10. Hampton Court
1533
Ella no debería haber entrado en el jardín. Debería haber pasado de largo al percibir los murmullos. ¿No le había advertido su hermano sobre esas cosas?
Una calurosa tarde de agosto; un claro cielo azul. Rodeado por su inmenso parque de ciervos junto al Támesis, a unos veinte kilómetros río arriba de Londres, el gigantesco palacio Tudor de Hampton Court, de ladrillo rojo, se erguía bajo los rayos del sol. Frente al palacio, al otro lado de la verde explanada, ella percibió el lejano sonido de las risas de los cortesanos. Más allá, entre los árboles del parque, los ciervos se movían delicadamente, como abigarradas sombras. Había un ligero olor a pasto recién cortado y, parecía, a madreselva en la suave brisa.
Deseosa de estar sola, se había dirigido hacia la orilla del río y, al pasar junto al seto, había oído los murmullos.
Susan Bull tenía veintiocho años. En una época en que se admiraban los rostros ovalados y pálidos, sus rasgos resultaban gratamente armoniosos. La gente decía que lo más hermoso era su cabello. Cuando no lo llevaba recogido, lucía una sencilla melena que enmarcaba su rostro, hasta los hombros, con las puntas ligeramente rizadas. Pero era su color lo que todo el mundo recordaba, castaño oscuro con reflejos rojizos, como la madera de cerezo pulida. Tenía los ojos del mismo color. Pero, íntimamente, Susan se sentía sobre todo orgullosa del hecho de que, después de haber tenido cuatro hijos, su cuerpo no había perdido su esbeltez. Su vestimenta era sencilla pero elegante: en la cabeza una cofia blanca y almidonada, debajo de la cual el pelo estaba pulcramente recogido, y un vestido de seda marrón claro. El modesto crucifijo de oro que pendía de su cuello indicaba, acertadamente, que Susan amaba su religión, aunque muchas damas solían hacer similares demostraciones de piedad en la corte, donde estaba de moda.
Susan no había querido ir allí. Los cortesanos le parecían un hatajo de hipócritas, y ella aborrecía la falsedad. No habría ido si no hubiera estado convencida de que era su deber. Susan emitió un suspiro. Había sido idea de Thomas.
Thomas y Peter, sus dos hermanos: era asombroso lo distintos que eran. Thomas, el menor de la familia: ágil, brillante, encantador y caprichoso. Ella lo quería, por supuesto, pero con reservas. Con grandes reservas.
Y Peter, el cómodo y sólido Peter. Aunque en realidad fuera su hermanastro, nacido de un matrimonio anterior, era con quien Susan se sentía más compenetrada. Fue Peter, el mayor de la familia Meredith, quien había ocupado el lugar de su padre cuando éste murió prematuramente. Peter seguía siendo, y siempre lo sería, la conciencia de la familia. A Susan no le sorprendió cuando se hizo sacerdote y dejó que el joven Thomas se ocupara de los asuntos mundanos.
No hubo mejor párroco en todo Londres que el padre Peter Meredith. Alto, con una incipiente calvicie y agradablemente corpulento al cumplir los cuarenta, su reconfortante presencia resultaba tan familiar como grata a sus fieles. Era inteligente y, de no haber sido por cierta propensión a la pereza en su juventud, habría llegado a ser un gran erudito. Su parroquia en Saint Lawrence Silversleeves no era lugar para un hombre ambicioso, pero se sentía satisfecho. Había restaurado la pequeña iglesia con su oscuro leccionario tras el cual se alzaba el crucifijo, y bajo su tutela, había adquirido dos hermosos y flamantes vitrales. Conocía el nombre de cada niño de su parroquia; las mujeres admiraban su bondad porque sabían que cumplía sus votos de castidad; el padre Peter podía tomarse unas cervezas con los hombres pero siempre conservaba una afable dignidad. Después de administrar la extremaunción, solía sostener la mano de las personas agonizantes hasta que morían plácidamente. Sus sermones eran sencillos, su conversación prosaica. Era un sacerdote católico muy formal.
El año anterior había caído gravemente enfermo, y al cabo de un tiempo había anunciado: «No puedo continuar mi labor pastoral». El padre Peter había decidido retirarse al gran monasterio de la Cartuja de Londres; pero antes deseaba visitar Roma. «Ver Roma y morir —había comentado jovialmente—, aunque creo que todavía no me voy a morir». En esos momentos el padre Peter seguía en Roma. Susan le había escrito para pedirle consejo sobre el asunto que la preocupaba. Por enésima vez, esa mañana, la joven leyó su respuesta:
Sólo puedo decirte que sigas los dictados de tu conciencia. Tu religión es fuerte. Reza, y sabrás lo que debes hacer.
Susan había rezado. Y luego había ido allí.
En alguna parte de este enorme laberinto de Hampton Court se encontraba su estimado marido Rowland. Hacía una hora que Thomas los había conducido hasta allí para asistir a lo que ambos sabían que sería la reunión más importante de Rowland. Susan nunca lo había visto tan agitado. Durante tres días se había sentido mal en varias ocasiones y estaba tan pálido que si no hubiera estado habituada al temperamento intenso y nervioso de su marido, habría creído que estaba enfermo. Lo hacía por ella y por los niños, pero también por él mismo. Probablemente, por eso Susan deseaba que tuviera éxito en su empresa.
Su marido era el mayor regalo que Peter había hecho a Susan. Fue Peter quien había descubierto a Rowland, quien lo había enviado junto a Susan con el siguiente mensaje: «Éste es tu hombre». «Maldita sea, incluso se parecen», se había quejado Thomas. Pues era cierto que Peter y su marido, ambos de complexión fornida y prematuramente calvos, guardaban cierto parecido.
Pero debajo de este parecido superficial existía una importante diferencia. Aunque el monje era mayor y más sabio que el otro, Rowland, un hombre de talante apacible, tenía una ambición que, ella lo sabía, a Peter le faltaba. «No habría podido casarme con un hombre sin ambición», había confesado Susan.
En cuanto a la cuestión física de su matrimonio, Susan estaba segura de que tampoco eso podía mejorarse. No obstante sonrió al recordar los primeros tiempos. Qué devotos, qué indecisos se habían mostrado ambos. Qué seriamente había tratado de observar las normas y convertir su intimidad en un sacramento. Fue Susan, al cabo de breve tiempo, quien decidió tomar la iniciativa.
—Te comportas como una cualquiera —había comentado él, sorprendido.
—Necesito poder confesarme de algo —había respondido ella.
En numerosas ocasiones su sacerdote, con una sonrisa que ellos no veían, les había dado una pequeña penitencia y una amable absolución.
En ese momento Rowland tenía su oportunidad. Si la entrevista que Thomas había concertado tenía éxito, era innegable que podía representar grandes cosas. La oportunidad de dar rienda suelta a su talento; un respiro de sus constantes preocupaciones monetarias; quizás incluso una modesta fortuna. Cuando Susan pensó en sus hijos se dijo: «Lo que hacemos está bien».
Había otro consuelo. Al margen de lo que ella opinara sobre las cortes, sabía que eran un mal necesario, y los cortesanos, unos meros servidores. Detrás de ellos se encontraba la poderosa figura a cuya causa servían. El amigo de su padre; el benefactor de su hermano; el hombre a quien desde pequeña la habían enseñado a estimar y en quien confiar.
El buen rey Enrique, el piadoso rey de Inglaterra, cabeza de la casa Tudor.
La dinastía de los Plantagenet se había venido abajo debido a la terrible serie de disputas familiares entre la casa de Lancaster de Juan de Gante y su rival, la casa de York, conocida como la guerra de las Dos Rosas. Tantos príncipes reales habían sido asesinados que había emergido una oscura familia galesa emparentada por matrimonio con la antigua casa real. Tras matar al último Plantagenet, Ricardo III, en la batalla de Bosworth, cincuenta años antes, el padre de Enrique había establecido la dinastía Tudor en el trono de Inglaterra.
Susan aún recordaba el día —había cumplido cinco años, un año antes de que muriera su padre— en que la llevaron a la corte; y cómo había visto avanzar por la inmensa sala a la figura más imponente que jamás había visto. Alto y ancho de espaldas, vestido con un jubón con aplicaciones de piedras preciosas y enormes hombreras enrolladas, Enrique era un gigante magnífico. Sus ceñidas calzas revelaban las poderosas piernas de un atleta; y entre ellas, una bragueta acolchada para realzar el volumen de sus genitales. Susan sintió que el corazón le latía deprisa cuando de pronto unos poderosos brazos la alzaron en el aire y contempló un rostro amplio y hermoso, con unos ojos risueños y una barba cuadrada de color castaño rojizo.
—De modo que ésta es tu hija —dijo el poderoso monarca sonriendo, luego la acercó a su cara y la besó. Y pese a su corta edad, Susan comprendió que éste era todo lo que un hombre podía ser.
Ningún príncipe en Europa era más magnífico que Enrique de Inglaterra. Inglaterra podía ser pequeña —su población, de menos de tres millones de habitantes, constituía sólo una quinta parte de la del entonces reino unido de Francia—, pero Enrique compensaba esa deficiencia con estilo pródigo. Magnífico deportista, consumado músico, erudito ocasional, infatigable constructor de palacios, era todo cuanto debía ser un hombre del Renacimiento. En Flodden, sus ejércitos habían derrotado a los escoceses; durante el fabuloso espectáculo del Campo del Paño de Oro, hizo las paces con el no menos espléndido rey de Francia. Y lo que era aún más importante, en una época en que el cristianismo se enfrentaba a su mayor crisis en mil años, Enrique de Inglaterra era devoto.
A comienzos del reinado de Enrique, Martín Lutero inició su protesta religiosa en Alemania. Al igual que los lolardos ingleses en épocas anteriores, las demandas originales de los luteranos con respecto a la reforma de la Iglesia se habían convertido en un gigantesco reto contra la doctrina católica. Los protestantes negaban el milagro de la misa y la necesidad de que hubiera obispos, y decían que los sacerdotes podían casarse. Asombrosamente, algunos príncipes gobernantes mostraron simpatías hacia la causa. Pero no el buen rey Enrique. Cuando unos mercaderes alemanes se infiltraron en las filas luteranas en Londres, los expulsó sin contemplaciones. Siete años antes se había quemado públicamente en Saint Paul una traducción de Tyndale del Nuevo Testamento. Y el erudito rey había redactado personalmente una refutación tan espléndida del herético Lutero que el Papa, agradecido, le había dado un nuevo título: Defensor de la Fe.
En cuanto a los últimos conflictos de Enrique con el Papa sobre el asunto de su esposa, al igual que muchas personas devotas en Inglaterra, Susan había tomado partido por Enrique.
—Creo que hace cuanto puede en una situación muy delicada —declaró. Además, el problema todavía podía resolverse—. Todavía no estoy preparada para juzgarlo.
Los terrenos que se extendían ante Hampton Court, conocidos como el Great Orchard (Gran Huerto), eran como todos los que rodeaban esa clase de edificios: un complejo laberinto de jardines, miradores, cenadores y lugares privados que el rey Enrique, que era muy aficionado a estas ostentaciones, había decorado con toda suerte de animales heráldicos, relojes de sol y otros ornamentos en madera pintada o piedra.
Fue por casualidad que, al pasar junto a un elevado seto que circundaba uno de los jardines, Susan pudo oír los murmullos. Después le pareció oír una risotada.
Daniel Dogget se detuvo junto al embarcadero flotante en Hampton Court y observó con aire pensativo a su rechoncha esposa y al bajo y fornido hermano de ésta.
Todo estaba en silencio. Unos cisnes se deslizaban y unas pollas de agua negras se balanceaban por la corriente, como si aquel verano nunca fuera a acabar.
Dan Dogget era un gigante. Habían transcurrido más de dos siglos desde que Barnikel de Billingsgate había visitado a las hermanas Dogget en Bankside y había dejado a una de ellas embarazada. El niño había heredado la estatura de Barnikel, pero el colorido y el apellido de las hermanas. Los hijos de éste, salvo por su estatura, apenas se distinguían de sus primos de la antigua familia Ducket, excepto por su apellido, que era ligeramente distinto; pero en la época de la peste negra, cuando Bull adoptó al pequeño Geoffrey Ducket, fueron los miembros de esa otra rama de la familia Dogget quienes consiguieron sobrevivir en su mayoría. Dan Dogget medía un metro ochenta, tenía los huesos grandes, era flaco y con una espesa melena negra con un mechón blanco sobre la frente. Era el barquero más fuerte del Támesis. Podía romper una cadena alrededor del pecho. A los doce años le permitieron remar con los hombres; a los dieciocho conocía más palabrotas y blasfemias que cualquiera de ellos, una notable proeza, pues los barqueros de Londres eran célebres por el lenguaje procaz que utilizaban. Y a los veinte, ningún hombre se atrevía a pelearse con él, ni siquiera en las tabernas más sórdidas del muelle.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó el hombrecillo de nuevo. Al no obtener respuesta, ofreció su ponderada opinión—. ¿Sabes cuál es tu problema, Daniel? Que tienes demasiadas obligaciones.
Dogget emitió un suspiro de resignación, pero no dijo palabra. Jamás se había quejado. Adoraba a Margaret, su rechoncha esposa, y a su prole de hijos alegres y vivarachos; era bondadoso con la familia de su hermana; y entonces, tras morir la pobre esposa de Carpenter al dar a luz su cuarto hijo, Dogget había llevado a su mujer y a sus hijos desde Southwark para instalarlos en la vivienda de Hampton Court donde Carpenter trabajaba.
«Pueden quedarse contigo hasta que organices tu vida», le había dicho Dogget, y Carpenter había aceptado su oferta con profunda gratitud. Pero eso no era todo. Quedaba el asunto de su padre. Había transcurrido un año desde que Dogget había dejado que su padre fuera a vivir con ellos en Southwark, y un año que venía arrepintiéndose. Puede que sus amigos consideraran al viejo Will Dogget un personaje de lo más cómico, pero después de la última borrachera de su padre Dan había confesado: «No puedo con él». Pero ¿qué iba a hacer con el viejo? No podía echarlo de su casa. Había tratado de convencer a su hermana, pero ésta se negaba a acogerlo. Dogget volvió a suspirar. Fuera cual fuese la respuesta, estaba seguro de una cosa: «Costará dinero». Y menos robar, sólo había un medio de poder conseguirlo, que era por lo que en esos momentos observaba las barcazas amarradas junto al malecón. ¿Podía una de ellas proporcionarle la respuesta?
Aunque presentaban una gran variedad de tamaños, todas las barcazas de pasajeros del Támesis se ajustaban a un esquema básico. En cuanto a su construcción, eran esencialmente barcos vikingos con una quilla poco profunda y las tablas traslapadas, a la manera de tingladillo, formando unas líneas largas y airosas. El interior estaba dividido en dos partes: la sección de proa, con unos bancos para los remeros, y la de popa, donde se instalaban los pasajeros. Sin embargo, el tema admitía múltiples variantes. Había unos sencillos barcos de remos, unas lanchas amplias y poco profundas que uno o dos remeros propulsaban a gran velocidad por el río entre Southwark y la ciudad. Había unas barcazas más largas, dotadas de varios pares de remos y, por lo general, un toldo por encima de los pasajeros. Éstas solían estar provistas de un timón y un hombre que lo maniobraba. Y había las enormes barcazas de las grandes compañías de la ciudad, dotadas de unas superestructuras para los pasajeros y una proa magníficamente tallada, propulsadas por doce pares de remos o más, como la barcaza dorada del Lord Mayor, como se denominaba entonces el alcalde, que encabezaba la procesión fluvial que organizaban todos los años.
A Daniel le entusiasmaba la vida del barquero. El trabajo era físicamente duro, pero él era fuerte. La sensación de los remos hundiéndose con precisión en el agua, el movimiento del barco, el olor de las algas del río…, todo ello le procuraba un placer insuperable. Ante todo, cuando cogía el ritmo acompasado, lento pero poderoso, de los remos, Dan experimentaba un inmenso calor que se extendía por su atlético pecho como si, al igual que el curso del río, poseyera una fuerza infinita. Qué bien conocía el río, sus orillas, cada recodo, desde Greenwich hasta Hampton Court. En una ocasión, cuando conducía a un joven cortesano en la barcaza, éste había entonado una hermosa balada con un estribillo:
Deslízate suavemente, dulce
Támesis,
hasta que termine mi canción.
Le había gustado tanto que a menudo, en una apacible mañana estival, Dan murmuraba las palabras mientras navegaba río abajo.
El trabajo no faltaba. Comoquiera que el Puente de Londres seguía siendo la única carretera que atravesaba el Támesis, y con frecuencia estaba congestionada, siempre había unas lanchas deslizándose rápidamente por el río en la ciudad y en Westminster. Para los viajes largos, la ruta fluvial también era más rápida y cómoda. Muchos cortesanos que debían llegar a Hampton Court por la mañana se tumbaban sobre unos cojines en una de las nobles barcazas y dejaban que los barqueros, vestidos con elegantes libreas, los condujeran río arriba en una cálida noche de verano. Era preferible que partir al amanecer por la accidentada carretera conocida como King’s Road, que pasaba por Chelsea hacia el palacio real. «Deslízate suavemente, dulce Támesis». En esas largas travesías los barqueros percibían un buen jornal, además de las propinas.
«Si consiguiera trabajo en una de esas barcazas me ganaría la vida más holgadamente», pensó Dan. «Pero eres tan alto y musculoso que es difícil encontrarte un compañero», le decían siempre. Y para los trabajos lucrativos, incluso en la modesta guilda de barqueros, era preciso conocer a personas influyentes. «Y yo no tengo ese tipo de amistades», solía lamentarse Dan. De algún modo tenía que encontrar la manera de salvar a su anciano padre. Entonces sus problemas se habrían acabado.
Los dos hombres reían mientras cruzaban el amplio patio. El sonido de sus pisadas resonaba suavemente entre los muros de ladrillo. Era un momento gozoso.
Rowland Bull se rio aliviado. La entrevista había resultado mejor de lo que había imaginado. Incluso en ese momento, apenas daba crédito a lo que habían dicho: «Deseamos contrataros». No era poco para un concienzudo abogado escuchar esas palabras de labios del canciller de Inglaterra. Habían ido a decirle que Rowland Bull, hijo del modesto cervecero Bull de Southwark, era necesario en el mismo corazón del reino. En cuanto a sus emolumentos, eran superiores a lo que él había soñado. Si había tenido dudas acerca de la frivolidad de la corte, al pensar en su pequeña familia y en que iba a transformar sus vidas, comprendió que había sido voluntad de Dios. Rowland se volvió hacia el hombre que lo acompañaba.
—Te lo debo todo a ti.
Era difícil no sentir simpatía por Thomas Meredith. Delgado y bien parecido, con el colorido de su hermana, era la esperanza terrenal de su familia, los Meredith de Gales. Al igual que otras familias galesas, habían llegado a Inglaterra con los Tudor. El abuelo de Thomas había luchado en Bosworth; su padre pudo haber alcanzado un puesto en la corte si no hubiera muerto cuando Thomas y Susan eran niños. Pero el rey Enrique no se había olvidado de los Meredith y había ofrecido al joven Thomas el cargo de ayudante del poderoso secretario real, Thomas Cromwell, y todo indicaba que iba a prosperar. Thomas había estudiado en Cambridge y en los Inns of Court (Hostales del Tribunal); cantaba y bailaba bien; practicaba la esgrima y el tiro con arco; incluso jugaba al juego real del tenis con el Rey. «Aunque siempre procuro perder», decía sonriendo. A sus veintiséis años era un hombre encantador.
Si Rowland Bull hubiera querido resumir las influencias que lo habían conducido hasta aquí, podía hacerlo con precisión: los libros y los Meredith.
La influencia de los libros era fácil de explicar. Un miembro de la guilda de los merceros, un hombre llamado Caxton, había traído las primeras prensas a Inglaterra desde Flandes y había establecido su negocio en Westminster, poco antes de que la guerra de las Dos Rosas concluyera. El resultado fue asombroso: enseguida apareció un torrente de libros impresos. Los libros de Caxton eran fáciles de leer. En lugar de iluminaciones, solían contener unos alegres grabados en madera en blanco y negro; y, ante todo, comparados con los viejos manuscritos hechos a mano, resultaban baratos. Si no hubiera sido así el cervecero Bull, aunque le gustaba leer, jamás habría podido permitirse el lujo de poseer una docena de libros. Así, Rowland, el hijo menor, pudo sepultar su nariz en Chaucer, las historias del rey Arturo y numerosos sermones y tractos religiosos; y fue su amor por los libros lo que finalmente lo alejó de la cervecería para convertirse en un modesto alumno de Oxford y posteriormente estudiar derecho. Asimismo, fueron los libros los que de joven le habían hecho contemplar la posibilidad de hacerse sacerdote.
Pero el resto se lo debía a los Meredith. ¿Acaso no era Peter, el hombre al que Rowland respetaba por encima de todos, quien le había dicho: «Existen otras maneras de servir a Dios, además de las órdenes sagradas»? ¿No era Peter quien, cuando Rowland había temido no ser capaz de cumplir el voto de castidad, había comentado sonriendo: «Según san Pablo, es preferible casarse que arder en el infierno»? Por medio de Peter había conocido a Susan, y una felicidad que jamás había soñado con alcanzar. Y si, de vez en cuando, seguía ambicionando la vida religiosa, éste era el único secreto que ocultaba a su esposa, a la cual se había comprometido a amar y respetar. En cuanto a ese día, su gratitud era para Thomas Meredith, y así se lo expresó. Rowland confiaba plenamente en él.
Pero esa tarde de agosto se había producido una noticia más importante que, después de la incertidumbre del verano, corría de boca en boca por todo el palacio. Cuando ambos hombres salieron del patio por una maciza arcada, Thomas dio un codazo a su cuñado y dijo con una sonrisa:
—Alza la vista.
El arco era ciertamente hermoso. Si el siglo anterior se había visto ensombrecido por la guerra de las Dos Rosas, su gloriosa arquitectura había servido para compensar esa trágica circunstancia, en particular la culminación inglesa del gótico conocida como estilo perpendicular. En él, los arcos ojivales daban paso a una estructura más pura de sencillos y elegantes fustes entre los cuales no colgaban muros sino grandes lienzos de cristal; y sobre éstos el techo, casi plano, formaba la hermosa bóveda de abanico, una obra de encaje en piedra, cuyos ejemplos más representativos se hallaban en las capillas de Windsor y en el King’s College, en Cambridge.
