que no deseaban ofender, los obispos anglicanos de Londres mostraban una actitud decididamente protectora hacia ellos.
Así pues, ¿por qué deseaba marcharse Penny?
—¿Es por los disturbios? —preguntó Meredith.
Ese año se habían registrado varios ataques contra los hugonotes en el suburbio oriental de la ciudad, y Meredith dedujo que eso preocupaba a Penny. Pero como estaba convencido de que la verdadera causa nada tenía que ver con los hugonotes, prosiguió inmediatamente:
—Porque si lo es, permitid que os tranquilice.
Era cierto que existía cierta fricción entre los «extranjeros» —un término que comprendía a cualquier persona de fuera de la ciudad— y los londinenses, que temían que éstos demostraran poseer más aptitudes y les quitaran los puestos de trabajo. Pero el auténtico problema, según comprendió Meredith, era una consecuencia directa del Gran Incendio, y estaba relacionado con el antiguo sistema de gobierno de la ciudad.
Durante los primeros meses, cuando la vieja ciudad amurallada se había convertido en una ruina calcinada y desierta, las gentes se preguntaron si tendrían que abandonarla. La ciudad se reconstruyó poco a poco, pero su estructura medieval desapareció. En torno a la zona de la corte en Whitehall empezaron a construirse elegantes mansiones; los ricos tenían tendencia a instalar su residencia allí. A todo esto los artesanos, que se habían visto obligados a permanecer en los suburbios norte y este de la ciudad, comprobaron que les resultaba más barato seguir allí. El alcalde y los concejales no deseaban extender su autoridad a esas áreas en continuo desarrollo, ni tampoco las guildas. Si un hombre deseaba la libertad que le ofrecía la ciudad, y los beneficios de pertenecer a una guilda, las viejas reglas y el sistema de aprendizaje continuaban siendo los mismos. Pero si los comerciantes y los artesanos decidían evadir las reglas y trabajar en los suburbios, las guildas nada podían hacer al respecto. De modo que cuando un grupo de tejedores de seda hugonotes se afincó en el pequeño suburbio de Spitalfields, junto a la muralla oriental de la ciudad, y su duro trabajo y las sedas importadas le valieron un éxito inmediato, algunos trabajadores de la zona que percibían salarios ínfimos se mostraron envidiosos.
—Es un asunto local —dijo Meredith a Penny—. Los londinenses no están en contra de los hugonotes, os lo prometo.
Pero Eugene meneó la cabeza. Se había quitado las gafas y las estaba limpiando, un ardid que solía emplear cuando se sentía violento. A los veintitantos años, su rostro se había vuelto más enjuto, haciendo que los pómulos y la mandíbula aparecieran más marcados. Sus ojos, aunque miopes, poseían un lustroso color castaño. Es un muchacho muy apuesto, pensó Meredith; parecía español. Pero el verdadero problema de Eugene Penny era ser francés.
Su padre lo había enviado a Inglaterra. Cautelosos, previsores, discretamente persistentes, ambos se habían puesto de acuerdo en qué debía hacer el joven. «Los reyes de Francia han jurado, en virtud del Edicto de Nantes, permitir que practiquemos libremente nuestra religión a perpetuidad —había dicho su padre a Eugene—. Pero la Iglesia de Roma es poderosa; el Rey es muy devoto. Por lo tanto, te aconsejo que vayas a Inglaterra. Cuando tengamos garantías de que aquí estamos a salvo, podrás regresar. En caso contrario, deberás preparar un nuevo hogar para tus hermanos y hermanas en Inglaterra».
Pero a raíz de su último viaje para visitar a su familia una profunda añoranza había hecho presa en Eugene, y cada mes se hacía mayor. Entonces, con expresión contrita, confesó a Meredith:
—Deseo regresar a Francia. Mi familia no ha sufrido contratiempos. No es necesario que me quede aquí.
Meredith no sabía qué decir. No podía aconsejar a Eugene puesto que desconocía la situación en Francia, pero le preocupaba que el joven relojero abandonara a un patrón tan excelente como Tompion.
—Al menos escribid a vuestro padre para pedirle su autorización —sugirió Meredith, aunque dudaba de que Eugene siguiera su consejo.
Cuando Meredith se marchó, Eugene Penny regresó lentamente a su casa. Aunque reconocía la sabiduría del anciano, era una decisión muy difícil la que debía tomar. Tras pasar la cima de la ladera y la explanada de Blackheath, Eugene enfiló el camino de Kent e inició el largo descenso hacia Southwark. Era una caminata de más de seis kilómetros, pero no le importó. Al bajar por el risco contempló todo Londres a sus pies: la ciudad calcinada, que aún no se había terminado de reconstruir, el lejano palacio de Whitehall, las frondosas laderas, aún más distantes, de Hampstead y Highgate. Por doquier, desde el Puente de Londres aguas abajo hasta la Torre y a lo largo del Estanque de Londres hasta Wapping, Eugene vio barcos; un bosque de mástiles tan denso que, al igual que los árboles, parecían tocarse. Penny calculó que había más de cien buques grandes, prueba evidente de que el poderoso puerto de Londres jamás permitiría que nada —ni la peste, ni el fuego, ni la guerra— entorpeciera su comercio mundial. ¿Cómo podía abandonar un lugar así?
Una templada tarde algunos días después, unos hombres se congregaron en un círculo en medio de unas inmensas ruinas situadas en la colina occidental de la ciudad. Algunos eran simples artesanos y peones que lucían sus delantales, lo cual era lógico puesto que el hombre de aspecto afable e inteligente que los había convocado no sólo era el constructor más importante de Inglaterra sino un devoto masón.
—Hoy —anunció sir Christopher Wren— iniciamos un renacimiento.
El renacimiento de Londres constituía una empresa extraordinaria. La ciudad que se alzaba entre las cenizas podía haber sido más gigantesca. Wren y los otros habían presentado los planos de una espléndida colección de nobles plazas, calles y avenidas que habrían despertado la envidia del mundo occidental, pero la tremenda dificultad de compensar a los miles de personas que poseían derechos de propiedad sobre las calles ya existentes, el hecho de que era urgente comenzar las obras y el elevado coste del grandioso proyecto habían obligado al Rey y a su gobierno a tomar un camino más modesto. Los planos de la nueva ciudad eran una versión modificada del viejo proyecto medieval.
Pero allí terminaba toda semejanza. Pues en ese momento, después de que siete siglos de hacinados y monstruosos edificios de madera hubieran ardido hasta sus cimientos, tenían la oportunidad de evitar los errores del pasado, y el Gobierno no la desaprovechó. Redactaron nuevas ordenanzas; las calles debían ser más anchas; allanaron el pronunciado declive de algunas cuestas; las casas debían construirse en terraplén, siguiendo el sencillo estilo clásico y conforme a unas dimensiones precisas y uniformes, dos pisos más un sótano y un desván en las calles poco importantes; tres o cuatro pisos en las avenidas principales. Y ante todo, cosa que esa vez se aplicó rigurosamente, los edificios debían ser de ladrillo o piedra con techo de pizarra o tejas. Cuando uno o dos comerciantes trataron de violar las normas, las autoridades mandaron demoler de inmediato sus viviendas.
En torno de Londres había multitud de ladrillales, donde los hombres excavaban y cocían la arcilla londinense que un mar tropical y, posteriormente, los vientos del período glacial habían depositado tan generosamente hacía millones de años.
Había varios hitos que continuaban en pie. La Torre seguía montando guardia junto al río. En la parte interior de la muralla oriental habían sobrevivido un par de iglesias góticas; en Smithfield, la iglesia de Saint Bartholomew conservaba su aire apacible desde los tiempos de las cruzadas. Junto al río persistía una curiosidad: las viejas y elevadas casas del Puente de Londres, aunque chamuscadas, habían sobrevivido en su mayoría al fuego y continuarían siendo una deliciosa reliquia de la gloria medieval de Londres, de la época de Chaucer y del Príncipe Negro, durante otros noventa años.
Pero la ciudad medieval había desaparecido y en su lugar se había construido algo no muy distinto de la ciudad romana que existía antes. Ciertamente, la colina occidental no estaba presidida por un anfiteatro, pues ese lugar estaba ocupado entonces por el Guildhall, y la sed de sangre de los hombres se satisfacía con ejecuciones públicas y peleas de gallos en lugar de luchas de gladiadores. Tardarían otros dos siglos en descubrir la calefacción central, los caminos del siglo XVII habrían hecho reír a cualquier romano y el analfabetismo era mayor que en el mundo antiguo; pero, pese a esos inconvenientes, podía decirse que la nueva ciudad casi había regresado a las antiguas normas de civilización de las que habían gozado los habitantes de Londinium mil cuatrocientos años antes.
De todos los constructores de la nueva ciudad, ninguno era más grande que sir Christopher Wren. El astrónomo convertido en arquitecto estaba por doquier. Había reconstruido Saint Mary-le-Bow con una magnífica torre y un campanario clásico. A modo de detalle encantador y divertido, había añadido un pequeño balcón en la torre que dominaba Cheapside, como recordatorio de la fastuosa tribuna desde la cual presenciaban antiguamente los reyes y los cortesanos las justas. Las obras de Saint Bride en Fleet Street se hallaban muy avanzadas, y muchos otros proyectos ya estaban en marcha. Pero nada era comparable al vasto proyecto que se emprendía ante ellos en esos momentos.
Saint Paul. Un edificio gigantesco, prácticamente sin techo, cavernoso: sus elevados y ennegrecidos muros se habían mantenido en pie durante algunos años después del incendio. Dado que la pólvora resultaba demasiado peligrosa, Wren había ordenado que los golpearan lentamente con un ariete, sección por sección, hasta que se derrumbaran. Salvo el muro occidental, los otros se alzaban tan sólo a pocos metros del suelo. Y en lugar de la imponente iglesia gótica Wren había diseñado un magnífico edificio que vendría a ser la gloria de Londres.
Todos los artesanos que se habían reunido en la colina occidental sonrieron satisfechos, excepto uno.
O Be Joyful Carpenter nunca había superado el incendio de Londres. De hecho, en cierto sentido, lo había destruido. El fuego de la verdad había puesto al descubierto lo que era en realidad: un cobarde. Pero no, era peor que eso. Era un Judas. ¿Acaso no lo había demostrado su vida con posterioridad?
Hasta la muerte de Martha, el modesto tallista siempre había creído que era uno de los elegidos. No se trataba de orgullo. Pero ¿no había caminado de la mano de Dios, en compañía de Gideon y Martha, durante toda su vida? ¿No era miembro de una familia a la que Dios había elegido para cumplir su obra? Lo había sido, hasta que había matado a Martha. «Dejaste que se abrasara para salvar tu pellejo —se repitió Carpenter una y otra vez—. ¿Dónde estaba tu confianza en Dios? Cuando Dios te puso a prueba, le volviste la espalda. Tu fe es una farsa». Durante muchos meses Carpenter había sufrido un intenso tormento espiritual.
Un día de primavera, después del incendio, O Be Joyful bajó desde Shoreditch a la ciudad en ruinas. Pese a los meses transcurridos, los edificios londinenses seguían humeando. Carpenter recorrió varias calles anchas, pero las piedras ennegrecidas todavía abrasaban al tocarlas. Hectáreas y hectáreas de desolación y edificios calcinados, de entre la multitud de ruinas brotaban pequeñas columnas de humo, todo estaba impregnado de un olor acre e intenso: «Así debe de ser la marga ardiente del pozo del infierno», pensó Carpenter. De golpe comprendió, con una sensación de impotencia y dolor, que ya no era uno de los elegidos, sino uno de los condenados, y que su infierno ya había comenzado.
A partir de entonces Carpenter fue perdiendo energías. Tenía que hacer un esfuerzo para acudir al trabajo, que ya no le procuraba la menor satisfacción. Rezaba únicamente con su familia, para salvar las apariencias. Tenía pocas ocasiones para pecar, pero no se esforzó por llevar una vida piadosa, pues le parecía inútil.
Si no hubiera estado tan ocupado, O Be Joyful habría terminado hundido en la depresión. Durante los años que siguieron al incendio se construyeron infinidad de casas y él, como aprendiz de carpintero que trabajaba para varios patrones, estuvo muy atareado. Puertas, paneles, tallas de madera…, la demanda de trabajos en madera era incesante.
Un encuentro casual con Meredith cambió la vida de Carpenter. Meredith, que lo conocía de toda la vida, siempre había mantenido con él un trato amistoso. Se había mostrado encantado de ayudar al joven hugonote, amigo de Carpenter, y había procurado a O Be Joyful varios encargos en su nueva parroquia de Saint Bride. Al ver una mañana al abatido artesano bajar por Ludgate Hill, a Meredith se le ocurrió una feliz idea para animarlo.
—Mi amigo Wren ha contratado hace poco a un excelente tallista que necesita unos ayudantes. ¿Por qué no me dejáis que os lo presente? —sugirió el sacerdote. Gracias a él, esa misma tarde Carpenter conoció al extraordinario señor Grinling Gibbons.
Gibbons era un artesano de temperamento discreto y apacible, como él. Carpenter había oído hablar de su reputación hacía unos meses, cuando, abandonando su aislamiento, Gibbons había regalado al Rey una espléndida talla de madera. En ese momento, por primera vez, contempló el trabajo de Gibbons: era asombroso. Figuras humanas, animales, árboles, frutas, flores, nada había que no pudiera reproducir en madera. Más que eso, tales objetos no presentaban la forma acostumbrada. Incluso una sencilla manzana en un exquisito festón de frutas destinado a decorar un panel de madera poseía tal originalidad y ligereza, que uno se sentía tentado de tocarla convencido de que era comestible. «Es un escultor, no simplemente un tallista», había musitado O Be Joyful a Meredith mientras recorrían el taller del maestro.
—No hay nadie en Londres que le llegue a la suela de los zapatos —dijo Meredith—. Mi amigo Wren lo ha contratado para que trabaje en sus nuevas iglesias. ¿Os gustaría trabajar para él?
O Be Joyful miró alrededor en silencio. ¿Qué podía decir? Posiblemente se condenaría para toda la eternidad, pero había ciertas cosas que, siquiera por costumbre, no era capaz de hacer. Martha y Gideon debían de estar observándolo con lástima o desprecio; pero trabajar en una de las iglesias del Rey, con su Prayer Book, su vestimenta, sus obispos…, aunque Carpenter estuviera hundido en el pecado no podía ofender su memoria cometiendo tal vileza.
Sin embargo, jamás había visto algo igual. Sabía con certeza que jamás encontraría a un patrón como Gibbons. Casi le pareció oír la voz de Martha amonestándolo desde el cielo: «Esas imágenes representan la idolatría. Es un pecado». Carpenter sabía que era cierto. Las obras que contemplaba expresaban un amor por la belleza terrenal que contradecía los principios puritanos y sagrados que él conocía.
O Be Joyful miró a Meredith. Luego echó otro vistazo al taller.
—Me gustaría trabajar para Grinling Gibbons —dijo.
Al cabo de unos meses comenzaron sus cuitas. La reconstrucción de Saint Paul había sido postergada varios meses debido a los elevados costes. La solución al problema fue muy sencilla. Las autoridades anunciaron un impuesto sobre el carbón. Cada vez que recalaba un barco de Newcastle en el puerto de Londres cargado de carbón para los hogares de los ciudadanos, los funcionarios portuarios imponían un impuesto sobre los sacos antes de que éstos fueran descargados. Y por cada tres chelines que recaudaban, cuatro peniques y medio iban destinados a las obras de Saint Paul. Así pues, la gran catedral de Wren la pagó el carbón.
Este fondo había empezado a acumularse y habían decidido modificar el proyecto. Gibbons había mostrado a O Be Joyful una tosca maqueta de madera del diseño inicial de Wren, una sencilla estructura con unas galerías que había complacido a Carpenter porque le recordaba una iglesia protestante. Pero, por lo visto, el Rey deseaba algo más grandioso.
—Van a construir una maqueta de la nueva iglesia —le explicó Gibbons—. Y he decidido enviarte para que los ayudes.
A la mañana siguiente, O Be Joyful se presentó en el taller creyendo que hallaría a uno o dos aprendices trabajando en algo del tamaño de una mesita. Pero se encontró con un equipo de artesanos que había comenzado a construir una maqueta monumental. A una escala de un centímetro por cada veinticuatro del auténtico edificio, medía seis metros de largo y casi dos y medio de alto. Por si fuera poco, era de roble, una madera muy difícil de tallar. Y cada detalle, cada cornisa, debía ser exactamente reproducida fuera y dentro.
—Dios mío —murmuró O Be Joyful—, será más fácil construir la verdadera.
