3. La cruz
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La mujer contempló el mar. Su larga melena caía suelta por encima de su traje de caza, cuyos pliegues agitaba el viento. El refulgente sol otoñal estaba todavía en el este.
Sus últimos momentos de libertad. La mujer había permanecido tres días en ese escabroso lugar que constituía su refugio, pero en ese momento debía regresar y tomar una decisión. ¿Qué respuesta le daría a su marido?
Era el Haligmonath —el mes sagrado— según llamaban en los países paganos del norte al antiguo mes romano de septiembre.
El lugar donde se hallaba la mujer estaba situado en el inmenso y curvado litoral más allá del estuario del Támesis, donde Inglaterra se adentra a lo largo de unos ciento doce kilómetros hacia el este en las aguas del frío mar del Norte. Ante ella se encontraba el vasto y grisáceo mar. A su espalda, grandes llanuras cubiertas de marjales y páramos, bosques y praderas que se extendían hasta el horizonte. Y a su derecha unas largas y desoladas playas que se prolongaban hacia el sur a lo largo de ochenta kilómetros antes de describir un recodo que formaba la amplia entrada al Támesis.
Se llamaba Elfgiva —«el regalo de las hadas» en la lengua anglosajona—. Su traje, exquisitamente recamado, indicaba que era de noble alcurnia. Tenía treinta y siete años, cuatro hijos ya crecidos, la tez pálida, un rostro armonioso y los ojos azul celeste. Aunque entre su cabello dorado se mezclaban unas hebras plateadas, sabía que todavía era una mujer hermosa. «Aún podría tener otro hijo», pensó. Incluso la hija que tanto anhelaba. Pero ¿de qué le servía si esta terrible situación no se resolvía?
Aunque los dos sirvientes que aguardaban junto a los caballos no veían la angustia que reflejaba su rostro, adivinaban sus sentimientos. Se compadecían de ella. Todos los sirvientes de la casa sabían que, después de un cuarto siglo de matrimonio feliz, su amo y su ama se habían peleado.
—Es una mujer muy valiente —murmuró un mozo al otro—. Pero ¿será capaz de resistir?
—Contra el amo es imposible —respondió el otro—. Siempre se sale con la suya.
—Es cierto —dijo el mozo—. Pero es orgullosa.
No resultaba fácil para una mujer ser demasiado orgullosa entre los anglosajones de Inglaterra.
Durante los últimos dos siglos se habían registrado unos cambios profundos en la isla septentrional de Britania. El primero consistía en que, desde la caída del Imperio romano, Britania había dejado de ser una provincia romana. El segundo era que, al igual que buena parte del Imperio, había sido invadida.
Siempre había habido bárbaros aguardando a las puertas del Imperio, pero Roma había conseguido repelerlos o absorberlos como mercenarios y colonos inmigrantes. A partir del año 260, sin embargo, a medida que el gigantesco Imperio se fragmentaba en regiones, las incursiones de los bárbaros fueron más difíciles de controlar. Y hacia el año 400, las numerosas tribus del norte de Europa, alarmadas por la aparición de los terribles hunos de Asia, iniciaron una serie de inmensas migraciones hacia el oeste. El proceso se desarrolló de manera paulatina. Pero lentamente los godos, lombardos, borgoñones, francos, sajones, bávaros, eslavos y muchos otros se asentaron junto a las poblaciones existentes, establecieron sus territorios tribales y el antiguo orden y civilización de Europa occidental experimentó una transformación radical.
Poco después del 400 el atribulado emperador romano retiró las tropas de Britania y envió a los provincianos de la isla el siguiente mensaje: «Defendeos vosotros mismos».
Al principio, los isleños se las apañaron. Sufrieron reiterados ataques por parte de piratas germanos, pero los puertos y las poblaciones de la isla disponían de defensas. Al cabo de unas décadas, empezaron a emplear a mercenarios germanos para que los protegieran. Poco a poco, sin embargo, cuando el antiguo comercio con el continente se vino abajo, la situación se agravó. Surgieron numerosos cabecillas regionales. Los mercenarios se afincaron en la isla y enviaron mensajes a sus compatriotas en ultramar para comunicarles que la provincia isleña se había debilitado y fragmentado.
Había germanos del norte —tribus procedentes de las regiones costeras de las actuales Alemania y Dinamarca—, anglos, sajones y otros pueblos, incluida, probablemente, una tribu relacionada con éstos, llamada de los jutos. La mayoría de estas personas eran rubias y con ojos azules.
Llegaron en oleadas constantes y extendieron su dominio en Inglaterra desde el este hasta el oeste. En ocasiones los isleños resistieron con éxito. Hacia el año 500, un líder romanobritánico defendió la región occidental contra ellos, y su nombre, que los cronistas históricos descubrieron mucho después, dio origen a la leyenda del rey Arturo.
Pero pese a esos valerosos intentos por preservar el antiguo mundo romanobritánico, al cabo de un siglo y medio de su llegada, los inmigrantes se habían adueñado de la tierra inglesa. No lograron colonizar Gales, en el extremo oeste, ni Escocia, en el norte. En el resto del territorio, salvo en algunos nombres de lugares y nombres de ríos —por ejemplo Thames derivado de Támesis—, desaparecieron en gran medida las antiguas lenguas celta y latina. La colonización dio paso a varios reinos célebres: los anglos fundaron Northumbria y Mercia central; en el sur se hallaban los reinos sajones de Wessex en el oeste, Sussex en el centro y Kent en la antigua península de los cantii. La inmensa zona de tierras bajas situada al otro lado del estuario frente a Kent se dividió en dos partes: en la región septentrional se instalaron los anglos de East Anglia; en el sur, el rey sajón de Essex.
Elfgiva regresaba de East Anglia junto a su esposo.
Era su tierra natal. Cada año Elfgiva viajaba a East Anglia para visitar la tumba de su padre. Esa vez, confiaba en que la visita le daría fuerzas, y en cierto sentido así fue. A Elfgiva le encantaba pasearse por la costa donde los amplios bajíos y playas se veían interrumpidos únicamente por las bajas y prolongadas líneas de las dunas antes de que se confundieran con las olas que bañaban la orilla. Gozaba sintiendo la brisa salada que soplaba, fresca y áspera, del mar. Decían que gracias a ella los habitantes de East Anglia vivían más.
En el interior, a poca distancia de la costa, estaba el cementerio, que consistía en una serie de montículos de poca altura, junto a unas retamas y árboles pequeños cuyas copas habían alisado los vientos. Elfgiva había pasado varias horas allí durante su visita. El montículo de mayor tamaño era la sepultura de su padre.
Elfgiva lo había amado y admirado mucho. Él había surcado los mares septentrionales y se había casado con una sueca. Había sido un marino tan intrépido que al morir lo habían enterrado en su barco con todas sus insignias. Elfgiva todavía podía oír su voz ronca y profunda. Se preguntaba si su padre, mientras estaba en su sepultura con su larga barba extendida sobre su pecho, soñaba con los tempestuosos mares. Quizá. ¿Velaban los dioses del norte su descanso? Elfgiva no lo dudaba. ¿Acaso no los llevaba en la sangre? ¿No habían puesto sus gentes sus nombres a los días de la semana? Tiw, el dios de la guerra, tenía Tuesday (martes), en lugar de Marte en el calendario romano; Woden, o Wotan como lo llamaban los germanos, el más grande de todos los dioses, tenía Wednesday (miércoles), el día del medio; Thunor, el dios de los truenos, Thursday (jueves); Frigg, la diosa del amor, Friday (viernes), en lugar de la Venus romana.
«Mi bisabuelo era el menor de los hermanos de un linaje real —solía recordarle su padre—, de modo que descendemos del mismo Woden». Casi todas las familias reales de Inglaterra afirmaban descender de Woden. No era de extrañar que la infinita fortaleza de su padre pareciera provenir del mar y el cielo.
¿No era éste el patrimonio que ella había transmitido a sus cuatro hijos desde su más tierna infancia? ¿No les había enseñado que eran hijos del mar y del viento y de los mismos dioses? ¿Qué habría respondido su padre a la vergonzosa exigencia de su marido? Lo había comprendido con toda claridad mientras estaba junto a su sepultura. Y ése era el motivo de que, aunque su visita le había dado fuerzas, no le hubiese procurado ningún consuelo.
Su marido le exigía que se convirtiera a la fe cristiana.
El hombre y su bonita y joven mujer se hallaban de pie en el centro de un círculo formado por los aldeanos, junto al río. Ambos estaban aterrorizados.
Al igual que los otros, la pareja vestía unas sencillas camisas y unas calzas sujetas con unas tiras de bramante. Pero dos mujeres estaban tratando de quitarle las calzas a la muchacha, y en unos momentos le arrancarían también la camisa.
El delito y el juicio —como era— habían tenido lugar la víspera; la sentencia se habría cumplido también el día anterior si el anciano de la aldea no hubiera decidido esperar hasta que tuvieran una víbora. Ya la habían conseguido. El leñador sujetaba con cuidado a la víbora justo debajo de la cabeza. En unos instantes la acercaría a una pequeña hoguera de carbón vegetal para que se enfureciera.
En el suelo, delante de la joven, había un saco lleno de piedras. Tan pronto como le hubieran quitado la ropa, obligarían a la muchacha rubia a introducirse en él. Luego introducirían a la víbora en el saco, lo atarían y contemplarían las convulsiones del saco mientras la víbora atacaba. Cuando el anciano de la aldea diera la orden, tirarían el saco al río y dejarían que se hundiera.
Así era como castigaban a una mujer por practicar la brujería.
No tenían la menor duda de que ambos eran culpables: los habían sorprendido con las manos en la masa. Nadie trataría de defenderlos. El joven había declarado que su mujer no estaba implicada, pero nadie le había hecho caso. Él había llegado de la casa en que vivían ambos antes de hacerlo, y ella estaba presente. A los ojos del pueblo, eso la convertía en culpable.
«Ella debió de decirle que lo hiciera», comentó alguien. «No trató de impedírselo», opinaron otros. Sea como fuere, las antiguas leyes —los dooms— de los anglosajones eran crueles e implacables. «Metedla en el saco», gritaron.
Offa, el joven marido, suscitaba más simpatías entre los aldeanos, aunque su sentencia estaba asegurada. Nadie podía negar que había demostrado valor. Los hechos eran muy simples. El anciano jefe de la aldea, un hombre alto y astuto, se había encaprichado de la mujer de Offa. Había tratado de seducirla y casi había logrado violarla antes de que sus gritos lo obligaran a detenerse. Eso era todo. Nada grave había ocurrido. Pero Offa estaba enamorado de su mujer, y ella de él. Offa no soportaba la idea de la violación. Algunos vecinos opinaban que el joven había perdido ligeramente la razón.
Si Offa se hubiera limitado a agredir al anciano jefe, la cosa no habría sido tan grave. Las disputas entre los habitantes vecinos de la aldea solían saldarse con dinero. Si uno le amputaba a otro las manos, le costaba tanto; si le cortaba un brazo, la indemnización era más elevada. A veces incluso saldaban una muerte con el pago de cierta cantidad de dinero a la familia de la víctima. Pero no fue eso lo que había hecho el joven. Azuzado sin duda por su esposa, la víspera había salido de su casa y le había clavado un alfiler al jefe de la aldea. Eso era una cuestión muy distinta. Eso era brujería.
Aunque el hecho de clavar alfileres en las efigies de las víctimas era una forma común de brujería, otro método consistía en clavar un alfiler directamente en la propia víctima, como sucede en el cuento de la Bella Durmiente, y luego rezar no para que la víctima se quedara dormida, sino para que la herida se infectara y muriera a consecuencia de la misma. Ése era el terrible delito del que acusaban a Offa. Dado que era un joven humilde, no tuvo posibilidad alguna. Era un muchacho exuberante de veinte años, más menudo que la mayoría de los fornidos aldeanos sajones, con el pelo castaño mientras el de ellos era rubio, pero, como los de ellos, sus ojos eran azules. Su agilidad mental y viveza de genio demostraban que por sus venas corría más sangre celta que sajona. El joven tenía dos señas distintivas: un mechón de pelo blanco sobre la frente y una curiosa membrana entre los dedos de las manos. Aunque su nombre era Offa, los otros aldeanos lo llamaban Pato.
Hacía un siglo y medio que su familia había abandonado la antaño romana ciudad de Londinium. Eran pequeños comerciantes que habían servido en la milicia cuando las legiones habían partido y habían observado con inquietud la decadencia de la ciudad. Todavía seguían allí en el año 457, cuando miles de habitantes de Kent se trasladaron a Londinium para escapar de un inmenso contingente de saqueadores sajones. Si bien en aquella ocasión las murallas, reforzadas con unos bastiones adicionales y el enorme muro construido a lo largo del muelle, les habían protegido, aquélla fue la última hora de gloria de la ciudad, el principio de un fin que llegó de repente. A los agricultores sajones que se adueñaron de la tierra no les interesaban las ciudades. La vieja metrópoli, una vez perdido su propósito, se hundió en la decadencia y se quedó vacía. Una generación más tarde, la familia de Offa se había empobrecido; al cabo de otra, abandonaron la ciudad. El abuelo de Offa se había ganado a duras penas la vida quemando carbón en los bosques de Essex; su padre, un hombre de carácter alegre y un magnífico cantante, había sido adoptado por esta pequeña aldea y había contraído matrimonio con una muchacha sajona. Por consiguiente, esos aldeanos eran los parientes de Offa; no tenía otros.
Era un lugar pequeño, poco más que un claro en el bosque, pero situado junto a uno de los numerosos ríos que seguían un modesto y serpenteante curso a través de los bosques y ciénagas hasta alcanzar el tramo inferior del Támesis. Había unas pocas chozas de color pardo con techo de paja, un largo establo de madera, dos campos, uno listo para la cosecha, el otro en barbecho, un prado, y una zona de hierba donde cuatro vacas y un viejo caballo pastaban ociosamente. Junto a la ribera había un bote pintado de negro. Aquí y allá crecían robles, fresnos y hayas. Unos cerdos hocicaban en el mullido suelo del bosque en busca de nueces y bellotas.
Antiguamente, a un par de kilómetros de la aldea, pasaba una carretera romana que salía de Londinium y se extendía hacia el este, pero por aquel entonces se hallaba cubierta de maleza. Sin embargo, la aldea no estaba completamente aislada, pues por el bosque discurría un tortuoso sendero que de vez en cuando traía algún viajero hasta aquel lugar, y sobre el río había un pequeño puente de madera.
El joven Offa era uno de los habitantes más pobres de la aldea. No poseía la cuota de terreno asignada a un agricultor, un yardland. «Sólo tengo un cuarto», había advertido a su novia cuando la cortejaba. Para comer, trabajaba para otros. No obstante, era un hombre libre. Un aldeano sajón en una aldea. Pero en esos momentos, tan pronto como hubieran ahogado a su esposa, iban a aplicarle un castigo acaso peor que la muerte.
«Que lleve la cabeza de un lobo», había declarado el jefe. Lo que significaba vivir en el bosque como los lobos, sin amigos, solo. Un proscrito. Ése era el terrible castigo reservado a los hombres libres. Un proscrito no tenía derechos. Si el jefe de la aldea lo perseguía para matarlo, tenía la libertad de hacerlo. Nadie en la zona le daría cobijo. Estaba condenado a deambular por los bosques y prados, a sobrevivir o morir solo. Ése era el doom de los anglosajones.
Ricola, su mujer, a la que ya habían desnudado, lo miró. Su cara redonda y alegre estaba muy pálida. Él sabía que lo amaba, pero su expresión sólo decía una cosa: «Tú me has hecho esto. Voy a morir. Tú no». Algunos hombres la miraban con lascivia. No podían remediarlo. A fin de cuentas, tenía un cuerpo joven y apetecible. Estaba rellenita, tenía la piel blanca y sonrosada y unos pechos suaves y lozanos. Dos hombres cogieron el saco y lo abrieron. El individuo que sostenía la víbora sonrió. La justicia sajona era cruel.
—Sálvanos, Woden —murmuró el joven mirando desesperado alrededor.
Sin duda sus vidas no podían terminar así.
Elfgiva y sus acompañantes cabalgaban lentamente. Era un viaje de sólo un día, y ella todavía se sentía confusa. No se trataba sólo de renegar de su fe, aunque nada era más importante para ella. Había otra cosa: tenía un terrible presentimiento que, a medida que se aproximaba a casa, peor se hacía. ¿Qué significaba? ¿Era un mensaje de los dioses?
Qué aspecto tan plomizo tenían las nubes. Se habían aproximado desde detrás de ella y en ese momento ocultaban el sol. Los viajeros pasaban por un paraje desierto: pequeños arbustos, hierba quemada, helechos pardos. Elfgiva seguía enfrascada en sus pensamientos. Mientras reflexionaba, recordó las palabras de su padre, pronunciadas hacía muchos años: «Cuando un navegante emprende una travesía, prepara el barco, elige el rumbo y zarpa. ¿Qué otra cosa puede hacer? Pero no conoce el resultado, las tormentas que pueden desencadenarse, las nuevas tierras que puede encontrar, o si regresará o no. Ése es el destino, y uno debe aceptarlo. Jamás creas que puedes escapar al destino».
Los anglosajones lo llamaban wyrd. El destino. El wyrd era invisible, pero lo dominaba todo. Incluso los dioses estaban sometidos a él. Eran los actores; el wyrd constituía la historia. Y cuando los truenos de Thunor retumbaban por el firmamento y su eco resonaba entre las montañas, detrás del cielo, conteniendo ese eco, se encontraba el wyrd. No era ni bueno ni malo; era incognoscible. Se lo sentía constantemente, en la tierra, el ondulante mar, el cielo gris y cavernoso. Incluso los anglosajones y los escandinavos conocían el wyrd, que decidía sobre la vida y la muerte y otorgaba a sus canciones y poesías un vibrante fatalismo.
Sólo el destino decidiría lo que iba a suceder cuando ella se reuniera con su esposo.
—Decidiré lo que debo hacer cuando lo vea —murmuró Elfgiva en voz alta. Aquella noche rezaría a Woden y a Frigg.
Atravesaron un bosque y llegaron al río. Era muy profundo. Enojada, Elfgiva comprendió que si trataba de vadearlo se mojaría. Miró unos minutos alrededor en busca de un lugar más adecuado para cruzar el río. Entonces, al ver el pequeño puente, vislumbró el extraño grupo y se marchó a medio galope.
Al cabo de un momento, Offa se asombró al descubrirse mirando fijamente a una bella dama que los dioses habían hecho que surgiera del bosque montada en un hermoso caballo.
—¿Qué ha hecho esa mujer? —preguntó la dama observando con curiosidad a la muchacha desnuda.
El anciano jefe de la aldea se apresuró a explicarle el caso. Elfgiva miró a la multitud. Al ver el saco y la serpiente se estremeció. Observó detenidamente a la joven pareja. Era por casualidad que había llegado a esta aldea oculta en el bosque. ¿Por qué la había llevado el destino hasta allí? Tal vez para salvar una vida. Mientras Elfgiva contemplaba a la pareja, le pareció que sus problemas personales perdían importancia. En cierto sentido casi sentía envidia. Eran jóvenes. Daba la impresión de que el joven amaba a la muchacha casi hasta la locura.
—¿Cuánto quieres por ellos?
—¿Cómo decís, señora?
—Estoy dispuesta a comprarlos. Como esclavos. Me los llevaré.
El jefe de la aldea dudó. Era verdad que por ciertos delitos un hombre podía ser vendido como esclavo, pero no sabía cuánto pedir por el joven.
Elfgiva sacó una moneda de la bolsa que colgaba de su cintura. Los sajones no poseían sus propias monedas, sino que utilizaban las de los comerciantes que acudían del otro lado del Canal de la Mancha. La moneda que había sacado era de oro. Toda la aldea la contempló estupefacta. Pocos de ellos habían visto una moneda como aquélla, pero el anciano y varios hombres tenían una idea aproximada de su valor.
—¿Necesitáis a los dos? —preguntó a la dama. Tenía ganas de ver a la muchacha desnuda metida en el saco con la serpiente.
—Sí.
El anciano jefe comprendió de inmediato lo que la aldea deseaba que hiciera. Indicó a las mujeres que soltaran a la muchacha, que empezó a vestirse deprisa.