El techo de la arcada también tenía una bóveda de abanico; y allí, entre las delicadas filigranas, Thomas y Rowland contemplaron, tiernamente enlazadas, las dos iniciales que aquel verano habían aportado una nueva esperanza a Inglaterra: la H, de Enrique (Henry) y la A, de Ana.
Ana Bolena.
Cuando al cabo de dos décadas de afectuoso matrimonio con su esposa española, Catalina, Enrique no había tenido un heredero legítimo excepto su hija María, una niña de salud delicada, lógicamente se sentía alarmado. ¿Qué sería de la dinastía Tudor? Ninguna mujer había gobernado en Inglaterra. ¿No se hundiría en el caos, como en la guerra de las Dos Rosas? Tampoco era de extrañar que, como hijo devoto de la Iglesia, el Rey empezara a preguntarse: ¿por qué? ¿Por qué le era negado el heredero varón que necesitaba su país? ¿Qué había hecho mal?
Existía una posibilidad. ¿No había sido Catalina, aunque brevemente, la esposa del hermano mayor del Rey? Antes de la prematura muerte del pobre muchacho, Arturo, el entonces heredero había estado casado con la princesa española. Así pues, ¿no era la unión de Enrique un matrimonio prohibido? Por aquel entonces conoció a Ana Bolena.
Ana era una rosa inglesa. Los Bolena eran una familia londinense; el abuelo de Ana había sido alcalde de la ciudad. Dos brillantes matrimonios habían unido a la familia de merceros con la aristocracia, y una estancia en la corte francesa había conferido a la joven una elegancia y un ingenio que resultaban cautivadores. Enrique no tardó en enamorarse de ella. Al poco empezó a preguntarse si esa encantadora muchacha sería capaz de darle el ansiado heredero. Y así, movido por el deseo a la par que por los imperativos de Estado, Enrique llegó a la siguiente conclusión: «Mi matrimonio con Catalina está maldito. Solicitaré al Papa una anulación».
No era tan inaudito como parecía; de hecho, Enrique tenía fundados motivos para suponer que le sería concedida. La Iglesia era misericordiosa, en ocasiones hallaba razones de suficiente peso para liberar a una pareja atrapada en un matrimonio imposible. Los laicos también manipulaban las reglas: un aristócrata podía casarse con una prima carnal dentro del grado prohibido de parentesco, sabiendo que el matrimonio podía ser anulado; algunos incluso cometían deliberadamente un error al pronunciar sus votos de matrimonio, con lo que dejaban una puerta abierta en caso de que posteriormente desearan obtener la anulación. Pero, dejando todo esto aparte, el Papa tenía el claro deseo y la responsabilidad de ayudar al leal rey de Inglaterra a crear una sucesión ordenada.
Sin embargo, la mala suerte quiso que cuando Enrique pidió ayuda al Papa, éste se hubiese convertido prácticamente en prisionero de otro monarca católico, aún más poderoso que el inglés: Carlos V, emperador del Sacro Imperio romano, rey de España y cabeza de la poderosa dinastía de los Habsburgo, cuya tía era nada menos que Catalina. «Los Habsburgo se sentirían ofendidos por una anulación», declaró; y cuando llegaron los emisarios de Enrique, el Papa, siguiendo las instrucciones que le habían dado, respondió que no.
Las negociaciones sucesivas fueron en parte una tragedia, en parte una farsa. El ministro de Enrique, el gran cardenal Wolsey, salió de ellas derrotado. A medida que Enrique presionaba al pobre Papa, éste se vio obligado a prevaricar. Se intentó todo. Incluso se solicitó su opinión a las universidades europeas. El mundano Lutero soltó una carcajada y dijo: «Dejad que cometa bigamia». El propio Papa sugirió discretamente que Enrique se divorciara y volviera a casarse sin su consentimiento, quizá confiando en poder regularizarlo más tarde.
—Pero eso es imposible —protestó Enrique—. El matrimonio, y los herederos, deben ser claramente legítimos.
Para intimidar al Papa, Enrique ordenó a la Iglesia inglesa que lo sometiera a sus tribunales y dejaran de enviar sus tributos a Roma. Pero el pontífice estaba impotente, atrapado entre las fauces de hierro de los Habsburgo.
Entonces, en enero de 1533, Ana se quedó embarazada.
A raíz del nombramiento del nuevo arzobispo Thomas Cranmer, que creía que su causa era justa, Enrique decidió tomar la iniciativa. Basándose sólo en la autoridad de la Iglesia inglesa, Cranmer anuló el matrimonio de Enrique con Catalina y casó al Rey con la Bolena.
Muchos protestaron. El anciano obispo Fisher de Rochester se negó a sancionarlo. Tomás Moro, el ex canciller, guardó un elocuente silencio para manifestar su disconformidad. Una fanática religiosa, la Sagrada Doncella de Kent, profetizó que el impío rey moriría y fue arrestada por traición. Pero el atribulado Papa, que había ratificado el nombramiento de Cranmer, todavía se resistía a decir si estaba de acuerdo con el nuevo matrimonio o no.
¿Qué podía pensar una pareja tan piadosa y educada como Rowland y Susan Bull? Su devoto rey católico se había enemistado con el Papa. No era la primera vez que ocurría una cosa así. Tanto Rowland como Susan comprendían la política de la situación. La fe, como tal, no se había visto afectada.
—Es posible que el Rey no haya obrado correctamente, pero vela por los intereses de Inglaterra —dijo Susan.
—Al final todo se resolverá —declaró Rowland confiando en no equivocarse. Sobre todo, pensó al cruzar la arcada con Thomas Meredith, después de la maravillosa noticia que se había producido ese día.
Los astrólogos lo habían predicho; la propia Ana, sentada en palacio con sus damas confeccionando vestidos para los pobres, reconoció estar segura; y esa misma mañana los médicos afirmaron inequívocamente que el niño que esperaba era un varón. Inglaterra tendría por fin un heredero. ¿Y quién, devoto o no, Papa o no, iba a discutir eso?
Así, con el corazón henchido de gozo, Rowland Bull se dirigió deprisa a su casa esa tarde de agosto para reunirse con su esposa.
En el jardín había rosas rojas y blancas. Todo estaba en silencio cuando Susan Bull entró en él.
Tras avanzar unos pasos, vio al hombre y la mujer. Estaban a su derecha, en un cenador, y la estaban mirando.
Susan no conocía a la mujer, pero era obvio que se trataba de una dama de la corte. Su vestido de seda azul estaba levantado por encima de su cintura. Llevaba puestas las chinelas, pero sus pálidas y esbeltas piernas rodeaban las caderas del corpulento hombre que la abrazaba. El hombre estaba completamente vestido salvo un detalle: la colorida solapa de su bragueta estaba abierta. Era un elemento muy útil de la vestimenta masculina.
El rey Enrique VIII de Inglaterra había tenido ocasión de comprobarlo esa tarde. Lamentablemente, al verse sorprendido con las manos en la masa, se apartó bruscamente y, ante el asombro de Susan, y casi sin darse cuenta de lo que hacía, ésta contempló fijamente al Rey en su desnudez. Y él a ella.
Durante unos segundos Susan Bull se sintió tan impresionada que no se movió, sino que se quedó observando la escena como una idiota. La mujer, suponiendo que Susan se retiraría discretamente, no había cambiado de postura, apoyó los pies en el suelo con expresión de fastidio mientras Enrique se volvía con calma hacia Susan.
¿Qué podía hacer ella? Era demasiado tarde para salir corriendo. Sin saber lo que hacía, apoyó la mano en la cruz que llevaba. ¿Cómo debía comportarse? ¿Debía hacerle una reverencia? Tenía el cuerpo paralizado. Entonces Enrique habló.
—Bien, señora, ¿habéis visto hoy al Rey? —preguntó.
Susan comprendió que había llegado el momento de hacer un comentario jocoso a fin de restar importancia al asunto. Pero por más que se devanó los sesos, nada se le ocurrió. Peor aún: sin pensarlo, había permitido que sus ojos se posaran donde no debían.
No pudo evitarlo. Es posible que se quedara impresionada al ver a Enrique, pero en ese momento, cuando su mirada se posó en su bragueta y recordó la reputación del Rey como amante, pensó: «No es distinto de mi marido. Bastante menos, de hecho». Susan también notó otra cosa. La camisa que llevaba Enrique se había desatado en parte. La espléndida figura que la había alzado en brazos de pequeña todavía era reconocible, pero el paso del tiempo había dejado su huella en Enrique; la cintura de ochenta y cinco centímetros se había dilatado hasta alcanzar ciento veinticinco, y la voluminosa, fláccida y peluda barriga que vio no resultaba muy apetecible. Susan miró al Rey a los ojos.
Y Enrique sonrió burlonamente.
Eso fue lo que la indignó. Susan había visto antes esa expresión. La mayoría de los príncipes tenía amantes: era lo habitual. Pero eso era diferente. Después de todos los problemas —el repudio de una esposa leal, el problema con el Papa, el matrimonio con Ana—, a punto de que naciera el deseado heredero y con su flamante esposa a un centenar escaso de metros de allí, el obeso rey estaba dando rienda suelta a sus deseos con una mujer en un jardín donde cualquiera podía verlo. Su expresión lo decía todo: culpable pero triunfante, era la lasciva sonrisa de un crápula. El heroico y piadoso rey que Susan había venerado se había convertido en una sombra; en persona, bajo la implacable luz del sol, Susan comprobó que era simplemente vulgar. Y sintió asco.
Enrique se dio cuenta. Fríamente, se abrochó la bragueta mientras la dama, con consumada habilidad y rapidez, se alisó el vestido. Cuando el Rey alzó de nuevo la vista, la sonrisa había desaparecido.
—Tenemos la impresión de que esta señora parece disgustada. —La voz era dura y amenazadora. Dirigió estas palabras a su acompañante, que se encogió de hombros—. No conocemos a esta señora —dijo el Rey, articulando las palabras pausadamente. Luego alzó la voz y añadió—: ¡Pero no nos gusta!
De pronto, al recordar el poder del Rey, Susan sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.
—¿Cómo os llamáis?
Dios mío. ¿Había arruinado la carrera de su marido antes de que comenzara siquiera? Su corazón se debilitó.
—Susan Bull, sire.
Enrique frunció el entrecejo. Su memoria, como sabían todos los cortesanos, era prodigiosa, pero al parecer el nombre de Bull nada significaba para él.
—¿Y vuestro apellido antes de casaros? —inquirió el Rey bruscamente.
—Meredith, sire.
¿Habría destrozado también la carrera de su hermano?
Pero el Rey se encogió levemente de hombros. Parecía menos enojado.
—¿Vuestro hermano es Thomas Meredith?
Susan asintió con la cabeza. El Rey se quedó pensativo.
—Vuestro padre era amigo nuestro —dijo observándola atentamente—. ¿Y vos, sois también nuestra amiga?
El Rey ofrecía a Susan una oportunidad, en recuerdo de su padre. Ella comprendió que debía aceptarla. «Los reyes —había dicho Thomas en cierta ocasión— sólo tienen amigos o enemigos». Al margen de lo que Susan pudiera sentir en esos momentos, no podía defraudar a su familia.
—He sido amiga de Vuestra Majestad toda mi vida —respondió con una profunda reverencia. Luego, con una sonrisa, agregó—: Cuando era una niña Vuestra Majestad me cogió en brazos.
Susan confió en que su respuesta le pareciera amistosa y sumisa.
Enrique siguió observándola. Era un experto en sumisión.
—Confío en que sigáis siéndolo —dijo suavemente, e indicó a Susan que podía retirarse.
Pero luego, con una de esas asombrosas transformaciones que son prerrogativa de los reyes, Enrique decidió de pronto continuar:
—Hicisteis mal en sorprendernos de esa manera —observó con tono grave.
Era un reproche leve pero firme. Susan agachó la cabeza. A partir de ese momento, según comprendió al instante, el incidente quedaría grabado en la mente del Rey como si hubiera tenido ella la culpa en lugar de él. Era una reacción típica de Enrique; cualquier cortesano habría podido decírselo. Susan comenzó a retirarse.
Al llegar a la entrada al jardín, se volvió y, a fin de demostrar al Rey su lealtad, soltó:
—No vi nada, sire, cuando estuve aquí.
En ese instante Susan se dio cuenta de que había cometido un terrible error. Con sus imprudentes palabras acababa de insinuar que había presenciado algo digno de ocultarse, que, siquiera durante unos instantes, había disfrutado de una superioridad moral sobre el Rey. Había sido una temeridad. El Rey torció el gesto e hizo un ademán indicando que se alejara; y Susan, triste y confundida, retrocedió deprisa, deseando que la tierra de Hampton Court se abriera y la tragara.
Susan se alejó temblando, no porque temiera que le ocurriera algo malo a ella o a su familia, sino porque en ese espantoso momento había descubierto que en lo más recóndito del reino, desprovisto de la pompa y la fachada piadosa, había una vergonzosa corrupción.
Dan Dogget esperó tratando de contener sus nervios, pero, dadas las circunstancias, no resultaba fácil.
Era un día nublado de septiembre; un viento recio soplaba sobre el muelle en Greenwich y las aguas verdes grisáceas del Támesis estaban agitadas.
Nada había cambiado en las últimas semanas. Margaret y los niños se habían adaptado a su nuevo hogar en Hampton Court, pero Dan aún no había encontrado alojamiento para su anciano y porfiado padre.
Habían transcurrido seis semanas desde que una tarde de agosto Dan había conducido en su barco a Meredith, junto con dos personas de su familia, desde Hampton Court. Enseguida comprendió que era un hombre cabal. Al término del viaje, Dan le había ofrecido sus servicios y al poco tiempo se había convertido en el barquero habitual de Meredith, al que recogía cuando éste le avisaba. Incluso había dado una mano de pintura a su barco y se aseguraba de que estuviera limpio cada vez que iba a recoger al joven, que parecía satisfecho con Dan. «Procura caerle bien a un caballero y es posible que éste te haga un favor», solía decir su padre. Una semana antes se le había presentado una excelente oportunidad: Meredith había comentado que le sorprendía que un hombre con tan buena planta como Dan no trabajara en una de las barcazas más elegantes. Durante la travesía, desde Chelsea hasta la ciudad, Dan le explicó su situación. Meredith no dijo palabra, pero dos días más tarde, cuando se dirigía a Westminster desde Greenwich, comentó:
—Si consigo ayudarte, buen hombre, ¿cómo me lo pagarás?
—Señor —se apresuró a responder Dan—, haré lo que me pidáis. Pero no creo —añadió con tristeza— que podáis hacer que consiga una barcaza.
El joven cortesano sonrió.
—Mi patrón —dijo— es el secretario Cromwell.
Un hombre con la mandíbula cuadrada, de mirada hosca, tan compacto que parecía una roca. Todo el mundo sabía que, desde la caída de Wosley, era Thomas Cromwell quien gobernaba Inglaterra en lugar del Rey. Dan ignoraba que Meredith tuviera amistades tan influyentes.
De modo que, al despedirse de él esa mañana, Meredith dijo como de pasada: «Es posible que hoy pueda darte una noticia», lo que dejó al barquero en un estado de gran agitación.
Cuando Dan Dogget pensaba en los dos gigantescos palacios Tudor junto al Támesis, entre los cuales prestaba sus servicios, le parecían dos mundos diferentes. Hampton, a tres kilómetros aguas arriba, rodeado de frondosos prados y bosques, daba la impresión de hallarse tierra adentro. Pero en cuanto rebasaba la Torre y entraba en el amplio meandro oriental que describía el río, sentía que el pulso se le aceleraba. Solía aspirar profundamente, y pensaba que olía una brisa salada; el cielo parecía más ancho; se dirigía al mar abierto, donde todo era posible.
El palacio de Greenwich compartía esta vigorizante atmósfera. Junto a la vieja aldea, sus muros y torres de ladrillo color pardo se extendían a orillas del río. Disponía de una liza, pues aunque desde la guerra de las Dos Rosas las armas de fuego, más perfeccionadas, habían arrinconado a la pesada armadura, a Enrique le gustaban los deportes violentos y el colorido espectáculo de la justa, en el cual participaba. En el lado oriental del palacio había un inmenso arsenal, y a poca distancia río arriba se encontraba el nuevo astillero de los Tudor, en Deptford, donde construían los buques que se hacían a la mar y el aire olía a alquitrán.
Dan Dogget siempre se había sentido atraído por ese lugar, y se preguntó si ese día tendría suerte.
La carrera de Thomas Meredith progresaba muy bien. Gracias a su reciente amistad con el nuevo y joven arzobispo Cranmer, había tenido el privilegio de ocupar un lugar destacado en el bautizo de la nueva criatura real, en la capilla del palacio de Greenwich. El bebé iba envuelto en un manto púrpura con una cola de armiño. Thomas, junto con otros cortesanos, había permanecido de pie con una toalla en la mano junto a la pila bautismal para recibir a la criatura después de que hubiera sido bautizada. Le habían puesto un nombre real y rimbombante: Isabel.
El nacimiento del ansiado heredero constituyó una desagradable sorpresa. La reina Ana Bolena se sentía avergonzada; la corte, teniendo en cuenta lo que el Rey había sufrido, estaba indignada; Enrique trató de ocultar su desencanto. Era un bebé hermoso y sano. Habría más hijos. De momento, a los ojos de la Iglesia inglesa, la niña era la heredera del trono puesto que, al anular el primer matrimonio del Rey, Cranmer había convertido a la princesa María, técnicamente, en ilegítima. En cuanto a la opinión del Vaticano era imposible adivinarla, dado que el Papa aún no había dado a conocer su decisión respecto al segundo matrimonio del Rey.
Al aproximarse a la chalana, Meredith sonrió al ver a su barquero con expresión impaciente. El cortesano se sentó sin decir una palabra. Dogget soltó amarras y partieron. Para hacer rabiar un rato al barquero, Meredith esperó a que estuvieran frente al astillero de Deptford antes de decir:
—Bien, ¿todavía buscas una barcaza?
—Sí, señor. Pero ¿qué barcaza?
El cortesano sonrió.
—La barcaza del Rey, naturalmente —respondió.
Durante unos momentos Dogget estaba tan asombrado que se olvidó de remar. Se quedó mirando boquiabierto a Meredith. No estaba seguro de cuánto ganaban los afortunados aristócratas de su profesión, pero probablemente el doble que los demás. El Rey viajaba constantemente por el río. Su residencia favorita era Greenwich, y con menos frecuencia visitaba Richmond y Hampton Court. Balbuciendo, Dan comenzó a dar las gracias a Meredith, pero éste alzó la mano.
—Es posible que encuentre también alojamiento para tu padre —continuó, y al observar la expresión incrédula de Dan, sonrió de nuevo.
Si le hubieran preguntado por qué un joven como él, amigo de los hombres más importantes del reino, se había molestado en echar una mano a un modesto barquero, Thomas Meredith no habría tenido la menor dificultad en explicarlo. El instinto del cortesano —el mismo instinto que le había llevado a encontrar a Rowland un puesto junto al canciller— le decía que uno nunca tiene demasiados amigos. ¿Quién sabe qué favor podía hacerle ese hombre en el futuro? La gracia consistía en tener decenas de amigos, repartidos en todos los ámbitos, con los que poder contar.
—Estoy en deuda con vos, señor —dijo Dogget pasmado.
Una semana más tarde, Meredith cumplió su palabra.
Es probable que en esa época en Londres no existiera un lugar más respetado que el inmenso monasterio de muros grises situado a escasa distancia al este del viejo hospital de Saint Batholomew, junto a la muralla de la ciudad. Además de los edificios comunales, el elemento más notable era un amplio patio rodeado por casitas con sendos jardines diminutos; cada una de ellas era la celda de un monje. Puede que sus habitantes, los cartujos, no fueran la orden religiosa más antigua, pero, a diferencia de la mayoría de las órdenes, jamás habían dado pábulo al escándalo. Se regían por unas normas estrictas. Guardaban el más absoluto silencio salvo los domingos. Los monjes no podían salir sin autorización del prior. Gozaban de una reputación intachable. Este edificio era la Cartuja.
Ese soleado día se había formado una pequeña y curiosa procesión junto a la verja. La encabezaba Thomas Meredith, detrás de él iba una pareja que, hasta poco antes, había atendido la tienda que poseían en la misma calle, un lucrativo negocio dedicado a la venta de crucifijos, rosarios y una espléndida colección de figurillas de yeso pintadas de alegres colores. El hombre, que se llamaba Fleming, era de mediana estatura y tenía un rostro un tanto cóncavo; su esposa, una mujer alta como él y rolliza, no cesaba de adular a los cortesanos y de dar las gracias a los monjes por la bondad que habían derrochado con su padre, cosa que sin duda era digna de agradecer puesto que ella misma se había negado a ocuparse del anciano desde hacía más de cinco años. Y cerrando la marcha, sostenido por Daniel, que estaba espléndidamente vestido con la librea de los barqueros del Rey, iba Will Dogget.
Si no hubiera tenido la espalda encorvada, el anciano habría sido tan alto como su hijo. Aunque vestido con una camisa limpia y un justillo, y con su larga barba gris bien cepillada, había algo vagamente repelente en su modo de caminar que indicaba que, después de dedicarse toda la vida a hacer lo que le venía en gana, aún tenía fuerzas para marcharse en busca de placeres. Pero entonces se había ido a vivir a la Cartuja.
No existía una institución religiosa en Londres que no contara con su cuota de personas dependientes de ella. Caballeros arruinados que llevaban una vida apacible en cómodas celdas monásticas; viudas que lavaban la ropa de los monasterios o barrían sus claustros a cambio de su manutención; por no hablar de la multitud de gentes hambrientas que acudían todos los días a la verja para que los monjes les dieran de comer. Incluso el más severo crítico de las órdenes monásticas más liberales habría reconocido que todas ellas se ocupaban de alimentar y atender a los pobres.
Aunque su hermano Peter no había regresado aún a la Cartuja de Londres, Thomas Meredith sabía lo suficiente sobre los monjes para pedirles que admitieran al anciano; podría compartir una celda con otros dos individuos y trabajar en el jardín.
—Procura portarte bien —le advirtió su hijo unos minutos más tarde—. Si te expulsan de aquí, no te acogeré en mi casa.
Will Dogget, con su habitual talante alegre y despreocupado, escuchó a su hijo sonriendo.
—Pero Dios sabe cuánto durará aquí —comentó Dan a su hermana al salir.
Antes de marcharse, Dan se acercó a Meredith y se inclinó ante él.
—¿Cómo puedo pagaros?
—Ya se me ocurrirá algo —respondió Meredith con una sonrisa.
