12. El fuego de Dios
1603
Durante los húmedos y ventosos días de marzo de 1603 dos hombres, separados por varios cientos de kilómetros en la isla de Gran Bretaña, aguardaban impacientes. Cada uno esperaba una señal personal de Dios.
En el norte, Jacobo Estuardo, rey de Escocia, esperaba a un mensajero, pues en el sur, en un palacio junto al Támesis, la anciana reina Isabel estaba agonizando. No era un secreto. Ni la llamativa peluca que lucía, ni la pintura que se aplicaba en el rostro, ni las calculadas y teatrales apariciones podían ya ocultar los estragos del tiempo. La decrépita obra había llegado a su fin. ¿Y quién sería su heredero?
La reina virgen no era capaz de designar a su sucesor, pero todo el mundo —la corte, el Parlamento, el consejo privado de la Reina— sabía que debía ser Jacobo. La abuela de éste había sido una Tudor, la hermana del gran rey Enrique, lo que lo convertía en su pariente más cercano. Y aunque era hijo de María Estuardo, la traidora católica, Jacobo estaba libre de tacha. Colocado en el trono de la madre que apenas conoció, había sido instruido para reinar como un cauto protestante.
El severo consejo de Escocia se había encargado de ello. Jacobo convenía a Inglaterra. E Inglaterra convenía a Jacobo.
Después de los largos y fríos años transcurridos en su pobre tierra septentrional, el próspero reino de Inglaterra le parecía un lugar cálido y agradable. ¿Era éste el maravilloso destino que Dios había previsto para él y todos sus herederos?
Una mañana, se vio la mano de Dios. Como una fría ráfaga de aire que penetra en una galería y agita cortinas, tafetanes, sedas y fruslerías, el viento del tiempo sopló por la galería de los Tudor. Un mensajero se dirigía a caballo hacia el norte. Había comenzado la era de los Estuardo.
Más abajo de Saint Mary-le-Bow, en los terrenos donde antes había una taberna y junto al lugar donde, hacía siglos, colgaba el cartel del Toro, se alzaba una hermosa mansión. Era una mezcla de ladrillos, madera y yeso, de cinco pisos de altura y rodeada por un jardín tapiado; sus tres grandes hastiales dominaban la pequeña parroquia de Saint Lawrence Silversleeves, situada más abajo. El concejal Ducket, disgustado porque de nuevo se habían hecho representaciones teatrales en Blackfriars, había residido allí durante los dos últimos años, y mientras el mensaje se dirigía hacia el norte para entrevistarse con Jacobo, él también iba a averiguar algo concerniente al destino de su familia. El concejal contempló la cuna donde estaba el recién nacido. Subrepticiamente, de manera que su esposa no se diera cuenta, introdujo la mano y tocó las manitas de la criatura. Luego sonrió aliviado. La maldición había desaparecido.
El concejal Ducket se había casado tres veces: tenía tres hijos de su primera esposa; tres de la segunda; y de la tercera, con éste, tres más, el noveno hijo. Por fortuna ninguno tenía una membrana entre los dedos. Ducket jamás había olvidado el día en que, de niño, había examinado las manos de su abuelo y el anciano le había dicho: «Mi abuelo también las tenía así. Las había heredado de su abuelo, el Ducket que se arrojó al río y se casó con la heredera Bull. Supongo que esa membrana le ayudó a nadar».
La familia Ducket era rica, tan rica como los Bull. Cuando el rey Enrique disolvió los monasterios y se apropió de buena parte del inmenso patrimonio en plata que poseía la Iglesia, el abuelo del concejal había adquirido tal cantidad que era conocido como Silver Ducket (Ducket de Plata). Pero era innegable que provenían de clase baja, cosa que ellos nunca habían tratado de ocultar. Siendo como eran descendientes de los Bull, despreciaban la mentira; por otra parte, cada dos generaciones aparecía la membrana entre los dedos de las manos para recordarles sus orígenes. Los Ducket habían aceptado ese hecho. Pero el orgulloso niño no podía. Las manos de su abuelo lo horrorizaban. En su imaginación, era como si al majestuoso río de los Bull patricios, al que el niño sentía que pertenecía, se hubiera unido un arroyo de aguas contaminadas. Peor aún, en esos tiempos cada vez más calvinistas, el niño empezó a preguntarse si aquello no sería un signo del enojo de Dios, un signo que indicaba que él y sus descendientes no formaban parte del selecto grupo de los elegidos de Dios.
Pero seguramente el río ya estaba limpio. Su padre no padecía ese defecto físico; ni él tampoco. Ansioso, pero esperanzado, el concejal había examinado a cada uno de sus hijos al nacer, la tercera generación, y ninguno de los nueve había nacido desfigurado. La maldición había acabado. Tenía que ser así.
Por supuesto, todavía había que tener cuidado. Incluso los elegidos debían luchar contra el diablo, el enemigo que todos llevamos oculto en nuestro interior. Los actores del Globe, por ejemplo, se habrían quedado asombrados de saber que cuando Ducket había asistido a las representaciones que éstos ofrecían, había disfrutado con ellas. El concejal había aplastado ese signo de debilidad personal con la misma firmeza que había tratado de aplastarlos a ellos. Dos años antes, cuando pese a sus continuas protestas los inofensivos y educados actores juveniles habían obtenido permiso para ofrecer de vez en cuando una función en el nuevo teatro Blackfriars, Ducket se había mudado a su nueva vivienda con el fin de escapar de la contaminación. Pero de una cosa estaba seguro: Dios había mostrado su mano. Mientras el concejal educara a sus hijos con esmero, inculcándoles unos estrictos preceptos morales, el futuro era halagüeño.
Mientras el concejal contemplaba a su noveno hijo y tercer varón, sonrió complacido y, dada su afición a los clásicos, anunció:
—Lo llamaremos Julius. El nombre de un héroe, como Julio César. —Luego, acariciando suavemente el dedo del niño, añadió—: Ninguna maldición, querido hijo, caerá jamás sobre ti.
Al cabo de un mes se produjo una prueba del favor divino que gozaba la familia cuando, al dirigirse a caballo junto con el alcalde para recibir al nuevo rey, Ducket y sus colegas concejales recibieron un título nobiliario. El concejal pasó a ser sir Jacob Ducket, vinculado al monarca por una sagrada lealtad, lo que le permitió dar a sus hijos estas dos importantes lecciones: «Sed leales al Rey». Y, quizá más profunda: «Todo indica que Dios nos ha elegido. Sed humildes».
Con lo que, por supuesto, quería decir sed orgullosos.
1605
La víspera del 5 de noviembre, el día en que el rey Jacobo —el primer rey con ese nombre en Inglaterra, el sexto en Escocia— se disponía a inaugurar el Parlamento inglés, descubrieron que alguien había ocultado en el palacio de Westminster un voluminoso alijo de pólvora y que un tal Guy Fawkes, junto con otros conspiradores católicos, se proponía hacer saltar por los aires al Rey, la Cámara de los Lores, la Cámara de los Comunes y toda la ceremonia.
La noticia causó sensación.
Sir Jacob Ducket llevó a su familia al cementerio de Saint Paul para presenciar la ejecución de algunos de los condenados; el pequeño Julius era demasiado pequeño para ir, pero a la edad de cuatro años, cuando los niños locales encendieron una gran hoguera frente a Mary-le-Bow y conmemoraron la efemérides quemando una efigie de Guy Fawkes, el niño conocía la canción:
Recordad, recordad que el cinco de
noviembre
pólvora, traición y complot…
El pequeño Julius sabía lo que significaba, pues su padre le había impartido su tercera lección, que el niño jamás olvidaría: «Nada de papismo, Julius. Los papistas son nuestros enemigos».
1611
Era imposible no amar a Martha Carpenter. Ninguna persona que la conociera podía imaginar que fuera capaz de obrar de mala fe. Era imposible. Siempre gentil, siempre modesta, en sus veintisiete años de vida Martha nunca había pedido una cosa para ella. Cuando se le ordenó que se quedara en casa para cuidar de su abuela, lo interpretó como un deber de amor. Cuando Cuthbert se marchó para construir el Globe, aunque su abuela lo maldijo, Martha continuó viéndose con él y rezando por su alma. Pero en ese momento, cuando tendió el libro hacia su hermano y lo miró con su rostro orondo y su dulce sonrisa, éste palideció.
—Jura —dijo ella.
Martha compartía con muchos puritanos la cualidad de la esperanza. La esperanza era una virtud importante que iba a transformar el mundo.
La Reforma no se había llevado a cabo tan sólo con ánimo de destruir. La auténtica doctrina de los protestantes, según afirmaban ellos mismos, era una doctrina de amor, y sus mejores predicadores transmitían un mensaje de extraordinaria alegría.
Había muchos hombres en Londres que opinaban así. El personaje favorito de Martha cuando era niña había sido un escocés, un anciano de temperamento sosegado con el cabello blanco y rizado y los ojos más azules que ella había visto jamás. «Es muy sencillo —le decía éste—. Si quitas la pompa, el carácter mundano y la superchería de la Iglesia romana, ¿qué queda? La Verdad. Pues tenemos la palabra de Dios en las Sagradas Escrituras, las frases pronunciadas por Dios en los Evangelios». Cuando Martha leyó la Biblia, comprendió que Dios se dirigía a ella directamente.
Varios vecinos suyos en la pequeña parroquia de Saint Lawrence Silversleeves eran puritanos como ella. Cuando se reunían para escuchar un sermón, o para rezar juntos en la casa de uno de ellos, lo hacían con espíritu de caridad. Las amonestaciones eran raras. En la Escocia presbiteriana y en las regiones calvinistas de Europa todas las parroquias estaban organizadas de este modo. No había sacerdotes, pues cada congregación elegía unos comités regionales que se encargaban de coordinar sus actividades. Esos acontecimientos registrados en el extranjero fueron los que sembraron la semilla de la esperanza más grande: que el reino de Dios se instaurara en la Tierra.
Por supuesto, el reino auténtico y perfecto no se produciría hasta los últimos días del mundo. Esto se sabía gracias al Apocalipsis bíblico. Pero uno podía cuando menos tratar de aproximarse a ese estado. ¿No era acaso deber de todo puritano libre marchar con sus hermanos hacia la luz y construir el reino de Dios —la resplandeciente ciudad en una colina— allí y en ese momento? A fin de cuentas, no era más que la idea medieval de la comuna. Pero esa vez una comuna para Dios.
Así pues, la pequeña Martha, al crecer entre esas gentes, adquirió un sueño que constituiría la visión de guía de su vida. Cuando cruzaba el río y contemplaba las hacinadas casas de Londres y la oscura mole gótica de Saint Paul, en su imaginación veía el reino de Dios aguardando alzarse. Lo veía con toda nitidez: una ciudad resplandeciente en una colina.
Martha poseía también la virtud de la paciencia. Y la paciencia era necesaria. Cuando el rey Jacobo llegó a Inglaterra desde la Escocia presbiteriana, los puritanos dijeron confiados: «Sin duda traerá la fe verdadera». Pero a Jacobo no le había complacido estar sometido a los mayores escoceses y había comprendido que la autoridad de la monarquía dependía de su supremacía sobre la Iglesia anglicana. Ésta, con su fe católica reformada, sus obispos, sus ceremonias y todo los demás, era intocable. Tal como el rey Jacobo comentó a sus consejeros ingleses: «Sin obispo, no hay rey».
De modo que el obispo de Londres todavía presidía en la vieja Saint Paul, y en la pequeña parroquia de Saint Lawrence Silversleeves, los clérigos, respaldados por Ducket y demás miembros de la junta parroquial, insistieron en que Martha y los otros parroquianos puritanos acudieran a comulgar tres veces al año y demostraran su respetuosa conformidad con los preceptos de la Iglesia.
El libro que Martha tendía en esos momentos a su hermano era la Biblia de Ginebra. Ésta contenía las Escrituras completas, que en tiempos del rey Enrique tradujeron al inglés Tyndale y Coverdale y posteriormente revisaron los eruditos en la Ginebra de Calvino. Durante medio siglo había constituido la preciada guía de todo inglés protestante. Incluso contenía ilustraciones. Ese mismo año, por orden del Rey, se había realizado una nueva traducción, de tono menos calvinista, pero a la vez menos sencilla. Aunque se ajustaba a la amada Biblia de Ginebra, esta nueva biblia del rey Jacobo o versión autorizada, contenía unos sonoros latinajos que no podían complacer a los sencillos puritanos. Al igual que la mayoría de los auténticos puritanos, Martha no estaba dispuesta a utilizarla.
—Jura.
Tenía que emplear mucha paciencia con Cuthbert. Su abuela solía decir que el chico estaba maldito; pero Martha nunca se había dado por vencida. Y poco a poco el Señor había respondido a sus plegarias. Cuthbert se había casado con una muchacha sensata y piadosa. Al principio, aunque vivían en la calle de al lado, su abuela se había negado a verlos; pero cuando Cuthbert y su esposa tuvieron una hija, Martha logró convencer a la anciana de que fuera a visitarlos. Y qué alegría se había llevado Martha cuando, al nacer el primer varón de la pareja, Cuthbert y su esposa le habían pedido que eligiera el nombre del niño. Martha lo había sacado de la Biblia. «Llamadlo Gideon (Gedeón), un guerrero del Señor».
Pero ése era un día aún más especial: la culminación de muchos años de pacientes plegarias. Era también una prueba de que ella, pese a tener un carácter dulce y apacible, sabía que no debía rehuir.
Ese maldito teatro. Pese a sus oraciones, al cabo de tantos años Cuthbert seguía por mal camino. Martha achacaba la culpa a su amigo Meredith, ese mujeriego. Pero en parte culpaba también a ese dramaturgo llamado Shakespeare. Pues, de alguna manera, éste había arrojado un encantamiento sobre los londinenses. Macbeth, Otelo, Hamlet…, la gente acudía a millares al Globe, y el pobre Cuthbert seguía estúpidamente al resto de la manada.
—Todo Londres asiste al teatro —protestó Cuthbert en una ocasión.
—No todo —replicó ella—. Además, eso no quita que el teatro sea una abominación contra el Señor.
Ella no tenía la menor duda de que Shakespeare tendría muchas cosas de las que responder el día del Juicio Final. Pero aún había esperanzas de que Cuthbert se salvara, y ese día era la gran oportunidad de Martha.
Tres semanas antes había muerto su abuela, por lo que Martha se quedó sola en la casa donde Cuthbert y ella se habían criado. Cuthbert vivía en una casa modesta y su familia aumentaba de año en año; pero su abuela se había mostrado inflexible: «Esta casa pertenece a Martha». De modo que unos días antes, cuando Cuthbert y su esposa habían ido a verla para rogarle que los dejara compartir ese espacio más grande, Martha había comprendido en el acto lo que debía hacer.
—No puedo permitir que Cuthbert viva en casa de la abuela si sigue frecuentando el teatro —respondió con firmeza—. Ha llegado el momento de que te enmiendes —añadió, dirigiéndose a Cuthbert—. Yo te ayudaré a romper el maleficio.
El pobre Cuthbert pensó en su familia, agarró la Biblia que le ofrecía su hermana y juró. Acto seguido se marchó, compungido pero salvado. Y Martha sintió que su corazón rebosaba alegría.
Qué buen estudiante era Julius. Sir Jacob estaba asombrado. Aunque cuatro de sus hijos habían muerto en la infancia, vivían tres muchachas y dos varones. Dos de las muchachas estaban casadas y el hijo mayor se había trasladado a Oxford a los dieciséis años. Pero aunque las muchachas tendían a la frivolidad y el hijo mayor a la holgazanería, sir Jacob no encontraba defecto en Julius. Era un chico muy aplicado. A los cuatro años exclamaba «Nada de papismo», o «Dios salve al Rey» con tal vehemencia, que hasta sir Jacob sonreía divertido.
Al concejal le complacía llevar a Julius consigo. El esquema era invariable. Después de subir por el camino junto a Saint Mary-le-Bow, doblaban a la derecha hacia Cheapside, según se llamaba entonces West Cheap. Vestido con capa y casaca oscuras, medias a juego y zapatos con hebillas de plata, su barba puntiaguda y perfectamente recortada asomando sobre una golilla blanca almidonada, su sombrero con una única pluma, caminando con cierta torpeza pero muy erecto y portando un bastón con puño de plata, sir Jacob Ducket parecía siempre lo que era, un caballero protestante; y qué orgulloso se sentía de Julius, que ya tenía ocho años y caminaba a su lado vestido con unos calzones y una casaca con un voluminoso cuello blando de encaje, recibiendo las inclinaciones de cabeza de los hombres que pasaban junto a ellos. Su primera visita era siempre la sede de la guilda de los merceros.
El mundo de las guildas de Londres era más espléndido que nunca. Las más importantes, incluyendo la de los merceros, habían adquirido no sólo unos escudos de armas corporativos, sino sus propias libreas ceremoniales, y eran conocidas como las compañías de librea. Al igual que otras guildas durante el período Tudor, los merceros, que seguían utilizando la sede donde antiguamente se hallaba la casa de la familia de Tomás Becket, habían construido una suntuosa sala de banquetes, provista de un techo con inmensas vigas de roble y mucho dorado.
—Siempre hemos sido merceros —le recordaba su padre—. Lo mismo que Dick Whittington. Y el padre de Tomás Becket, según dicen.
De modo que el chico daba por descontado que los merceros, más que otras compañías de librea, debían de estar muy próximos a Dios.
Pero su verdadero destino, una vez que habían cruzado Cheapside y el Poultry y habían subido por Cornhill, era un lugar que encantaba a Julius. Se encontraba en la suave ladera de la colina oriental de la ciudad, justo debajo del lugar donde, hacía doce siglos, se erguía el antiguo foro romano. Construido durante el reinado de Isabel por sir Thomas Gresham —un pañero, por supuesto— se trataba de un enorme patio rectangular y pavimentado, rodeado por unos arcos de medio punto y unas cámaras en el piso superior, todo ello en ladrillo y piedra, de estilo renacentista.
Era la Royal Exchange. Y allí, a comienzos de la era de los Estuardo, sir Jacob Ducket llevaba a cabo unas operaciones financieras que sus antepasados jamás habrían imaginado.
Durante la Edad Media, las gigantescas flotas de las ciudades hanseáticas alemanas habían dominado los mares septentrionales, y el poderoso mercado de Amberes en Flandes había constituido el núcleo de todo el comercio de Europa del norte. Pero durante los últimos sesenta años se habían registrado importantes cambios. La flota mercante inglesa había logrado romper el monopolio de la Hansa, hasta el extremo de que habían cerrado el Steelyard de los hombres de la Hansa; y cuando la Reforma condujo al Amberes protestante a una guerra ruinosa con su señor católico Habsburgo, Londres se apropió de una porción del comercio de Flandes. La nueva Royal Exchange, donde se reunían los comerciantes de Londres, era una copia del gran centro de reunión, o bourse de Amberes.
Pero el auténtico cambio era más profundo. Los Bull, los antepasados de sir Jacob, miembros orgullosos de la Etapa, habían exportado lana; poco a poco se añadió el paño. Silver Ducket había exportado más paño que lana. «El incremento vendrá de fuera», había pronosticado Silver Ducket. En el centro de ese movimiento se hallaba un grupo de intrépidos empresarios isabelinos, en su mayoría pañeros, que se llamaban a sí mismos los Mercaderes Aventureros. A medida que los bucaneros como Francis Drake abrían nuevos mercados, esos empresarios se apresuraban a convertirlos en establecimientos comerciales. Financiaron viajes y convoyes; buscaron rutas y tratados comerciales. La lógica no tardó en propiciar la formación de unos grupos que se dedicaban a desarrollar cada nuevo mercado, pero dado que sus empresas comportaban grandes inversiones en transporte, los riesgos debían ser compartidos por un numeroso grupo de gente. Y dado que las empresas no representaban sólo un viaje, sino el desarrollo de un comercio a largo plazo, era preciso encontrar una manera más permanente de acuerdos comerciales. Al igual que Shakespeare y sus amigos habían decidido compartir los costos de construir el Globe y repartirse los beneficios anualmente, los audaces mercaderes londinenses decidieron realizar unos acuerdos similares pero a mayor escala. De este modo nació en Londres la sociedad anónima.
La Compañía de Levante, la Compañía de Moscovia, la Compañía de Guinea, la Compañía de las Indias Orientales…, el joven Julius no tardó en familiarizarse con todas ellas en la Royal Exchange. Sir Jacob era un Mercader Aventurero que tenía mucho dinero y acciones en todas las compañías. El concejal solía hablar de ellas al pequeño Julius, o a veces leía al niño las apasionantes páginas de Viajes, de Hakluyt. Pero un día en la Royal Exchange, cuando su padre le preguntó cuál de esas grandes compañías le gustaba más, Julius exclamó con gran entusiasmo:
—La Compañía de Virginia.
—¿La Compañía de Virginia? —preguntó sir Jacob sorprendido.
Cuando sir Walter Raleigh dio nombre al gran territorio americano, allí no había más que indios. Los intentos de fundar un asentamiento comercial habían fracasado. Pero en los últimos años, convencida del potencial que ofrecía el territorio, la Compañía de Virginia había enviado colonizadores para intentarlo de nuevo en las grandes tierras baldías americanas. El capitán John Smith había establecido una cabeza de puente un tanto incierta llamado Jamestown.
—¿Por qué Virginia? —preguntó sir Jacob.
¿Cómo podía explicarlo el muchacho? ¿Se trataba quizá de algo instintivo heredado de sus antepasados sajones Bull, que mil años antes habían fundado también un asentamiento comercial a orillas del Támesis? ¿Era el romántico atractivo de este inmenso y desconocido continente lo que había despertado su entusiasmo? Tal vez ambas cosas. Pero, al no saber cómo expresar sus sentimientos con palabras, y al recordar ciertas cosas que le había contado su padre, Julius respondió:
—Porque será como el Ulster.
Sir Jacob miró a su hijo complacido, pues eso era exactamente lo que pretendían que fuera. La plantación del Ulster, en la parte norte de Irlanda, era motivo de orgullo para sir Jacob. En esa tierra de indómitos papistas —«poco menos que animales»— el rey Jacobo había decidido establecer una gran colonia de ingleses y escoceses. Les habían ofrecido tierras en condiciones muy ventajosas y habían llegado a un acuerdo con las guildas londinenses, que realizaron una inmensa inversión para abastecer las granjas agrícolas y reconstruir toda la ciudad de Derry a cambio de futuras rentas y beneficios. Los pañeros aportaron más de dos mil libras. En cuanto a Virginia, el paralelismo no podía ser más claro. ¿Acaso los indómitos papistas de Irlanda no guardaban una gran semejanza con los indios salvajes de América? Por supuesto que sí. El Rey y sir Jacob fueron muy explícitos al respecto: «Virginia será el Ulster de América».
Movido por la curiosidad, sir Jacob siguió interrogando a su hijo. ¿Qué significaba el término asentamiento? ¿Orden? Julius asintió con la cabeza:
—Sólo así funcionan las cosas.
¿Y se llevaba a cabo sólo con ánimo de lucro? Julius frunció el entrecejo.
—Creo que es un lugar para los buenos protestantes —contestó.
¿Creía entonces Julius que era posible servir a Dios allí, en la Royal Exchange, tan eficazmente como en la iglesia? Tras meditar unos instantes, el niño sonrió alegremente y contestó:
—Naturalmente, padre. ¿Acaso no somos los elegidos de Dios?
Y sir Jacob se quedó muy satisfecho.
Un mes más tarde Julius halló el baúl marinero.
Estaba en un rincón del enorme sótano debajo de la casa de su padre, detrás de unas balas de paño: un viejo baúl adornado con unas tiras metálicas que se habían ennegrecido y estaba asegurado con tres grandes candados. El niño dedujo que era antiguo.
Nada tenía de particular. Si la Royal Exchange representaba la aventura de lo nuevo, el reconfortante mundo antiguo seguía rodeándolo. En su casa había unas recias camas de columnas de la época del rey Enrique; una edición de Caxton de las obras de Chaucer, publicada poco después de la guerra de las Dos Rosas; la placa monástica de Silver Ducket, aún más antigua. Hasta los paneles y el techo de roble, con sus nervios y claves pinjantes, aunque habían sido instalados hacía sólo diez años, parecían mostrar la pátina de una época sólida y remota. Y en Bocton ocurría otro tanto. Aunque la fachada de la vieja casa de piedra arenisca había sido remodelada en tiempos de los Tudor con una doble hilera de ventanas divididas con maineles, los campesinos locales todavía acudían a pagar sus multas feudales en la sala de tribunal, las viejas y negras calderas de la cocina habían sido utilizadas desde los tiempos de los Plantagenet y los ciervos en el inmenso y silencioso parque se movían con una gracia tan antigua como los bosques.
Pero el baúl marinero tenía un aspecto tan misterioso que Julius preguntó a su padre qué era, y se quedó asombrado por la respuesta.
—Es el tesoro de un pirata.
Un pirata auténtico; más emocionante aún, un moro. El niño escuchó embelesado mientras su padre le habló del extraño marino que le había confiado su tesoro para que lo guardara a buen recaudo.
—El moro desapareció. Dicen que secuestró a una chica del Globe, pero no se sabe con certeza. Nadie lo ha vuelto a ver. Algunos dicen que se fue a América, otros que se encuentra en los mares del sur. —Sir Jacob sonrió—. Si regresa alguna vez, será sometido a las tres mareas.
Todos sabían en qué consistía el castigo reservado a los piratas. Los encadenaban a un poste durante la marea menguante, aguas abajo de la Torre en Wapping, y los dejaban allí hasta que la marea alta los había cubierto tres veces; un castigo acuoso muy apropiado para un marino.
El papel de los viejos bucaneros ya no existía. Las compañías querían un comercio sin sobresaltos. Ni siquiera eran necesarios para la defensa de Inglaterra desde que el rey Jacobo había hecho las paces con España. Puede que a los puritanos les disgustara cualquier insinuación de amistad con el enemigo católico, pero lo cierto era que Inglaterra no podía permitirse guerras costosas, y la mayoría de la gente lo sabía. Los bucaneros ya no eran necesarios, por tanto, para atacar los barcos enemigos. Los hombres como Barnikel el Negro debían estar encadenados.
Pero Julius no podía por menos de sentirse fascinado. En su imaginación, Barnikel el Negro se había convertido en un ogro, tan inmenso como un gigante en un espectáculo teatral, con unos feroces bigotes y unos ojos como bolas de fuego. Y quizás habría continuado soñando despierto si la voz de su padre no lo hubiera hecho regresar a la realidad.