—Córtales el pelo —ordenó Elfgiva a uno de sus sirvientes.
Era el signo distintivo de todos sus esclavos, pero Offa y su esposa estaban tan aterrorizados por lo que había estado a punto de ocurrir que se sometieron dócilmente a sus órdenes. En cuanto les hubieron cortado el cabello, Elfgiva entregó la moneda al anciano y se volvió hacia la joven pareja.
—Ahora me pertenecéis. Caminad detrás de mí —les ordenó.
Con esto partió montada en su caballo y atravesó el pequeño puente.
Viajaron durante un rato en silencio. Offa se dio cuenta de que se dirigían hacia el oeste.
—Señora —dijo al fin Offa respetuosamente—. ¿Adónde nos dirigimos?
Elfgiva volvió brevemente la cabeza.
—Es probable que no hayas oído hablar de ese lugar —contestó sonriendo—. Se trata de una pequeña factoría. Se llama Lundenwic. —Y se volvió de espaldas de nuevo.
Independientemente de lo que decidiera el destino, no cabía duda de que la suerte de Elfgiva residía esa mañana en la enérgica mano de la poderosa figura que, sin que ella lo supiera, en ese momento cabalgaba siguiendo una ruta exactamente paralela a la suya a tan sólo treinta kilómetros al sur.
Todas las personas que conocían a su esposo habrían estado de acuerdo. «Puede que ella sea valiente, pero Cerdic no se deja vencer por nadie». Dos acontecimientos —uno que se había producido la víspera, el otro que Cerdic tenía previsto para la mañana siguiente— habrían bastado para convencerlos: «Ella no tiene la menor posibilidad de ganar».
Cerdic avanzaba a paso ligero. Aunque su casa distaba sólo treinta kilómetros en línea recta, era como si estuviera a un mundo de distancia, pues el noble se encontraba al otro lado del estuario del Támesis, cabalgando por los elevados montes de creta del reino de Kent.
El contraste entre los dos lados del estuario no podía haber sido mayor. A diferencia de las inmensas llanuras de East Anglia, la estrecha península de Kent estaba dividida por los grandes peñascos que se extendían hacia el este hasta terminar bruscamente en los elevados y blancos acantilados que se erguían por encima del mar. Entre estos peñascos se extendían grandes valles y llanuras —unos inmensos y ondulantes campos abiertos en las regiones del este, y en el oeste, frondosos bosques, campos más pequeños y huertos.
Si Elfgiva procedía de la libre y escarpada costa, Cerdic era oriundo de la ordenada región de Kent. Y ahí radicaba la diferencia.
La familia de Cerdic llevaba residiendo allí desde que los primeros sajones y jutos se habían asentado en aquel lugar. Su propiedad, situada en el oeste, seguía constituyendo su verdadero hogar, pero de joven Cerdic había instalado una segunda residencia en la pequeña factoría de Lundenwic, junto al Támesis. Allí recibía y enviaba mercancías y partía con un grupo de caballos de carga para visitar todas las zonas de la isla. Era un comercio que le había hecho realmente rico.
Cerdic era un hombre alto y corpulento, fanfarrón, un sajón hasta la médula, rubio, de ojos azules, con un genio vivo. Aunque tenía una barba espesa, su cabello comenzaba a clarear y el color de su piel indicaba que, cuando se enfurecía, podía enrojecer hasta la apoplejía. Al mismo tiempo, su amplio rostro germánico mostraba unos pronunciados pómulos que sugerían una fuerza y una autoridad calculada, fría. «Es fuerte como un toro, pero duro como un roble», solían decir de él sus sirvientes. Asimismo, todos opinaban que, al igual que su padre, Cerdic viviría hasta una edad avanzada: «Son demasiado listos para morir jóvenes».
Había otros dos rasgos de carácter, muy marcados en sus antepasados, apreciables en Cerdic. Uno era que, una vez que empeñaba su palabra, jamás se echaba atrás. Como comerciante, esta cualidad le resultaba muy útil. El otro, aunque a veces era motivo de mofa entre sus amigos, solía inspirar respeto e incluso temor.
Para Cerdic, sólo existían dos aspectos para una cuestión. Fuera lo que fuere lo que debía decidir —sobre algo que debía hacer, el carácter de un hombre, un caso de culpabilidad o inocencia— Cerdic opinaba que sólo había una respuesta correcta y una respuesta equivocada, sin medias tintas. Una vez que había tomado una decisión, su mente, que era muy sagaz, se cerraba como una trampa de hierro. «Según Cerdic, las cosas son blancas o negras, nunca grises», decían sus amigos.
Nada de ello hacía presagiar que la cuestión se resolviera favorablemente para su esposa. En aquellos momentos Cerdic regresaba de visitar la corte de su señor tradicional, el buen rey Ethelberto de Kent, en la ciudad de Canterbury.
Allí había cristianos.
En los tiempos en que Julius, el antepasado del joven Offa, se dedicaba a falsificar monedas en la Londinium romana, el cristianismo constituía un culto no oficial, en ocasiones perseguido. Un siglo más tarde, gracias a la conversión del emperador Constantino, el cristianismo había pasado a ser la religión oficial del Imperio, y Roma, la capital del mundo católico.
En la provincia de Britania, como en otros lugares, se construían iglesias, a menudo donde antes se erguían templos paganos. La Iglesia británica era importante. Incluso varias décadas después de que los romanos hubieran abandonado la isla, los obispos británicos seguían asistiendo a concilios eclesiásticos celebrados en lugares remotos. «Aunque eran tan pobres que nosotros teníamos que pagar sus gastos de viajes», comentaban los obispos italianos.
Pero entonces aparecieron los anglosajones, todos ellos unos paganos impenitentes. Los cristianos britanos lucharon, fueron marginados y luego silenciados. Transcurrió un siglo, y más.
Pero no todo estaba perdido. Llegaron unos misioneros. Desde Irlanda, convertidos recientemente por san Patricio, llegaron unos monjes celtas, intensos de espíritu, ricos en arte celta. Se fundaron unos monasterios en el norte de la isla, cerca de la frontera con los escoceses. No obstante, la mayor parte de Inglaterra seguía perteneciendo a los dioses nórdicos. Hasta la fecha.
En el año 597 de la era cristiana, el Papa envió al monje Agustín para que convirtiera a los anglosajones a la fe verdadera. Su misión le había llevado directamente a Canterbury, en la península sudeste de Kent.
Ciertamente era un lugar idóneo. Situado en el centro de la punta de la península en una pequeña colina, Canterbury había sido desde tiempos romanos un importante centro con el que todos los puertos de Kent como Dover —situado tan sólo a treinta kilómetros al otro lado del Canal de la Mancha desde la Europa continental— estaban comunicados. Canterbury era el primer lugar importante al que llegaba un viajero procedente de Europa. Pero más importante que su geografía era el hecho de que el buen rey Ethelberto de Kent, cuya residencia principal se hallaba justamente en ésta, se había casado con una princesa franca, cuyo pueblo se había convertido al cristianismo. Fue la presencia de esta reina cristiana lo que atrajo a la Iglesia a Canterbury y le dio su oportunidad. En aquellos tiempos la regla de conversión era bien simple: «Convertid al Rey. Los demás seguirán su ejemplo».
—Sé que puedo fiarme de ti, mi buen Cerdic.
El día anterior, el rey Ethelberto, que lucía una barba entrecana, había apoyado su mano en el hombro de Cerdic mientras la reina Berta sonreía en señal de aprobación. Por supuesto que podían fiarse de él. ¿Acaso sus antepasados no habían sido unos leales compañeros de los primeros reyes de Kent? ¿No había dado el rey Ethelberto unas sortijas —el símbolo de amistad más íntimo entre un rey y sus hombres— al padre de Cerdic?
—Siempre nos alegramos de verte —había dicho la Reina— en nuestra corte de Canterbury.
La corte del rey de Kent era, con los criterios de los tiempos antiguos, bastante rústica. Si bien en la época de Roma la ciudad provinciana disponía de un pequeño foro, un templo, unos baños y otros edificios de piedra, en ese entonces se erguía un amplio recinto amurallado, en el centro del cual había otro edificio alargado, semejante a un establo, con unos muros de madera y un elevado techo de paja. Ésta era la residencia del rey Ethelberto. A poca distancia de allí, sin embargo, había otro recinto tan sencillo como el anterior, en cuyo centro se alzaba un edificio algo más imponente. Pues aunque parecía también poco más que un establo y era más reducido que la residencia del rey, era de piedra.
La catedral de Canterbury la construyó el propio monje Agustín. Posiblemente era el único edificio de piedra que en aquella época existía en la Inglaterra anglosajona. Pese a ser bastante primitivo, durante los primeros años de su existencia este pequeño edificio marcó un hito en la historia de la isla.
—Y ahora que contamos con Canterbury como base —dijo la Reina—, los misioneros podrán desarrollar con eficacia su labor —agregó mirando a su esposo con una sonrisa.
—Verás —explicó el Rey a Cerdic—, tu posición hace que nos seas muy útil.
El plan con respecto al resto de la isla, según averiguó Cerdic, era muy ambicioso. Los misioneros se proponían avanzar por la costa oriental hasta el norte. Su primer objetivo, sin embargo, era difundir su fe en ambas orillas del estuario del Támesis, lo cual significaba convertir, después de Kent, al rey sajón de Essex.
—Es mi sobrino —dijo el rey Ethelberto— y ha accedido a convertirse por respeto a mí. Pero —añadió con gesto de disgusto— algunos de sus seguidores quizá se muestren más reacios. —El Rey fijó la mirada en Cerdic—. Eres un hombre leal de Kent —prosiguió el monarca—, pero comercias desde Lundenwic, que se halla en la costa septentrional y, técnicamente, forma parte del reino de mi sobrino. Quiero que prestes a los misioneros toda la ayuda que puedas.
Cerdic asintió con la cabeza y respondió:
—Por supuesto.
—Dentro de poco se instalará allí un obispo. Y construirá una nueva catedral —añadió la reina Berta con entusiasmo—. Diremos al nuevo obispo que puede confiar en ti.
Cerdic se inclinó. Luego, pensando en las diversas residencias del rey de Essex, preguntó:
—Pero ¿dónde piensa construir ese obispo su iglesia?
El Rey se echó a reír.
—Mi querido amigo, veo que no lo has entendido —dijo y sonrió, aunque sus ojos reflejaban una expresión seria—. La catedral se construirá en Lundenwic.
Hacia última hora de la tarde Cerdic llegó a su destino. Desde que había partido de Canterbury había seguido el trazado de la vieja carretera romana —entonces un sendero cubierto de maleza— que se extendía por el borde septentrional de la península hasta alcanzar la desembocadura del río Medway, donde se encontraba un modesto asentamiento sajón llamado Rochester. Allí, en lugar de continuar por la vieja carretera romana que discurría a lo largo del estuario hacia la antigua ciudad de Londinium, Cerdic dobló hacia el interior, trepó por el escarpado cerro que dominaba la parte septentrional de la península y cabalgó por ella hasta llegar al extremo meridional. Entonces sonrió. Había llegado a casa.
La propiedad que había constituido el hogar de la familia de Cerdic durante el último siglo y medio estaba situada justo un poco más abajo de la cima del gran cerro. Consistía en una aldea y, un poco alejada, una casa o granja con el techo de paja junto a la cual había unos cobertizos de madera dispuestos alrededor de un patio. Desde esos edificios el terreno descendía formando una airosa y frondosa pendiente hasta el fondo del valle. Éste era el lugar conocido como Bocton.
La propiedad de Bocton era muy extensa. Había campos, manzanares y un productivo bosque de robles. También contenía una cantera —la cual no había sido utilizada desde tiempos romanos— de arenisca de Kent.
Pero el rasgo más singular del lugar, y que cada vez que lo veía hacía que Cerdic esbozara una sonrisa de profunda satisfacción, era la vista. Mirando hacia el sur desde Bocton se divisaba el gigantesco valle —aquel glorioso panorama cubierto de bosques que se extendía a lo largo de unos treinta kilómetros— conocido como el Weald de Kent (región arbolada de Kent). Bocton y las numerosas propiedades situadas a lo largo del prolongado cerro compartían esta magnífica vista, una de las mejores del sur de Inglaterra. No fue sólo la casa, sino ese enorme y espléndido panorama sobre el Weald lo que estaba en el corazón de Cerdic el sajón cuando exclamó:
—He llegado a casa.
Pero aquella vez no había ido sólo para admirar la vista. Había ido para visitar otra propiedad, no lejos de la suya, a la mañana siguiente. A nadie le había dicho el propósito de su visita.
Era asombroso lo rápidamente que Offa y Ricola se habían recuperado de su terrible experiencia. Como dos cachorros que después de caer al agua se sacuden para secarse, la joven pareja había aceptado su nueva situación y había recobrado su alegría antes de llegar a su nuevo hogar.
—No seremos esclavos durante mucho tiempo —aseguró Offa a su mujer—. Ya se me ocurrirá algo.
Y aunque Ricola era la más práctica de los dos, le creyó.
Al día siguiente de su llegada Offa fue enviado a ayudar a los hombres, quienes habían ido al campo a recoger la cosecha.
—Trabajarás a las órdenes del capataz de mi esposo y harás lo que él te mande —le explicó Elfgiva, aunque como esclavo suyo que era estaba siempre dispuesto a servirla. En cuanto a Ricola, su ama la envió a echar una mano a las mujeres.
Al principio ambos estaban demasiado ocupados para pensar en otras cosas. No obstante, Offa tenía tiempo de observar, y lo que veía le complació. Indudablemente, la pequeña factoría de Lundenwic era un lugar delicioso.
En realidad no era un lugar muy importante. El vado próximo a él resultaba muy útil para atravesar el río, pero estaba en una especie de tierra de nadie tribal entre los reinos sajones de Kent y Essex, y no tenía mayor trascendencia.
Cuando los sajones habían establecido por fin un pequeño asentamiento en tiempos del padre de Cerdic, habían prescindido de las inmensas ruinas desiertas de Londinium, la ciudad situada sobre dos colinas cercanas; asimismo, debido a que era una zona pantanosa, habían evitado los terrenos junto a la isla y el vado, situado río arriba, donde éste se curvaba y la margen septentrional descendía unos cinco metros hasta alcanzar el agua. Allí habían construido un muelle, el desembarcadero que en ese momento llamaban Lundenwic: Lunden, derivado del antiguo nombre celta y romano del lugar, Londinos, y —wic, que en anglosajón significaba «puerto» o, en este caso, «factoría».
Más arriba del desembarcadero de madera había un pequeño grupo de edificios que comprendía un pajar, un corral, dos cobertizos y la casa de Cerdic y sus sirvientes, rodeados por una recia cerca de mimbre. Todos esos edificios, grandes y pequeños, constaban de una planta y en su mayoría eran rectangulares. Sus muros, compuestos de pilares y tablas, eran bajos, pues medían sólo un metro y medio de altura aproximadamente, y estaban reforzados en el exterior por un terraplén inclinado, cubierto de césped. Sus elevados techos de paja, sin embargo, medían casi seis metros de altura. Cada edificio disponía de una recia puerta de madera. El suelo de la vivienda de Cerdic estaba un poco hundido, de modo que al entrar había que bajar un escalón para llegar a las tablas cubiertas con esteras de junco. El interior era cálido y confortable, pero algo oscuro, pues cuando cerraban la puerta la única iluminación provenía de los orificios de ventilación en el techo, construidos para que saliera el humo del fuego que encendían en la chimenea de piedra instalada en el centro del suelo. Allí era donde todos los ocupantes de la casa se reunían para comer. Junto a la vivienda había varias chozas pequeñas, incluida una, la más exigua, donde vivían Offa y Ricola.
Era un lugar encantador. La orilla septentrional, cubierta de hierba, era lo suficientemente alta para ofrecer una excelente vista del ancho río, así como de las ciénagas en la orilla opuesta. A un kilómetro y medio hacia la derecha se hallaba el vado, mientras que a la izquierda, a la misma distancia, se podía distinguir entre los árboles una parte de las inmensas ruinas romanas situadas en las dos colinas. Al otro lado del río se extendía desde la orilla meridional un promontorio de grava. «Ése es el mejor lugar para pescar», le había dicho un hombre. El único signo del sólido puente romano que antiguamente cruzaba entre esos dos puntos eran los restos de madera putrefacta que quedaban en el lado sur.
Lundenwic podía ser pequeño, pero, como Offa no tardó en descubrir, era un lugar extraordinariamente concurrido.
—El amo pasa más tiempo aquí que en Bocton —le informaron los sirvientes.
Los barcos bajaban por el río desde el interior de la isla, y a medida que las actividades de Cerdic aumentaron, los barcos subían incluso por el estuario desde las tierras de los escandinavos, los frisones y los germanos. En los comercios, Offa halló objetos de cerámica, balas de lana, espadas exquisitamente trabajadas y utensilios de metal sajones. También había perreras.
—Hay mucha demanda de perros de caza —le explicó el capataz.
Lo más curioso, sin embargo, era otro edificio situado a cierta distancia. Al igual que los comercios, consistía en un cobertizo con techo de paja, pero largo y estrecho, y por algún motivo el tejado era bajo, de manera que un hombre casi rozaba el techo con la cabeza. A cada lado había unos pequeños corrales destinados a cerdos o animales de pequeño tamaño. Offa observó que había unas cadenas sujetas a los postes.
—¿Para qué sirven esas cadenas? —preguntó.
El capataz lo miró de reojo.
—Son para nuestro mejor cargamento. El que da más dinero al amo —respondió en voz baja.
Offa comprendió. De nuevo, al igual que antes de la llegada de los romanos, la isla se había hecho famosa por sus esclavos, que se vendían en toda Europa. Poco antes de enviar al monje Agustín a la isla, el Papa, al ver a los esclavos de pelo rubio y tez pálida en el mercado de Roma, había pronunciado su famosa frase: «No son anglos, sino ángeles».
Siempre había esclavos en abundancia. Algunos eran los perdedores de los conflictos que estallaban de vez en cuando entre los diversos reinos anglosajones; unos pocos podían ser unos criminales. Pero la mayoría de ellos se veían reducidos a esa condición no a causa de las guerras ni de las incursiones de crueles traficantes de esclavos, sino debido a que sus propias familias los vendían porque estorbaban o porque no podían alimentarlos.
—Los frisones acuden todos los años para comprar esclavos —comentó el capataz, y añadió con una sonrisa—: Tienes suerte de que te comprara el ama en lugar del amo, de lo contrario zarparías con el siguiente cargamento.
Al segundo día de su regreso, Cerdic dio a Elfgiva un ultimátum. Lo hizo en privado. Ni siquiera sus hijos se enteraron de lo que ocurrió entre ellos. Su mensaje fue tan categórico como claro.
—Si te niegas a obedecerme, tomaré otra esposa.
—¿Además de mí?
—No, en lugar de ti.
Elfgiva lo miró y sintió un intenso dolor, pues sabía que hablaba en serio.
Cerdic tenía derecho a hacerlo. Las leyes anglosajonas referentes a las mujeres eran muy simples. Elfgiva pertenecía a su esposo; había pagado por ella. Él podía tomar más esposas si lo deseaba, y si ella cometía adulterio, no sólo podía arrojarla de su casa, sino que el otro hombre debía compensarlo por la ofensa y proporcionarle otra esposa. Sin embargo, si Cerdic decidía sustituirla, también tenía derecho a hacerlo.
Esto no significaba que todas las mujeres sajonas estuvieran oprimidas. Elfgiva conocía a varias que dominaban a sus esposos. De todos modos, si Cerdic decidía utilizarla, la ley estaba de su parte.
—Depende de ti —le dijo él—. Cuando llegue este obispo, debes ser bautizada junto con nuestros hijos. Si te niegas, tomaré las medidas que crea oportunas. Depende de ti.
Por lo que a Cerdic respectaba, obraba de manera justa y moral. Para él, la cuestión era muy simple. Como súbdito leal del rey Ethelberto, se había convertido al cristianismo y había sido bautizado hacía unos meses. Por más que se compadeciera de ella, Elfgiva, como esposa suya que era, tenía el deber de convertirse al cristianismo si él se lo exigía. El hecho de que se hubieran amado como marido y mujer durante tantos años sólo hacía que la negativa de ella fuera más desleal. Cuanto más pensaba Cerdic en ello, más claro lo veía: existía un camino correcto y otro equivocado; blanco o negro. El deber de Elfgiva era claro. Tanto si a los demás les gustaba como si no, nada más había que decir.