Los planos a partir de los cuales trabajaban llegaban en fragmentos, pero el trazado del edificio era claro: una espléndida estructura clásica en forma de cruz griega, con grandes ventanas romanas y pórticos con frontones en los extremos. Los planos del techo aún no los habían enviado, de modo que Carpenter no sabía qué aspecto tenía, pero trabajo no faltaba. Las columnas y pilares de la gigantesca basílica eran de estilo corintio y su patrón ordenó a O Be Joyful que se pusiera a trabajar en ellos. A Carpenter le complació su línea sencilla y casta.
—Pero son muy difíciles de tallar —según tuvo que reconocer.
Carpenter trabajó en el proyecto durante más de cuatro meses, día tras día, mientras los muros se iban alzando. Wren aparecía con frecuencia por el taller, decía unas palabras y volvía a marcharse. Pese a todo, O Be Joyful empezó a sentirse orgulloso de su labor.
Una tarde, poco antes de que Carpenter terminara el trabajo de la jornada, apareció Meredith.
—Quiero mostraros algo —dijo a Carpenter.
Al cabo de unos minutos los dos hombres llegaron al lugar donde se alzaban las obras de la vieja Saint Paul y Meredith mostró a su amigo un agujero en el suelo.
A fin de asegurarse de que su gran obra maestra perdurara hasta la eternidad, Wren había ordenado que los cimientos fueran firmes y profundos. Los peones habían hundido unos taladros en el suelo para comprobar la profundidad. Habían descendido a tres, seis, diez metros de profundidad, más allá de los cimientos existentes, de los de la iglesia que se alzaba antiguamente, de los restos de los tiempos sajones; pero el gran arquitecto no se había sentido satisfecho y había insistido: «Más profundos».
—Mirad. —Meredith abrió una caja que había junto a ellos y mostró a Carpenter unos fragmentos de tejas y cerámica romanas—. Esto es lo que encontraron, de la época en que la ciudad era romana. —Al descender aún más habían hallado unas conchas marinas. Meredith sonrió—. Por lo visto este lugar se encontraba antiguamente bajo el mar. Quizás en tiempos de Noé, ¿quién sabe?
O Be Joyful se maravilló al pensar que los cimientos de la nueva iglesia se levantarían así desde la época del Diluvio Universal.
—Por último se toparon con la grava dura y la arcilla, a más de diez metros de profundidad.
Pero a la mañana siguiente cuando O Be Joyful llegó al trabajo, le aguardaba una desagradable sorpresa. Habían llevado los planos del techo.
—¿Va a colocar eso sobre una iglesia? —preguntó. No fue el único trabajador que contempló horrorizado el dibujo. Pues sobre el crucero central Wren había dibujado un gigantesco tambor, rodeado de columnas; y sobre él, alzándose magníficamente hacia el cielo, una augusta y poderosa cúpula—. ¡No puede hacer eso! —protestó el tallista.
Todos los presentes captaron de inmediato el significado. Ninguna iglesia en Inglaterra había sido ofendida tan gravemente. Desde la forma de la cúpula a las columnas corintias —de pronto cada detalle pareció encajar— claramente era, si no una copia, la hermana de la nefasta cúpula que cubría lo que todo puritano sabía que se trataba del mayor antro de iniquidad.
—¡Por Dios bendito! —exclamó Carpenter—. ¡Si es igual que San Pedro en el Vaticano! ¡Es la iglesia de Roma! —Aterrorizado, salió corriendo del taller.
—La forma del edificio no incide en la religión —le aseguró Meredith una hora más tarde, cuando el atemorizado tallista se presentó en su casa—. Los católicos rezan en iglesias de toda clase de formas y estilos. El mismo Wren —añadió para tranquilizarlo— es hijo de un clérigo americano. No es un papista.
Pero O Be Joyful no estaba convencido.
—Es posible que Wren no lo sea —contestó éste—. Pero ¿y el Rey?
Meredith pensó que esa pregunta no era fácil de responder.
Cuando Carlos II regresó a Inglaterra, todo parecía en orden. La Iglesia sería anglicana, la Iglesia de su padre y de su abuelo, el compromiso alcanzado por la buena reina Isabel. Tal vez a los puritanos no les gustara, pero al menos el papismo había sido prohibido. Y eso, para bien o para mal, era todo.
¿O no? La corte de los Estuardo siempre había poseído ciertos matices católicos, que se habían intensificado desde que había tenido que exiliarse durante la Commonwealth. La esposa del Rey era católica, al igual que la hermana del monarca que residía en Francia, y muchos de sus amigos. Ciertamente, Carlos II siempre había desempeñado a la perfección su papel de anglicano. Pero con el paso del tiempo, muchos sostenían que el Rey mantenía unas relaciones demasiado amistosas con Luis XIV, el rey de Francia y ferviente católico. Cuando poco tiempo antes se habían unido para tratar de aplastar a los rivales comerciales de Inglaterra, los holandeses protestantes a las órdenes de Guillermo de Orange, el Parlamento inglés se había alarmado.
—Debilitad a los holandeses, sí. Son nuestros rivales. Pero no los destruyáis. Son protestantes como nosotros. Y no queremos que toda la costa marítima delante de nosotros caiga en manos de los católicos.
Al ver que la amistad de Carlos con Luis continuaba, el Parlamento empezó a tener ciertas dudas. Y para asegurarse del terreno que pisaba había decidido poner a prueba al Rey. El Test Act de 1673 exigía que todo hombre que ocupara un cargo público no sólo fuera anglicano, sino que negara el milagro de la misa católica romana bajo juramento. Ningún católico convencido accedería a hacerlo. Los parlamentarios aguardaron para comprobar la reacción de Carlos. Al cabo de dos meses el duque de York, el hermano del Rey, dimitió como lord almirante supremo. Secretamente era un católico.
Jacobo era un hombre decente y responsable. Pocos le tenían antipatía; lo recordaban ante todo por el importante papel que había desempeñado durante el Gran Incendio. Todos se mostraron de acuerdo en que había obrado honradamente al dimitir, pero no dejaron de sentirse muy impresionados. Aunque Carlos II, según decían, tenía unos trece hijos bastardos, ninguno de los legítimos engendrados con la Reina había sobrevivido. Por consiguiente, era factible que Jacobo lo sucediera en el trono. Por fortuna Carlos gozaba de una salud de hierro. Todos confiaban en que sobreviviera a su hermano. Y las dos hijas de Jacobo habían declarado ser protestantes. No se trataba de una crisis. Los realistas como sir Julius Ducket se apresuraron a asegurar a todo el mundo que el Rey era un hombre sensato, que la Iglesia anglicana estaba segura.
—Pero ¿lo está realmente? —preguntó O Be Joyful a Meredith.
—Lo está. Os lo prometo —respondió el sacerdote.
Con el alma encogida por la tristeza y las dudas, O Be Joyful reanudó su trabajo. En más de una ocasión rogó a Gibbons que le encomendara otra labor, pero su trabajo era demasiado bueno para desaprovecharlo. Lentamente, Carpenter siguió tallando columnas y capiteles alrededor de la inmensa cúpula, dando los últimos toques, desde una escalera, hasta la parte superior; deprimido, observó cómo otros tallistas y aprendices pulían la gigantesca maqueta de roble hasta que brillaba como el bronce.
—Es una obra de arte —afirmó Meredith cuando se la mostraron.
Pero Carpenter se alegró posteriormente de dedicarse a otros trabajos, al tiempo que trataba de borrar la dichosa maqueta de su mente.
Hacía unas semanas se había llevado una gran sorpresa cuando Meredith, al encontrarse con él en Cheapside, se acercó sonriendo y dijo:
—Acompañadme. Tengo algo que os agradará.
Tras conducir a Carpenter más allá de Saint Paul, el sacerdote lo hizo entrar en un taller de dibujo donde señaló una enorme hoja de planos colgada en la pared.
—La maqueta en que trabajasteis ha sido rechazada —dijo—. A las autoridades eclesiásticas tampoco les gustó la cúpula papista. Y esto es lo que han aprobado.
O Be Joyful contempló los planos, eran notables. Aún se veían ciertas partes del edificio clásico, pero éste era más largo, más angosto, más parecido a una iglesia corriente. Sobre el crucero central no aparecía una cúpula, sino que, sostenida por una estructura similar, se alzaba una elevada torre, de líneas clásicas pero que evocaba la torre del edificio anterior. Era, según tuvo que reconocer Carpenter, un tanto desmañado, en absoluto lo que uno habría esperado de Wren, pero satisfacía el primer imperativo.
—Como veréis —dijo Meredith confirmando los pensamientos del artesano—, la cúpula ya no existe. Las obras comenzarán de inmediato —añadió.
De modo que allí estaba con Grinling Gibbons y los otros principales artesanos de Wren para presenciar una ceremonia improvisada, no una reunión formal de los grandes hombres de la ciudad, sino una modesta reunión, típica del gran arquitecto, convocada en el último momento, para los obreros corrientes. Nada especial se había preparado. Todos, salvo O Be Joyful, estaban de buen humor. Pero éste estaba tan ensimismado en su tristeza que al principio no se percató de que el resto de los presentes se habían vuelto para observarlo mientras reían animadamente.
Christopher Wren había decidido colocar una piedra para señalar el centro de la nueva iglesia y había pedido a alguien que le alcanzara una del jardín. Cuando un peón se disponía a salir, el arquitecto se había fijado en Carpenter y había recordado su peculiar nombre.
—O Be Joyful —dijo el arquitecto—, ¡qué nombre tan perfecto para esta misión! Ve con ese chico, O Be Joyful, y tráeme una piedra.
Los otros se habían echado a reír, aunque sin malicia.
Pero O Be Joyful, al dirigirse al jardín con el peón, tuvo la impresión de que se burlaban de él. No se reían de su nombre, sino de su estupidez. ¿Acaso conocían todos su secreto? No era probable. Pero Wren, su patrón Gibbons y sin duda muchos otros estaban al tanto del asunto, y se reían porque creían que él no se había dado cuenta. Carpenter los maldijo a todos mientras cumplía la orden que le había dado Wren.
El peón y Carpenter buscaron durante varios minutos por el jardín de la iglesia, hasta que por fin, para no demorarse más, eligieron una piedra lisa que parecía haberse desprendido de una lápida. En ella estaba escrita una palabra. El peón no sabía leer. O Be Joyful leyó las letras, pero nada significaban para él.
—Da lo mismo —dijo encogiéndose de hombros.
Ambos se quedaron un tanto desconcertados cuando Wren, al ver la piedra, se puso a aplaudir de gozo.
—O Be Joyful, eres extraordinario —exclamó el arquitecto—. ¿Sabes lo que dice la piedra?
Wren hizo que la giraran para que todos pudieran leer la palabra en latín que aparecía escrita en la misma: resurgam.
—Resucitaré, ése es el significado de esta palabra —les explicó Wren—. Aquí —añadió sonriendo— ha intervenido sin duda la mano de la providencia.
Colocaron la piedra boca arriba en el centro del inmenso suelo de la iglesia.
Pero O Be Joyful ni siquiera sonrió. Se sentía humillado, pues sabía muy bien lo que se alzaría sobre esa condenada piedra. Se le había ocurrido el mismo día en que Meredith le había mostrado los nuevos planos. El rostro risueño de Wren confirmó sus temores. Era inconcebible que el gran arquitecto se propusiera realmente construir aquella fea y desmañada estructura que él había visto en el taller de dibujo. Por lo tanto, sólo podía significar una cosa. Los planos de Saint Paul eran falsos, un ardid para acallar las protestas de todo el mundo mientras Wren ganaba tiempo. Se proponía construir una catedral papista, con una cúpula papista. «Parece un anglicano —pensó O Be Joyful—. Dice que es un masón, pero en realidad es un jesuita, un embustero». Y así, pese a sentirse avergonzado y sabiendo que estaba condenado, O Be Joyful se juró: «Si construye una cúpula, me negaré a trabajar en su iglesia, aunque Gibbons me eche». Puede que conociera el perverso secreto de Saint Paul, pero al menos, por una vez en la vida, adoptaría una postura tajante.
1679
El hecho que convenció a sir Julius Ducket de que la maldición que Jane Wheeler había arrojado sobre su familia había fracasado ocurrió un día de julio de 1679.
Mientras su coche traqueteaba por Pall Mall, Julius se sintió, pese a sus setenta y seis años, tan excitado como un joven. ¿Quién iba a decir que a su edad lo convocarían para un asunto tan importante? Estaba tan complacido que además de pedir a su sastre que le hiciera ropa nueva, sir Julius Ducket había introducido otro impresionante cambio en su aspecto: llevaba una peluca gris.
La moda, como la mayoría de las modas, había partido de la corte del poderoso rey Luis XIV de Francia. El rey Carlos la había iniciado en Whitehall poco después del incendio; y aunque a un hombre de la edad de sir Julius podía perdonársele que apareciera en la corte sin ella, éste había decidido que ese día debía estar a la altura de las circunstancias. Por lo demás, su peluca no era un asunto baladí. Imitando el peinado largo de los caballeros, sus apretados rizos no sólo cubrían la cabeza sino que las pesadas piezas laterales le llegaban a los hombros. Era muy cara; y, curiosamente, seguiría siendo de un modo u otro la prenda esencial de las clases altas durante más de un siglo, y de la corte inglesa durante largo tiempo.
No sólo su nuevo atuendo prestaba a sir Julius un aspecto más juvenil, sino que toda la escena que lo rodeaba indicaba un renovado vigor. Además de la nueva ciudad que se estaba construyendo en Londres, los proyectos junto a Whitehall se ampliaban de año en año. En el norte habían comenzado las obras de la clásica Leicester Square. Hacia el oeste, en el límite septentrional de Saint James’s Park, la antigua avenida de árboles de Pall Mall había pasado a ser poco antes una larga calzada bordeada de elegantes mansiones. La alta burguesía, la nobleza, incluso la actriz Nell Gwynne, en ese momento la amante favorita del Rey, residían allí. Por encima de Pall Mall, Saint James’s Street, Jermyn Street y la imponente Saint James’s Square estaban a punto de terminarse. Éste era el West End, el nuevo hogar de la aristocracia. Comparada con sus calzadas anchas y rectas y sus galerías abiertas, incluso la romanizada ciudad parecía pequeña. Para sir Julius, este renacer de Londres significaba también el renacer de su fortuna. Había obtenido un crédito para construir varias calles residenciales en los antiguos terrenos de caza —conocidos todavía por el antiguo grito de «Soho» de los cazadores— sobre Leicester Square. Los beneficios habían sido inmensos.
Pero, ante todo, era la sensación de sentirse necesitado lo que había dado nuevos ánimos a sir Julius. La monarquía volvía a tener dificultades; y su rey le había pedido ayuda.
La cuestión en cierto aspecto era absurda, aunque estaba relacionada con la sucesión. Carlos II de Inglaterra no tenía un hijo legítimo, pero sí numerosos bastardos, y uno de ellos, un joven protestante muy inteligente que ostentaba el título de duque de Monmouth, gozaba de gran popularidad. «Pero no se puede convertir a un bastardo en rey —solía decir sir Julius—. Entre otras cosas, hay tantos, que si se toma ese camino equivale a provocar una guerra civil entre todos los rivales». La legitimidad era la clave; lo que significaba que después de Carlos subiría al trono su hermano católico Jacobo.
Jacobo tenía dos hijas, María y Ana, ambas indiscutiblemente protestantes. Y aunque tras la muerte de la madre de ellas el duque de York, pese a la oposición de todos, se había casado con una católica, el matrimonio no había tenido hijos. Mejor aún, en un esfuerzo por tranquilizar a sus súbditos protestantes, el Rey había casado a su sobrina con el más protestante de todos los holandeses, Guillermo de Orange, enemigo mortal del rey Luis de Francia y por encima de todo católico. «Por lo tanto —solía concluir Ducket—, aunque un día el Rey muriera antes que su hermano, Jacobo ocuparía el trono durante poco tiempo y seguramente lo sucedería uno de los príncipes reales más protestantes de Europa. De modo que no hay nada de lo que una persona razonable deba preocuparse».
Pero lo había: su nombre era Titus Oates.