—Y ahora, Julius, quiero que aprendas una lección muy importante de este baúl.
Julius escuchó dócilmente a su padre.
—Si este baúl —continuó sir Jacob— perteneciera al Rey, ¿lo custodiaría y defendería con mi vida?
—Por supuesto, padre.
—Pero me fue confiado por un pirata que, a todas luces, merece ser ahorcado. ¿Crees que debo custodiarlo?
El niño dudó unos instantes.
—Sí, Julius —le dijo su padre—. ¿Y por qué? —Sir Jacob hizo una pausa y miró al chico con expresión solemne—. Porque di mi palabra. Y la palabra de un hombre es sagrada, Julius. Nunca lo olvides.
Julius jamás lo olvidó.
Pero secretamente se preguntaba qué había sido del pirata.
1613
A fines de junio de 1613 ocurrieron dos hechos insólitos: en primer lugar, el teatro Globe se quemó hasta los cimientos. El siniestro se produjo durante una función de Enrique VIII, de Shakespeare: un cañón que habían disparado en el escenario soltó unas chispas que prendieron fuego al techo de paja y al resto del local. Cuthbert, que había cumplido su palabra y llevaba dos años sin asistir a una representación teatral, parecía compungido; pero Martha, convencida de que era un castigo de Dios, experimentó cierta alegría.
En segundo lugar, Martha se casó. El pobre John Dogget, el amigo de Cuthbert que tenía un taller de reparación de botes, había perdido inesperadamente a su esposa. El joven, padre de cinco hijos, estaba trastornado.
—Necesita una esposa —dijo Cuthbert a Martha—; una mujer cristiana que cuide de esos niños.
Casi sin saber qué pensar, Martha había accedido a conocer a la familia y había comprobado que Dogget, un hombre trabajador y bondadoso, aunque abrumado por los problemas, y sus hijos vivían en el más absoluto desorden.
—Se quieren mucho, pero no conocen las Escrituras —comentó Martha a Cuthbert.
—Tú podrías salvarlos. Cumplirías un deber cristiano —contestó su hermano.
Martha, conmovida por el hecho de que Cuthbert se preocupara por los demás, accedió, si Dogget lo deseaba, a considerar la posibilidad de casarse con él. Durante varios días Martha se mostró indecisa. Southwark no la atraía en absoluto; pero era innegable que Dogget necesitaba urgentemente una esposa. De modo que dejando a un lado sus deseos, Martha fue a ver al constructor de botes.
—Tendrás que enseñarme cómo ser una esposa —le dijo dulcemente, y, por primera vez, vio sonreír a Dogget.
—Lo haré —prometió lleno de gratitud.
—Tendremos que hacer algunos cambios —sugirió Martha con delicadeza.
—Desde luego —repuso el atribulado padre—. Lo que tú quieras.
1615
Una tarde, en octubre de 1615, dos hombres se prepararon para un encuentro. Ninguno de ellos deseaba entrevistarse con el otro. Uno era sir Jacob Ducket. El hombre que había acudido para hablar con él, de unos cuarenta años y vestido con un hábito oscuro y una pequeña golilla blanca, era un sacerdote. No obstante, poseía cierta elegancia. Cuando llegó al portón de la casa de sir Jacob, se detuvo. Luego emitió un suspiro y entró.
Edmund Meredith no estaba en su mejor momento. Habían transcurrido quince años de su vida desde el desastre de su obra. ¿Y qué había hecho en esos años? Había escrito otras tres obras que ningún empresario quería representar. Lo indignante era que el teatro estaba más de moda que nunca. El mismo rey Jacobo se había convertido en mecenas de los actores del Globe, que había sido espléndidamente reconstruido después del incendio. En lugar de retirarse, Shakespeare había seguido cosechando un éxito tras otro. Y cuando en cierta ocasión Edmund se había quejado a los hermanos Burbage de que Shakespeare le había robado la idea de un moro para su Otelo, los Burbage le habían recordado cruelmente: «También se han escrito decenas de Macbeth, pero la gente sólo quiere ver la versión de Shakespeare». Edmund seguía frecuentando el teatro, pero en ese momento tenía menos amigos allí; incluso los Fleming se habían vuelto distantes. Sin embargo, era gracias a Fleming que Edmund había adquirido la poca fama que tenía. Mejor dicho, gracias a Jane.
¿Qué había sido de Jane? Hasta sus padres habían llegado a la conclusión de que había sido asesinada, pero su instinto le decía a Edmund que aún estaba viva; y comoquiera que la desaparición de Jane había coincidido en su mente con la visita de Barnikel el Negro, Meredith era la fuente del rumor sobre el secuestro de la joven, que seguía circulando por Londres.
Pero la auténtica importancia de Jane residía en la reputación de Edmund. Puede que éste no tuviera suficientes cosas en que pensar; o quizá comenzó cuando una dama de la alta sociedad (como hacía siempre cuando se quedaba sin tema de conversación) comentó: «Tengo entendido, señor Meredith, que tiene usted una pena oculta, sin duda debido a una dama»; pero al cabo de dos años de la desaparición de Jane, Edmund empezó a ponerse melancólico cada vez que pensaba en ella, conservaba su recuerdo como un amante conserva una miniatura pintada, y adquirió fama de ser un gallardo e ingenioso caballero que había perdido un gran amor.
Edmund compuso unos inteligentes y, a un mismo tiempo, apasionados versos que circulaban por todo Londres. El más conocido empezaba así:
Desde que aquélla a quien yo amaba me fue arrebatada.
Su éxito lo llevó directamente a tres breves pero halagadoras aventuras amorosas.
Pero era inútil. Con el tiempo, la corte adquirió una dureza nueva y mercenaria. La gallardía isabelina de Edmund ya no bastaba. Las mujeres comenzaban a impacientarse con él.
«Si hubiera tenido a Jane junto a mí —suspiraba algunas veces Edmund—, quién sabe adónde habría conseguido llegar». Desde hacía un tiempo Edmund había empezado a pensar en el matrimonio. «Pero no poseo suficientes rentas». No sabía qué hacer. De modo que decidió tomar los hábitos.
Eso no era tan extraño como parecía. Aunque la Iglesia no constituía una carrera normal para un caballero, varios hombres de la alta sociedad, desencantados con la corte o cansados del mundo, habían decidido entrar en ella; y fue uno de éstos en particular el que impresionó a Edmund.
Nadie podía negar que John Donne era un personaje importante. Aristócrata de nacimiento, con una familia emparentada con el gran sir Tomás Moro, sus brillantes poesías y aventuras galantes lo convertían, a los ojos de Meredith, en el perfecto caballero. Ambos hombres se habían encontrado con frecuencia en Londres. Asimismo, Donne se había convertido en un favorito del Rey; pero, sin duda sabiamente, el rey Jacobo había afirmado que sólo ayudaría a Donne si tomaba los hábitos. Por lo tanto, Donne estaba ansioso por ver que otros seguían el camino que él se había visto obligado a tomar.
—Uno puede llegar muy lejos —dijo Donne—, si sabe pronunciar un buen sermón.
No sólo llegar muy lejos, sino adquirir un nutrido y distinguido público. Edmund reflexionó sobre el consejo que Donne le había dado, y percibió una atrayente perspectiva. Era casi como el teatro.
—Creo —declaró al cabo de una o dos semanas— que siento una llamada.
Y fue ordenado.
El paso siguiente consistía en hallar el medio de ganarse la vida. Donne volvió a ofrecerle su ayuda.
—Hay una parroquia vacante. He hablado con el Rey, quien ha hablado con el obispo de Londres. Lo único que tienes que hacer es presentarte ante los miembros de la junta parroquial y, si les caes bien, el cargo es tuyo. —Donne sonrió para darle ánimos—. Es un cargo excelente. El miembro principal de la junta parroquial es un destacado accionista de la Compañía de Virginia. Buena suerte.
Sólo había un problema. El miembro de la junta parroquial en cuestión era sir Jacob Ducket.
Julius observó con curiosidad a Meredith cuando éste entró nervioso en el gran salón artesonado donde se reunían los miembros de la junta parroquial. Su padre, pensando que sería una enseñanza instructiva, le había permitido quedarse para observar ese ejercicio de las responsabilidades familiares.
El viejo orden medieval de Londres, como la ciudad misma, conservaba todavía su antigua forma. Por debajo del alcalde elegido por la población, los concejales seguían gobernando, uno por cada uno de los veinticuatro distritos. Cada distrito disponía de su propio consejo; y por debajo de esto, cada parroquia contaba con una junta compuesta por sus parroquianos más importantes —que en efecto se elegían a sí mismos—, los cuales eran responsables del orden y bienestar de su comunidad. Asimismo, en esa parroquia, la junta tenía la costumbre de exponer al obispo de Londres su opinión sobre quién debería ser su vicario. En privado, dadas sus tendencias calvinistas, sir Jacob habría prescindido por completo del obispo. Pero dado que el Rey quería que hubiera obispos, y él era leal al Rey, no había que darle más vueltas. La junta parroquial de Saint Lawrence Silversleeves consistía tan sólo en tres hombres: sir Jacob, concejal; un pañero que formaba parte del concejo del distrito y un anciano caballero que había tenido el detalle de no abrir la boca durante tres años.
La parroquia podía ser pequeña, pero gracias a una nueva dote que Silver Ducket había dado cincuenta años antes, el cargo de cura párroco de la misma constituía un próspero medio de vida que no se debía regalar al primero que pasara. Fue sólo a causa de un pedido del obispo y una palabra de la corte que sir Jacob aceptó verse con Meredith, de quien tenía una pésima opinión; y su intención era abreviar la entrevista. Así pues, en cuanto tuvo a Edmund delante, le preguntó:
—¿Seguís escribiendo obras de teatro, señor Meredith?
—No, sir Jacob. Hace muchos años que no.
—¿Versos?
—Algunas meditaciones religiosas. Sólo para mí.
—Pero, sin duda —la sonrisa de sir Jacob era tan tensa que parecía a punto de propinarle un mordisco—, habéis tenido una amante.
—No, sir Jacob. —Edmund se había puesto pálido.
—Vamos, señor —replicó Ducket—, sabemos qué clase de hombre sois.
—Creo que estáis confundido —protestó Edmund, temblando ligeramente.
—Ya. ¿Y qué es lo que os ha inducido a tomar los hábitos?
Entonces, enojado al ver que su única oportunidad de prosperar en la vida se le escapaba de entre los dedos como el mercurio, Edmund, buscando con desesperación algo que decir, accidentalmente dejó escapar la verdad:
—No tenía otra solución.
Fue una de aquellas raras ocasiones en que la verdad sonó mejor de lo que en realidad era.
De labios del caballero sentado a la derecha de sir Jacob llegó un leve e inesperado murmullo:
—Arrepentimiento.
El pañero también asentía con la cabeza. Ducket se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Tras recobrar la compostura prosiguió.
—La pregunta que deseamos haceros —dijo con un tono más moderado pero con una mirada de reproche a sus colegas— es si este afán de enmienda es sincero.
Pero Meredith también había tenido ocasión de recobrar la compostura. Tras detenerse unos instantes para clavar la vista en el suelo, levantó la cabeza, miró a los tres hombres con franqueza y dijo con suavidad:
—Mi abuelo, sir Jacob, era un caballero en la corte del rey Enrique. Mi padre también; y yo me he tenido siempre por un caballero. Aunque mi palabra no os baste, ¿qué otros motivos pueden haberme inducido a tomar los hábitos que una convicción íntima y profunda?
Era perfecto. Era inapelable. Tras amonestar suavemente al concejal por llamarlo bribón, Meredith se había sacado un as de la manga. ¿Qué otra razón, efectivamente, podía tener un caballero para elegir una ocupación tan humilde? No tenía sentido. Al comprender que había jugado mal sus cartas, sir Jacob vaciló un momento. Y fue justamente entonces, en esa breve pausa, cuando Julius intervino.
Sentado en un taburete junto a la chimenea, el chico preguntó inocentemente:
—¿Es cierto, señor, que habéis hablado con el mismo Rey?
Se produjo un tenso silencio. Luego, Edmund, tan sorprendido como el resto de los presentes por la intervención de Julius, se volvió hacia él y respondió con una sonrisa encantadora y totalmente natural:
—Sí, creo que sí.
La entrevista había concluido. El pañero y el anciano caballero sonreían beatíficamente. Sir Jacob estaba derrotado y era lo suficientemente inteligente para darse cuenta. ¿Cómo podía rechazar a ese educado penitente respaldado por el Rey a quien él mismo había jurado lealtad?
—A lo que parece, señor Meredith —dijo tan gallardamente como pudo—, nos habéis convencido. Pero no olvidéis —añadió, mientras los otros dos asentían con vehemencia— que esperamos un buen sermón.
Tras haber salvado el pellejo, Edmund comprendió que, posiblemente durante el resto de su vida, tendría que pronunciar un sermón cada domingo ante sir Jacob, y que su único amigo verdadero era un chico de doce años.
«Si Jane no se hubiera marchado…», se dijo.
La siguiente primavera la guilda de los merceros estaba atestada de gente y con un ambiente de gran expectación. El joven Julius, que había acudido con su padre, miraba alrededor con curiosidad. Iba a ser la primera aparición pública de la nueva sensación. Fuera, en Cheapside, se había congregado una numerosa multitud que confiaba en presenciar el acontecimiento. No era de extrañar. Pocos londinenses habían asistido a algo semejante.
Los murmullos de la concurrencia aumentaron. Un hombre acababa de entrar por el otro extremo de la sala; sólido y apuesto, parecía un comerciante provinciano. «Rolfe», musitó el padre de Julius. A los pocos segundos la muchedumbre de pronto se quedó en silencio cuando ella entró.
Julius se llevó una desilusión. No era como la había imaginado.
Iba vestida casi como un chico, con una casaca de terciopelo con el cuello y los puños de encaje y un sencillo sombrero con el ala dura, por debajo del que asomaban unos tirabuzones. En la mano llevaba un abanico de plumas de avestruz. Caminaba muy tiesa, con pasos cortos. A excepción del tono tostado de su rostro, al que había dado unos toques de colorete, nadie habría adivinado que era una india. Se llamaba Pocahontas.
Al menos, ése es el nombre de su tribu en Virginia, por el que la historia ha decidido llamarla. Entre su gente era conocida como Mataoka. Cuando fue bautizada como cristiana, adquirió el nombre de Rebecca; y dado que era una princesa india, los londinenses la llamaron lady Rebecca. El rey Jacobo, tan consciente de su propia posición real, había expresado su perplejidad ante el hecho de que una princesa, si bien de salvajes, se hubiera casado con un plebeyo inglés. La princesa india que se había hecho amiga de los colonizadores se había casado con el capitán Rolfe tres años antes, por lo que, en realidad, era la señora Rolfe la primera americana que visitaba Inglaterra.
Todo Londres conocía la romántica historia de cómo, cuando el capitán Smith de Jamestown había sido capturado por la tribu Pocahontas y casi ejecutado de la paliza que le propinaron, esta india, apenas una niña, ofreció su cabeza para salvarlo. No había habido un romance con Smith, ella era demasiado joven. Pero su amistad con los colonizadores la llevó hasta Rolfe, y a ser recibida en Inglaterra como una heroína.
Pero a Julius no le parecía que tuviera aspecto de heroína. Mientras se movía por la sala, deteniéndose para hablar con uno y otro, era difícil adivinar si su discreto donaire se debía a la timidez o a la arrogancia. Los organizadores estaban empeñados en que todas las personas importantes la vieran y conversaran con ella, pero de pronto, aburrida de los comerciantes, la joven se acercó a Julius. Un momento después éste se encontró frente a frente con Pocahontas, quien le tendió la mano mientras lo observaba con sus ojos rasgados y castaños que expresaban una franqueza que él jamás había visto antes.
Era más menuda y presentaba un aspecto más juvenil de lo que él había imaginado. Julius sabía que tenía más de veinte años, pero aparentaba quince. Y, consciente del suave vello que había aparecido hacía poco por encima de su labio superior, el chico se sonrojó, ante lo cual la princesa india lanzó una carcajada y se alejó.
Salvo el conocimiento de Julius, el resto de su comparecencia se dispuso meticulosamente como una representación teatral. Después de haber completado el recorrido de la sala, Pocahontas fue conducida fuera, seguida por todos los asistentes. Una vez en la calle, una legión de sirvientes ataviados con la librea de los merceros la instalaron en una silla descubierta, que transportaron a hombros para que todos pudieran verla, y se dirigieron hacia el oeste por Cheapside, mientras la princesa india saludaba a la multitud con la mano. Para cuando pasaron por Saint Mary-le-Bow la seguían más de quinientas personas. De pronto, se esfumó: los sirvientes depositaron la silla en el suelo, Pocahontas se montó en un carruaje cerrado que aguardaba en la esquina de Honey Lane, el coche se alejó traqueteando y al cabo de unos segundos desapareció por Milk Street. Todo ocurrió tan rápidamente que la atención del público quedó, por así decirlo, suspendida en el aire, buscando algo a que aferrarse. En ese preciso momento, una voz resonante pero meliflua se oyó desde una plataforma delante de Saint Mary-le-Bow, lo que hizo que la multitud se volviera.
—¡He aquí la criada del Señor! Hoy, queridos fieles, hemos visto un signo.
Era Meredith. Y se disponía a pronunciar un sermón.
De hecho, la Compañía de Virginia tenía problemas económicos y hasta la fecha el asentamiento había resultado un desastre. Sólo habían partido unos pocos colonizadores; corrían rumores sobre las duras condiciones de vida, los ataques de los indios, el hambre; y la compañía había sufrido fuertes pérdidas. Incluso había organizado una lotería nacional con el fin de recaudar fondos. Pero la compañía necesitaba un empujón. Por consiguiente, si la historia de Pocahontas y el capitán Smith era rigurosamente cierta o si Smith y la Compañía de Virginia se la habían inventado, la visita de esta amable princesa india cristianizada y su marido inglés era un regalo del cielo al que sir Jacob y sus amigos pretendían sacar el máximo partido.
La costumbre de pagar a un predicador para que respaldara una buena causa era muy común; la Compañía de Virginia solía emplear charlatanes. Pero ese día, con una multitud de quinientas personas ante él, Meredith tenía la gran oportunidad que había rogado a sir Jacob que le concediera; y no estaba dispuesto a desaprovecharla.
El mensaje que había preparado era doble. La primera parte, la introducción, se refería a Pocahontas; era el momento de despertar la curiosidad del público. La segunda, el verdadero propósito del sermón, consistía en animar a la gente a establecerse en Virginia. Meredith no trató de persuadirlos de que era una tierra rica; suponía que ya lo sabían, y empleó varios textos bíblicos para subrayar sus palabras. Por fin, alzando la voz en un apasionado clímax, concluyó:
—Venid y tomad posesión de vuestra novia, Virginia, la tierra recientemente descubierta.
Era justamente la clase de sermón que complacía a la Compañía de Virginia. Tan pronto como la perorata —que había cautivado a la multitud— llegó a su fin, los sirvientes de la compañía empezaron a moverse entre la gente repartiendo folletos que informaban a los futuros colonizadores o inversores de que acudieran al cuartel general de la compañía en Philpot Lane para recabar más datos.
Julius, de pie junto a su padre, escuchó el sermón con atención. Observó que sir Jacob se sentía satisfecho, de lo que se alegró porque Meredith le caía bien. Después de darle la enhorabuena, y de que su padre se marchara porque debía atender otros asuntos, el chico se sintió demasiado entusiasmado para regresar a casa directamente.
Sir Jacob seguía de un humor excelente cuando Julius regresó a casa. El concejal sonrió con benevolencia cuando su hijo se acercó para comunicarle una noticia.
—¿Sabes, padre?, he visto una cosa muy extraña.
Julius apenas había visto a Martha Carpenter desde que ésta había abandonado la parroquia para casarse con Dogget. De vez en cuando ella iba a visitar a su hermano y su familia, pero nada más. En cuanto a la nueva familia de Martha en Southwark, Julius nada sabía de ellos. De modo que al ver al pequeño grupo de gente en Watling Street se había sentido intrigado.
Ellos también habían ido a ver a Pocahontas y, aunque Martha no se fiaba de Meredith por haberse dedicado antes a escribir obras de teatro, se habían quedado para escuchar el sermón. Estaba Dogget, cinco niños, el primogénito un par de años mayor que Julius, y un bebé que evidentemente era hijo de Martha. Al ver que Martha lo había reconocido, Julius fue a saludarla cortésmente, y fue entonces cuando hizo el importante descubrimiento.
—El constructor de botes y dos de sus hijos tienen un mechón de pelo blanco, padre, al igual que nosotros. Pero lo más extraño son sus manos. Dogget y uno de los niños tienen una especie de membrana entre los dedos. —Julius se detuvo bruscamente, impresionado ante el cambio que observó en su padre.
Durante unos segundos sir Jacob pareció que iba a desplomarse, como si hubiera recibido un golpe. El muchacho temió que su padre estuviera a punto de sufrir un ataque apopléjico. Sir Jacob recobró la compostura pero, cosa aún más desconcertante, miró a Julius con rabia.
—¿Cómo dices que se llama ese hombre? ¿Dogget?
Sir Jacob nada sabía de los humildes Dogget de Southwark, ni alcanzaba a imaginar que esa gente pudiera estar emparentada con él.
A excepción, claro está, del expósito. Sir Jacob se sintió presa del pánico. El huérfano; el niño que habían hallado en el Puente de Londres. Mientras observaba a su hijo con verdadero odio, en realidad no era a éste a quien veía, sino una horrenda visión, como si el suelo bajo sus pies se hubiera abierto de golpe para mostrar todo un mundo de celdas, pozos y pasadizos subterráneos, las tenebrosas y corruptas entrañas de sus ancestros de las que quién sabe qué horrores podían reptar hasta la superficie para atormentarlo. Por lo tanto, no es de extrañar que, olvidándose del chico, sir Jacob mascullara en voz alta:
—La maldición.
Julius lo miró perplejo. ¿Qué maldición? ¿A qué se refería su padre? Pero lo único que sir Jacob dijo, con insólita vehemencia, fue:
—No te acerques a esa gente. Están malditos.
Julius miró atónito a su padre.
—¿Te refieres a los Dogget, padre, o también a la familia de Martha Carpenter?
Y dado que hasta el mismo sir Jacob tenía miedo del motivo, contestó:
—A todos ellos.
Lo dijo con tal rotundidad que Julius no se atrevió a hacerle más preguntas.
Al día siguiente, sir Jacob inició unas discretas averiguaciones sobre la familia de Southwark.
Aunque el incidente desconcertó a Julius, a la semana siguiente ocurrió un hecho que hizo que lo olvidara y le dio una inmensa alegría. Sucedió una mañana, cuando su padre y él salieron a caballo por la ciudad para inspeccionar la empresa que, de todas las numerosas inversiones de sir Jacob, le producía mayor orgullo.
Si los ciudadanos se hubieran empeñado en encontrarle un defecto al viejo Londres, habrían aludido a la falta de agua potable.
Existía el Támesis, por supuesto. Pero después de que los carniceros hubieran arrojado sus desperdicios al río, los curtidores hubieran lavado en él sus cueros, los cerveceros, tintoreros y otros hubieran arrojado a él sus líquidos sobrantes, además de los efluvios naturales de una ciudad de doscientas mil personas, el río no tenía un sabor muy agradable.
El Walbrook prácticamente había desaparecido debajo de las casas, el Fleet apestaba. El viejo conducto de la época de Whittington aún funcionaba y se había ampliado, pero el suministro era insuficiente y el agua, transportada en cubos que colgaban de unos balancines que llevaban a hombros, era acarreada de casa en casa por los aguadores, cuyo grito de «¡Agua, compre agua dulce!» resonaba todos los días por las calles.
Pero todo eso iba a cambiar, gracias a un hombre extraordinario: sir Hugh Myddelton.
Un aristócrata, al igual que Whittington y Gresham antes que él, perteneciente a una importante familia galesa, sir Hugh Myddelton había ganado una inmensa fortuna en la Goldsmiths Company. Asimismo, era un hombre decidido con una gran visión de futuro. Cuando propuso construir un nuevo sistema de abastecimiento de agua para la ciudad, el alcalde y los concejales se mostraron más que agradecidos, y sir Jacob Ducket se apresuró a adquirir una participación en el proyecto.
La New River Company, como se llamaba, fue una empresa prodigiosa. Bajo la experta supervisión del propio Myddelton, construyeron un canal para transportar agua desde unos manantiales a unos treinta kilómetros al norte. Por encima de la ciudad había un embalse, que podía distribuir directamente el agua potable a todas las viviendas dentro de las murallas de la ciudad. En Inglaterra jamás se había visto algo igual. El coste y la dificultad del proyecto fueron tan inmensos, que el propio Rey intervino, adquirió la mitad de las acciones y concedió a la compañía un monopolio cuando otros rivales de menor envergadura comenzaron a despuntar. «Se necesita un monopolio —había explicado sir Jacob a Julius— para hacer posibles esas inversiones gigantescas».
Nada proporcionaba a sir Jacob más placer que salir de Londres a caballo acompañado por Julius y seguir el curso de este proyecto hasta el embalse, desde el cual se divisaba un magnífico panorama de la distante ciudad. Acababan de partir cuando se detuvieron al oír una exclamación:
—¡Padre! Me dijeron que te encontraría aquí.
Al volverse, Julius vio a un hombre alto y vestido de negro que cabalgaba con una elegancia arrogante, casi despectiva. Era Henry, su hermano mayor.
Habían transcurrido tres años desde que Julius lo había visto. Desde Oxford, en lugar de regresar a Londres, Henry se había trasladado a Italia con un amigo, allí había estudiado un año y había pasado otro en París. Durante ese tiempo, el joven y frívolo estudiante se había convertido en un hombre. Vestido de negro, con el mismo mechón de pelo blanco sobre la frente, no podía negarse que era hijo de su padre. Pero mientras ambos hombres cabalgaban a lo largo del canal, cambiando impresiones sobre Londres, París y las cortes francesa e inglesa, su talante y su conversación revelaban que existía una sutil diferencia entre ellos. Si sir Jacob era un caballero, el joven Henry era un aristócrata; si el concejal puritano era severo, el experimentado viajero era duro; si el padre creía en el orden, el hijo creía en el dominio.
Mientras cabalgaban, Julius no pudo apartar los ojos de su hermano, y su corazón se llenaba de orgullo al pensar que pertenecía a una familia tan refinada.
—¿Vas a quedarte para siempre? —se aventuró a preguntar.
Para gozo de Julius, Henry le dirigió una extraña e irónica sonrisa.