Cerdic ignoraba que la Iglesia cristiana condenaba la poligamia y el divorcio. Pero eso no era culpa de él. Los misioneros católicos, aunque solían ser hombres de gran valor y profunda dedicación, también eran sabios, y en materia de antiguas costumbres solían observar una regla muy simple: «Primero conviértelos a la fe y luego empieza a cambiar sus costumbres». Transcurrirían muchas generaciones antes de que la Iglesia consiguiera que los anglosajones renunciaran a la poligamia.
La muchacha era joven, la hija de un hombre como él que poseía una hermosa propiedad no lejos de Bocton.
«Más bien había pensado en ella para uno de tus hijos, no para ti», había comentado afablemente el padre de la muchacha cuando Cerdic había ido a verlo el día anterior. Ése fue el acuerdo al que habían llegado ambos hombres. Si Cerdic se desembarazaba de su esposa, la muchacha se casaría con él; en caso contrario, se casaría con su hijo mayor. Era una joven sajona agradable, sensata y bonita a quien le gustaba la vida ordenada de Kent, región a la que pertenecía en cuerpo y alma. También accedió a ser bautizada.
«Debería haberme casado con una muchacha como ella —pensó Cerdic mientras regresaba a caballo desde Bocton hacia Lundenwic—. No me habría causado tantos problemas como Elfgiva, digna hija de las escarpadas costas de East Anglia».
Además, era muy joven. ¿Era ése el motivo? ¿Acaso no se había sentido joven de nuevo, rejuvenecido por la presencia de esa doncella de quince años, fresca y lozana, que quizá sería suya? Tal vez. ¿Acaso no temía en el fondo perder su vigor? No, aún le quedaban muchos años por delante. En cualquier caso, se recordó a sí mismo que si Elfgiva se comportaba como debía hacerlo una esposa, nada tenía que temer.
Así fue como, ante aquel humillante ultimátum, Elfgiva escuchó e inclinó la cabeza. Ni siquiera preguntó quién era la otra mujer. No dijo una sola palabra.
Al día siguiente de su conversación con Elfgiva, Cerdic decidió hablar con sus hijos.
En cierto modo, tenía ganas de hacerlo. Aunque estaba resuelto a obligarlos a someterse a su autoridad, se sentiría decepcionado si no oponían cierta resistencia.
«Son jóvenes —se dijo Cerdic—. Pero todavía puedo dominarlos». Entonces, de pie delante de ellos, frente a su mansión, abordó el asunto sin más preámbulos. No quiso referirles, en esos momentos, que había amenazado a su esposa, pero les habló de la llegada del obispo y la petición del rey Ethelberto.
—Todos somos sus hombres —recordó a sus hijos—. Por lo tanto, debéis aceptar esta nueva religión tal como he hecho yo.
Los cuatro jóvenes parecían sentirse incómodos. Cerdic supuso que habían discutido la cuestión, pues todos se volvieron hacia el mayor, un joven alto y fuerte de veinticuatro años, que habló en nombre de ellos.
—¿Es realmente nuestro deber renunciar a nuestros propios dioses porque el Rey nos lo pide, padre?
—Los dioses del Rey son nuestros dioses. Yo soy su leal servidor. El rey de Essex ha prometido seguir al rey Ethelberto —dijo Cerdic, para animarlos.
—Lo sabemos. Pero ¿sabías que los hijos del rey de Essex se niegan a seguir a su propio padre? Dicen que no quieren venerar a ese nuevo dios.
Cerdic se puso colorado.
No se había enterado, pero comprendió adónde querían ir a parar sus hijos.
—Los príncipes de Essex harán lo que les mande su padre —respondió con firmeza.
—¿Cómo puedes pedirnos que veneremos a este dios? —le espetó de pronto su primogénito—. Dicen que dejó que lo clavaran a un árbol y lo mataran. ¿Qué clase de dios es ése? ¿Nos pides que renunciemos a Thunor y a Woden por un hombre incapaz de luchar para salvarse?
Cerdic no conocía bien los detalles del cristianismo y ese punto también lo había preocupado.
—El padre de Cristo podía provocar diluvios y hacer que los mares se separaran —les aseguró—. Y el rey de los francos ha ganado importantes victorias desde que se convirtió al cristianismo. —Pero Cerdic vio que sus hijos no se sentían impresionados—. Esto es obra de vuestra madre —masculló y agitó la mano para indicarles que podían retirarse.
Una semana más tarde Elfgiva recibió una señal.
Había salido a montar a caballo con su hijo menor, Wistan. Como hacía a menudo, había seguido la curva del Támesis durante un corto trecho río arriba hasta la isla junto al vado. Era un lugar que le gustaba. La pequeña villa romana situada en la antigua isla del druida había desaparecido y el suelo estaba cubierto de maleza, salvo el sendero que conducía al vado. Los sajones lo llamaban Thorney (espinoso), porque estaba repleto de zarzas. Quizá fuera su aire un tanto desolado lo que atraía a Elfgiva a ese lugar.
El día era espléndido, el cielo estaba despejado y las pocas nubes que se deslizaban por él proyectaban sus sombras sobre el río. Como soplaba una brisa algo fresca, Elfgiva iba envuelta en una pesada capa de lana. Llevaba la mano izquierda embutida en un grueso guante de cuero sobre el cual estaba posada un ave de presa de pico curvado y largas y afiladas garras, con la cabeza cubierta con una capucha.
Como muchas mujeres anglosajonas de su clase, Elfgiva era aficionada a la cetrería. En Thorney solía encontrar buena caza. Asimismo, le gustaba que Wistan estuviera junto a ella. Sólo tenía dieciséis años, pero de todos sus hijos era el que más se parecía a ella. Cuando sus hermanos iban de caza, Wistan los acompañaba con frecuencia de buen grado, pero también le gustaba dar paseos solo o sentarse para tallar una pieza de madera, un arte que dominaba. Elfgiva sospechaba que Wistan era el hijo que más la quería; también sabía que si los otros tres mostraban una actitud abiertamente desafiante con respecto al tema de la religión, Wistan se sentía profundamente turbado. Por lo tanto, Elfgiva había aprovechado esa oportunidad para decirle: «Obedece a tu padre, Wistan. Es tu deber». Cuando él había respondido: «Lo haré si tú lo haces», ella había meneado la cabeza con tristeza, diciendo: «No es lo mismo. Yo soy mayor». «¿Entonces vas a negarte a obedecerlo?», le había preguntado su hijo. Pero ella no había contestado. Cuando llegaron a Thorney, Elfgiva comenzó a cazar. Al retirar la capucha que cubría la cabeza del halcón, Elfgiva se quedó asombrada ante la magnífica y dura belleza de los ojos castaños del ave. Al instante, el halcón desplegó las alas y alzó el vuelo. Elfgiva lo contempló, envidiando su extraordinaria agilidad.
El halcón echó a volar hacia lo alto. Era libre: libre como el viento por encima del agua. Subió volando hacia el cielo, impulsado por la brisa como una vela en el mar; luego se precipitó rápida y silenciosamente sobre su presa.
Elfgiva observó cómo el halcón atrapaba al pájaro. Mientras observaba a la desdichada víctima aleteando desesperadamente entre las garras del halcón, Elfgiva sintió de pronto una gran tristeza y una premonición. Qué cruel era la vida, y qué fugaz. Fue entonces, en un momentáneo destello de absoluta claridad, cuando lo comprendió.
El halcón que volaba por los aires era libre. Lo mismo que Cerdic. Aun suponiendo que la cuestión del nuevo dios no fuera simplemente un pretexto para alejarla de su lado —y Elfgiva estaba convencida de ello— no importaba. Cerdic había cambiado. Había dado el paso para alejarse de ella y recuperar su libertad, y una vez que lo había hecho, la naturaleza, cruel pero inevitable, haría el resto. «Aunque yo ceda a sus exigencias —pensó Elfgiva—, dentro de un año o dos encontrará otro pretexto. O me conservará junto a él, pero tomará otras esposas más jóvenes. Me aplastará, como el pájaro atrapado entre las garras del halcón. No porque Cerdic sea cruel, sino porque, al igual que el halcón, no puede remediarlo».
Eso era el wyrd. Elfgiva lo comprendió con la antigua y pagana sabiduría de los dioses nórdicos.
¿Qué podía hacer? Negarse a ceder. Al fin y al cabo, si su esposo la repudiaba por su lealtad a los dioses, al menos en eso había dignidad. Mientras contemplaba al halcón descender desde el límpido cielo azul, Elfgiva pronunció la desesperada frase de tantas mujeres casadas a lo largo de los siglos: «Si no puedo tener amor, al menos déjame mi dignidad».
Más tarde, mientras regresaban a casa, Elfgiva se contentó con decir una vez más a Wistan:
—Pase lo que pase, prométeme que obedecerás a tu padre.
No quiso decir más.
Offa tenía muchos planes, pero había tropezado también con un obstáculo: su mujer.
Cuando había estado en Lundenwic hacía diez días, pues Wistan y uno de sus hermanos habían ido en bote río arriba a recoger unas provisiones a una granja situada a unos kilómetros de distancia, Offa los había acompañado y le había complacido lo que había visto. Poco después de doblar el recodo del río junto al vado, las orillas izquierda y derecha daban paso a numerosas islas pantanosas.
—Ésta es Chalk Island, a la derecha —le había explicado Wistan. En lengua anglosajona, en la que «isla» se pronunciaba «eye», las palabras «Chelch Eye» sonaban más o menos como «Chelsea».
—Enfrente está Badric’s Island.
Esa vez «Badric’s Eye» sonó aproximadamente como «Battersea». A lo largo de las pantanosas orillas del Támesis, según constató Offa, había un gran número de esas eyes y otras islas más pequeñas, en rigor unos bancos cubiertos de lodo, conocidos como eyots.
Offa vio numerosos y pequeños asentamientos, una granja aquí, una aldea allá. Éstos ostentaban también los característicos nombres sajones que acababan en —ham al referirse a una aldea, en —ton al referirse a una granja o en —hythe, que significaba puerto. Poco después de pasar ante Chalk Island, Wistan señaló de nuevo la orilla norte, donde una columna de humo ascendía sobre las copas de los árboles.
—Eso es Fulla’sham —explicó—. Y allí arriba —dijo indicando un lugar situado a un par de kilómetros hacia el noreste—, es Kensing’ston.
Pero lo que más lo había impresionado, mientras se deslizaban aguas arriba, fue la riqueza de la tierra. Detrás de las ciénagas y los bancos de lodo vio unas praderas, unos pastos y, más allá, unas ondulantes colinas.
—¿El terreno continúa así durante un buen trecho? —preguntó tímidamente a Wistan.
—Sí —respondió el joven—. Prácticamente hasta el nacimiento del río, según creo.
Aquella noche, al regresar, Offa había dicho a Ricola:
—Cuando estés dispuesta, creo que podríamos fugarnos. Río arriba. Allí se vive bien. Si nos alejamos lo suficiente, estoy seguro de que alguien nos acogerá.
Pero, ante su sorpresa, Ricola se había negado rotundamente.
Aunque Ricola era todavía muy joven, Offa había observado en su mujer una alegre independencia de espíritu que resultaba muy atractiva. Ricola solía charlar animadamente y bromear con los hombres. En cierta ocasión Offa se había escandalizado al oír a su mujer soltar un comentario irrespetuoso al capataz, pero con tan buen humor que el hombre se había limitado a menear la cabeza y a sonreír. «Ésa no tolera ninguna tontería», habían dicho los hombres echándose a reír.
Por lo tanto, Offa había supuesto que su mujer estaría tan deseosa como él de recobrar la libertad. Pero se equivocaba.
—Debes de estar loco —contestó Ricola—. ¿Qué pretendes? ¿Que deambulemos por el bosque para que nos devoren los lobos?
—No son bosques —replicó él—. No es como Essex.
Ricola sacudió la cabeza y dijo:
—No tiene sentido.
—Pero aquí somos sólo esclavos —protestó él.
—¿Y qué? Comemos bien.
—Pero ¿no deseas ser libre?
La respuesta de su mujer lo había dejado atónito.
—No —contestó Ricola. Luego, al ver la cara de sorpresa que ponía Offa, prosiguió—: ¿Qué significa? En la aldea éramos libres y por poco me ahogan metida en un saco con esa serpiente. —Ricola se estremeció al recordarlo—. Aunque huyamos de aquí no seremos libres. Seremos unos proscritos. Francamente —concluyó con una sonrisa—, no es tan terrible ser esclavos aquí. ¿Verdad?
Por supuesto, Offa no podía negar que el sentido práctico era acertado. En cierto modo. Pero aunque el joven no habría podido expresarse en unos términos abstractos, la noción de independencia ejercía una poderosa influencia sobre él. Era algo tan elemental como la necesidad que tienen los peces de nadar en el mar.
—No quiero ser un esclavo —dijo Offa simplemente, pero hasta el momento no habían vuelto a tocar el tema.
Entre tanto, pronto encontró otra cosa en qué pensar. Al cabo de unos días de emprender el viaje río arriba, algunos hombres se dirigieron al pequeño promontorio situado en la orilla meridional para pescar. Como había trabajado duro, el capataz permitió a Offa que fuera con ellos.
Era un lugar excelente para pescar. La lengua de tierra, que se introducía bastante en el Támesis, poseía suficientes arbustos y arbolitos para procurar a los pescadores un lugar donde ocultarse, de manera que podían tener las redes en el agua y arrojar los sedales con el cebo. Bajo la cristalina superficie, Offa vio a los peces plateados deslizándose por el agua. Sin embargo, lo que más atrajo su atención fue lo que había por encima del agua. Ante sus ojos, ya no oculta por los árboles, se alzaba la inmensa ciudadela en ruinas que había sido Londinium.
Ofrecía un espectáculo impresionante. Aunque la muralla que daba a la ribera, construida por los últimos habitantes de la ciudad, se había desmoronado, la muralla situada en la parte de tierra firme seguía en pie, y dentro de ese inmenso recinto, al otro lado de las dos colinas, estaban las fantasmagóricas ruinas.
—Qué lugar tan extraño —observó uno de los hombres junto a Offa—. Dicen que lo construyeron unos gigantes.
Offa calló. Él sabía más.
Que Offa supiera más sobre la ciudad romana que esos sajones no era de extrañar. Sólo habían transcurrido catorce generaciones desde que su familia había abandonado la ciudad desierta. Y aunque ni su padre ni él habían tenido más que una vaga idea sobre el aspecto que presentaba esa ciudad, Offa sabía que era inmensa y que contenía unos espléndidos edificios de piedra. También sabía otra cosa. Ciertamente, se trataba tan sólo de una leyenda de familia, y al igual que la mayor parte del folclor oral constituía una atractiva mezcla de detalles vagos y precisos. Pero durante tres siglos, esta simple y fascinante información había pasado de padres a hijos.
—Mi abuelo siempre decía —le había relatado su padre a Offa— que existían dos colinas en la gran ciudad. Y que en la colina occidental había oro enterrado. Un tesoro grandioso.
—¿En qué parte de la colina? —había preguntado Offa.
—Cerca de la cima —había dicho su padre—. Pero nadie lo ha hallado nunca.
En ese momento, directamente delante de él, estaba la ciudad, con sus dos colinas.
Mientras los hombres pescaban, Offa cogió el bote y atravesó el río.
Londinium había estado desierta más de un siglo, pero sus murallas en ruinas, con sus franjas rojas y horizontales, eran todavía inmensas e impresionantes. Las dos puertas occidentales continuaban intactas. Entre ellas, en diversos puntos a lo largo de la muralla, asomaban unos gigantescos bastiones. Detrás, irguiéndose sobre la cima de la colina más cercana, el gran círculo de piedra del anfiteatro, que en ese momento mostraba un enorme boquete en cada lado, se recortaba sobre el cielo como un severo centinela, como si dijera: «Roma se ha ausentado sólo durante un día. Regresará». El río que fluía por la parte occidental ostentaba entonces un nombre sajón —Fleet—, aunque más arriba lo llamaban Holebourne. Offa comenzó a subir por la pendiente y pasó por la puerta.
Entró en una ciudad fantasma. Ante él se encontraba la amplia calzada romana, cubierta de hierba y musgo que amortiguaban el sonido de sus pasos.
Los sajones, que desconocían los orígenes de Londinium, no se habían ocupado de la ciudad. Pero de vez en cuando pasaban por ella, así como los rebaños de animales, debido a lo cual, sobre el antiguo trazado de las dos grandes calzadas que se extendían al este y al oeste y el laberinto de calles y callejuelas que había entre ellas, se había formado un trazado nuevo, más rústico. Esa serie de caminos y senderos de ganado conducían directamente al otro lado de la desolada ciudad, de una puerta a la otra, pero debido a que se topaban con frecuentes obstáculos, como el gigantesco círculo del anfiteatro, habían llegado a formar un trazado circular repleto de recodos y curiosos virajes que parecían extraños e ilógicos después de que hubieran desaparecido las calzadas romanas.
Offa tenía toda la ciudad para él. Visitó brevemente el terreno elevado junto al ángulo sudeste de la ciudad, pero, al encontrarse con los cuervos, se alejó deprisa.
Sin motivo especial alguno, Offa siguió el riachuelo que fluía entre las dos colinas hasta el punto por donde pasaba debajo de la muralla norte de la ciudad, y, tras encaramarse sobre el parapeto, observó que debido a que el lodo se había acumulado en los canales romanos construidos debajo de la muralla, se había formado una enorme ciénaga en el erial ubicado en el lado norte de la ciudad.
Mientras Offa descendía de nuevo hacia el muelle, observó algo que lo dejó perplejo. Las silenciosas aguas del río rebasaban los bordes de los desvencijados diques, que parecían haber sido antes más elevados. ¿Era posible que, a lo largo del tiempo, la ciudad se hubiera hundido o que el nivel del río hubiera aumentado?
Su observación era perfectamente correcta. Dos dinámicas habían producido este fenómeno. La primera era que la capa de hielo ártica, creada por el último período glacial, seguía fundiéndose, lo que hacía que el mar, y por consiguiente los niveles de todas las aguas, se elevara poco a poco. La segunda era que, debido al inmenso desplazamiento de las placas geológicas de la Tierra, el lado sudeste de la isla de Britania había comenzado a inclinarse paulatinamente hacia el mar. El efecto combinado de esos dos factores significaba que el nivel del Támesis cerca de su estuario aumentaba aproximadamente unos veintitrés centímetros cada siglo. Desde que su antepasado Julius falsificara sus monedas en el año 250, el río había ascendido unos setenta y cinco centímetros.
—Pero ¿dónde está el oro? —preguntó en voz alta, como si la ciudad desierta pudiera decírselo.
Había explorado los curiosos restos del templo de Mitra, regresado al foro y luego enfilado la superior de las dos grandes calzadas que atravesaban la ciudad hacia la colina occidental. Había caminado a lo largo de las ruinosas columnatas, contemplado las destartaladas casas a través de cuyas ventanas asomaban unos árboles y penetrado en unas callejuelas repletas de arbustos, como si la disposición de esas reliquias pudiera proporcionarle una pista sobre el lugar donde estaba enterrado el tesoro. En varias ocasiones Offa había cerrado los ojos, musitado una oración a Woden y caminado describiendo un círculo, confiando en que el dios le indicara la dirección correcta.
«Los hombres usan varillas de zahorí para encontrar agua —se dijo Offa—. Quizá pueda adivinar del mismo modo dónde está enterrado el oro. Pero ¿qué clase de varilla lo haría?». Anduvo por aquellos parajes durante más de una hora, hasta poco antes de que comenzara a oscurecer.
—Regresaré otro día —murmuró.
Y otro. Después de todo, no tenía otra cosa que hacer. Además, nunca se daba por vencido. Pero, no obstante, decidió no contar su aventura, ni siquiera a Ricola.
Y así, en Lundenwic llegaron al término de Haligmonath, el mes sagrado.