En la historia ha habido muchas bromas pesadas, pero pocas más devastadoras que la de 1678. Titus Oates, un individuo con las piernas torcidas y la quijada larga y delgada, conocido estafador —aunque sin éxito—, un buen día ideó la manera de hacerse famoso. Con la ayuda de un cómplice, puso al descubierto un complot tan terrible que hizo temblar a toda Inglaterra. Los conspiradores, según afirmó, eran papistas. Su plan consistía en matar al Rey, instalar en el trono a su hermano Jacobo, duque de York, y proclamar que el reino estaba sometido al Papa. Era la Armada, la Inquisición, todo cuanto los ingleses puritanos temían. También fue, de principio a fin, un invento. Algunos detalles eran absurdos. Cuando le informaron de que el ejército papista iba a ser acaudillado por un anciano noble católico —que, aunque Oates no lo sabía, llevaba mucho tiempo guardando cama debido a una enfermedad— el rey Carlos estalló en carcajadas. Pero como suele ocurrir en la política, la verdad no sólo era distinta sino irrelevante; lo único que importaba era qué pensaba la gente. Aunque los amigos del Rey en el Parlamento protestaron, los más puritanos y quienes deseaban ver reducido el poder de la Corona pidieron justicia a gritos. Los partidarios de Oates desfilaron por las calles de Londres llevando cintas verdes. Los católicos fueron perseguidos y maltratados. A Oates se le concedió una vivienda cerca de Whitehall y se lo atendió como a un príncipe. Pero sobre todo se alzaba un grito: «¡Cambiad la sucesión!». Algunos hablaron de Guillermo de Orange, otros del bastardo duque de Monmouth; pero el grito más persistente fue: «¡Excluid al católico Jacobo! ¡No queremos un rey papista!». La Cámara de los Comunes preparó una ley, con apoyo de la mayoría. Incluso la Cámara de los Lores dudaba.
Los partidarios del Rey, que sostenían que el principio hereditario debía permanecer inviolable, adquirieron un apodo. Los llamaban tories, que significa «rebeldes irlandeses». Aquéllos, a su vez, describían a los oponentes del Rey con un apelativo no menos ofensivo: whigs, que significa «ladrones escoceses».
Para sir Julius no cabía la menor duda. Además de su sereno análisis sobre la sucesión y la nula confianza que le inspiraba el estrafalario Oates, estaba vinculado al Rey por un juramento personal y toda una vida de servicio leal. Sir Julius era un tory.
Al final de Pall Mall estaba la puerta Tudor del pequeño palacio de Saint James, un alegre edificio de ladrillo que el Rey utilizaba a veces y que daba acceso al parque; y al cabo de unos minutos sir Julius se dirigió por la hierba hacia la larga avenida de árboles, conocida simplemente como el Mall, que discurría por el centro del parque y donde el rey Carlos II se hallaba tomando el aire.
Qué sensación tan extraña tenía sir Julius. De pronto recordó aquel otro encuentro, hacía más de cuarenta años, cuando acudió con su hermano Henry para encontrarse con el primer rey Carlos en Greenwich. No obstante, qué contraste. Julius pensó en el hombre bajito y de temperamento sosegado, tan casto, tan educado y ceremonioso, y lo comparó con ese hombre alto y corpulento, de tez morena, que en aquel momento se dirigía hacia él. Carlos II nada tenía de ceremonioso. Durante las carreras de caballos de Newmarket, que tanto le gustaban, se mezclaba alegremente con la multitud y cualquier persona podía charlar con él. En cuanto a la castidad, entre la legión de mujeres que paseaban con él por el Mall se encontraba su favorita, Nell Gwynne. Mientras el pequeño y decorativo perro de aguas real se dedicaba a olfatear los pies del anciano, el Rey lo saludó afectuosamente.
—Vaya, pero si es el bueno de sir Julius, ¿habéis elegido vuestro nuevo nombre?
Pues sir Julius Ducket iba a ser nombrado lord. A Carlos II le gustaba recompensar a sus amigos leales con títulos, al igual que había convertido a la mayoría de sus hijos bastardos en duques. Pero en el caso de sir Julius se trataba de una necesidad práctica. Vástago de una sólida familia londinense sin el menor rastro de papismo por ninguna parte, y un hombre cuya opinión era muy respetada, sir Julius era la clase de hombre que el Rey necesitaba en la Cámara de los Lores cuando en el otoño volviera a plantearse el asunto de la sucesión.
—Me gustaría llevar el título de lord Bocton, Vuestra Majestad. —La antigua casa solariega de la familia; la elección había sido sencilla.
El Rey asintió con la cabeza pensativamente.
—¿Podemos contar con vos para apoyarnos con respecto a la Ley de Exclusión? ¿No abandonaréis a mi real hermano?
—Juré ante vuestro padre, señor, que apoyaría a sus hijos.
—Ah. Un amigo leal. Creo —el Rey se volvió hacia sus acompañantes— que debemos ser más generosos con lord Bocton. La baronía de Bocton es vuestra, mi estimado lord —dijo Carlos sonriendo—, pero ¿os gustaría ser nombrado también conde?
—¿Señor? —Durante unos momentos sir Julius se quedó tan pasmado que no pudo articular palabra. Una baronía, el rango normal de un par inglés. Sobre éste estaban los vizcondes, pero todavía más arriba estaban los tres rangos de la alta aristocracia: los condes, los marqueses y los duques. Cuando una familia alcanzaba esas increíbles alturas nada había por encima salvo el monarca y, presumiblemente, las puertas del Cielo—. ¿Un condado?
—¿Qué título os gustaría ahora? —preguntó Carlos echándose a reír.
¿Otro título? Sir Julius estaba tan perplejo que no sabía qué responder.
Mientras dudaba, Nell Gwynne exclamó alegremente:
—Vamos, lord Bocton, no podemos quedarnos todo el día en Saint James’s Park esperando a que os nombre conde. ¡Decid un nombre!
—¿Podría ser el conde de Saint James? —preguntó Julius confundido, repitiendo las palabras que acababa de oír.
—Podéis y lo seréis —respondió Carlos sonriendo jovialmente—. Señoras —las amonestó—, debéis mostrar un poco más de respeto hacia un amigo leal. No abundan. Os nombro conde de Saint James, señor, y barón de Bocton, y cuento con vos. —El título de conde que acababa de concederle garantizaba al Rey el apoyo de sir Julius hasta en el infierno y nada le costaba. Ojalá pudiera encontrar a cien hombres como él y nombrarlos a todos condes.
Al cabo de una hora, el flamante conde de Saint James regresó a toda velocidad por Pall Mall. Estaba aturdido. Las implicaciones de lo que acababa de suceder eran tan maravillosas que se entretuvo analizándolas detenidamente. Su hijo mayor se convertiría en lord Bocton, mientras él era el conde. Sobre el escudo de armas de los Ducket dibujarían una corona ostentando la decoración de hojas de frambuesa reservada a los condes. Su padre le había dicho siempre que la familia había sido elegida por el Señor. Pero aunque le costaba reconocerlo, en su fuero interno sir Julius sabía que el título de conde era incluso más deseable que la promesa de alcanzar el Cielo.
Su coche acababa de pasar por la parte superior de Whitehall y se aproximaba al viejo Savoy cuando sir Julius vio a un grupo de hombres que llevaban las cintas verdes de los whigs, que evidentemente se dirigían hacia el palacio para organizar una pequeña manifestación. Al verlos, Julius se encogió de hombros y no habría vuelto a pensar en ellos si no hubiera reparado en un individuo con aspecto alicaído, de semblante orondo, que le resultaba vagamente familiar. Se hallaba a escasa distancia de Temple cuando Julius recordó de quién se trataba: O Be Joyful, miembro de la maldita familia Carpenter. El recuerdo de los Carpenter le llevó al recuerdo de Jane y su maldición sobre la familia Ducket. Sir Julius no había vuelto a pensar en ella durante semanas. Entonces, sonriendo, pensó que los acontecimientos del día demostraban lo absurda que era esa maldición.
O Be Joyful se dio cuenta durante el verano que del grado de astucia papista de sir Christopher Wren.
Por lo general, al construir una gran iglesia, solían comenzar por la fachada oriental y terminar primero esa parte. De esta manera, en su interior podían celebrar misa y demás oficios mientras proseguían las obras. Pero cada vez que O Be Joyful pasaba delante de Saint Paul observaba que los peones estaban trabajando en otro lugar, y no tardó en comprender que Wren se proponía colocar todos los cimientos antes de empezar a construir el edificio. Puesto que había visto hacer eso al maestro arquitecto en varias iglesias más pequeñas, O Be Joyful no le dio importancia, pero sus sospechas aumentaron un día a finales de 1677 cuando, deseando echar de nuevo un vistazo al plano de la catedral con su torre, se dirigió a la oficina que Wren y los hombres encargados de dirigir las obras utilizaban. La oficina estaba vacía a excepción de un empleado que se mostró muy amable. O Be Joyful le explicó que trabajaba para Gibbons y le pidió que le mostrara los planos.
—Los planos no se encuentran aquí, señor —contestó el empleado—. Sir Christopher se los ha llevado.
—Debe de haber algo —insistió O Be Joyful, pero el empleado negó con la cabeza.
—Aunque os parezca extraño, aquí no hay nada. Tenemos la planta, pero no alzados, ni maquetas. Wren se limita a entregarnos los planos de las secciones en que trabajamos. Supongo que conserva todo el proyecto en la cabeza.
La primavera siguiente comenzaron los signos en el cielo. Nadie había visto jamás una cosa semejante, y su mensaje no sólo era claro sino insistente. Se produjeron dos eclipses lunares y un eclipse solar seguido de un segundo y un tercero. Entre esos infaustos signos, Titus Oates confirmó los temores de O Be Joyful. Existía una conspiración papista, y O Be Joyful tenía la seguridad de que sir Christopher Wren estaba implicado.
O Be Joyful pensó en denunciar a Wren; pero si lo hacía se quedaría sin trabajo y nadie le creería. Participó en algunas marchas de los whigs, pero durante aquel año y el siguiente, a medida que continuaban las revelaciones de Titus Oates y la corte papista seguía resistiendo, O Be Joyful se preguntó con profunda amargura: ¿qué habría opinado Martha al respecto?
La mayor confusión de O Be Joyful la había causado Meredith. En un par de ocasiones O Be Joyful había recordado al sacerdote sus temores sobre la catedral papista de Wren, pero incluso después de que Oates hubiera revelado la conspiración, Meredith se negaba a preocuparse. Lo más sorprendente fue su reacción a los eclipses.
—Los eclipses son muy útiles —dijo Meredith a Carpenter—. Mediante esos fenómenos podemos medir los movimientos celestes con precisión.
—¿No son un signo de Dios? —preguntó O Be Joyful preocupado.
Meredith sonrió.
—Son un signo de lo maravillosamente que ha creado el universo. —Meredith explicó al artesano, en un lenguaje lo más claro posible, cómo funcionaba el sistema solar y cómo se producían los eclipses—. Todos los eclipses pueden predecirse con exactitud —dijo—. Incluso las estrellas errantes, los flameantes cometas que aterrorizaban a los hombres, suponemos que viajan por unas sendas que acabaremos por descubrir. —Al menos, ésa era la idea de un miembro de la Royal Society, Edmond Halley, que acababa de regresar a Londres de un viaje al hemisferio austral, donde había trazado el mapa de las estrellas en el firmamento meridional—. Los eclipses, los cometas, todos los movimientos celestes, están determinados por grandes causas físicas, no por los insignificantes actos de los hombres —afirmó Meredith para tranquilizar a O Be Joyful.
Pero el artesano no estaba en absoluto más tranquilo. El universo, tal como lo describía Meredith, daba la impresión de ser una extraña máquina desprovista de alma.
—¿Os referís a que Dios no puede enviarnos un signo mediante un eclipse o un cometa? —preguntó O Be Joyful.
—Bueno, supongo que sí puede —respondió Meredith y soltó una carcajada—, dado que todo es posible para Dios. Pero no lo hace. De modo que no debéis preocuparos.
Pero O Be Joyful estaba francamente alarmado. «Me pregunto —pensó— si su ciencia, si su Royal Society y el Observatorio, no serán también obra del diablo». A fin de cuentas, Wren era un astrónomo. Le dolía pensar que Meredith, un hombre bondadoso, pudiera caer sin pretenderlo en la senda del mal y acabar por condenarse.
En el verano de 1679 O Be Joyful comprendió hasta qué extremos llegaba la perversa astucia de sir Christopher Wren. Estaba tallando un púlpito para la vieja iglesia de Saint Clement Danes que Wren había comenzado a reconstruir y pasaba a menudo frente a la catedral de regreso a casa. Una tarde se detuvo para charlar con un peón que trabajaba en la parte oriental de la misma cuando, al contemplar el inmenso espacio interior, O Be Joyful observó que no sólo iban creciendo los cimientos a lo largo de toda la iglesia sino que habían comenzado a alzarse también los muros.
—Además del extremo occidental, va a construir toda la catedral en una sola pieza —confirmó el peón—. Al menos, eso es lo que nos parece. Ignoro por qué.
De repente O Be Joyful comprendió el por qué. Lo que le extrañó fue no haberse dado cuenta antes.
—Va a construirla de ese modo —dijo con amargura— para que cuando la gente se dé cuenta de lo que se propone sea demasiado tarde. Tendrán que dejar que la termine como él quiere o derribarla y comenzar de nuevo.
El artesano no podía por menos de admirar la inteligencia del arquitecto, pese a saber que estaba inspirada por el diablo.
—¿Y qué crees que se propone? —preguntó el peón.
—Espera unos años —respondió Carpenter—. Ya lo verás.
Con todo lo que sabía, O Be Joyful no se asombró ese otoño cuando el Parlamento volvió a reunirse y la Cámara de los Comunes votó a favor de alterar la sucesión con el fin de excluir al católico Jacobo, de que la Cámara de los Lores rechazara la ley y votara a favor de aquél. El artesano sabía que a lo largo del áspero debate el flamante conde de Saint James había desempeñado un papel decisivo al apoyar con elocuencia y de manera persuasiva la causa del Rey y de su hermano.
La conspiración era profunda. La resplandeciente ciudad en la colina se preparaba, ante sus propios ojos, para ser gobernada por el Maligno. Sólo era de esperar, pensó O Be Joyful, que el conde de Saint James, antes sir Julius Ducket, se pusiera del lado del diablo y los condujera a todos al infierno.
1685
Las dos niñas se aferraron a él, aterrorizadas. Uno de los soldados, sin apearse de su montura, comenzó a sacudir el árbol para que cayeran de él unas nueces mientras otros dos ataban a un cochino y lo degollaban con un sable. El oficial al mando de los dragones miró a Eugene con fría insolencia.
—Necesitamos vuestros tres dormitorios.
—¿Y dónde dormiremos nosotros? —preguntó la esposa de Eugene.
—En el granero, señora —respondió el oficial encogiéndose de hombros. Luego observó a las dos niñas y preguntó—: ¿Qué edad tienen?
—Aún no han cumplido los siete años, monsieur le capitaine —contestó Eugene secamente—. Os lo aseguro. —«Maldito el día en que se me ocurrió regresar», pensó.
Pese a la protección que les brindaba su preciado Edicto de Nantes, los hugonotes protestantes habían comprobado que su católica majestad se mostraba cada vez menos tolerante con su religión. No sólo había prohibido sus sínodos calvinistas, sino que sus pastores debían pagar unos tributos especiales y no podían casarse con mujeres católicas. A fin de animarlos a enmendarse, les habían ofrecido unas exenciones fiscales si abjuraban de su herejía y regresaban al seno de la Iglesia católica; pero, recientemente, el rey Luis había introducido una medida más severa. Cualquier niño hugonote de más de siete años podía ser convertido sin el consentimiento de sus padres. Eugene sabía que, en un año o dos, sus hijas se verían obligadas a convertirse. Eso no habría ocurrido si se hubiera quedado en Londres.
Su regreso a Francia no había sido una decisión feliz. Su padre se había puesto furioso. «Te dije que prepararas el camino para nosotros», le había recordado con frialdad, y durante un año se negó a dirigirle la palabra. El distanciamiento entre ambos no se subsanó hasta que Eugene se casó con una joven hugonote cuyo padre era un comerciante de Burdeos. Padre e hijo mantenían buenas relaciones cuando, cinco años antes, el anciano murió y Eugene se convirtió en el cabeza de la pequeña familia. Pero los problemas familiares no terminaron ahí. Al cabo de un año, la joven viuda de su padre se convirtió, se marchó de casa y se casó con un católico que poseía un pequeño viñedo. Por consiguiente, Eugene no sólo tuvo que ocuparse de sus dos hijitas, sino de su hermanastra soltera, que se había negado a hacerse católica y acompañar a su madre.
Si la situación de los hugonotes había sido difícil, durante los últimos cuatro años el rey Luis XIV había conseguido que fuera intolerable. Su método era muy simple: acuartelar a sus tropas en las casas de los hugonotes. Eugene había oído contar numerosas veces cómo los dragones se habían presentado de improviso, acabado con los víveres de la familia, destrozado los muebles e incluso aterrorizado a la esposa y a las hijas. Técnicamente, el rey francés podía afirmar que eran libres de practicar su religión, pero en realidad se trataba de una política de persecución. En muchas ocasiones, en los últimos tiempos, Eugene se había preguntado si debía emigrar de nuevo a Inglaterra con su familia; pero se resistía a abandonar ese lugar que tanto amaba a menos que se viera obligado, además de que existían importantes consideraciones financieras a tener en cuenta.