Para Susan ésta era también una época feliz. A fines del verano, Rowland y ella habían arrendado una pequeña casa en Chelsea. Era encantadora, de ladrillo y vigas de roble con techo de tejas. Había dos alcobas en el piso superior, desvanes, cobertizos y un agradable jardín que conducía al río.
Durante las primeras semanas que Rowland estuvo trabajando para el canciller, Susan pensó a menudo en su encuentro con el Rey. ¿Había cometido un error al ocultárselo a Rowland? ¿Habían hecho bien en instalarse allí? Con el tiempo, sin embargo, esos temores empezaron a disiparse. Nada hacía presagiar un contratiempo: Rowland regresaría de Westminster, donde pasaba la mayor parte del tiempo, y relataría a Susan el trato que le habían dispensado. La casa era deliciosa; sus nuevos ingresos procuraban a Susan una seguridad que jamás había experimentado antes; los niños eran felices. Poco a poco, tranquilizada, Susan comenzó a olvidar el incidente.
La familia se había adaptado con facilidad al nuevo ritmo de vida. La hija mayor, Jane, que había cumplido diez años, ayudaba a Susan en casa; pero todos los días, sin falta, mientras sus dos hijas menores jugaban, Susan obligaba a Jane a sentarse y estudiar, al igual que sus padres habían hecho con ella de niña. Jane tenía ya unos profundos conocimientos de latín, y aunque a veces se quejaba a su madre de que muchas de sus amigas sólo sabían leer y escribir en inglés, Susan respondía con firmeza: «No quiero que te cases con un hombre ignorante. Créeme, un matrimonio feliz depende de que ambos esposos se compenetren espiritualmente, además de otras cosas».
Pero lo más delicioso era observar al pequeño Jonathan. Las niñas eran rubias, pero el niño, con su hermoso pelo negro y su rostro pálido e intenso, era sin duda una versión de ocho años de su padre. Había empezado a asistir a la escuela de Westminster. A menudo su padre lo llevaba por las mañanas y Susan los observaba mientras descendían por el camino cogidos de la mano. A veces, si iba a caballo, Rowland montaba al niño en la silla delante de él. En un par de ocasiones, al contemplarlos, Susan había experimentado una sensación de dicha y afecto tan profunda que se le había producido un nudo en la garganta.
Peter todavía estaba ausente y Susan añoraba su compañía y sus sabios consejos. No obstante, su hermano Thomas había ocupado su lugar. Él y Rowland se veían a menudo, y en ocasiones Rowland lo llevaba a casa. Pasaban unas veladas muy alegres; Thomas jugaba con los niños, que lo querían mucho, y se divertía gastando bromas a todo el mundo. Y aunque Susan siempre había creído que Thomas era demasiado frívolo, no podía por menos de reírse ante algunas de sus ocurrencias y admirar su inteligencia cuando les relataba su vida en la corte.
A veces, mientras los tres permanecían sentados junto al hogar, conversaban sobre temas religiosos. En esos momentos la charla adquiría una mayor vivacidad, pues ambos hombres estaban en su elemento.
Susan intuía que detrás del talante frívolo y despreocupado de Thomas había cierta preocupación con respecto a la fe que no había advertido anteriormente, lo cual la complació. Susan compartía algunas de sus opiniones sobre la tolerancia y la superstición que habían penetrado en la Iglesia. Pero a veces Thomas iba demasiado lejos, y decía cosas como: «No comprendo qué derecho tenemos de negar a los fieles una Biblia en inglés».
—Ya lo sé —interrumpió una vez a Rowland—, citarás a los lolardos y dirás que si dejamos que la gente se las arregle por sí misma acabará por condenarse. Pero no estoy de acuerdo contigo.
—Lutero empezó como reformador y acabó como hereje. Eso es lo que ocurre cuando la gente se rebela contra la sabiduría y la autoridad de la historia —replicó Rowland.
Susan no podía por menos de pensar que en los reformadores, y especialmente en los que habían abrazado el protestantismo, latía una cierta arrogancia.
—Pretenden que todo sea perfecto —se quejaba—. Pero Dios nos recompensa a todos por tratar de perfeccionarnos. Los reformadores quieren obligar a todo el mundo a ser como ellos y creen que si no los imitamos no lograremos salvarnos.
Pero Thomas se negaba a dar su brazo a torcer.
—Tarde o temprano se producirá la reforma, hermana —dijo—. Es necesario.
—Al menos una cosa es cierta —dijo Rowland sonriendo—. Si de Enrique depende, en Inglaterra no habrá protestantes. Los aborrece.
De eso, pensó Susan, no cabía la menor duda.
Pero aunque Thomas Meredith se alegraba de aportar felicidad a las personas que lo rodeaban, estaba preocupado por otra reunión de carácter muy distinto. Se había celebrado dos días antes del bautismo real. Una reunión muy privada con su patrón, Cromwell.
El secretario real nunca dejaba de fascinar a Meredith. Sobre un experto cortesano, asesor particular del Rey, uno difícilmente habría adivinado que era hijo de un modesto cervecero. Cromwell no había prosperado, como Bull, gracias a los estudios, sino gracias a su implacable firmeza a la hora de encarar un problema. Pero había otra cosa en Cromwell, una reticencia secreta, o quizás unas misteriosas convicciones. Sólo unos pocos hombres, suponía Meredith, habían logrado siquiera atisbarlas.
Estaban solos en una estancia del piso superior cuando el secretario real le había murmurado que había recibido noticias de Roma.
—El Papa —había informado al joven— va a excomulgar al Rey.
Thomas expresó su preocupación pero Cromwell se encogió de hombros.
—Está obligado a hacerlo para no quedar en ridículo, después de lo que ha hecho Enrique. —El secretario había sonreído sarcásticamente—. Pero Su Santidad sigue sin decir quién, en su opinión, es la esposa legítima de Enrique.
Era evidente que el secretario le había revelado eso con un propósito. Los ojos de Cromwell, aunque estaban muy separados, eran pequeños y Meredith sintió que se clavaban en él como púas.
—Decidme —inquirió con voz queda—, ¿qué pensáis de esta noticia?
Meredith respondió midiendo bien sus palabras.
—Lamento que un hombre, aunque sea el Papa, no esté de acuerdo con mi amo el Rey.
—Bien —dijo Cromwell con aire pensativo—. ¿Estuvisteis en Cambridge?
Thomas asintió con la cabeza.
—¿Érais amigo de Cranmer?
Nada se le escapaba al secretario. Thomas asintió de nuevo. Cromwell parecía satisfecho, pero aún no había terminado.
—Decidme, mi joven amigo —continuó suavemente—, esta noticia de la excomunión: ¿es buena o mala?
Meredith lo miró a los ojos y contestó:
—Quizá sea una buena noticia.
Cromwell emitió un gruñido, pero ambos sabían que eso había sido una invitación. El secretario le había hecho una confidencia, le había revelado el secreto que, aunque ninguno de ellos había expresado en voz alta, hacía tiempo que ambos sospechaban que compartían. El secreto que Meredith no podía contar a su familia y que Cromwell no podía revelar al Rey. Los meses sucesivos, pensó Meredith, serían muy interesantes.
1534
Sólo en una ocasión, durante el primer año en Chelsea, se alteró la serenidad de ánimo de Susan; ella pensaba con orgullo que había logrado resolver el problema con eficacia.
Era un día de abril que había comenzado mal, pues había aparecido un mensajero de la Cartuja con una carta de Peter desde Roma en la cual anunciaba que, debido a que había caído enfermo, no regresaría a Londres durante unos meses. Era una noticia triste. Pero Susan dejó de pensar en ella en cuanto vio, a media tarde, a su marido regresar a caballo, demudado, y acompañado por Thomas, quien mostraba una expresión más solemne de lo habitual. Susan salió corriendo a su encuentro.
—¿Qué ocurre? ¿Has sufrido algún percance? —preguntó.
—No —contestó Thomas—, pero quizá lo sufra mañana. —Tras estas palabras entró en la casa.
Resuelta a criar a sus hijos en un ambiente apacible, Susan había borrado deliberadamente de su mente los asuntos del mundo. Los acontecimientos políticos de los últimos meses, aunque lamentaba que hubieran acaecido, no le parecían alarmantes, en parte porque eran previsibles. Forzado a elegir entre el poderoso monarca Habsburgo y Enrique, el rey insular, el Papa había emitido muy a su pesar la excomunión. En marzo, aún más a su pesar, había declarado que Catalina, la española, y no Ana Bolena, era la esposa legítima del rey inglés. La noticia no pilló a Enrique desprevenido: el secretario Cromwell presentó al Parlamento una Ley de Sucesión que ya tenía preparada y se aprobó de inmediato. Ésta iba acompañada de un juramento que reconocía a los hijos de Ana como herederos legítimos y un preámbulo que negaba al Papa la autoridad de alterar esta disposición.
—No podemos permitir que exista la menor duda sobre la sucesión —declaró Enrique—. Todos mis súbditos deben prestar este juramento.
En Londres, los concejales debían administrar el juramento a todos los ciudadanos y enviar un informe a Greenwich; en otros lugares serían los oficiales de Cromwell quienes se ocuparan de hacerlo.
Susan opinaba que era un asunto desagradable pero necesario. Pensaba que era preferible una sucesión pactada —aunque prolongara el conflicto con el Papa— que una disputa acerca de la Corona; y por lo que había oído, la mayoría de la gente estaba de acuerdo con ella. Puede que los londinenses se quejaran, pero ninguno de ellos, por lo que ella sabía, se había negado a obedecer la ley del Rey. Por lo tanto, Susan se quedó asombrada cuando, nada más entrar en la casa, Rowland le informó:
—Se trata del juramento. Tres hombres se han negado a prestarlo. Los han enviado a la Torre. —Al observar que Susan lo miraba perpleja, añadió—: Yo debo prestarlo mañana.
—Y cree que debería negarse también —apostilló Thomas.
Susan sintió que el corazón le daba un vuelco, pero procuró conservar la calma.
—¿Quiénes son esos tres hombres? —preguntó.
Un tal doctor Wilson, según le dijeron; Susan nunca había oído hablar de él. Y el viejo obispo Fisher.
—Eso era de esperar —replicó ella.
Como había sido el único obispo que se había negado a aprobar el nuevo matrimonio de Enrique, en ese momento el piadoso anciano no podía cambiar de parecer. Pero fue el tercer nombre el que impresionó a Susan vivamente.
—Sir Tomás Moro.
Susan sabía que, en opinión de Rowland, el ex canciller —un erudito, escritor, abogado y ferviente católico— era un hombre digno de respeto y un ejemplo para todos.
—¿Qué harán con ellos? —preguntó Susan.
—Por fortuna, según la Ley, negarse a prestar juramento no constituye traición —respondió Thomas—. Pero permanecerán encerrados en la Torre una buena temporada. Cualquiera que decida seguir su ejemplo… —Thomas miró a Rowland e hizo una mueca—. Será el fin de su carrera. El fin de todo esto —agregó señalando la querida casa de Susan—. Las cosas tampoco serán fáciles para mí, por ser su cuñado.
Rowland parecía perplejo.
—Pero Moro es abogado. Debe de tener sus motivos.
Susan soltó una exclamación de despecho. Pues, pese a ser una mujer devota, si había un hombre en Londres a quien Susan Bull detestara, era sir Tomás Moro.
La historia, no sin razón, ha tratado con benevolencia a sir Tomás Moro. Sin embargo, en su época, la antipatía que Susan sentía hacia él probablemente era muy común. En su caso, existían varias razones. Desde que Moro se había retirado un año antes, pasaba la mayor parte del tiempo en su casa de Chelsea junto al río, a menos de un kilómetro de donde vivían los Bull. Aunque Susan veía a menudo a su ajetreada esposa y a varios de sus hijos, el poderoso hombre, que estaba ocupado escribiendo, rara vez se dejaba ver; y aunque las personas que lo conocían afirmaban que era bondadoso y ocurrente, en las raras ocasiones en que Susan se había encontrado con él, la pálida figura con el pelo entrecano se le había antojado fría y distante, y además sentía que Moro tenía una pobre opinión de las mujeres. Sus verdaderas objeciones se remontaban a la época en que Moro era canciller, pues fue entonces cuando se puso de manifiesto un aspecto francamente inquietante de su carácter.
Moro aborrecía a los herejes. Aunque no era sacerdote, se había erigido en tutor espiritual del Rey. Un abogado a carta cabal, le gustaba desempeñar el papel de fiscal además del de juez. En numerosas ocasiones, unos presuntos herejes habían sido transportados en barca hasta Chelsea para ser interrogados, a veces por el propio Moro. Su integridad e inteligencia nunca se pusieron en duda, pero incluso Susan, una mujer de profundas convicciones religiosas, pensaba que era obsesivo. «No es un obispo —había dicho Susan—. Además, es una actitud muy poco inglesa». A diferencia de otros países, en Inglaterra nunca se había emprendido una caza de herejes. De modo que Susan protestó:
—Es un fanático.
—Ten presente —terció Thomas— que ese juramento no es una cuestión de fe; tiene que ver únicamente con la sucesión. Ahora bien, ¿debe el Papa nombrar al heredero de la Corona inglesa?
—Por supuesto que no.
—Muy bien. Ten presente otra cosa: ¿de dónde emana ese juramento? ¿Única y exclusivamente del Rey? No. Fue promulgado por el Parlamento. —Thomas sonrió—. ¿Te crees capaz de enfrentarte al Parlamento?
Esto, según veía Thomas con toda claridad, constituía la clave del asunto, la clave que su patrón Cromwell había utilizado de manera magistral.
El Parlamento de Inglaterra seguía siendo esencialmente medieval. Pero para un rey enérgico como Enrique tenía una utilidad específica, pues podía confirmar la voluntad real de manera inapelable. ¿Quién podía negar que cuando la Cámara de los Lores, que comprendía obispos y abades, y la de los Comunes se expresaban conjuntamente, era con la voz unida, temporal y espiritual de todo el reino?
—Permíteme que te ponga un ejemplo —prosiguió Thomas—. Si el Rey y el Parlamento promulgaran que yo, Thomas Meredith, debo ser el próximo Rey, ¿podríais tú o el Papa negarlo?
Rowland negó con la cabeza.
—Pero es el preámbulo —objetó Rowland—. ¿Acaso no niega la autoridad del Papa sobre el sacramento del matrimonio?
—Eso es discutible —contestó Thomas.
De hecho, el texto de la ley era el resultado de un complejo acuerdo entre Cromwell y los obispos, y su sentido exacto era deliberadamente ambiguo.
—Pero los obispos la aceptan. Y aunque los obispos estuvieran equivocados —continuó Thomas—, todos sabemos que es necesaria debido a la imposible situación en que se encuentran el Rey y el Papa.
Era un argumento de peso, y al ver que su marido dudaba, Susan decidió intervenir.
—Debes prestar juramento —dijo con firmeza—. No puedes destruir tu carrera y tu familia. No por esta causa. No vale la pena.
—Supongo que tienes razón —contestó Rowland sonriendo—. Sé que puedo fiarme de tu criterio.
Susan se preguntó si de verdad creía que tenía razón. ¿O presentía en el fondo que Fisher y Moro habían reaccionado de modo cabal? Susan recordó al Enrique que había visto en el jardín, pero borró de inmediato esa imagen de su mente y pensó en sus hijos. No podía permitir que algo les hiciera daño.
Esa tarde, después de que Thomas se hubo marchado, aunque Rowland parecía estar tranquilo, Susan supo, debido a su palidez, que le remordía la conciencia. Una o dos veces le dijo con una sonrisa triste: «Ojalá Peter estuviera aquí». Y Susan lamentó que no se le ocurriera algo que pudiera decirle para tranquilizarlo.
A la mañana siguiente, cuando se asomó a la ventana del dormitorio, vio surgir una barcaza de entre la bruma que flotaba sobre el río. Al cabo de unos momentos recibió a su hermano en la puerta. Thomas estaba risueño.
—He venido para comunicarte una cosa —anunció—. Anoche estuve en la Cartuja. Todos los monjes van a prestar juramento.
Lo cierto era que los estrictos cartujos habían accedido a hacerlo con graves reservas, pero Thomas no creyó oportuno explicar ese detalle.
—De modo —dijo en tono jovial— que si la Cartuja, donde residirá Peter, está dispuesta a ceder, tú también puedes hacerlo.
Susan vio que el rostro de su marido se relajaba. «Gracias a Dios que Thomas ha logrado convencerlo», se dijo.
Una soleada mañana de mayo, cuando Dan Dogget se presentó a trabajar, estaba muy animado. Tenía un aspecto realmente magnífico. Llevaba una chaqueta escarlata con cordones de oro, calzas blancas, lustrosos zapatos negros con hebillas de plata y una elegante gorra de terciopelo negro: la librea veraniega de los barqueros del Rey sentaba perfectamente a su atlética y espléndida figura.
Los meses desde que Dogget se había incorporado a la barcaza real habían sido muy dichosos. La paga era más de lo que había imaginado y, en las ocasiones ceremoniales, percibía unas suculentas propinas. Sólo había un inconveniente: Dogget jamás había tenido que someterse a una disciplina. Cuando el patrón de la barcaza le decía secamente lo que debía hacer, Dan experimentaba en ocasiones una sensación de desconcierto, y más de una vez había echado en falta la jovial anarquía de su padre. «Supongo —se dijo— que me parezco más a él de lo que creía». Pero logró disimular sus sentimientos.
Dogget se quedó perplejo cuando, tan pronto como llegó al muelle de Greenwich, el patrón de la barcaza le dijo:
—Tienes el día libre, Dogget. Tengo aquí un mensaje que dice que debes ir a la Cartuja. ¿Tu padre se aloja allí?
Dan asintió con la cabeza y el patrón sonrió.
—Según parece tu padre les está causando muchos problemas. Será mejor que vayas cuanto antes.
Era peor de lo que Dan se había temido. Cuando llegó al monasterio, encontró al ayudante del prior aguardándolo junto con la hermana de Dan.
—El prior está muy disgustado —le informó el monje.
—Que el señor se apiade de su alma, pobre hombre —terció su hermana con agresiva piedad—. Tú debes decidir qué hacemos con él, Dan —añadió con firmeza.
Para los monjes de la Cartuja eso había constituido un hecho memorable: los más jóvenes jamás habían visto algo parecido. Pues cuando Will Dogget estaba bebido ofrecía un espectáculo inenarrable. Había ido a la taberna local y había conocido a unos individuos que lo habían invitado a unas copas. El viejo Will había pasado varias horas bebiendo allí y en otras tabernas. Incluso había cantado una canción y, por fin, tras haber ingerido más alcohol del que había bebido en varios meses, había emprendido el regreso a la Cartuja.
Había anochecido y la verja estaba cerrada cuando Will Dogget llegó al monasterio dando traspiés. Al comprobar que sus bienintencionados golpes en la puerta no obtenían respuesta, el anciano decidió derribarla. Cuando un joven monje, profundamente alarmado, le abrió la puerta, el viejo Dogget se dirigió con aire melancólico hacia un pequeño castaño del patio, se sentó con la espalda apoyada en el tronco y se puso a recitar unos versos de la canción de los barqueros, cuyo lenguaje jamás se había oído antes en la Cartuja.
—Esto es intolerable —dijo el ayudante del prior.
El anciano habría sido expulsado esa misma mañana si su hija no hubiera jurado por todos los santos cuyas efigies vendía que nada podía hacer por él.
Cuando Dan se encontró con su padre, Will se incorporó y lo miró con una expresión entre reprobadora y contrita.
—Tu hermana no me quiere en su casa —dijo con un suspiro—. Los monjes me han dicho que debo irme a vivir contigo.
—No puede ser —respondió Dan con firmeza—. En mi casa no hay sitio para ti.
Al fin el prior ofreció una solución.
—Vuestro padre no es un mal hombre —dijo a Dan con encomiable franqueza—. Sin embargo —continuó con voz grave—, la labor de un monasterio es muy seria. Vuestro padre puede quedarse con una condición: que no salga del recinto.
Dan miró a su padre.
No estaba muy convencido de que el anciano aceptara esa condición.
La pesadilla de Susan Bull comenzó un espléndido día de verano.
Una de las cosas que a Susan Bull le gustaba de Rowland era que, aunque su carrera y su matrimonio lo habían conducido hacia las clases refinadas de la sociedad, no se avergonzaba de su familia de cerveceros; y cada pocos meses ella y su marido visitaban la vieja cervecería de Southwark. En esa ocasión los acompañaba Thomas, y después de mostrarle las amplias instalaciones de la cervecería, toda la familia se dirigió al George, donde había comenzado el negocio.
Susan estaba de buen humor. El peligro que había temido en abril había remitido. Tanto si les gustaba como si no, nadie más se había negado a pronunciar el juramento de supremacía; y aunque Fisher, Moro y el doctor Wilson continuaban encerrados en la Torre, no se habían presentado más cargos contra ellos. El ambiente que reinaba en la corte era también más jovial.
—El Rey y la reina Ana son muy felices en su matrimonio —les informó Thomas—. Todo el mundo está convencido de que tarde o temprano nacerá un heredero.
Ante todo, Rowland parecía satisfecho. Su crisis de conciencia había pasado, su trabajo le gustaba y su vida juntos había sido especialmente feliz.
Era una reunión muy agradable que constaba de los tres visitantes, el viejo padre de Rowland y sus dos hermanos. Susan siempre se sentía a gusto con los Bull. A diferencia de Rowland, que con su pelo negro y su incipiente calvicie parecía más bien celta que galés, los Bull habían conservado los rasgos de la familia; todos eran rubios, tenían los ojos azules y el rostro amplio de los sajones. Eran sólidamente conservadores en sus opiniones; pero aunque no poseían las dotes intelectuales de Rowland, era obvio que se sentían orgullosos de él. Al poco rato Thomas les aseguró en tono jovial:
—Un erudito como Rowland no puede por menos de convertirse algún día en canciller.
Thomas estuvo brillante. Les ofreció unas vívidas descripciones de la alegre vida en la corte, las justas, los deportes, la música. Les relató anécdotas divertidas sobre los cortesanos. El padre de Rowland expresó su curiosidad sobre el pintor Holbein, que ya había realizado el retrato de varios de los personajes más importantes de Inglaterra.
—Su retrato de Enrique guarda un parecido tan asombroso con el Rey —explicó Thomas— que el primer día que lo colgaron uno de los cortesanos, que no sabía que estaba allí, se quedó pasmado y se inclinó ante él.
Incluso consiguió que Cromwell, su esquivo patrón, pareciera encantador.
—Cromwell es duro —confesó—, pero tiene una mente brillante. Le encanta la compañía de eruditos y Holbein a menudo cena con él. Pero ¿sabéis quién es su amigo más íntimo? El mismísimo arzobispo Cranmer. —Sonrió burlonamente a Susan—. Nuestros cortesanos no son todos tan malos —dijo.