—Sí, hermanito —le prometió—. Voy a quedarme para siempre.
1620
Una noche de julio de 1620, tachonada de estrellas, un grupo de unas setenta personas estaba de pie formando un semicírculo junto a la orilla del Támesis y esperaban el amanecer. Algunos se mostraban nerviosos, otros, entusiasmados; pero cuando Martha contempló las refulgentes aguas, sólo experimentó una gran alegría en la gloria del Señor.
Durante años, las personas devotas de Londres habían hablado de esta empresa. Pero ¿quién habría soñado que Martha formaría parte de ella? ¿Quién podría haber previsto el extraordinario cambio que se operaría en la familia Dogget? Ni la inesperada actitud del muchacho. Ni, lo más maravilloso, las recientes y extrañas circunstancias que habían llevado a la familia hasta la orilla del río esa mañana. Martha miró a su marido y sonrió. Pero John Dogget no sonrió.
John Dogget amaba a su esposa. Cuando Jane Fleming había desaparecido del Globe, veinte años atrás, Dogget se había llevado un gran disgusto, pero el tiempo había pasado, y al cabo de dos años se había casado con una muchacha muy alegre, hija de barquero, y había sido muy feliz hasta la súbita muerte de su esposa. Los meses que siguieron, no obstante, habían sido tan espantosos que cuando Dogget se casó con Martha apenas sabía lo que hacía.
Dogget nunca olvidaría el momento en que había llegado a casa con su nueva esposa después de la ceremonia. Había tratado de preparar la casa junto al taller de reparación de botes, pero la familia siempre había vivido en un alegre y despreocupado caos, y Dios sabe lo que debió de pensar Martha. Su noche de bodas, aunque Dogget cumplió con su deber, tampoco procuró a Martha, sospechaba él, una gran satisfacción. Dogget se fue a trabajar a la mañana siguiente pensativo y malhumorado. Pero cuando regresó a casa por la tarde presenció una increíble transformación. La casa estaba limpia. La ropa de los niños, lavada y recogida. En la mesa había un gran pastel de carne y un cuenco de manzanas asadas con clavos; y del hogar brotaba el aroma de tortitas de avena recién horneadas. La familia no había comido tan bien desde hacía un año. Esa noche, rebosante de gratitud, le hizo el amor con ternura y pasión.
Con qué delicadeza había conquistado Martha a los niños. Jamás les obligó a aceptarla, sino que se limitaba a realizar sus quehaceres, pero los niños no tardaron en percibir que su hogar olía a limpio en lugar de a rancio, que la ropa estaba remendada, la despensa llena; una atmósfera de agradable calma invadió la casa. Por otra parte, Martha nunca les pidió ayuda, pero al poco tiempo la niña de ocho años expresó el deseo de cocinar con ella, y al cabo de unos días el niño mayor, al ver a Martha barriendo el patio, le arrebató la escoba de las manos y dijo: «Yo lo haré». La semana siguiente, mientras ambos se hallaban atareados reparando un bote, el niño dijo a su padre: «Es buena».
Martha desconcertaba a su marido. Los Dogget eran una familia alegre por naturaleza: no pasaba un día sin que se fijaran en algo que despertaba su hilaridad. Pero cuando reían, Dogget observaba que Martha permanecía en silencio, sonriendo discretamente, porque veía que eran felices, pero ella no participaba en el estallido de hilaridad. Dogget empezó a preguntarse si ella comprendía el sentido del humor de su familia. Y si estaba satisfecha de su vida sexual. Ciertamente, cuando hacían el amor se excitaba, pero aunque aceptaba suavemente las caricias de su marido, éste notó que ella jamás tomaba la iniciativa. Quizá le parecía inmoral. Pero cuando al cabo de tres meses ella le preguntó: «¿Soy una buena esposa?», y él respondió sinceramente: «No la hay mejor», Martha se mostró tan complacida que a Dogget le pareció una mezquindad dudar de ella.
Y a su debido tiempo tuvieron un hijo.
El cambio se produjo tan lentamente que durante un tiempo Dogget no se percató, pero poco a poco notó que algo le había ocurrido a su familia. Incluso en el ruidoso barrio de Southwark, los tenderos más acomodados le dirigían a él y a sus hijos una sonrisa cortés, algo que jamás habían hecho antes. En otra ocasión un hecho aún más desconcertante, cuando el pertiguero de la parroquia, al referirse a unos borrachos que siempre andaban alborotando, se disculpó con Dogget por las molestias causadas a «gentes cristianas como vosotros». Pero la sorpresa más grande se la llevó un día en que, señalando a un joven barquero, Dogget había comentado a su hija de diez años: «Ahí tienes a un marido que te conviene», y la niña había replicado muy seria: «Oh no, padre, yo quiero casarme con un hombre respetable». Dogget supuso que tenía razón. Pero ese día algo había muerto en él.
Dogget descubrió otra cosa. «No me he casado con una mujer —solía decir con amargura—. Me he casado con una congregación». No se refería tan sólo a las reuniones en la iglesia, aunque Martha asistía también a ellas; sino que daba la sensación de que existía una enorme cantidad de personas que sustentaban los mismos criterios que Martha en todos los distritos de la ciudad e incluso más allá. Era casi como una gigantesca guilda a la que ella podía recurrir en busca de ayuda. Este hecho quedó patente en cierta ocasión en que Dogget y Martha discutieron.
Fue a propósito del hijo mayor. Aunque desde pequeño le habían inculcado la idea de que debía ayudar a su padre en el taller, el muchacho no mostraba el menor deseo de ejercer la profesión de su padre. El trabajo manual, lento y tedioso, lo impacientaba, y un día anunció que deseaba hacerse a la mar como pescador. Dogget, que sabía que el taller de reparación de botes era un buen negocio, pidió a Martha que lo apoyara; pero después de dedicar un día a la oración, Martha afirmó:
—Debes dejarlo ir. Nuestra misión es venerar al Señor. Por lo tanto, si un hombre detesta su trabajo, ¿cómo puede venerar a Dios?
—Pero el chico debe obedecer a su padre —protestó Dogget.
—Su padre es Dios —lo rectificó ella—. No tú.
Dogget estaba tan furioso que no le habló durante varios días.
Sin embargo, al cabo de una semana se encontró con Martha en Billingsgate, en presencia de un personaje corpulento, con una barba pelirroja, que era nada menos que el cabeza de la familia Barnikel, uno de los hombres más importantes de la guilda de los pescaderos que le dijo:
—He encontrado un buen barco para tu chico. Conozco bien al capitán.
Y antes de que Dogget pudiera balbucir una respuesta, Barnikel continuó:
—Me alegro de poder ayudarte. El buen nombre de tu esposa la precede.
Entonces, mientras el cielo se iba aclarando, esas palabras resonaron como un eco en la mente de Dogget. El buen nombre de su esposa. Si no hubiera sido por su condenado buen nombre, nada de esto habría sucedido. Pero ¿qué podía hacer él? La chalana se aproximaba para transportarlos. Delante de ellos, anclado en el río más abajo de Wapping, Dogget contempló la trampa hacia la cual lo conducían.
Un recio buque de tres palos llamado Mayflower.
Al mediodía habían pasado el Medway.
El Mayflower era un buen barco; un buque londinense, de ciento ochenta toneladas, una cuarta parte del cual era propiedad del capitán Jones, que lo tripulaba, otra señal de que era un excelente barco. El Mayflower, frecuentemente fletado por comerciantes londinenses, había pasado buena parte del tiempo transportando vino al Mediterráneo. Apto para la navegación marítima, bien equipado y dotado de suficiente espacio, el Mayflower estaba capacitado para llevar a sus pasajeros al Nuevo Mundo.
Martha había recibido en cierta ocasión la visita de agentes de la Compañía de Virginia, que le habían preguntado si ella y su familia estarían dispuestos a establecerse allí. Martha había respondido educadamente que no tenía mucho sentido cruzar el Atlántico para hallar en el Nuevo Mundo la Iglesia del rey Jacobo. Pero eso era diferente. Cuando Martha se enteró de que un pequeño grupo de puritanos se proponía fundar su propia comunidad, no en Virginia sino en la indómita costa septentrional de América, se había sentido fascinada. Y por más que lo había intentado, no había conseguido desterrar el dolor de la envidia de su corazón. Incluso había hablado de su nostalgia con Dogget. Pero él se había reído.
Hasta que Martha recibió un apoyo imprevisto. El chico mayor, al llegar a casa tras una excursión de pesca, anunció con calma:
—Padre, va a salir una expedición que se dirige al norte de Virginia, a la colonia de Massachusetts. Está organizada por los Mercaderes Aventureros. Allí podríamos prosperar. Barnikel el pescadero también lo cree.
Y cuando su padre le preguntó por qué, el chico respondió con una palabra:
—Bacalao.
Esto, por supuesto, hacía que la aventura pareciera más factible. El rey Jacobo, al preguntar cómo se proponían los colonizadores vivir allí y enterarse de que pensaban dedicarse a la pesca, había observado con ironía: «Como los apóstoles». Pero el monarca también sabía que el asentamiento se hallaba junto a uno de los lugares donde existía mayor abundancia de peces en el mundo.
—Es un riesgo, desde luego —reconoció el chico—. Pero tú construyes botes y yo pesco.
Con todo, a Dogget no le había entusiasmado la idea.
La misteriosa oferta se produjo al día siguiente. Aunque Dogget sospechaba de Martha, lo cierto era que nada había tenido que ver. Sabía tan poco del asunto como él, aunque era evidente que la oferta procedía de una persona, o personas, pertenecientes a la comunidad puritana. Martha incluso pensó que procedía del propio Barnikel. El caso es que recibieron un mensaje que decía que si deseaban unirse a la expedición, un amigo estaba dispuesto a pagar a Dogget una elevada suma por el taller de reparación de botes —mucho más de lo que valía— y regalarle unas acciones de la compañía. Tal como dijo a Dogget su hijo mayor, frente a los otros niños:
—¿De qué otra manera, padre, podrías conseguir ese dinero para la familia?
Y ése era el problema. No podía. Una semana más tarde, Dogget accedió de mala gana.
La travesía del Mayflower ha sido ampliamente documentada. Tras avanzar por el estuario del Támesis, el pequeño barco viró hacia el este y navegó con la larga costa de Kent a su derecha. Luego viró hacia el sur, rodeó el promontorio de Kent, pasó por el estrecho de Dover y entró en el Canal de la Mancha. Al llegar a Southampton, hacia el centro de la costa meridional inglesa, estaba previsto que el Mayflower se encontrara con otro buque peregrino llamado Speedwell. El Mayflower arribó a Southampton poco antes de fin de mes.
El Speedwell era un barco muy pequeño, de sólo dieciséis toneladas. Al adentrarse en aguas de Southampton, la embarcación dio la impresión de avanzar con dificultad.
—Tiene demasiados palos —comentó Dogget.
Cuando el Speedwell se aproximó, un tenso silencio se apoderó del grupo de espectadores, que rompió al fin el primogénito de Dogget:
—Ese barco no puede navegar en alta mar.
Era cierto. Al cabo de una hora les dijeron:
—Es preciso remozarlo antes de que pueda continuar la travesía.
Pero eso no fue todo. Dogget y su hijo subieron a bordo del Speedwell y regresaron meneando la cabeza.
—Disponen de escasos víveres.
Partieron de Southampton a mediados de agosto. Pero el tiempo era excelente y todos estaban de buen humor. Pasaron delante del arenoso litoral más abajo de New Forest y luego los elevados riscos de Dorset. Al amanecer del día siguiente, cuando se hallaban frente a las costas de Devon, Martha oyó un grito.
—Se dirigen a puerto.
Se había abierto una vía de agua en el Speedwell.
Al fin el Speedwell fue declarado apto para hacerse a la mar y ambos barcos zarparon. Durante cinco días navegaron lentamente hacia el oeste, en aguas moderadamente agitadas.
Al sexto día, tras haberse alejado cien leguas de la costa, al contemplar el Speedwell, Martha observó que parecía haberse hundido un poco en el agua, y que se había quedado rezagado. Al cabo de una hora, los dos barcos tuvieron que regresar de nuevo.
—El Speedwell no puede continuar. Está podrido —explicó el capitán Jones a los pasajeros cuando regresaron al puerto de Plymouth—. El Mayflower sólo puede transportar cien pasajeros. De modo que veinte de vosotros deberéis quedaros en tierra.
En el silencio con que fueron acogidas las palabras del capitán, y tras haberse abstenido de protestar por espacio de más de seis semanas, John Dogget declaró:
—Nos quedamos.
Sus hijos, incluido el mayor, asintieron con la cabeza.
—Estamos cansados de vosotros —añadió Dogget.
Martha no se lo reprochaba. Otros afirmaron también que preferían quedarse en tierra.
—No lo conseguirán —murmuró el hijo mayor a Martha.
Así, en septiembre de 1620 de la era cristiana, los padres peregrinos zarparon por fin en el Mayflower del puerto de Plymouth, en el norte, pero sin los Dogget, que regresaron a Londres.
Una soleada mañana de comienzos de octubre, cuando sir Jacob Ducket regresaba a su casa, se encontró con Julius. Al notar que su hijo lo miraba indeciso, el concejal le preguntó qué ocurría. Tras dudar unos instantes, Julius se lo dijo.
—¿Te acuerdas de esa gente que tiene unas manos muy extrañas, padre?
Sir Jacob frunció el entrecejo.
—Pues los he visto de nuevo —continuó el chico— acompañados de Carpenter. Creo que han ido a vivir con él.
Eso supuso un duro golpe para sir Jacob; porque a comienzos de año, anónimamente y mediante una tercera persona, el concejal les había entregado una elevada suma de dinero para que se marcharan. Esa noche, después de permanecer un rato a solas con una frasca de vino —cosa que no acostumbraba hacer— sir Jacob Ducket sufrió un ataque apopléjico. Dos días más tarde, todo parecía indicar que sus dos hijos, Henry y Julius, tendrían que hacerse cargo del negocio.
Era una escena frecuente en esos años. Cada tarde, poco antes del crepúsculo, la mujer se detenía en la cima de una pequeña colina llamada Wheeler’s Hill y contemplaba la vista hacia el este.
¿Qué miraba? ¿Los extensos prados, el serpenteante curso del río? En un día despejado alcanzaba a ver hasta el Atlántico, pero ¿acaso contemplaba el mar? Nadie se lo preguntó. La viuda Wheeler era una mujer muy reservada.
En esa época la propiedad Wheeler era típica de Virginia: unos cientos de hectáreas, una granja agrícola. El viejo Wheeler no le había sacado mucho provecho, pero su viuda sí. Dirigía todo personalmente, con trabajadores muy mal pagados. Había dos esclavos; pero los días de la esclavitud sólo acababan de empezar en Virginia. La mayoría de los obreros eran ingleses obligados por contrato, algunos, pobres; otros, endeudados; unos pocos eran delincuentes de poca monta que tenían que trabajar diez años para conseguir su libertad. La viuda Wheeler tenía fama de mujer dura e implacable. Pero el éxito de la granja se debía a su atinada elección del cultivo: pues, como muchas otras en Virginia, cada explotación agrícola estaba dedicada a un solo cultivo cuyas hectáreas de gigantescas hojas verdes se agitaban en la brisa como pedazos de pergamino.
Tabaco. Desde que John Rolfe, el marido de Pocahontas, lo había introducido, el auge del cultivo del tabaco de Virginia había sido asombroso. Unos años antes habían exportado nueve toneladas de tabaco; ese año —¿quién sabe?— quizás alcanzarían las doscientas treinta.
Desde sus inciertos comienzos, la colonia de Virginia había crecido rápidamente. Había varios miles de colonos, y cada año adquirían más tierras. Algunos de los granjeros más importantes habían prosperado tanto que habían empezado a importar algunos artículos de lujo de Inglaterra. Pero la viuda Wheeler compraba poca cosa. Quizá porque era puritana; o simplemente avara. Era difícil adivinarlo, pues había que reconocer que muy pocos de sus vecinos sabían algunos detalles sobre ella.
Ciertamente se habrían quedado estupefactos al enterarse de que durante quince años la respetable viuda Wheeler había convivido con el pirata Barnikel el Negro.
Esto, en realidad, no describe la extraña e itinerante relación que ambos habían mantenido. La propia Jane, durante esos años, lo habría definido de manera mucho más sencilla: «Soy su mujer».
Se había convertido en su mujer en esa primera travesía. No había podido resistirse a él. Era ya su mujer cuando Orlando la había abandonado encinta para que diera a luz en un puerto africano al que, varios meses más tarde, había regresado, se había sentido encantado al comprobar que tenía un hijo varón y la había llenado de regalos. Cinco travesías, una docena de puertos, otros tres hijos. La vida de Jane había discurrido en extraños y exóticos lugares, desde el Caribe hasta el Levante.
¿Y cómo se había sentido? Al principio le resultaba extraño estar en manos de él, saber que probablemente podía matarla. Ella lo había estudiado detenidamente. Y había descubierto que era capaz de demostrar una gran ternura. Tanto si lo deseaba como si no, él sabía llevarla al éxtasis físico. ¿Había pensado Jane alguna vez en huir? Él era demasiado astuto para darle esa oportunidad. Barnikel el Negro jamás se acercó a Londres. ¿Qué podía hacer ella? ¿Abandonar a sus hijos? Era imposible. ¿Regresar con ellos a Londres? ¿Como acogerían sus conciudadanos a esos niños de piel oscura? Cuando Jane pensaba en esto comprendía la rabia secreta que sentía Orlando Barnikel, y en esas ocasiones, más aún que en los momentos de pasión carnal, se daba cuenta de que, en cierto sentido, lo amaba.
El fin había llegado de repente. Después del tercer hijo, un varón, Jane había perdido dos bebés más. Orlando se ausentaba con frecuencia. Durante unos años Jane no se había quedado encinta. Pero poco después de que su hijo menor, de doce años, realizara su primer viaje con su padre, Orlando había anunciado: «Me marcho a América. Ven conmigo». Cuando llegaron a Virginia, Orlando la obligó a desembarcar en Jamestown, le entregó una bolsa llena de dinero y le dijo: «Ha llegado el momento de que me abandones».
Jane tenía casi treinta años. Era lo suficientemente joven para casarse y formar una familia en una colonia como ésa, donde los colonos necesitaban una esposa. Orlando tenía razón.
Seis meses más tarde Jane conoció a Wheeler y se casó con él. El único problema era que Wheeler enfermó y Jane no tuvo hijos. En cuanto a Orlando, Jane no había vuelto a verlo ni a saber de él. No obstante, desde hacía un tiempo, cuando Jane estaba en Wheeler’s Hill y contemplaba la plantación, a veces dirigía la vista, en los días despejados, hacia las aguas azules y resplandecientes del océano.
Fue la noticia que le dio uno de sus trabajadores obligados por contrato la que causó este cambio. El individuo procedía de Southwark, y conocía bien el Globe. Como no tenía idea de quién era ella, le contó que sus padres habían fallecido poco antes y que su hermano se había trasladado al oeste. La noticia procuró a Jane una curiosa sensación de libertad. Se dio cuenta de que a nadie le importaba entonces lo que ella hiciera. A nadie tenía que dar explicaciones.
Todos los cultivadores de Virginia sabían que la planta del tabaco agotaba la tierra. La mayor parte de las plantaciones en ese entonces se agotaba al cabo de siete años. Ello no representaba un gran problema, pues los colonos disponían de todo el continente americano. No tenían más que trasladarse tierra adentro y establecer otra plantación. Jane sabía que al cabo de tres años la plantación Wheeler se agotaría y ella tendría que mudarse. Pero para entonces habría conseguido ahorrar una considerable suma de dinero. «La suficiente, tal vez, para hacer otra cosa», pensó Jane mientras contemplaba el mar.
Algunas personas consideraban que Henry era orgulloso, pero Julius no podía por menos de admirar el valor con que había asumido las riendas de la familia. Sir Jacob no se recobró de su ataque apopléjico; el lado derecho le había quedado paralizado y no podía hablar. Presentaba un aspecto lamentable y otros hijos habrían preferido mantenerlo oculto. Pero Henry no. Por orden de éste, una vez a la semana, vestido impecablemente y seguido por sus dos hijos, sir Jacob era transportado en un baldaquín hasta la Royal Exchange para que la gente pudiera presentarle sus respetos.
—Y también a nuestra familia —dijo Henry a Julius—. Pase lo que pase, mantén la cabeza bien alta.
No cabía duda de que Henry tenía estilo.
La incapacidad de su padre causó también un importante cambio en la vida de Julius. Estaba previsto que ese año fuera a Oxford, pero al cabo de un mes Henry le informó:
—Te necesito, hermano. No puedo hacer esto solo.
Al poco tiempo Henry dejó la contabilidad diaria y los asuntos del transporte de mercancías en manos de Julius.
—Los números se te dan bien —dijo Henry. Pero tuvo una idea brillante—. Voy a comprar una parcela junto al cerro de Bocton —anunció un día.
—¿Por qué? —preguntó Julius.
—Para cultivar lúpulo —contestó en tono jovial—. Para la cerveza de lúpulo. Todo el mundo lo hace.
Y acertó. Los cerveceros ingleses, tras haber desarrollado una extraña cerveza oscura utilizando lúpulo importado, comprobaron que les resultaba más económico comprar lúpulo a los granjeros locales que lo cultivaban. Al poco tiempo Henry firmó un contrato muy ventajoso con la cervecería Bull de Southwark; y en los años sucesivos, aunque el comercio estaba pasando por momentos malos, la plantación de lúpulo en Bocton seguía proporcionando pingües beneficios.
Pero lo más admirable de Henry, como Julius no tardó en descubrir, era su facilidad para entablar amistad con personas influyentes. A las pocas semanas de haber regresado parecía conocer a todo el mundo, no sólo en la ciudad, sino también en la corte. Mientras Julius se ocupaba de llevar las cuentas, Henry iba a cazar, salía a almorzar con un importante lord o asistía a un espectáculo que ofrecía la corte en Whitehall. Al principio, Julius supuso que lo hacía con el fin de elevar la posición social de la familia. Pero una tarde Henry entró con su vestimenta de caza y con gesto indolente dejó caer sobre la mesa un documento: era un contrato para una gigantesca partida de seda, firmado nada menos que por Buckingham, el favorito más poderoso de la corte.
—Hay que tener amigos en los lugares adecuados —murmuró Henry—. Es cuanto uno necesita.
Los monopolios, he aquí el quid de la cuestión. En rigor, las grandes compañías comerciales eran monopolios: sus cédulas, que les concedían derechos comerciales en regiones lejanas, probablemente eran necesarias para facilitar las grandes inversiones. Pero Henry se refería a pequeñas trapacerías.
—¿Quieres abrir una cervecería? Necesitas una licencia: acude a un favorito. ¿Necesitas hilo de oro? Tengo un amigo que tiene el monopolio. Un pequeño monopolio, Julius, vale una fortuna. Todas las cortes lo hacen.
Y la corte de los Estuardo, podría haber añadido, más que otras.
Sin embargo, cuando alcanzó la madurez, fue precisamente este lugar —la corte— lo que empezó a preocupar a Julius.
Era un hecho innegable: las cosas no iban bien entre la casa Estuardo y el pueblo de Inglaterra.
El carácter del rey Jacobo no contribuía a mejorar la situación. La dignidad nunca había sido una de sus cualidades, pero en su vejez empezó a comportarse de manera escandalosa. No se sabía con certeza si era decididamente homosexual o si se trataba de una inclinación senil hacia los jovencitos.
—Se le cae la baba por ellos —reconoció Henry.
Por fortuna, su heredero Carlos poseía a la vez dignidad y una irreprochable moral, de modo que los puritanos ingleses cerraron los ojos a los pecados del padre y aguardaron impacientes a que su hijo ascendiera al trono. En efecto, existían los favoritos reales. El más importante, que no tardó en gobernar el país, era Buckingham, un joven con un gran encanto personal, escasa inteligencia y una belleza tan extraordinaria que Jacobo no tardó en hacerlo duque. Muchos creían que Buckingham y sus amigos poseían demasiados monopolios.
—Al igual que todos los favoritos, Buckingham ha ofendido a algunos viejos nobles —explicó Henry—. Y se han propuesto hundirlo.
Pero éstos eran los problemas corrientes de todas las cortes y podían subsanarse. La verdadera dificultad, mucho más profunda, se produjo al cabo de un año de haber sufrido sir Jacob el ataque apopléjico. El Parlamento de 1621 no había empezado de buen talante. En primer lugar, Jacobo no había convocado a los parlamentarios desde hacía varios años. Por un lado, eso significaba que no les había pedido dinero; pero desde hacía siglos existía la costumbre de que el monarca los convocara para despachar con ellos. Se sentían abandonados. Por lo tanto, si algunos nobles deseaban atacar a los avariciosos favoritos de la corte, los comunes estaban dispuestos a respaldarlos; y tan pronto como se reunieron en Westminster hallaron el medio de recordar al Rey quiénes eran. El método empleado dejó a la corte estupefacta.
—Impeachment. —Fue Henry quien les llevó la noticia—. Ningún parlamento se ha atrevido a hacerlo desde los Plantagenet.
De hecho, los comunes fueron muy hábiles. No destituyeron al mismo Buckingham, sino a dos favoritos corruptos pero menos importantes. Lo bueno del caso era que el impeachment constituía el único sistema que los comunes y los lores podían utilizar sin el consentimiento del Rey. El mensaje no podía ser más claro: a partir de ese momento era preciso tratar al Parlamento con benevolencia. Pero el problema residía justamente ahí: el rey Jacobo, un hombre ilustrado pero excéntrico, estaba convencido de que puesto que los monarcas estaban ungidos por Dios, gobernaban por derecho divino, lo que significaba que sus súbditos debían obedecerlos porque eran infalibles. El Rey afirmó que era la ley de Dios, y que siempre había sido así, una aseveración que habría horrorizado a un sacerdote medieval o hecho que cualquier monarca Plantagenet se riera a carcajadas. Los reyes Tudor habían tenido la precaución de hacer que sus consejeros se ocuparan de los debates en el Parlamento, e Isabel dominaba el arte de contemporizar. Pero el rey Jacobo exigía obediencia. Los comunes se apresuraron a escribir una protesta.
—Pero el Rey la ha roto —dijo Henry con un tono entre divertido y áspero.
—¿Qué ocurrirá? —preguntó Julius preocupado.
—Nada —respondió Henry—. El Parlamento está furioso, pero sabe que el Rey se hace viejo. Nada hay que temer.