—El Rey ha prohibido a sus súbditos que abandonen Francia sin su autorización. Lo cual significa —advirtió Eugene a su esposa— que si tratamos de vender nuestra casa o los muebles, seguramente nos arrestarán por presunto intento de abandonar el país. Si nos marchamos, sólo dispondremos de lo que podamos llevarnos.
Su trabajo de relojero le reportaba unas modestas ganancias; pero el capital de la familia se hallaba en la casa y el huerto que Eugene había heredado. Al igual que los otros hugonotes que residían en esa zona, Eugene y su familia rezaban con su pastor, a menudo en su propia casa, y leían su Biblia, y confiaban en que llegaran tiempos mejores. Hasta ese día.
—¿Durante cuánto tiempo ocuparéis vos y vuestros dragones mi casa? —preguntó Eugene.
—¿Quién sabe? —respondió el oficial—. ¿Un año? ¿Dos años?
—¿Y si me hago católico?
—En ese caso, monsieur, podríamos marcharnos mañana.
Pero si el oficial creyó que el relojero con sus gafas de miope y sus hijitas iba a intimidarse y ceder, estaba muy equivocado.
—Bienvenido a mi casa, monsieur le capitaine —dijo Eugene con sutil ironía—. Confío en que disfrutéis de una estancia agradable.
Durante los dos meses siguientes Eugene no se quejó mientras su familia dormía en el granero y los soldados ocupaban la casa. Una mañana, al encontrarse con el oficial, Eugene tuvo la impresión de que éste se sentía violento.
«Nosotros seguiremos aquí cuando ellos se vayan —solía decir a sus hijas—. Debemos tener paciencia». Las cosas continuaron sin novedad hasta que una tarde el oficial entró en el jardín, con expresión seria, y dijo:
—Debo comunicaros una noticia que alterará la situación por completo. El Edicto de Nantes ha sido revocado. La tolerancia ha terminado. —Tras unos momentos de tenso silencio, continuó—: Todos los pastores hugonotes serán expulsados; si atrapan a alguno lo ejecutarán sin contemplaciones. Todos los hugonotes como vos deberéis permanecer; no podéis abandonar el país. Vuestros hijos se convertirán a la fe católica. Es la nueva ley.
Se retiraron al granero en silencio. Poco antes de medianoche, Eugene despertó a sus hijas sin hacer ruido y les dijo:
—Abrigaos bien y poneos las botas. Nos marchamos.
Como hombre del Señor, Meredith sabía que no debería haberlo hecho, pero al subir la cuesta desde el Puente de Londres hacia Eastcheap y distinguir el compungido rostro de O Be Joyful que se dirigía directamente hacia él, buscó un lugar donde refugiarse. Dando gracias a Dios por su providencia, Meredith se ocultó en la sombra de un portal y esperó a que el peligro pasara.
Horrorizado, después de una breve pausa, oyó que alguien caminaba arrastrando los pies, luego un suspiro y vio a menos de dos metros la conocida espalda del artesano mientras se sentaba en el escalón justo delante de él. «Maldición —pensó Meredith—, estoy atrapado». No había más que una elección. Debía subir por la escalera que estaba detrás de él. Cinco minutos más tarde Meredith se encontró en lo alto del Monumento de Londres, contemplando la magnífica vista.
Había pocas cosas tan extraordinarias en Londres como el Monumento. Diseñado por Wren como una sencilla columna dórica para conmemorar el Gran Incendio, había sido erigido cerca del lugar en Pudding Lane donde se había iniciado la gigantesca conflagración. Construido en piedra de Portland, medía sesenta metros de altura y sobre su cima, de bronce dorado, había una urna que refulgía bajo los rayos del sol. La interminable escalera de caracol daba a un balcón situado debajo de la urna, cuya altura hacía que mucha gente se mareara. Tras admirar la vista —se divisaba el Támesis a lo largo de varios kilómetros— Meredith miró hacia abajo para comprobar si podía descender. Pero O Be Joyful seguía sentado allí.
No era de extrañar que el tallista se sintiera inquieto, pues de hecho había sido un año memorable. En febrero, inesperadamente, sin el menor signo que indicara que estaba enfermo, el rey Carlos había fallecido. Jacobo, su hermano católico, se había convertido en el rey Jacobo II y toda Inglaterra había aguardado expectante. Ante el alivio de los ciudadanos, el Rey había observado escrupulosamente el rito anglicano en su coronación, celebrada en la primavera; pero el monarca había dejado entrever que deseaba más tolerancia para sus súbditos católicos y había manifestado sin ambages que no permitiría que se los persiguiera y maltratara. Ese verano, Titus Oates, tras haberse descubierto que era un farsante, había sido atado a un carro, azotado y arrastrado por las calles de la ciudad desde Aldgate hasta Newgate. Personalmente, dado que no tenía la menor duda de que Oates era un canalla y un farsante, Meredith no se había opuesto a la sentencia. Más peligrosa había sido la rebelión protestante que el joven Monmouth, creyendo estúpidamente que su popularidad era mucho mayor de lo que lo era en realidad, había tratado de organizar en el oeste. Las tropas regulares, bajo el eficaz mando de John Churchill, habían aplastado con facilidad a los rebeldes y el desdichado Monmouth había sido ejecutado. Pero las secuelas habían sido más inquietantes. El juez Jeffries, en unos juicios sumarísimos que dieron en llamarse los Juicios Sangrientos, había condenado a decenas de rebeldes a la horca, y Jacobo se había sentido tan satisfecho que había ascendido a Jeffries a juez supremo. Tales pensamientos, tal como sabía Meredith, bastaban para hacer que O Be Joyful lo atosigara durante horas.
A medida que envejecía, Meredith comprobó que cada vez le apetecía menos pensar en esas cosas. ¿Qué eran, en definitiva, esos asuntos temporales de los hombres comparados con los grandes misterios del universo? En especial cuando ese año se estaba tratando de descifrar en Londres uno de los mayores misterios.
Había sido idea de Halley, apoyado por Pepys, el presidente de la Royal Society, que dicha organización publicara las teorías que Isaac Newton, un profesor de Cambridge con cierta propensión a la dispepsia, había expuesto. Desde hacía varios meses, mientras preparaba su gran teoría para publicarla, Newton había enviado un torrente de peticiones al Observatorio de Greenwich con el fin de obtener información astronómica. A resultas de ello Meredith había podido hacerse una idea aproximada sobre el sistema de gravedad de Newton y se quedó fascinado. Sabía que la atracción entre dos cuerpos dependía del cuadrado de la distancia entre ellos; asimismo, sabía que dos objetos que fueran arrojados desde una determinada altura, independientemente de su masa, caerían juntos a la misma velocidad. Entonces, al mirar hacia bajo, se le ocurrió de pronto que el Monumento era un excelente lugar para hacer un experimento así. Si arrojaba dos objetos juntos, pensó Meredith astutamente, éstos aterrizarían sobre la cabeza de O Be Joyful exactamente en el mismo momento.
Carpenter, sentado sesenta metros más abajo, ignoraba por completo esas peligrosas ideas. No era la primera vez que acudía al Monumento. Hacía unos meses, mientras admiraba los hermosos grabados en los paneles de madera situados en su base, un amable caballero le había traducido las inscripciones en latín que los acompañaban. Tras describir el curso del Gran Incendio, al cabo de unos años habían añadido una frase adicional:
Pero el frenesí papista, que
provocó
estos horrores, aún no ha sido sofocado.
«Como sin duda sabéis —había dicho el caballero a O Be Joyful—, fueron los papistas quienes provocaron el Gran Incendio».
El hecho de que apareciera escrito, y en una estructura tan importante como el Monumento, para O Be Joyful representaba una prueba irrefutable. Durante otra media hora, mientras Meredith comenzaba a enfriarse allí arriba, el artesano permaneció sentado en el escalón preguntándose alarmado qué otras atrocidades perpetrarían los católicos en el futuro.
Cuando todo estuvo preparado, rezaron. Luego metieron a las niñas en los barriles.
El suegro de Eugene era un hombre grueso y fornido, parecido a un barril. Eugene sabía que el comerciante de Burdeos tenía más posibilidades de ayudarlo que otras personas y dedujo que convenía que partieran cuanto antes.
—Habrá tantos hugonotes que tratarán de hacer lo mismo que nosotros que las vías de escape estarán atestadas, o bien las descubrirán las autoridades —dijo Eugene a su esposa.
Luis XIV, el Rey Sol, era un autócrata cuyo poder ni siquiera Carlos I de Inglaterra, con su firme creencia en el derecho divino, pudo haber soñado. El rey que había mandado construir el inmenso palacio de Versalles y casi había logrado destruir a los holandeses protestantes, y que era capaz de anular el Edicto de Nantes, no estaba dispuesto a dejar una sola cosa al azar. Una hora después de que Eugene y su familia se hubieran ocultado en casa del comerciante, uno de los hijos de éste les informó de que las tropas habían llegado a los muelles y estaban inspeccionando todos los barcos.
Eugene no se había equivocado al depositar su confianza en su suegro.
—El barco en que os voy a poner es inglés. El capitán y yo llevamos muchos años haciendo negocios. Se puede confiar en él. —El comerciante suspiró—. Es vuestra única solución. —El barco se dirigía al puerto inglés de Bristol.
Eugene dio las gracias al comerciante por haberse arriesgado de esa manera y le preguntó si iba a trasladarse también a Inglaterra.
—No —respondió el anciano con tristeza—. Tendré que convertirme. —El comerciante se encogió de hombros—. Tú eres más joven. Tienes un oficio, puedes trabajar en cualquier lugar. Pero yo soy un comerciante en vinos. Todo cuanto poseo está aquí y tengo cinco hijos que alimentar. Así que, de momento, tendré que hacerme católico. Tal vez dentro de un tiempo mis hijos imiten vuestro ejemplo. —Era evidente que eso le causaba un profundo dolor.
El problema principal consistía en lograr que Eugene y su familia subieran clandestinamente a bordo. Pero el comerciante se había mostrado optimista: «Cinco barriles entre cien. Os colocarán hacia el centro. —Habían practicado unos orificios pequeños en la parte superior de cada barril—. Espero que el capitán os deje salir una vez que os encontréis en alta mar. Pero por si acaso… —La esposa del comerciante había entregado a cada ocupante una botella de agua y dos hogazas de pan—. Tened presente que quizá debáis permanecer dentro de los barriles más tiempo del previsto —les había advertido el comerciante—. De modo que procurad comer y beber lo menos posible».
A media mañana, los carros cargados con los barriles de vino se dirigieron traqueteando por la calzada hacia el muelle donde aguardaba el barco inglés. El aspecto de los carros no hacía sospechar que pudiera contener alguna mercancía ilícita. Los empleados del comerciante y los marineros ingleses empezaron a descargar los barriles, lenta y pausadamente. El joven oficial al mando de las tropas se acercó para supervisar la operación y se situó junto al comerciante, a quien observaba de vez en cuando con recelo. De pronto notó que uno de los marineros que transportaba un barril caminaba un poco ladeado. El oficial se dirigió a él, desenvainó su espada y, tras ordenar a los hombres que dejaran los barriles en el suelo, clavó la espada en la parte superior del barril y lo atravesó de parte a parte.
1688
Qué imponente, qué airosamente se alzaba en la colina occidental. Los muros estaban construidos y ya había comenzado a colocar el tejado. El gigantesco templo romano de Saint Paul presidía Ludgate como si llevara ahí desde mucho antes que ésta. Y aunque por encima del crucero central de la catedral no existía más que una inmensa cavidad abierta al cielo, los pilares brillaban aún por su ausencia. El rey Jacobo había apoyado el proyecto. Incluso se habían recaudado unos impuestos adicionales para financiarlo, y aunque nadie había visto todavía los planos, todo el mundo sabía que la gran catedral de Wren no tardaría en aparecer cubierta por una imponente cúpula papista. Aunque había sido levemente modificada, a O Be Joyful no le cabía duda de que lo que tenía ante sus ojos era, esencialmente, la gran maqueta de madera que había contribuido a construir hacía doce años antes. Y con un rey católico en el trono, sabía que la conspiración estaba servida.
Aunque, para su vergüenza, había seguido obedeciendo las órdenes de Grinling Gibbons, O Be Joyful siempre había procurado no participar en proyectos que le parecían papistas. El trabajo que había realizado unos años antes en la reconstruida sede de los merceros en Cheapside le había proporcionado una gran satisfacción, mientras que dos años atrás había conseguido evitar trabajar en un friso destinado a una estatua del nuevo monarca católico. En ese momento trabajaba en el proyecto del pequeño palacio de Saint James, lo que también satisfacía su conciencia.
Pero entonces, esa soleada mañana del 9 de junio de 1688, O Be Joyful Carpenter se detuvo ante Saint Paul y se preguntó si la noche anterior había aconsejado acertadamente a su amigo Penny, que había llegado hacía poco de Bristol. Ciertamente, el hugonote se había quedado asombrado.
—¿Tú, O Be Joyful, apoyando a un rey papista?
—Sí. En efecto.
Apoyaba al rey Jacobo. Después de lo que había ocurrido hacía poco, a O Be Joyful le parecía lo más indicado. Pero al recordar el tono asombrado y la expresión alarmada del hugonote, se preguntó si todo eso no sería una trampa.
Era justo mediodía cuando Eugene Penny dio por fin con Meredith. En primer lugar había ido a Saint Bride, donde el ama de llaves del sacerdote le había dicho que éste estaba ausente y le había indicado un par de sitios donde podía hallarlo. Eugene había ido al Child’s en la zona de Saint Paul, al Grecian cerca de Temple, al Will’s junto a Covent Garden, al Man’s en Charing Cross y a otros tres en Pall Mall y Saint James, pero fue en el Lloyd’s donde el hugonote encontró al clérigo sentado cómodamente a una mesa en un rincón fumando en pipa. Sorprendido pero encantado de verlo al cabo de tantos años, Meredith lo invitó a sentarse.
—¡Mi querido señor Penny! ¿Os apetece un café?
De todas las numerosas amenidades que ofrecía la ciudad desde el incendio, ninguna complacía más a Meredith que la institución del café. Cada mes abrían uno nuevo. Los cafés de la ciudad y del West End, que permanecían abiertos todo el día y donde servían chocolate caliente y café —que se tomaba siempre sin leche pero con un poco de azúcar—, constituían lugares más elegantes que las viejas tabernas y habían empezado a desarrollar un carácter muy marcado. Los intelectuales frecuentaban un determinado café, los militares otro, los abogados un tercero. A Meredith, que disfrutaba con una buena conversación, le gustaba visitar uno distinto cada día, aunque solía evitar el Child’s porque estaba lleno de clérigos. La clientela del Lloyd’s, un café que se había inaugurado recientemente, se componía de comerciantes y hombres del ámbito de los seguros. Era una excelente clientela. Hacía ya tiempo que los comerciantes hablaban de la conveniencia de asegurar los barcos y los cargamentos. Antes del Gran Incendio a nadie se le había ocurrido asegurar su casa, pero ese trágico desastre, junto con el hecho de que las nuevas casas de piedra y ladrillo londinenses eran menos propensas a arder, había otorgado un gran ímpetu al negocio de los seguros. Muchas de las mansiones más importantes, y casi todos los barcos, estaban entonces debidamente asegurados. El mismo Meredith había investigado la cuestión y disfrutaba hablando de temas tan arcanos como la prima que debía pagarse por un buque que hiciera la travesía de las Indias Orientales con los hombres que se reunían en el Lloyd’s, donde el negocio iba viento en popa.
Tras aceptar un café y haberse limpiado las gafas, Eugene Penny dijo tímidamente:
—Me preguntaba si podríais ayudarme a recuperar mi viejo empleo. Me gustaría regresar a Londres.
Hasta hacía poco, a Penny le parecía que la providencia estaba de su parte. Tres años atrás, cuando el capitán del buque inglés había destapado el barril donde se ocultaba, le había dicho que estaban a salvo en alta mar y le había informado alegremente de que un oficial había atravesado con su espada el barril que se hallaba junto a él (que por fortuna contenía vino), Eugene supuso lógicamente que Dios deseaba que viviera. El recibimiento que les habían dispensado en Bristol había contribuido a levantarles los ánimos. En el puerto occidental existía una nutrida comunidad de hugonotes que se había ido ampliando durante los meses sucesivos. Los ingleses también los habían acogido con cordialidad. Incluso en Londres, donde, especialmente en Spitalfields, se había establecido un elevado número de inmigrantes, muchos de los cuales habían arrostrado graves peligros y contratiempos al abandonar Francia, apenas existía resentimiento hacia esos extranjeros tan trabajadores. La historia de su persecución había escandalizado a los ingleses protestantes. Cuando éstos se enteraron, como no tardaron en hacer, de que en Francia sometían a los pastores hugonotes a la rueda de tormento no vacilaron en manifestar su indignación ante semejante vileza. Decenas de miles de hugonotes como la familia Penny habían llegado a Inglaterra durante esos años, con lo que la población francesa en Inglaterra ascendía a unos doscientos mil ciudadanos, una cifra lo suficientemente elevada para garantizar que, al cabo de un tiempo, tres de cada cuatro ingleses contaría con un hugonote entre sus antepasados. Puesto que muchos compatriotas suyos se habían establecido en Londres, Penny había decidido permanecer en Bristol, donde había encontrado trabajo y prosperado modestamente.