Durante un buen rato, en la vieja taberna regentada antiguamente por dame Barnikel, unos y otros gozaron tanto de su mutua compañía que, mediada la tarde, cuando decidieron regresar en barca a Chelsea, todos estaban un poco ebrios.
Qué magnífico aspecto tenía todo, pensó Susan mientras la barcaza se deslizaba por el río. La superficie del agua parecía cristal líquido; el cielo estaba azul y el aire en calma. No cabía duda de que los Tudor habían mejorado Londres. Al cruzar la desembocadura del Fleet, un poco más estrecha debido a las reiteradas invasiones de agua, Susan contempló satisfecha la nueva mansión del Rey construida junto al río, en Blackfriars, y, al otro lado del Fleet, el pequeño palacio de Bridewell, al que se accedía mediante un puente, destinado a importantes dignatarios extranjeros. Susan sonrió al divisar el recinto del Temple y los verdes prados de las grandes mansiones, cada una de las cuales disponía de su propio embarcadero. Ciertamente, el viejo Savoy había perdido su antiguo esplendor, no se había recobrado de la destrucción causada por Wat Tyler hacía más de un siglo y el lugar contenía en ese momento sólo un modesto hospital. Pero al acercarse a Westminster vieron las obras de otro edificio, un nuevo y magnífico palacio al que Enrique iba a llamar Whitehall.
Al pasar frente a Westminster, Susan se dio cuenta de que Rowland tenía las mejillas encendidas, pero no se enojó. Rowland canturreaba suavemente, pero sin desafinar. Tenía los ojos un tanto vidriosos. En cuanto a Thomas, parecía encontrarlo todo muy divertido.
Al cabo de unos minutos, tras haber rebasado Westminster y al aproximarse al palacio de Lambeth, la residencia del arzobispo, en la orilla opuesta, Rowland dio un codazo a Susan y se lo señaló con la mano. Una hermosa barcaza acababa de amarrar junto al embarcadero de Lambeth y sus ocupantes se disponían a cruzar la casa del guarda hacia el palacio.
—Ahí va Cranmer —dijo Rowland.
Susan observó con curiosidad a un hombre alto y apuesto que se había bajado de la barcaza. Pero al cabo de unos instantes se fijó en otra cosa. Mientras los hombres descargaban el equipaje, Susan advirtió que cuatro de ellos llevaban una caja enorme, parecida a un ataúd.
—¿Crees que ha muerto alguien? —preguntó Susan.
Entonces, por algún extraño motivo, Thomas se echó a reír.
—No comprendo qué te hace gracia —dijo Susan—. La gente se muere, ¿sabes?
Thomas soltó una sonora carcajada.
—Creo —dijo Susan irritada— que deberías explicarte.
—El pequeño secreto de Cranmer —murmuró Thomas, luego sonrió—. Chitón.
—Estás borracho —dijo Susan con un suspiro de resignación. Thomas tenía los ojos inyectados en sangre.
—Es posible, hermanita. —Thomas guardó silencio unos instantes. La caja cruzó la casa del guarda. Luego, Thomas volvió a reírse—. ¿Me prometes no decirlo —preguntó con tono confidencial— si te cuento lo que contiene esa caja?
—Supongo que sí —contestó ella de mala gana.
—La señora Cranmer. —Thomas sonrió—. Esa caja contiene a su esposa.
Durante unos momentos Susan no pudo articular palabra. Los sacerdotes pecaban, desde luego, aunque en los últimos tiempos el clero inglés se había vuelto menos tolerante con esta clase de laxitudes. Pero que el arzobispo tuviera una mujer…
—¿Cranmer tiene una querida? —preguntó Susan.
Thomas negó con la cabeza.
—No es su querida. Es su esposa legítima. En realidad, la segunda. Se casaron antes de que Cranmer fuera nombrado arzobispo.
—Pero ¿lo sabe el rey Enrique?
—Sí. No lo aprueba. Pero Cranmer le cae bien. Además, lo necesita para legitimar su matrimonio con la Bolena. Por eso nunca vemos a la señora Cranmer. Cuando el arzobispo se desplaza a algún sitio, ella lo acompaña en una caja. —Thomas soltó una carcajada de nuevo. Hablaba confusa y atropelladamente—. ¿No te parece cómico?
Susan miró a Rowland, pero su marido seguía canturreando, sin prestar atención a lo que decían. «Más vale así», pensó ella.
—Esa mujer debe de ser una cualquiera —comentó con desdén.
—Te equivocas —respondió Thomas—. Es muy respetable. Cranmer se casó con ella cuando estudiaba en Alemania. Creo que su padre es pastor.
—¿Alemania? —Susan frunció el entrecejo. ¿Pastor? Le llevó tan sólo unos instantes comprender la trascendencia—. ¿Un pastor luterano? —preguntó—. ¿Te refieres —continuó asombrada— a que esa mujer, que está casada con nuestro arzobispo, es una luterana? —De golpe se le ocurrió una idea infinitamente peor—. Pero ¿qué significa eso con respecto a Cranmer? ¿Acaso es un hereje encubierto?
—Un modesto reformador —la tranquilizó su hermano—. Nada más.
—¿Y el Rey? ¿Es que simpatiza con los protestantes?
—¡Por supuesto que no! —respondió Thomas.
Susan supuso que su hermano tenía razón. En cualquier caso, observó que la conversación le había disipado los efectos etílicos. Incluso parecía un poco preocupado. Susan probablemente habría abandonado el tema si no se le hubiera ocurrido de pronto una idea pavorosa.
—Y tú, Thomas —dijo volviéndose hacia él—, ¿qué eres?
Sí, estaba completamente sobrio. Ella lo miró a los ojos, pero Thomas bajó la vista y no respondió.
Para Thomas, como para muchos otros, la conversión se había producido cuando era un estudiante, aunque llamar cambio radical en sus creencias a una conversión no era apropiado, puesto que Thomas no había abrazado otra fe.
De hecho, había sido un proceso sutil. Thomas no había tenido inconveniente en reconocer una parte del mismo ante Susan y Rowland en sus conversaciones en Chelsea: el deseo del erudito de purificar las escrituras bíblicas, el desprecio del intelectual hacia la idolatría y la superstición. Pero más allá de eso había algo mucho más radical y peligroso, pues, al menos para Thomas, la inspiración para esas otras ideas podía resumirse en una sola palabra: Cambridge.
De las dos grandes universidades, Cambridge había sido siempre un lugar más radical que la tradicionalista Oxford. Y cuando los hombres de Cambridge, inspirados por el humanista del Renacimiento Erasmo, dirigieron su mirada al viejo y decrépito coloso de la Iglesia medieval, no tardaron en desmenuzarlo hasta poner al descubierto sus rudimentos mecánicos; incluso sus doctrinas más sacrosantas fueron examinadas.
Thomas jamás olvidó la primera vez que oyó a un erudito atacar la doctrina central de la transubstanciación, el milagro de la misa. Por supuesto, él sabía que Wyclif y los lolardos la habían cuestionado. Sabía que los protestantes heréticos en Europa la negaban. Pero cuando oyó a un reputado profesor de Cambridge en acción, Thomas se quedó profundamente impresionado.
«El debate sobre este tema —había observado el profesor— suele centrarse en los detalles. ¿Concede Dios un milagro a cada sacerdote cada vez que éste dice misa? O, para exponerlo de manera más filosófica, ¿cómo es posible que la hostia sea el pan y el cuerpo de Cristo al mismo tiempo? Pero todo esto —había declarado el profesor— son conjeturas innecesarias. Mi caso es mucho más simple. Se sustenta en lo que dice la Biblia. Sólo en uno de los cuatro Evangelios dice el Señor a sus discípulos que vuelvan a representar esa parte de la Última Cena, y lo único que dice es: “Haced esto en memoria mía”. Nada más. Se trata de una conmemoración. Eso es todo. Así pues, ¿por qué nos hemos inventado un milagro?».
Cuando Thomas Meredith abandonó la vigorizante atmósfera de Cambridge, en East Anglia, ya no era un católico creyente.
Si le hubieran pedido que definiera su postura, Thomas habría respondido que pertenecía al partido de la reforma. Era un grupo muy amplio. Aunque Cambridge constituía su base intelectual, en Oxford existía también un pequeño círculo en torno de Latimer, un profesor que comenzaba a ser muy conocido en los ambientes intelectuales. Estaba formado por algunos clérigos progresistas como Cranmer, prohombres londinenses, aristócratas de la corte que simpatizaban con la causa, entre los que se encontraban unos parientes de la reina Ana Bolena; e incluso, según había constatado Thomas, el secretario Cromwell. Se trataba de un grupo elitista. La mayoría de los ingleses estaban apegados a las viejas costumbres conocidas. Como suele ocurrir, los reformadores no respondían al clamor del pueblo, sino que simplemente habían decidido mejorarlo.
«No estoy seguro de si soy luterano o no —había confesado Meredith a Cromwell hacía poco—, pero sé que deseo que la religión sea purificada radicalmente». Sólo había un hombre en Inglaterra capaz de cambiar la religión del pueblo: el Rey. ¿Cómo podían los reformadores confiar en atraer al autoproclamado Defensor de la Fe hacia su campo?
—Es un problema de oportunidad —dijo Cromwell—. Así de sencillo. A fin de cuentas —recordó a Thomas—, ¿quién pudo haber previsto, cuando comenzó, el asombroso resultado del asunto de la Bolena? Pero para nosotros, los reformadores, ha sido un regalo maravilloso, porque está haciendo que el Rey rompa con Roma. Ello nos procurará la base sobre la que consolidar nuestro movimiento.
—Es posible que el Rey sea excomulgado —objetó Thomas—, y es posible que tolere las tendencias de Cranmer porque siente simpatía hacia él, pero sigue detestando a los herejes. No ha avanzado un milímetro hacia la reforma.
—Paciencia —le espetó Cromwell—. Podemos influir en el Rey.
—Pero ¿cómo? —preguntó Thomas—. ¿Con qué argumentos?
Cromwell sonrió.
—Veo que nada sabéis todavía de príncipes —contestó meneando la cabeza. Cromwell miró a Thomas a los ojos—. Si deseáis influir en un príncipe, mi joven amigo, olvidaos de los argumentos. Estudiad al hombre. Enrique ama el poder. Ésa es su fuerza. Es inmensamente vanidoso; desea aparecer como un héroe. Ésa es su debilidad. Y necesita dinero. Ésa es su necesidad. —Los ojillos de Cromwell se clavaron en Thomas—. Con estas tres palancas podemos mover montañas —continuó sonriendo—. Incluso es posible, joven Thomas Meredith, que consigamos instaurar una reforma religiosa en Inglaterra. Dadme tiempo —concluyó dando una palmadita a Thomas en la mano.
Así las cosas, mientras Thomas contemplaba el preocupado rostro de su hermana, no sabía qué decir. Estaba lo suficientemente sobrio para darse cuenta de que había hablado demasiado. Era preciso volverse atrás de alguna manera.
—No soy protestante —le aseguró—. Ni nadie en la corte —añadió sonriendo—. Te preocupas demasiado.
Pero Susan observó la expresión de sus ojos. Y por primera vez en su vida se dio cuenta de que su hermano le estaba mintiendo deliberadamente. Y aunque no protestó, comprendió con dolor que, al margen de las cínicas maquinaciones que estuvieran tramando o no en la corte, a partir de ese día jamás volvería a confiar en su hermano.
Conmovida y decepcionada como estaba, Susan no permitió que esta cuestión dominara sus pensamientos. Por suerte, Rowland realmente no había participado en su conversación, ni ella lo había puesto al tanto. Aunque secretamente consideraba que había, en cierto sentido, perdido a Thomas, no quería depositar la carga de sus sentimientos sobre los hombros de su trabajador marido. «Debo ser una buena esposa y apoyarlo», se recordó. A veces, cuando estaba sola en casa, Susan se sentía invadida por la desolación. Se trataba, según comprendió, de una sensación de soledad moral. Le habría gustado al menos escribir a Peter para explicarle la situación, pero en su última carta éste la había informado de que se había restablecido de su enfermedad y había decidido emprender un peregrinaje a algunos de los santuarios más importantes, por lo que no sabía dónde localizarlo. Entre tanto, Susan continuó recibiendo de vez en cuando a Thomas en su casa, lo observaba mientras su hermano jugaba con los niños y fingía que nada había ocurrido.
Había sido idea de Susan ir a Greenwich. Siempre había deseado visitar el imponente palacio, y al enterarse de que el Rey se hallaría ausente un día de otoño en que Thomas y Rowland debían ir allí por un asunto de trabajo, Susan sugirió acompañarlos.
Fue un día muy agradable. Thomas les mostró el inmenso palacio construido junto al río. Incluso les procuró una habitación en el palacio para que pasaran la noche allí antes de regresar a Chelsea por la mañana.
Poco antes del atardecer, los tres dieron un paseo por la amplia y verde ladera situada detrás del palacio de Greenwich. Al cabo de un rato llegaron al límite de Blackheath y luego regresaron a la cima de la ladera, para contemplar la puesta de sol. Era un espectáculo maravilloso. El cielo estaba despejado; soplaba una ligera brisa del este, procedente del estuario, y por el oeste unas nubes grises con los bordes dorados formaban unas franjas alargadas sobre el horizonte. Los rayos del sol arrancaban reflejos a las torres del palacio; a la izquierda, a media distancia, Susan contempló la ciudad de Londres y más allá, la cinta áurea del Támesis deslizándose hacia el oeste. Después de admirar el panorama durante varios minutos, cuando el sol se ocultó detrás de una nube y tiñó de gris la escena, Thomas señaló el astillero de Deptford, situado aguas arriba, y dijo:
—Fijaos.
Ningún monarca había hecho más por construir una armada que Enrique VIII de Inglaterra. Había numerosos barcos, incluyendo el Mary Rose, un buque de seiscientas toneladas; pero el orgullo de su flota era el Henry, Grâce à Dieu, el más imponente barco de guerra inglés. El buque, alejándose del nutrido grupo de mástiles que se alzaban en el muelle de Deptford, acababa de introducirse en el río.
Susan contempló maravillada el barco de cuatro palos mientras éste se deslizaba hacia el centro del río. Era gigantesco. Los marineros lo llamaban afectuosamente el Great Harry.
—Pesa más de mil toneladas —murmuró Thomas con tono de admiración.
El barco parecía dominar el ancho río.
De pronto, inesperadamente, el Great Harry no desplegó sus velas cotidianas, sino las ceremoniales, pintadas de color de oro. En ese preciso instante, como para realzar la escena, unos rayos de sol atravesaron un hueco en las nubes que aparecían en el oeste y envolvieron el barco y sus velas en un mágico resplandor rojo dorado, de modo que el buque parecía flotar como en un cuento de hadas, refulgente, irreal, y tan hermoso que Susan se quedó maravillada. La visión duró unos minutos, hasta que el sol se ocultó de nuevo.
Ésa era la visión mágica que habría quedado impresa en la mente de Susan si el capitán del barco no hubiera decidido realizar una última maniobra. Justo en el momento en que el sol se ocultó, las dos hileras de trampas situadas en el costado del buque se abrieron súbitamente y de esas sombrías cavidades brotaron las bocas de unos cañones, de modo que en un instante el poderoso navío se transformó de un buque fantasma áureo en una siniestra y brutal máquina de guerra.
—Esos cañones son capaces de reducir el palacio a un montón de escombros —observó Thomas con admiración.
—Es magnífico —apostilló Rowland.
Pero ese barco de guerra llenó a Susan de espanto. Le recordaba otra transformación que había presenciado en un jardín el verano anterior. Era como si el dorado buque y el siniestro navío con sus pavorosos cañones representaran las dos caras del rey de Inglaterra. Mientras los hombres observaban con satisfacción al Great Harry deslizarse lentamente río abajo, Susan fue presa de un extraño desasosiego, y sintió un pequeño escalofrío que, para tranquilizarse, se dijo que se debía a la fresca brisa que soplaba del este.
Se hallaban en una sala cuyos paneles de madera oscura relucían suavemente a la luz de las velas, cuando el joven se aproximó a Thomas.
—El secretario Cromwell necesita que os presentéis mañana a primera hora —murmuró el joven. Luego añadió con una sonrisa—. Está decidido. Vamos a redactar de inmediato la nueva Ley del Parlamento.
Perpleja, Susan miró a Rowland; pero él no se dio cuenta. Entonces Susan observó, a pesar de la penumbra, que Thomas se había sonrojado.
—¿A qué Ley del Parlamento os referís? —preguntó.
El joven dudó unos instantes, pero luego sonrió.
—De todos modos, esta noche dejará de ser un secreto —respondió—, así que no me importa decíroslo. Se llamará Ley de Supremacía.
—¿Y en qué consistirá? —preguntó Susan.
—Bien —contestó el joven con tono jovial—, Thomas lo sabe mejor que yo, pero las estipulaciones principales son éstas. —Y empezó a enumerarlas.
Al principio, mientras lo escuchaba, Susan no alcanzó a comprender el propósito de la nueva ley. Parecía englobar todas las acciones, en su disputa con el Papa, que Enrique ya había emprendido: la apropiación de los ingresos correspondientes a Roma, las disposiciones sobre la sucesión y mucho más. Pero al cabo de unos minutos, mientras el joven continuaba recitando el contenido de la nueva ley, Susan abrió los ojos como platos.
—¡Ningún rey en la historia ha hecho esas demandas! —exclamó Rowland.
Amparándose en su nuevo título de Jefe Supremo de la Iglesia, Enrique se proponía no sólo apropiarse de todos los ingresos de la misma y designar a obispos e incluso abades, cosa que ya habían intentado poderosos y codiciosos reyes medievales, sino intervenir personalmente en todo lo referente a la doctrina, la teología y los asuntos espirituales. Ningún rey medieval se había atrevido a tanto. Enrique se proponía, en efecto, encarnar al Rey, al Papa y al consejo eclesiástico. Era inconcebible. Y casi como una última ofensa, tras concederle el título de vicerregente, Enrique había ordenado a Cromwell que se hiciera cargo de todo el cuerpo de la Iglesia, lo que significaba que sacerdotes, abades y obispos tendrían que responder de todos sus actos ante el arrogante secretario del Rey.
—¡Enrique pretende equipararse con Dios! —protestó Rowland—. Esto equivaldría al fin de la Iglesia tal como la conocemos.
—Enrique es un buen católico —respondió Thomas a la defensiva—. Protegerá a la Iglesia contra los herejes.
Susan no dijo palabra.
—Pero ¿y si el Rey cambia de parecer? —preguntó Rowland—. ¿Y si Enrique decide abolir las reliquias? ¿Y si decide alterar la forma de la misa? ¿Y si se convierte en luterano?
Nadie respondió.
—Habrá otra ley —continuó el joven—. La Ley de Traición. Cualquiera que critique siquiera la Ley de Supremacía será acusado de traición. Y condenado a muerte —agregó innecesariamente.
Susan se echó a temblar, y miró a Rowland.
—No somos traidores —dijo Susan tratando de dominar su voz—. Acataremos la ley cuando se apruebe.
Pero Rowland miraba al suelo.
A medida que transcurrían las semanas y la Ley de Supremacía se presentó al Parlamento, Susan empezó a comprender cómo se sentía Rowland. Ella compartía su criterio, pero sabía que debía disimularlo. Incluso adoptó la extraña postura de defender al Rey, de mostrarse de acuerdo con su hermano, de quien sospechaba que era un hereje, a fin de contrarrestar las críticas de su marido.
—En términos prácticos eso nada cambia —aseguró Thomas a Rowland en repetidas ocasiones—. No sólo Enrique es un católico convencido, sino que la reforma más modesta deberá ser aprobada por los obispos y el Parlamento. La fe está a salvo.
En el Parlamento se produjo menos oposición de lo que Susan había supuesto. En parte se debía a la actitud que un día le había expresado la esposa de un vecino. «Es mejor que sea nuestro Enrique de Inglaterra quien se ocupe de la Iglesia que un italiano en Roma que nada sabe de nosotros», había comentado la mujer. Otros, sospechaba Susan, incluso entre los obispos como Cranmer, podían ser unos reformadores ocultos que creían que su causa tenía más posibilidad de prosperar en una Iglesia de Inglaterra separada de la Iglesia del Papa. Pero ante todo, al observar al implacable Cromwell en acción, Susan comprendió la razón fundamental por la que el Parlamento había capitulado ante la voluntad del Rey. Y al recordar aquella visión del Great Harry, aquel barco dorado con sus ocultos y mortíferos cañones, supo en su fuero interno que ese sombrío buque de Estado se proponía seguir navegando.
«Debemos acatar la ley», solía decir Susan suavemente.
Sólo le quedaba un pequeño consuelo. A diferencia de la legislación de sucesión de la primavera, no se habló de obligar a todos los ciudadanos a prestar un nuevo juramento. Si algún súbdito de Enrique deseaba desafiar la nueva Ley públicamente, sería considerado un acto de traición; pero si no estaba de acuerdo con ella, al menos podía sufrir en silencio.
Y eso, comprendió Susan, era exactamente lo que hacía su marido. Rowland cumplía con sus obligaciones de manera mecánica; aunque, después de unos días en que se lo veía muy pálido y desmejorado, recobró un poco el color en las mejillas, la primavera lo pilló bajo de tono. Cuando el otoño dio paso al invierno, Rowland se hundió en una profunda y silenciosa melancolía. Incluso en la intimidad de su dormitorio, aunque el afecto persistía, el gozo del amor había desaparecido. En cuanto a Susan, en su afán por ocultar el hecho de saber que Rowland estaba en lo cierto, y sabiendo que debía hacer lo que fuera con tal de proteger a su familia, se limitaba a contemplar a sus hijos y resistir.
«Ojalá Peter estuviera aquí», pensó Susan a medida que el año se acercaba a su fin.
Una fría tarde de diciembre Susan fue a la ciudad. Al llegar se dirigió a Paternoster Row, una callejuela situada junto a Saint Paul en la que había varias librerías, con el fin de comprar un volumen para Rowland como regalo de Navidad. Complacida con su adquisición, Susan echó a andar por el Cheapside y de pronto, impulsivamente, dobló por un camino estrecho junto a Saint Mary-le-Bow. Unos momentos después entró en la iglesia de Saint Lawrence Silversleeves.
Qué cálida le pareció la pequeña iglesia parroquial con su oscuro leccionario, sus vitrales de colores y la figura de la Virgen, ante la cual ardían seis velas. El aire estaba impregnado del olor a incienso. Qué bien expresaba esa pequeña iglesia la benévola labor parroquial de su hermano. Al cerrar los ojos Susan casi imaginó que Peter estaba allí.