Cuando Dogget y Martha regresaron a Londres temieron que su desconocido benefactor, si estaba enterado de su llegada, les pidiera que le devolvieran el dinero. Pero el misterioso personaje no dio señales de vida. La pregunta siguiente era: ¿qué hacer? El problema lo resolvió Gideon Carpenter. Su padre, Cuthbert, había muerto repentinamente poco después de que Dogget y Martha hubieran partido. Por lo tanto, Gideon propuso a Dogget que se asociara con él. Encontraron una vivienda, un pequeño corral y un taller junto a la cima de Garlic Hill, donde se instalaron dispuestos a reparar cualquier objeto que les llevaran. Dogget echaba de menos sus botes, pero él y su socio estaban siempre muy atareados.
Y así, los días sagrados en que era obligatorio asistir al oficio en Saint Lawrence Silversleeves, sir Jacob contemplaba a la familia sentada en el otro extremo de la pequeña iglesia y la maldecía con un sentimiento impotente de odio, aprisionado por el ataque apopléjico que le había dejado paralítico y por el hecho de que, aunque pudiera expresarse verbalmente y exigir su dinero, tarde o temprano la gente empezaría a preguntarle por qué se lo había prestado. Entre tanto, Julius, al ver a su padre temblar de rabia a la vista de los Dogget, llegó a la conclusión de que Martha y su familia debían de ser realmente unos malvados.
Con todo, Julius no pretendía causarles daño ese día mientras salía de la ciudad por Hollborn y se acercaba a la iglesia de Saint Etheldreda.
Durante las últimas décadas se había registrado cierto cambio. La mansión del obispo se había convertido en la residencia del embajador español; la iglesia, en su capilla particular; y los jardines colindantes, que habían pertenecido a un favorito de la reina Isabel llamado Hatton, habían adquirido el nombre de éste. Al llegar a Hatton Gardens, Julius vio aparecer el carruaje del embajador español, y, según exigían las normas de cortesía, se quitó el sombrero y se inclinó. Pero lo hizo muy a regañadientes.
La posición de la Inglaterra de los Estuardo era la misma que en tiempos de Isabel. Europa continental seguía dividida entre los campos católico y protestante. La Francia católica era poderosa, los Habsburgo de España y Austria seguían empeñados en imponer de nuevo la Iglesia universal de Roma; y la Inglaterra protestante era una pequeña isla que no podía permitirse el lujo de participar en una guerra. Jacobo debía andar con pies de plomo. Pero a diferencia de Isabel, tenía hijos. Y cuando, poco antes, su yerno alemán había sido expulsado de sus tierras por la católica Austria, Jacobo razonó: «Si entablamos amistad con los Habsburgo, quizá logremos convencerlos de que devuelvan al chico sus dominios». Así pues, Inglaterra planteó discretamente la cuestión ante el embajador del sumamente católico reino de España.
A los londinenses no les gustó. El equilibrio de poder nada significaba para ellos. No creían en los amigos católicos. «Acordaos de María la Sanguinaria —protestaron—. Acordaos de Guy Fawkes».
El pequeño grupo de aprendices que merodeaban por Hatton Gardens estaba de buen humor. Al ver pasar el carruaje del embajador de España lo señalaron con el dedo. Uno de ellos soltó una carcajada e hizo un gesto obsceno. Seguidamente empezaron a gritar: «¡Perro español! ¡Papista! ¡No queremos papistas aquí!».
Julius se encogió de hombros. El coche pasó de largo. Julius no volvió a pensar en ello hasta el día siguiente, cuando Henry regresó de Whitehall y anunció:
—Han insultado al embajador español. El Rey está furioso.
—Yo presencié el incidente —respondió Julius—. No tuvo importancia.
—¿Viste lo que ocurrió? —preguntó Henry agarrándolo del brazo—. ¿Conoces a esos jóvenes? Debes contar lo que has visto. El Rey ha ordenado al alcalde que encuentre a los culpables y los castigue severamente.
Sin embargo, Julius se resistía, pues uno de aquellos jóvenes era Gideon Carpenter.
A Henry le llevó casi una hora convencerlo. Dijo a Julius que era su deber, y añadió que si descubrían que no había informado a las autoridades de lo que había presenciado, las perspectivas de la familia en la corte quedarían arruinadas para siempre. Por fin le dijo:
—Si Dios nos ha elegido para ser los líderes de esta ciudad, ¿cómo pretendes pagárselo si eludimos nuestras responsabilidades públicas?
Henry transmitió la noticia al alcalde y al Rey, quien le expresó su profundo agradecimiento. Los aprendices fueron azotados con un azote de nueve colas. No era un castigo trivial. Uno de ellos murió a consecuencia del mismo. Gideon sobrevivió.
Desde ese día, cuando la familia acudía a la iglesia, Julius sentía los ojos de Gideon clavados en él. Por su parte, Martha, cuando se encontró con él al día siguiente de que Gideon y sus compañeros fueran azotados, se limitó a comentar con pena:
—No has obrado bien.
Julius, en su fuero interno, sólo deseaba, al igual que su padre, que toda esa gente, los Carpenter y los Dogget, se marcharan de la parroquia y del país para siempre.
Pero aunque Henry podía mostrarse cruel, continuó haciendo prodigios en favor de la familia; y dos años después del incidente con el embajador español logró dar otro gigantesco paso en el ascenso social de la familia.
Los monarcas ingleses siempre habían recompensado a sus amigos con títulos, pero los Estuardo los vendían. Era un negocio muy lucrativo. Buckingham, en nombre de Jacobo, incluso había vendido a un hombre una baronía por veinte mil libras. Pero con el fin de no abrumar a los lores endilgándoles un montón de advenedizos, los Estuardo concibieron una idea genial.
El título de baronet. Un baronet recibía el tratamiento de sir, al igual que un caballero. No ocupaba un escaño en la Cámara de los Lores; pero su hijo mayor heredaba el título de sir a perpetuidad. Sólo los caballeros de buena cuna que gozaban de una cuantiosa fortuna eran aceptables, pero había multitud de candidatos. Y Henry Ducket consiguió ese título para su padre. Le costó doce mil libras. Al cabo de un año, el viejo rey Jacobo partió de este mundo y sir Jacob no tardó en seguirlo; pero, si se necesitaba confirmar la pureza de sangre de su familia, murió con un título hereditario. Henry fue entonces sir Henry.
Durante los años sucesivos su progreso nunca titubeó. El nuevo rey, Carlos, se había casado con una princesa católica, aunque francesa, lo que parecía menos amenazador. La Reina, muy joven, detestaba a Buckingham y se sentía terriblemente sola, pero Henry consiguió entablar amistad con ella. Fue una maniobra excelente. En 1628, un soldado desempleado mató a Buckingham en la calle. Tras la desaparición del favorito, Carlos y su reina se sintieron más unidos que nunca. Con qué afecto hablaba la Reina a su augusto esposo de «el amable sir Henry Ducket».
El problema eran las agrias disputas del Rey con sus parlamentarios. Pero Carlos, al igual que su padre, creía implícitamente en su derecho divino. Cuando pedía dinero, le daban una cantidad irrisoria. El joven rey solicitó un préstamo a la aristocracia provinciana. «Aunque algunos de los sheriffs se han extralimitado —reconoció Henry—. Han encarcelado a algunos de los individuos que se han negado a prestar dinero». Al poco tiempo el Parlamento presentó una petición de derechos, y recordó al Rey que, desde la Carta Magna, no podía encarcelar a sus súbditos ilegalmente, ni tenía derecho a imponer tributos sin su consentimiento. La siguiente reunión de los parlamentarios con el Rey, celebrada a principios de 1629, desembocó en una crisis. En la Cámara de los Comunes, furiosos ante la actitud de Carlos, algunos de los miembros más jóvenes y más impulsivos perdieron la cabeza y presentaron unas mociones contra el Rey por aclamación y sujetando al speaker en su silla. ¿Qué harían a continuación?, se preguntó Julius.
—Eso es algo que puedo decirte —le informó Henry sonriendo con ironía—. El Parlamento ya no será convocado. El Rey va a gobernar sin él.
En el año 1630 de la era cristiana, Edmund Meredith tenía cosas más importantes en que pensar que el Parlamento. Su agradable casa, con un hastial muy aguzado en Watling Street, daba cabida a él, un ama de llaves, una sirvienta y un criado. Disponía de una renta que le permitía vivir cómodamente; sus sermones fuera de la parroquia —gozaba de una gran popularidad— le reportaban pingües beneficios suplementarios. Si sir Jacob lo había tolerado, sir Henry, satisfecho de tener un caballero como vicario, lo invitaba a comer una vez al mes, lo que complacía mucho a Meredith. Con anterioridad, había pensado incluso en casarse, pero la presencia de niños, pensaba, podía dar al traste con la dignidad de su hogar. No obstante, deseaba marcharse.
Lo cierto era que Meredith estaba un poco aburrido. Había alcanzado el éxito, pero deseaba tener más. Creía que todavía podía convertirse en un personaje importante; y se había fijado una meta. John Donne se estaba muriendo. Quizá tardara un año, o quizá dos o tres; pero cuando muriera se produciría una vacante como deán de la catedral de Saint Paul.
La eterna Saint Paul. Ciertamente, la fábrica estaba en mal estado. Pero no era la vieja estructura de piedra lo que importaba, sino el nombre. Y los sermones.
Los sermones se pronunciaban en el interior de la catedral, pero, según una curiosa tradición que se remontaba a la época sajona, los más importantes se pronunciaban fuera, en un púlpito conocido como Saint Paul’s Cross, que se encontraba en el cementerio. Instalaban unas gradas de madera para el alcalde y los concejales, como si fueran a presenciar un torneo; en el cementerio se congregaba una amplia multitud. Era el púlpito más importante que existía en Inglaterra.
Pero ¿cómo podía conseguirlo Meredith? Sir Henry, a quien habría satisfecho ver a su hombre en ese lugar, había hablado de esto con el Rey; pero Meredith sabía que la persona a quien debía impresionar era el nuevo obispo de Londres. Y eso no iba a ser fácil.
William Laud era bajo, rubicundo, con bigote, perilla gris y una voluntad de hierro. Por lo demás, estaba totalmente de acuerdo con el Rey respecto a su Iglesia. Laud expresó su criterio desde el principio. «Hay demasiados presbiterianos y puritanos en Londres. La mitad del clero está infectado». Edmund comprendió enseguida qué debía hacer si quería la aprobación de Laud.
El primer paso consistía en convencer a la junta parroquial. En eso Meredith no creía que fuera a tener muchos problemas. Sir Henry y Julius formaban parte de la junta y dirigían la parroquia en perfecta armonía, pero Meredith comprobó con sorpresa que el afable Julius parecía preocupado.
—¿No se parece eso al papismo? —preguntó.
—En absoluto —le aseguró Meredith—. Lo desea el Rey; y te prometo que el Rey no es papista.
No lo era, ciertamente. Y ahí estaba el problema.
Inglaterra era protestante, pero ¿qué significaba eso? En la escena europea, que el reino insular se hallaba en el campo protestante y que no estaba dispuesto a ser devorado por las potencias católicas. En el país, que muchos ingleses, en especial los londinenses, eran puritanos. Pero el hecho era que la Iglesia nacional, aunque ligeramente modificada por la buena reina Isabel, seguía siendo, en su doctrina, la Iglesia establecida por ese católico renegado de Enrique VIII. El credo que pronunciaban todos los ingleses leales era bien claro:
Creo en la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados…
Los miembros de la Iglesia anglicana podían afirmar que eran protestantes y estar convencidos de ello; pero la iglesia del rey Enrique y de la reina Isabel era, indiscutiblemente, una Iglesia reformada. Disidente, cismática, incluso hereje, según Roma, pero católica.
El rey Carlos I de Inglaterra creía en el acuerdo establecido durante el reinado de Isabel: que la Iglesia de Roma se había corrompido, que la Iglesia anglicana constituía un catolicismo purificado y que en ese momento los obispos anglicanos eran los auténticos herederos de los apóstoles. Y la ley decía que todo parroquiano debía asistir a misa el domingo o pagar una multa de un chelín. Pocas juntas parroquiales en la pragmática Inglaterra imponían esa regla. La junta parroquial de Saint Lawrence Silversleeves pasaba por alto esa falta. Pero el rey Carlos no opinaba así: el monarca exigía obediencia. Si la Iglesia estaba perfectamente reformada, no había motivo para que su pueblo no acatara sus preceptos. Si la dignificada ceremonia era cabal —y Carlos estaba convencido de ello— debía observarse. En su opinión, era así de sencillo.
Al obispo Laud también le complacía la ceremonia.
Un sábado, tres semanas más tarde, Martha y su sobrino Gideon se quedaron muy sorprendidos al recibir una visita del pertiguero del distrito. Éste les comunicó que al día siguiente debían acudir a la iglesia, sin falta.
—¿Por qué? —preguntaron Martha y su sobrino.
El pertiguero les dijo que era por orden de sir Henry y la junta parroquial. Todas las familias de la parroquia debían asistir.
—Pagaremos la multa —dijo Martha.
—No se aceptan multas —respondió el pertiguero.
La parroquia de Saint Lawrence Silversleeves no podía contener a cien familias; no obstante, la multitud que acudió al día siguiente a la iglesia era tan numerosa que la mayoría de las personas tuvo que permanecer de pie. En el ambiente flotaba una tensa expectación. ¿Por qué habían sido convocados? La mayoría de la gente, al alzar la vista y contemplar los muros encalados, pensó que el lugar presentaba un aspecto normal; pero Martha, que llegó tan tarde como lo permitía el decoro, notó de inmediato cierta diferencia.
—El altar —musitó horrorizada a Gideon—. Fíjate.
Desde hacía varias décadas, la mesa del altar de Saint Lawrence presidía la pequeña nave, según la costumbre protestante. Pero ese día no se encontraba allí. Alguien la había trasladado al pequeño presbiterio, los antiguos dominios del sacerdote, alejado de los fieles. Martha y Gideon se quedaron atónitos. Pero eso no fue nada comparado con lo que ocurrió a continuación, es decir, la llegada del reverendo Edmund Meredith.
El vicario de Saint Lawrence Silversleeves, en deferencia al rey Jacobo, solía utilizar la tradicional capa pluvial y sobrepelliz, pero siempre tan austera que el viejo sir Jacob nunca había protestado. Pero ese día era muy distinto. Parecía como si, al cruzar Watling Street, a Meredith le hubiera caído encima una repentina lluvia de oro. De hecho, los Fleming, que regentaban una mercería, le habían vendido nada menos que veinte kilos de hilo de oro y lentejuelas, la venta más importante desde que habían confeccionado los trajes para la representación de Antonio y Cleopatra de Shakespeare en el Globe. Los fieles no salían de su asombro. Horrorizados, Martha y los otros puritanos observaron a Meredith mientras éste, transformado en una alucinante aparición papista, celebraba el oficio. En silencio, escucharon las lecciones que leyó. Luego se levantó para pronunciar el sermón.
—Deseo hablaros de dos hermanas —anunció—. Se llaman Humildad y Obediencia.
Acto seguido pasó al ataque. Meredith repasó e hizo trizas cada aspecto del puritanismo que las gentes como Martha respetaban. Los obispos, según les recordó, eran sus jefes espirituales; al igual que los reyes gobernaban por derecho divino. Luego les asestó el golpe de gracia.
—El obispo desea que de ahora en adelante todos los fieles asistáis cada domingo a la iglesia. En esta parroquia se impondrá esta regla con firmeza. —Meredith los miró fijamente y añadió—: Escuchad la palabra del Señor. Sed humildes. Y obedeced.
Los asistentes lo contemplaron pasmados.
Al concluir el oficio, Edmund tenía la costumbre de situarse junto a la puerta de la iglesia para despedirse de sus parroquianos. Ese día lo hizo acompañado por la junta parroquial. La mayoría de los fieles salió apresuradamente sin mirarlo siquiera. Otros lo miraron enfurecidos.
Julius vio salir a la congregación y echó a andar detrás de su hermano a casa cuando de pronto se topó con Gideon.
No hubo preguntas, pero Julius se sintió violento en presencia de Gideon. El joven se había convertido en un ciudadano respetable y estrictamente religioso. El año anterior se había casado. Pero no podía olvidar los terribles latigazos y al notar la implacable mirada de Gideon sobre él, Julius se sonrojó levemente.
—La junta parroquial autoriza ese papismo —dijo Gideon tranquilamente—. Pero dime, Julius Ducket, ¿bajo qué autoridad se halla la junta parroquial?
Julius lo miró perplejo, sin saber qué responder.
—Si la congregación eligiera a los miembros de la junta parroquial —continuó Gideon—, tendríamos unos hombres y un ministro como Dios manda. Pero os elegís vosotros mismos y gobernáis como por derecho divino. No tenéis derecho. No os hemos elegido nosotros. —Tras lo cual Gideon dio media vuelta y se marchó.
Cuando Julius relató lo ocurrido a Henry, su hermano comentó con desprecio:
—Ese individuo ya recibió en una ocasión una tanda de latigazos. Quizá debería recibir otra.
Pero Julius, al reflexionar sobre el asunto, no estaba muy convencido.
En cuanto a Meredith, se sentía muy satisfecho de sí mismo. Tres días más tarde recibió una nota del secretario del obispo Laud: el obispo estaba interesado en leer su sermón. ¿Podía facilitarle una copia?
Dos semanas más tarde, cuando Meredith oyó una tarde unos golpes en la puerta, dedujo que sería un emisario del augusto personaje; por lo que se quedó un tanto perplejo cuando su ama de llaves entró para comunicarle que una señora deseaba verlo. Meredith preguntó el nombre de la dama, pero éste no le resultó conocido.
—Una tal señora Wheeler.
Al cabo de unos momentos Meredith se encontró frente a frente con Jane.
Era inconfundible. La mujer bien conservada que se hallaba ante él seguía mostrando el mismo aire juvenil que la muchacha que había conocido. Su cuerpo aparecía un poco más lleno, pero le sentaba bien. El vestido de seda que llevaba sugería que gozaba de una posición acomodada. Mientras la miró asombrado, Meredith evocó los recuerdos de la larga relación que habían mantenido, los años en que había soñado con ella, y comprendió que esa mujer era el gran amor de su vida. Y Jane, al mirar a Meredith, que no había perdido un ápice de su atractivo, se preguntó con calma si debía casarse con él.
No había acudido a Londres con esta intención. De hecho, no había regresado con un plan preconcebido. Sus ahorros en Virginia le permitían vivir desahogadamente. Y en el supuesto de que conociera a un hombre respetable, no descartaba la posibilidad de casarse con él. Después de una vida tan agitada, Jane deseaba una cosa por encima de todo: paz. Una paz sólida y respetable. «Dios sabe que me la merezco», pensó.
Jane suponía que Meredith se habría casado con una mujer rica o se habría dedicado a alguna profesión relacionada con el teatro, pero no había imaginado encontrarlo convertido en un clérigo, y uno de los mejores predicadores de Londres: tan apuesto como de costumbre, respetable, sólido y, sorprendentemente, soltero. ¿Experimentó Jane en ese momento la intensa emoción que había sentido de jovencita? Sí. Pero el tiempo había construido una fortaleza en torno a su corazón. Jane examinó a Meredith con calma.
—Estás viva —dijo Edmund sin salir de su estupor.
—Ya ves.
—Siempre creí que estabas viva. ¿Te has casado?
—Soy viuda. —Jane observó la expresión preocupada de Edmund—. Gozo de una posición acomodada. Mi marido Wheeler poseía una granja muy rentable en Virginia. No tuvimos hijos.
—Ya veo.
Edmund la miró sonriendo. Jane había comprobado que, a esas alturas de su vida, era capaz de adivinar los pensamientos de la gente. Y observó que Edmund se sentía impresionado, que la idea que se le había ocurrido a ella se le había ocurrido también a él.
—Hace tiempo estuvimos a punto de casarnos —dijo él suavemente.
—Lo sé —respondió ella sonriendo—. Tú no te has casado.
—Tengo una curiosidad —dijo Edmund tras un largo silencio—. Cuando desapareciste, cuando todos supusieron que habías muerto, no pudiste haber ido directamente a Virginia, pues aún no habían empezado la colonia allí. —Parecía un poco turbado—. Me pregunté… ocurrió todo tan inesperadamente… —Edmund frunció el entrecejo—. Había un pirata… un moro… —Pero no terminó la frase.
Jane dudó unos instantes. No deseaba hablar de Orlando a su regreso. A fin de cuentas, ¿por qué había de hacerlo? En Londres nadie sabía que había convivido con él. Lo único que debía hacer entonces, al responder a la pregunta de Meredith, era mentir. ¿Qué la hizo vacilar? Quizá quería ponerlo a prueba.
—Te pido que guardes este secreto entre nosotros —contestó Jane por fin—. Si tanto te interesa, es cierto. Él me raptó. —Jane se encogió de hombros—. No pude evitarlo. Nadie lo sabe. Ha pasado mucho tiempo.
Jane observó a Meredith con curiosidad. Él bajó los ojos e hizo una mueca de disgusto. Luego adoptó un aire pensativo.
—Nadie necesita saberlo —dijo como si hablara consigo mismo.
Jane se preguntó si era la idea de que el moro la hubiera poseído físicamente lo que hizo que Edmund esbozara una mueca. ¿O era otra cosa?
El razonamiento que se planteaba en ese momento el reverendo Edmund Meredith era más sutil de lo que Jane podía imaginar. Ciertamente, la idea del moro le resultaba repelente, pero dado que pertenecía al pasado, incluso le parecía un tanto excitante. Pero ¿podía el deán de Saint Paul tener una esposa de quien se pudiera llegar a sospechar que se había acostado con un moro? La idea horrorizaba a Edmund. Al pensar en John Dogget, que lamentablemente era miembro de su parroquia, concluyó con tristeza y en voz baja:
—Pero podrían sospechar.
Jane entonces comprendió que todo había terminado; al cabo de unos minutos ambos se separaron tras despedirse con expresiones de afecto.
En Watling Street, Jane se encontró inesperadamente con John Dogget.
Durante la larga y apacible década de 1630 Julius Ducket concibió una idea genial. Ésta permitió al Rey librarse para siempre del Parlamento.
¿El fin de los parlamentos? Si, para cualquier inglés libre, tal idea resultaba inconcebible, para varias personas de la corte del rey Carlos, y en particular su esposa francesa, Enriqueta María, tal cosa no sólo era deseable sino natural. Al otro lado del Canal de la Mancha los monarcas católicos de Europa habían comenzado a construir unos Estados centralizados y absolutos. No tenían por qué someterse a las humillaciones de un parlamento de advenedizos. Por lo tanto, no era de extrañar que Carlos, firme defensor del derecho divino, y la francesa Enriqueta María, decidieran: «Nosotros también construiremos una monarquía como la de ellos».
Hasta ese momento había dado buen resultado. En Inglaterra había paz. El rey Carlos había conseguido, a duras penas, vivir ajustándose a un presupuesto. Los parlamentarios nada tenían que objetar. En 1633, el obispo Laud pasó a ser arzobispo de Canterbury y se embarcó en una campaña destinada a aplicar, en todo el territorio nacional, los preceptos de la Iglesia anglicana episcopal, la que, según aseguró, sería «concienzuda». Al poco tiempo el término «concienzuda» se convirtió en una consigna que persistió durante todo el reinado de Carlos. «Los puritanos lo detestan, pero siempre pueden marcharse a América —comentó Henry—. Laud es el mejor amigo que ha tenido la Compañía de Massachusetts». A partir de 1630, desde que un enérgico caballero llamado Winthrop se había trasladado allí, la modesta colonia puritana de América se había ampliado rápidamente.
Ésos fueron para Julius unos años felices. Se había casado con una muchacha alegre y de ojos azules, de una familia similar a la suya, con la que había tenido varios hijos. Henry, que hasta la fecha no había manifestado el deseo de casarse, y puesto que pasaba largas temporadas en Bocton, propuso a Julius que él y su familia ocuparan la espaciosa vivienda situada detrás de Mary-le-Bow. La vida en Londres era muy agradable. La ausencia del Parlamento significaba cuando menos que no exigirían nuevos impuestos. La ciudad estaba presidida por un ambiente de progreso y prosperidad; y fuera de sus murallas, al norte de Charing Cross, dos aristócratas, lord Leicester y lord Bedford, comenzaron a construir en sus terrenos grandes manzanas de viviendas con fachadas clásicas. Uno de esos proyectos —Covent Garden— se convirtió en un barrio muy elegante y al poco tiempo Henry se mudó a una hermosa mansión allí y explicó a Julius:
—La ciudad es agradable; pero hoy en día el lugar más adecuado para un caballero es Covent Garden.
Tras la marcha de Henry, Julius pasó a ser el jefe de la junta parroquial, donde trató de instituir un sistema menos severo. Meredith no había conseguido ocupar el puesto de deán de Saint Paul, un fracaso que hizo que se disipara en parte su celo reformista. Aunque los oficios celebrados en Saint Lawrence Silversleeves seguían ostentando el aire de Iglesia ritualista impuesto por Laud, Julius informó discretamente a Martha y a Gideon que bastaría con que asistieran a misa una vez al mes. A éstos les seguía pareciendo intolerable, pero al menos Julius tenía que vigilarlos menos a menudo.
Hubo una sorpresa: acaso para consolarse de no haberse convertido en deán, Edmund Meredith, casi a los sesenta años, se casó con Matilda, una respetable solterona de treinta, hija de un abogado, la cual, puesto que era una mujer muy devota, se había enamorado de los sermones de Edmund. Al cabo de un año tuvieron un hijo.
El gobierno personal de Carlos reportó a los Ducket cuantiosas ganancias materiales. Habían hecho varios préstamos personales al Rey, siempre a un interés del diez por ciento, y el monarca se los había devuelto siempre con puntualidad. Lo que era aún mejor, Carlos, al igual que muchos monarcas, estaba dispuesto a ceder los derechos arancelarios. A cambio de una importante suma, Henry había obtenido el privilegio de cobrar los derechos arancelarios de varios artículos de lujo.
—Ganamos unos beneficios del veintiséis por ciento —informó Henry a Julius. El sistema de Carlos les venía muy bien—. En lugar de pagar los impuestos del Parlamento, obtenemos pingües beneficios prestando dinero. Confiemos en que dure.
El sistema sólo presentaba un fallo: funcionaba mientras no se produjera una crisis nacional. Si estallaba un conflicto armado el Rey tendría que recaudar dinero por medio de impuestos. «Lo que significaría un Parlamento —solía decir Henry, preocupado ante esa eventualidad—. ¿Qué podemos hacer para impedir que esto ocurra?».