Pero añoraba trabajar para Tompion. En Bristol había excelentes relojeros, pero ninguno como él. Así pues, dos días antes, Penny había viajado a la capital, se había reunido con su viejo amigo Carpenter y había decidido rogar a su antiguo patrón que le diera trabajo en su taller.
Pero el gran relojero se había enojado tanto cuando Penny lo había abandonado inesperadamente que no estaba dispuesto a perdonarlo.
A Penny no le había asombrado la reacción de su ex patrón, pero había sido un duro golpe para él, sobre todo al contemplar en el taller de Tompion los magníficos relojes que fabricaba el artesano. De modo que esa mañana había ido en busca de Meredith para pedirle que intercediera en su favor.
—Conozco a Tompion —respondió Meredith, pero al sacerdote le pareció que Penny le ocultaba algo. Después de una tensa pausa, de ofrecer a su amigo otro café y preguntarle con delicadeza si podía ayudarlo en otra cosa, Meredith observó que Penny emitía un suspiro de alivio.
Penny llevaba en Bristol casi un año cuando empezó a percibir unos signos poco halagüeños, si bien no supo cómo interpretarlos. El Rey, que deseaba una mayor tolerancia hacia sus correligionarios católicos, había designado a numerosos católicos como oficiales del ejército y miembros de su consejo privado. Los tribunales habían convenido, aunque a regañadientes, que estaba en su derecho; pero muchos ciudadanos habían puesto el grito en el cielo. «¿Y el Test Act?», protestaron los puritanos. El obispo de Londres se negó a impedir que sus clérigos manifestaran públicamente su oposición a los deseos del Rey, y fue suspendido de su cargo. Penny no estaba seguro de qué significaba todo ese revuelo, pero durante los pacíficos meses sucesivos se olvidó del asunto, hasta que la primavera siguiente se produjo un acontecimiento que causó un fuerte impacto en Inglaterra.
—Es una Declaración de Indulgencia —explicó Penny a su asombrada familia un día de abril—. Todo el mundo puede practicar libremente su religión.
Al parecer, el católico rey Jacobo, irritado por la oposición de la Iglesia, había recurrido nada menos que al protestante William Penn, el patrón de los cuáqueros, con cuya ayuda había redactado este extraordinario edicto.
—Significa que los católicos pueden practicar su fe y tener cargos públicos —continuó Penny—. Pero a la vez significa que los miembros de todas las otras religiones, calvinistas, baptistas, incluso los cuáqueros, también pueden hacerlo.
Esa clase de tolerancia religiosa no era infrecuente en el norte de Europa. En la Holanda protestante, por ejemplo, los holandeses católicos y judíos podían practicar libremente su religión sin que Guillermo de Orange se metiera con ellos. La Declaración anularía el Test Act hasta que el Parlamento la revocara.
En Bristol, según observó Penny, la mayoría de los protestantes disidentes acogió la noticia con satisfacción. El número de católicos a quienes beneficiaría era pequeño; el número de protestantes, mucho mayor.
—Puesto que nos beneficia —comentó un baptista a Penny—, bienvenida sea.
Hasta habían remitido un voto de gratitud al Rey. Pero Penny se mostró más cauto. Empezó a prestar atención a las noticias que llegaban de Londres. Leía boletines; hacía preguntas. Se enteró de que el nuncio papal había acudido a Windsor muy alterado; en todo el país, según averiguó, el Rey había sustituido a los gobernadores y jueces de paz protestantes que gobernaban los condados por católicos. En Oxford circulaba el rumor de que el rey Jacobo trataba de transformar uno de los colegios mayores en un seminario católico. A fines de año se propagó la noticia de que la Reina volvía a estar encinta, aunque dado que, en quince años de matrimonio, la pobre había sufrido un aborto tras otro, nadie la tomó muy en cuenta. Pero sumadas juntas, esas cosas preocupaban a Penny profundamente. Los flemáticos ingleses puede que las aceptaran, pero los hugonotes, que habían sufrido una cruel persecución por parte del rey de Francia, las consideraban francamente alarmantes. Esa primavera, cuando el rey Jacobo anunció que convocaría un parlamento para convertir esta tolerancia en ley, y ordenó que su Declaración fuera leída en las iglesias, Penny se mostró escéptico.
—Antiguamente estábamos protegidos por el Edicto de Nantes —observó—. Y mira lo que sucedió con él.
Dado que nada podía hacer para sofocar esos temores, Penny había decidido acudir a Londres para hablar con Tompion, y de paso ver a Carpenter. Pero fue O Be Joyful quien le deparó la mayor sorpresa. Aunque el tallista odiaba todo lo relacionado con el catolicismo, por lo visto estaba dispuesto a apoyar al Rey.
—Al igual que los concejales de Londres y las guildas —le explicó, apresurándose a añadir a modo de disculpa—: Las cosas han cambiado.
Cuando averiguó lo que había ocurrido en Londres, Penny comprendió lo astuto que había sido el rey Jacobo II. Puesto que deseaba que su Declaración se convirtiera en ley, necesitaba un Parlamento que votara a favor de la misma. Dado que los tories, sus partidarios naturales, pertenecían en su mayoría a la Iglesia anglicana, no podía fiarse de ellos. Pero los whigs de la oposición, que habían heredado en parte el carácter de cabezas redondas de Cromwell, apoyaban la tolerancia. Por lo tanto Jacobo II había conseguido la predominancia de los whigs en todos los condados del país, de modo que enviarían whigs al Parlamento. En ningún lugar era esta maniobra más evidente que en Londres.
—Gracias a una dispensa real —le explicó O Be Joyful— ya no tienes que pertenecer a la Iglesia anglicana para ser miembro de las compañías de librea o concejal. Los disidentes llegan a raudales. Los tejedores, los orfebres, incluso los poderosos merceros han remitido unas notas de agradecimiento al Rey. Se están concediendo la clase de cosas contra las cuales luchó mi padre. La mayoría de los funcionarios de la ciudad son puritanos y disidentes. ¡Incluso el alcalde es baptista!
Pero la mayor impresión se la había llevado el tallista esa tarde. Nada menos que siete obispos de la Iglesia anglicana habían firmado un documento en protesta contra la tolerancia. El día anterior habían comparecido ante el consejo del Rey acusados de sedición.
—Han sido enviados a la Torre hasta que se celebre el juicio. Los han transportado en barco. Lo he visto con mis propios ojos —afirmó Carpenter.
Los buenos anglicanos estaban indignados, pero el artesano no podía ocultar su satisfacción. El Rey contra los obispos. ¿Quién iba a decirlo?
Sin embargo, Penny no compartía su entusiasmo. Esa misma tarde, deseoso de ver cómo se había desarrollado el West End durante los doce años que había permanecido ausente, Penny se dirigió dando un paseo hacia Whitehall. Debido a que la familia real pasaba más tiempo en Saint James, el viejo palacio de Whitehall se había convertido más bien en una serie de oficinas reales que en una residencia. La vieja liza donde antiguamente los cortesanos practicaban la justa era entonces un campo de desfile llamado Horse Guards. Al pasar caminando junto a él, Penny tuvo que reconocer que los soldados que se adiestraban con sus casacas rojas prestaban una nota de alegre colorido bajo el sol de la tarde.
Las vistosas tropas de soldados se habían convertido en un elemento característico de Londres en las últimas dos décadas. Su origen se remontaba a las fuerzas que habían combatido en ambos bandos durante la guerra civil, pero en ese momento eran regimientos leales al Rey. Penny observó que las tropas de infantería que se adiestraban en el campo de desfile eran los elegantes Coldstream Guards. Al cabo de unos momentos aparecieron los espléndidos Life Guards, un escuadrón de la Household Cavalry. Penny los contempló no sin cierta admiración cuando de pronto un anciano caballero que estaba junto a él observó:
—Un hermoso espectáculo, ¿no es cierto? Sin embargo —continuó el anciano—, preferiría que no existiera un inmenso campamento de soldados a tan sólo veinte kilómetros de Londres, comandados por oficiales católicos. El Rey posee otros campamentos como ése en todo el país. ¿Qué pretende con todas esas tropas católicas? Eso es lo que me gustaría saber.
El escuadrón llegó al lugar donde se encontraban Penny y el anciano. Qué aspecto tan imponente presentaban los dragones montados en sus magníficas monturas; cómo relucían sus petos y sus cascos; con qué talante tan orgulloso desfilaban.
Y con qué claridad comprendió Eugene Penny, con una súbita y triste resignación, el significado de esas tropas. Había visto dragones como ésos antes y sabía lo que podían hacer.
«Estos ingleses —pensó—. Han librado una guerra civil contra un obstinado tirano; pero su hijo es más astuto. Conseguirá dominarlos. Puede que le lleve cierto tiempo, como al rey de Francia, pero lo conseguirá». Penny se preguntó angustiado si había huido de la persecución en Francia sólo para toparse con la misma situación en Inglaterra. La noche anterior había discutido en vano con Carpenter, pues no había logrado convencerlo, y en ese momento dijo a Meredith con expresión grave:
—Es una trampa.
El reverendo Richard Meredith suspiró y bebió un sorbo de café. Tenía que reconocer que la publicación de la gran obra de Newton era más importante para él que veinte libros de sermones. Había leído la Declaración de Indulgencia desde su púlpito sin vacilar, y aunque se sentía obligado a apoyar a su obispo y a los otros que habían protestado, en su fuero interno no estaba de acuerdo con ellos. Con respecto a la cuestión de los católicos, Meredith mantenía una opinión cínica. Aunque el rey Jacobo creía firmemente que, si pudieran, un elevado número de sus súbditos se convertiría a la fe católica, Meredith estaba convencido de que ésta no era más que otra prueba de la incapacidad de los Estuardo de comprender a sus súbditos ingleses protestantes. Como médico que había sido, Meredith conocía un par de datos que Penny ignoraba. La salud de Jacobo II de Inglaterra era delicada; y, por si fuera poco, hacía más de un año había contraído una enfermedad venérea. Probablemente el monarca católico no viviría muchos años, y las posibilidades de que engendrara un robusto heredero varón eran remotas.
—Inglaterra seguirá siendo protestante —aseguró a Penny—. A pesar de los dragones, el Rey no logrará imponer el catolicismo por la fuerza. Estáis a salvo. Os lo prometo.
Pero Penny no parecía convencido.
A O Be Joyful le gustaba trabajar en el palacio de Saint James. Las tallas principales que Grinling Gibbons había comenzado estaban acabadas, pero había muchos otros pequeños trabajos que su patrón había confiado a O Be Joyful. Los guardias estaban acostumbrados a verlo entrar y salir del palacio, y dado que siempre procuraba elegir un lugar para trabajar donde no importunara a los demás, O Be Joyful podía moverse con relativa libertad. Esa tarde había elegido un panel por encima de una puerta donde había tallado unas frutas y unas flores. No era un trabajo tan exquisito como el que realizaba Gibbons, pero era bueno, y O Be Joyful se sentía orgulloso de él. El panel estaba terminado, pero el artesano quería aplicar un poco de cera de abejas a la madera para darle lustre. A fin de trabajar con más comodidad, había instalado un pequeño andamio junto a la puerta y en él estaba cómodamente instalado. Ese rincón del palacio parecía desierto; la puerta estaba entornada, pero al cabo de media hora oyó que alguien se acercaba. Percibió unos pasos y unas voces que murmuraban y al cabo de unos instantes aparecieron dos hombres. Al aproximarse a la puerta dejaron de hablar. O Be Joyful vio que ésta se abría, uno de ellos asomó la cabeza para asegurarse de que la habitación estaba desierta y luego reanudaron la conversación. El que había asomado la cabeza, según comprobó el artesano, era un sacerdote jesuita. Un tanto turbado, O Be Joyful estaba a punto de hacer algún ruido para hacer notar su presencia cuando el otro hombre dijo:
—Lo único que temo es que el Rey se precipite.
O Be Joyful se quedó helado. Dedujo que aquellos dos hombres eran papistas. ¿Qué ocurriría si lo descubrían? Sin embargo, dados los recelos que le inspiraban todos los católicos, no pudo por menos de prestar atención a lo que decían. Al cabo de unos segundos, cuando la primera voz continuó, el artesano se sobresaltó.
—El Rey está decidido a conducir a Inglaterra de nuevo al redil de Roma, pero debéis rogarle que sea cauto. No es algo que pueda hacerse de la noche a la mañana. Ni por la fuerza.
O Be Joyful sintió un escalofrío.
—Mi estimado padre John. —El jesuita se expresó en inglés, pero el acento era francés—. Por supuesto, todos lamentamos que el Rey deba conceder de momento esta tolerancia a las sectas protestantes. Pero el tiempo está a favor de la Santa Iglesia. Eso es evidente. Y no debéis acusarnos de impacientes, pues hace ya algún tiempo que trabajamos con la Familia Real.
—Con Jacobo, por supuesto. Pero hace poco que es rey —respondió el sacerdote inglés. Tras estas palabras se produjo una breve pausa, y O Be Joyful se preguntó si la conversación había concluido. Pero luego oyó decir al francés en voz baja:
—No exactamente. Os diré algo que tal vez ignoréis. Su hermano murió convertido a la fe auténtica.
—¿El rey Carlos? ¿Católico?
—Así es, amigo mío. Se lo ocultó siempre a su pueblo. Pero cuando murió…
—Lo asistió el arzobispo de Canterbury.
—Cierto, pero cuando el arzobispo bajó por la escalera principal, nuestro buen padre Huddlestone subió clandestinamente por la trasera. Confesó a Carlos y le administró la extremaunción.
—No lo sabía.
—No debéis decirlo. Pero os contaré algo más. Mucho antes de eso el rey Carlos II firmó un tratado secreto con el rey Luis de Francia. En él se comprometió a proclamar su fe auténtica y devolver Inglaterra al seno de Roma; y el rey Luis le prometió las fuerzas que Carlos necesitara para llevarlo a cabo. Carlos incluso engañó a sus ministros. La conversión de Inglaterra se está preparando desde hace quince años. Os lo digo para que comprendáis mejor el trabajo que se os ha encomendado.
¿El rey Carlos, un católico secreto? O Be Joyful se echó a temblar. Aunque siempre había creído en un complot católico, oírlo confirmar de manera tan fría por otra persona era aterrador. Así pues, la auténtica conspiración era más profunda que la que Titus Oates había inventado. ¿El monarca francés dispuesto a utilizar la fuerza? ¿El edicto de tolerancia sería sólo temporal? Entonces Penny tenía razón. Era una trampa. O Be Joyful estaba tan aterrorizado que apenas podía respirar y dio gracias al Señor cuando, al cabo de un momento, oyó que los dos hombres se alejaban.
Su primer impulso fue simple. Debía contárselo a la gente. Pero ¿quién iba a creerlo? Dirían que era otro Titus Oates, un embustero; no podría demostrar que no era un farsante. La alternativa era no decir una palabra, guardar para sí aquel secreto tan terrible, vivir tranquilamente y en paz. Nadie lo sabría. ¿Y si el Rey entregaba Inglaterra a Roma? Sería obra del destino. En cualquier caso, O Be Joyful estaba convencido de que ardería en el infierno. E incluso la imagen de Martha, alzándose para amonestarlo por su cobardía, no bastó para disipar la apatía del artesano. Estaba impotente, maldito y, probablemente, Inglaterra también. Durante cinco minutos O Be Joyful permaneció tendido reflexionando sobre el camino que debía tomar y sintiéndose más avergonzado que nunca.
De pronto se incorporó. Para su sorpresa, O Be Joyful fue presa de la indignación, una cólera distinta de todas las que había experimentado. Era como si todo el desprecio de sí mismo a lo largo de los años y la rabia que sentía por haberse dejado engañar por esos papistas reales se hubieran centrado en un solo punto de furia. Era, aunque él no lo sabía, la misma ira que había sentido su padre Gideon. No, decidió O Be Joyful, esa vez, pasara lo que pasase, les plantaría cara.