De pronto, al volverse y verlo de pie junto a ella, Susan emitió un pequeño grito de asombro.
1535
En enero de 1535, el secretario Cromwell recibió una alarmante noticia de Roma. El pobre e indeciso papa Clemente había muerto hacía unos meses y había un nuevo pontífice. No se le había oído decir una sola palabra, pero cuando Cromwell recibió el informe secreto se quedó estupefacto.
—El Papa se propone derrocaros —informó Cromwell al Rey.
Por lo visto, el Papa ya había escrito al rey de Francia y al emperador Habsburgo. Pese a su probada fuerza, si uno de ellos, y no digamos los dos, decidía invadir la isla y arrebatarle el reino, Enrique correría grave peligro. Pero ¿se atreverían a hacerlo?
—Quizá se sientan tentados —observó Enrique— si creen que el país está dividido y que el pueblo se alzará para darles la bienvenida.
—¿Qué deseáis que haga?
—Muy sencillo —contestó el Rey sonriendo—. Debemos demostrarles, de una vez para siempre, quién manda en Inglaterra.
Un día de febrero, frío pero soleado, Peter partió finalmente de la Cartuja para visitar a su familia en Chelsea. Era asombroso, según observó Susan, que el mero hecho de que Peter se encontrara de nuevo en Londres hubiera cambiado la atmósfera en la casa. Susan experimentaba una gran sensación de seguridad y bienestar; Rowland también parecía más animado; y fueran cuales fuesen las dudas que Susan tenía con respecto a Thomas, estaba decidida a apartarlas de su mente al menos en esa ocasión.
—Celebraremos una reunión familiar —declaró—. Thomas también debe estar presente.
Durante varios días Susan estuvo muy ajetreada en la casa, asegurándose de que todo, la madera, el peltre y el metal, estuviera limpio, bruñido y reluciente. Cosió encaje nuevo en los vestidos de los niños y cuando llegó la fecha señalada se sintió orgullosa de sí misma.
La celebración principal del día sería la comida familiar, servida poco después del mediodía; y, en un lugar de honor, como en toda familia inglesa que pudiera permitírselo, habría un suculento asado.
—Un cisne —dijo Rowland.
Los londinenses que gozaban de una posición acomodada podían criar a sus propios cisnes en el Támesis y desde el año anterior Rowland era el orgulloso propietario de varios.
—Comeremos cisne durante una semana —dijo Susan echándose a reír. A primera hora de esa mañana ya estaba levantada y dispuesta a preparar la gigantesca ave.
Peter llegó en una barcaza y apenas había puesto el pie en el pequeño desembarcadero cuando ya estaba alzando a los niños, uno tras otro. Sonrió a su familia afectuosamente y luego, llevando a su hermana del brazo, echó a andar por el camino hacia la casa.
Como buen párroco que era, a Peter nada se le escapaba. Felicitó a Susan por el pequeño y bonito jardín, admiró la casa y expresó su interés por la modesta pero bien surtida biblioteca. A los pocos minutos se había hecho amigo de los niños.
Thomas llegó hacia última hora de la mañana y poco después del mediodía todos se congregaron alrededor de la gran mesa de roble. Susan se sintió muy feliz al oír a Peter bendecir la mesa y ver a Rowland trinchar el enorme cisne. Thomas también sonreía.
—Os seguís pareciendo mucho —comentó Susan a los dos hombres.
—Pero yo le llevo ventaja en cuanto a peso —respondió Peter.
—No demasiada —dijo Rowland, y se echó a reír.
Durante la comida Peter los entretuvo relatando numerosas anécdotas sobre Roma y otros lugares religiosos y santuarios que había visitado, entre los cuales se contaba Asís, en Italia, y Chartres en Francia.
—Me hubiera gustado visitar el gran santuario de Compostela —dijo—, pero España queda demasiado lejos.
—¿Asististe a alguna cura milagrosa en esos santuarios? —preguntó Thomas con cierto tono burlón.
—Sí. Una mujer se curó en Asís —contestó Peter.
Permanecieron largo rato sentados a la mesa, charlando animadamente sobre diversos temas. Pese a lo que los cínicos de la corte o los herejes secretos pudieran hacer, Peter sólo tenía palabras de calma y sabiduría; de pronto incluso el Rey y sus desgracias, así como la angustia de Susan respecto a la supremacía, parecían menos importantes. Esas cosas pasarían. La fe persistiría. Ése fue el reconfortante mensaje que Peter llevó. Susan estaba segura de eso.
Pero cuando la tarde de febrero comenzó a declinar y los niños se fueron a jugar arriba, Peter se volvió hacia Thomas y, con una mirada de ligero reproche, inquirió:
—¿Es cierto el rumor que hemos oído en la Cartuja, Thomas?
Al ver que Susan y Rowland no entendían, Peter les explicó amablemente:
—El Rey y el secretario Cromwell se proponen tomarse un interés especial por nosotros.
Era preciso reconocer que se trataba de un paso lógico. Peter lo explicó en términos muy simples:
—Enrique quiere asegurarse de que es el amo absoluto de su casa. Su Ley de Supremacía ha sido aprobada por el Parlamento y aceptada por sus obispos, muchos de los cuales, como es sabido, son hombres del Rey. Pero Enrique tiene todavía clavadas unas espinas que le irritan. Está la cuestión de Moro, Fisher y Wilson. Pero también está el tema de las instituciones religiosas más estrictas, como la Cartuja y algunos de los frailes, que la primavera pasada prestaron juramento obligados. Dado que a partir de ahora toda objeción se considerará traición, a Enrique se le ha ocurrido la brillante idea de atemorizar a los contumaces y obligarlos a prestar juramento de adhesión, que todavía desconocemos, que presumiblemente aceptará todas sus reivindicaciones a la supremacía. De este modo se habrá salido con la suya. —Peter se detuvo y miró con expresión seria a su hermano—. ¿Estoy en lo cierto, Thomas?
—Se trata de una idea nueva —contestó Thomas—. Sólo se pedirá que presten juramento a las gentes que has citado. Al resto de nosotros —agregó mirando a Rowland— no nos afectará en absoluto.
—Es un honor que nos dejen al margen —replicó Peter secamente.
Susan observó que Rowland fruncía el entrecejo.
—¿Qué vas a hacer, Peter? —preguntó éste.
—Haré lo que me mande el prior. Ése es mi deber desde que me incorporé a la orden.
—¿Y qué es lo que te mandará hacer?
—Lo ignoro. El prior va a reunirse con los directores de otras cartujas. Imagino que consultará también a sus hermanos. Eso sería lo correcto.
Durante unos momentos nadie habló. Luego Rowland preguntó sosegadamente:
—Si tú fueras prior, Peter, ¿qué decidirías?
—¿Yo? —Peter no dudó—. Me negaría.
Susan sintió que se le helaba la sangre en la venas.
—¡No lo dices en serio! —exclamó—. ¡Eso sería traición!
—No —contestó Peter sin inmutarse—, no sería traición. El Parlamento puede decidir muchas cosas. Ciertamente, puede decidir en la cuestión de la sucesión. Pero el Parlamento carece de competencias para modificar la relación del hombre con Dios. Si insisten en llamarlo traición, allá ellos. Por lo que a mí respecta, no olvides que hace tiempo pronuncié unos votos de lealtad a un ser superior. —Peter miró bondadosamente a su hermana y continuó con tono más desapasionado—: Está claro. Enrique pretende convertirse en la autoridad espiritual, y eso es imposible. Lo lamento. En cuanto a este asunto de Cromwell, el vicerregente… —Peter pronunció la palabra con leve desdén mientras miraba a Thomas de hito en hito—. ¿Cómo va a dirigir ese lacayo del Rey los asuntos espirituales de la Iglesia? Es obsceno. Por supuesto que no puedo aceptarlo.
—¿Estarías dispuesto a exponerte a morir? —preguntó Thomas asombrado.
Pero su hermano se limitó a encogerse de hombros con gesto de impaciencia.
—¿Exponerme a morir? No. ¿Pero qué quieres que haga? ¿Que suscriba esos desatinos? —Peter se volvió hacia Susan y Rowland—. Esto es lo malo de convertirse en un personaje poderoso, como Thomas. Es muy complicado. Quieren salirse con la suya a toda costa y acaban por olvidarse de sus principios. —Peter se dirigió de nuevo a Thomas—: Una cosa es correcta o incorrecta, amigo mío.
—En ese caso —terció Rowland suavemente—, ¿qué debería hacer un hombre como yo?
Susan miró a Peter angustiada. Él lo advirtió y lo comprendió, pero su expresión no se alteró mientras observaba a los dos con calma.
—Creo —dijo, sopesando sus palabras— que no es necesario que intervengan los laicos. Es a los monjes a quienes ha desafiado el Rey, y somos nosotros quienes debemos responder.
—Pero si no es justo —empezó a decir Rowland— lógicamente cualquier cristiano… —Pero no terminó la frase.
—Se nos advierte que no debemos buscar el martirio —respondió Peter amablemente—. Es un error espiritual. —Luego continuó sonriendo—: Un padre de familia como tú, con las responsabilidades que Dios te ha dado… —Peter se inclinó y apoyó la mano en la de Rowland—. Yo se lo dejaría a los monjes. Para eso estamos.
Susan suspiró aliviada.
—¿Y si nos piden que juremos acatar la voluntad del Rey? —preguntó Rowland.
—No te lo pedirán —terció Susan.
Pero Rowland no estaba convencido y miró a Peter inquisitivamente.
«Te lo ruego, Señor —pensó Susan—, haz que responda acertadamente».
Peter miró a Rowland con aire pensativo.
—Tienes esposa e hijos —contestó amablemente—. No puedo decirte qué debes hacer.
No era suficiente. Susan aguardó, en vano, a que su hermano dijera algo más. Observando angustiada a ambos hombres, tan parecidos entre sí, se sintió tentada de gritar: «¿Por qué, Peter, por qué tuviste que regresar?».
Los dos hombres se encontraban en el Great Hall de Hampton Court y Carpenter mostraba con orgullo a Dan Dogget su obra. Era una estructura extraordinaria. El palacio en Hampton había sido construido por Wolsey y ya entonces era un recinto inmenso, pero Enrique lo había ido ampliando cada año; y de todos los elementos que había añadido, ninguno era tan espléndido como ese edificio. Ocupaba todo un lado del patio y constaba de tres pisos. En un extremo, una gran ventana, como una de las grandes cortinas de cristal en una iglesia de estilo perpendicular, dejaba que se filtrara una grata luz a través de sus vitrales. La obra exterior estaba pintada e incluso el mortero que asomaba entre los ladrillos presentaba un elegante tono gris. El suelo era de baldosas rojas y en los muros colgaban grandes tapices heráldicos. Pero lo más espectacular era el imponente techo sobre zapatas. Y eso era lo que Carpenter señalaba con orgullo.
El techo sobre zapatas no era simplemente un techo, sino una institución. Inventado en la Edad Media, este útil elemento de ingeniería había complacido a todo el mundo y había durado siglos, incluso cuando ya no era necesario desde un punto de vista estructural. Elevado pero resistente, delicadamente tallado y pintado pero sólidamente macizo, representaba todo cuanto les gustaba a los ingleses. En Westminster Hall podía verse un hermoso y primitivo techo sobre zapatas. Todas las guildas y hermandades de Londres que podían permitírselo deseaban poseer un suntuoso edificio con techos similares. Las universidades de Oxford y Cambridge se enorgullecían de poseer unas hermosas naves cubiertas con un techo sobre zapatas.
Éste consistía en una serie de arcos parciales —semejantes a repisas— dispuestos uno sobre otro y sobresaliendo del anterior. Al construir una hilera de esas repisas en cada lado de una amplia nave, y uniéndolas en la parte superior mediante una viga, podía salvarse fácilmente un gran espacio y soportar un pesado techo.
Era en verdad un techo espléndido. Había ocho hileras de zapatas de roble dispuestas a lo largo de la nave que dividían el espacio del techo en siete compartimientos. Al pie de cada una había una enorme ménsula; del extremo de cada repisa un pesado pinjante de madera colgaba alto en el espacio. Y todos esos elementos, junto con muchos otros detalles, estaban delicadamente labrados dando realce a la magnífica y reluciente madera de roble.
—Yo mismo construí algunos de ellos —dijo Carpenter.
En Hampton Court había una relación precisa de todos los trabajos en materia de pintura, carpintería y albañilería llevados a cabo durante esos años en el palacio, junto con el nombre del artesano y sus honorarios. De manera que Carpenter, acaso como todos los hombres, ya era inmortal sin saberlo.
—¿Qué noticias tienes de tu padre? —preguntó el artesano a su cuñado cuando salieron juntos del palacio—. ¿Sigue en el monasterio?
La respuesta de Dan lo sorprendió.
—Según parece —contestó éste—, se ha reformado.
Todo indicaba que la causa de ese milagro había sido la llegada a la Cartuja del padre Peter Meredith. Nadie sabía cómo lo había conseguido exactamente: tal vez mediante su influencia espiritual, o quizá simplemente porque hacía compañía al anciano; pero al cabo de una semana Will Dogget había tomado cariño al sacerdote.
—Mientras el padre Peter está presente, el anciano parece feliz. Es lo más extraordinario que jamás he visto —dijo Dan.
—Confiemos en que el padre Meredith se quede en la Cartuja —observó Carpenter.
Junto a Newgate y un poco hacia el oeste, al otro lado de Hollborn, había una modesta iglesia de piedra dedicada a santa Etheldreda, una piadosa princesa anglosajona que había habitado en la isla en los primeros tiempos del cristianismo, hacía casi mil años. Durante la Edad Media, los obispos de Ely habían construido sus mansiones londinenses junto a ella, rodeando todo el recinto con una enorme tapia y utilizando la iglesia como su capilla particular; pero se hallaba abierta a cualquier fiel que deseara entrar en ella para refrescarse espiritualmente entre sus viejos y grisáceos muros.
Un soleado día de principios de marzo Rowland Bull, al salir de la Cartuja y disponerse a bajar por Chancery Lane para dirigirse a Westminster, divisó el techo de la iglesia de Saint Etheldreda por encima de la tapia del obispo e, instintivamente, decidió entrar.
Al trasponer la verja aspiró el aroma a primavera que flotaba en el ambiente. Los árboles mostraban los primeros brotes verdes; junto al camino que conducía a la capilla crecían unos pequeños azafranes blancos y violetas; y entre la hierba, unos narcisos amarillos. La húmeda atmósfera estaba impregnada de un ligero olor a tierra recién removida. La iglesia de Saint Etheldreda constaba de dos partes: la superior, que se erguía a gran altura del suelo, constituía una hermosa capilla provista de un decorativo vitral que ocupaba buena parte del muro occidental; la inferior, denominada la cripta, a la que se accedía mediante unos pocos escalones que conducían bajo tierra y, aunque era más pequeña que la capilla superior, se utilizaba con frecuencia para celebrar misa. Al comprobar que este espacio inferior estaba desierto, Rowland entró.
La cripta era un lugar apacible. A la izquierda había un pequeño altar junto al cual Rowland distinguió, en la penumbra, el pequeño fulgor rojo de la hostia. En el extremo opuesto, a su derecha, instalada en la parte superior del muro, había una ventana de cristal verde que proporcionaba la suave iluminación de la cripta. Justo debajo de ella había una vieja pila de piedra esculpida con motivos sajones. En el centro del suelo había unos bancos y unos cojines para arrodillarse, y Rowland se arrodilló para rezar.
Había muchas cosas que le preocupaban. Sus encuentros con Peter no lo habían tranquilizado. Los monjes de la Cartuja rezaban para que el Señor los guiara. El prior iba a solicitar a Cromwell que les permitiera prestar un juramento de adhesión menos vergonzoso. «Pero se negará —había predicho Peter—. Quiere que nos dobleguemos». O los cartujos acataban la voluntad de Enrique o serían acusados de traición. A Rowland le parecía increíble que los bondadosos monjes de la Cartuja fueran condenados a muerte como unos vulgares criminales. La idea era tan disparatada que parecía irreal. ¿Podía el rey Enrique hacer semejante cosa? «Desde luego —había contestado Peter—. ¿Quién puede impedírselo?». Pero ¿ejecutarlos por traidores?
Eso era lo más terrible: unos pocos afortunados eran decapitados, pero la mayoría eran ejecutados mediante un atroz sistema medieval: después de colgarlos, los bajaban de la horca todavía conscientes y les arrancaban las vísceras y les cortaban los miembros ante sus propios ojos. Rowland se estremeció al imaginar la terrorífica escena.
Tratando de escapar de aquella visión, Rowland echó un vistazo alrededor y se fijó en la hostia, resplandeciendo en la penumbra. «La fe cristiana puede llevar al martirio», le recordó en silencio aquella llamita roja. ¿Acaso la religión que él tanto amaba no se basaba en el sacrificio humano?
Y después del horror, después de la muerte… ¿qué? «La paz eterna», decía la llama. La salvación. Rowland confiaba en que fuera cierto. En su fuero interno estaba convencido de que debía serlo. Pero hasta la persona más devota tiene momentos en que la duda la corroe. ¿Y si no fuera así? ¿Y si las personas perdían la única vida que tenían, y se sumían en la noche eterna, para nada? Tras apartar la vista de la diminuta luz, Rowland contempló la vieja pila situada en el otro extremo de la cripta. Qué sensación de sosiego ofrecía, bañada en los rayos verdes que penetraban a través de la ventana; qué plácidamente reflejaba el día primaveral que hacía fuera. Rowland pensó en su casita en Chelsea, en su biblioteca, en su esposa e hijos. Eran lo más importante para él. De golpe comprendió con toda nitidez lo mucho que amaba la vida.
Rowland permaneció varios minutos de rodillas. En un par de ocasiones alzó la vista y musitó:
—Muéstrame el camino, Señor.
Por fin, cuando obtuvo la respuesta, no fue mediante un destello de inspiración, ni siquiera de un silencioso murmullo procedente del altar. Fue el recuerdo de las palabras de Peter el día en que habían hablado por primera vez del asunto en la casita de Chelsea: «Una cosa es correcta o incorrecta, amigo mío».
No fue su mente de abogado sino algo mucho más instintivo lo que le hizo comprender qué debía hacer. Una cosa era cierta o falsa, correcta o incorrecta, negra o blanca. No era el religioso erudito quien lo sabía, sino las generaciones de Bull anglosajones que llevaba dentro. La pretensión del Rey era falsa. Nada había que añadir. Uno era un creyente cristiano o no lo era. No había vuelta de hoja. Rowland sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima.
Pero estaba todavía la cuestión de Susan y los niños y su obligación moral para con ellos. En ese momento intervino su mente de abogado. Ésa también era una demanda que debía ser satisfecha.
Al abandonar silenciosamente la iglesia de Saint Etheldreda y cruzar el jardín tapiado, Rowland supo qué debía hacer.
Susan miró fijamente a Rowland; al principio apenas pudo hablar. Había anochecido, los niños se habían ido a la cama y ellos estaban solos. En parte para darse tiempo para pensar, Susan analizó minuciosamente la cuestión.
—¿Crees que los monjes de la Cartuja se negarán a prestar juramento?
Rowland asintió con la cabeza.
—Pero ¿crees que el Rey, en estos momentos, pretende exigir el juramento de quienes, al igual que los monjes, se han opuesto a él?
—Creo que sí.
—¿No supones que te lo exigirá a ti?
—Ya presté juramento de adhesión. ¿Por qué iba el Rey a obligarme a jurar de nuevo?
—Pero si, por casualidad, el Rey cambiara de parecer y te pidiera que jures de nuevo…
—Tenemos que decidir qué haría.
—De modo que has acudido a verme porque tienes un deber hacia mí por ser tu esposa, y hacia tus hijos. —Susan asintió con la cabeza pensativamente. Luego alzó la vista y se refirió a la terrible proposición que le había hecho su marido—: ¿Me pides permiso para negarte a prestar juramento? ¿Me preguntas si te permito que tú mismo te condenes a muerte?
Rowland miró a su mujer tranquilamente a los ojos y respondió:
—Sí.
En el caso de cualquier otro hombre eso habría sido mentira, pensó Susan, un pretexto. «Dime que no debo condenarme a muerte —le había pedido él—. Deja que sea un cobarde con dignidad». Y, en ese momento, Susan casi deseó haberse casado con un hombre más pusilánime. Pero sabía que Rowland hablaba en serio.
Ése era su dilema. En su fuero interno, Susan sabía que Rowland y Peter tenían razón. Pero ése también era su dolor: saber que, por el amor a Dios que ambos compartían, él prefería dejarla sola. Y lo que era más grave, sabía, como esposa que era, que si, para salvar a su familia se negaba a darle su consentimiento, Rowland lo aceptaría pero jamás la perdonaría.
—Debes hacer lo que te dicte tu conciencia —contestó Susan—. Yo nada te prohíbo.
Luego volvió el rostro, no sólo para ocultar sus lágrimas, sino porque no soportaba comprobar que lo había hecho feliz.
—No ocurrirá —declamó Thomas Meredith—. A menos que él desee provocar al Rey deliberadamente, no hay peligro —aseguró a Susan—. Hablo con Cromwell todos los días. Sé exactamente lo que el Rey se propone. Enrique obligará a los que se oponen a él a doblegarse. Si éstos, como los monjes de la Cartuja, se empecinan… —Thomas hizo una mueca—. Me temo que lo pasarán mal.
—Pobre Peter.
—Nada puedo hacer por él —dijo Thomas con tristeza—. Pero Rowland —continuó con tono reconfortante— es un caso muy distinto. Él prestó el primer juramento como todo el mundo. No está bajo sospecha. ¿Acaso se propone expresar públicamente su disconformidad?
—No.
—En tal caso, si nadie menciona su nombre —continuó Thomas sonriendo—, como así será, yo le aseguraré a Cromwell que es leal. Confía en tu hermano. Lo protegeré.
—¿Estás seguro?
—Sí —respondió Thomas besando a su hermana—. Nada tienes que temer.
Al día siguiente ya sería mayo. El grato y tibio sol de la tarde iluminaba los ranúnculos amarillos y las prímulas que crecían en los prados mientras la barcaza real dorada se deslizaba río arriba.
Dan Dogget sonreía satisfecho. Sin duda, desde hacía un tiempo había tenido mucha suerte. Y todo gracias a Thomas Meredith. Así pues, ¿puede decirse que nada le preocupaba? Casi, pero no del todo. Dan se volvió para observar el camarote de popa.