Otra de las razones por las que Ricola no deseaba marcharse era que sentía gran aprecio hacia su ama.
Quizá se debía a que la muchacha era una cara nueva, o porque había sufrido una tragedia, o porque Elfgiva siempre había deseado tener una hija, pero fuera cual fuese la razón, la mujer había tomado cariño a Ricola. Con frecuencia la llamaba con algún pretexto, a veces sólo para que se sentara junto a ella y le hiciera compañía, o para que le trenzara el pelo o se lo cepillara, pues la joven tenía mucho arte para peinarla. Y Ricola se mostraba encantada de hacerlo.
Puesto que Elfgiva era la primera mujer noble que la muchacha había conocido, la observaba atentamente. No sólo vestía de manera diferente —un traje largo ceñido a la cintura por un faja en lugar de la modesta túnica que lucían las plebeyas—, sino que todo su talante indicaba su alcurnia. ¿Qué era?
—Se enfada al igual que yo. Se ríe. Quizá sea menos parlanchina que yo, pero también lo son muchas mujeres que conozco —explicó la joven a Offa—. Sin embargo, es diferente. Es una dama.
Poco a poco Ricola llegó a una conclusión.
—¿Sabes qué es? Es como si la estuvieran vigilando todo el tiempo.
—Supongo que sí. Toda la gente que trabaja para el amo.
—Lo sé. Y me atrevería a decir que ella lo sabe. Pero —Ricola frunció el entrecejo— hay algo más. Incluso cuando estoy a solas con ella. Le importa un comino lo que opine de ella. No soy más que una esclava. Es demasiado orgullosa para preocuparse por eso. Pero incluso entonces piensa que la están vigilando. Lo presiento.
—Los dioses, me atrevería a decir.
—Tal vez. En realidad, creo que es su propia familia. Su difunto padre, el padre de su marido, todos ellos, varias generaciones de parientes y antepasados. Tiene que portarse bien porque cree que la vigilan. Al menos, eso me parece —dijo Ricola asintiendo con la cabeza con aire satisfecho—. Mientras la veo moverse y andar de un lado a otro, como tú y yo, siempre tengo la sensación de que no contemplo sólo a lady Elfgiva, sino a todos ellos, a todos sus antepasados, hasta el propio Woden. Los tiene siempre presentes, haga lo que haga. Eso es lo que significa ser una dama.
Offa miró a su mujer. Comprendía perfectamente a qué se refería.
—¿Te gustaría ser como ella? —preguntó.
Ricola soltó una sonora risotada.
—¿Y tener que cargar con esa gente todo el día? —dijo—. Prefiero que me metan en un saco con una serpiente. Es demasiado pesado.
Mientras Offa se reía de su sentido común, ella se puso seria y comentó:
—Es terrible para ella. Hace tiempo que la vengo observando con atención. Te repito que el amo le ha hecho alguna trastada. No sé qué es, pero ella sufre mucho. Pero como es una dama, procura disimularlo.
—En cualquier caso, nosotros nada podemos hacer —dijo Offa.
—Es cierto —asintió su mujer—. Pero me gustaría poder ayudarla.
Los lazos de afecto entre Ricola y su ama se estrecharon aún más cuando Elfgiva permitió a la muchacha que participara en una actividad que ésta desconocía.
Ya en aquel entonces las damas anglosajonas de Inglaterra eran célebres por su habilidad para bordar, pero se trataba de una actividad que sólo practicaban las mujeres de la clase alta, por la sencilla razón de que el material empleado era raro y costoso. A la caída de la tarde, Ricola se sentaba a los pies de Elfgiva y la observaba fascinada mientras la noble, sosteniendo su labor bajo la luz de una lámpara, se ponía a bordar.
—Primero coges un pedazo de lino —explicó a Ricola—. Algunas mujeres en la corte del Rey utilizan seda. En él trazas un dibujo.
Ante la sorpresa de Ricola, Elfgiva no cogió ella misma el marcador, sino que mandó llamar a Wistan.
—Él dibuja mejor que yo —dijo.
¡Y qué dibujos tan exquisitos realizaba el joven! En primer lugar trazó una línea larga y curvada por el centro del tejido.
—Éste es el tallo —explicó Wistan.
Luego dibujó unos tallos más pequeños que partían del central, utilizando siempre unas curvas muy puras y sencillas, sobre los cuales trazó el contorno, siempre con la mayor sencillez, de varias clases de hojas y flores, de manera que cuando hubo terminado, en el centro del pedazo de lino aparecía un dibujo tan orgánico que casi se sentía la naturaleza de las plantas, y a la vez tan abstracto que parecía oriental.
A continuación Wistan sugirió unas estrellas y unas líneas entrecruzadas a modo de modesta decoración dentro de esas formas. Por último, tras dejar un espacio en blanco alrededor de la planta, Wistan empezó a dibujar la orla, cosa que hizo también de manera magistral. Utilizando unas líneas controladas y geométricas, trazó unas flores, unos pájaros, unos animales y toda suerte de símbolos paganos y mágicos, tan precisos como si fueran los eslabones de un brazalete. Desde el interior de la orla, como unos azafranes irrumpiendo a través de la tierra en primavera, unas extrañas plantas provistas de elegantes hojas que se curvaban como pergaminos, y unos arbolitos, insistentes y sexuales, se deslizaron hacia el borde del espacio central como si dijeran: «El arte es orden, pero la naturaleza siempre es más grande». Lo cual era, y quizá siga siendo, la esencia del espíritu anglosajón.
Entonces Elfgiva colocó el pedazo de lino en un bastidor e inició la lenta tarea de bordar. Empezó por el centro.
Con unas agujas de bronce y utilizando hilos de seda de diversos colores, bordó los detalles de las hojas con punto de cruz.
—Cuando los frisones vienen en busca de esclavos —explicó a Ricola— siempre me traen unos hilos de seda del sur.
No contenta con eso, Elfgiva utilizó también hilos de oro y, para darle un toque aún más suntuoso a su labor, añadió en algunos puntos unas perlitas. Cuando hubo terminado, Elfgiva cogió un grueso cordón de seda verde y lo aplicó sobre la línea curva del tallo. Después de coserlo con un hilo de seda por la parte posterior del bordado, remató la labor agregando unos hilos de seda de colores a lo largo de las líneas principales.
—Luego empezaremos a bordar la orla —dijo sonriendo—. Eso lleva muchos meses.
Al descubrir que tenía unas excelentes manos para bordar, Elfgiva a veces la dejaba que diera unas puntadas, sonriendo divertida ante el evidente deleite de la muchacha. Incluso un día le permitió que llevara a Offa para enseñarle lo que estaban haciendo.
Ricola estudiaba continuamente a la mujer, admiraba sus distinguidos modales, y cada día le hacía alguna pregunta sobre su manera de vestir, o la vida en la corte, o la propiedad en Bocton, con lo que incrementaba sus conocimientos. Al mismo tiempo, buscaba el modo de ser útil.
—Quieres ser libre —recordaba a su marido—, y si logramos conquistar las simpatías de la ama, quizás un día nos conceda la libertad. —Ricola sonrió—. Debemos tener paciencia. Sólo es cuestión de dejar pasar el tiempo.
En cuanto a Elfgiva, ella también tenía que dejar pasar el tiempo. No tardó en comprender que aunque Cerdic la había herido profundamente, debía negar su dolor. «Si tu marido es infiel, sólo cabe una solución», decían las viejas. Era un hecho de la vida de casados, para bien o para mal, que la única manera de conservar a un esposo mujeriego era atraerlo a su lecho tan rápida y frecuentemente como fuera posible. Todos los otros métodos que la razón o la moralidad pudieran indicar resultaban, por desgracia, inútiles. Elfgiva había obrado como debía. No había puesto mala cara, ni había discutido, ni se había mostrado fría con él, sino que cada noche después de cenar se afanaba en seducirlo y satisfacerlo. En más de una ocasión Elfgiva y Cerdic se habían despertado al amanecer abrazados; ella permanecía acostada escuchando en silencio los pájaros que cantaban al despuntar el día, pensando que, tal vez, él se sentía satisfecho, que la simple operación de inercia, esa gran amiga del matrimonio, lo retendría a su lado. Incluso a esas alturas Elfgiva seguía rezando en secreto a los dioses de sus antepasados: «Dadme otro hijo». O bien: «Dadme tiempo. No dejéis que ese obispo llegue todavía». Y así transcurrió otro mes.
Blodmonath, el mes de la sangre, llamaban los sajones a noviembre. Blodmonath, cuando los bueyes eran sacrificados antes de que las nieves invernales y las últimas hojas, tiesas debido a la escarcha, cayeran al suelo y se endurecieran después de las lluvias de otoño.
A comienzos de Blodmonath, un barco llegó a la factoría. Había cruzado el mar desde las tierras de los francos junto al Rin, y el capataz había ordenado a Offa que ayudara a descargarlo. Era la primera vez que Offa contemplaba un barco que surcaba los mares, y se sintió fascinado. Aunque los sajones poseían unas embarcaciones bien construidas e incluso unos botes de remos en el Támesis, aquel barco era de otra categoría muy distinta. El elemento que de inmediato llamaba la atención era la quilla. Comenzando como una elevada loma de madera sobre la popa, descendía describiendo una airosa línea curva hasta el agua, se prolongaba a lo largo del centro del buque y ascendía de nuevo formando una magnífica proa que se erguía orgullosa por encima del agua. Casualmente, Wistan se encontraba junto a Offa mientras contemplaba con admiración esa obra de arte.
—Es como la línea que trazasteis para el bordado de lady Elfgiva —comentó el joven esclavo en un momento de inspiración. Wistan asintió con la cabeza.
Las cuadernas de madera estaban encajadas por toda la quilla, y sobre éstas habían colocado unas tablas superpuestas y aseguradas con clavos. Pese a las líneas alargadas, Offa observó que debido a la amplitud que mostraba en el centro, el barco poseía una considerable capacidad. Disponía sólo de dos pequeñas cubiertas, a popa y a proa; el resto estaba abierto. Tenía un solo palo, en el que podía izarse una vela sobre una vara transversal. Pero su verdadero poder residía en la media docena de remos que asomaba por ambos lados.
Ése era el barco del mundo septentrional. Unos barcos similares habían transportado a los sajones a la isla. El padre de Elfgiva yacía enterrado en la costa de East Anglia en un barco parecido a ése.
El cargamento también despertó la curiosidad de Offa: unas hermosas vasijas de cerámica gris, hechas en torno; cincuenta inmensas jarras de vino; y, para la casa del Rey, seis cajas que contenían un extraño material, transparente, que Offa jamás había visto.
—Es cristal —le explicó un marinero. En las tierras del norte junto al Rin llevaban fabricando vino y cristal desde los tiempos de los romanos.
Así fue como, por primera vez, Offa vislumbró una ínfima parte del inmenso patrimonio procedente del otro lado del mar, el patrimonio que sus antepasados habían conocido y que antiguamente había llenado la desierta ciudad amurallada por la que le gustaba pasear.
Al cabo de unos días, sin embargo, Offa recibió una visita mucho más significativa del mundo romano.
Se había escabullido de nuevo a la ciudad desierta y había pasado una hora en la colina occidental. Dado que disponía de tiempo —quizá de toda una vida, según comprendió con tristeza— para investigar el lugar, había decidido proceder con método, concentrándose en un pequeño espacio, explorándolo a fondo hasta convencerse de que le había revelado todos sus secretos, antes de pasar al siguiente.
Esa tarde, tras haber subido hasta la mitad de la colina por el lado del río, había encontrado una prometedora casita con un sótano. Utilizando una improvisada pala, se había arrodillado en el suelo para examinar los restos cuando le pareció oír unas voces a lo lejos. Offa alzó la vista hacia la cima de la colina.
La cima de la colina occidental por el lado del río aparecía mucho más desnuda que el resto. Los hornos para cocer ladrillo se habían desmoronado hacía tiempo, aunque todavía en el suelo asomaban muchos fragmentos que atestiguaban su antigua presencia en aquel lugar. Los pequeños templos eran tan sólo unos pedazos de piedra que indicaban las bases de sus columnas. La zona circundante formaba una herbosa plataforma desde la que se divisaba una espléndida vista del río.
En ese lugar vio a dos hombres, uno de los cuales, presuntamente un mozo, sujetaba los caballos. El otro, un individuo de baja estatura vestido con una túnica negra que le llegaba a los tobillos, se paseaba de un lado a otro, al parecer en busca de algo. Alarmado, Offa pensó: «Deben de haber venido en busca del tesoro». El joven esclavo se preguntó cómo sabían que estaba enterrado allí. Cuando se disponía a ocultarse, el individuo de la túnica negra levantó la vista, lo vio y lo señaló.
Offa lo maldijo entre dientes. ¿Qué podía hacer? El hombre seguía señalándolo con el dedo y, puesto que tenían caballos, Offa pensó que no lograría huir de ellos.
—Será mejor que me haga el estúpido —masculló mientras avanzaba lentamente hacia ellos.
La figura vestida de negro era el hombre más curioso que Offa había visto jamás. No era alto, y tenía un rostro ovalado, sin vello, y el pelo entrecano que, por estar tonsurado, dejaba la coronilla calva. «Parece un huevo», pensó Offa.
Al acercarse, los rasgos menudos y las diminutas orejas del individuo reforzaron esa impresión. Offa no pudo por menos de mirar al individuo con curiosidad, pero éste no pareció molestarse y sonrió.
—¿Cómo te llamas? —preguntó. Hablaba inglés, como llamaban los anglosajones a su lengua, pero con un acento extraño que Offa no podía identificar.
—Offa, señor. ¿Y vos? —preguntó el esclavo sin dejarse intimidar.
—Melito.
Offa arrugó el ceño al oír aquel nombre tan singular. Luego echó una mirada en derredor.
—¿Te preguntas qué hago aquí? —inquirió el extraño individuo.
—Sí, señor.
Como respuesta Melito mostró a Offa el comienzo de un esbozo que estaba realizando con piedras en el suelo, a pocos metros de distancia. Parecían los cimientos de un pequeño edificio rectangular.
—Aquí es donde voy a construir —afirmó.
Era ciertamente un lugar agradable, con una buena vista desde la colina en tres direcciones.
—¿Construir?
El extraño individuo sonrió de nuevo.
—Cathedralis —respondió, utilizando la palabra latina. Al observar la expresión de perplejidad que mostraba Offa, el hombre le explicó—: Un templo al Dios verdadero.
—¿A Woden? —preguntó Offa.
El hombre negó con la cabeza y contestó:
—A Cristo.
Entonces Offa comprendió quién era el extraño.
Por supuesto sabía, pues todos habían sido informados de ello, que no tardaría en llegar un hombre de Canterbury. Un obispo, aunque Offa no sabía lo que significaba eso. En cualquier caso, un hombre muy importante. Offa miró entre sorprendido e incrédulo al monje ataviado con su hábito negro. Consideró que no tenía un aspecto imponente. De todos modos, más valía tener cuidado.
—¿Con qué la vais a construir, señor? —preguntó. Offa temía verse obligado a transportar carretadas de madera colina arriba.
—Con estas piedras —respondió Melito, indicando los mampuestos y ladrillos rotos que quedaban de la época romana.
«¿Por qué aquí?», se preguntó Offa. Pero al recordar que los mayorales le habían contado que solían sacrificar toros en el enorme espacio circular, Offa dedujo que se trataba de un recinto religioso, de modo que se limitó a asentir respetuosamente con la cabeza.
—¿Y qué haces tú aquí? —preguntó el extraño inesperadamente.
Offa se puso en guardia de inmediato.
—Nada de particular. Mirar.
—¿Buscas algo? —inquirió el hombre con una sonrisa.
Offa observó que sus ojos castaños, aunque de mirada benévola, poseían una extraña y perceptiva luz.
—Quizá pueda ayudarte a encontrarlo —dijo Melito suavemente.
¿Qué sabía ese extraño? ¿Era cierto que sólo pretendía esbozar un edificio mientras caminaba de un lado a otro sin quitar la vista del suelo? ¿O tenía otras intenciones? ¿Era posible que supiera lo del oro enterrado? ¿Se había ofrecido de buena fe para ayudar a Offa a encontrarlo, o quería averiguar lo que éste sabía? Evidentemente, ese obispo era un tipo muy astuto y convenía mostrarse cauto con él.
—Debo regresar junto a mi amo, señor —murmuró Offa, y empezó a descender por la colina consciente de que Melito lo observaba.
¿Por qué había elegido el obispo esta desierta ciudadela cerca de una aislada factoría para construir su catedral?
La razón era sencilla y estaba en Roma.
Cuando el Papa había enviado al misionero Agustín a la isla de Britania, no pretendía que éste se detuviera más que brevemente en Canterbury. A fin de cuentas, ¿por qué iba a tener el pontífice, a excepción de la oportunidad ofrecida por los príncipes francos, más que un leve interés en la península de Kent? Deseaba convertir a toda la isla. ¿Y qué sabía sobre Britania? Que había sido una provincia romana hasta que, lamentablemente, se había separado del Imperio.
—Los documentos no pueden ser más claros —informó el archivero—. Está divida en provincias, cada una de las cuales posee una capital: York en el norte, Londinium en el sur. Londinium es la más antigua.
Por consiguiente, cuando Agustín y sus colegas, al informar sobre la amabilidad del rey de Kent y Londinium, explicaron que el lugar estaba desierto, la respuesta de Roma fue inequívoca: «Que el Rey tenga un obispo en Canterbury. Pero estableceos de inmediato en York y Londinium».
Ése era el motivo de que el obispo Melito se encontrara en ese momento en las ruinas desiertas de Londinium. En cierto modo, según pensó el monje, la ubicación presentaba ciertas ventajas. Se hallaba junto a una factoría en pleno desarrollo, pero aislada en ese antiguo y majestuoso lugar que lo rodeaba como un inmenso claustro. El lugar, junto a los viejos templos, era imponente. La pequeña iglesia que se erigiría allí sería su catedral; el santo patrón de la misma ya había sido elegido.
Se llamaría Saint Paul.
El obispo permaneció en casa de Cerdic toda la tarde. Lo acompañaban tan sólo tres sirvientes, dos jóvenes sacerdotes y un noble de avanzada edad procedente de la corte del rey Ethelberto. Aunque Cerdic le expresó el deseo de organizar un banquete en su honor, el misionero le rogó que no lo hiciera.
—Me siento un poco cansado —le confesó—, y estoy impaciente por visitar al rey de Essex. El mes que viene regresaré aquí para predicar y bautizar. Después de eso, podéis preparar un banquete.
No obstante, el misionero anunció que a la mañana siguiente, antes de proseguir viaje, diría misa en el lugar donde se construiría la nueva iglesia. Hasta entonces, Cerdic rogó al obispo y a sus acompañantes que pernoctaran en su casa, mientras él y su familia se retiraban al granero.
Con las primeras luces de una soleada mañana, el obispo Melito condujo a sus acompañantes a la ciudad desierta. Uno de los jóvenes sacerdotes llevaba una frasca de vino, el otro una bolsa que contenía pan de cebada. El noble de la corte del rey Ethelberto acarreaba una sencilla cruz de madera de unos dos metros de longitud. En la colina, donde se erigiría la iglesia, clavaron la cruz en el suelo. Allí, Melito y los dos sacerdotes se dispusieron a celebrar una misa sencilla.
Cerdic miró alrededor con satisfacción. Era una ocasión íntima. Él y el noble de la corte del rey Ethelberto recibirían el pan de la comunión en presencia de su familia. Cerdic estaba orgulloso de participar en aquella importante ceremonia.
—Estoy seguro de que soy el único hombre al norte del Támesis que ha sido bautizado —comentó al noble.
Con el tiempo, cuando la catedral estuviera construida y lista para ser consagrada, Cerdic supuso que los reyes de Kent y de Essex asistirían a la ceremonia acompañados por sus respectivas cortes. Puesto que había ayudado al obispo a construir la iglesia, en esa ocasión él también ocuparía un lugar de honor entre ellos.
Sólo le irritaba una cosa. La noche anterior, sus dos hijos mayores le habían pedido que los excusara de asistir al acontecimiento.
—¿Por qué? —había preguntado Cerdic.
—Queremos ir a cazar —respondieron sus hijos escuetamente.