O Be Joyful bajó del lugar donde había permanecido oculto y salió del palacio. Acudiría al alcalde de Londres, que era protestante. Y a todas las guildas, si era preciso. Su terror y su rabia dieron paso a una desenfrenada excitación.
Aún se hallaba en ese estado de frenética euforia cuando un coche se detuvo a unos metros de él, en el Pall Mall, y un anciano se apeó y se dirigió hacia la entrada de una de las elegantes mansiones. Poco antes de llegar a los peldaños de la puerta, se volvió y miró a O Be Joyful. Ambos hombres se reconocieron de inmediato.
Habían transcurrido nueve años desde que Julius había recibido el título de conde de Saint James, y no había esperado vivir tanto tiempo. Pero lo cierto es que a sus ochenta y cinco años tenía pocos motivos de queja. Andaba con la espalda encorvada; sus ojos habían perdido un poco de agudeza visual; padecía artrosis en una pierna, lo que significaba que caminaba, un tanto dolorosamente, con ayuda de un bastón, pero en su ancianidad había adquirido la misma dignidad que había poseído su padre, el concejal Ducket, en los tiempos en que Shakespeare aún vivía. Al mirar a Carpenter esbozó una sonrisa de vaga y fría curiosidad.
Pero no fue eso lo que vio O Be Joyful. Vio al perseguidor de su familia, al odioso realista, al ladrón que había aceptado un título de conde a cambio de respaldar a un rey católico. El artesano estaba seguro de que formaba parte del complot papista. Peor aún, protegido por su riqueza, sus títulos, e incluso por su edad, ese viejo demonio le sonreía porque creía haberse salido con la suya.
Casi sin pensar en lo que hacía, O Be Joyful se precipitó hacia él y con una voz llena de rabia y de desprecio gritó:
—¡Maldito diablo! Creéis que nos habéis engañado a todos. Pero os equivocáis. —Espoleado por la expresión de sorpresa que se pintaba en el rostro de Julius, el artesano continuó a voz en grito—: ¡Lo sé todo! He oído a sus sacerdotes en el palacio. Estoy enterado de vuestra conspiración realista papista. Y dentro de una hora también lo sabrá el alcalde de Londres. Entonces, milord, os ahorcaremos a vos, al Rey y a todos los sacerdotes. —Y tras lanzar una exclamación de rabia, O Be Joyful se marchó.
Lord Saint James tardó unos minutos en recobrarse de esa agresión verbal; pero en cuanto lo hizo se montó de nuevo en su coche y ordenó con tono áspero:
—¡Conduce como un rayo!
Veinte minutos después, mientras se apresuraba por Fleet Street cerca de Saint Bride, O Be Joyful vio a Meredith dirigiéndose hacia él. Cuando el sacerdote lo saludó con su acostumbrada cordialidad, el artesano se detuvo.
—¿Qué ocurre, maese Carpenter? Se diría que habéis visto al mismo diablo.
O Be Joyful se alegró de encontrarse con el sacerdote. Pese a la rabia que sentía y a la firme decisión que había tomado, la perspectiva de enfrentarse al alcalde lo preocupaba. Después de lo que le había dicho a lord Saint James, el artesano había quemado sus naves; pero aún no sabía cómo lograr que el alcalde lo creyera. Al ver a Meredith, O Be Joyful pensó que si éste lo acompañaba a entrevistarse con el alcalde, todo sería muy distinto. Al menos, podía fiarse de Meredith.
—Hay algo terrible… —empezó a decir.
—Entremos en la iglesia —sugirió Meredith—. Allí estaremos tranquilos.
Una vez dentro de la hermosa y flamante iglesia de Saint Bride, O Be Joyful contó al asombrado Meredith lo que había oído.
Cuando hubo terminado, Meredith, con aire pensativo, dijo:
—Seguidme. Hay algo que debo mostraros.
El clérigo condujo a O Be Joyful por un pasadizo hasta llegar a una recia puerta custodiada por dos centinelas que conducía a la cripta. Tras encender una lámpara, Meredith se la entregó a Carpenter y le pidió que lo precediera. Cuando el artesano hubo descendido unos cuantos peldaños, Meredith cerró la pesada puerta y giró la llave en la cerradura, tal como lord Saint James le había dicho que hiciera.
Luego retrocedió sobre sus pasos por la iglesia, dejando a O Be Joyful prisionero.
—¿Vos le creéis? —preguntó lord Saint James a Meredith. Ambos estaban sentados en el salón de la casa del clérigo.
—Creo que está convencido de que lo que dice es cierto.
El conde guardó silencio y al cabo de un momento preguntó:
—¿Podéis retenerlo allí?
—Ese infeliz puede desgañitarse gritando en la cripta que nadie lo oirá. Pero ¿creéis que es necesario?
—Al menos hoy. Necesito tiempo para pensar. —El anciano se levantó dispuesto a marcharse.
A medida que transcurrían las horas, Julius constató que no era fácil tomar una decisión. Al igual que la mayoría de la gente, no era el pasado reciente lo que tenía grabado en la memoria, sino los tiempos de su juventud. Y pese a cuanto había ocurrido entre ellos durante la guerra civil, Julius seguía sintiéndose culpable, como si hubiera ocurrido el día anterior, por lo acaecido a Gideon, a Carpenter y al embajador español. A diferencia de O Be Joyful, estaba seguro de que si el artesano propalaba la historia de un nuevo complot papista por Londres la gente le creería. Al margen de los conflictos que provocaría, Julius no tenía la menor duda sobre lo que haría el rey Jacobo. Si el caso era visto por el juez Jeffreys, el artesano tendría suerte de escapar con vida. «Yo hice que su padre Gideon fuera azotado —pensó Julius—. No puedo permanecer cruzado de brazos mientras el hijo sufre una suerte peor». Ese pensamiento era el que esa tarde lo había impulsado a dirigirse deprisa a Saint Bride, confiando en que Meredith lo ayudara a impedir que el tallista cometiera una imprudencia. Pero ¿cómo impedir que Carpenter pusiera su vida en peligro?
Con todo, ese dilema era menos complicado que el otro. La conspiración papista: ¿no habría malinterpretado Carpenter lo que había oído? Tal vez el jesuita francés, por el motivo que fuera, estaba mintiendo. El catolicismo de Jacobo era una cosa, pero ¿era posible que Carlos hubiera engañado a sus partidarios durante tantos años? ¿Se había comprometido realmente a entregar Inglaterra a Roma con ayuda de las tropas francesas? La idea era impensable, una traición sin precedentes.
Lord Saint James cenó solo. Bebió un poco de brandy. Incapaz de conciliar el sueño, estuvo despierto toda la noche, como en otra ocasión hacía muchos años, la víspera de la ejecución del rey mártir. Pero esa vez no fue el rostro casto y acongojado de Carlos el que vio en su imaginación, sino el orondo, lascivo y cínico semblante del segundo.
¿Era posible que su rey, a quien había jurado lealtad, fuera capaz de semejante infamia? ¿Era posible que su propia fe se viera comprometida por la absurda historia de uno de los condenados Carpenter? ¿Cómo era posible, se preguntó Julius mientras la medianoche pasaba en silencio, que estuviera más dispuesto a creer a O Be Joyful que a su rey? La respuesta, aunque formulada por una voz diminuta, era fruto de la experiencia de toda una vida. Las lealtades de los Estuardo por lo general se hallaban fuera de Inglaterra. Y los hombres Estuardo —sí, incluso el rey mártir— solían ser unos embusteros.
La cripta de Saint Bride era un lugar húmedo y sombrío. Ningún sonido podía escapar de él y la puerta era totalmente maciza.
Era la traición lo que más dolía a O Be Joyful. Por lo visto, incluso Meredith estaba envuelto en el complot papista. El artesano se preguntó si existía alguien en Londres, además de Penny, en quien pudiera confiar.
A medida que transcurrían las horas, se preguntó qué sería de él. Si iban a arrestarlo, ¿por qué tardaban tanto en aparecer los guardias?
Por fin se quedó dormido. Pero al poco rato se despertó, volvió a adormilarse y perdió toda noción del tiempo. Su familia se preguntaría dónde se había metido. Penny, probablemente, saldría en su busca. Pero no existía el menor motivo que indujera a alguien a buscarlo en la cripta de Saint Bride. Hacia el amanecer, se le ocurrió la posibilidad de que Meredith lo hubiera dejado allí encerrado para que muriera.
El domingo por la mañana lord Saint James tomó un desayuno ligero. Aún no sabía qué hacer con Carpenter.
Hacia media mañana acudió a la iglesia para asistir a misa, confiaba en que el oficio religioso lo inspirara. Pero no fue así. Cuando regresó a su casa encontró una amable nota de Meredith que le recordaba que no podían mantener a O Be Joyful encerrado para siempre en una mazmorra. «Al menos —concluía la nota—, debo dar al infeliz un poco de agua y una explicación».
Por fin, pasado el mediodía, lord Saint James recibió una noticia que cambió inesperadamente la situación.
—¿Estáis seguro? —preguntó Meredith cuando Julius se lo contó.
—Ésa es la noticia oficial. La cuestión —continuó el conde— es si es posible. Como médico, ¿qué opináis?
—Ha nacido con un mes de adelanto. ¿Y decís que es un niño sano y robusto?
—La palabra que emplearon fue «precioso».
—Me parece —respondió Meredith midiendo bien sus palabras— poco probable. —Luego se detuvo. Los dos hombres se miraron—. La Reina ha sufrido varios abortos —dijo pausadamente—, y en la actualidad el Rey… está delicado. El que a estas alturas tenga un hijo «precioso» me parece —Meredith hizo una mueca— muy «oportuno».
O Be Joyful no tenía la menor idea de qué hora era cuando la puerta de la cripta se abrió. Cuando subió lenta y torpemente por la escalera hacia la luz no vio soldados, sino a Meredith y a lord Saint James que estaban allí de pie con expresión risueña.
—Lamentamos haberos encerrado aquí —dijo el clérigo—. Fue por vuestro bien. Creemos todo cuanto habéis dicho. Y ahora os ruego que vayáis con lord Saint James. No podemos obligaros, pero es lo mejor. Regresaréis dentro de una semana.
—¿Que vaya con él? ¿Una semana? —O Be Joyful pestañeó. La luz hería sus ojos y se sentía confundido—. ¿Adónde debo ir?
—A Holanda —respondió el anciano—. Voy a entrevistarme con Guillermo de Orange.
Los acontecimientos del verano de 1688 sin duda marcaron un hito en la historia inglesa, pero referirse a ellos como la Gloriosa Revolución resulta un tanto exagerado. No hubo revolución alguna, ni los hechos en cuestión fueron gloriosos en absoluto.
Cuando el 10 de junio, un domingo, el rey Jacobo II de Inglaterra anunció a un asombrado mundo que su esposa por fin había dado a luz un hijo y heredero, los ingleses leales a la Corona se vieron en un compromiso. Si el niño vivía —y todo indicaba que era un bebé sano—, probablemente heredaría el trono. Por otra parte, sería indudablemente católico.
«Si hemos soportado a Jacobo —observaron los buenos protestantes—, fue porque sabíamos que nuestros próximos gobernantes serían Guillermo y María». Mucho antes de este acontecimiento, algunos protestantes habían sugerido discretamente a Guillermo de Orange que exhortara a su suegro a reprimir sus tendencias papistas, aunque el cauto holandés había preferido no inmiscuirse. Pero este varón recién nacido alteraba toda la situación.
Para lord Saint James, indignado por las revelaciones de O Be Joyful y luchando con su conciencia acerca de qué hacer, la noticia había supuesto un duro golpe. Para otros, menos leales que él, equivalía a una llamada a las armas. Los whigs estaban muy disgustados; los tories —que habían presenciado cómo siete de sus obispos anglicanos eran enviados a la Torre— estaban profundamente alarmados. Otros, además de Saint James, viajaron también a Holanda. A final de mes, algunos de los hombres más importantes del país habían enviado una invitación a Guillermo: «Si aspiráis al reino de Inglaterra, es mejor que vengáis y lo toméis ahora».
¿Cómo pudo Julius, fueran cuales fuesen las circunstancias, apartarse del camino de lealtad que presidía su vida y roto su juramento a un rey que le había nombrado conde? ¿Acaso esa acción no contravenía todos los principios que él defendía? Pero no menos enraizada en su carácter estaba otra consigna que había recibido hacía ochenta años de su padre. Una norma que, en última instancia, era más fuerte que las otras: «Nada de papismo».
Pues lo que realmente asombró al pueblo inglés, lo que hizo que Saint James y Meredith se miraran con escepticismo, fue el hecho de que ese bebé —católico y real— hubiera nacido. ¿Un niño sano y robusto después de una interminable lista de abortos? ¿Que había nacido con más de un mes de anticipación?
—Os diré exactamente lo que pienso —dijo lord Saint James a O Be Joyful, que no salía de su estupor, mientras el barco se deslizaba por el largo estuario del Támesis—. Creo que la Reina tuvo un aborto y que nos han endilgado a otro niño. Meredith también lo cree.
Al igual que buena parte de Inglaterra. La historia médica ha establecido que el niño probablemente era legítimo, pero cuando la Inglaterra protestante acudió en 1688 a Guillermo de Orange, fueron muchas las voces que afirmaron que ese niño católico no tenía derecho a heredar el trono. Lo habían colocado clandestinamente en la alcoba de la Reina, según afirmaban las malas lenguas, en un calentador de cama.
Guillermo obró con cautela y no se precipitó. El 5 de noviembre desembarcó en el oeste de Inglaterra. Jacobo fue a Salisbury. Unos sectores del norte se declararon a favor de Guillermo; Jacobo vaciló. Inesperadamente el mejor general de Jacobo, el gallardo John Churchill, se pasó al bando de Guillermo, que marchaba lentamente hacia Londres, y Jacobo huyó. En enero se reunió el Parlamento, dedujo que Jacobo, puesto que se había marchado, debía de haber abdicado, y, tras discutir algunos términos y condiciones, ofreció la Corona a Guillermo y María conjuntamente. Esta serie de acontecimientos tan poco heroicos ha dado en llamarse la Gloriosa Revolución.
No obstante, constituyó un importante hito en la historia del país. Gracias a la nueva situación, las disputas religiosas y políticas que habían aquejado al país durante más de un siglo alcanzaron una solución duradera. La gran perdedora fue la Iglesia católica. A Guillermo y María, que no tenían hijos, los sucedió Ana, la hermana protestante de aquélla. Los descendientes católicos de Jacobo fueron omitidos de la línea de sucesión. Más importante aún es el hecho de que en el futuro ninguna persona que fuera católica, o contrajera matrimonio con un católico, podía ocupar el trono de Inglaterra. En cuanto a los católicos comunes y corrientes, se les impusieron unos impuestos adicionales y fueron apartados de todo cargo público.
Los puritanos también fueron en su mayoría destituidos de sus cargos públicos, pero podían practicar libremente su fe. María confiaba en que fueran incluidos en una Iglesia anglicana más tolerante.
Más sutil, aunque no menos trascendente, fue el aspecto político de la cuestión. Aunque el Parlamento declaró que no hacía más que reivindicar sus antiguos derechos, no fue así. En lo sucesivo el Parlamento debía convocarse periódicamente, por ley. El Rey no podía reunir un ejército sin consentimiento parlamentario. La libertad de expresión quedó garantizada. Y, como los ingleses no tardaron en darse cuenta, a partir de entonces el Parlamento se aseguró de que el Rey anduviera siempre escaso de fondos y, por lo tanto, sometido a su voluntad. El intento por parte de los Estuardo de convertir a Inglaterra en una monarquía absoluta como la francesa había fracasado. El Parlamento, tras ganar la guerra civil, había conquistado por fin la paz.
Un pequeño cambio político que muy pocos en Westminster advirtieron fue que a partir de esa fecha el viejo conde de Saint James, que siempre había sido un tory impenitente, empezó a votar a favor de los whigs. Según afirmó, para sorpresa de los propios whigs, en su opinión los reyes debían estar siempre sometidos al Parlamento. Pero no explicó el motivo.
Según Julius, era preferible que el secreto de la traición de Carlos II permaneciera oculto.
—Más vale no remover el asunto —dijo Julius a Meredith.
O Be Joyful tampoco se mostró partidario de ventilar la cuestión una vez que Jacobo y sus herederos católicos habían desaparecido. El extraordinario y traidor acuerdo al que habían llegado el rey Estuardo de Inglaterra y el rey de Francia permanecería en secreto durante otros cien años.