Las cortinas del camarote estaban descorridas, pues hacía calor, y la puerta se hallaba abierta, de modo que, desde donde se encontraba sentado entre los remeros, Dan vio en el interior del camarote un largo diván, tapizado en seda, donde estaban sentados los dos hombres: a la izquierda, la voluminosa cabeza del barbudo rey; a la derecha, el amplio, pálido y hosco semblante del secretario Cromwell, murmurándole algo ininteligible. Dan se preguntó qué se llevarían entre manos.
Por fin, después de los largos meses durante los cuales había amenazado a todos aquellos que se atrevieran a oponerse a él, el rey Enrique de Inglaterra había pasado al ataque. Sólo tres hombres —el prior de la Cartuja de Londres y los priores de otros dos monasterios— habían sido arrestados por negarse a prestar juramento reconociendo su supremacía. Aún no se había tomado juramento al resto de los monjes de la Cartuja. El día anterior, en una reunión privada en Westminster Hall, los tres priores habían sido juzgados en presencia de Cromwell. Cranmer había suplicado que se les perdonara la vida, el jurado no deseaba condenarlos, pero Cromwell había rechazado sus objeciones y al mediodía todo Londres sabía la noticia: «Los han llevado a la Torre. Serán ejecutados dentro de cinco días».
Pero ¿qué significaría eso para él?, se preguntó Dan. ¿Se empeñaría Enrique en perseguir al resto de los monjes de la Cartuja? Dan supuso que sí. ¿Y capitularían éstos al presentir los horrores a los que los someterían? El barquero pensó en Peter y en Meredith y dedujo que no. Y si se cumplían sus previsiones, ¿qué sería del viejo Will?
Con una vaga sensación de inquietud, Dan Dogget continuó remando para llevar al Rey a Hampton Court.
Él no debió haber entrado en el jardín. Debió haber pasado de largo al oír las risas. No se había dado cuenta de que había llegado el Rey.
En los últimos tiempos andaba siempre cabizbajo. Cumplía sus obligaciones con diligencia; Cromwell lo había felicitado por ello. Apenas había visto al rey Enrique, pero se alegraba de que pocas personas de la corte supieran que su hermano Peter se había incorporado a la rebelde Cartuja. En cuanto al juicio que se había celebrado ese día, en Hampton Court todavía no conocían el resultado. De modo que al ver al Rey, se quedó estupefacto.
Sólo había unos pocos cortesanos con él. Como quería estirar las piernas después del largo viaje por el río, los había reunido para que estuvieran a su servicio y el de Cromwell mientras caminaban por el huerto. Por ninguna razón en particular, había doblado hacia el tranquilo jardín detrás de los altos setos sólo un momento antes de que entrara Thomas.
El Rey estaba de un humor jovial. Hacía poco que había puesto orden en su vida. En primer lugar estaba la cuestión de la Reina. Si Ana Bolena se mostraba en ocasiones malhumorada o celosa de sus amantes, el tiempo que el monarca le había dedicado últimamente con el fin de engendrar un heredero varón había remediado esos problemas domésticos. De hecho, el Rey sospechaba que Ana estaba encinta. Y entonces debía resolver el asunto de los monjes. Acababa de comunicar a los cortesanos lo de las ejecuciones inminentes y observó que tras sus expresiones corteses se ocultaba el temor. Perfecto. Los cortesanos temían al Rey. De hecho, durante su viaje desde Londres había comentado la posibilidad de aplicar el juramento a todos los ciudadanos, para descubrir quiénes se oponían a su supremacía y acabar también con ellos; pero Cromwell le había aconsejado prudencia. «Cuantas menos personas tengáis que destruir, menos oposición tendréis que combatir», había dicho el secretario. Su argumento lo había convencido.
Pero en parte para irritar a Cromwell y en parte para ver cómo temblaban los cortesanos, el Rey acababa de hacer hincapié de nuevo en el tema.
—¿Estáis seguro, maese Cromwell, de que no deberíamos exigir que todos los ciudadanos prestaran de nuevo juramento? Es posible —continuó recorriendo con la vista el pequeño grupo— que exista algún traidor incluso aquí, entre nosotros.
Enrique lanzó una risotada al observar que los cortesanos habían palidecido. En ese momento vio al joven Meredith.
Enrique sentía simpatía por Meredith. Se acordaba bien de su padre; Cromwell siempre alababa su trabajo. El Rey recordaba haber derrotado al joven en una partida de tenis. Al verlo dudando en la puerta del jardín, lo llamó.
—Acercaos, Thomas Meredith —dijo sonriendo—. Estamos hablando de traidores.
El joven se puso pálido como la cera. ¿Qué podía hacer?
Del laberinto de la recelosa mente de Enrique brotó un recuerdo, de otro encuentro en ese mismo jardín; el cual, dado que no lo había pillado en un buen momento, había decidido olvidar hasta ese mismo instante. El recuerdo de una mujer observándolo con expresión de reproche y cierta deslealtad e impertinencia. ¿No se trataba de la hermana de Meredith? El Rey creía recordar que sí.
—Refrescadme la memoria, Thomas —dijo súbitamente— respecto al resto de vuestra familia.
Thomas lo miró atónito. ¿Qué era lo que sabía el Rey? ¿Estaría pensando en Peter? Probablemente. Sin duda había descubierto que se encontraba en la Cartuja. Lo que ignoraba era que el Rey estaba pensando en Susan, con la cual se había encontrado en ese mismo jardín.
—Tengo un hermano, sire —empezó a decir Thomas con cautela—. Un sacerdote, hasta que cayó enfermo y se retiró.
—¿Ah, sí? —Enrique lo ignoraba completamente—. ¿Y dónde se encuentra ahora?
«Debe de saberlo —pensó Thomas—. Es una trampa». Y aunque no lo supiera, no tardaría en descubrirlo. Era inútil tratar de engañarlo.
—En la Cartuja —respondió de mala gana.
Todos los presentes enmudecieron.
—¿La Cartuja? —La sorpresa del Rey era evidente. No lo sabía. Su voz adquirió un tono áspero—. Confío en que no compartáis las opiniones de los monjes. Su prior será ejecutado en breve.
Thomas miró a Cromwell.
—Meredith es leal a vos, sire —terció Cromwell al instante.
Gracias a Dios Enrique asintió con la cabeza y dijo:
—Bien.
Pero Thomas sabía que al Rey no le gustaban esas sorpresas; y Enrique aún no había terminado con él.
—¿Tenéis más hermanos, maese Meredith? —le preguntó suavemente.
—Sólo una hermana, sire. —Sin duda ese dato no le interesaba.
—¿Casada? ¿Con quién?
—Con Rowland Bull, sire. —Thomas trató de dominar su nerviosismo, confiando en que nadie notara que estaba temblando.
—¿Bull? —Enrique trató de recordar—. ¿En el despacho del canciller?
Thomas asintió con la cabeza mientras Enrique fingía observar atentamente el seto.
Sí. Ésa era la mujer. Enrique disimuló una mueca de disgusto. La que lo había mirado con desaprobación. No se miraba a los reyes de ese modo.
—¿Y la señora Bull y su marido son leales? —preguntó el Rey volviéndose hacia Cromwell, que a su vez miró a Thomas.
Todos aguardaron a que éste respondiera.
—Son leales, Vuestra Majestad.
Durante unos segundos Enrique guardó silencio mientras asentía con la cabeza como para confirmar las palabras de Thomas.
—No lo ponemos en duda, maese Meredith —dijo secamente. Luego el Rey se volvió hacia su ministro—. Creemos, Cromwell, que la señora Bull y su marido deberían prestar juramento. Encargaos de que lo hagan mañana por la mañana, antes del amanecer. Ése es nuestro deseo.
Era una orden. Cromwell inclinó la cabeza. De golpe Enrique miró a todos los presentes sonriendo y agregó:
—Se nos ha ocurrido una idea mejor. Nuestro leal servidor, el joven maese Meredith, se ocupará personalmente de tomarles juramento. Para asegurarse de que se lleva a cabo. ¿Qué os parece?
Tras esas palabras el Rey emitió una carcajada cuyo eco resonó por todo el jardín.
La barcaza zarpó de Hampton Court antes del amanecer. Durante horas tan sólo el tenue sonido de los remos rompió el silencio mientras el barco navegaba a través de la grisácea atmósfera; la bruma empezaba a formarse en torno de los pies de Thomas cuando éste alcanzó las puerta de la casita de Chelsea. Una vez más Susan estaba repitiendo en voz muy baja: «No prestará juramento».
Habían discutido durante más de media hora, en urgentes susurros. Rowland, que ignoraba la presencia de Thomas, aún no había bajado; los niños dormían. Susan no cesaba de reprocharle: «Prometiste que esto no ocurriría. Lo prometiste».
Había sólo una cosa que no comprendía. Los reproches de Susan lo hicieron sentirse tan desesperado, tan culpable, que para defenderse trató de explicar a su hermana cómo se había producido su encuentro con el Rey en el jardín, y que repentinamente Enrique le había interrogado sobre su familia. Susan se quedó pensativa, y silenciosa, y por fin dijo suavemente:
—Entonces yo también tengo la culpa.
¿Qué quería decir con eso? Pero ante todo, ¿qué podían hacer?
—Estoy dispuesta a prestar juramento —le dijo Susan sencillamente.
Thomas sabía que ella pensaba lo mismo que Rowland al respecto. ¿No cabía la posibilidad de que Rowland, al ver a su mujer capitular, comprendiera las terribles consecuencias que su decisión tendría para su familia y decidiera también prestar juramento? Pero Susan negó con la cabeza y contestó con voz entrecortada debido a las lágrimas:
—No, no lo hará.
Esto dejaba a Thomas una alternativa. La noche anterior lo había pensado, y durante todo el viaje por el río desde Hampton Court. Había rezado suplicando al Señor que no fuera necesario: los riesgos eran terribles y podía no dar resultado. Pero al mirar a su hermana y observar su dolor, comprendió que debía intentarlo.
El sol ya había disuelto la bruma hasta la orilla del río cuando Rowland prestó juramento. Lo hizo sosegadamente y sin aspavientos. Luego sonrió a su esposa, que lo miró con una profunda sensación de alivio.
—No creí que sería capaz de hacerlo —comentó Rowland. Y, por fortuna, no le remordía la conciencia.
Thomas Meredith sonrió.
—Me alegro —dijo.
No había sido tan difícil. Había puesto mucho cuidado, había pedido a Rowland que repitiera las palabras para que su mente de abogado comprendiera con exactitud su significado. Luego, satisfecho de que con ello no comprometía su religión, Rowland había jurado.
Thomas le había tomado un juramento falso.
O, para ser más precisos, lo había manipulado. El juramento que había tomado a su cuñado apenas era distinto del que Thomas había estado dispuesto a prestar el año anterior sobre la sucesión. Lo más importante era que después de una breve mención de la supremacía de Enrique, Thomas había añadido una cláusula decisiva: «En tanto lo permita la palabra de Dios». Esa pequeña cláusula era un viejo recurso de la Iglesia, y ambos lo sabían. Mediante éste, los buenos católicos podían, en caso necesario, negar cualquier interpretación inoportuna que el Rey pudiera atribuir al juramento en el futuro. Gracias a ese ardid, la supremacía de Enrique carecía prácticamente de significado.
Si los monjes de la Cartuja hubieran dispuesto de este recurso también habrían podido jurar sin que les remordiera la conciencia.
—Me asombra que el Rey permitiera que lo utilizaran —observó Rowland.
—Es una dispensa especial —mintió Thomas—. A quienes se oponen a él públicamente se les toma un juramento más severo. Nadie desea poner en un aprieto a hombres leales como tú. Pero no debes decirlo. Si alguien te pregunta, limítate a decir que has prestado juramento. Tú sabes lo que has jurado, con eso basta.
Y aunque Rowland se quedó un poco preocupado, accedió a hacer lo que Thomas le dijo.
«Confiemos —pensó Thomas— en que el ardid dé resultado».
—Debo irme —dijo en voz alta—. Tengo que informar al Rey.
Y entonces Thomas se volvió sorprendido, al ver a Susan, con una expresión de horror, mirando por la ventana.
Cromwell no se molestó en llamar a la puerta. Entró sin más contemplaciones. Sus dos ayudantes permanecieron fuera mientras los oficiales de orden aguardaban junto a la barcaza.
—Ya le he tomado juramento —empezó a decir Thomas, pero Cromwell lo interrumpió.
—Rowland Bull. —El secretario se volvió hacia el abogado. Sus ojos, pequeños e implacables, parecían no ver a los demás—. ¿Aceptáis la supremacía del Rey en todas las cuestiones temporales y espirituales?
Rowland estaba muy pálido. Miró a Thomas en busca de ayuda, y luego a Susan.
—Sí —respondió indeciso—. En tanto lo permita la palabra de Dios.
—¿La palabra de Dios? —Cromwell miró a Thomas y luego a Rowland—. Olvidaos de la palabra de Dios, maese Bull. ¿Reconocéis o no, sin condiciones, que el rey Enrique es el jefe supremo de todos los asuntos de carácter espiritual? ¿Sí o no?
En la estancia se produjo un tenso silencio.
—No puedo hacerlo.
—Eso supuse. Un caso claro de traición. Despedíos de vuestra esposa. —Cromwell llamó a sus ayudantes—. Traed a los guardias.
Luego se volvió hacia Thomas.
—Sois un estúpido —masculló—. ¿Creíais que podíais salvarlo con una cláusula que aplacara su conciencia y luego informar al Rey de que había prestado juramento?
Thomas estaba tan pasmado que no pudo articular palabra.
—¿No os dais cuenta de que al Rey no le interesa ese hombre? —continuó Cromwell—. Era a vos a quien quería poner a prueba. Deseaba comprobar vuestra reacción. El Rey iba a enviar más tarde a otra persona para que tomara juramento a Bull y comprobara si habíais obrado con lealtad. Acabo de salvaros la vida. —El ministro se volvió hacia Rowland y dijo—: Me temo que acabáis de perder la vuestra. —Acto seguido se inclinó cortésmente ante Susan—. Podéis dar a vuestro marido unas ropas. Vendrá con nosotros a la Torre.
El padre Peter Meredith recibió ese día a dos visitantes en la Cartuja. Como estaba un poco indispuesto, permaneció sentado en su celda mientras el viejo Will Dogget los conducía ante él. La primera visita era Susan. Aunque ésta conservó en todo momento la compostura, Peter creyó detectar un leve aire de reproche y desesperación en su voz. Su petición era muy sencilla.
—¿Quieres que lo convenza para que preste juramento? —preguntó Peter.
—Sí.
—¿No crees que es demasiado tarde?
—Todavía ha de celebrarse un juicio oficial con un jurado. Si Rowland accede a prestar juramento, es posible que el Rey lo acepte. —Susan se encogió de hombros y añadió con tristeza—: Es nuestra única posibilidad.
—¿Y crees que Rowland me hará caso?
—Eres la persona a quien más respeta —contestó Susan—. Y —el tono de reproche era inconfundible— fue tu opinión la que Rowland tuvo en cuenta al negarse a prestar juramento.
Peter fijó durante unos instantes los ojos en el suelo.
—Creo —respondió suavemente— que siguió los dictados de su conciencia. En aras de lo que todos creemos.
Peter no habría censurado a Susan por haber hecho oídos sordos a esa leve amonestación. Por piadosa que fuera, no dejaba de ser una madre que luchaba por salvar a su familia. Pero su reacción lo dejó estupefacto.
—No lo comprendes —dijo Susan. Entonces le relató su encuentro con el Rey en el jardín, y que Thomas se había topado con él en el mismo lugar—. Como verás —continuó Susan—, esos encuentros fortuitos y el hecho de que seas un monje de la Cartuja significan que en cierto sentido hemos sido nosotros quienes metimos a Rowland en esta situación. De no haber sido por esas circunstancias, no le habrían obligado a prestar juramento.
Peter suspiró. En ocasiones la providencia obraba de manera extraña y cruel. Por supuesto, era designio de Dios. «Pero ¿por qué —se preguntó Peter con tristeza— esos designios tienen que ser tan oscuros incluso para los creyentes más devotos?».
—Iré a verlo —dijo al fin—. Pero no puedo recomendarle que desobedezca a su conciencia. No puedo poner en peligro el alma de un hombre, que, te lo aseguro, es inmortal.
La respuesta de Peter no tranquilizó a Susan, tal como él había supuesto. No obstante, sus palabras de despedida causaron al monje un profundo dolor.
—¿Sabes lo que harán con él? ¿No comprendes la gravedad de la situación? —Susan lo miró con amargura—. Para ti es muy fácil —le espetó. Luego dio media vuelta y se fue.
¿Fácil? Peter lo dudaba. Según decían, los tres priores serían ejecutados al cabo de pocos días, no por medio del sistema más humanitario de cortarles la cabeza, sino de manera brutal. Una vez que los monjes hubieran presenciado el bárbaro espectáculo, los emisarios del Rey acudirían a la Cartuja para tomar juramento a la comunidad. «Esas cosas son como fantasmas, destinadas a atemorizarnos y poner a prueba nuestra alma», había comentado un viejo monje. Pero ¿suponía realmente Susan que él, mientras permanecía sentado en su celda hora tras hora, no le daba vueltas al asunto?
Thomas se presentó por la tarde.
Al principio, cuando vio al mundano cortesano en la puerta, Peter no pudo por menos de sentir cierta irritación.
Ciertamente, Thomas parecía muy alterado; pero por más que le doliera la situación en que se hallaba Rowland, no dejaba de ser un hombre de Cromwell.
—Imagino —dijo Peter a Thomas— que te trae el mismo motivo que a tu hermana. —El sacerdote emitió un suspiro y añadió secamente—: Esta combinación de un hermano en la Cartuja y que el marido de tu hermana se niegue a prestar juramento no debe de ser muy beneficiosa para tu carrera.
Thomas se limitó a menear la cabeza.
—Vengo de la corte —respondió—. Aunque Rowland acceda ahora a prestar juramento, el Rey no lo aceptará. Ha cometido un acto de traición. Enrique se propone destruirlo. —Thomas se sentó y ocultó el rostro entre las manos—. Y yo tengo la culpa.
—¿Tú?
—Yo lo llevé a la corte. Yo lo metí en esta situación.
—Rowland no hizo más que defender su fe.
—Sí —respondió Thomas—, pero porque el Rey, inopinadamente, decidió poner a prueba mi lealtad, no la suya. A Enrique no le interesa Rowland.
—Si muere —dijo Peter suavemente— se convertirá en mártir.
Pero Thomas no estaba de acuerdo con eso.
—Para ti y para Rowland se trata de un acto de fe. Pero me temo que los demás no lo verán así. ¿No lo comprendes, Peter? Cuando los monjes de la Cartuja sean ejecutados, se convertirán en mártires. Toda Inglaterra lo sabrá. Pero Rowland no es importante. Nadie ha oído hablar de él. Lo ejecutarán un día sin alharacas, junto con unos delincuentes comunes. Rowland no pasará de ser un oscuro servidor real que cometió traición. Así es como ocurrirá. Una venganza privada del Rey; eso es lo que pensará la gente. A nadie le importará.
—Dios sí lo sabrá y le importará.
—Sí. Pero son los monjes quienes defienden su causa. El pobre Rowland es sólo un padre de familia inocente y leal que tuvo la mala suerte de toparse con el Rey en el momento inadecuado. Se trata de un trágico error. —Thomas guardó silencio un momento. Luego suspiró y dijo—: Debo confesarte algo, hermano.
—Explícate.
—Soy protestante.
—Ya. —Peter trató de disimular su indignación.
—Eso, y el hecho de servir a Cromwell, hace que me sienta doblemente culpable. He renunciado a la fe de mi familia, y soy el causante de la muerte de Rowland.
—Tal vez sea justo que te sientas culpable.
—Sí. —Thomas contempló sus manos con tristeza, pero de pronto alzó de nuevo la vista y miró a Peter a los ojos—. ¿Qué soy, hermano? ¿Un hombre que lleva la disipada vida de la corte y disfruta con ello? Mantengo mi fe en secreto por temor. Enrique manda a los protestantes a la hoguera. Causo la muerte de Rowland, dejo a mi hermana sola, arruinada, y con cuatro hijos. Me pregunto, hermano, si mi vida vale una décima parte de la tuya. Creo que no. Francamente, si pudiera morir en lugar de Rowland no dudaría en hacerlo. Ojalá pudiera.
Peter comprendió que Thomas se había expresado con sinceridad y, pese a sus defectos, sintió de nuevo un profundo cariño hacia él.
—Ojalá pudieras —respondió sin malicia.
Pero ya nada se podía hacer por Rowland.
Peter durmió poco esa noche. Tuvo un sueño tan agitado que el viejo Dogget, que desde que el sacerdote había caído enfermo dormía junto a la puerta de su celda, entró varias veces para comprobar si estaba bien.
Peter pensó en Susan y en los niños. Pensó en la terrible muerte que aguardaba al desdichado Rowland y, sin duda, a él mismo; y, por más que trató de calmarse rezando, el padre Peter tembló, como cualquier otro hombre.
No sabía qué hora era cuando se despertó bruscamente con una nueva idea en la mente. Mientras estaba tumbado allí, contemplando la oscuridad, Peter se preguntó cómo interpretar esa idea que se le había ocurrido.
Tras analizarla minuciosamente pensó que podía dar resultado, aunque implicaba serios riesgos. Pero existía otro problema: ¿era un pecado negarle a la Iglesia de Dios un mártir? Éste era el dilema al que se enfrentaba el padre Peter Meredith: no sabía si obraba bien o mal. Una cosa era cierta: él mismo corría el riesgo de perder su alma inmortal.
No obstante, poco después del amanecer, Peter despertó al leal Will Dogget y lo envió a decirle a Thomas que fuera a verlo.
Thomas escuchó en silencio hasta que Peter hubo terminado.
—Correrás un gran riesgo —dijo el sacerdote.
—Lo acepto.
—Necesitaremos un hombre fuerte —dijo Peter—. Más fuerte que tú y que yo.
—Me encargaré de buscarlo.
—Entonces todo depende de ti.
—Pero —Thomas vaciló antes de proseguir suavemente—, lo último no lo puedo hacer.
—Lo lamento —respondió el sacerdote—, pero no tienes más remedio.
Esa tarde, Thomas Meredith se encontró con Dan Dogget. Tenía una deuda que reclamar.
—Ya te dije que se me ocurriría algo —comentó sonriendo.
Susan observó a Rowland mientras éste miraba por la ventana de piedra y se preguntaba cómo era capaz de conservar la calma. Sobre todo teniendo en cuenta la escena que se desarrollaba abajo.