Cerdic se había puesto furioso.
—Vendréis conmigo y os comportaréis como exige la ocasión —les había espetado.
Cuando los jóvenes le habían pedido que les explicara el significado de la ceremonia, Cerdic había gritado indignado:
—Su significado no os incumbe. Debéis mostrar respeto a vuestro padre y al Rey y no se hable más del asunto.
Pero al observarlos en aquellos momentos, luciendo sus mejores capas, sus rubios cabellos y sus jóvenes barbas perfectamente peinados, Cerdic pensó que, pese a todo, eran un orgullo para él y se dispuso a oír misa de mejor humor.
El oficio no fue excesivamente largo. Melito pronunció un breve sermón en el que puso de relieve las cualidades del rey sajón de Kent y la alegría que todos debían compartir en aquel lugar sagrado. Se expresaba bien en anglosajón, con sentimiento y elocuencia. Cerdic asintió con la cabeza en señal de aprobación. Luego llegó la comunión. El obispo bendijo el pan y el vino. Se había producido el milagro de la eucaristía. Con orgullo, Cerdic avanzó junto con el otro noble que había sido bautizado.
Entonces Elfgiva, que no entendía esos ritos extranjeros pero deseaba complacer a su esposo, quien, posiblemente, aún la amaba, ordenó a sus cuatro hijos:
—Id y haced lo que hace vuestro padre.
Los jóvenes, tras unos instantes de vacilación, obedecieron de mala gana.
De modo que los cuatro hijos de Cerdic, sonrojándose, se dirigieron hacia el lugar donde el sacerdote romano estaba impartiendo la comunión y, tras mirarse unos a otros indecisos, se arrodillaron ante él para recibir la eucaristía. Cerdic, que estaba postrado de rodillas, no los vio acercarse, y, como no esperaba que lo hicieran, no reparó en su presencia hasta que, al incorporarse para regresar a su lugar, oyó preguntar al obispo:
—¿Habéis sido bautizados?
Los cuatro fornidos jóvenes lo observaron con recelo. Melito repitió la pregunta. Sospechaba que no estaban bautizados.
—¿Qué es lo que quiere saber ese estúpido barbilampiño? —murmuró el más joven.
—Dadnos el pan mágico —dijo el mayor— como se lo habéis dado a nuestro padre —y señaló a Cerdic.
Melito lo miró fijamente.
—¿El pan mágico?
—Sí. Eso es lo que queremos.
Y uno de los cuatro jóvenes, aunque sin mala intención, tendió la mano para coger uno de los trozos de pan que el sacerdote sostenía en un cuenco.
Melito retrocedió indignado.
—¿Tratáis así a la hostia? ¿No sentís respeto por el cuerpo y la sangre de nuestro Señor? —exclamó.
Luego, al observar que los cuatro jóvenes sajones estaban desconcertados, Melito se volvió furioso hacia Cerdic y le preguntó con una voz que pareció retumbar entre las murallas de la ciudad:
—¿Así es como instruís a vuestros hijos, desgraciado? ¿Éste es el respeto que mostráis hacia vuestro Señor soberano?
Cerdic, pensando que el obispo se refería al Rey, se sonrojó avergonzado y humillado.
Se produjo un tenso silencio. Cerdic miró a sus hijos.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó a su primogénito haciendo rechinar los dientes.
El muchacho se encogió de hombros y contestó, señalando a su madre:
—Ella nos dijo que nos acercáramos a recibir el pan.
Estupefacto, Cerdic tardó un momento en reaccionar. El hecho era que no sólo había sido incapaz de instruir a sus hijos y controlar a su familia, sino que apenas conocía los pormenores de la comunión. Había imitado a su Rey, suponiendo que eso bastaba. Pero en ese momento se había visto humillado ante un hombre del Rey, avergonzado por ese obispo, que lo había hecho aparecer como un hombre débil y un idiota. Cerdic no se consideraba ni lo uno ni lo otro. El dolor que sintió en ese momento era terrible. Notó que tenía la garganta reseca y las mejillas coloradas. Con voz entrecortada, indicó a sus hijos que se pusieran de pie, cosa que hicieron con torpeza. A continuación Cerdic se acercó a Elfgiva. Al mirarla, de pronto comprendió que era la culpable de todo. Nada de eso habría sucedido si no hubiera sido por su obstinación y su deslealtad. Para colmo había hecho que sus hijos lo dejaran en ridículo. Aunque, en su fuero interno, Cerdic sabía que su esposa no lo había hecho adrede, eso le tenía sin cuidado. Era culpa de ella; eso era lo importante. Fría y deliberadamente, Cerdic alzó la mano y le propinó un bofetón.
—Veo que no deseas seguir siendo mi esposa —dijo sin perder la calma.
Luego Cerdic montó en su caballo y bajó por la colina.
Al cabo de unas horas, un grupo de cinco jinetes apareció galopando por el sendero desde Lundenwic y, tras dejar atrás el bosque, se dirigieron hacia el pequeño río llamado Fleet que corría a los pies de las murallas occidentales de la ciudad romana. En lugar de cruzar el puente de madera, subieron un trecho, desmontaron y se dirigieron a pie hacia la herbosa rivera del Fleet, donde Melito y sus sacerdotes los aguardaban. Allí, bajo la atenta mirada de Cerdic, los cuatro jóvenes se desnudaron y, al ordenárselo el obispo, se metieron uno tras otro en las frías aguas del río.
El obispo Melito se mostró benévolo con ellos. No los obligó a permanecer en el agua más que un momento, sino que hizo la señal de la cruz sobre cada uno de los jóvenes, y dejó que salieran deprisa del río, tiritando, para secarse y entrar en calor. Habían sido bautizados.
Cerdic observaba con calma. Después del desastre de la misa había tenido que emplear todas sus dotes de persuasión para convencer al furioso obispo de que no partiera de inmediato. Por fin, comprendiendo que convenía a su causa, Melito había accedido a postergar su viaje unas horas y llevar a cabo la importante ceremonia para esos jóvenes paganos.
—Imagino —comentó a sus sacerdotes con una sonrisa— que dentro de poco nos veremos obligados a bautizar a individuos peores que éstos.
Mientras Cerdic observaba a sus hijos salir del agua chorreando, tenía otro motivo para sentirse satisfecho. La ira que había descargado sobre ellos a su regreso a Lundenwic había surtido efecto. Había reafirmado su autoridad. Sin decir una palabra más sobre sus planes de caza, los muchachos habían acudido dócilmente a su bautismo.
Sólo una persona no estaba presente en la ceremonia.
Elfgiva se había quedado sola en casa, llorando en silencio.
Al día siguiente todo el mundo lo sabía. Un mozo había sido enviado a Kent con un mensaje: el amo deseaba reclamar a su joven prometida. Había decidido repudiar a lady Elfgiva. Pese a las largas semanas de tensión entre el amo y el ama, todos los sirvientes se quedaron pasmados ante la noticia. Pero nadie se atrevió a decir una palabra. Cerdic se mostraba silencioso y taciturno. Elfgiva, alta y muy pálida, soportaba la situación con una majestuosa dignidad que nadie se atrevía a invadir. Algunos se preguntaban si decidiría quedarse y desafiar a Cerdic. Otros suponían que regresaría a East Anglia.
Pero para Elfgiva el aspecto más doloroso del asunto no era el rechazo, ni siquiera su humillante posición. No era lo que había ocurrido, sino lo que no había ocurrido.
Pues mientras esperaba que sus hijos la protegieran, o al menos protestaran, sólo hubo silencio. Es preciso reconocer que los tres mayores se presentaron ante ella, uno a uno, para expresarle su pesar por lo ocurrido y sugerir que si se convertía al cristianismo quizá lograra reconciliarse con su esposo. Pero no parecían muy convencidos.
«Lo cierto —se dijo Elfgiva un día mientras contemplaba el río— es que sienten más temor hacia su padre que cariño hacia mí. Y creo que probablemente aman la caza más que a su propia madre».
Excepto Wistan. Cuando fue a hablar con ella, su hijo de dieciséis años rompió a sollozar amargamente. Estaba tan enojado con su padre que Elfgiva le suplicó que por su bien procurara no enfurecer más a Cerdic.
—Pero no puedes aceptar esto —protestó Wistan.
—Tú no lo comprendes.
—No puedo comprenderlo —replicó, pero no dijo más.
Tres días después de esta conversación, Cerdic no se sorprendió al ver, mientras regresaba por el sendero desde Thorney, al joven Wistan de pie en medio del camino, aguardándolo. Adoptando una expresión hosca, el comerciante avanzó hacia él y lo saludó con una leve inclinación de la cabeza, tratando de amedrentar al muchacho para obligarlo a guardar silencio. Pero Wistan no se arredró.
—Padre, deseo hablar contigo —declaró con firmeza.
—Pues yo no deseo hablar contigo, de modo que apártate de mi camino.
Cerdic pronunció esas palabras con la fría autoridad que hacía que la mayoría de los hombres se echara a temblar, pero el valeroso joven le interceptó el paso.
—Se trata de nuestra madre —dijo—. No puedes tratarla así.
Cerdic era un hombre corpulento. No sólo eso, tenía un carácter fuerte y sabía emplear todos los trucos que le confería su autoridad. Cuando quería, se convertía en un hombre temible. Miró a su hijo con rabia y bramó:
—Es una cuestión entre tu madre y yo. ¡Cállate!
—No, padre, no puedo callar.
—Puedes y lo harás. ¡Apártate de mi camino!
Utilizando su voluminoso peso, Cerdic apartó a su hijo de un empujón y continuó andando por el sendero, furioso y echando chispas.
«Pero este chico es el mejor de los cuatro», pensó Cerdic mientras seguía andando. Sin embargo, eso no modificó su opinión sobre Elfgiva.
Cuatro días después de haber partido, el mozo que Cerdic había enviado a Kent regresó con la respuesta del padre de la muchacha. Su joven prometida le sería entregada en Bocton, dos semanas antes de las fiestas de Navidad.
Cerdic y Elfgiva tenían costumbre de regresar a su propiedad de Bocton varias semanas antes de los grandes festejos que organizaban para celebrar la Navidad sajona, pero al recibir esta noticia, el comerciante anunció escuetamente:
—Celebraré la Navidad aquí, en Lundenwic. Luego me trasladaré a Bocton para pasar el resto del invierno.
La señal era inequívoca. La anterior etapa había llegado a su fin. Una nueva iba a comenzar.
Mientras todos trataban de adaptarse a la nueva situación, en la factoría empezó a notarse un cambio de ánimo. Al principio era casi imperceptible, pero a medida que transcurrían los días se hizo cada vez más evidente.
Elfgiva seguía allí.
Técnicamente, dado que Cerdic no la había echado de casa, todavía era su esposa. Sin embargo, de manera un tanto indefinible, la gente se comportaba con ella como si ya se hubiera marchado. Si daba una orden, por ejemplo, ésta era respetuosamente obedecida, pero algo en los ojos de la otra persona le indicaba que el sirviente ya estaba pensando en cómo complacer a la nueva ama.
—Es como si me hubiera convertido en una invitada en mi propia casa —murmuró Elfgiva. Y luego, con amarga ironía, añadió—: Una invitada que está prolongando demasiado su visita.
Pero si todo el mundo se preguntaba cuándo iba a marcharse, Elfgiva aún no había decidido qué iba a hacer. Tenía un hermano en East Anglia. «Pero no lo he visto durante años», se dijo. Tenía unos parientes lejanos que vivían en una aldea a pocos kilómetros de la población natal de Elfgiva. ¿Podría ir allí?
—¡No creo que Cerdic pretenda que me vaya a vivir al bosque! —exclamó Elfgiva.
De momento, aunque Elfgiva apenas se daba cuenta, una extraña lasitud se había apoderado de ella. «Tomaré una decisión antes de la Navidad», se dijo. Pero nada hizo.
Cerdic tampoco dijo una sola palabra. Elfgiva no sabía qué quería ni cómo pensaba mantenerla. Simplemente la dejó, todavía su esposa de nombre, en una especie de limbo.
Ricola cada vez pasaba más ratos con su ama. Aunque Elfgiva solía mostrarse reticente y digna, de vez en cuando, en su soledad, hacía alguna confidencia a su esclava. Ricola estaba segura de que el abismo que se había abierto entre Cerdic y su esposa era insalvable.
—El amo ya no duerme con ella —informó Ricola a Offa—. Estoy convencida de ello.
Ricola cepillaba y trenzaba el pelo de Elfgiva con una ternura secreta. Y en cierta ocasión, cuando Elfgiva le confió que todavía no había decidido adónde ir, la joven preguntó tímidamente:
—Si lo que desea el amo es que os vayáis, lady Elfgiva, ¿cómo es que nada ha hecho al respecto?
—Es muy sencillo —respondió la mujer sonriendo con tristeza—. Conozco a mi esposo. Es un comerciante muy cauto. Se divorciará de mí en cuanto tenga a la nueva muchacha en sus manos. No antes. Esperará hasta entonces.
—Yo me iría sin más —dijo Ricola. A lo que Elfgiva no respondió.
Pero esta incertidumbre creaba un problema que Offa comentó una noche con Ricola.
—Si el amo la echa de casa —dijo—, ¿qué crees que harán con nosotros? Me refiero a ti y a mí. —Offa estaba perplejo—. Ella nos trajo aquí. ¿Significa eso que nos iremos con ella?
—¡Eso espero! —contestó la muchacha acaloradamente, sorprendida ante la vehemencia de sus sentimientos—. Ella me salvó la vida —se apresuró a añadir para justificar su reacción. Luego, mirando a Offa, preguntó—: ¿No quieres seguir a su lado?
Al principio Offa sólo fue capaz de responder mirando a su mujer con expresión de desconcierto. ¿Adónde los llevaría Elfgiva? Offa pensó en los tenebrosos bosques de Essex; no quería regresar allí. Pensó en lo poco que sabía sobre los inmensos espacios abiertos de East Anglia. Y pensó en el frondoso valle del Támesis, y en la ciudad desierta que ocultaba un tesoro.
—No sé —respondió al fin—. Francamente no lo sé.
A medida que pasaban los días ocurrieron dos acontecimientos en la vida de Ricola que ella no comentó con nadie. El primero estaba relacionado con el comerciante.
Una semana después del bautismo de sus hijos Cerdic se fijó por primera vez en Ricola. No fue gran cosa. Ella salía de la casa, agachándose para pasar por la pequeña puerta en el momento en que Cerdic regresaba del embarcadero. Ricola pasó junto a él, y él la miró.
Ella no se mostró sorprendida ni escandalizada. Era una mujer sensual; aceptaba la sensualidad. «No ha tenido una mujer desde hace una semana», pensó Ricola, y pasó de largo. Tampoco le preocupó el hecho de que volviera a ocurrir al día siguiente. «Será mejor que me mantenga alejada de él —pensó—, y no le diré una palabra a Offa», se dijo con una sonrisa.
El segundo acontecimiento fue mucho más agradable. Al término de Blodmonath, Ricola se dio cuenta de que era posible que estuviera encinta. «Pero esperaré otro mes para estar segura», pensó con alegría. Aunque se preguntó, no sin cierta inquietud, dónde y cómo vivirían cuando naciera la criatura.
Offa siguió haciendo todo cuanto podía para complacer al amo. También se las arregló para escabullirse un par de veces a la ciudad desierta, donde, con un pequeño pico y una pala que había hecho él mismo, se puso a explorar lugares que parecían prometedores. Una tarde, a su regreso de una de esas expediciones secretas, presenció la llegada de un nuevo cargamento a la factoría.
Había seis esclavos. Un comerciante de aspecto rudo y desagradable los conducía por el muelle, pero Cerdic lo saludó con cordialidad.
—Ha venido más tarde este año —observó.
Los hombres eran robustos, de pelo negro, e iban atados a una cuerda. Su pelo corto y aspecto deprimido denotaban su nuevo estado.
—El rey de Northumbria atacó a los escoceses el año pasado —explicó el comerciante sonriendo—. Son cautivos. Yo poseía un centenar cuando partí del norte. Esto es lo que queda.
—¿Los restos?
—Mírelos. No tienen mal aspecto.
Cerdic los examinó. No se molestó en poner reparos a la mercancía.
—Parecen sanos y fuertes —dijo—. Pero probablemente tendré que darles alojamiento y comida todo el invierno. El tráfico de esclavos suele comenzar en primavera.
—Puede darles trabajo.
—No hay mucho que hacer aquí cuando empieza a nevar.
—Es cierto. ¿Cuánto me ofrece por ellos?
A la gente le gustaba hacer tratos con Cerdic porque iba directamente al grano, sin perder el tiempo. Offa vio entrar a los dos hombres en casa de Cerdic. Al cabo de poco rato, el comerciante se marchó.
Por el momento, los seis hombres se alojaron en las dependencias de los esclavos, donde los encadenaban por la noche. Durante el día hacían ejercicio; un par de ellos trabajaba acarreando madera o reparando uno de los almacenes. Offa los observó, preguntándose cuál sería su destino final y compadeciéndose de ellos.
Transcurrió un día entero antes de que alguien se diera cuenta de que el joven Wistan había desaparecido. Nadie sabía adónde había ido, excepto que había dicho a uno de sus hermanos que deseaba ir a cazar. Era extraño que quisiera ir a cazar solo, y al ver que no regresaba, Elfgiva se inquietó. Cerdic se mostró más optimista.
—Debe de tratarse de una chica —dijo secamente—. Ya volverá.
Cuando pasó otra noche y el joven seguía sin aparecer, Cerdic observó malhumorado:
—Tendrá que darme algunas explicaciones por haberse marchado sin permiso.
Pero transcurrió otro día y otra noche sin rastro de él.
Wistan se había levantado muy temprano. Con las primeras luces del alba alcanzó el erial de Thorney y se dispuso a cruzar el vado. La marea era menguante. Su caballo sólo tuvo que nadar un breve trecho y cuando Wistan salió del río en la orilla meridional, apenas se había mojado. Emprendió una ruta que lo condujo a lo largo de un par de kilómetros hacia el sur, primero por las laderas que se elevaban sobre los terrenos cenagosos. Luego dobló hacia el este y siguió un trayecto que discurría paralelo al río.
Era un día frío y despejado. Mientras cabalgaba por pantanos y robledales, Wistan divisó las ruinas de la ciudad desierta a un par de kilómetros al otro lado del río. Al poco rato el terreno empezó a elevarse y formar unos cerros cuya altura iba aumentando progresivamente. Al cabo de unos cinco kilómetros el sol apareció sobre el horizonte, y Wistan contempló una espléndida vista de las relucientes aguas del río mientras fluía formando una serie de meandros hacia el estuario. A los pies de una prolongada pendiente en el cerro, junto a la ribera, había una pequeña aldea llamada Greenwich. Más allá, el cerro se ensanchaba y los robledales daban paso a unos inmensos campos. Wistan siguió el sendero de tierra dura que cubría la calzada empedrada romana que lo conduciría, la tarde del día siguiente, al asentamiento de Rochester.
Iba a ver a la muchacha.
La noche siguiente durmió en Bocton. Luego, a primeras horas de la mañana, tras admirar la magnífica vista sobre el Weald, Wistan partió hacia la casa de la muchacha.
Conocía a su familia, pero a ella hacía unos años que no la veía. «Curiosamente —pensó Wistan—, la última vez que la vi era una niña delgaducha como yo». Le costaba creer que su padre iba a casarse con ella.
Wistan llegó a su destino al mediodía, pero en vez de dirigirse directamente a la casa, se quedó un rato oculto entre los árboles, observando. Por fin la vio salir, y, por una feliz coincidencia, tomar un camino que conducía al bosque, no lejos de donde estaba él.
Al menos supuso que debía de ser ella. Cuando la muchacha se acercó apenas pudo reconocerla, pues la niña delgaducha era ya una espléndida joven. Esa hermosa criatura que iba a cumplir quince años, casi tan alta como él, que todavía conservaba una leve pelusilla sobre el labio superior, con su pelo rubio recogido en una trenza, ojos azules vivaces e inteligentes, se encontraba sólo a diez metros de él cuando Wistan pronunció suavemente su nombre.
—Edith.