Una cosa era evidente: ya no existía la menor posibilidad de que el monarca inglés formara una peligrosa alianza con los poderes católicos de Europa. Los ingleses y los holandeses compartían un rey protestante calvinista cuyo mayor enemigo era Luis XIV de Francia. Los hugonotes como Penny podían tener la certeza de que el reino insular constituía un refugio seguro. En cuanto a los ingleses, aunque siguieran siendo rivales comerciales de los holandeses, éstos eran en ese momento sus aliados. Los dos países tenían muchas cosas en común. Sus lenguas eran parecidas y multitud de ingleses descendían de los vecinos flamencos de los holandeses. Durante toda la Reforma la católica España había sido su enemigo común. Los ingleses, que admiraban a los artesanos y artistas holandeses, adoptaron de su lengua palabras como easel (caballete), landscape (paisaje) y still life (naturaleza muerta). Los marineros ingleses servían a bordo de barcos holandeses y empleaban alegremente términos holandeses como skipper (capitán), yacht (yate) y smuggler (contrabandista). Si el rey Guillermo dijo a sus súbditos ingleses que sus primos holandeses corrían peligro a causa de los católicos franceses, aquéllos estaban más que dispuestos a ayudarlos a defender la causa protestante.
El conde de Saint James vivió hasta una edad venerable. En 1693 cumplió noventa años y, aunque caminaba con dificultad, conservaba la mente lúcida. Por lo demás jamás se sentía solo, pues además de sus hijos y nietos, todos los días recibía a numerosos visitantes deseosos de conversar con el hombre que había nacido el último día del reinado de Isabel. «Lo ha visto todo», decían, desde la Conspiración de la Pólvora hasta la Gloriosa Revolución. Y en 1694, el último año de su vida, tuvo ocasión de presenciar otro importante acontecimiento.
Ese año, después de muchos debates, la ciudad de Londres adquirió una nueva institución. Se trataba de un banco de depósito financiado por un numeroso grupo de destacados comerciantes londinenses. Su función consistía en financiar la deuda a largo plazo del Gobierno emitiendo unos bonos con intereses pagaderos. Lo llamaron el Banco de Londres.
—Le dije al primer rey Carlos que era factible —explicó el conde a sus visitantes, sin faltar a la verdad—. Pero no quiso escucharme. Quizá fue mejor así —reconoció con una sonrisa. Otra cosa que le complació sobremanera fue que el banco instalara sus primeras oficinas en la reconstruida sede de los merceros, en Cheapside—. La compañía de librea de nuestra familia —comentó con orgullo.
Sir Julius pudo haber añadido que al elegir ese lugar, la nueva institución, que al cabo de poco tiempo se llamaría no sólo Banco de Londres sino Banco de Inglaterra, comenzó su andadura en el sitio donde antiguamente se alzaba la casa de la familia de Tomás Becket, el santo mártir de Londres.
Dos meses después de la fundación del Banco de Inglaterra, sir Julius murió un tranquilo amanecer, un año antes de que ocurriera un pequeño acontecimiento que le habría procurado también una profunda satisfacción. Richard Meredith, al igual que el padre de Julius, se había casado tarde; pero se había casado bien, y en 1695 su hogar se vio bendecido por el nacimiento de un varón.
Un mes más tarde, una lluviosa mañana, Meredith recibió la visita de Eugene Penny. El hugonote se presentó con un regalo dentro de una cajita, que abrió con evidente orgullo. Meredith vio que la cajita contenía un bonito reloj de plata. Pero cuando Penny lo sacó, el clérigo observó algo que le llamó la atención poderosamente.
Tras quitarse las gafas y limpiarlas, Penny sonrió.
—Fijaos —dijo. Acto seguido abrió el reloj y señaló con el dedo meñique su mecanismo.
Habían transcurrido veinte años desde que Tompion de Londres comenzara a fabricar relojes provistos de un muelle en espiral, pero recientemente el gran relojero había ideado un sistema más sofisticado que iba a colocar a la industria relojera de Londres en una posición destacada en toda Europa. El diminuto mecanismo que Penny señaló, denominado escape de cilindro, suponía un gran adelanto en el reloj portátil. Permitía que todas las ruedas dentadas en su interior estuvieran dispuestas en sentido horizontal, lo que a su vez permitía que el reloj fuera plano y pudiera transportarse en el bolsillo.
—Es lo más extraordinario que he visto en mi vida —exclamó Meredith.
El regalo era para celebrar el nacimiento de su hijo y para agradecer al bondadoso clérigo el haber ayudado al hugonote a recuperar su empleo con Tompion, el maestro relojero.
Poco después de comenzar el nuevo siglo se produjo otro hecho de gran importancia en la vida de Meredith. En 1701 su amigo Wren diseñó un espléndido campanario para la iglesia de Saint Bride. Era extraordinario. Instalado sobre una hermosa torre cuadrada, como la de Saint Mary-le-Bow, consistía en una serie de tambores huecos de ocho caras, con arcos abiertos y pilares, dispuestos en varios niveles, cada uno más pequeño que el inferior, como un telescopio invertido, y rematado por un obelisco. El nuevo campanario de Saint Bride, más alto incluso que el Monumento, podía verse desde cualquier punto de Fleet Street, y convirtió a la iglesia en uno de los edificios más característicos de la ciudad.
1708
Habían llegado puntualmente. O Be Joyful no les había dicho adónde los llevaba, pero había obtenido un permiso especial y quería que fuera una sorpresa. Aunque el artesano había cumplido los setenta años, aún estaba lo bastante ágil para subir deprisa por Ludgate Hill llevando de la mano a sus dos nietos favoritos. Era un soleado día de octubre y las gentes que transitaban por las calles estaban de excelente humor. Era el día de la Procesión del Alcalde.
A excepción de los tiempos de la Commonwealth, cuando esos festejos estaban prohibidos, la antigua ceremonia anual se había hecho más fastuosa cada década. Un rato antes, en su residencia oficial situada detrás de Saint Mary-le-Bow —el hogar de sir Julius Ducket, como lo seguía considerando O Be Joyful—, el alcalde se había puesto su traje de ceremonia antes de salir y dirigirse a caballo hasta el río. Luego, a bordo de su espléndida barcaza, escoltado por las barcazas de todas las compañías de librea, había sido conducido hasta Westminster, donde a la manera de un barón feudal de antaño había pronunciado su juramento de lealtad al monarca. Después de esto, las barcazas darían la vuelta, depositarían a sus pasajeros junto a Blackfriars, y el alcalde, los concejales y todas las compañías de librea de la ciudad cabalgarían, en un fantástico espectáculo multicolor, hasta Cheapside, desde donde se trasladarían al Guildhall. ¿Y qué mejor lugar para que los dos niños contemplaran la procesión, pensó Carpenter, que la inmensa galería exterior de la cúpula de Saint Paul?
Allí estaba, irguiéndose hacia el cielo, el monarca de la colina occidental de la ciudad, la poderosa cúpula. Todavía faltaba dar los últimos toques a la gigantesca linterna que se alzaba más de quince metros sobre la cima de la cúpula para concluir en una cruz dorada, a la vertiginosa altura de ciento once metros sobre el suelo de la catedral. La cúpula: tal como había estado en la maqueta de madera que O Be Joyful había construido hacía casi treinta y cinco años, tal como siempre había supuesto que sería. Pero con una diferencia. La cúpula que Wren había construido era más alta, más augusta que el modelo original.
Carpenter había contemplado con gran interés su construcción. El propio Wren acudía a menudo a la obra. Aunque era un anciano, todavía permitía que los operarios lo subieran en una cesta para inspeccionar el trabajo. Lo que más intrigó a Carpenter fue el hecho de que la descomunal estructura no fuera en rigor una cúpula, sino tres. Entre el techo abovedado visto desde el interior, y el tejado exterior recubierto de metal que medía quince metros más, había, no exactamente una cúpula, sino un gigantesco cono de ladrillo, casi como un horno.
—Y eso —le dijo un día Wren— es lo que sostendrá la linterna, amén de todo lo demás.
Una semana más tarde, Wren obligó al aterrorizado tallista a subir en la cesta con él para mostrarle desde el andamio instalado en el techo algunos de sus secretos.
—La base de la cúpula —le explicó el arquitecto— está rodeada por una inmensa cadena doble. Ésta constituye una protección adicional para impedir que el peso de la parte superior haga que los muros se comben hacia fuera. Luego, a lo largo del cono interior, he colocado unas fajas de piedra y unas cadenas de hierro que sostienen toda la estructura, como los aros metálicos que rodean un barril. Es preciso que todo se sostenga muy firme —añadió Wren con cierta tristeza—. En un principio estaba previsto que el techo exterior fuera de cobre, pero me obligaron a utilizar plomo. Con ello se ahorraron unos miles de libras, pero añadió seiscientas toneladas de peso al edificio.
Alrededor del interior y el exterior de la parte inferior de la cúpula había galerías; y, tras completar el descomunal edificio, habían instalado una escalera que conducía a los más audaces al mismo pináculo de la linterna. La vista desde la galería era espléndida, y gracias a Grinling Gibbons y a Wren, O Be Joyful había conseguido una autorización para subir allí con sus nietos ese día. Sintiéndose bastante orgulloso, el artesano alcanzó la cima de Ludgate Hill y condujo a los niños hacia el gran pórtico occidental, con sus hermosos e inmensos pilares.
Le divirtió observar que al llegar a la puerta los niños dudaron unos instantes antes de entrar, pero no le sorprendió. Es más, en cierto modo su reacción le satisfizo.
Gideon y Martha: sus dos nietos predilectos de los siete que tenía. Qué orgullosos se habrían sentido los otros Gideon y Martha de haber llegado a conocer a esos niños de temperamento sosegado pero voluntarioso, con sus rostros serios y sus ojos de mirada solemne. Habían sido educados severamente, al estilo puritano. A partir de la tolerancia concedida en 1688, los disidentes, como se denominaban entonces todos los protestantes no pertenecientes a la Iglesia anglicana, habían proliferado. En Inglaterra existían más de dos mil locales de reunión y Londres, como es lógico, constituía su centro vital. En ese momento los auténticos puritanos casi nunca vestían de negro ni llevaban sombreros de copa, pero cada domingo cientos de personas, con trajes marrones o grises, acudían a la iglesia para oír predicar a su pastor. Las rígidas normas morales de la Commonwealth habían desaparecido, sí, pero todos los hijos de esas gentes sabían que los adornos en el vestir eran pecado, que los placeres terrenales corrompían el alma y que si fornicaban, se emborrachaban o jugaban a los naipes, la plácida y a la par severa mirada de la comunidad se posaría implacablemente sobre ellos. Puede que los puritanos ya no tuvieran el poder, pero su conciencia seguía siendo una poderosa fuerza en Inglaterra, y los disidentes que se creían llamados a desempeñar un papel en la vida pública acudían a comulgar a una iglesia anglicana, en aras de las apariencias, como si pertenecieran a la misma. «Administro el sacramento a cinco buenos disidentes —dijo en cierta ocasión Meredith a Carpenter—. Sé por qué lo hacen y ellos saben que yo lo sé. Pero no me preocupa. Tanto ellos como yo tratamos de sortear una legislación que no debería existir».
No hubo tal compromiso con la familia Carpenter. En ese momento no estaban obligados a asistir a la iglesia anglicana con sus obispos, los herederos de Gideon y Martha no lo hacían. Ni Gideon, de nueve años, ni Martha, de once, habían puesto los pies en una iglesia anglicana. En cuanto a la catedral de aspecto papista que tenían ante sí…, ambos niños miraron indecisos a su abuelo.
O Be Joyful había comprobado con asombro que, durante la última década, se había convertido en una figura venerada en su familia. Aunque sabía perfectamente que no lo merecía, había decidido, en bien de las futuras generaciones, tratar de cumplir ese papel. De modo que cuando sus nietos le suplicaban: «Dinos cómo luchó Gideon junto a Cromwell contra el Rey», o le preguntaban: «¿Es cierto que Martha navegó en el Mayflower?», el artesano se esforzaba por complacerlos. Incluso se había visto obligado, Dios lo perdone, a mantener la mentira de que él había tratado de salvar la vida de Martha durante el Gran Incendio.
Dado que sus hijos, ya mayores, deseaban que él instruyera a sus nietos, O Be Joyful se había visto también obligado, lenta y dolorosamente, a enseñarse a leer de nuevo. Incluso había tenido que pedir a Penny que le llevara a un buen fabricante de gafas para sus viejos y cansados ojos. Pero el caso es que lo había hecho, y cuando la pequeña Martha tenía los cinco años O Be Joyful empezó a leerle un pasaje de la Biblia todos los días.
Pero más que la Biblia había un libro que la familia siempre quería que leyera. Escrito por un gran predicador puritano durante la segunda parte del reinado de Carlos II, narraba de manera alegórica la historia de un cristiano que de pronto, abrumado por su sentido del pecado y la muerte que le aguarda, decide emprender una búsqueda personal. Era una peregrinación típicamente puritana: sin santos ni autoridad eclesiástica, al desdichado cristiano sólo lo guiaba la fe y la Biblia. La tierra por la que realizaba su periplo era un inmenso paisaje moral que a las severas congregaciones puritanas les resultaba archifamiliar. El Valle de las Sombras de la Muerte, la aldea de la Moralidad, el Castillo de las Dudas, la Feria de las Vanidades, el Cenagal del Pesimismo, eran algunos de los lugares con los que el peregrino se topaba en su camino hacia la Ciudad Celestial. Asimismo, las personas con las que se cruzaba ostentaban nombres como Esperanzado, Confiado, el Sabio Mundano, Don Desastre o el Gigante Desesperado. El tono del libro evocaba el de la Biblia —en realidad el Apocalipsis—, pero su contenido estaba presentado en un lenguaje tan llano y sencillo que cualquier persona, por torpe e ignorante que fuera, podía comprenderlo. La obra no contenía un mensaje cruel; por el contrario, el pobre cristiano caía en toda suerte de errores de los que debía ser constantemente rescatado. Puede que fuera puritano, pero El viaje del peregrino, de John Bunyan, que O Be Joyful había aprendido a leer y a amar, era un libro amable y muy humano.
Mientras contemplaban la catedral anglicana, O Be Joyful dijo a sus nietos para tranquilizarlos:
—No es más que un edificio. No es el Cenagal del Pesimismo.
Y tomándolos de la mano los condujo al interior.
Lo cierto era que el artesano había llegado a amar la gran catedral. Su juramento de no trabajar jamás en esa cúpula papista le parecía en ese momento innecesario, pues, al margen de sus creencias, Roma ya no representaba un peligro. A Guillermo y María les había sucedido, hacía unos años, Ana, la hermana protestante de María. Después de Ana, el trono pasaría a sus primos protestantes, la Casa alemana de Hannover. El trono no era lo único que estaba a salvo. En los últimos años el ejército inglés y sus aliados holandeses, acaudillados por el gran John Churchill, entonces convertido en duque de Marlborough, habían aplastado a las fuerzas del poderoso rey Luis XIV de Francia y transformado todo el norte de Europa en un santuario seguro para la causa protestante.
En cuanto al propio edificio, incluso su gigantesca cúpula había dejado de parecerle siniestra al artesano. Gracias a sus grandes y sencillos vitrales, los espacios interiores de la catedral ofrecían un aspecto tan ligero y airoso que un visitante holandés habría supuesto que se encontraba en una gran iglesia protestante. Saint Paul, como en ese momento consideraba O Be Joyful, no representaba tanto una amenaza como un gran compromiso inglés —un espíritu protestante bajo una forma romana—, al igual que la propia Iglesia anglicana.
Salvo el sacristán que los dejó pasar, durante unos momentos los Carpenter tuvieron la impresión de hallarse a solas en la catedral. Mientras avanzaban lentamente por la imponente nave, O Be Joyful observó que los niños se sentían vivamente impresionados. Pero de golpe, cuando habían recorrido la mitad de la nave, dos fuertes golpes rompieron el silencio y reverberaron por el crucero central; el sacristán los acogió con un irritado bufido. Carpenter se preguntó qué podían ser esos golpes.
Era Meredith.
—Lleva toda la mañana subido ahí arriba —le explicó el sacristán con un tono que dejaba entrever ciertas dudas respecto a la cordura de Meredith.
Al abandonar el espacio situado debajo de la cúpula el artesano y sus nietos vieron al clérigo-científico encaramado en la galería. Éste saludó a Carpenter jovialmente con la mano, desapareció y al cabo de unos minutos apareció de nuevo en el suelo de la catedral.
—He estado haciendo el experimento —les explicó mientras O Be Joyful y los niños le ayudaban a recoger varios objetos que había arrojado desde arriba—. Esta cúpula es el lugar idóneo para ensayar la teoría de Newton sobre la gravedad. Contiene espacios medidos con precisión; condiciones controladas; la atmósfera está en calma. Mucho mejor que el Monumento. La Royal Society —continuó el clérigo— se propone realizar dentro de poco una serie de experimentos aquí.