Ése fue el problema que resolvió Julius Ducket.
Se encontraba en el Puente de Londres. Era una tarde de verano, y al dirigir la vista aguas arriba mientras el sol se ponía sobre Westminster, observó que sus rayos hacían que la superficie del agua brillara como un inmenso río de oro. Julius pensó que era una imagen muy apropiada para una ciudad comercial tan importante cuando, de golpe, se le ocurrió una idea.
Ahí estaba. Naturalmente: el río de oro. Si uno tenía en cuenta las necesidades financieras del Rey a lo largo de los últimos doce años, ¿qué era lo más llamativo? Su cuantía. Cien, doscientas mil libras…, unas sumas que solían provocar un conflicto con el Parlamento. Pero ¿eran realmente tan exorbitantes? ¿Para el poderoso Londres comercial? Por supuesto que no. El mismo Julius habría podido reunir un par de docenas de hombres que poseían más de veinte mil libras. La riqueza total de Londres ascendía a incalculables millones. Incluso las necesidades económicas del Rey en tiempos de crisis podía resolverlas Londres, sin tener que recurrir al Parlamento. Todo Londres era un río de oro.
Pero ¿por qué se resistía Londres a prestar dinero al Rey?, se preguntó Julius. No era porque el monarca dejara de saldar sus deudas. No: el auténtico problema residía en la naturaleza de sus préstamos y la devolución de los mismos.
Los préstamos a la Corona iban casi siempre destinados a un proyecto concreto que a los londinenses podía no gustarles. No menos importante era el hecho de que los préstamos solían hacerse a corto plazo, pagados con fondos de la Corona al cabo de seis meses, de modo que su monto no podía ser muy elevado. Pero ¿por qué se hacía de esa manera? El dinero era el dinero: tanto si se invertía en un préstamo al Rey o en acciones de una de las grandes sociedades anónimas, no dejaba de ser dinero. Con él se obtenían unos beneficios. ¿Y no constituían los ingresos del Rey, que procuraban los intereses de los préstamos al monarca, un flujo constante y regular? A Julius se le ocurrió entonces otra idea: «Si puedo comprar acciones en una sociedad anónima, las cuales me aseguran una cantidad constante de dinero, ¿por qué no comprar acciones de la deuda del Rey?». Cuando uno quisiera recuperar su dinero no tenía más que vender sus acciones a otra persona, que percibiría los intereses que le hubieran correspondido a uno. El Rey no estaría obligado a devolver el capital principal hasta al cabo de veinte años, siempre y cuando pudiera continuar pagando los intereses. Era perpetuo, como el suministro de agua de Myddelton, o la Compañía de Virginia, o la Compañía de las Indias Orientales, o cualquiera de las sociedades anónimas más importantes. La apreciación de Julius de dicha idea no fue tanto matemática como intuitiva: la sensación de un flujo constante. El flujo de dinero, como un río de oro, por la ciudad.
Julius Ducket acababa de inventar la deuda del Estado.
El día era espléndido bajo un cielo límpido como el cristal cuando sir Henry Ducket condujo a su hermano menor río abajo para entrevistarse con el Rey.
Había sido idea de Henry. «Debes dejar a la familia en buen lugar —había insistido— cuando te presentes ante el Rey».
Así pues, Henry se había ocupado de la vestimenta de Julius. En lugar de la modesta ropa que solía utilizar, Julius llevaba una casaca escarlata con la cintura alta y una capa del mismo color. En lugar de una sencilla golilla llevaba un enorme cuello de encaje que le llegaba a los hombros; unas suaves botas de gamuza dobladas debajo de la rodilla; y, para rematar el conjunto, un imponente sombrero de ala ancha por encima de la cual caía una elegante pluma de avestruz. En Inglaterra, esa moda se conocía como el estilo «caballero». Y era preciso reconocer que, con su bigote y su barba rizada, Julius ofrecía un aspecto magnífico, hasta el extremo de que su esposa, al contemplarlo con admiración, se echó a reír, le hizo cosquillas en las costillas y dijo:
—No olvides, Julius, regresar junto a mí esta noche.
—El único fallo es tu pelo —observó Henry—. Debería ser más largo. —Él mismo lo llevaba peinado según el estilo de la corte, suelto sobre los hombros—. Pero no estás mal.
Así pues los Ducket se deslizaron aguas abajo por el Támesis, como dos perfectos caballeros, hasta Greenwich.
—Nada hay que temer —dijo Henry a su hermano mientras se dirigían hacia el antiguo palacio junto al río.
Julius sabía que era cierto, pero aun así no pudo por menos de responder:
—Ay, hermano. No soy más que un hombre rudo y sencillo.
Pues, más allá de la cuestión, ninguna corte inglesa, ni siquiera la del gran rey Enrique, había atraído jamás tal galaxia de talento. Las máscaras de la corte constituían auténticas obras de arte. Grandes artistas como Rubens y Van Dyck iban a visitar la corte y decidían quedarse. El mismo Carlos, pese a sus modestos medios, poseía una colección de pinturas —de Tiziano, Rafael y los maestros flamencos— que no tenía rival en Europa. La corte era cosmopolita. Y, como para subrayar este hecho, cuando los dos hermanos Ducket ascendieron por la herbosa cuesta que se alzaba detrás del palacio y se volvieron, Julius contempló un espectáculo tan hermoso que sólo atinó a exclamar:
—¡Dios mío! ¿Existe algo tan perfecto?
Acababan de completar las obras de la Queen’s House en Greenwich. Dado que las viejas dependencias Tudor seguían presentes e impedían divisarla desde el río, Julius no había reparado en ella. Su arquitecto, Inigo Jones, ya había completado otra obra de arte clásica: la Sala de Banquetes, en Whitehall, cuyo techo iba a decorar ese año nada menos que Rubens. Pero pese a ser una obra espléndida, la Sala de Banquetes, en Whitehall, rodeada por otros muchos edificios, no destacaba como esta imponente estructura.
La Queen’s House era perfecta. Situada junto a la muralla exterior de los jardines del palacio, y frente al parque, esta resplandeciente villa blanca, italianizante, de dos pisos de altura, con tres ventanas en el centro y dos a cada lado, tenía unas líneas tan armoniosas, tan clásicamente perfectas, que parecía el pequeño modelo de un cofre destinado a mostrar el arte de un orfebre.
—Ay de mí —murmuró de nuevo Julius—. Soy un tipo tan tosco.
En aquel preciso momento se volvió y vio, a menos de veinte metros de distancia, al Rey.
Carlos avanzó hacia los Ducket. Lucía una elegante casaca de seda amarilla y un sombrero de ala ancha que, cuando los hermanos se apresuraron a inclinarse ante él, el monarca se quitó cortésmente para devolverles el saludo. Iba acompañado por un grupo de caballeros y damas ataviadas con suntuosos y largos trajes de seda. El Rey caminaba airosamente, apoyándose en un bastón con puño de oro. Pero al aproximarse, Julius se percató de su pequeña estatura. Apenas le llegaba al hombro. Sin embargo, era el personaje de porte más aristocrático que Julius había visto jamás. Todo en el Rey resultaba armonioso y elegante como la pequeña joya de edificio que se alzaba a sus espaldas.
—Como es un día tan espléndido —dijo el Rey en tono afable—, conversemos aquí.
Tras conducir a los dos hombres hasta una pequeña loma cubierta de hierba, el monarca se detuvo a la sombra de un vetusto roble para escucharlos educadamente.
Al principio a Julius se le trabó un poco la lengua al tratar de explicar su idea con respecto al préstamo real. Pero poco a poco fue adquiriendo confianza, en gran medida gracias al monarca. Pues cuando Julius no conseguía expresar un concepto debido a su nerviosismo, Carlos decía suavemente:
—Disculpadme, maese Ducket, no he comprendido bien.
Julius observó que el Rey tartamudeaba también ligeramente, lo cual era reconfortante.
Lo que más impresionó a Julius fue algo que en esos momentos no logró identificar: ese hombre de pequeña estatura, exquisitamente educado, tímido, poseía una cualidad casi mágica: el encanto propio de los Estuardo. Y cuando terminó de exponerle su idea Julius pensó: este hombre no es como otros hombres; ha sido tocado, con mano regia, por Dios. Y aunque esté equivocado, es indudablemente mi rey ungido, al que seré siempre leal.
El rey Carlos, tras haberlos escuchado atentamente, pareció interesado. Convino en que era importante que él mantuviera buenas relaciones con la ciudad, y se mostró intrigado por esa novedosa manera de animar a los londinenses a prestarle dinero.
—Seguiremos hablándolo —prometió a Julius—. Estos nuevos métodos resultan a veces muy recomendables. No tememos la innovación. Aunque, por supuesto —añadió dirigiéndose a Henry con una sonrisa—, a la vez conviene tener presente lo que está dentro de nuestras prerrogativas.
Ambos hermanos coincidieron en que había sido una jornada muy satisfactoria.
Así pues, Julius se quedó un tanto asombrado ese otoño cuando, sin haber recibido respuesta a su propuesta, se enteró de que el Rey había solicitado ship money a Londres y a los puertos principales. Esta contribución de las ciudades marítimas a la financiación de la flota constituía una tasa antigua y absolutamente legal, pero muy impopular. No obstante, antes de Navidad el rey Carlos la impuso también a todas las poblaciones del interior.
—Lo cual es inaudito —reconoció Henry—. Pero el Rey afirma que está dentro de sus prerrogativas.
A comienzo de 1635, por medio de la corte de Star Chamber, Carlos acusó a Londres de haber gestionado mal su plantación en el Ulster.
—Lo ha confiscado todo —anunció Henry—, y ha impuesto a la ciudad una multa de setenta mil libras. Lo que —añadió sarcásticamente— no deja de ser un sistema de recaudar dinero.
Pero el pobre Julius se quedó intrigado. ¿Cómo era posible, después de haber escuchado atentamente su propuesta y tras convenir en la importancia de que Londres mostrara buena voluntad hacia la Corona, que este rey tan amable y educado hiciera semejante cosa? La mitad de los comerciantes de la ciudad juraron que jamás volverían a prestarle dinero. E incluso Julius tuvo que recordarse a sí mismo en más de una ocasión: «Sigue siendo mi rey ungido».
Qué afortunada era, pensó Martha, de contar con la respetable señora Wheeler para que cuidara de su marido mientras estaban separados. Dogget se la había presentado unos años antes, cuando ambos se habían encontrado con la señora Wheeler en Cheapside. «Esta señora viene de Virginia, Martha», le había explicado él. Martha averiguó que la señora Wheeler había alquilado una agradable vivienda en Blackfriars; y al cabo de unos días observó que Meredith se inclinaba educadamente al verla pasar, lo que, al margen de lo poco que le gustaba ese Meredith, indicaba que debía de ser una señora respetable.
La señora Wheeler poseía la virtud de saber escuchar. Y cuando hablaba, lo hacía con sensatez y sin rodeos. Martha sólo recordaba una anécdota que la hacía parecer una mujer frívola. Un día, después de que ella le hubiera explicado a la señora Wheeler los peligros del teatro, Martha se había encontrado a ella y a Dogget charlando y riendo juntos; pero cuando Martha preguntó a su marido el motivo de la hilaridad, tras unos instantes de vacilación Dogget le contó una historia que a ella no le pareció muy cómica. Por lo que Martha dedujo que la señora Wheeler no debía de tener un gran sentido del humor.
La señora Wheeler se había hecho amiga de toda la familia. Cuando el hijo menor de Dogget enfermó, ayudó a Martha a atender y velar al chico por las noches. Cuando la hija de Martha expresó el deseo de hacerse costurera, la señora Wheeler, demostrando una insólita habilidad, le enseñó casi todo lo que necesitaba saber. En cierta ocasión, cuando Martha le preguntó si había pensado en volver a casarse, la señora Wheeler se echó a reír y contestó:
—Puedo arreglármelas perfectamente sin un marido.
Y Martha la comprendió.
—Un marido es una obligación —dijo.
Pero una de las cosas que más complacía a Martha era hablar con la señora Wheeler sobre América. Podía escucharla durante horas. Las preguntas siempre eran las mismas; después de escuchar educadamente a la señora Wheeler mientras le relataba algunos detalles de Virginia, Martha solía preguntar: «¿Y Massachusetts? ¿Qué sabe de Massachusetts?».
La legendaria tierra prometida. Martha no había renunciado a su deseo de ir. Del Mayflower solía decir: «Quizá fue mejor que no fuéramos en él», pues la mitad de los peregrinos que habían emprendido aquella funesta travesía perecieron al cabo de un año; pero el sueño de una comunidad de gentes piadosas, la ciudad resplandeciente, nunca se había borrado de su mente. De hecho, desde hacía un tiempo no sólo obsesionaba a Martha: muchos ingleses veían en ese sueño no una mera esperanza sino una grata realidad. La razón podía resumirse en dos palabras: Laud y Winthrop.
No cabía la menor duda, según Martha, de que el arzobispo Laud era un hombre malvado. Tenía a Londres en un puño. Todas las parroquias fueron llamadas a capítulo. Muchos clérigos dimitieron de sus cargos.
«¿Qué ha sido de la Reforma?», solía preguntar Martha perpleja.
No sólo eso: Laud era excesivamente mundano. Cuando visitaba Londres se presentaba con una corte de caballeros y unos lacayos que le precedían a caballo gritando: «¡Despejad el camino! ¡Abrid paso al señor obispo!», como si se tratara de un cardenal medieval. Formaba parte del consejo del Rey; controlaba el Tesoro. «Laud y el Rey son prácticamente la misma persona», decían los hombres. Pero incluso esta pompa mundana no escandalizaba tanto a Martha como su sacrilegio.
«Santificad el domingo». Todo buen puritano lo hacía. Pero el Rey y su obispo permitían que se celebraran juegos y torneos; las damas podían lucir sus mejores galas; en una ocasión Martha había visto a unos jóvenes bailando alrededor de un mayo y se había quejado a las autoridades de la Iglesia. Pero nadie le había hecho caso.
No era de extrañar que, al presenciar tales desmanes, Martha y muchos otros puritanos como ella anhelaran encontrar el medio de escapar.
Winthrop se lo había procurado. La colonia de Massachusetts había continuado creciendo a un ritmo aún más rápido que la de Virginia; los puritanos que antes habían dudado en hacerse a la mar estaban empezando a adquirir confianza. Cada barco que regresaba de América confirmaba sus esperanzas: «La de Massachusetts es una colonia de gentes piadosas».
Martha ansiaba ir. Los primeros amigos que se habían marchado a América eran personas con las que ella había rezado desde su infancia. En 1634 muchos de sus amigos habían partido. «Pero un día te reunirás allí con nosotros, Martha», le habían asegurado. En 1636, Martha vio no un buque, sino una flotilla en Wapping dispuesta a zarpar hacia América. El goteo de emigrantes se había convertido en una riada. Cuando sir Henry comentó a Julius con ironía que Laud era un buen amigo de Massachusetts, no se equivocaba. Puede que Laud y el Rey pensaran que sólo se habían desembarazado de gentes conflictivas y agitadoras, pero lo cierto era que durante esos años y los siguientes los barcos de puritanos trasladaron a más del dos por ciento de la población inglesa a la costa oriental de América.
A veces Martha hablaba de esto con su familia, y Dogget farfullaba que eran demasiado viejos. Pero, como ella le recordaba, ninguno de los dos había cumplido los sesenta y personas más ancianas que ellos estaban haciendo el viaje. El hijo menor de Dogget, que aún no sabía qué quería hacer en la vida, se mostró de acuerdo en ir. En cuanto al hijo mayor, los informes que había oído sobre la pesca del bacalao eran tan asombrosos que el chico declaró: «Estoy dispuesto a ir con vosotros». Pero la persona que retenía a Martha, curiosamente, era Gideon, o para ser precisos, su esposa.
Martha siempre había tratado de querer a esa chica. A menudo rezaba al Señor pidiéndole que la ayudara. Pero no podía remediar sentirse un tanto desencantada con ella. La esposa de Gideon sólo le había dado hijas. Las niñas nacían, con monótona regularidad, cada dos años. Sus padres les ponían, lógicamente, nombres virtuosos que complacían a los puritanos, cada uno de ellos expresaba la creciente exasperación de la familia con respecto al sexo de las criaturas. Primero Charity (Caridad), luego Hope (Esperanza); luego Faith (Fe), Patience (Paciencia) y, por fin, al ver que no llegaba el ansiado varón, Perseverance (Perseverancia). Pero lo más difícil de soportar eran los reiterados achaques de esa mujer.
Los achaques de la esposa de Gideon eran muy curiosos. Se producían cada vez que Martha y Gideon planteaban el tema de América. La naturaleza de los mismos nunca quedó muy clara, pero tal como la señora Wheeler dijo un día a Martha: «Está excesivamente delicada para viajar».
Entonces, para sorpresa de todos, hacia fines de 1636 la esposa de Gideon dio a luz un varón. La alegría de la familia fue tan grande que se esforzaron por buscar un nombre que expresara su gratitud al Señor. Al final Martha dio con una solución sorprendente. Una mañana de invierno, un atónito Meredith sostuvo al niño frente a la pila bautismal y, tras dirigir una mirada inquisitiva a la familia, declaró:
—Yo te bautizo con el nombre de O Be Joyful.
En lugar de un nombre, los puritanos a veces utilizaban una frase de su amada Biblia. Era una clara expresión de la lealtad de los puritanos, ni siquiera Laud podía hacer algo en contra. Y así fue como el hijo de Gideon, O Be Joyful Carpenter (nombre que evocaba la frase bíblica de «alegraos y regocijaos»), entró en este mundo.
La esposa de Gideon pudo descansar al fin. Los primeros cuatro años de la vida del niño fueron, con mucho, los más peligrosos. Después de haber parido un niño tan ansiado, la mujer sabía perfectamente que, al menos durante unos años, ni siquiera Martha sugeriría que arriesgaran la vida de O Be Joyful en una travesía tan larga. A partir de entonces la salud de la esposa de Gideon mejoró notablemente.
La familia se sorprendió tanto como ella misma cuando, en el verano de 1637, Martha cometió un delito. El espectáculo que había presenciado había rebasado los límites de su paciencia. Fue un hecho que enfureció a todo Londres.
La mayoría de la gente opinaba que maese William Prynne, a pesar de ser un caballero y un intelectual, era un individuo pendenciero. Tres años antes había escrito un panfleto contra el teatro que el Rey había interpretado como un insulto contra su esposa, que solía participar en las funciones teatrales de la corte. Prynne fue condenado a que le rajaran la nariz y le amputaran las orejas en el cepo público. Martha se indignó, pero el hecho no provocó disturbios.
En 1637 Prynne tuvo problemas de nuevo, esa vez por escribir en contra de la profanación del domingo por los torneos deportivos y, lo que era aún más peligroso, por recomendar que los obispos fueran abolidos. «Lo condenarán de nuevo al cepo —declaró la corte del Rey—. Le arrancarán los muñones de las orejas y lo encerrarán en la cárcel de por vida».
«¿Acaso está prohibido expresarse libremente?», preguntaban los londinenses. Si el Rey y Laud lo tratan de esa manera, ¿qué nos harán a nosotros, que estamos de acuerdo con todo cuanto dice Prynne?
La fecha prevista para el castigo fue un soleado día estival, el 30 de junio. Transportado por el Cheapside en un carro, Prynne, un hombre alto, horriblemente desfigurado, pero cuyos rasgos permitían adivinar que había sido muy apuesto, mantuvo un talante orgulloso y con la cabeza erguida. «Cuanto más me golpean —había declarado en cierta ocasión—, más me crezco». Y así ocurrió ese día. Una inmensa multitud lo aclamó a lo largo de todo el camino, arrojando flores al carro. Y cuando cumplieron la bárbara sentencia, un rugido de protesta resonó por toda la ciudad, desde Shoreditch hasta Southwark. Martha regresó a casa temblando de ira.
Al domingo siguiente, cuando Meredith, durante su sermón, aludió a la maldad de las personas como Prynne que criticaban a los obispos de Dios, Martha sintió como si de pronto hubiera saltado un resorte en su interior. Tras ponerse de pie, dijo con voz reposada pero clara:
—Ésta no es la casa de Dios.
Estupefactos, los asistentes enmudecieron. Martha volvió a decir:
—Ésta no es la casa de Dios. —Luego, al notar que Dogget le tiraba del brazo, continuó sin perder la calma—: Debo decir lo que pienso. —Y lo hizo.
Durante muchos años se recordó el pequeño discurso que Martha pronunció en Saint Lawrence Silversleeves; aunque, hasta que el pertiguero la expulsó de la iglesia, no pudo haber pasado más de un minuto. En él Martha se refirió al papismo, al sacrilegio, al auténtico reino de Dios, utilizando palabras sencillas que cada protestante en la congregación podía identificar. Pero sobre todo se recordó una frase terrible:
—En este país existen dos grandes males —dijo Martha—: uno es un obispo, el otro es un rey.
«Con toda seguridad, a ella también le cortarán las orejas», opinó la gente.
Julius tuvo que emplear toda su fuerza de persuasión para salvarla. El obispo de Londres quería que la ahorcaran, pero Julius no podía olvidar los remordimientos que sentía por lo de Gideon; de modo que, el martes siguiente del incidente, Julius dijo suavemente a Martha:
—Creo que debes abandonar el país. ¿Has pensado adónde podrías ir?
—Iré a Massachusetts —respondió Martha plácidamente.
Y así fue como, en el verano de 1637, Martha, su hijita y los dos hijos de Dogget se dispusieron a zarpar de Londres. Gideon y su familia no podían marcharse todavía; y puesto que Gideon necesitaba que le ayudara en su pequeño negocio, acordaron que Dogget se quedara en Londres durante un año mientras decidían qué hacer.
El grupo que se congregó en el muelle de Wapping para embarcar era variopinto. Había numerosos artesanos, un abogado, un predicador y dos pescadores. También había un joven graduado de Cambridge, que poco antes había heredado dinero, en parte debido a la venta de una taberna en Southwark. Se llamaba John Harvard. Las últimas palabras que pronunció Martha, cuando el barco estaba a punto de zarpar, iban dirigidas a la señora Wheeler:
—Prometedme que cuidaréis de mi esposo.
Y la señora Wheeler prometió que lo haría.
Durante el otoño de 1637 arribaron numerosos barcos a las costas de Massachusetts. Uno de ellos era el buque que transportaba a Martha y a John Harvard. Muchos otros procedían también de Inglaterra, y algunos de diferentes lugares.
Muy pocos repararon en el viejo barco que procedía del Caribe con un cargamento de melaza. De hecho, al cabo de un par de temporadas, incluso el jefe del puerto y el funcionario que registró su arribada a Plymouth probablemente se habrían olvidado de su existencia si el capitán del buque no hubiera elegido la breve escala en el puerto para morir. Fue un acontecimiento memorable porque aunque el viejo marinero tenía el pelo blanco, su piel era negra. «Negra como tu sombrero», dijo el funcionario a su esposa.
Orlando Barnikel murió tranquilamente porque en el fondo de su corazón sabía que ya no tenía motivos para seguir viviendo.
Los años siguientes a sus aventuras como bucanero no habían aportado grandes satisfacciones a Barnikel el Negro. Poco a poco se había adaptado al sosegado papel de capitán de barco que prestaba sus servicios a quien lo contratara. Los hombres que lo conocían sabían que era una persona astuta cuyos barcos eran capaces de superar los temporales más violentos y que poseía el don de zafarse de cualquier peligro.
¿Dónde estaban sus hijos? Dos, que él supiera, habían muerto. Un tercero era un corsario de Berbería, un pirata mediterráneo, un tipo despreciable. ¿El cuarto? Quién sabe. Se habían separado de él, y a nada habían llegado en la vida; era inevitable para un hombre negro en un mundo de blancos.
No obstante, antes de morir, Orlando había decidido que quería saldar una deuda. Pidió un abogado y le dictó en privado un breve documento que luego entregó a su contramaestre, en quien confiaba, y le ordenó que se lo entregara a Jane, a quien describió minuciosamente.
—Dios sabe si está viva o cómo se llama en la actualidad —dijo Orlando—, pero yo la dejé en Virginia.
Luego, durante la hora que le quedó de vida, Orlando contempló en silencio por la ventana la abrupta costa rocosa y el frío e implacable mar.
1642
¿Quién iba a imaginar que las cosas llegarían tan lejos? En 1637, convencido de haber sojuzgado a los puritanos en Inglaterra, Carlos I y el arzobispo Laud dirigieron su atención hacia el norte y dieron orden de que se impusiera de inmediato a los hoscos presbiterianos de Escocia el Prayer Book y el oficio de la Iglesia anglicana. A las pocas semanas, toda Escocia estaba prácticamente en pie de guerra. Y al año siguiente se formó una gigantesca organización de escoceses dispuestos a morir para defender su causa protestante. Habían pronunciado un juramento; estaban armados; se hallaban dispuestos a marchar sobre Inglaterra. El nombre de su iniciativa tendría amplias resonancias en la historia de Escocia: la Alianza.
Según Carlos había llegado el momento de tomar medidas severas. Llamó a su servidor más implacable, el leal lugarteniente que desde hacía unos años venía gobernando a los desdichados irlandeses con mano de hierro. El conde de Strafford regresó para reunir un ejército, pero la mitad de las tropas estaba de parte de los miembros de la Alianza. Al cabo de más de un año de negociaciones estériles, Carlos convocó a regañadientes un Parlamento.
—Me atrevo a afirmar —dijo el monarca— que con los escoceses merodeando a nuestras puertas, los caballeros de Inglaterra serán capaces de formar un ejército presentable.
Pero éstos exigieron cuestionar el gobierno de Carlos. Enojado, el Rey disolvió a los pocos días el llamado Parlamento Corto.
—Debemos contratar un ejército —decidió el Rey. Y entonces comenzó su mayor problema.
El dinero. El monarca pidió a Londres un préstamo. Pero nadie accedió a concedérselo. Strafford advirtió a los comerciantes:
—En caso necesario obtendremos dinero recortando la moneda.
En cuanto a la negativa de la ciudad a prestar dinero al Rey, Strafford sugirió a Carlos:
—Doblad vuestra petición, sire, y ahorcad a unos cuantos concejales. Eso bastará para convencerlos.
—Si el Rey me hubiera hecho caso sobre el sistema de obtener un préstamo no estaría ahora en una situación tan comprometida —se lamentó Julius a su hermano.
Pero lo estaba. Al darse cuenta de su débil posición, los astutos escoceses ocuparon el norte de Inglaterra y se negaron a marcharse hasta que les pagaran una gigantesca indemnización. Así pues, Carlos tuvo que convocar de nuevo al Parlamento; y en el otoño de 1640, los parlamentarios estaban preparados para enfrentarse a él.