Ésta no se sobresaltó cuando el joven de mirada bondadosa con una incipiente barba salió de entre los árboles y se plantó ante ella, aunque parecía sorprendida. La muchacha lo miró sin alterarse y luego sonrió.
—¿No nos conocemos?
Perplejo, Wistan notó que se sonrojaba.
—Eres Wistan —dijo la joven sin dejar de sonreír.
Él asintió con la cabeza.
—¿Qué haces aquí? —inquirió intrigada—. ¿Y por qué te ocultas en el bosque?
—¿Prometes no decirle a nadie que he venido? —preguntó él.
—No sé. Supongo que sí.
—He venido… —Wistan respiró hondo, consciente de la magnitud de lo que iba a hacer—. He venido a decirte que no te queremos en nuestra casa.
Ambos jóvenes charlaron durante casi una hora. A ella no le resultó difícil conseguir que él se lo contara todo. Aliviado, Wistan comprobó que no estaba enfadada.
—De modo que has venido para tratar de salvar a tu madre —resumió ella. Luego agregó con una sonrisa—: Me has hablado tanto de tu padre que supongo que también has venido para salvarme a mí.
Wistan la miró confundido y la joven se echó a reír. En ese momento oyó unas voces que la llamaban.
—Debes irte —dijo—. Anda, vete.
Wistan asintió con la cabeza mientras la joven echaba a andar hacia su casa.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó suavemente.
Pero ella ya había desaparecido entre los árboles.
El día de Thunor, el día del dios de los truenos.
Había transcurrido una semana desde que el joven Wistan había aparecido de nuevo. Cerdic había montado una escena violenta y amenazado con azotarlo, pero las disculpas del muchacho pretextando que había ido a cazar, que se había encontrado con unos amigos y se había perdido eran tan inverosímiles que el comerciante sonrió para sus adentros y comentó a los mayorales:
—Ya os dije que se trataba de una chica.
En un par de ocasiones incluso había dirigido a su hijo una mirada afectuosa y un tanto cómplice.
Pero entonces, al mediodía, había llegado la noticia como un trueno que estalla de pronto en el cielo plomizo. Su joven prometida había cambiado de parecer. El mensajero enviado por el padre de la muchacha, visiblemente turbado, lamentaba que se hubiera producido un error. La joven no iría.
Cerdic sabía lo disgustado que estaba su hijo menor. Entonces, al observar que se ponía pálido, lo adivinó de inmediato. Al cabo de unos momentos de feroz pugna entre padre e hijo Cerdic consiguió arrancarle la verdad.
En un arrebato de ira, Cerdic cogió un látigo y si Wistan no hubiera logrado huir tras los primeros azotes, es posible que su padre lo habría matado.
Cerdic se planteó qué debía hacer. Pensó en enviar de nuevo a alguien en busca de la joven para exigir a su padre que cumpliera su palabra, pero decidió que no sería digno. Además, reconoció, si lo que pretendía era evitar los problemas que le había causado Elfgiva, por otra parte una esposa honesta y leal, era absurdo insistir en casarse con una muchacha que ya le estaba creando problemas.
Durante varios días Cerdic se paseó por Lundenwic furioso y en silencio. Wistan, prudentemente, se mantuvo alejado de él. Pero poco a poco, a medida que su ira se aplacaba, Cerdic comenzó a sentir un gran cansancio. Pese a todo, añoraba la comodidad de su viejo matrimonio. En todo caso, pensó, era mejor que perseguir a jóvenes que cambian de opinión cada dos por tres.
Pero si, en un par de ocasiones, Cerdic se permitió observar a Elfgiva con aire pensativo, ésta no dio muestras de haberlo notado ni respondió a su mirada, sino que siguió mostrándose fría, distante y muda en su presencia.
Transcurrió una semana antes de que, irrumpiendo en la sala donde se hallaba su mujer en compañía de la atractiva esclava, Cerdic le informara tranquilamente de que si estaba dispuesta a seguir el ejemplo de sus hijos y bautizarse, él dejaría de buscar una nueva esposa y la aceptaría de nuevo.
—Quizá —dijo Cerdic amablemente— desees reflexionar durante un día antes de darme una respuesta.
Al cabo de unos momentos Cerdic salió más furioso que nunca.
Su mujer se había negado categóricamente.
Ricola observó a su ama durante unos minutos antes de hablar.
—Estáis loca. ¿No os dais cuenta?
Una semana antes habría sido inimaginable que una esclava se dirigiera a su ama en esos términos, pero en los últimos días habían ocurrido muchas cosas entre ambas mujeres.
Ricola era la única persona que hacía compañía a Elfgiva durante esas noches en que, incapaz de ocultar su dolor, la mujer dejaba que unas silenciosas lágrimas rodaran por sus mejillas. Elfgiva había recurrido a Ricola cuando Wistan había huido de su furibundo padre y se había refugiado en el bosque; la esclava había enviado a su marido a buscar al muchacho y lo habían ocultado por la noche en su pequeña cabaña. «Es el único lugar donde al amo no se le ocurrirá buscarlo», había dicho Ricola sonriendo. Y cuando a la mañana siguiente Cerdic bajó al embarcadero, fue Ricola quien condujo en secreto a Wistan para ver a su madre y le había oído decir al joven: «He impedido que esa chica venga aquí. ¿Por qué no accedes a bautizarte y te reconcilias con él?».
De modo que Elfgiva no regañó a la esclava por su impertinencia, sino que clavó la vista en el fuego y se quedó en silencio.
Lo cierto era que Elfgiva no sabía qué hacer. Ver a su hijo menor rogándole que acatara los deseos de Cerdic, pensar en todo lo que el joven había hecho por ella, la conmovió profundamente. ¿Cómo podía negarse a sus ruegos después de esa demostración de cariño? Pero no era tan sencillo. ¿Había cambiado algo realmente? «Hoy me ruegan que acceda —pensó Elfgiva—. Me dicen que todo se solucionará. Pero ¿y mañana? ¿No volverá mi esposo a las andadas? ¿No caeremos de nuevo en la misma situación, y aún más dolorosa?».
Elfgiva oyó a Ricola instándola a aceptar.
—Si no os convertís, vuestro marido buscará otra esposa. De lo contrario quedará de nuevo en ridículo. Quizás os repudie algún día, pero ése es el riesgo que debéis correr. Es mejor que perderlo ahora. —La muchacha meneó la cabeza y prosiguió con firmeza—: Le estáis buscando tres pies al gato. Nada tenéis que perder.
—Salvo mi dignidad.
Ricola no parecía muy convencida. Pero la dignidad tenía menos importancia, supuso Elfgiva, si una sólo tenía quince años y era una esclava.
Durante un rato las dos mujeres permanecieron sentadas en silencio sin llegar a una conclusión, hasta que Elfgiva, cansada, ordenó a la muchacha que se retirara. Ricola obedeció, pero junto a la puerta se volvió y dijo sin rodeos:
—Vuestro esposo es un hombre atractivo. Si vos no lo queréis, otras mujeres lo aceptarán.
La atrevida muchacha pensó que eso daría a su ama algo en qué pensar.
A medida que se aproximaba la Navidad, una nueva animación se apoderó de los habitantes de Lundenwic. Offa ayudó a los hombres a acarrear un tronco enorme hasta la casa de Cerdic, donde ardería lentamente durante muchos días, un símbolo de que, aunque desapareciera el sol, aquí en la Tierra el fuego de los anglosajones ardería hasta que volviera la primavera. Ricola ayudó a las mujeres en las faenas domésticas. En el banquete navideño comerían venado. Llevarían del almacén grandes tarros de conserva de frutas que habían preparado el verano anterior: manzanas, peras y moras. Se servirían diversas bebidas, incluida la especialidad de los sajones conocida como morat, hecho con miel y jugo de mora. Y todos los días, mientras trabajaban y las fiestas se acercaban, las mujeres cuchicheaban entre sí y se preguntaban si lady Elfgiva aún estaría allí en Navidad.
En cuanto a Elfgiva, cada día se sentía más angustiada. A medida que se aproximaba la Navidad empezó a evocar recuerdos felices de otras épocas navideñas. No tenía adónde ir. Su esposo le había ofrecido de nuevo reconciliarse. Ella estaba dispuesta a aceptarlo, incluso según las condiciones que él le imponía. Comprendía que para Cerdic lo primero era su deber, o su orgullo, o lo que fuera. Pero a cambio quería que le permitiera conservar su orgullo, su dignidad.
«Si me suplicara que lo aceptara de nuevo —pensó Elfgiva con tristeza—. Si me demostrara un poco de ternura, o un poco de pesar por lo ocurrido». Pero él la tenía abandonada, como un pobre animal atado y olvidado en una tormenta.
Una noche, durante esa época tan crítica, la esclava Ricola concibió un plan para salvar a su ama. Era típico del modo en que la muchacha afrontaba la vida: atrevido, sensual, descarado y muy valiente. Cuando se lo contó a su marido, Offa se mostró horrorizado.
—Ahora eres tú la que se ha vuelto loca —dijo.
—Pero dará resultado —insistió la muchacha—. Estoy segura. Sólo debemos hacerlo bien. —Ricola sonrió—. Piensa en todo lo que ella ha hecho por nosotros. En cualquier caso, ¿qué podemos perder?
—Todo —contestó él.
El enviado del rey Ethelberto de Kent los pilló por sorpresa; su mensaje incluso irritó a Cerdic.
—El obispo Melito está a punto de regresar, tal como prometió, para predicar el Evangelio —dijo el mensajero—. Debéis reunir a todas las gentes del lugar para que acudan a escucharlo.
—¿En Navidad? —protestó el comerciante—. ¿Cómo se le ocurre venir precisamente en Navidad?
No obstante hizo lo que le ordenaba el Rey, y dos días más tarde, cuando llegó el obispo acompañado por diez sacerdotes y veinticuatro nobles de Kent, Cerdic había logrado reunir a unas doscientas personas procedentes de las aldeas situadas junto al río.
—Hoy es sábado —declaró Melito—. Mañana predicaré y bautizaré.
El resto del día transcurrió en medio de una actividad febril. Había que preparar el alojamiento para los huéspedes. Apenas había un metro de suelo en los cobertizos que no estuviera cubierto con paja o una manta. Todo el mundo andaba muy atareado, incluso Elfgiva, que se encargó de dirigir a los sirvientes como había hecho siempre, de modo que en más de una ocasión Cerdic miró a su esposa con franca admiración. De los almacenes llevaron grandes piezas de carne. Y cuando, durante estos preparativos, el joven Wistan apareció milagrosamente y se puso a trabajar como los demás, Cerdic decidió no hacer caso.
Sólo hubo un detalle que estuvo a punto de turbar esa grata escena. Ocurrió cuando, no sin razón, algunos de los monjes empezaron a observar con recelo el imponente banquete que estaban preparando, tanto para la austera época prenavideña de adviento como la víspera del domingo. Pero Melito, sonriendo, les dijo:
—Éste no es momento de preocuparse por esas cosas. —Luego, escandalizando a un par de sacerdotes, añadió—: Personalmente, me propongo disfrutar de una buena cena esta noche con nuestros amigos sajones.
Y eso fue exactamente lo que hizo.
Hacia el mediodía de aquel sábado, acompañado por unas ciento cincuenta personas, el obispo Melito entró en la desolada ciudad y subió por la colina hasta el lugar donde se alzaría la futura catedral de Saint Paul. No llevaba pan para la comunión, sino que para ayudarse en ese trabajo llevaba un objeto extraordinario que acarreaban unos sacerdotes que lo precedían.
Se trataba de una enorme cruz de madera. Llamaba la atención por su gran tamaño, pues, plantada en el suelo, se alzaba unos cuatro metros, lo que confería a la escena que se desarrollaba en la cima de la colina una dignidad comparable a la de cualquier iglesia. Sin embargo, lo más notable de la cruz era la magnífica talla que tenía.
En el centro de la cruz, con los brazos extendidos, la figura de Jesús crucificado contemplaba el mundo con unos ojos que transmitían al observador la jerarquía romana del cielo y el infierno y el sentido de la fatalidad de los escandinavos. Pero lo que realmente llamó la atención de los sajones que se habían congregado en aquel lugar fue el resto del trabajo. Alrededor de la figura del Salvador aparecían talladas todas las plantas, aves y animales geométricos y diseños exquisitamente entrelazados que constituían la gloria del arte anglosajón, y que a partir de entonces, unidos a las figuras y símbolos cristianos de la Europa continental representarían la gloria de la Iglesia anglosajona.
Ésta era otra de las grandes reglas de los misioneros: «No pretendas destruir lo que está arraigado. Asimílalo».
Que era precisamente lo que el buen obispo Melito se proponía hacer en Lundenwic con motivo de la fiesta de Navidad de los sajones. ¿Acaso la Iglesia cristiana no se había propuesto, hacía muchos siglos, convertir las fiestas romanas, paganas y a veces obscenas, de invierno de las saturnales en unas fiestas cristianas más espirituales? ¿Acaso no habían logrado convertir la fecha del nacimiento del dios persa Mitra —el 25 de diciembre— en la fecha del nacimiento del Dios cristiano?
«Si a los anglosajones les gusta la Navidad —había explicado Melito a sus monjes—, debemos convertir la Navidad en una fiesta cristiana».
En ese momento, de pie ante la cruz de madera sajona, el obispo Melito observó a la congregación reunida delante de él.
Habían acudido todos: los labriegos, los mayorales, incluso Offa y Ricola, hasta lady Elfgiva estaba presente. Como no sabía a quién dejar para que los vigilaran, en el último momento Cerdic había ordenado que llevaran también a los esclavos del norte y los situaran, encadenados, detrás de la multitud.
Esas gentes sencillas, casi todos paganos, constituirían su rebaño de fieles. Melito confiaba en que acudirían de vez en cuando a la pequeña catedral de piedra que iba a construir en el centro de la ciudadela desierta. Debía amarlos y protegerlos y, si Dios le concedía la gracia, incluso inspirarlos.
El obispo misionero era realista pero también un hombre de fe. Como solía decir a sus sacerdotes: «Nuestro Señor salvó el mundo. Debéis aprender a aceptar un papel más humilde. Si, cuando predicáis, lográis salvar una sola alma, podéis daros por satisfechos».
Al contemplar esa multitud de campesinos, el obispo sonrió para sus adentros y musitó:
—¿A cuáles de estas almas lograremos salvar? Sólo tú, Señor, conoces la respuesta.
Offa contempló fascinado la escena. El oficio duró poco. Los diez sacerdotes entonaron unos salmos y otros responsos en latín, por lo que Offa no tenía ni idea de qué cantaban. El sonido era un tanto nasal, pero poseía una cualidad dulce y melancólica que contrastaba con las frías y grises ruinas que los rodeaban. Al cabo de un rato el joven empezó a aburrirse, pero cuando se disponía a marcharse antes de que terminara la ceremonia el obispo con la cabeza como un huevo se dirigió al pequeño grupo no en latín, sino en inglés anglosajón.
Y qué inglés. Mientras escuchaba a Melito pronunciar su sermón, Offa no salía de su asombro. Recordó que la primera vez que lo vio el extraño sacerdote se había expresado en la lengua de la isla, pero esto era increíble. Offa dedujo que el predicador había estudiado con los poetas que cantan para el Rey.
El inglés anglosajón era una lengua inmensamente rica. Sus vocales, que podían combinarse de múltiples maneras, le otorgaban unos sutiles matices y tonos. Sus consonantes germánicas podían recitar o murmurar, crepitar y restallar. Incluso empleado en verso, las líneas variaban su énfasis y longitud, adaptándose al ritmo natural de la escena que el poeta deseaba evocar. Era la lengua de las leyendas nórdicas sobre hombres que vivían junto al mar, un río y un bosque. Cuando los poetas recitaban, sus oyentes casi sentían el hacha abatirse sobre la víctima, veían sucumbir a los héroes, percibían la presencia de ciervos en la espesura o el melodioso sonido de las alas de los cisnes sobre el agua. Ante todo, el arte del poeta no residía en el ritmo sino en el hábil uso de la aliteración, a la que esta vigorosa lengua se adaptaba perfectamente y extraía de entre sus riquezas una infinita serie de evocadoras repeticiones.
El obispo Melito había empezado a dominar ese arte. Con qué sencillez y dulzura se expresaba. Habló sobre la venida del Señor a la Tierra: este dios hombre que al parecer había abierto el camino para que la humanidad penetrara en un maravilloso lugar que el predicador llamaba cielo. No sólo los héroes que habían perecido en la guerra, no sólo los reyes y los nobles, sino hombres pobres, mujeres, niños, incluso esclavos como él, según descubrió asombrado el joven Offa.
¿Y quién era ese Dios? Un héroe, más que un héroe, les explicó Melito. Semejante a Frey, dijo el sacerdote, pero más grande. Y había nacido en invierno, en esa misma época. Pero aunque había nacido en pleno invierno, había traído la promesa de una nueva primavera, una vida eterna.
Offa había oído hablar de Frey. Era el apuesto y joven dios de los anglosajones, amado y venerado por todos. Utilizando unos términos anglosajones, el obispo había declarado con fervor:
—Es el que lava nuestros pecados con agua, la jofaina de la vida.
Este Frey, por lo tanto, el que llamaban Cristo, había muerto clavado en una cruz, una rood la llamaban los anglosajones.
—Tras morir en la cruz resucitó —exclamó el sacerdote—. Se sacrificó por nuestros pecados, y nos dio la vida eterna.
Qué maravillosas sonaban sus palabras. Melito cumplía su tarea a la perfección.
¿Por qué habían clavado a ese Frey en una cruz? Offa no estaba seguro. Pero el espíritu de las palabras del predicador no podía ser más claro. Ese joven dios se había sacrificado por todos ellos. Resultaba extraño pero maravilloso. Por primera vez en su vida, Offa presintió que el destino, el siniestro e insondable wyrd, era algo distinto, algo esperanzador y alegre. Las palabras del predicador le produjeron una inefable dicha que hizo que se pusiera a temblar.
Y —ése fue el mensaje del obispo aquel día— si Cristo fue capaz de sacrificar su vida por los hombres, ¿no deberían los hombres estar más que dispuestos a sacrificarse, a reconciliarse unos con otros, para ser dignos de Él?
—No hay lugar para la crueldad, para el empecinamiento, para el rencor entre nosotros —dijo Melito—. Si os habéis peleado con vuestro vecino, vuestro sirviente o vuestra esposa, id y subsanad esa situación. Perdonadlos y rogadles que os perdonen. No penséis en vosotros mismos. Estad dispuestos a sacrificar vuestros deseos. Pues el Señor nos ha prometido que nos protegerá, que nos guiará a través de la oscuridad de la muerte siempre y cuando creamos en su nombre.
Y como la poesía anglosajona en que se inspiraba, el obispo remató su sermón de manera rimbombante:
Nuestro Señor fue conducido y
alzado
sobre la cima de la colina a la vista del cielo.
El valeroso guerrero vino mientras el mundo lloraba;
y una siniestra sombra ocultó el sol.
Fue herido y dio su sangre por nosotros
el Rey de toda la creación, Cristo en la Cruz.
Durante un momento la pequeña multitud permaneció en silencio, embelesada. Luego se oyó un suave murmullo como un suspiro. El sacerdote romano los había conmovido.
Offa no salía de su estupor. Esas palabras sobre la reconciliación y el perdón parecían referirse a Cerdic y su esposa. En cuanto al resto, la promesa del cielo, la petición de sacrificio, se le antojó al asombrado joven que, en cierto sentido que no alcanzaba a comprender, iba destinado a él. Embargado por la emoción, temblando, se quedó allí hasta que concluyó el oficio.
Entonces el obispo condujo a su rebaño para bautizarlo, esa vez no al Fleet fuera de la muralla, sino al pequeño arroyo que fluía entre las dos colinas de la ciudad. Melito pidió que se acercaran y, bajo la severa mirada de Cerdic, todos sus sirvientes avanzaron tímidamente. Offa, Ricola e incluso los esclavos del norte, un tanto perplejos, se metieron en el arroyo, observados con satisfacción por los que ya habían salido chorreando de esa breve prueba. Cerdic, sus hijos y los nobles de Kent, que ya eran cristianos, presenciaron la escena con la sensación del deber cumplido.
Al término de este proceso la severa mirada de Cerdic se posó en Elfgiva.