Y tras despedirse de ellos con otro ademán jovial, y escoltado por el irritado sacristán, Meredith se dirigió hacia la puerta norte, dejando a O Be Joyful a solas con los niños.
Había mucho que mostrarles. El artesano señaló la piedra en la que aparecía inscrita la palabra resurgam y les explicó su significado.
—Yo mismo la coloqué allí —explicó, complacido ante la expresión de sorpresa de sus nietos. Luego los condujo hacia el coro.
De los muchos proyectos en que había trabajado durante los últimos veinte años, varios habían procurado a O Be Joyful un placer especial. Se sentía orgulloso del techo que había esculpido para el nuevo salón de banquetes de la New River Company de Myddelton; le había encantado trabajar en la soberbia ala nueva de Hampton Court y el espléndido edificio diseñado por Wren para el hospital de Chelsea. Pero nada podía compararse con el magnífico cincelado de la sillería del coro de Saint Paul.
Eran inmensas. Carpenter no sólo había trabajado en las largas y oscuras hileras de relucientes asientos reservados a los sacerdotes y a los integrantes del coro; sino en la enorme estructura exterior del órgano. El proyecto había sido una labor conjunta: Wren había diseñado las líneas generales y construido las maquetas; pero a la hora de planificar la decoración del lugar, el gran arquitecto había acudido a su amigo el señor Gibbons.
El resultado era impresionante. Dentro de una estructura compuesta por líneas sencillas y clásicas —paneles rectangulares, pilastras, frisos y nichos— brotaba un torrente de figuras talladas en madera: rico, voluptuoso, pero siempre controlado. Grandes hojas y sinuosas vides, flores, trompetas, cabezas de querubines y festones de fruta aparecían en cornisas y capiteles, en paneles y frontones, en balaustradas y repisas. No existía una cosa semejante en toda Inglaterra. La cantidad de roble, toneladas y toneladas, era prodigiosa; la mano de obra, miles de centímetros de madera tallada, era ingente; el coste, astronómico. De hecho, era tan elevado que ni siquiera la tasa del carbón había bastado para cubrir los gastos y algunos inversores, entre los que se hallaban grandes maestros como el propio Gibbons, habían tenido que prestar dinero para el proyecto, dinero que les sería devuelto en el futuro con los correspondientes intereses.
—He financiado la sillería del coro —comentó un día Gibbons a Carpenter— a un interés del seis por ciento.
O Be Joyful había trabajado en Saint Paul durante tres años, los mejores de su vida. Los más destacados tallistas y ebanistas de la ciudad participaron en el gigantesco proyecto. El ambiente era agradable y relajado. En cierta ocasión, al principio, O Be Joyful se quejó a Gibbons de las blasfemias que proferían algunos de sus compañeros; al día siguiente Wren emitió una orden que prohibía el uso de palabras soeces y blasfemias. El ambiente estaba impregnado de tal dedicación por parte de todos los obreros y artesanos que O Be Joyful casi llegó a creer, pese al hecho de ser una iglesia anglicana, que la labor que desarrollaba allí era obra de Dios.
Aunque los dos niños sabían, lógicamente, que su abuelo era un excelente tallista que había trabajado en numerosos lugares, nunca habían contemplado un trabajo suyo. Así pues, O Be Joyful les mostró ufano las espléndidas sillas del coro, explicándoles los detalles.
—¿Veis este panel? —preguntó—. Es de roble inglés. Pero la madera de ese otro —dijo señalando otro más ricamente tallado— procede de Danzig, en Alemania. El roble alemán tiene menos nudos, es más fácil de tallar. —Luego, señalando un panel en lo alto, preguntó—: ¿Veis ese querubín? —Era normal que Grinling Gibbons realizara un modelo de esa clase de elementos decorativos, que O Be Joyful y los otros ayudantes copiaban posteriormente—. Lo tallé yo —dijo el artesano a sus nietos—. Y ése también.
Luego se detuvieron ante un banco exquisitamente tallado y O Be Joyful explicó:
—Ahora bien, este panel no es de roble, sino de madera de tilo, que es más dúctil. Es la madera preferida del señor Gibbons.
El artesano mostró a sus nietos el asiento reservado al alcalde, y la estructura exterior del órgano, y por último se detuvieron ante el lugar que más enorgullecía a Carpenter. Situado en un ángulo del coro, coronado por un espléndido dosel decorado con grandes festones tallados, se hallaba el asiento más imponente, una auténtica obra de arte: el trono del obispo.
—Este asiento lo tallamos el señor Gibbons y yo —declaró Carpenter en tono triunfal. Luego mostró a sus nietos el magnífico trabajo de la parte superior—. Fijaos en esa mitra; y, más abajo, un pelícano orando. Se trata de un viejo emblema cristiano. ¿Veis esas hermosas frondas de palmera? Incluso podéis observar —continuó el artesano— dónde termina el trabajo del señor Gibbons y dónde comienza el mío. —Era el mejor trabajo de su vida.
Los dos niños contemplaron en silencio el trono del obispo. Luego, tras echar una ojeada al conjunto de la magnífica catedral, se miraron. Por último, la joven Martha dijo suavemente:
—Es un trabajo magnífico, abuelo. Es… —la niña se detuvo tratando de dar con la palabra adecuada— exquisito.
O Be Joyful detectó ciertas dudas y desencanto en la voz de la pequeña. Pero Gideon se apresuró a tirar de la manga a su hermana y preguntó señalando la mitra:
—¿Quién se sienta allí, abuelo?
—El obispo —respondió Carpenter. El niño bajó la vista, turbado.
—¿Construiste un trono para un obispo? —preguntó Gideon—. ¿No pudiste negarte?
O Be Joyful comprendió que había defraudado a sus nietos. Qué estúpido había sido, llevado por el orgullo que le producía su trabajo, al no haber tenido en cuenta lo esencial. El niño tenía razón. El viejo Gideon sin duda se habría negado a cumplir esa tarea.
—Cuando uno trabaja para un patrón como el señor Gibbons —respondió sin mucha convicción—, debes hacer lo que te ordena y esforzarte por realizar un buen trabajo.
Pero O Be Joyful observó que ambos niños se sentían confundidos y poco convencidos.
Ninguno de los tres pronunció palabra al abandonar el coro y entrar en el crucero central de la catedral. Martha estaba pálida; el niño, pensativo. Pero mientras caminaban bajo la inmensa cúpula, el pequeño Gideon tuvo una inspiración. Turbado por la insospechada y grave falta cometida por su abuelo, el niño deseaba darle la oportunidad de redimirse. Se volvió hacia él y le dijo con impaciencia:
—Cuéntanos cómo trataste de salvar a la vieja Martha en el incendio, abuelo.
Carpenter guardó silencio. Comprendía perfectamente por qué el niño le había pedido eso. Asimismo, comprendió que los niños necesitaban que él se convirtiera de nuevo en el abuelo que siempre habían respetado; valiente, como el viejo Gideon y sus santos. Pero no quería mentirles, añadir otro acto de cobardía al primero. Sus nietos anhelaban confiar en él, pero ¿qué valor tendría basar su fe en una mentira?
—Lo cierto, Gideon —confesó el anciano—, es que en realidad no traté de salvarla. La vi en el piso superior de la casa, pero me acobardé.
—¿Quieres decir que dejaste que se abrasara? —preguntó el niño mirándolo con grandes ojos.
—Traté de llegar al piso superior…, pero sí, dejé que se abrasara. —O Be Joyful suspiró—. Sentí miedo, Gideon. Es un secreto que he mantenido oculto durante cuarenta años. Pero es la verdad.
Luego, tras observar la desolada expresión del niño, O Be Joyful pidió a sus nietos que lo siguieran hasta la escalera que conducía a la cúpula.
La escalera de caracol que daba acceso a la cúpula era muy larga, pues la galería interior de Saint Paul se halla a más de treinta metros del suelo de la catedral. Mientras subía y los niños lo seguían en silencio, O Be Joyful tuvo tiempo de reflexionar. ¿Había destruido el respeto, el cariño que éstos sentían por él? Los pensamientos de sus nietos descansaban sobre los hombros del anciano como un pesado fardo, lo que hacía que el ascenso le resultara más difícil. Los años que él había dedicado a hallar una modesta satisfacción en su trabajo se desvanecieron de golpe y lo dejaron de nuevo con el recuerdo, doloroso y frío como hacía cuarenta años, de que era un cobarde. Y en ese momento sus nietos lo sabían. Cuando O Be Joyful alcanzó la base de la cúpula y entró en la galería que recorre su interior, se sintió profundamente cansado, indicó a los niños que podían pasearse por allí, se sentó y descansó un rato.
La galería interior de Saint Paul puede resultar aterradora. Al asomarse por encima del parapeto, el visitante se da cuenta de que está suspendido en el espacio, aparentemente sostenido por nada debajo de él, sobre el inmenso espacio central. Al levantar la vista y contemplar la inmensa cúpula que se alza más de treinta metros por encima de él, de pronto tiene la sensación de hallarse milagrosamente sujeto a la superficie y de poder volar sobre el gigantesco precipicio que se abre a sus pies.
Desde donde estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, observando distraídamente a sus dos nietos al otro lado del espacio, Carpenter los vio acercarse, primero uno y luego el otro, al borde. Luego, al retroceder de nuevo hacia la pared, vio que sus cabezas desaparecían. Todo estaba en silencio. Fuera lo que fuese que ocurriera en el exterior, las tres cúpulas impedían que se filtrara el menor sonido. Los niños desaparecieron momentáneamente. Quizá se habían sentado también a descansar. O Be Joyful cerró los ojos.
De pronto los oyó. Oyó sus voces, una penetrando por su oído derecho y la otra por el izquierdo, tan claramente como si estuvieran sentados junto a él. Había olvidado explicarles otro gran prodigio de Saint Paul: que arriba, en la galería, bajo la cúpula, el muro era tan perfectamente circular que incluso los sonidos más tenues, al reverberar en la superficie curva, se extendían por todo el lugar. Por este motivo se llamaba la galería de los susurros. Entonces, con los ojos cerrados, O Be Joyful percibió, como si sus palabras se grabaran en el silencioso vacío, los susurros de los niños en la cúpula.
—¿Dejó realmente que Martha muriera abrasada? —Era la voz de Gideon.
—Eso dijo.
—Sí. Pero el abuelo…
—Le faltó valor. Le faltó fe, Gideon.
—Al menos tuvo el coraje de decírnoslo, ¿no crees?
—No debemos mentir.
Se produjo una pausa. Luego el niño dijo:
—Sintió miedo. Eso es todo. —Otra pausa—. Martha, ¿crees que a pesar de eso el abuelo irá al Cielo?
La niña reflexionó un momento.
—Los elegidos van al Cielo —respondió al fin.
—Pero ¿y el abuelo?
—No sabemos quiénes son los elegidos, Gideon.
El niño se detuvo unos instantes para reflexionar.
—Martha. —Los susurros sonaban fuertes y claros—. Si el abuelo va al infierno, yo bajaré a rescatarlo.
—No puedes.
—Pero lo intentaré. —Una pausa—. Lo que ha hecho no impide que sigamos queriéndolo, ¿verdad?
—Creo que no.
—Pues volvamos junto a él —dijo el niño.
La galería exterior de Saint Paul está más arriba que la galería de los susurros, de modo que Carpenter tuvo que conducir a los niños de nuevo escaleras arriba para salir al balcón que circunda la base de la imponente cúpula emplomada.
Salieron a la brillante luz del día. El cielo estaba límpido y despejado; una leve brisa rizaba la superficie del Támesis y sus aguas refulgían a los pies de la ciudad. Mientras recorrían la galería, el anciano y sus nietos admiraron el panorama de Londres. Pese a la tristeza que lo embargaba, Carpenter no pudo por menos, al sentir la fresca brisa otoñal acariciándole el rostro y contemplar esa espléndida vista, que experimentar cierto optimismo.
Al volverse hacia el norte contemplaron el panorama que se extendía sobre el Guildhall, reconstruido hacía poco, las nuevas calles romanas de Londres, el viejo Shoreditch y los bosques de Islington que daban paso a las verdes colinas de Hampstead y Highgate; hacia el este, en la otra colina de la ciudad, contemplaron las cimas de la Torre, los suburbios de Spitalfields donde residían los tejedores hugonotes, el bosque de mástiles de los barcos fondeados en el Estanque de Londres, el largo estuario oriental y, más allá de éste, el ancho mar. Hacia el sur se extendía el río, y la inmensa y curiosa silueta del Puente de Londres, con sus altas casas medievales con techos a dos aguas que se alzaban junto al río, y el desordenado amasijo de edificios de Southwark, en la orilla opuesta. Pero la vista más gloriosa era la del este.
Las barcazas habían iniciado el viaje de regreso. En primer lugar, la majestuosa barcaza dorada del alcalde; luego los espléndidos barcos de las compañías, con sus estandartes y sus velas agitadas por el viento, rojos y azules, verdes, plateados, adornados con listas de vistoso colorido y ricos bordados, sus remos accionados al mismo tiempo por remeros vestidos con elegantes libreas, seguidos por otras embarcaciones menos importantes pero alegremente adornadas. La gran procesión dorada llenaba todo el río. Cuando el alcalde de Londres aparecía a bordo de la imponente barcaza navegando aguas arriba, ataviado con su traje de ceremonia, nada igual había en Europa salvo los suntuosos espectáculos de Venecia. O Be Joyful observó cómo sus nietos contemplaban atónitos la escena.
Pese a su tristeza, el artesano sonrió. Los niños estaban en lo cierto. Al admirar Londres desde la cúpula de Saint Paul, bajo la cúpula aún más vasta de la bóveda celeste, O Be Joyful lo comprendió con meridiana claridad. No estaba llamado a la vida eterna.
No obstante, al mirar a sus nietecitos, el artesano pensó que eso ya no era importante. Su vida, incluso la suerte de su alma inmortal, carecían de importancia. El viejo Gideon y Martha se habían ido, pero en cierto aspecto habían regresado. El pequeño Gideon, más puro, más recto que él, el valeroso niño dispuesto a desafiar las llamas del infierno para rescatar a su pusilánime abuelo, triunfaría donde él había fracasado. Quizás esos niños consiguieran un día construir la ciudad resplandeciente en una colina.
Más abajo, las barcazas se aproximaban a Blackfriars. Un momento más tarde, el alcalde desembarcaría.
En ese preciso instante las campanas empezaron a sonar para dar la bienvenida al alcalde. Su hermoso tañido resonó por toda la ciudad y los suburbios, pues en las iglesias que se habían reconstruido a raíz del Gran Incendio se habían instalado más campanas que antes. El alegre repique brotaba de las airosas torres y campanarios diseñados por Wren que se elevaban por encima de los techos, y de todas las iglesias de Londres. Desde Cheapside hasta Aldgate, desde Eastcheap hasta Tower Hill, desde Hollborn, desde Fleet Street y el Strand. Muchas campanas poseían una melodía particular y O Be Joyful, de pie junto a sus nietos, comenzó a identificarlas, confiriendo a cada una la pequeña rima por la que era conocida.
Oranges and lemons
Say the bells of St Clements.
You owe me five farthings,
Say the bells of St Martin’s.
When will you pay me
Say the bells of Old Bailey.
When I grow rich
Say the bells of Shoreditch.
When will that be
Say the bells of Stepney.
Y do not know
Says the grat bell of Bow.
—Ésa es la de Saint Mary-le-Bow —explicó Carpenter a los niños—. Las viejas campanas de Bow, el alma de Londres.
Más y más campanas se unieron al alegre festejo: campanas individuales, carillones, tañendo y repiqueteando con ese clamor varonil que sólo poseen las campanas de Inglaterra. Pues la gloria del repique de las campanas inglesas no reside como en otros países en su melodioso sonido, sino en el severo orden de las permutaciones, mientras las campanas son conducidas a través de sus cambios, tan estrictos como las matemáticas del cielo. El sonido se hizo más y más fuerte, doblando y resonando por la escala mayor, sofocando las melodías más débiles, hasta que incluso la cúpula de Saint Paul parecía resonar en medio de aquella algarabía. Y mientras O Be Joyful escuchaba aquel impresionante sonido cuyo eco reverberaba a su alrededor, tan estridente y poderoso, de golpe le pareció oír un millar de otras voces: la voz puritana de Bunyan y su peregrino, la voz de su padre Gideon y sus «santos», la de Martha, incluso la del Todopoderoso protestante. Y, perdido entre el imponente coro, olvidándose de todo durante unos momentos, hasta de su pobre alma, el artesano abrazó a sus nietos y exclamó eufórico:
—¡Escuchad! ¡Escuchad la voz del Señor!
Mientras todas las campanas de Londres sonaban a un tiempo O Be Joyful se sintió tan regocijado como su nombre indicaba.