—Estos parlamentarios —declaró Henry furioso— son unos peligrosos radicales, unos traidores. Están confabulados con los escoceses.
Por supuesto que lo estaban. Pero no eran traidores, ni siquiera radicales. En su mayoría eran unos poderosos aristócratas provincianos a quienes repugnaba el sistema de gobierno de Carlos. Uno de ellos, un hombre entrado en años llamado Hampden, se propuso encabezar una cruzada contra el ship money. Otro, un caballero de East Anglia llamado Oliver Cromwell —pariente lejano del secretario Thomas Cromwell que había disuelto los monasterios un siglo antes—, al asistir al Parlamento por primera vez se escandalizó ante la inmoralidad de la corte. Pero el más importante, el líder del movimiento, era un maestro en el arte de la estrategia llamado Pym.
—El razonamiento de Pym es muy sencillo —informó un día un fornido caballero a Julius en la Royal Exchange—. Mientras los escoceses permanezcan atrincherados en el norte, y nos han prometido que lo harán, y nosotros nos neguemos a darle dinero, el rey Carlos está atrapado en un círculo vicioso. Nada puede hacer. —El caballero soltó una risita—. De modo que éste es el momento de presionarlo.
Y eso fue justamente lo que hicieron. El derecho del monarca a percibir las tasas arancelarias, abolido; el Parlamento debía convocarse cada tres años; el Parlamento de entonces permanecería reunido mientras sus miembros lo creyeran oportuno; el asentamiento del Ulster debía ser devuelto a los londinenses. El Parlamento no tardó en promulgar dichas leyes, lo que humilló a Carlos. En noviembre, Strafford fue enviado a la Torre; al cabo de un mes, el arzobispo Laud se reunió allí con él.
Con todo, mientras el Parlamento se ocupaba de tan sombrías tareas en la primavera de 1641, Julius no se sintió alarmado. Los parlamentos se habían enfrentado a los reyes durante siglos, siempre que se atrevieron; hicieron caer favoritos e incluso privaron a los monarcas de sus amantes. La situación era tensa, pero no desesperada. De hecho, la sensación de malestar que experimentaba Julius no se debía a las hazañas de los grandes hombres del Parlamento, sino que procedía de una fuente mucho más humilde, su pequeña parroquia de Saint Lawrence Silversleeves.
Ocurrió poco después de que el Parlamento hubiera comenzado. Julius recordaba perfectamente la fecha porque William Prynne acababa de ser puesto en libertad y una inmensa muchedumbre había conducido triunfalmente al héroe puritano desprovisto de orejas por las calles de la ciudad. Los gritos de la multitud aún resonaban en sus oídos cuando, para su sorpresa, Julius se enteró de que Gideon Carpenter deseaba verlo; y se quedó aún más perplejo cuando Gideon, mirándolo de hito en hito, le mostró un voluminoso pergamino y le preguntó:
—¿Quieres firmar?
—¿Firmar qué? —preguntó Julius.
—Se trata de una petición. Contamos con casi quince mil firmas. Para la abolición de los obispos y todas sus obras, las cuales deben ser extirpadas de raíz.
Gideon le mostró la ingente cantidad de firmas que habían logrado reunir.
Julius había oído hablar de esa petición. Promovida por Pennington, un enérgico puritano que formaba parte del concejo, y fomentada por los emisarios de los escoceses presbiterianos que habían llegado hacía poco a Londres, la habían firmado muchos que detestaban a Laud y a su Iglesia. Pero fueran cuales fuesen los problemas que tenía el Rey con el Parlamento, Julius no imaginaba que Carlos se dignara mirar siquiera ese documento.
—¿Por qué me lo traes a mí? —preguntó. La respuesta que recibió lo dejó aún más desconcertado.
—Cuando hiciste que me azotaran —contestó Gideon reposadamente—, no me diste una oportunidad. Pero yo sí te la doy a ti —añadió observándolo fijamente.
¿Una oportunidad? ¿A qué se refería aquel joven de aire tan solemne?
—Llévaselo a otro —respondió Julius bruscamente.
Pero luego se preguntó si había hecho bien. ¡Darle una oportunidad! Qué expresión tan rara. Al cabo de unos días oyó otra no menos extraña.
El Parlamento se dispuso a instituir el proceso de impeachment contra Strafford, pero los motivos legales no estaban claros.
—Lo acusaremos de delitos no especificados y el Rey deberá firmar su pena de muerte.
A lo que la ciudad de Londres añadió a modo de glosa: «No prestaremos ni un penique hasta que le hayan cortado la cabeza».
El rey Carlos se resistió. En medio de este tira y afloja, un día de abril en que se había congregado una nutrida multitud para expresar su parecer en Westminster, Julius se encontró con Gideon. Como no quería parecer descortés, Julius le comentó que, al margen de lo que uno pensara de Strafford, era difícil creer que acabarían por ejecutarlo. A buen seguro el Rey se opondría. Julius se quedó asombrado cuando Gideon, en lugar de rebatir su opinión, preguntó sonriendo:
—¿Qué rey?
—¿Qué rey? Sólo existe un rey, Gideon.
Pero Gideon negó con la cabeza.
—Ahora hay dos reyes —respondió—. El rey Carlos en su palacio, y el rey Pym en los Comunes.
Y creo, maese Ducket, que será el rey Pym quien se saldrá con la suya.
¿El rey Pym? El líder parlamentario. Julius nunca había oído esa expresión y le pareció de muy mal gusto.
—Deberías tener cuidado con lo que dices —advirtió a Gideon.
Pero al día siguiente, Julius vio un panfleto pegado sobre la cruz en Cheapside que en letras grandes anunciaba: «El rey Pym asegura.». Y al cabo de una semana oyó esa expresión más de diez veces. Al cabo de un mes, aplastado por el Parlamento y carente de fondos, el rey Carlos se vio obligado a ceder. Strafford fue ejecutado en Tower Hill.
Pero había otra y terrible palabra que le quedaba por conocer a Julius.
Durante el verano, la situación continuó sin novedad. El rey Pym seguía atrincherado en el Parlamento. El rey Carlos viajó al norte en un vano intento de llegar a un pacto con los escoceses, pero los presbiterianos no cedieron. Carlos seguía atrapado en un círculo vicioso. Entre tanto, los hermanos Ducket siguieron ocupándose de sus quehaceres. Julius y su pequeña familia se reunieron con Henry en Bocton para pasar el verano, llevaron con ellos a varias familias de niños pertenecientes a la parroquia —incluidos, para sorpresa de Henry, a la esposa y los hijos de Gideon— para que les ayudaran a recoger el lúpulo. Allí, rodeados de la paz de la campiña de Kent, sir Henry y el pequeño O Be Joyful entablaron una grata amistad mientras el niño retozaba bajo los cálidos rayos del sol.
Pero cuando regresaron a Londres comprobaron que la situación había empeorado. Llegaron noticias de disturbios en Irlanda, habían muerto numerosas personas y habían quemado propiedades. El rey Pym y el rey Carlos acordaron que era preciso enviar tropas para sofocar la rebelión en la díscola provincia. Pero ahí acabaron los acuerdos.
—Yo controlaré las tropas —declaró Carlos. Era lo que siempre habían hecho los reyes.
—Bajo ningún concepto —replicaron los parlamentarios— estamos dispuestos a financiar unas tropas que el Rey utilizará en nuestra contra.
—No basta con limitar el poder del Rey —declaró el Parlamento—, pues siempre podría contraatacar. Debemos controlarlo.
El rey Pym debía ser más grande y poderoso que el rey Carlos. Cada semana los parlamentarios proponían adoptar unas medidas nuevas y más radicales.
—El ejército debe responder únicamente ante el Parlamento —declararon—. Debemos estar facultados para vetar a los ministros del Rey.
Y, como era previsible, los parlamentarios puritanos propusieron:
—No queremos más obispos.
En noviembre Gideon empezó a recoger firmas para otra petición.
—Esta vez conseguiremos veinte mil —dijo.
Todos los días se congregaba una gigantesca multitud en Westminster, y Pym y sus amigos nada hacían para dispersarla.
—Hoy he conversado con algunos de los parlamentarios más sensatos —dijo Henry a Julius una tarde—. Se están empezando a impacientar. Desean controlar al Rey, pero temen que Pym los conduzca a un gobierno del pueblo. Prefieren llegar a un acuerdo con el Rey que deslizarse por esa peligrosa pendiente.
Hacia fines de mes, cuando Pym y sus seguidores presentaron al Parlamento sus Reivindicaciones Públicas, las cuales incorporaban todas sus demandas radicales, consiguieron con mucha dificultad que se aprobaran, ya que una gran minoría votó en contra.
—Pym ha ido demasiado lejos —afirmó Henry—. No conseguirá otra mayoría a menos que aprenda un poco de moderación.
Muchos de los concejales de la ciudad y las familias ricas de Londres empezaron a expresar también ciertas dudas, y dijeron que los distritos habían elegido un nuevo concejo formado por agitadores y radicales.
Para confirmar sus temores, pocos días antes de Navidad, una multitud de aprendices se manifestó delante de Westminster y las tropas tuvieron que dispersarla. Entonces, por primera vez, Julius oyó una palabra que llegaría a inspirarle pavor.
—¿Sabes cómo llamaban las tropas a los aprendices mientras los perseguían por Whitehall? —le preguntó Henry—. Como vieron que la mayoría de esos jóvenes llevaba el pelo muy corto, los llamaron «cabezas redondas». —Henry emitió una carcajada—. Cabezas redondas. Eso es lo que son.
A los pocos días, quinientos jóvenes caballeros de los Inns of Court ofrecieron sus servicios al rey Carlos para mantener el orden. Incluso el nuevo concejo accedió a utilizar a los guardias armados de la ciudad para imponer la paz y el orden.
Pero un día, justo cuando muchas personas influyentes empezaban a tener sus dudas sobre la oposición al monarca, Julius, que estaba sentado en la espaciosa casa detrás de Saint Mary-le-Bow revisando las cuentas, se quedó atónito cuando la recia puerta de roble del salón se abrió bruscamente y su hermano exclamó:
—El Rey se ha vuelto loco.
La conducta de Carlos I de Inglaterra durante la primera semana de enero de 1642 no indicó que estuviera loco, sino simplemente que no tenía la más remota idea de política inglesa.
El 3 de enero envió a un oficial del orden a arrestar a cinco miembros de los comunes. Los comunes se negaron a dejarlo entrar. Al día siguiente, rompiendo todo protocolo, el Rey se presentó personalmente para comprobar que cinco parlamentarios, entre los que se contaba el rey Pym y Pennington el Puritano de Londres, se habían esfumado. El speaker se negó a revelarle dónde estaban.
—Vuestra Majestad, no tengo ojos para ver ni lengua para decir otra cosa que lo que me ordene esta Cámara.
Al constatar que sus presas habían huido, el Rey comentó:
—Veo que los pájaros han levantado el vuelo.
Los reyes no se dedicaban a arrestar a miembros del Parlamento por expresar su opinión en la Cámara. Iba contra los principios más elementales; violaba el privilegio del Parlamento. A partir de ese día, cuando el representante del Rey acudía a convocar a los Comunes para que asistieran a la apertura anual del Parlamento, le cerraban simbólicamente la puerta en la cara.
Cuando Carlos se presentó al día siguiente en el Guildhall, ni siquiera el alcalde y los concejales, que se oponían a los radicales, pudieron ayudarlo.
—Privilegio del Parlamento —le recordaron.
—Privilegio del Parlamento —exclamó la gente cuando el monarca regresaba por las calles.
Al cabo de cinco días, el rey Carlos y su reina se trasladaron a Hampton Court, un lugar más seguro.
El rey Pym se quedó en Londres.
Julius aguardó pacientemente durante toda aquella primavera. Existía la posibilidad, aunque remota, de que las cosas se enmendaran. El Parlamento mantenía al menos la apariencia de lealtad al Rey. Convocaron a las tropas, pero en nombre del monarca, con la afirmación de que su presencia era necesaria en Irlanda. En cualquier caso era evidente que el Parlamento sabía mejor que Carlos cómo conseguir el apoyo de la ciudad. Los londinenses accedieron a conceder un gigantesco préstamo, que antes habían negado, a cambio de otras cuatrocientas mil hectáreas de Irlanda.
En abril se formó una nueva milicia: nada menos que seis regimientos. «Para defender al Rey», naturalmente. Un día, Julius vio a Gideon empuñando una alabarda con aire solemne y encabezando una pequeña tropa de aprendices que desfilaba por Cheapside. Con todo, Julius seguía convencido de que el sentido común prevalecería.
Cuando Henry, que había partido con el Rey, al fin regresó, Julius le preguntó ansiosamente:
—¿Está dispuesto el Rey a aceptar un compromiso?
Pero Henry negó con la cabeza.
—No puede hacerlo. Al margen de los errores que haya podido cometer, Pym ha ido demasiado lejos. Sabes perfectamente, Julius, que debemos mantener el orden. Es preciso dar una lección al Parlamento.
—¿Reuniría a las tropas?
—La Reina ha partido hacia Francia con las joyas reales. Va a empeñarlas para conseguir fondos.
Henry se marchó al cabo de tres días y cuando regresó, dos meses más tarde, informó a Julius:
—El Rey está en York. Ha pedido a todos los miembros leales del Parlamento que se reúnan con él. Algunos han aceptado ir. —Pero Henry tuvo que confesar—: Los puertos marítimos del este y el sur están cerrados. Al parecer, la marina también se muestra desleal al Rey.
—El Parlamento ha pedido aportaciones voluntarias —comunicó Julius a su hermano—. Han conseguido tanta plata que no saben qué hacer con ella.
Hacia fines del verano, Julius creyó detectar un pequeño signo de esperanza. Algunos de los partidarios del Rey habían impreso unos panfletos redactados en unos términos razonables que parecían abrir la puerta a un compromiso.
—Tal vez —dijo Julius a su familia— logren alcanzar un acuerdo.
Pero en agosto el alcalde fue destituido y Pennington el Puritano pasó a ocupar su lugar. Al encontrarse un día con Gideon en Watling Street, el sólido artesano informó a Julius con tono jovial:
—Ahora todos somos cabezas redondas.
Al cabo de una semana se enteraron de que el Rey había izado su estandarte en Nottingham. Era el método tradicional y caballeroso de declarar la guerra. En septiembre Henry regresó a Londres. Llegó al anochecer. Julius observó que sobre la casaca llevaba un peto. Tras efectuar una breve visita a su casa en Covent Garden, Henry pasó la noche en la casa detrás de Saint Mary-le-Bow y conversó con Julius durante horas.
—El norte y buena parte del oeste son leales —informó a su hermano—. Varios grandes lores han prometido tropas. El rey Carlos ha pedido a su sobrino Rupert, que está en Alemania, que acuda de inmediato. Julius sabía que el príncipe Rupert era un experto líder de la caballería.
—La batalla será breve —predijo Henry—. Las tropas del Parlamento no están bien adiestradas. No durarán cinco minutos enfrentadas a las de Rupert —añadió sonriendo—. Luego restituiremos el orden.
Poco después del amanecer, Henry partió sigilosamente. Cosidas a la ropa y su equipaje llevaba nada menos que tres mil libras en monedas de oro y plata. Cuando Julius se mostró un tanto reacio respecto a esa cantidad, Henry lo miró con ese espléndido talante orgulloso que sacaba a veces a relucir y respondió:
—Somos caballeros, hermano, y leales al Rey. ¿No es eso lo que nuestro padre habría querido que hiciéramos?
Al día siguiente, anticipándose a los sombríos días que se avecinaban, el alcalde y el concejo ordenaron cerrar todos los teatros londinenses. A los pocos días, unas bandas adiestradas partieron de la ciudad.
Se reforzaron las defensas en la puerta. A primeros de octubre, todos aguardaron ansiosamente noticias de una batalla, pero no llegaron. Julius se dio cuenta de que no había visto a Gideon Carpenter desde hacía tiempo.
El último domingo de octubre ocurrió algo extraordinario en Saint Lawrence Silversleeves.
Esa semana se había producido una batalla en el oeste, pero no había sido decisiva. Las bandas adiestradas comenzaron a regresar a Londres para reagruparse, pero el rey Carlos y el príncipe Rupert se movían por el país con gran cautela. Las noticias que llegaban a la ciudad eran escasas.
Esa mañana Julius y su familia entraron en la iglesia en el último momento porque uno de los niños se había puesto enfermo. Julius los condujo hasta el banco que ocupaba la familia sin molestarse en mirar alrededor. Sin embargo, observó que la pequeña iglesia aparecía más llena que de costumbre. Al cabo de unos minutos, en el silencio que se produjo antes de que comenzara el oficio, notó algo raro.
El altar no se hallaba en su lugar habitual. Había sido trasladado al fondo de la nave.
En ese momento apareció Meredith. En lugar de lucir su fastuosa capa pluvial llevaba un abrigo negro y una sencilla camisa blanca. Se dirigió hacia la parte delantera de la iglesia pero, en lugar de ocupar su lugar acostumbrado, en el presbiterio, se subió al púlpito, como si se dispusiera a pronunciar su sermón. Julius contempló a Edmund Meredith comenzar el oficio.
Pero Julius frunció el entrecejo. No era el oficio habitual. Las palabras que pronunciaba Meredith eran muy distintas. ¿Qué le había ocurrido? Meredith se sabía el Prayer Book de memoria. ¿Había sufrido alguna aberración mental? ¿Qué diantres estaba diciendo? De golpe Julius se percató. Las palabras de Meredith pertenecían al Directorio: el oficio de los presbiterianos. ¡Un oficio calvinista, en su parroquia! Julius miró a su esposa, que parecía tan escandalizada y asombrada como él. Julius no alcanzaba a comprender qué se proponía Meredith, pero sabía cuál era su deber. Se levantó y dijo:
—Deteneos de inmediato. —Su voz sonó clara y, según comprobó el propio Julius con satisfacción, con autoridad—. Señor Meredith, creo que os habéis equivocado de oficio.
Pero Meredith esbozó una sonrisa meliflua.
—El Prayer Book, señor Meredith —empezó a decir Julius—. Como jefe de la junta parroquial.
Pero en ese momento se abrió la puerta de la iglesia. Gideon Carpenter, con el uniforme de oficial y una espada colgada del cinto, entró tranquilamente seguido por seis hombres armados. Julius lo miró pasmado y abrió la boca para protestar, pero Gideon se le adelantó:
—Ya no formáis parte de la junta parroquial, sir Julius.
—¿Que ya no? —¿Qué diablos significaba eso? ¿Y por qué lo había llamado Gideon de esa manera?—. ¿Sir Julius?
—¿No lo sabíais? Lo lamento. Vuestro hermano ha muerto. Ahora sois sir Julius Ducket.
—¿Muerto? —Julius miró a Gideon estupefacto, tratando de asimilar la noticia, incapaz durante unos momentos de articular palabra.
—Hay otra cosa, sir Julius —dijo Gideon con tono moderado, sin malicia—. Quedáis arrestado.
1649
29 de enero. De noche. Había oscurecido a las cinco de la tarde. A partir de entonces, una noche larga, tachonada de estrellas, durante cuyas horas frías y silenciosas muchos permanecerían en vela. Bajo la luz grisácea y mortecina de la mañana, en Whitehall, harían algo que jamás se había hecho en Inglaterra.
Edmund Meredith estaba solo. Su esposa y sus hijos se hallaban arriba, pero aún no se habían acostado. En la mesita junto a él había un sombrero negro de corona pequeña y ala ancha y circular. Meredith tenía puesta su ropa de diario: justillo negro sin mangas, abrochado desde la nuez hasta más abajo de la cintura; camisa a rayas negras y blancas con grandes puños y cuello de lino blanco; calzones negros, medias de lana y zapatos sencillos. Llevaba el cabello plateado cortado de modo que le rozaba la mandíbula. Este desgarbado y poco atractivo atuendo era la última moda entre los puritanos y Meredith se había apresurado a adoptarlo hacía tres años.
Estaba sentado en una silla con el respaldo tapizado, sus largos dedos unidos frente a su aristocrático rostro, los ojos entornados, como si rezara. Pero Edmund no rezaba; estaba pensando. Sobre la supervivencia.
Era un maestro en materia de supervivencia. Aunque ya estaba cerca de los ochenta, parecía veinte años más joven. De sus cinco hijos vivos, el menor tenía sólo seis años, y todo indicaba que Edmund se proponía vivir lo suficiente para verlo convertirse en un hombre. En cuanto al arte de la supervivencia política.
«Todo depende del don de la oportunidad», le había explicado un día a Jane. Y al volver la vista atrás y analizar sobre los últimos y conflictivos siete años, Edmund podía afirmar sin temor a equivocarse que él mismo poseía el don de la oportunidad.
Le gustaba conversar con Jane. Ambos se conocían desde hacía demasiado tiempo para hacerse ilusiones respecto al otro o tener secretos. Le complacía la manera en que ella se mofaba tiernamente de él; Jane era la única persona con la que Edmund se atrevía a ser completamente franco.
El paso más importante había sido el primero, en 1642, cuando Edmund se había sentido escandalizado por el hecho de que Julius se pasara al bando presbiteriano. Por aquel entonces el rey Carlos había marchado sobre Londres, y muchos confiaban en una rápida victoria.
—¿Cómo supiste hacia qué lado debías decantarte? —le había preguntado Jane.
—Me fijé en la milicia de la ciudad —había contestado él—. No creí que Carlos durara hasta fin de año.
—Pero ¿y a la larga? —había insistido Jane—. Cabía la posibilidad de que Carlos hubiera derrotado al Parlamento. En ese caso habrías estado en una situación comprometida.
—Es cierto —había contestado él—. Pero a la larga estaba aún más convencido de que el Parlamento vencería.
—¿Por qué?
—Las provisiones —había dicho él simplemente—. Los cabezas redondas se habían hecho con la marina y casi todos los puertos. A Carlos le resultaba casi imposible conseguir refuerzos. Por otra parte, los puertos procuraban al Parlamento derechos arancelarios. Ante todo, los cabezas redondas se habían apoderado de Londres. —Edmund había extendido las manos—. Las guerras prolongadas cuestan mucho dinero. El dinero está en Londres —había dicho con una sonrisa—. Aposté dos contra uno a favor de los cabezas redondas y me hice presbiteriano.
Los acontecimientos no habían tardado en darle la razón. A los pocos meses el Parlamento, tras renunciar a toda pretensión de autoridad real, había abolido a los obispos y habían llegado a un acuerdo con los escoceses; mediante una Solemne Liga y Alianza acordaron que, a cambio de un ejército escocés para derrotar a Carlos, los ingleses se harían presbiterianos. Expulsaron a gran número de clérigos de la Iglesia anglicana. Las parroquias de Londres estaban sumidas en el caos. Pero Meredith había sobrevivido. «Justo a tiempo», había comentado. Ese mismo año había ayudado a retirar la vieja cruz que había en Cheapside. «Esas cosas fomentan la superstición y la idolatría», había explicado a sus feligreses.
Mientras los hoscos escoceses y el Parlamento inglés esbozaban los pormenores de una Iglesia anglicana calvinista, y en Londres se convocaba el primer consejo de ancianos, hasta los escoceses más recalcitrantes declararon: «Ese Meredith pronuncia unos magníficos sermones llenos de sensatez».
Pero había ocurrido hacía mucho, cuando la guerra entre Carlos y el Parlamento estaba en su apogeo. Desde entonces las cosas habían cambiado, algunas a peor, según Meredith. Y nadie era capaz de predecir qué ocurriría dos días después. Meredith estaba seguro de que hallaría el medio de sobrevivir. Sin embargo, no era su bienestar personal lo que inquietaba a Meredith mientras reflexionaba sobre la cuestión en su cuarto de estar.
Pensaba en Jane. Aunque Dios sabía que había tratado de prevenirla.
La vela aún ardía en su habitación y Jane miró bajo su oscilante luz a la figura dormida junto a ella. Se alegró de que durmiera plácidamente.
Pero ¿estaría Meredith en lo cierto? ¿Corrían algún peligro? Dogget no lo creía; pero él siempre veía la vida con optimismo, pensó Jane con ternura. Por otro lado, puede que Meredith fuera un cínico y un tramposo, pero sus juicios siempre eran acertados. ¿Acaso eran unos amantes desafortunados como Romeo y Julieta, Antonio y Cleopatra? ¿Un tema para una obra teatral? La idea la divirtió. Dogget y Jane: una extraña pareja para una tragedia pues, cuando se habían hecho amantes, ella tenía sesenta años. No obstante, Jane estaba convencida de que había sucedido debido a la guerra.
Curiosamente, durante toda la guerra civil, lo que Jane y muchos londinenses recordaban con más nitidez era el silencio. Esa primera primavera toda el área quedó sellada tras un terraplén. Fue una operación de gran importancia. Durante muchas semanas los londinenses se dedicaron a cavar con ahínco. Todos los hombres sanos, incluso ancianos como Dogget, fueron reclutados y les entregaron una pala. Incluso trabajaban los domingos. Una tarde, mientras Jane les servía unos refrescos, le dijeron: «Hoy trabajan aquí cien mil hombres». El resultado, completado en verano, fue un gigantesco muro de tierra y un foso, de veinte kilómetros de circunferencia, que rodeaba la ciudad y todos los suburbios a ambos lados del río, pasado Westminster y Lambeth por el oeste y Wapping por el este. No sólo los suburbios, sino grandes extensiones de terreno, jardines y campos, incluso el embalse del nuevo sistema de abastecimiento de agua concebido por Myddelton, se encontraban dentro del gigantesco recinto. Los terraplenes disponían de entradas, fuertes y cañones suministrados por la Compañía de las Indias Orientales. Eran inexpugnables. Y allí, como un torniquete que estrangulaba la arteria principal de la nación, la oposición parlamentaria instaló su cuartel general durante toda la guerra.
Si Meredith había previsto el resultado de la guerra civil, todavía iba a transcurrir mucho tiempo antes de que los acontecimientos confirmaran sus previsiones. El conflicto fue lento y fluctuante: una escaramuza aquí, el asedio ante una población o una mansión fortificada allá, unas batallas acullá. No obstante, cuando salieron de la base real en Oxford, el rey Carlos y el príncipe Rupert habían demostrado su enorme poderío. En el norte, las tropas del Rey conquistaron el gran puerto de Newcastle, que suministraba la mayor parte del carbón a Londres. Lo mismo sucedió en buena parte del oeste. Aun después de que los escoceses presbiterianos acudieran para contribuir a asestarles un duro golpe en Marston Moor, los londinenses recibieron el siguiente mensaje: «Los realistas continúan en el campo de batalla». En parte, la culpa se debió a las tropas de los cabezas redondas. Los grupos adiestrados de Londres eran los mejores, pero cambiaban de bando o se marchaban a casa cuando tardaban en recibir su paga.