Lo cierto es que en ese momento Elfgiva no sabía qué quería hacer, pues al igual que Offa, y pese a su resistencia, se sentía extrañamente conmovida. El obispo, aunque él no lo sabía, le había hablado directamente al corazón. ¿Existía realmente una esperanza mayor que la que ofrecían los siniestros y crueles dioses que formaban parte de su herencia escandinava? ¿Era posible que el gran destino detrás de los cielos pudiera estar impregnado de un amor capaz de consolar a las personas que sufrían como ella? Si hubiera estado sola, si Cerdic no hubiera estado observándola, Elfgiva quizá se habría adelantado junto con los demás. Pero los ojos de su esposo estaban fijos en ella, duros e implacables. Ella vaciló unos instantes. «Lo único que desea —pensó— es que me rinda».
El obispo Melito subió del río directamente hacia ella. Al alzar la vista observó la indecisión de Elfgiva, vio la severa expresión de su esposo y, recordando la amarga escena que había presenciado entre ellos hacía unas semanas, se colocó al lado de ella e indicó a Cerdic que se acercara.
—¿Deseáis ser bautizada? —preguntó amablemente a Elfgiva.
—Mi marido lo desea.
Melito sonrió. Luego se volvió hacia Cerdic y dijo:
—Bautizaré a vuestra esposa, amigo mío, cuando ella venga a mí voluntariamente. Cuando lo desee, como espero que ocurra algún día, pero no antes. —Luego, con tono más firme, añadió—: Debéis mostrar caridad cristiana, Cerdic. Entonces vuestra esposa os obedecerá de buen grado.
Confiando en que su comprensivo talante serviría para mejorar las cosas entre el matrimonio, el obispo regresó a sus deberes.
Cerdic rogó a Melito que se quedara en Lundenwic hasta el día siguiente, pero aunque era domingo, el obispo estaba impaciente por proseguir su camino.
—Algunos hermanos nos aguardan en Essex esta noche —explicó—. Está a mucha distancia de aquí.
Poco después, el obispo y sus acompañantes cruzaban la ciudad y tomaban el camino que conducía a la puerta oriental. Entre tanto, Cerdic y los otros regresaron lentamente por el sendero hacia Lundenwic, con Offa cerrando la marcha.
Hacia el atardecer la temperatura subió un poco. Después de las conmovedoras palabras del predicador, en la factoría se instauró una cierta calma. Al joven Offa le pareció que todos, hombres y mujeres, mostraban una expresión más dulce y benévola. Esperaba que esa noche el amo, en cuyo corazón sin duda habían hecho mella las palabras de Melito, se reconciliara con su esposa. Pero aunque estaba seguro de que el comerciante se sentía tan conmovido como los demás, Offa vio que Cerdic fue a acostarse en uno de los cobertizos, dejando sola a Elfgiva.
Por la noche, mientras estaba en los brazos de Ricola, Offa, profundamente afectado por los acontecimientos del día, murmuró a su mujer:
—Pienso en el amo y el ama.
—Sí.
—Debemos mucho a lady Elfgiva.
—Es cierto.
—Es una lástima. Ojalá pudiéramos hacer algo.
—¿Como lo que te dije el otro día? ¿Te refieres a eso?
—No lo sé. Algo.
Mientras su marido dormía, Ricola permaneció despierta durante largo rato pensando.
La fiesta principal de Navidad caía la víspera del día más corto del año, dos días después de que partiera Melito.
La víspera del día más corto, la medianoche del año. Qué breves parecían las horas de luz. Unos nubarrones procedentes del oeste se cernían sobre el río como una manta. Mientras los hombres instalaban las mesas de caballete y alimentaban el fuego de la chimenea, todos coincidieron en que estallaría una ventisca antes de que la fiesta hubiera concluido. En efecto, al mediodía el cielo de poniente había asumido esa tonalidad anaranjada que anuncia una nevada.
Ricola estaba muy atareada. Horneó pan, preparó unas tortas de avena y ayudó a dos mujeres a girar los enormes cuartos de venado sobre el fuego. Qué bien olía la carne mientras se asaba lentamente y el humo ascendía hacia el techo de paja. Pero mientras realizaba esos quehaceres, la muchacha no dejaba de pensar en su plan. Y cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que daría resultado, aunque Offa no lo creyera.
El plan que Ricola había ideado, y que horrorizaba a su marido, se basaba en dos premisas muy simples. La primera, que Ricola conocía a los hombres. La segunda, que comprendía a su ama.
—Te lo explicaré para que lo entiendas —había dicho Ricola a su marido—. Ella no consigue decidirse. Creía haberlo perdido y ahora sabe que puede recuperarlo. Quiere ceder pero teme perderlo de nuevo, lo que le impide dar el paso. Y él tampoco quiere ceder porque… —Ricola rebuscó en su mente el motivo, no estaba segura de contemplar todas las posibilidades, y continuó—: Porque es un hombre. —Luego sonrió satisfecha—. ¿Sabes a qué se parece ella? —preguntó. Acto seguido ofreció a Offa una excelente imitación de una mujer indecisa a orillas de un río, incapaz de decidir si tirarse al agua o no—. Así es como se siente —concluyó la muchacha—. Desea hacerlo. Sólo necesita que alguien le dé un pequeño empujón. —Ricola sonrió de nuevo a su marido—. Un empujoncito, Offa. Sólo eso.
—¿Y quién se encargará de hacerlo? —había inquirido él.
—Nosotros —había respondido Ricola con expresión seria.
Entonces, parecía, había llegado el momento de hacerlo.
—Yo comprendo a lady Elfgiva —había insistido Ricola—. En cuanto a él, eso será muy fácil.
—Pero si la cosa va demasiado lejos… Si no da resultado…
Las posibilidades eran aterradoras.
—Todo irá bien —había prometido Ricola—. Tan sólo debes hacer lo que yo te diga.
Al banquete asistieron doce invitados, satisfechos de acudir a Lundenwic, a la mesa de Cerdic.
En la casa ardían numerosas lámparas. Los comensales estaban hacinados alrededor de la larga mesa. Incluso los esclavos de la casa —Offa, Ricola y otros cuatro— habían recibido permiso para participar en los festejos. Todos mostraban una expresión alegre y las mejillas encendidas debido a la cerveza. Cuando la luz empezó a declinar, cayeron unos copos de nieve, que formaban como una ligera capa de azúcar glaseado sobre el techo antes de fundirse.
Offa estaba nervioso. Las palabras de Ricola no cesaban de sonar en sus oídos: «No tiene importancia, tonto. Últimamente el amo me mira con insistencia. Es natural. Pero podemos utilizarlo en nuestro favor. ¿No lo comprendes?».
¿Estaba su mujer en lo cierto? Los riesgos eran espeluznantes, pero Ricola había asegurado a Offa que no tenía por qué preocuparse. «Ella es mi amiga. No se enojará conmigo. Si nos quedamos de brazos cruzados y el amo la echa de casa, ¿qué será de nosotros? Tendremos que marcharnos con ella, o algo peor».
Hasta el sermón, Offa se había negado a pensar en ello. Incluso en ese momento, no sabía con certeza qué le había hecho cambiar de parecer. ¿Quizá porque en el fondo creía justo arriesgarse por esa mujer a quien debían tanto? ¿O se debía al sentimiento que le había transmitido el predicador de que gracias a ese nuevo y maravilloso dios todo iría bien? Sólo debéis creer en su nombre, había dicho el predicador. Offa creía. Estaba seguro de ello. Frey los protegería.
Pero estaba empezando a tener de nuevo ciertas dudas. Offa trató de apartar ese pensamiento. Poco a poco, a medida que el calor del venado y la espesa y aromática cerveza se extendían agradablemente por su interior, Offa empezó a pensar que Ricola tenía razón. Se produciría un breve incidente. Si daba resultado, perfecto; si no, nada habrían perdido. Offa cogió la jarra de madera que tenía ante él y bebió otro trago de cerveza.
El amo también comía y bebía con gusto. Parecía satisfecho, aunque vigilante. Elfgiva, que lucía una hermosa banda de oro alrededor del cuello y estaba más guapa que las otras mujeres presentes en la sala, o al menos eso le parecía a Offa, sirvió amablemente a los comensales cerveza e hidromiel. Todos le dieron las gracias y alzaron sus jarras para beber a la salud de su anfitrión, jurándole amistad y lealtad. Todo parecía en orden.
Offa notó que en más de una ocasión Cerdic, con el rostro arrebolado debido al cálido hidromiel, miró a Elfgiva, que estaba sentada frente a él. Offa rezó en silencio para que ella le devolviera la mirada. Sólo se precisaba una pequeña mirada de rendición. Si ella se la daba esa noche, Ricola no tendría que montar su pequeña charada y todos podrían acostarse felices y tranquilos. Pero aunque Elfgiva desempeñó su papel, no dio a Cerdic la menor señal, y el semblante de éste se ensombreció. Otros hombres se acostarían esa noche con sus esposas, pero no el comerciante. Offa suspiró. Tendrían que seguir adelante con el plan. Mientras todos seguían gozando con la reunión Offa analizó los pormenores del plan que habían urdido.
Cuando el banquete estaba a punto de concluir Ricola se escabulló.
Los convidados entraban y salían. Los hombres que habían bebido demasiada cerveza se ausentaban unos momentos de la sala. Una o dos parejas, con el rostro encendido y bien alimentados, salieron dando traspiés y no regresaron. Cuando Cerdic salió, Ricola y Offa lo siguieron disimuladamente, y nadie lo advirtió.
Al poco rato, cuando Cerdic regresaba a la sala, vio a la esclava de pie junto a la puerta de su cabaña, sola. La tenue luz de la lámpara que ardía en el interior iluminaba la silueta de la muchacha y arrancaba unos reflejos a su pelo corto y rubio. «Qué bonita es», pensó el comerciante.
El chal de lana que lucía sobre los hombros había resbalado un poco y revelaba la parte superior de sus pechos, que eran menudos pero bien formados. Si la muchacha tenía frío, no daba muestras de notarlo. Cerdic se detuvo.
—¿Dónde está tu marido?
Ricola sonrió y señaló el interior de la cabaña.
—Se ha acostado. Mañana ya se le habrá pasado la borrachera.
Cerdic sonrió.
—¿De modo que esta noche estás sola?
La joven lo miró, deteniéndose una fracción de segundo antes de responder:
—Eso parece.
Cerdic dio media vuelta para alejarse, pero luego se detuvo. Se volvió y miró a la joven con aire pensativo. Sintió que en su interior empezaba a agitarse el deseo. Otros hombres dormirían esa noche con sus mujeres, pero el amo de la casa dormiría solo.
¿Por qué había de dormir solo?
El plan era muy simple, tosco incluso, pero no estúpido.
—Lo único que debemos hacer es procurar que ella lo vea seguirme. Eso es todo.
—Entonces te echará la culpa a ti —había protestado Offa.
—No —había contestado Ricola meneando la cabeza—. No si lo hacemos bien. Él desea acostarse con una mujer. Ella lo sabe. Yo pondré cara de asustada porque él es el amo y no sé qué hacer. Tú irás a buscarla. Le dirás que te envío yo porque necesito ayuda.
—Y ella se enojará con él.
—Es posible. Pero no deja de ser su esposo. No consentirá que se acueste con su esclava delante de sus narices. Tratará de impedírselo, y sólo existe una manera de que una mujer impida a un hombre que se vaya con otra.
—¿Llevárselo a la cama?
—Ella sabe que puede hacerlo. Esta vez tendrá que tomar una decisión: o se lo lleva a la cama o él se irá con otra mujer. O da el paso o no lo da. Es su esposa. Si es una mujer como debe ser, tiene que dar ese paso. A fin de cuentas —añadió Ricola con gran sensatez—, si quisiera abandonarlo ya lo habría hecho.
Ése era el plan. El empujoncito que necesitaba Elfgiva.
A través de la oscuridad, Offa observó el patio desde el corral donde se había ocultado. Estaban sólo a veinte pasos de distancia y los veía con nitidez bajo la luz que se filtraba por la puerta de la cabaña. Ricola desempeñaba su papel a la perfección, riendo de algo que el amo acababa de decir, con la cabeza inclinada hacia atrás. Se mostraba simpática y desenvuelta, seductora sin provocarlo de manera deliberada. Ricola vio a Offa entrar en la casa.
Era muy sencillo, pero tenía que obrar con rapidez.
En el interior de la casa hacía mucho calor. Durante unos instantes la atmósfera, impregnada de humo, hizo que le escocieran los ojos. El fuego y las lámparas iluminaban la escena, otorgándole un cálido resplandor. No era tan fácil como había supuesto Offa llegar hasta donde estaba sentada Elfgiva. La mesa ocupaba el centro del pequeño comedor. Cuando Offa se dirigió hacia Elfgiva tropezó con dos mayorales que habían decidido perder el conocimiento simultáneamente y roncaban tirados en el suelo. Offa no tuvo más remedio que pasar por encima de ellos, que siguieron durmiendo a pierna suelta.
Por fin llegó junto a Elfgiva, dispuesto a decir las palabras que Ricola le había obligado a ensayar minuciosamente.
Pero en ese momento Elfgiva conversaba con un viejo labriego que vivía río arriba. Cuando el esclavo trató de hablar con su ama, ésta le indicó con un ademán que no la interrumpiera. Pero dada la insistencia del joven, Elfgiva le dijo que esperara. Elfgiva prosiguió cortésmente la conversación con el viejo labriego, que le estaba relatando una historia interminable. Era muy aburrida, pero debía mostrarse respetuosa. Un antepasado del labriego había matado nada menos que a tres hombres en una batalla, incluido a un cabecilla del norte, antes de que Elfgiva mirara de nuevo al esclavo y notara que se estaba poniendo muy nervioso.
El mensaje que Offa había memorizado era muy simple: «Mi mujer me envía a rogarle que la ayude, señora. No desea ofender al amo». Una esclava leal en una situación comprometida. Elfgiva haría el resto, le había asegurado Ricola.
Pero el tiempo pasaba. El labriego parecía empeñado en contar también a Elfgiva las hazañas de los hermanos de su antepasado. Cuando por fin, con un leve gesto de impaciencia, Elfgiva se volvió hacia Offa, éste la miró confundido.
—Mi mujer… —empezó a decir.
—Esta noche no la necesito —respondió Elfgiva sonriendo.
—No es eso, señora. Mi mujer…
—Ahora no —interrumpió Elfgiva y se volvió de nuevo hacia el labriego.
—Mi mujer, señora —repitió el esclavo, desesperado. Luego, olvidando lo que tenía que decir, añadió señalando la puerta—: Vuestro esposo y mi mujer…
—¿Qué dices? —preguntó Elfgiva frunciendo el ceño. Luego se volvió apresuradamente hacia el labriego y sonrió.
—Me envían a buscaros —soltó Offa, hecho un lío.
Por fin Elfgiva se encogió de hombros, se disculpó y se dirigió hacia la puerta.
¿Qué retenía a Offa? Ricola lo había calculado todo meticulosamente. Necesitaba que el comerciante se propasara sólo un poco. Pero el tiempo transcurría y Cerdic estaba cada vez más excitado. Ricola no sabía qué hacer. Al cabo de unos minutos, el comerciante apoyó una mano sobre el hombro de Ricola. O se lo quitaba de encima, cosa que haría que se enfureciera, o…
No había ni rastro de ellos. Cerdic miró a Ricola con una sonrisa de oreja a oreja. Esbozando casi una mueca de disgusto, la muchacha trató de apartar la mano del comerciante, que se había posado sobre uno de sus pechos. «Todavía no —pensó sintiendo deseos de gritar—. Todavía no».
Pero él se inclinó para besarla.
Cuando Elfgiva pasó por la puerta baja y salió, pese a la oscuridad del patio distinguió con claridad las siluetas de su esposo y la esclava junto a la cabaña. Su marido estaba besando a la muchacha, quien no daba muestras de oponer resistencia. Su chal estaba en el suelo, junto a ella. Cuando se separaron y Cerdic se volvió hacia su esposa, sonrió con una expresión entre contrita y triunfal. Pero la muchacha, representando una ridícula pantomima como si forcejeara con él, la miró asustada.
En ese momento, Elfgiva sólo recordó una cosa. ¿Qué era lo que esa descarada esclava le había dicho hacía unos días? «Si vos no lo queréis, otras mujeres lo aceptarán». Algo por el estilo. Y entonces esa muchacha había decidido arrebatárselo ella misma.
Elfgiva se encogió de hombros. Lógicamente, estaba furiosa. Pero si a su esposo le complacía divertirse con una esclava, pensó con amargo desprecio, eso a ella no le concernía. Sin hacer caso de Offa ni de los amantes, dio media vuelta y regresó a la casa, seguida por el joven esclavo, que trataba desesperadamente de decirle algo. Pero ella ni siquiera lo escuchó.
La pobre Ricola no había tenido en cuenta un detalle. Su ama podía desahogarse con ella cuando estaba triste, pero para la dama sajona de alta alcurnia, la muchacha no era más que una esclava. No era una rival. Ni siquiera un estorbo. No era más que una esclava a quien su esposo podía utilizar una noche si no tenía otra cosa mejor que hacer, y rechazarla a la mañana siguiente. Incluso en esas circunstancias, Elfgiva conseguía apartarla de su pensamiento con gran facilidad.
Que fue exactamente lo que hizo. Mientras se dirigía hacia la mesa para ocupar su lugar junto al locuaz labriego, Elfgiva indicó con la mano a Offa que se retirara.
Cuando el joven salió de nuevo al patio, Cerdic y Ricola habían desaparecido.
La noche se le hizo muy larga a Offa. El viento había amainado. Antes, mientras estaba sentado junto a la puerta de su cabaña, había visto a unas figuras salir de la casa o caminar por el patio dando traspiés. De vez en cuando oía el rumor de unas risas provocadas por la cerveza y el hidromiel. ¿Eran Ricola y el comerciante los que se reían?
Ricola nada podía hacer. Offa lo comprendió con meridiana claridad. Aunque se resistiera al amo, éste era más corpulento y fuerte que ella y, como esclavos, Ricola y Offa tenían pocos derechos. Lo irónico del caso era que antes, cuando era un hombre libre y vivía en la aldea, Offa habría podido enfrentarse al anciano. Podría haber exigido una compensación. Pero por haber perdido la cabeza y luego la libertad, se había asegurado que lo mismo podía volver a ocurrir y esa vez se hallaría impotente.
Offa se lamentó de su estupidez.
Durante un rato confió en vano en que Ricola hubiera conseguido escapar del comerciante. Quizá Cerdic estuviera demasiado borracho, o ella hubiera logrado zafarse de él. Al menos era una leve esperanza, pero a medida que la noche se hizo más densa y Ricola seguía sin aparecer, la perdió.
Offa deseaba, contra lo que le dictaba su sentido común, ir en busca de ellos. ¿Dónde estaban? ¿En el pajar? ¿O en una de las cabañas?
—¿Y qué podría hacer de todos modos? —murmuró Offa—. ¿Clavarle una aguja también al comerciante? —Mientras pensaba en lo angustioso de la situación, y en lo imprudente que había sido al dejar que Ricola se saliera con la suya, Offa meneó la cabeza con tristeza—. Jamás habría accedido a ello de no haberme sentido conmovido por el sermón —masculló enojado—. Maldita la ayuda que me ha prestado ese nuevo dios.
Le parecía que ese Frey clavado en la cruz era un dios que carecía de poder.
Mientras se encontraba en los poderosos brazos de Cerdic, Ricola pensaba. Principalmente en su marido y en Elfgiva. ¿Qué significado tendría esa noche para todos ellos? ¿Cómo afectaría a su matrimonio, a su posición con respecto al ama, a su futura relación con el comerciante? Ricola deslizó la mano suavemente sobre el pecho del comerciante y acarició su vello rubio. Deseaba marcharse, pero él estaba sólo medio dormido y la sostenía entre sus vigorosos brazos. Al amanecer, el amo se despertó nuevamente.
Ricola tenía al menos una certeza. En su vientre portaba una diminuta vida, una vida que les pertenecía sólo a Offa y a ella, y que, al margen de lo que sucediera, debía proteger.