Al principio no se había mostrado tan sereno. Qué terrible había sido esa mañana de mayo, tres días antes, cuando se aproximaban a la Torre. Rowland sintió que se le encogía el corazón al ver que la barcaza no se dirigía hacia el desembarcadero situado junto a la vieja Lion Gate, sino hacia otra entrada, un pequeño y oscuro túnel en el mismo centro del largo muelle frente a la Torre: la Traitor’s Gate (Puerta de los Traidores).
Un pesado rastrillo crujió a modo de saludo cuando pasaron bajo el malecón. Después de atravesar una rebalsa, se abrieron lentamente las inmensas puertas de esclusas provistas de barrotes de hierro y entraron en un desembarcadero débilmente iluminado debajo de un enorme bastión. La Traitor’s Gate. «Abandonad toda esperanza si entráis en la Torre por esa puerta», decían. Al cabo de unos minutos condujeron a Rowland por la muralla interior hasta una estancia ubicada en la torreta que había sido ampliada, situada en el lado interior de la Torre, conocida como la Bloody Tower (Torre Sangrienta).
Así fue como Rowland entró en la Torre de Londres. Era un lugar extraño, un mundo aparte. Exteriormente apenas se había ampliado durante los últimos siglos, a excepción del muelle que había ido ganando terreno al río; pero dentro de sus muros, a lo largo de los años, se habían llevado a cabo innumerables añadiduras: una sala aquí, unas nuevas cámaras allí, unas nuevas torres y torretas para albergar a la nutrida comunidad que residía en su interior.
Una comunidad insólita. Además de la pequeña legión de operarios y sirvientes, cocineras, pinches y lavanderas necesaria para atender a los ocupantes del palacio, y el lugarteniente, el gobernador y demás antiguos oficiales, estaba la Real Casa de la Moneda y sus empleados, así como el jefe de pertrechos militares, cuyas fundiciones de cañones estaban situadas en el muelle, pero cuyos depósitos de armas se hallaban a salvo entre los muros de la Torre. Para añadir una nota de color, el nuevo orden Tudor de caballeros-guadaespaldas del Rey, los alabarderos, se hallaban acuartelados en la Torre y a menudo se los veía ataviados con sus magníficos uniformes escarlata. Asimismo, estaba la colección real de animales exóticos y leones cuyos ocasionales rugidos, procedentes del extremo sudoeste del recinto, rompían el silencio. Y por último, naturalmente, los cuervos en el prado cuyos graznidos proclamaban lo que nadie podía adivinar, que ellos eran los únicos, auténticos y ancestrales guardianes de la Torre.
Los prisioneros eran pocos y casi todos pertenecían a las clases altas; solían ser cortesanos o caballeros que habían ofendido al Rey. En ocasiones se les hacía sufrir, aunque el uso del potro y otros instrumentos de tortura era muy raro en Inglaterra, pero por regla general vivían en un modesto bienestar, como correspondía a su rango.
Su recibimiento había sido bastante cortés. El lugarteniente de la Torre, un hombre educado, le hizo una breve visita. Aunque leal a su monarca, Rowland sospechó que en el fondo se sentía escandalizado por el comportamiento de Enrique. Sir Tomás Moro y el obispo Fisher se hallaban encerrados en la Bell Tower (Torre de la Campana), cerca de la entrada, según averiguó Rowland. El doctor Wilson se encontraba en otra sección del edificio, y los tres priores, en otra. A partir de ese momento, aunque el guardia que estaba de servicio le llevaba la comida, nadie volvió a ocuparse de Rowland. A fin de cuentas no era un personaje importante, de modo que lo dejaron a solas con sus pensamientos. Rowland trató de conservar la calma. Pero ¿cómo era posible, aterrorizado como estaba ante lo que iban a hacer con él y el temor que le inspiraba la suerte de su familia?
El primer día de su estancia en la Torre, Rowland vomitó en dos ocasiones y se puso tan pálido que dijeron al guardia que estaba agonizando. Durante los dos días siguientes, pese a las visitas de su esposa y sus hijos, Rowland estuvo apenas mejor. Pero en ese momento, al contemplar lo que ocurría abajo, no obstante su palidez, esbozó una amarga sonrisa y volviéndose hacia Susan comentó:
—Acércate a ver este prodigio.
Los tres priores eran conducidos a la horca.
Les permitieron dirigirse a pie desde sus celdas hasta el portón exterior. Desde allí fueron conducidos por Londres hasta la horca. Iban acompañados por el lugarteniente y un respetuoso grupo de alabarderos, quienes parecían decididos a conceder a los priores unos últimos minutos de dignidad antes de la feroz muerte que los aguardaba. Acababan de pasar frente al prado donde se encontraban los cuervos cuando Susan, de mala gana, se acercó a su marido para observar junto a él la escena.
—Fíjate en lo dócil y alegremente que van al sacrificio —murmuró Rowland—. Los corderos de Dios —añadió mirando risueño a Susan—. Creo que eso es lo que significa realmente la fe. Ellos están íntimamente convencidos de lo que hacen. Saben que obran correctamente. —Rowland se detuvo cuando el pequeño grupo se situó debajo de la ventana—. Eso es lo que los mártires dejarán tras de sí, ¿no es cierto? Para que todos seamos testigos de ello. Un mensaje más fuerte que las palabras. —Rowland sonrió—. Supongo que en cierto sentido constituyen las piedras sobre las que se erige la Iglesia.
Susan no dijo palabra.
Rowland observó atentamente los preparativos. Sentía una profunda calma, después de la larga agonía de la espera, como la que suelen experimentar los hombres cuando se enfrentan a un terror inenarrable. Una curiosa sensación de alivio.
La noche anterior Thomas le había comunicado otra noticia cuando había ido a visitarlo. «Tan pronto como se hayan llevado a cabo las ejecuciones —le había dijo—, los emisarios del Rey irán directamente a la Cartuja a tomar juramento al resto de los monjes».
Peter. Él también, entonces, pronto iría a hacerle compañía, pensó Rowland. Quizá los juzgaran al mismo tiempo, e incluso murieran juntos. Este pensamiento le dio fuerza y ánimos.
El 4 de mayo del año 1535 de la era cristiana, por orden del rey Enrique VIII de Inglaterra, el celoso Defensor de la Fe, la ejecución de los tres priores se llevó a cabo de la siguiente manera:
Desde el portón exterior de la Torre los condujeron a una especie de jaulas por las calles de la ciudad. El trayecto fue largo, pues aunque todavía utilizaban la vieja explanada de Smithfield para ejecutar a algunos reos, existía otro lugar que poco a poco había ido adquiriendo popularidad: el antiguo cruce de caminos romano cuyo nombre derivaba de un arroyo que fluía cerca, denominado Tyburn. Así, la horca era Tyburn Tree.
Las multitudes que se habían apostado a lo largo del camino observaron algo que les llamó poderosamente la atención. Desde los viejos tiempos, desde la época en que santo Tomás Becket había desafiado al rey Plantagenet, era costumbre, antes de entregar a un clérigo a la autoridad civil para que fuera ejecutado, quitarle sus hábitos religiosos a fin de desposeerlo de la protección de la Iglesia. Pero ese día, dado que Enrique se había erigido en el representante temporal y espiritual de Dios en la Tierra, ese trámite ya no era necesario. «¡Pero si van vestidos de sacerdotes!», exclamaron los espectadores asombrados.
En Tyburn, donde se había congregado una nutrida multitud junto a la horca, el rey Enrique había decidido convertir la ejecución en un espectáculo cortesano. No sólo se hallaba presente él, sino también los embajadores de Francia y España. Más de cuarenta cortesanos acompañaban al Rey montados a caballo, todos con máscaras, como si asistieran a un carnaval.
Los tres priores fueron conducidos ante el noble grupo de asistentes. Al llegar al pie de la horca les ofrecieron la oportunidad de desdecirse, pero ellos la rechazaron. Luego, tras colocarles la soga alrededor del cuello, fueron alzados y colgados. Al cabo de unos minutos, cuando aún estaban plenamente conscientes, los descolgaron y los abrieron en canal. Después de arrancarles los intestinos y el corazón, les cortaron los brazos, las piernas y la cabeza y los agitaron en el aire para que el distinguido público los viera. Fue un espectáculo atroz, realizado según la más pura tradición de antaño. Luego se llevaron los miembros de los reos, chorreando sangre, para clavarlos o colgarlos en diversos lugares de la ciudad.
Y así, con la salvaje matanza de los priores, los primeros mártires cristianos que habían negado la supremacía del Rey, la Iglesia de Inglaterra de Enrique proclamó su nueva autoridad.
Peter asistió a las ejecuciones y luego regresó a pie al monasterio. Cuando llegó se sentía muy fatigado.
Poco después llegaron unos servidores del Rey a la Cartuja con un pequeño paquete envuelto en un trapo. Al desenvolverlo, los monjes comprobaron que se trataba del brazo amputado de su prior. Los hombres del Rey lo clavaron en la puerta de entrada del monasterio.
Poco después del mediodía los emisarios del Rey llegaron a la Cartuja para exigir a la comunidad que prestara juramento. Todos los monjes estaban reunidos en una sala. Los representantes del Rey, entre los cuales se encontraban varios clérigos, les explicaron los pormenores y les hicieron ver las ventajas de acatar lealmente la voluntad del Rey. Pero los monjes se negaron a prestar juramento. Todos, salvo uno.
Ante el asombro de sus compañeros, el padre Peter Meredith, el último en incorporarse a la comunidad, cansado y desmoralizado tras los horrores que había presenciado esa mañana, se adelantó y prestó juramento.
El secretario Cromwell informó personalmente al joven Thomas Meredith de lo ocurrido; y Thomas debió de alegrarse.
—No sólo está vivo —dijo Cromwell—, sino que esto os beneficia. Ya he comunicado al Rey que el único sacerdote leal en la Cartuja es vuestro hermano. —El ministro hizo una mueca—. Aunque me temo que no tardará mucho en abandonar este mundo. Me han dicho que está muy enfermo.
Y así, en efecto, lo encontró Thomas cuando al cabo de unas horas lo visitó en la Cartuja. Mientras el resto de la comunidad era sometida a una andanada de amenazas y frases persuasivas en la capilla y el refectorio, Peter se había retirado a su celda, donde era atendido por el viejo Will Dogget. Estaba tan débil que ni siquiera podía incorporarse en la cama, y, tras decirle unas palabras, Thomas se marchó.
Pero era la otra visita que debía hacer la que temía. Thomas permaneció largo rato ante la casa de Chelsea sin atreverse a llamar, hasta que uno de los niños salió a la calle y al verlo lo obligó a entrar. Thomas se puso a jugar con los niños para evitar dar a Susan la noticia que al fin, al hallarse a solas con ella, no tuvo más remedio que comunicarle.
—Peter ha prestado juramento.
Al principio Susan no le creyó.
—He ido a la Cartuja y lo he visto —le dijo Thomas.
Susan guardó silencio durante unos minutos.
—¿Quieres decir —preguntó al fin en voz baja— que después de conducir a Rowland a una muerte segura, él mismo ha capitulado? ¿Que va a dejar que Rowland muera solo? ¿Que lo condujo hasta allí —continuó Susan extendiendo las manos en un gesto de desesperación— para nada?
—Está muy enfermo. Creo que se siente agotado.
—¿Y Rowland? Está bien, pero a punto de morir.
—Creo que Peter no sólo está enfermo, sino que se siente avergonzado. Trato de ser comprensivo.
—No —replicó Susan meneando la cabeza—. Eso no basta. —Después de otra larga pausa, con un dolor en la voz que hirió a Thomas profundamente, dijo—: No deseo volver a ver a Peter.
En ese momento Thomas comprendió que Peter había arrebatado a Susan todo aquello en lo que creía y confiaba, que jamás daría su brazo a torcer y que él nada podía hacer para remediarlo.
Dan Dogget alzó la vista al cielo. No tenía la costumbre de rezar pero en ese momento lo hizo subrepticiamente. Había una cosa buena: su deuda con Meredith quedaría saldada cuando terminara ese extraño asunto. «Ojalá que sea pronto», imploró.
Casi se había puesto el sol cuando partieron. El padre Peter no se sentía lo suficientemente bien para desplazarse esa tarde; pero hacía una hora daba la impresión de haber recobrado en parte sus fuerzas y, por orden del joven Thomas, Dan había llevado la carreta hasta la puerta del monasterio.
En la Cartuja reinaba una atmósfera tensa. Desde que se habían cumplido las ejecuciones la mañana anterior, los clérigos de Enrique habían sometido a los monjes a continuas peroratas. Con anterioridad, tres de los monjes más veteranos habían sido trasladados, no a la Torre, sino a la cárcel común. «El Rey se ha propuesto obligar al menos a algunos de ellos a ceder», habían informado a Dan. En cuanto al padre Peter, su posición era muy extraña. Desde que había caído enfermo había permanecido en su celda, aislado de los demás. Para Dan era evidente que los otros monjes lo habían repudiado. Incluso los hombres del Rey habían dejado de ocuparse de él. «Llegó al monasterio hace poco —explicó a Dan uno de los viejos indigentes que se alojaban en el monasterio—. Nunca fue uno de ellos». Pero fuera cual fuese la falta que hubiera cometido para ser repudiado por la comunidad, y aunque, al cruzar el patio, los monjes volvieron la cara, Dan notó que su padre trataba al antiguo sacerdote con respeto y, cuando Peter se dispuso a subir a la carreta, el anciano se arrodilló y le besó la mano.
Dan condujo lentamente a los dos hermanos Meredith por la ciudad para cumplir su triste misión. Se dirigían a la Torre a ver al pobre Rowland.
No tuvieron dificultad para trasponer el portón exterior de la Torre. Los guardias reconocieron de inmediato a Thomas como el hombre del secretario Cromwell. Pero tuvieron que dejar la carreta fuera, y en ese momento Dan se dio cuenta de lo mucho que lo necesitaban. Durante el trayecto, las fuerzas habían abandonado de nuevo al padre Peter. Tras apearse de la carreta con dificultad, apenas fue capaz de dar un paso y aunque en los últimos meses el monje había perdido mucho peso, Dan y Thomas, uno a cada lado, tuvieron que sostenerlo para ayudarlo a avanzar por la calle adoquinada. Al llegar a la Bloody Tower, el padre Peter respiraba trabajosamente debido al esfuerzo. Después de que Thomas se hubo identificado ante el respetuoso guardia, subieron lentamente por la escalera de caracol para dirigirse a la celda de Rowland.
Al entrar vieron a Rowland Bull sentado en un banco. A través de la angosta ventana penetraban los últimos rayos rojizos del atardecer. La serenidad que Rowland había mostrado el día anterior se había disipado. Esa mañana había vomitado de nuevo, aunque sólo una vez. Al sentarse junto a él, Peter observó que estaba muy pálido. Con todo, Rowland parecía alegrarse de verlos.
Mientras los dos hombres hablaban en voz baja, Dan los observó con curiosidad. Al hermano Peter lo conocía un poco, pero a Rowland no lo conocía en absoluto. Al verlos sentados uno junto a otro, notó asombrado el gran parecido que guardaban; la enfermedad de Peter no sólo le había hecho perder peso, sino que su rostro parecía más afilado, de modo que él y Rowland podrían haber sido hermanos. Era curioso, pensó Dan, pero si no hubiera sabido quiénes eran habría jurado que el ex párroco era el padre de familia y el abogado, con su expresión ascética, casi etérea, el monje. «Quizá cada uno vivió la vida destinada al otro», pensó Dan.
Al cabo de unos minutos Peter dio la noticia:
—He prestado juramento.
Rowland no estaba enterado. Durante los últimos dos días no había visto más que al guardia que le llevaba la comida. Pese a que la noticia lo impresionó vivamente, hasta el extremo de que los otros temieron que fuera a desvanecerse, al cabo de unos momentos recobró la compostura, su reacción fue bastante imprevista.
—¿Te resultó muy duro tomar esa decisión?
—¿Quieres imitarme? —le preguntó Thomas—. No creo que logres salvarte, pero —añadió mirando a Peter—, dado que Peter también lo ha hecho, es posible que consigas ablandar el corazón del Rey. Yo lo intentaría.
Rowland guardó silencio para reflexionar, pero apenas tardó unos momentos en tomar la decisión.
—No —respondió—. No pude prestar juramento antes, y no puedo hacerlo ahora.
Peter sacó de debajo de su sotana una frasca de vino y, sonriendo pícaramente, tres pequeñas jarras. Con mano temblorosa, sirvió el vino en las jarras, sosteniendo una de ellas torpemente. Cuando consiguió controlar los temblores de su mano, pasó las otras dos a Rowland y Thomas.
—Dado mi estado de salud —dijo suavemente—, no estoy seguro de que volvamos a reunirnos, Rowland. De modo que bebamos juntos por última vez. —Peter observó atentamente a Rowland—. Acuérdate de mí en tu agonía —dijo suavemente—. Eres para mí más que un hermano, has sido tú, no yo, quien se ha ganado la corona de mártir.
Los tres hombres bebieron y aguardaron un rato, sin hablar. Luego, Peter y Thomas Meredith se levantaron e hicieron lo que habían ido a hacer.
Había anochecido cuando Dan y Thomas partieron con el monje. No fue sólo su enfermedad, sino la emoción de la despedida lo que hizo que éste se derrumbara. Incapaz de caminar por sí solo, Peter avanzaba como un peso muerto sostenido por los otros dos hombres mientras se dirigían, muy despacio, hacia la puerta de entrada. Al ver a Thomas, los guardias no sólo la abrieron sino que los ayudaron a instalar al monje en la carreta. Luego, tras asegurar a Thomas que podría arreglárselas solo, Dan emprendió lentamente el camino de regreso a la Cartuja, y el cortesano dio media vuelta.
—Una noche triste —comentó al alabardero que custodiaba la puerta, que asintió en silencio—. Iré a hacer un poco más de compañía al pobre Bull —dijo Thomas—. Tiene casi tan mal aspecto como el monje.
Tras estas palabras se dirigió de nuevo hacia la celda de Rowland con aire pensativo.
Esa noche todo estaba en silencio en la Torre. Los prisioneros, los celadores, incluso los cuervos estaban dormidos. Los muros grises y las torretas se alzaban impasibles entre las sombras, aparentemente sin vida bajo la luz de las estrellas; excepto el débil resplandor que brillaba en la ventana de una de las celdas, tenuemente iluminada por una vela, donde seguían reunidos dos hombres. Cuando el guardia se asomó a la celda vio a Thomas sentado en el banco, con aire sombrío, mientras el abogado, arrodillado junto a la ventana, rezaba en voz baja.
Thomas no lo interrumpió, aunque las plegarias eran largas. Mientras aguardaba, repasó mentalmente la conversación que había mantenido con su hermano tres días antes. Qué valiente y, sin embargo, qué indeciso se había mostrado el sacerdote, atormentado ante la decisión que debía tomar. «Voy a negar a la Iglesia dos mártires —le había confesado— si seguimos adelante con esto. Quizá —había observado con tristeza— pierda mi alma».
Sin embargo, pensó Thomas, Rowland se había ofrecido para el martirio: ¿no era lo mismo? En cuanto a Peter, ¿cómo calificar el sacrificio de un hombre dispuesto no sólo a renunciar a su vida sino a condenar su alma inmortal para salvar a su amigo?
La figura que estaba arrodillada junto a la ventana se puso de pie, hizo a Thomas una señal con la cabeza y se tumbó en el camastro. Había llegado el momento que Thomas temía, lo que había afirmado que no podía hacer.
—Tienes que hacerlo —dijo suavemente la figura tumbada en el camastro—. Debemos estar seguros.
Thomas cogió una manta, se acercó el camastro, colocó la manta sobre el rostro del otro y empezó a presionar.
Toda su vida interpretaría como una prueba de la misericordia de Dios que, en aquel preciso instante, interviniera otra mano.
Eso fue sin duda lo que ocurrió cuando el cortesano llamó al guardia. A los pocos minutos aparecieron dos soñolientos alabarderos, quienes contemplaron atónitos la escena.
El abogado tumbado en el camastro había sufrido un masivo ataque apopléjico. Presentaba un color ceniciento y no cesaba de boquear. Mientras lo observaban, trató de incorporarse, pero se desplomó de nuevo sobre el camastro, con la boca abierta y el rostro extrañamente fláccido. Uno de los alabarderos se acercó a él y luego se volvió hacia Thomas.
—Ha muerto —dijo suavemente—. Es mejor así que lo que le aguardaba.
Thomas asintió con la cabeza.
El alabardero dio media vuelta.
—Nada podéis hacer, señor —dijo con tono amable—. Informaremos al lugarteniente.
El alabardero condujo a sus compañeros hacia la puerta, dejando a Thomas a solas unos momentos.
Por lo tanto, nadie oyó a Thomas cuando tocó el cadáver y murmuró:
—Que Dios te bendiga, Peter.
Había amanecido cuando Rowland Bull se despertó. Fue despabilándose poco a poco; tenía la cabeza espesa y se sentía aturdido. Thomas estaba junto a él. Lo último que recordaba Rowland era la conversación que ambos habían mantenido con Peter. Luego frunció el entrecejo. ¿Por qué llevaba puesto el hábito de un monje? Echó una ojeada alrededor. ¿Dónde estaba?
—Estás en la Cartuja —dijo Thomas tranquilamente—. Será mejor que te lo explique todo.
En realidad no había sido difícil. El soporífero que le había administrado Peter había actuado con más rapidez de lo que habían imaginado. El cambio de ropa con la de Peter les había llevado sólo unos minutos. Tampoco habían tenido dificultad para sacarlo de la Torre. «No en vano soy el hombre de confianza de Cromwell», había dicho Thomas. El único problema, que ya habían previsto, era introducir a su amigo, inconsciente, en la Cartuja; y durante ese corto trayecto, Daniel Dogget lo había transportado en sus poderosos brazos.
—Te asombraría lo que Peter se parecía a ti vestido con tus ropas —continuó Thomas—. De todos modos, cuando una persona muere su fisonomía experimenta un cambio.
—¿Peter ha muerto? ¿Cómo?
—Yo debía matarlo. Íbamos a fingir que había muerto mientras dormía. El hecho de que los guardias creyeran que tú estabas enfermo facilitaba nuestro plan. Pero entonces, cuando yo empecé a… —Thomas bajó la vista—. Le doy gracias a Dios de que se lo llevara en aquel momento. Un ataque apopléjico. Llevaba mucho tiempo enfermo.
—Pero ¿y yo? ¿Qué debo hacer?