La guerra provocó algunas hostilidades en otras zonas del país, pero para Jane la vida dentro del gigantesco terraplén que circundaba Londres sólo produjo, un mes tras otro, un profundo silencio.
Ciertamente, una vez a la semana, antes de que Gideon partiera, Jane solía ver a él y a sus hombres marchando ufanos hacia Finsbury Field o el Campo de Artillería fuera de Moorgate, donde se reunían los grupos adiestrados de la ciudad. Asimismo, el estrépito de los mosquetes y los cañonazos podía durar toda la tarde. A veces partían grandes contingentes de tropas de cabezas redondas, y regresaban de nuevo, cubiertos de polvo y de vendajes, al cabo de unas semanas. Pero por lo general la ciudad permanecía sumida en el silencio. La mitad de los puestos en el mercado de Cheapside había desaparecido. La Royal Exchange estaba con frecuencia desierta. Debido a que las tropas realistas habían cortado el suministro de paño al oeste y a la escasa demanda de artículos de lujo importados, los comerciantes apenas hacían negocio. Algunos, los que se sospechaba que eran realistas, se arruinaron. Sir Julius Ducket, se decía, era uno de ellos. En cuanto a la gente corriente y vulgar como ella, aunque disponía de comida suficiente, durante unos meses padeció un frío atroz debido a que las tropas realistas habían cortado el suministro de carbón procedente de Newcastle; y las demandas, cada mes, de impuestos para pagar a las tropas, habían mermado su presupuesto. Con todo, curiosamente, lo pasó bastante bien aquellos días. El temido ataque no llegó a producirse y al cabo de un tiempo Jane se convenció de que nunca se produciría. La vida podía ser dura, pero al menos era distinta. Además, estaba Dogget.
¿Por qué no había ido a Massachusetts? Siempre aducía un pretexto u otro. Los primeros años era debido al negocio; luego dos hijos de Gideon cayeron enfermos. «¿No crees que deberías ir a reunirte con tu esposa?», le preguntaba a veces Jane. Pero no fue. Luego, cuando estalló la guerra civil y Gideon partió para el frente, Dogget tuvo que quedarse para dirigir el negocio y cuidar de la familia de Gideon.
Ocurrió una tarde de septiembre, pocos meses después de que hubieran terminado de construir los terraplenes. Dogget y Jane habían salido de la vieja ciudad para dar un paseo por Moorfields. Brillaba el sol. Todo estaba en silencio. A poco más de un kilómetro de distancia, Jane vio a los centinelas sobre los terraplenes en Shoreditch, como unas motas que se recortaban sobre el cielo azul; y se le ocurrió que, en el interior del inmenso recinto —Jane no habría sabido definir por qué, pero era así— tenía la sensación de habitar en un lugar irreal, intemporal, que se había separado del resto del mundo, cuando Dogget, adivinando sus pensamientos, se volvió hacia ella y dijo:
—Uno se siente joven allí.
Jane pensó que sí, se sentía joven, y sonrió.
—De todos modos, no has cambiado mucho —comentó.
Dogget tenía el pelo canoso y el rostro surcado de arrugas, pero por lo demás era el mismo John Dogget que en una ocasión le había mostrado la barcaza del rey Enrique.
Dogget asintió con la cabeza. La estaba mirando.
—¿Qué pasa?
Él no respondió, pero siguió observándola mientras sonreía.
—Oh.
Jane bajó la vista y se quedó pensativa mientras se dirigían hacia los terraplenes. Al cabo de un rato, ella le cogió la mano y se la apretó suavemente. Ninguno de los dos habló. Simplemente regresaron juntos a la casa, bajo la inmensa luz de la tarde. Y allí, en aquel lugar extraño y silencioso creado por los terraplenes de la guerra, se había iniciado su relación amorosa: dos amantes de más de sesenta años, unidos por el pasado y por una larga estima recíproca, que habían hallado consuelo, compañía e incluso la emoción de la aventura, un tanto sorprendidos de que esas cosas fueran aún posibles.
Habían sido muy discretos. Sólo Meredith, el astuto Meredith, lo había adivinado, y Jane sabía que podía fiarse de él. Aunque en realidad no le importaba mucho que los demás se enteraran. Si ambos eran felices juntos, ¿a quién le importaba?
Pero eso había sucedido hacía cinco años, antes de que el fatídico cambio que se había producido en la situación condujera a Inglaterra hasta el umbral de la peligrosa crisis del momento.
Y entonces, cuando Jane miró con ternura al hombre que dormía junto a ella, evocó las palabras de advertencia que Meredith le había dicho pocos días antes.
—Temo que pronto correrás peligro. Quizás un gran peligro. —Meredith la había mirado muy serio—. ¿Quién puede predecirlo con exactitud?
—Tú —había respondido Jane—. No estoy segura. Es posible que la gente sospeche. Pero ¿por qué es tan importante?
Meredith había meneado la cabeza en un gesto de impaciencia.
—No lo comprendes. —Luego se había quedado pensativo—. Dime una cosa, es muy importante. ¿Lo sabe Gideon?
Gideon cogió su pluma. Ante él estaba la carta dirigida a Martha, pero Gideon dudó por enésima vez. Miró a su familia, sentada al otro lado de la habitación. Su querida esposa, indispuesta cuando se le pedía que viajara, pero por lo demás sana, cosiendo plácidamente; junto a ella, Patience, que estaba a punto de casarse; Perseverance, que aún no había encontrado novio. Y la luz de su vida, O Be Joyful, un joven bajo y fornido, leyendo la Biblia. El chico había demostrado poseer tanto talento que, en lugar de meterlo en el negocio familiar, Gideon lo había colocado de aprendiz en el taller del mejor tallista en madera que existía. Pero aún más que este talento, Gideon agradecía a Dios por haber concedido a su hijo un carácter tan dulce y religioso. Qué complacida y orgullosa se habría sentido Martha si hubiera podido verlo en ese momento. Pero este pensamiento, en lugar de alegrar a Gideon, sólo sirvió para hacerle recordar la carta. Y la angustiosa pregunta. ¿Debía revelar a Martha lo de Dogget y Jane?
A veces Gideon trataba de convencerse de que no lo sabía, de que sólo los había visto besarse cuando creían estar solos, o cuando había visto a Dogget entrar en casa de Jane. Gideon suponía que muy pocas personas lo sabían. Para sus hijos, Jane era la tía Jane. Y cuando en una ocasión un vecino había comentado inocentemente: «Dogget y la señora Wheeler son primos, ¿no es cierto?», Gideon había sonreído y asentido con la cabeza. Confiaba en que Dios lo perdonara por esa mentira. Era precisamente él, Gideon Carpenter, quien tenía el deber de imponer el ejemplo moral en la parroquia de Saint Lawrence Silversleeves.
Pues ése era en ese momento su papel, desde que habían expulsado a sir Julius Ducket y a sus amigos. En tres ocasiones, la congregación lo había elegido miembro de la junta parroquial. Y el nivel moral de los parroquianos, según podía afirmar Gideon con satisfacción, era admirablemente elevado. Más de la mitad de los hombres llevaba los justillos y sombreros de los puritanos; las mujeres usaban vestidos largos grises o marrones, con bonetes pudorosamente anudados debajo del mentón.
¿Por qué, entonces, había Gideon permitido que la mujer a quien él veneraba continuara con su pecaminosa relación? En parte, por temor a una disputa familiar y al posible escándalo. Pero, aún más importante, para que Dogget fuera feliz. Si el anciano no hubiera trabajado en el negocio, Gideon no se habría sentido libre —y eso era algo que Martha sin duda comprendería— para servir una causa más noble, cuya obra concluiría esa misma mañana. La obra de Cromwell y sus «santos».
Oliver Cromwell había ganado la guerra civil. Después de aquellos primeros años, que nada habían resuelto, fue ese enérgico miembro del Parlamento, un hombre procedente de East Anglia, quien formó una tropa perfectamente adiestrada de soldados de caballería, los Ironsides, y pidió al Parlamento: «Dejad que reorganice todo el ejército».
Qué tiempos tan emocionantes fueron aquéllos. Tras dejar a Dogget y a su familia en Londres, Gideon había partido para unirse a las fuerzas de Cromwell. El Nuevo Ejército Modélico, lo llamaban. Este ejército permanente, instruido y disciplinado, curtido en la guerra y comandado por Cromwell y su colega el general Fairfax, modificó el curso de la guerra. Al cabo de un año infligió una aplastante derrota a Carlos y a Rupert en Naseby, y se apoderó de una fortaleza real tras otra. Oxford no tardó en caer. Carlos se rindió a los escoceses, éstos lo vendieron a los ingleses, que lo mantuvieron bajo arresto domiciliario.
Pero lo que importaba a Gideon era que esos nuevos y modélicos cabezas redondas no eran tan sólo soldados. Eran santos.
Pues «santos» se llamaban ellos mismos. Algunos, por supuesto, eran sólo mercenarios; pero en su mayoría eran hombres como él, hombres que perseguían la justicia, soldados de Cristo, hombres que luchaban para que por fin, incluso en Inglaterra, pudieran construir esa ciudad resplandeciente en una colina. Dios estaba de su parte, no les cabía duda. ¿Acaso no les había concedido la victoria? Eso les daba autoridad; y eso era justamente lo que necesitaban. Pues si no confiaban en ellos mismos, ¿en quién iban a hacerlo?
Ciertamente no en el Parlamento. En muchas ocasiones los soldados no habían recibido siquiera su paga. Los «santos» sabían muy bien que esos parlamentarios sólo pretendían llegar a un acuerdo con el Rey en los mínimos términos posibles. Ni tampoco en los londinenses. «Londres es tan grande —reconocía Gideon con tristeza— que es como una serpiente de siete cabezas». La mayor parte de la población apoyaba la causa de los cabezas redondas, pero nunca se sabía cuántos realistas secretos podían existir. Ante todo, lo único que interesaba a los londinenses eran ellos mismos y el dinero. Una vez que hubiera desaparecido la amenaza que representaba el ejército realista, se apresurarían a dispersar a los «santos» y a llegar a un acuerdo con Carlos.
Y ciertamente, mucho más ciertamente, no en el Rey. Prevaricando constantemente, tratando de enfrentar a sus enemigos entre sí, prometiendo lo que fuera con tal de que lo dejaran seguir gobernando como antes, cuando el rey Carlos se las había arreglado para fomentar otro alzamiento, los «santos» se hartaron. A pesar de las protestas de los londinenses, Fairfax había acuartelado a su ejército en la ciudad. Las tropas se habían apoderado de las arcas de varias compañías de librea. Y hacía pocas semanas, para satisfacción de Gideon, el coronel Pride y un nutrido contingente habían ido a Westminster y arrojado a todos los parlamentarios que carecían del suficiente valor para apoyar la gran causa, que consistía, sencillamente, en reconstruir Inglaterra.
Durante los dos últimos años Gideon se había percatado de otra cosa. «No existe poder que pueda oponerse a nosotros». El ejército de Cromwell era el único poder que quedaba en el país. Disciplinado y unido, era más que capaz de imponer su voluntad. Un rey cautivo, un Parlamento fláccido: fueron los «santos» quienes tuvieron la oportunidad, y en quienes recayó la responsabilidad, de reconstruir el viejo país, basándose en un modelo nuevo.
Pero ¿en qué consistía ese nuevo modelo? Gideon no lo sabía con certeza.
Al comienzo de la guerra civil, Gideon había comprendido con meridiana claridad, al igual que la mayoría de los cabezas redondas, que el Parlamento tenía que refrenar al Rey y que los obispos y sus obras debían desaparecer. Gideon suponía que era deseable la implantación de una Iglesia presbiteriana, si bien no tan severa y rígida como la versión escocesa. Pero a medida que la guerra continuó, y animado por la afinidad que sentía con el ejército de Cromwell, Gideon, junto con los «santos», empezó a vislumbrar un panorama más optimista y mejor. Un mundo nuevo, aquí, en el viejo. Cuántas veces había releído Gideon las cartas que había recibido de Martha; cómo lo inspiraban con sus relatos sobre Massachusetts, donde, libres de los imperativos de los obispos, los elegidos de cada congregación designaban no sólo a sus pastores sino a los gobernadores y a los magistrados; donde se imponían impuestos con el consentimiento de toda la comunidad y donde los hombres vivían conforme a los preceptos estrictos de la Biblia. Sin duda, pensaba Gideon, el estado de Massachusetts debía de parecerse al reino de Dios, a la ciudad resplandeciente construida en una colina.
Algunos de los «santos», conocidos popularmente como «Levellers», pretendían ir más lejos y conceder a todos los hombres el voto e incluso abolir la propiedad privada. Cromwell estaba en contra, y, según se desprendía de sus cartas, Martha también.
Tuviera razón o estuviera equivocada en esas u otras cuestiones, Martha había representado para Gideon durante esos años un faro cuya luz brillaba permanentemente al otro lado del océano. Cuánto deseaba tenerla a su lado en ese momento, cuando, después de llevar a cabo la terrible acción prevista al amanecer, él y los «santos» se preparaban a entrar en la tierra prometida.
¿Qué debía, entonces, decirle a Martha? ¿Cuánto debía revelarle? Gideon, en un estado de ánimo tembloroso e indeciso, vaciló todavía unos instantes antes de empezar a escribir.
Así estaban las cosas. Julius se encontraba solo en el gran salón artesonado dispuesto a quedarse en vela toda la noche.
Iban a matar al rey Carlos por la mañana. Después de la vergonzosa farsa del juicio, los cabezas redondas iban a asesinar a su rey ungido.
Si sir Julius Ducket podía encontrar algún consuelo en esa terrible noche, era éste: había sido leal.
—He cumplido mi palabra —murmuró— hasta el fin.
Y había tenido que pagar por ello. Después de ser arrestado por Gideon, Julius se encontró preso con otros tres destacados ciudadanos realistas. Cuando preguntaron el motivo, les dijeron: «Porque sois agitadores», como si constituyeran una enfermedad capaz de devorar el cuerpo de la política. La primera semana ni siquiera les habían dejado recibir visitas; pero cuando por fin habían permitido que su esposa lo visitara, Julius se había llevado otro disgusto. Al sugerir que ella y los niños se trasladaran a Bocton, su esposa había respondido: «¿Bocton? ¿Es que no lo sabes? Los cabezas redondas han confiscado todas las propiedades de los agitadores. Nos han prohibido poner los pies allí».
Qué tiempos tan deprimentes. Durante las primeras semanas Julius había seguido confiando en que los realistas se alzaran con la victoria. Las noticias que se filtraban eran ciertamente halagüeñas: el príncipe Rupert había dirigido otro ataque con éxito; los grupos adiestrados en Londres se habían negado a combatir y regresado a casa porque no les pagaban. Pero Julius continuaba preso como si fuera un criminal. Al cabo de unos meses lo habían trasladado al Guildhall y conducido a una estancia donde doce oficiales de los cabezas redondas estaban sentados alrededor de una mesa.
—Sir Julius —le habían dicho—, quedáis en libertad, pero debéis pagar un precio por ello.
—¿Cuánto?
—Veinte mil libras —le habían informado fríamente.
—¿Veinte mil? Me arruinaré —había protestado Julius—. Prefiero seguir en la cárcel.
—De todos modos os impondremos una multa —había observado uno de ellos.
Y así, a comienzos de 1644, sir Julius Ducket había regresado apesadumbrado a su casa detrás de Saint Mary-le-Bow para tratar de recomenzar su vida.
Pero ¿cómo iban a vivir? La multa había consumido prácticamente todo su capital. Su esposa tenía algunas joyas. Poseían la casa grande, pero aunque Julius hubiera querido venderla le habría resultado difícil mientras Londres continuara siendo una ciudad sitiada. Julius trató de hacer algunos negocios, pero el comercio estaba paralizado. Transcurrieron tres melancólicas semanas, durante las cuales Julius advirtió a su familia de que debían procurar no gastar demasiado. En cuanto al futuro, no sabía qué iba a hacer.
Por casualidad, un día de marzo, Julius de pronto se acordó del tesoro del pirata.
El sótano estaba oscuro y olía a humedad cuando Julius bajó con una linterna. Habían pasado treinta años desde la última vez que había visto el viejo baúl. Frente al lugar donde lo había dejado aparecían amontonados numerosos objetos domésticos y Julius se preguntó si el baúl seguiría allí. Al cabo de unos minutos emitió una exclamación de gozo. Allí estaba: cubierto de polvo, pero tan oscuro y misterioso como siempre.
Dudó un momento. ¿Qué le había dicho su padre tiempo atrás? Que debía custodiar ese baúl con su vida. ¿Y por qué? Porque había dado su palabra. Su palabra sagrada. Pero eso había ocurrido hacía treinta años. El pirata nunca había regresado. No existía la menor posibilidad de que siguiera vivo, ni era probable que alguien de su familia reclamara el baúl. ¿Acaso no se dedicaba ese pirata a surcar los mares? El baúl marinero a nadie pertenecía. Julius se preguntó qué contendría. ¿Dinero? ¿Plata robada? ¿Un mapa —se sonrió— de alguna tierra remota donde había un tesoro oculto? Julius cogió un martillo y un cincel y se puso a trabajar. El baúl era resistente y los viejos candados sólidos; pero al fin, después de tres golpes contundentes, logró abrirlo. Lentamente, Julius levantó la destartalada tapa.
Se quedó pasmado. Estaba totalmente lleno de monedas. Toda suerte de monedas: de oro y plata, chelines ingleses, doblones españoles, pesados dólares de los Países Bajos. Muchas tenían cincuenta o sesenta años y eran de los tiempos de la Armada española y de la buena reina Isabel, pero no dejaban de ser de oro y plata. Era imposible calcular el valor de ese tesoro. Muchos miles de libras. Una fortuna. Estaba salvado.
A partir de aquel momento comenzó la lenta recuperación de sir Julius Ducket. Fue muy cauto: después de dividir el dinero en veinte talegos, guardó cada uno de ellos en un lugar secreto donde nadie pudiera hallarlos. A nadie habló del tesoro, ni siquiera a sus hijos, sino que comentó que había encontrado un poco de dinero, que había comprado y vendido unas cuantas mercancías y redondeado los modestos beneficios con una cantidad suplementaria del dinero que había encontrado, de modo que, sin llamar la atención, la familia consiguió salir adelante tranquilamente. Cuando Julius sacaba una de las monedas antiguas, solía comentar sin darle importancia: «La heredé de mi padre», y en Londres la gente decía: «Pobre Ducket. Está arruinado. Tiene que arreglárselas con alguna que otra moneda que encuentre por su casa».
Seguía teniendo que proceder con cautela. Julius sabía que había varios realistas conocidos como él en la ciudad, al igual que sabía que lo vigilaban. Sospechaba que Gideon conocía todos sus pasos. A menudo Julius se detenía junto a los puestos del mercado de Cheapside, para ver si alguien descendía por la calle hacia su casa. Pero aún era capaz de burlar a los cabezas redondas. En una ocasión, a finales de la primavera, incluso logró salir disimuladamente de la ciudad para resolver un asunto muy especial.
Si Julius se sentía un tanto deprimido por la pérdida de su hermano, y quizás un tanto avergonzado por hacer uso de una fortuna que no era suya, el viaje secreto que realizó a la corte del Rey en Oxford contribuyó a levantarle el ánimo. Junto con otros dos hombres de confianza, Julius partió a caballo de Londres una mañana temprano vestido como un cabeza redonda, un disfraz que ni él ni sus compañeros se quitaron hasta haber recorrido más de treinta kilómetros. Los tres hombres llevaban cosidas en sus ropas una gran cantidad de monedas de oro del tesoro de Julius. Entre todos transportaban casi veinte mil libras. Al anochecer llegaron a los terraplenes defensivos que rodeaban la antigua ciudad universitaria; y al día siguiente, en el colegio de Christ Church, Julius pudo ofrecer personalmente al Rey el dinero.
—Mi fiel sir Julius. —Cuando el Rey pronunció esas palabras fue el momento de mayor orgullo para Julius—. Os consideramos uno de nuestros más leales amigos.
—Estoy dispuesto a luchar por Vuestra Majestad —declaró Julius—. Pero no soy hábil en el manejo de las armas.
—Preferimos que permanezcáis en Londres —respondió el Rey—. Necesitamos contar allí con amigos leales en quienes poder confiar.
Por espacio de media hora el Rey paseó con Julius por el patio del antiguo colegio, interrogándolo acerca del estado de la ciudad y sus defensas. Por su parte, el Rey no dudó en confesar a Julius:
—Muchas personas, aunque de buena fe, desean que comprometa mi conciencia. Pero no puedo hacerlo. Debo cumplir un deber sagrado. —Pero fueron sus últimas palabras, al despedirse de Julius, las que le llegaron al corazón—. No puedo predecir —dijo el Rey suavemente— cómo se resolverá esta noble causa. Está en manos de Dios. —El monarca miró a Julius con expresión solemne—. Pero si algo me ocurriera, sir Julius, tengo dos hijos, dos descendientes legítimos para sucederme. ¿Puedo pediros que les demostréis la misma lealtad que me habéis demostrado a mí?
—Vuestra Majestad no necesita pedírmelo —contestó Julius, emocionado—. Tenéis mi palabra.
—No tengo un súbdito cuya palabra valga más que la vuestra —repuso el Rey—. Gracias, sir Julius.
Julius no pudo viajar de nuevo a Oxford en secreto, pues los accesos a Londres estaban muy vigilados. Pero a partir de ese día, sintió que había adquirido renovadas fuerzas. Si su vida en Londres era monótona, Julius estaba allí por un motivo, y de vez en cuando solía recordar a su familia: «He dado mi palabra al Rey».
No obstante, durante los años sucesivos, no siempre resultaba fácil conservar el optimismo. A comienzos de 1645, los cabezas redondas ejecutaron al arzobispo Laud. Era un signo de hasta dónde estaban dispuestos a llegar. Cuando Cromwell y su ejército ganaron la guerra y mantuvieron cautivo a Carlos, Julius siguió confiando en que alcanzaran un pacto.
En cierta ocasión, cuando unos emisarios clandestinos del Rey habían ido a verlo a su casa, Julius les había dicho: «Si el Rey consiente en prescindir de los obispos, estoy seguro de que el Parlamento y los londinenses llegarían a un acuerdo con él». Pero cuando comprobó que Carlos no estaba dispuesto a ceder, Julius no se asombró, pues recordó sus palabras: «Tengo un deber sagrado». A medida que las negociaciones se prolongaban interminablemente, Julius se preguntó cuándo concluirían.
Pero apenas podía dar crédito a los hechos acaecidos en los dos últimos meses.
Sólo después de la purga del Parlamento que hizo Pride todos pudieron constatar el inmenso poder del ejército. Tras haber reafirmado su poder, los soldados actuaron de manera implacable. En enero el escenario estaba preparado. El Rey fue conducido a Westminster Hill para ser juzgado. «Una farsa», como lo describió Julius. Ciertamente, muchos de lo que fueron llamados para juzgar al Rey, entre los cuales había varios concejales londinenses, se negaron a participar en ese juicio. El rey Carlos, fiel a sí mismo, se negó a reconocer la autoridad del tribunal, pues, según señaló, ése no era siquiera un tribunal del Parlamento, dado que el ejército había expulsado a la mayoría de sus miembros. La respuesta del tribunal militar fue obligar al Rey a desalojar la sala el primer y segundo día. «Ha sido juzgado en su ausencia», comentó Julius. El tercer día los sicarios del ejército, que insistían en referirse a él como «Carlos Estuardo, ese monstruo», emitieron una arbitraria sentencia de muerte. «Hemos liquidado al arzobispo —declararon—. Ahora, con el Rey, habremos completado nuestra tarea».
De modo que así estaban las cosas. Por la mañana, después de esa noche bajo las frías estrellas, iban a matar a su rey. Era algo inaudito. Pero si creían que con eso iban a cambiar el mundo, sir Julius Ducket, mientras permanecía en vela, se juró: «No lo conseguirán».
Era la cuarta noche que el hombre pasaba en el George. Era un viejo y curtido lobo de mar, pero no daba problemas, era muy reservado. Todos los días salía por la mañana y no regresaba hasta el anochecer. Nadie sabía qué hacía, aunque había confesado al mesonero que era la primera vez que visitaba Londres; pero, fuera lo que fuese, lo tenía muy atareado. Cuando el mesonero le había preguntado si iba a asistir a la ejecución del Rey a la mañana siguiente, el viejo había negado con la cabeza y respondido: «No tengo tiempo». Sólo le quedaban tres días antes de zarpar de nuevo.
Habían transcurrido veinte años desde que el contramaestre había recibido el encargo de Barnikel el Negro; durante veinte años había llevado encima el testamento del pirata. Pero el paso del tiempo nada significaba para él. Le habían pedido que lo entregara y, si era posible, cumpliría su palabra. Habían transcurrido tres años antes de que pudiera realizar unas indagaciones detalladas sobre Jane en Virginia, y durante su primera búsqueda no había conseguido averiguar un solo dato sobre ella. Pero al cabo de un año había tenido ocasión de pasar otros días en Jamestown y esa vez había tenido más suerte. Alguien recordaba a la mujer que él describió y dijo que se había casado con Wheeler; y antes de partir, el contramaestre estaba convencido de que Jane y la viuda Wheeler eran la misma persona. Le informaron de que había regresado a Inglaterra. «Dijo que procedía de Londres», según recordó un granjero. Diez años antes el contramaestre había ido a Plymouth y había buscado a Jane allí; cinco años antes lo había hecho en Southampton, y en ese momento en Londres.
Su método de indagación era sencillo y lógico. Iba de parroquia en parroquia preguntando a los clérigos si habían oído hablar de la viuda Wheeler. Hasta ese momento nada había conseguido. Pero puede que el día siguiente tuviera más suerte. Había decidido dirigirse a Cheapside para visitar Saint Mary-le-Bow y la pequeña iglesia de Saint Lawrence Silversleeves.