No obstante, Ricola se habría quedado asombrada si, en la luz grisácea e imprecisa del amanecer invernal, hubiera visto a su ama.
Elfgiva no dormía. Estaba acostada despierta, revolviéndose en la cama. Una y otra vez, los acontecimientos de la noche desfilaron ante sus ojos y al poco su ira dio paso a otra emoción distinta, más simple. El arrepentimiento. «¿Por qué no lo detuve?», se preguntó. Y luego, como si se dirigiera a otra persona: «Él es tuyo, y tú lo arrojaste de tu lado».
Se sentía herida, pero a la vez se compadecía de su esposo. Ella conocía las necesidades de Cerdic, pero se las había negado. ¿Y por qué? Por lealtad a sus dioses. Por temor a verse humillada. Por orgullo. Pero ¿acaso su orgullo la hacía feliz? ¿Era peor la humillación que esa terrible situación en que se hallaba? En cuanto a esos dioses ancestrales y su lealtad hacia ellos, ¿le habían proporcionado Woden, Thunor y Tiw algún consuelo en esta noche de invierno? Le parecía que no.
Un poco antes de que despuntaran las primeras luces, Elfgiva se cubrió con una gruesa piel y bajó la cuesta hacia el río. Sus aguas apenas emitían sonido. En la oscuridad parecían negras. Elfgiva se sentó en el embarcadero, con los hombros encogidos, y contempló el agua.
¿Qué habría hecho su padre? Habría puesto rumbo hacia una lejana orilla, confiando en sus dioses y desafiando al mar. Pero su padre era un hombre. A medida que la noche tocaba a su fin, Elfgiva dejó de pensar en qué habría pensado o hecho el viejo marino. No obstante, el vigoroso anciano quizá se habría mostrado de acuerdo cuando, mientras las aguas del río pasaban del negro al gris, Elfgiva se levantó, enderezó la espalda y echó a andar con paso decidido cuesta arriba.
La joven Ricola tenía razón. Su ardid había dado resultado, aunque más tarde de lo que había previsto. Elfgiva había decidido asumir de nuevo el control de su matrimonio.
Esa mañana, por lo tanto, Cerdic, con una profunda sensación de alivio y grato placer, oyó declarar a su esposa con firmeza:
—Seguiré a tu dios. Di al sacerdote que estoy dispuesta a bautizarme. —A lo que Elfgiva se apresuró a añadir—: La esclava debe marcharse.
Cerdic sonrió y la abrazó.
—Esa muchacha debe marcharse —repitió Elfgiva.
Cerdic se encogió de hombros como si no le incumbiera.
—Como tú quieras —respondió—. Al fin y al cabo, es tuya.
Sin que ellos lo supieran, se había producido otro acontecimiento durante las largas vigilias de esa noche de invierno.
La llegada de un visitante.
Mientras amanecía sobre el largo estuario del Támesis, un barco se deslizaba aguas arriba impulsado por la marea entrante. Entonces, en este día gris y húmedo, penetró en el gran meandro que describía el río más abajo de la factoría.
Cuando divisó el embarcadero de Lundenwic el capitán del rechoncho y sólido barco, un hombre bajo y de expresión dura, se hallaba en la proa, impaciente por llegar a su destino. Tenía unos cuarenta años, un rostro brutal y una barba rala, canosa y muy corta. De todos los comerciantes frisones, era el único que viajaba a la isla en esa inclemente y peligrosa época del año. Lo hacía porque era un individuo temerario, listo y ambicioso. Adquiría la mercancía a buen precio porque ahorraba a sus propietarios el coste de darles comida y alojamiento durante los meses invernales, y era el único hombre capaz de suministrar la mercancía que pudieran necesitar urgentemente antes de la primavera. Traficaba con seres humanos. Era bien conocido a lo largo del litoral septentrional europeo: «Ese astuto frisón es el único capaz de suministrar esclavos en invierno». Llegó a Lundenwic al mediodía.
Cuando vio el barco del frisón, Cerdic sonrió y comentó al capataz:
—Supuse que vendría.
—Contabais con ello —respondió el capataz.
—Cierto. —Cuando Cerdic había comprado a los esclavos del norte había insinuado al mercader que tendría que soportar el gasto de mantenerlos durante el invierno, por lo que había conseguido un mejor precio por ellos—. No le dije que no podría venderlos antes de la primavera —recordó Cerdic a su capataz—. Sólo dije que el tráfico de esclavos suele comenzar en primavera.
—Por supuesto.
Cerdic nunca mentía.
A media tarde el frisón examinó a los esclavos del norte y acordó un buen precio. El hombre se llevó una grata sorpresa cuando, en un gesto de buena voluntad, Cerdic le ofreció otros dos esclavos —un hombre y una mujer— a un precio muy bajo.
—Deseo desembarazarme de ellos —le explicó Cerdic—. Pero no os causarán problemas.
—Me los llevo —dijo el frisón, y los encadenó junto con el resto de los esclavos.
Pero se produjo un pequeño contratiempo. Al anochecer, la muchacha se puso a gritar suplicando que la dejaran hablar con su ama. Pero por lo visto su ama no tenía el menor deseo de hablar con ella, de modo que el traficante de esclavos le propinó unos latigazos para aplacarla antes de dirigirse a casa de Cerdic a cenar con él. Después de una buena noche de descanso, partiría con la marea menguante.
En el calendario anglosajón, la noche más larga del año se llamaba Modranecht, la noche de las madres.
Hacía mucho tiempo que Cerdic y su esposa no dormían juntos, pero en ese momento, al hacerlo, el comerciante experimentó la grata sensación de haber regresado a su hogar; en cuanto a Elfgiva, le pareció que durante esa densa y larga noche algo había vuelto a abrirse en su interior. Algo maravilloso y misterioso.
A la mañana siguiente se despertó con una sonrisa apacible y especial.
Todo estaba listo para zarpar.
Era un barco escandinavo con una elevada quilla, muy parecido al que Offa había descargado ese otoño. Su amplio calado permitía a los esclavos sentarse en la sección central y estirar las piernas. Para asegurarse de que no causaban problemas, les colocaban grilletes en los tobillos.
Ricola se devanaba los sesos buscando desesperadamente una solución. Había permanecido toda la noche en las dependencias de los esclavos, sin pegar ojo, confiando en que su ama la perdonara. Había tratado de hablar con Elfgiva. Sólo necesitaba unos minutos para explicarle lo ocurrido. No tenía duda. Pero desde que los hombres de Cerdic se habían presentado por la mañana para detenerlos a Offa y a ella, se diría que su ama había desaparecido de la faz de la Tierra. Para Elfgiva y su esposo, los dos esclavos habían dejado de existir. Cuando Ricola había protestado, tratando de transmitir su mensaje a gritos a las personas que se encontraban fuera de las dependencias de los esclavos, el frisón la había azotado cruelmente. A partir de entonces, nadie había aparecido por las dependencias de los esclavos. Nadie.
Sin duda alguien se compadecería de ella. Al menos Wistan, si no lo hacía su madre. Ricola supuso que ese aislamiento era deliberado. Elfgiva o su esposo habían dado orden de que nadie se acercara a Offa y a ella. No debían tener contacto en absoluto. Querían desterrar a los dos esclavos de su vida.
Si Elfgiva supiera su secreto. Si pudiera decirle a su ama que estaba encinta. ¿Cómo no iba a compadecerse de otra mujer en esa situación? Cuando por fin amaneció y Ricola oyó a la gente moviéndose en el patio, sus esperanzas aumentaron y se concentró en un punto vital. De alguna manera, entre las dependencias de los esclavos y el barco del frisón, tenía que transmitir ese mensaje a Elfgiva. A despecho de los golpes que el frisón pudiera descargar sobre ella con su despiadado látigo, Ricola tenía que comunicar a su ama que estaba encinta.
Transcurrió una hora. La luz empezó a filtrarse por debajo de la puerta. Al cabo de unos minutos ésta se abrió y apareció el frisón. Sin decir una palabra, les entregó unas tortas de cebada y agua antes de volver a desaparecer. Pasado un rato, reapareció acompañado por cuatro de sus ocho marineros y los condujo hacia el embarcadero. Era una mañana fría y gris.
Tal como Ricola había supuesto, había un nutrido grupo de gente aguardando en la ribera para verlos partir. Vio a los mayorales, al capataz, a las mujeres con quienes había trabajado todos los días. Pero no había un solo miembro de la familia de Cerdic. Ni siquiera uno de sus cuatro hijos. Si observaban la escena, lo hacían desde donde no podían verlos.
Al llegar a la ribera Ricola pasó junto a una de las mujeres. Era la cocinera.
—Estoy encinta —murmuró—. Díselo a lady Elfgiva. ¡Apresúrate!
—Cállate —le ordenó el frisón.
Ricola miró a la mujer con expresión implorante.
—¿No lo comprendes? —exclamó en voz baja—. Estoy encinta.
Al cabo de unos segundos sintió un punzante dolor en los hombros y luego la mano del frisón sobre su cuello, empujándola. Pese a la férrea mano que la tenía sujeta, Ricola consiguió volverse y mirar a la mujer. El orondo rostro de la cocinera sajona estaba pálido, parecía un poco asustada, pero no se movió.
De pronto algo distrajo al frisón, apartó la mano del cuello de Ricola y se dirigió hacia la parte delantera de la hilera de esclavos. Al pasar junto al capataz, Ricola murmuró:
—Estoy encinta. Te lo ruego, díselo a tu ama. Estoy embarazada.
El hombre la miró impávido, como si Ricola fuera un animal. ¡Crac! El látigo cayó de nuevo sobre ella. Una, dos veces la alcanzó en el cuello y la hizo lanzar un grito de dolor.
Ricola estaba fuera de sí. Nada tenía que perder. Le habían arrebatado su dignidad. El dolor era lo de menos.
—¡Estoy encinta! —gritó a voz en cuello—. ¡Lady Elfgiva! ¡Estoy embarazada! ¿No lo comprendéis? ¡Voy a tener un hijo!
El cuarto latigazo cayó sobre el mismo lugar que el primero y le produjo una profunda herida. Durante unos segundos Ricola creyó que iba a desmayarse. Notó que unos vigorosos brazos la arrastraban por la ribera mientras ella balbucía en vano:
—Un niño… Voy a tener un niño.
Temblaba de pies a cabeza debido a la conmoción y el dolor. Pero nadie movió un dedo para ayudarla.
Transcurrieron unos cinco minutos mientras Ricola permanecía sentada en el barco, tratando de recobrar la compostura. Entre tanto, los marineros del frisón cargaban con calma la mercancía. El frisón, ocupado en dirigir a sus hombres, parecía haberse olvidado de ella. Se diría que nadie había oído sus angustiosos gritos.
Sin duda, cuando Ricola gritó su mensaje, éste debió de resonar por toda la factoría. Sin duda Elfgiva, o algún miembro de su familia, debía de haberlo oído. Ricola observó a los esclavos del norte que tenía delante. Sus rostros reflejaban una expresión resignada, casi impasible. Ellos, al menos, no tenían esperanzas. Los aguardaba una remota hacienda franca o un puerto mediterráneo. Los obligarían a trabajar hasta que perdieran las fuerzas y entonces, posiblemente, les harían trabajar aún más duro, hasta que, después de haber dado hasta la última pizca del valor que poseían, cayeran muertos. A menos que tuvieran mucha suerte.
¿Qué hacían con una mujer encinta? ¿Dejaban que permaneciera junto a su marido? Ricola supuso que no. ¿Y con el niño? Quienquiera que la comprara quizá dejaría que el niño viviera. Pero lo más probable… Ricola se estremeció al pensarlo. Lo más probable, según le habían contado, era que ahogaran al bebé en cuanto naciera. ¿Qué iba a hacer su amo con un bebé?
Ricola contempló la alta y curvada proa del barco. Tenía un aspecto cruel, semejante a una gigantesca y fría cuchilla dispuesta a abrirse paso violentamente a través de las aguas. O el pico de una feroz ave de presa. Ricola se volvió hacia la orilla.
Lundenwic. El último lugar donde sus pies tocarían suelo inglés. Lundenwic, el muelle desde el cual los anglosajones vendían a sus hijos e hijas. Lundenwic, un lugar gris y siniestro. Ricola lo odiaba, así como a toda esa gente que contemplaba con rostro imperturbable la escena desde la verde orilla del río.
«No parece preocuparles en absoluto», se dijo Ricola.
De golpe se dio cuenta de que no había hablado con Offa desde la noche anterior. Pobre Offa, que había clavado un alfiler en el anciano jefe de la aldea, que había accedido a participar en aquel descabellado plan. Offa, el padre de su hijo que probablemente moriría. Ricola lo miró, pero no habló.
El frisón regresó al cabo de unos minutos. Los marineros ocupaban sus puestos de popa a proa y estaban preparados para zarpar. Todo había terminado. Sacudiendo la cabeza en señal de derrota, Ricola clavó la vista en el fondo del barco, por lo que no vio a Elfgiva descender por la herbosa ribera.
Ella la había oído.
Pero no fue únicamente el grito de Ricola lo que la había hecho bajar. Fue el grito y algo más, algo que había ocurrido entre marido y mujer en casa de Cerdic durante la noche de las madres, la pequeña semilla de alegría en aquella larga noche de pleno invierno. Cuando Elfgiva se despertó esa mañana y se desperezó, y notó que su esposo la besaba, y luego oyó el grito de la joven, fue aquella nueva y secreta calidez lo que hizo que se compadeciera de la pobre Ricola y su marido.
Poco después, y ante su estupor, Ricola y Offa se encontraron de regreso en la residencia del noble, de pie delante de su ama junto al largo edificio con techo de paja.
La conversación fue breve. Elfgiva se apresuró a silenciarlos cuando la pareja trató de justificarse. No quería oír sus explicaciones.
—Tenéis suerte de no hallaros en ese barco de esclavos —les informó—. Y podéis consideraros aún más afortunados de que haya decidido devolveros vuestra libertad. Podéis ir adonde queráis, pero no volváis a poner los pies en Lundenwic.
Luego, con un imperioso ademán, Elfgiva les indicó que se retiraran.
Poco después, Cerdic, al verlos junto al embarcadero, se sintió tentado de dar un regalo a la muchacha, pero decidió no hacerlo.
Esa tarde comenzó a nevar, una nevada suave y continua que cubrió la ribera con un manto blanco.
Offa y Ricola no se habían alejado mucho. Él construyó una tosca choza junto al vado, en la isla llamada Thorney, al abrigo de unos arbustos. La nieve facilitó su tarea. Trabajando con rapidez y agilidad, logró erigir unos muros de nieve alrededor del pequeño cubículo, de manera que al anochecer él y Ricola se refugiaron en el interior de su pequeña madriguera que era en parte una choza de hojas y ramas y en parte un iglú. Offa encendió un fuego en la entrada de la misma. Disponían de un poco de comida. La cocinera les había dado una hogaza de pan de cebada y un pedazo de carne que había sobrado del banquete y que les duraría unos cuantos días. Pero poco después de medianoche vieron aproximarse a su pequeño campamento un jinete encapuchado. Cuando éste desmontó junto al fuego, reconocieron el amable rostro del joven Wistan.
—Tomad —dijo con una sonrisa y les entregó un pesado objeto que transportaba en la silla. Era un cuarto de venado—. Mañana volveré para comprobar si estáis bien —les prometió antes de marcharse.
Así fue como la joven pareja inició una nueva vida en el bosque.
—Ahora podemos dejarnos crecer el pelo —recordó Offa a Ricola con una sonrisa—. Al menos hemos dejado de ser esclavos.
Con la grasa del venado, Offa confeccionó un poco de aceite para aplicarlo a las llagas que tenía Ricola en el cuello y los hombros. La muchacha esbozó una mueca de dolor cuando su marido le untó el aceite, pero no protestó.
Ninguno de los dos se refirió, ni entonces ni más tarde, a la noche que ella había pasado con el comerciante. Pero cuando Offa preguntó a su mujer: «¿Es cierto que estás encinta?», y ella asintió, él experimentó una gran alegría y al mismo tiempo una sensación de alivio. De algún modo, la intrusión del comerciante en su vida dejó de tener importancia.
—Nos quedaremos aquí unos días —dijo Offa—. Luego ya se me ocurrirá alguna solución.
El río era muy largo. Su valle, fértil. El río los alimentaría y daría cobijo.
Otra vida comenzó también junto al río aquel invierno. El segundo mes del año, Elfgiva tuvo la certeza de que había concebido.
—Estoy segura de que ocurrió la Modranecht —dijo a su marido, que se mostró sorprendido y encantado con la noticia. Asimismo, Elfgiva tenía el presentimiento, que no reveló a Cerdic, de que esa criatura era una niña.
A Elfgiva sólo le quedaba un deber que cumplir. No fue hasta el cuarto mes del año, cuando los anglosajones celebraban la antigua festividad de Eostre para dar la bienvenida a la primavera, que el obispo Melito regresó para supervisar la construcción de la pequeña catedral de Saint Paul. Las obras estaban muy avanzadas. Cerdic y los agricultores locales les proporcionaron más operarios, y bajo la supervisión de los monjes, con los cantos rodados y ladrillos romanos que había en aquel paraje, construyeron los muros formando un modesto rectángulo con un pequeño ábside circular en un extremo. Dado que carecían de los conocimientos necesarios para tratar de hacer algo más sofisticado, construyeron el techo de madera. Situado junto a la cima de la colina occidental, el edificio no desentonaba con el resto del paisaje.
Poco antes de Eostre, Cerdic condujo a Elfgiva, bajo la atenta mirada de sus hijos, hasta el pequeño río Fleet, donde se arrodilló en la orilla mientras el obispo Melito le ungía la cabeza con agua según el sencillo rito del bautismo.
—Y puesto que tu nombre, Elfgiva, significa «regalo de las hadas» —observó el obispo sonriendo—, te bautizaré con otro nombre. A partir de ahora te llamarás Godiva, que significa «regalo de Dios».
Ese mismo día Melito pronunció otro sermón ante las gentes de Lundenwic, les refirió más detalladamente el mensaje de la Pasión de Cristo y afirmó que, después de la Crucifixión, ese prodigioso Frey había resucitado de entre los muertos. Esa gran fiesta del calendario eclesiástico tenía una gran importancia, según dijo, y siempre caía en esa época del año.
Ése es el motivo de que, posteriormente, los ingleses se refieran a esta importante festividad cristiana por el nombre pagano de Easter (Pascua).
La conversión de los anglosajones al cristianismo y la restauración de la antigua ciudad romana de Londinium —o Lunden, según la llamaban los sajones— no continuaron sin interrupción.
Al cabo de poco más de una década, cuando los reyes de Kent y de Essex habían muerto, sus súbditos se rebelaron contra la nueva religión, y los nuevos obispos se vieron obligados a huir.
Pero una vez que la Iglesia romana logró implantarse, no estaba dispuesta a rendirse fácilmente. Poco después, los obispos regresaron. Durante el siglo siguiente, grandes obispos misioneros como Erkonwald penetraron en remotos bosques, y la Iglesia anglosajona, con sus notables santos, se convirtió en una de las luces que brillaba con más intensidad en el mundo cristiano.
En los siglos sucesivos, Lundenwic continuó desarrollándose y pasó a ser un importante puerto sajón. Al cabo de mucho tiempo, durante la época del rey Alfredo, la ciudad romana asumió de nuevo el destacado papel que había desempeñado antiguamente; a partir de entonces, la vieja factoría a un par de kilómetros al oeste fue recordada como el viejo puerto —el auld wic— o Aldwych. Pero esto no ocurriría hasta mucho más tarde. Durante varias generaciones después de Cerdic, el recinto amurallado de Londinium siguió siendo un lugar aparte, con sólo unas pocas estructuras religiosas y, acaso, una modesta residencia real.
Ciertamente existían pocas casas en la colina occidental cuando la hija de Godiva paseaba de niña por esos parajes. Pero de mayor recordaba que, más o menos cada dos meses, veía a un risueño pescador con un mechón de pelo blanco sobre la frente acercarse en un bote desde la lengua de tierra situada en la orilla meridional, acompañado por sus numerosos hijos, y pasearse entre las ruinas mientras examinaba el terreno.
Pero eran unas gentes muy reservadas. La hija de Godiva nunca logró averiguar qué buscaban.