—Ah. —Thomas se detuvo—. Éste es el mensaje que te traigo de parte de Peter. Como es lógico no se atrevió a escribirlo, de modo que me pidió que te lo transmitiera. Desea que vivas. Tu familia te necesita. Te recuerda lo que él te dijo un día: «Has sido tú quien se ha ganado la corona de mártir porque estabas dispuesto a morir». Pero él impidió tu sacrificio.
—¿Entonces el hecho de que prestara juramento…?
—Formaba parte del plan. El padre Peter Meredith se ha salvado y tú debes convertirte ahora en él. No te resultará muy difícil. Nadie te importunará aquí. Los monjes te han repudiado; no quieren tratos contigo. Los representantes del Rey no están interesados en ti. Además, todos creen que estás muy enfermo. Debes permanecer en esta celda y Will Dogget cuidará de ti. Dentro de un tiempo haré las gestiones necesarias para trasladarte a otro lugar.
—¿Y si me niego?
—En tal caso —Thomas esbozó una mueca—, los dos Dogget, padre e hijo, y yo te acompañaremos a la pavorosa muerte que te aguarda y tu esposa ni siquiera podrá contar con mi protección. Peter confiaba en que no lo hicieras.
—¿Y Susan? ¿Y los niños?
—Ten paciencia —respondió Thomas—. Para tu seguridad, y para la suya, Susan debe creer que has muerto. Más tarde —continuó Thomas— veremos qué podemos hacer. Pero todavía no.
—Has pensado en todo.
—Yo no, Peter.
—Por lo visto —dijo Rowland con tristeza—, debo daros las gracias a todos. Habéis arriesgado vuestra vida.
—Me siento culpable —contestó Thomas encogiéndose de hombros—. Will Dogget accedió porque se lo pidió Peter, por el cariño que el viejo sentía hacia él. —Thomas sonrió con amargura—. Las almas sencillas son las más nobles, ¿no es cierto? En cuanto a Daniel, digamos que me debía un favor.
Rowland suspiró.
—Supongo que no tengo elección.
—Peter me pidió que te transmitiera otro mensaje —añadió Thomas—. Es un tanto extraño. Me pidió que te dijera lo siguiente: «Dile que sólo puede ser monje durante un tiempo. Luego debe regresar junto a su esposa». No lo entiendo. ¿Y tú?
—Sí —contestó Rowland—, perfectamente.
De todos los horrores que marcaron el nacimiento de la nueva Iglesia de Inglaterra de Enrique, la ejecución que se llevó a cabo en junio de ese año indignó a su pueblo.
Fue el mismo Papa quien la propició. En mayo, mientras seguía conminando a los monarcas europeos a que depusieran al cismático rey inglés, el enérgico pontífice elevó al obispo Fisher, que seguía encerrado en la Torre con Moro, a la dignidad de cardenal. Enrique se enfureció. «Si el Papa envía un sombrero de cardenal —declaró el Rey—, no habrá cabeza en la cual colocarlo».
El 23 de junio, cansado y derrotado, el bondadoso y anciano obispo de Rochester fue conducido al prado que rodeaba la Torre de Londres, donde fue decapitado. Su ejecución marcó, en opinión de la mayoría de la gente, el inicio de una nueva era.
Dos semanas más tarde fue decapitado Tomás Moro, el ex canciller. Pero aunque todos sabían que el servidor real había muerto por su fe, su ejecución fue considerada más bien un hecho político que un martirio religioso y no causó un gran impacto por aquel entonces.
El doctor Wilson, que había sido encarcelado junto con los otros dos hombres, como no era un personaje importante, permaneció encerrado y olvidado en la Torre.
Los monjes de la Cartuja de Londres siguieron padeciendo. Se ejecutó a tres más y los restantes se vieron sometidos a constantes humillaciones. Sus cuitas resultaban aún más dolorosas debido a que las otras casas de la orden habían accedido a prestar juramento, y el prior de la orden en Francia incluso envió un mensaje en el cual los instaba a seguir su ejemplo.
Nadie dio importancia al hecho de que, una tarde de junio, por orden del despacho del vicerregente Cromwell, el cobarde padre Peter Meredith, que todavía se hallaba muy delicado, fuera sacado del monasterio y trasladado a otra institución religiosa del norte. El viejo Will Dogget lo acompañó.
En la primavera de 1536 se produjo un hecho doblemente irónico. Tal vez, si hubiera seguido siendo su esposa, o si hubiera recibido un trato más humano, la reina Catalina, la esposa española de Enrique, habría vivido más años. Pero al margen de esas conjeturas, lo cierto es que, a principios de ese año, la Reina falleció en una fría mansión en East Anglia. Por lo tanto, si Enrique hubiera aguardado habría podido contraer matrimonio sin necesidad de romper con Roma.
Al cabo de unos meses, Ana Bolena, la otra gran causa de esta situación, tras no haber conseguido engendrar el ansiado heredero varón, cayó en desgracia y fue ejecutada. Posteriormente el Rey se casó de nuevo. Pero no devolvió la Iglesia a Roma. Le complacía ser el jefe supremo, y, por otra parte, la Iglesia le reportaba pingües beneficios.
1538
Era una mañana de mayo, pero la atmósfera presagiaba tormenta.
Los dos Fleming se miraron con expresión sombría a través de un pequeño puesto callejero. Ninguno de los dos era capaz de articular palabra, pero en más de una ocasión contemplaron con tristeza la Cartuja como diciendo: «Nos has abandonado». Aunque es difícil saber lo que el pobre monasterio, en ese momento desierto, podía haber hecho por ellos. Pero ese día Fleming y su esposa no pensaban en tales minucias. Estaban ocupados compadeciéndose de sí mismos. Habían decidido desmontar el puesto callejero. El negocio estaba acabado.
La culpa la tenía el rey Enrique. O, para ser más precisos, su vicerregente Cromwell. Pues Cromwell había decidido clausurar todos los monasterios.
La disolución de los monasterios se había convertido en un caso insólito. Durante los últimos dos años, a lo largo y ancho del país, Cromwell y sus hombres habían visitado primero las instituciones religiosas de menor importancia y luego las más grandes. Algunas habían sido acusadas de negligencia, otras clausuradas sin pretexto alguno. Sus vastas tierras y propiedades, acumuladas a lo largo de los siglos, habían ido a parar a manos del nuevo jefe espiritual de la Iglesia, que había vendido buena parte de las mismas, algunas de las cuales permitió que sus amigos las adquirieran a bajo precio. Aproximadamente una cuarta parte de las propiedades en Inglaterra habían cambiado de manos, lo cual representaba el mayor cambio que se había producido desde la conquista normanda.
«De paso ha transformado las finanzas del Rey», observó Cromwell con satisfacción. Gracias a ello, el jefe supremo de la Iglesia había comenzado a edificar Nonsuch, otro gigantesco palacio situado en las afueras de Londres.
Pero eso no era todo. El partido reformista de la Iglesia anglicana había recibido tal fuerza y aliento de esta depuración del pasado que había obtenido la autorización de Enrique para emprender, esa primavera, otra purga.
«¡Superchería! —declararon Cromwell y sus correligionarios—. Es preciso acabar con la superchería papista en Inglaterra». No fue una purga a gran escala, pero durante varias semanas se dedicaron a destruir sistemáticamente, en todo el país, multitud de imágenes, estatuas y reliquias. Quemaron unos fragmentos de la Santa Cruz, y clausuraron numerosos santuarios. Incluso destruyeron el espléndido templo dedicado a Tomás Becket, el santo londinense, y trasladaron su oro y sus gemas a las arcas del Rey. El propósito de tales desmanes era claro.
No obstante, incluso Cromwell debió reconocer que ese celo religioso tuvo un desagradable efecto secundario. Los monasterios habían constituido el refugio y consuelo de una legión de pobres. Habían albergado a viejos indigentes como Will Dogget; habían alimentado a los hambrientos que llamaban a sus puertas suplicando comida. De golpe, en Londres aparecieron numerosas tribus de mendigos a quienes las parroquias apenas podían atender. Los concejales acudieron a Cromwell, quien reconoció que era preciso remediar la situación.
Por otra parte, estaba el problema de los propietarios de puestos callejeros. ¿Qué iban hacer aquéllos que, al igual que los Fleming, vendían ante la verja de todos los monasterios londinenses las chucherías e imágenes religiosas que en ese momento estaban prohibidas? Por lo visto, nada. «Nuestro oficio ha desaparecido», afirmó la señora Fleming. Con gran amargura, comenzaron a desmontar el puesto callejero.
Al cabo de unos minutos, mientras avanzaban empujando su carretilla por Smithfield, se toparon con otro penoso espectáculo. En el centro de la explanada se había congregado una multitud. Ante ésta habían erigido un extraño cadalso rectangular, debajo del cual habían apilado un montón de troncos. Al acercarse los Fleming vieron a un anciano colgado por los brazos de unas cadenas sujetas al cadalso, mientras unos hombres se disponían a encender los troncos.
Los reformadores hicieron un buen trabajo ese día. Además de destruir las estatuas, imágenes y reliquias que fomentaban la superchería, habían quemado a un anciano.
Al viejo doctor Forrest le habían dicho que debía haber muerto hacía años. Su delito consistía en haber sido el confesor de la pobre Catalina. Forrest, un anciano de más de ochenta años, había permanecido medio olvidado en la cárcel durante algunos años hasta que alguien había decidido que era mejor quemarlo o se moriría por causas naturales. Los Fleming vieron, presidiendo esta pequeña ceremonia, a un individuo alto, con una barba entrecana y expresión hosca, a quien, al acercarse, oyeron preguntar al anciano: «¿En qué estado moriréis, doctor?».
Hugh Latimer, el intelectual de Oxford y predicador reformista, había sido nombrado obispo. Si él tenía alguna objeción a este lamentable asunto, no lo demostró. El anciano respondió dignamente que, aunque los ángeles comenzaran a impartir otras doctrinas que no fueran las de la sagrada Iglesia, él no los creería. A lo cual Latimer indicó que había llegado el momento de que ardiera.
Pero esa mañana habían ideado algo muy especial. En lugar de la acostumbrada hoguera, en que la víctima no tardaba en morir asfixiada o debido a las llamas, habían decidido suspender al anciano de unas cadenas sobre el fuego para que padeciera una muerte lenta y torturarlo durante horas. Las órdenes se cumplieron bajo la supervisión de Hugh Latimer. Pero la multitud estaba harta. Cuando las llamas y el humo comenzaron a alzarse, un grupo de hombres jóvenes y fuertes derribaron el cadalso y a los pocos minutos el anciano había muerto.
Lentamente, los Fleming prosiguieron su camino.
—Menos mal —observó la señora Fleming a su marido— que mi hermano Daniel se gana bien la vida con la barcaza real. A partir de ahora tendrá que mantenernos.
—¿Crees que lo hará?
—Por supuesto —contestó la mujer—. Somos familia, ¿no?
En ese momento la señora Fleming oyó unos truenos a lo lejos.
Pero esa mañana, a treinta kilómetros al este, en la vieja ciudad de Rochester no había estallado una tormenta, sino que se veía el cielo de un azul pálido y un resplandor verdoso sobre las aguas del río Medway mientras se deslizaba en silencio para encontrarse con el Támesis al otro lado del promontorio.
Todo estaba en silencio mientras Susan aguardó.
El año anterior a Thomas se le había ocurrido la idea de mudarse a Rochester; y aunque al principio ella no estaba muy convencida, al fin se había alegrado de hallar un agradable refugio en la vieja población, lejos de las penosas escenas que asociaba con la capital. Los niños también se sentían felices allí. En la modesta casita que habían alquilado junto a la catedral, Susan había hallado una nueva paz.
Pero tenía sus reservas sobre la reunión a la que iba a asistir esa mañana. Thomas había insistido en ello, y después de los favores que éste les había hecho en los últimos años, Susan no había podido negarse. Thomas incluso había tenido el detalle de aparecer unas horas antes y llevarse a los niños de paseo, para que Susan pudiera charlar a solas con el visitante. Pero ¿deseaba verlo?
Peter. Durante las primeras semanas después de la muerte de Rowland, Susan no soportaba siquiera oír pronunciar su nombre. Cuando se enteró de que Peter había abandonado Londres para trasladarse al norte, se alegró. En un par de ocasiones, durante los dos últimos años, Susan había pensado en escribirle, pero no lo había hecho porque no sabía qué decir. Y en ese momento esperaba su visita. Todos los monjes en Inglaterra se habían quedado sin hogar. A raíz de la clausura de los monasterios, los clérigos habían tenido que desalojarlos. La mayoría de ellos percibían unas pensiones bastante generosas. Algunos se habían convertido en párrocos; otros habían colgado los hábitos y se habían casado.
«Estoy dispuesta a verlo —había informado Susan a Thomas—, pero quiero que le aclares una cosa. No puedo acogerlo en mi casa. Que no se haga ilusiones».
A media mañana sonaron unos golpes en la puerta y unas pisadas en la entrada de la casa. Y entonces Susan vio a su marido.
En los años siguientes, pocas personas en Rochester prestaron especial atención a la familia Brown. Las vecinas de Susan Brown la recordaban como una piadosa viuda que había vuelto a casarse. Decían que su nuevo marido, Robert Brown, había sido monje, pero nadie podía asegurarlo. Era un hombre de carácter apacible que adoraba a su esposa y a sus hijastros, los cuales se referían a él afectuosamente como «padre». Se había empleado de maestro en la vieja escuela de Rochester; y parecía satisfecho con su trabajo y su familia, aunque a veces, según las personas que habían llegado a conocerlo un poco, mostraba una expresión triste que dejaba entrever que acaso echaba de menos la vida en el convento que había tenido que abandonar.
Cuando Robert Brown murió, diez años después de haber llegado a Rochester, su esposa estaba tan afectada que el sacerdote oyó que lo llamaba suavemente «Rowland», que era el nombre de su primer marido. Pero el sacerdote sabía que las personas, cuando perdían a un ser querido, solían sentirse confundidas y no le dio mayor importancia.
En las décadas siguientes, ninguna familia se comportó de manera más discreta que los Brown. Susan estaba empeñada en vivir en paz. Las chicas se casaron; el joven Jonathan se convirtió en maestro de escuela. Íntimamente, por supuesto, seguían siendo católicos. Pero después de lo que había padecido, Susan aconsejó a sus hijos: «Pase lo que pase, no rechistéis. Silencio».
Los últimos años del rey Enrique fueron penosos. Estaba hinchado y enfermo. La fortuna que había robado a la Iglesia la dilapidó en suntuosos palacios y absurdas empresas extranjeras con el fin de satisfacer su afán de gloria. Tuvo numerosas esposas. Incluso el astuto Cromwell cayó en desgracia y murió decapitado.
El Rey había conseguido engendrar un hijo con la tercera de sus seis esposas. El pequeño Eduardo, según decían, era un niño brillante pero de salud delicada, y todo parecía indicar que sus tutores, Cranmer y sus amigos, se proponían alejar aún más al nuevo niño rey de la doctrina católica cuando muriera el rey Enrique. Pero hasta Susan se asombró al descubrir lo lejos que se proponían ir.
—El Prayer Book (el libro de oraciones de la Iglesia anglicana) de Cranmer —comentó Susan a sus hijos— pudo haber sido un libro aceptable. A fin de cuentas, se trata mayormente de una traducción del rito latino y reconozco que está escrito en un lenguaje muy hermoso. —Pero las doctrinas de la Iglesia anglicana ya no eran las de los reformadores, sino totalmente protestantes—. Niega el milagro de la misa —protestó Susan. Los sacerdotes podían casarse—. Lo que a Cranmer le viene muy bien —observó ácidamente.
Pero, en cierto aspecto, resultaba aún más indignante la destrucción física que exigían los protestantes. Susan lo comprobó con dolor un día en que, al visitar Londres, entró en la pequeña iglesia de Saint Lawrence Silversleeves de Peter.
El cambio era asombroso. La pequeña iglesia había sido despojada de todos sus adornos. El oscuro leccionario de roble que su hermano tanto había querido ya no estaba; lo habían quemado. Los muros habían quedado desnudos. Se habían llevado el altar y habían colocado una vulgar mesa en el centro de la nave. Incluso habían destruido los nuevos vitrales. Aunque Susan sabía que ese vandalismo se había producido en todo el país, presenciarlo allí, en la pequeña iglesia de su hermano, le dolió profundamente. «¿Acaso imaginan que destrozando todo cuanto es bello lograrán purificar sus almas pecadoras?», se preguntó. Pero pese a esos desmanes, Susan siguió fiel a su lema: silencio. Cuando el niño rey protestante murió y su hermana María ascendió al trono, Susan decidió dejar pasar un tiempo antes de celebrarlo. Era cierto que María, la hija de la pobre reina española Catalina, era una católica acérrima. Y no menos cierto que había jurado devolver Inglaterra al seno de la Iglesia de Roma.
—Pero tiene un carácter contumaz —dijo Susan—, y temo que no sabrá resolver el problema.
Lamentablemente, no se equivocó. Pese a las protestas de su pueblo, María insistió en casarse con Felipe, rey de España. A partir de ese momento, la causa católica, en opinión de muchos ingleses, significó que estaban no sólo sometidos a un papa, sino a un rey extranjero. Al poco tiempo comenzaron a quemar a los protestantes. Todos los cabecillas de la reforma fueron condenados. Cuando quemaron a Cranmer, Susan se compadeció de él. Cuando el cruel Latimer fue condenado a la hoguera, Susan se limitó a encogerse de hombros.
—Él condenó a otros a una muerte más atroz —dijo.
Los ingleses pusieron a su soberana el apodo de María la Sanguinaria; y cuando, al cabo de cinco tristes años, ésta murió sin haber tenido hijos, a Susan no le asombró que en Inglaterra la religión continuara siendo un tema sin resolver.
Sólo quedaba una de los vástagos del rey Enrique, Isabel, hija de Ana Bolena, y Susan estaba segura de que ésta no sería capaz de devolver Inglaterra a Roma. Pues si el Papa de Roma era la auténtica autoridad de la Iglesia, el matrimonio de la madre de Isabel con el viejo rey sin duda fue ilegítimo. Ella misma, por lo tanto, era una bastarda y no podía ocupar legítimamente el trono de Inglaterra. La componenda religiosa ideada por Isabel fue perfectamente lógica. La cuestión de la misa se describió mediante una fórmula tan misteriosa que con un poco de buena voluntad podía interpretarse en un sentido o en otro. Se conservó cierta medida de ceremonial religioso. Se negó la autoridad del Papa, pero Isabel tuvo la prudencia de proclamarse gobernadora suprema en lugar de jefe supremo de la Iglesia anglicana. Así pues, a los católicos les dijo: «Os he dado un catolicismo reformado». Y a los protestantes: «Negamos la autoridad del Papa». O, como Susan observó secamente:
—Una hija bastarda; una Iglesia bastarda.
Pero hasta Susan tuvo que reconocer que Isabel hacía gala de una gran sabiduría. Pues cuando toda Europa se dividió en dos inmensos campos religiosos, cuya hostilidad aumentaba por momentos, la postura de la reina de Inglaterra no resultó fácil. Aunque Isabel contemporizó con los grandes poderes católicos e incluso insinuó que estaba dispuesta a casarse con uno de sus príncipes y devolver Inglaterra al seno de Roma, en Londres y otras ciudades tuvo que enfrentarse a un pueblo protestante cada vez más apegado a su fe. Esto nada tenía de extraño. Los inteligentes mercaderes y artesanos, una vez que habían conseguido su Biblia inglesa y el Book of Common Prayer, querían decidir por ellos mismos. Los socios comerciales, en los Países Bajos, en Alemania e incluso en Francia, eran en su mayoría protestantes. Poco a poco las formas más extremas del protestantismo se fueron introduciendo en la sociedad. Puritanos, según empezaron a denominar a esas gentes. Aun suponiendo que Isabel hubiera detestado a los protestantes —secretamente simpatizaba con ellos—, la Reina no habría podido detener ese proceso sin recurrir a la tiranía y a métodos cruentos.
De modo que Isabel y su hábil ministro, el gran Cecil, concibieron una solución típicamente inglesa. «No pretendemos hurgar en los corazones de la gente —dijeron—, pero exigimos que exteriormente muestren su conformidad». Era una política benévola y necesaria; e incluso Susan estaba, en términos generales, de acuerdo con ella. Por lo tanto, cuando el Papa empezó a impacientarse con la reina inglesa y amenazó con excomulgarla si no devolvía su reino al seno de la Iglesia romana, Susan observó con enojo:
—Confío en que no lo haga.
Sólo una cosa, en esos años, hizo que Susan manifestara su disconformidad: la publicación, en 1563, de un voluminoso tomo. Se trataba de una obra titulada El libro de los mártires, de Foxe, y constituía un escandaloso ejemplo propagandístico. Este libro, escrito con el fin de suscitar la compasión y la rabia que anidan en cada ser humano, describía con todo lujo de detalles a los mártires de Inglaterra, es decir, a los protestantes que habían muerto durante el reinado de María la Sanguinaria. Sobre los católicos que habían padecido martirio, el autor no decía una palabra. El que algunos protestantes, como el malvado Latimer, hubieran quemado y torturado a un gran número de personas, no se mencionaba en el libro. Las ventas de éste fueron prodigiosas. Daba la impresión de que sólo hubiera existido la persecución católica de los protestantes.
—Es mentira —protestó Susan—. Pero me temo que persistirá.
Y así fue. El libro de los mártires de Foxe estaba destinado a ser leído en familia, como una advertencia a los hijos, y a configurar la percepción de los ingleses sobre la Iglesia católica a lo largo de varias generaciones.
Pero, salvo este incidente, Susan continuó guardando silencio. Había sufrido muchas desgracias y deseaba vivir en paz. Y consiguió vivir en paz, al menos en esta vida, con la excepción de un pequeño contratiempo.
Después de una larga carrera en la corte, donde no logró prosperar, su hermano Thomas se casó ya mayor. Su esposa era una chica de buena familia, y rica, que probablemente debido a un pequeño defecto de su carácter, según sospechaba Susan, no se había casado. Tras haberle dado un hijo, la esposa de Thomas murió. Poco después Susan recibió una carta de su hermano en la cual le comunicaba que él tampoco tardaría en abandonar este mundo y deseaba enviar a su hijito a vivir con ella en Rochester, «donde sé que tú y Jonathan cuidaréis de él».
Y así fue como, en los últimos años de su vida, Susan tuvo que hacerse cargo de un precioso niño que tenía el pelo castaño rojizo y, según ella misma tuvo que reconocer, un gran encanto. Se llamaba Edmund.
Pero en ocasiones Susan se preguntaba si el niño no tenía un carácter demasiado indómito.