La multitud había empezado a congregarse de buena mañana en Whitehall, pero habían transcurrido varias horas y el espectáculo aún no había comenzado. Frente a la hermosa sala de banquetes diseñada por Inigo Jones, cuyas piedras blancas relucían bajo la pálida luz de esa mañana de enero, habían erigido una plataforma de madera. Las tropas de los cabezas redondas, ataviadas con sus pesados jubones de cuero y sus recias botas, habían formado una guardia alrededor de la plataforma, y en dos ocasiones habían llegado nuevos contingentes armados con picas que obligaron a la muchedumbre a retroceder.
¿Cuál era el estado de ánimo de la muchedumbre?, se preguntó Julius. ¿Serían unos severos puritanos como Gideon? Algunos lo eran, pero en su mayoría formaban un grupo variopinto. Había todo tipo de gentes, desde caballeros y abogados hasta pescaderas y aprendices. ¿Se mostraban indiferentes? ¿Habían acudido tan sólo para divertirse? Mientras aguardaban en la fría mañana de invierno, se mostraban extrañamente silenciosos. Julius pensó en la sala de banquetes con su magnífico techo pintado por Rubens, que mostraba a Jacobo, el padre del Rey, subiendo a los cielos —no era la primera vez que se creaba una gran obra de arte a partir de un tema un tanto absurdo—, y pensó en su significado. Significaba la corte, el civilizado mundo europeo del Rey y sus amigos, las espléndidas mansiones, la gran colección de cuadros; todo ello iba a ser destruido por esos zafios y obstinados puritanos que veneraban a un Dios brutal. ¿Estaba el Rey aguardando allí dentro? ¿Le permitirían contemplar por última vez la belleza que él había creado antes de ejecutarlo? La muchedumbre era más numerosa; todo Whitehall estaba atestado de gente. De pronto aparecieron unos soldados a caballo que se colocaron alrededor de la plataforma de ejecución. Sonó un redoble de tambores. Una ventana del piso superior de la Sala de Banquetes se abrió de golpe; y al cabo de un momento, vestido sencilla pero elegantemente con una capa y un justillo, apareció el rey Carlos I de Inglaterra.
Qué extraño. Julius suponía que la multitud empezaría a aclamarlo o abuchearlo, pero permanecieron extrañamente silenciosos. Tras el Rey iba un clérigo vestido de negro, seguido por varios secretarios y demás miembros del grupo que se disponía a llevar a cabo la ejecución. Por último, cerrando el cortejo, cubierto con una máscara negra y portando un hacha, aparecía el verdugo.
Era costumbre que el reo dirigiera unas palabras a la multitud, un derecho que también concedieron a Carlos Estuardo. Sosteniendo unas notas garabateadas en un pedazo de papel, el Rey empezó a hablar. Con qué donaire lo hizo. Julius recordó el día en que se había encontrado con él en Greenwich. Se expresó con la misma serenidad y educación exquisita. Se dirigió a esa chusma que había acudido para presenciar su ejecución como si se tratara de un grupo de embajadores.
Pero ¿qué decía? Julius vio a los secretarios en la plataforma tomando notas, pero desde donde se encontraba entre la multitud era difícil oír lo que decían. Sólo acertó a captar algunas frases sueltas. El Parlamento, afirmó el Rey, había sido el primero en provocar el conflicto sobre el asunto de los privilegios, no él. Los monarcas, les recordó, tienen el deber de mantener las antiguas constituciones, que son la libertad del pueblo. En ese momento, en cambio, sólo tenían el poder arbitrario de la espada. Fueran cuales fuesen sus pecados: «Soy un mártir del pueblo. Y un cristiano de la Iglesia anglicana, tal como me la legó mi padre», les recordó.
Luego guardó silencio. Le quitaron la capa y el justillo, el Rey se quedó sólo con una camisa blanca y los calzones. Le recogieron el pelo debajo de una gorra, a fin de que no impidiera la labor del hacha, y lo condujeron al tajo. Y entonces, en el escalofriante silencio que se hizo antes de que se arrodillara ante el tajo, al observar los rostros de la multitud, el rey Carlos vio a sir Julius Ducket, y sus miradas se encontraron.
Qué expresión tan triste la de ese semblante noble y regio, pero cuando sus ojos se posaron unos momentos en los de Julius, parecían contener una pregunta. ¿Cómo podía éste haber olvidado el juramento que le había hecho en Oxford, y las palabras del Rey —«si algo me ocurriera»— tan solemnes y trágicamente proféticas? Mirando al rey Carlos a los ojos, Julius inclinó ligeramente la cabeza. El significado de ese gesto era inconfundible. Decía: «Lo he prometido». En el momento de su muerte, el rey Carlos comprendió que Ducket, de todos los hombres que había en la multitud, sería leal a sus hijos. A Julius le pareció ver una expresión de gratitud en los ojos del Rey en respuesta a su gesto.
Ni siquiera sus enemigos más encarnizados pudieron negar que el rey Carlos I de Inglaterra fue al encuentro de la muerte con extraordinaria elegancia. Cuando el verdugo le asestó un hachazo limpio y contundente, la muchedumbre lanzó un gemido, como si de pronto hubieran comprendido la atrocidad de esa ejecución. Y cuando el verdugo sostuvo en alto la cabeza del Rey, es posible que sir Julius Ducket no fuera el único que se dijo: «El Rey ha muerto. Viva el Rey».
Dos días más tarde, sir Julius Ducket recibió la visita de Jane Wheeler. El documento que ésta le mostró era perfectamente claro. En él constaba que un cierto capitán de barco llamado Orlando Barnikel había dejado a buen recaudo un baúl que contenía un tesoro en casa de su padre, el concejal Ducket. Asimismo, describía con precisión el baúl. No cabía la menor duda. ¿Y qué podía hacer él al respecto?, pensó Julius al mirar a Jane con estupor.
¿Seguía el baúl con sus candados reventados en el sótano? No lo recordaba. ¿Y el tesoro? Quedaba aproximadamente la mitad, pero ¿quién sabe si tendría que echar mano de él en el futuro dado los inciertos tiempos que corrían? ¿Y si dijera a Jane que sólo quedaba una parte del mismo y le explicara que lo había sacado del baúl para ocultarlo más fácilmente? ¿Le creería ella? Julius sospechó que no. Y eso, pensó, induciría a la gente a husmear en sus asuntos. Empezarían a decir que esas viejas monedas no pertenecían a su padre sino al capitán. Lo llamarían ladrón.
¡Un capitán de barco! Julius sabía perfectamente qué clase de individuo había dejado su tesoro a esta viuda aparentemente respetable. Un moro. Un pirata. Era dinero robado. Pero si decía eso, era tanto como reconocer que estaba enterado del asunto. ¿Por qué iba a dejar él que esa mujer, amiga de Dogget y de los malditos Carpenter, se apropiara de un dinero que esa gentuza no merecía y que podía servir para apoyar la causa realista? Era absurdo. Dios no podía desear eso. ¿Acaso no sabía Julius desde su infancia que los Ducket habían sido elegidos por Dios para cumplir su voluntad, y que esas otras gentes estaban malditas? El Señor no podía haber modificado de tal manera sus prioridades, se dijo Julius. Sería una injusticia mayúscula. Así pues, Julius meneó la cabeza y miró a Jane con expresión grave.
—Me temo, señora Wheeler, que este documento es falso. Revisaré los archivos de mi padre. Si logro dar con el baúl, por supuesto os lo entregaré. Pero debo deciros que jamás lo he visto. A menos —añadió Julius en un momento de inspiración— que esté en Bocton. Pero en ese caso deberéis pedírselo a los cabezas redondas.
Tras observarlo unos minutos, Jane respondió sosegadamente:
—Estáis mintiendo.
Indignado, sir Julius le pidió que se marchara.
—Nadie —afirmó— me ha dicho semejante cosa a la cara.
Pero por la noche, cuando todos estaban dormidos, Julius bajó al sótano, encontró el viejo baúl, lo partió en varios pedazos y lo quemó en la chimenea. Luego sacó los fragmentos de metal de entre las cenizas y los enterró antes del amanecer. Tenía la esperanza, a partir de ese momento, de olvidar el lamentable asunto.
Pero no lo consiguió. Al cabo de una semana, Jane fue de nuevo a verlo.
—Gideon ha mandado registrar Bocton —informó a Julius—. El baúl jamás ha estado allí. ¿Qué habéis hecho con él?
Las protestas de Julius de que nada sabía al respecto sólo hicieron que Jane soltara un bufido de indignación.
—Recibiréis noticias mías —le prometió.
Y cumplió su palabra. Se encaró con Julius reiteradas veces. Hizo que un abogado le escribiera una carta en la cual le pedía explicaciones. Le exigió que le dejara registrar la casa, a lo que él se negó airadamente. Transcurrió un año. Y otro. Pero Jane no se dio por vencida.
1652
Sí, pensó Martha, le habían dispensado una bienvenida maravillosa. Qué agradable era reunirse de nuevo con Gideon y su familia, con la estimada señora Wheeler, y con su marido, naturalmente. Martha se lamentaba de no haber hecho caso del tono urgente de las cartas de Gideon, que la conminaban a regresar antes de lo previsto. Pero lo más importante, tal como le había dicho Gideon, era que la vieja Inglaterra —quizá más que Massachusetts— le ofrecía en ese momento la posibilidad de cumplir su sueño dorado.
Lo cierto era que Martha estaba un poco desencantada con Massachusetts. Se había resistido a reconocerlo mientras se encontraba allí, pero según confió a su amiga la señora Wheeler: «En Nueva Inglaterra las gentes andan un tanto descarriadas». También en Boston y en Plymouth. Y cuando la señora Wheeler le preguntó suavemente qué era lo que había tentado a una parte de la colonia a alejarse de la senda del bien, Martha respondió sin titubeos: «El bacalao. Es el pescado lo que ha alejado a la gente del Señor».
El volumen de pesca en las costas de Nueva Inglaterra había superado incluso las previsiones de los colonizadores. «Hay tantos peces allí —decían— que uno casi puede caminar sobre las aguas». Cada año los pescadores enviaban a Inglaterra desde Massachusetts entre un tercio y medio millón de barriles de pescado. «Dios les ha concedido tal abundancia que piensan que ya no necesitan al Señor —se lamentó Martha—. Se dedican a acumular riquezas en la Tierra en lugar de pensar en el Cielo». La creciente riqueza de las gentes que residían en la costa, y la perspectiva de hacer fortuna para los agricultores y los tramperos que adquirían grandes extensiones de tierra en el interior, habían incidido tan insidiosamente en los corazones de los hombres que apenas existía una iglesia en la colonia que no se hubiera visto afectada: «Hablan de Dios, pero piensan mayormente en el dinero», reconoció Martha con tristeza. Algunos de los pescadores ni siquiera se molestaban en hacer eso; Martha jamás olvidaría, ni podía perdonar, la ingrata ocasión en que el hijo mayor de Dogget, convertido en ese momento en un próspero capitán de barco, se había encarado con ella y gritado: «Maldita sea, mujer, he venido aquí a pescar, no a rezar».
La culpa la tenía el gobernador Winthrop, no las buenas gentes de las congregaciones; pero el caso es que poco a poco el carácter de la colonia de Massachusetts estaba adquiriendo una dualidad que jamás perdería: a partir de entonces en la tierra prometida de Nueva Inglaterra el protestantismo y el dinero caminarían de la mano.
Por lo tanto, cuando Martha había recibido tres años antes la carta de Gideon en que le pedía que regresara urgentemente a Inglaterra, se había mostrado indecisa. Tras la muerte del Rey, según le prometía Gideon, los «santos» de Cromwell tendrían que construir un nuevo orden digno de ella. «Te necesitamos aquí —afirmaba en su carta—. Y tu marido también precisa tu guía moral». No obstante, Martha había dudado durante un año y medio hasta que por fin, después de rezarle intensamente al Señor, había decidido regresar. Había traído con ella al hijo menor de Dogget, quien no había conseguido obtener la ciudadanía en Massachusetts y había decidido tratar de labrarse un porvenir en Londres, y a su hija, que se exponía a recibir una tentadora propuesta de matrimonio de un hombre que, según aseguró Martha a su hija, aunque piadoso, acaso no lo fuera lo suficiente.
La Inglaterra que acogió a Martha era un país desconocido para ella. A raíz de la ejecución del Rey, la constitución había cambiado radicalmente. La Cámara de los Lores había sido abolida. Inglaterra ya no era un reino, sino la Commonwealth de Inglaterra, gobernada por la Cámara de los Comunes. No parecía probable que nada ni nadie lograra acabar con ese nuevo orden. Cromwell, el gran general del nuevo Estado, se hacía más poderoso cada año. Cuando el primogénito del rey ejecutado, que se autoproclamó Carlos II, había tratado de entrar en su reino inglés con un ejército de escoceses, él y los escoceses habían sido aplastados. En ese momento residía en el extranjero. Cromwell había derrotado también a los conflictivos irlandeses y los había sojuzgado por completo. Se decía que Cromwell había derramado mucha sangre irlandesa. «Pero son papistas —afirmó Martha—, de modo que era necesario». Incluso los Levellers de su ejército habían sido llamados a capítulo. La Commonwealth de Inglaterra estaba en paz y en orden, dispuesta a recibir la ley de Dios.
Por supuesto, había mucho que hacer. No podían construir la ciudad resplandeciente en un día. Gracias al punto débil de Cromwell, su intolerancia en materia religiosa, Martha se entristeció al comprobar que en las iglesias londinenses seguía reinando la confusión. «A muchas probablemente les da lo mismo servir a un obispo, a una congregación presbiteriana o a cualquier otra autoridad», opinó acertadamente. Por otra parte, la gente no era tan educada como a ella le habría gustado. Era difícil fomentar un orden perfecto en una ciudad tan grande como Londres. Lo importante era que una sociedad se esforzara por alcanzar un mayor nivel moral, tanto si las cosas mejoraban como si empeoraban.
El gobierno de los «santos» la dejó estupefacta. Jamás, en toda su historia, había presenciado en la vieja ciudad algo semejante. Aunque, como suele suceder, los cambios eran promovidos por una minoría activa, este piadoso grupo de hombres contaba con el apoyo de un amplio sector de los ciudadanos. Los londinenses que Martha veía en las calles vestían de manera tan austera que era como encontrarse en Boston. Observaban estrictamente el domingo: no se permitían los deportes; incluso el hecho de ir dando un paseo hasta la iglesia estaba mal visto. Los mayos estaban prohibidos. Los tribunales hacían cumplir estrictamente el código moral con duras sanciones a quienes cometieran actos de extrema inmoralidad y multas por infracciones menos graves. El mismo marido de Martha había tenido que pagar un chelín, poco antes de que ella regresara, por haber pronunciado una blasfemia. «Te está bien empleado, esposo», le había dicho ella con satisfacción. Pero lo mejor de todo, según Martha, era el hecho de que los teatros, que habían sido clausurados al comienzo de la guerra civil, siguieran cerrados a cal y canto y no se permitiera que volvieran a abrir sus puertas. «Ni una sola función teatral en Londres —dijo Martha sonriendo—. Alabado sea el Señor».
Qué afortunada era, pensó Martha, de que su familia gozara de un excelente estado de salud tanto físico como moral. Todos los hijos de Gideon estaban casados, pues incluso Perseverance había encontrado un marido respetable, aunque callado. En cuanto al joven O Be Joyful, su temperamento serio y cariñoso era una inspiración para Martha. «Serás un magnífico tallador de madera —le dijo ésta—, porque ejercerás tu profesión en nombre del Señor».
Lo único que la tenía un tanto perpleja era el bienestar de su marido. Gideon se había mostrado tan insistente al escribir a Martha para comunicarle que Dogget precisaba su guía moral, que el día siguiente a su llegada, en un aparte, Martha preguntó a Gideon a qué se refería. Éste se mostró turbado y reacio a explicarse. «¿Se trata de la bebida? —inquirió ella—. ¿Dice blasfemias?». Martha sabía que Dogget no era tan fuerte moralmente como ella, pero no era mal hombre. «Debemos mostrar compasión y tolerancia hacia nuestros hermanos más débiles, sobrino Gideon. Todo se arreglará».
Martha se dijo que tenía el deber de amar a Dogget, pero al mismo tiempo de ayudarlo. La primera noche que estuvieron juntos él le pasó el brazo alrededor de los hombros, a lo que ella no se opuso; pero la segunda noche, cuando las manos de él empezaron a recorrer tentativamente su cuerpo, ella lo rechazó suavemente pero con firmeza. «Esas cosas se hacen para tener hijos —dijo Martha—. Pero Dios no nos permite hacer esas cosas ahora». Martha comprobó satisfecha que Gideon obedecía dócilmente.
Martha tenía que reconocer que se alegraba de la presencia de la señora Wheeler, que a menudo le hacía el favor de ocuparse de Dogget durante un par de horas. Qué mujer tan sensata y amable era la viuda Wheeler. Aunque Martha no aprobaba la disputa que ésta mantenía desde hacía tiempo con sir Julius Ducket —«No deberías pensar tanto en el dinero», solía aconsejar Martha a su amiga, pues lo consideraba su deber—, no ponía en duda que sir Julius tenía la culpa y merecía ser llamado a capítulo. De modo que lejos de reprochar a la viuda su actitud, Martha decía con frecuencia a Dogget: «¿Por qué no vas un rato a ver a la viuda Wheeler?».
Si hubiera seguido los consejos de Meredith, Jane habría renunciado hacía tiempo a ese asunto.
—Tarde o temprano se descubrirá que Barnikel era un moro y un pirata —le había advertido él—. Entonces perderás tu reputación y los cabezas redondas creerán antes en la palabra de sir Julius que en la de un pirata.
Pero Jane sabía que Julius mentía y, como buena mujer de negocios que era, le indignaba que trataran de estafarla.
—No me importa —había respondido a Meredith—. Quiero mi dinero.
No era fácil decidir qué le convenía hacer. Jane no dudaba en acosarlo cada vez que se lo encontraba por la calle, y le increpaba en voz alta: «¿Qué habéis hecho con mi dinero?». Sus abogados seguían mandándole cartas, pero nada habían adelantado, y sir Julius prescindía de ella cortésmente. Un día de diciembre de ese año, al ver a la esposa del baronet comprando carne en el mercado, a Jane se le ocurrió de pronto una nueva e ingeniosa táctica ofensiva. Era arriesgada, pero merecía la pena intentarla. Necesitaría ayuda, pero Jane sabía a quién recurrir. De modo que fue a ver a Martha.
Le asombraba que esa estricta puritana no se hubiera dado cuenta de que ella mantenía una relación con su marido. Aunque, pensó Jane sonriendo, a su edad no podía definirse como una pasión ilícita. Por supuesto, había traicionado su amistad con Martha, pero eso tampoco la hacía sentirse excesivamente culpable. Martha y Dogget habían vivido muchos años separados. Según Jane, su relación con él era más bien un acto de amistad hacia un hombre que se sentía solo. ¿Y desde que Martha había regresado? Jane supuso que la relación terminaría; pero a los pocos días de convivir con Martha, Dogget informó a Jane con tristeza:
—Dice que somos demasiado viejos para hacer esas cosas. Que Dios no lo aprobaría.
Jane, soltando una carcajada, lo besó.
—¿Qué le vamos a hacer? —contestó sonriendo.
A veces Jane se preguntaba si Martha lo sabía pero había decidido no darse por enterada. Era evidente que no deseaba acostarse con su marido, y parecía más que satisfecha de quitárselo de encima. Pero, teniendo en cuenta el rígido carácter de Martha, Jane descartó esa posibilidad: no, ella no lo sabía, pero tampoco sentía curiosidad por descubrirlo. De modo que Jane continuó su relación con Dogget. Éste se estaba haciendo viejo. «Yo le doy vida —pensó Jane— y calor. En cuanto a ella, pues lo mismo, naturalmente».
Solían verse los domingos por la tarde. Martha y el resto de la familia asistían a misa por la tarde en Saint Lawrence Silversleeves, o a veces acudían a otra iglesia para escuchar un sermón. Pero a Martha no parecía importarle que Dogget no las acompañara. Él iba a casa de Jane Wheeler, donde pasaba un par de horas. Aunque Dogget comentara más tarde que había ido a verla, Martha no le daba importancia.
Cuando Jane explicó el plan a su amiga Martha, ésta se mostró encantada de ayudarla.
—Tienes razón —declaró—. Es preciso hacer algo. Hablaré con Gideon.
El 25 de diciembre de 1652 de la era cristiana, sir Julius Ducket y varios miembros de su familia se sentaron a la mesa en el gran salón artesonado y se sonrieron unos a otros con aire de conspiradores, pues se disponían a cometer un delito.
En primer lugar, según tenían costumbre, antes de empezar a comer sir Julius sacaba reverentemente un librito. En su casa no celebraba una sola fecha importante sin que él leyera antes un pasaje del mismo, con el fin de recordar a su familia su deber, y ese día también lo hizo.
Era un pequeño volumen que servía de fuente de inspiración a mucha gente. Su título, Eikon Basilike, procedía del griego y significaba «la imagen del Rey». Según decían, el texto, sencillo pero conmovedor, constituía las oraciones y reflexiones del rey mártir; y al cabo de tres meses de la muerte de Carlos había tenido treinta ediciones. Indignados, los cabezas redondas habían tratado de censurarlo. Posteriormente habían contratado al gran poeta puritano John Milton para que escribiera un panfleto contra él. Pero fue inútil: toda persona que apoyara al Parlamento pero tuviera dudas sobre el nuevo régimen militar de Cromwell podía leer el libro del Rey y, al hallar en él sólo dulzura y humilde devoción, preguntarse si la ejecución de Carlos había sido justa.
La familia Ducket, lógicamente, ni siquiera se planteaba esa cuestión. El libro representaba para ellos una pequeña Biblia; el Rey, un mártir sagrado, y tras haber leído unas páginas, sir Julius lo puso suavemente sobre la mesa y les recordó:
—Carlos II es nuestro legítimo rey; en caso de que muera, le sucederá su hermano Jacobo. Recordad que hemos prometido serles leales.
Luego, con el rostro iluminado por una alegre sonrisa, se dispusieron a gozar de la comida navideña.
No oyeron a los soldados aproximarse a la casa y entrar en el patio. Se quedaron atónitos cuando la puerta se abrió súbita y violentamente y Gideon, acompañado por cuatro soldados, irrumpió en la estancia y rodeó la mesa.
—Sir Julius —anunció—, responderéis por esto ante los magistrados.
El delito que el baronet había cometido no era leer unos párrafos del librito, que se había apresurado a ocultar en el bolsillo, ni siquiera repetir las palabras del Rey; el delito que habían cometido sir Julius Ducket y su familia era celebrar la Navidad con una comida.
Pues ésta era otra de las novedades introducidas por los «santos», «los grandes días sagrados deben celebrarse, al igual que el domingo, con oraciones solemnes en lugar de festejos paganos», declararon. Los ingleses debían acercarse más a Dios. Toda persona que fuera sorprendida celebrando la Navidad con una comida, en el año 1652 de la era cristiana, debería comparecer ante los tribunales.
—Habéis profanado el día santo —dijo Gideon airadamente. Acto seguido ordenó a sus tropas—: Registrad la casa.
—¿Que registren la casa? ¿Por qué? —preguntó Julius.
—Imágenes que fomentan la superchería. Pruebas de papismo —respondió Gideon con calma.
Julius nada pudo hacer para evitarlo. Durante media hora los cabezas redondas recorrieron todas las habitaciones de la casa, abrieron alacenas, cómodas, inspeccionaron colchones; incluso registraron el sótano, pero nada hallaron. Julius no estaba atemorizado. Pese a ser un conocido agitador, la pena por celebrar la Navidad con una comida en familia era una multa modesta. Pero furioso ante esa violación de su hogar, siguió a los soldados de habitación en habitación, comentando a Gideon con tono despectivo:
—Quiero asegurarme de que no me robéis alguna cosa.
Julius se encontraba en una habitación del piso superior cuando, al mirar por la ventana, vio a las dos mujeres. Martha y Jane aguardaban junto a la verja, con aire expectante.
Julius comprendía que Martha estuviera allí. Pero ¿qué tenía que ver Jane en eso? De pronto lo comprendió con meridiana claridad, se volvió hacia Gideon y le espetó:
—No habéis venido en busca de imágenes papistas, sino del dinero de la viuda Wheeler, ¿no es así?
Durante unos segundos, Gideon se sonrojó.
Ver a la esposa de Julius comprar una voluminosa pieza de carne en el mercado le había dado la idea. «Sin duda se proponen celebrar la Navidad con una comida», había pensado Jane. Qué excusa tan perfecta. Martha se había encargado del resto.
Para cuando Gideon terminó de registrar la casa al cabo de un rato, Jane ya se había marchado; de modo que cuando Julius, con el rostro demudado debido a la ira, acompañó a Gideon y a sus hombres hasta la verja, encontró sólo a Martha. Entonces, fuera de sí por lo que habían hecho, le espetó con una crueldad que en otras circunstancias no habría empleado:
—Qué buena amiga sois, señora Martha. No sólo ayudáis a vuestra amiga a buscar su tesoro, sino que le permitís que se acueste con vuestro marido.
Martha lo miró pasmada. Luego frunció el entrecejo. A continuación miró a Gideon. Y comprobó que estaba pálido como la cera.
En el Londres puritano de la Commonwealth, había muchas cosas que alentaban e incluso inspiraban a los fieles. Pero ninguna, en el año 1653, era comparable al magnífico espectáculo que se había dado en llamar el Último Sermón de Meredith.
Los años habían finalmente alcanzado a Edmund Meredith. Había cumplido los ochenta y tenía un aspecto muy avejentado. Una grave enfermedad contraída el año anterior le había dejado tan enjuto y desmejorado que las personas, al encontrarse con él, se quedaban estupefactas, como si vieran a un fantasma. Edmund Meredith caminaba con la muerte, y supo estar a la altura de las circunstancias.
Su método era muy simple. Así como el gobierno de los «santos» había generado el fanatismo moral que él temía, y sobre el cual había tratado de prevenir a Jane, al mismo tiempo había generado tal confusión religiosa que ni siquiera él sabía muy bien hacia qué lado decantarse: ¿debía tomar partido por los presbiterianos, los cuáqueros o alguna congregación libre? ¿Quién sabe? De modo que Meredith había optado por lo más sencillo: situarse por encima de todos. Su edad prestaba convicción a su talante. Su lenguaje era sublime; su enjuto rostro se volvía hacia el cielo. Cuanto más inspirados y profundos eran sus sermones, más imposible era adivinar de qué parte estaba Meredith. A nadie le importaba. Incluso las más severas y rústicas puritanas, vestidas de negro y con sus bonetes anudados firmemente bajo el mentón, no vacilaban en desmayarse. Sus maridos, con sus sombreros negros de copa alta, rompían a llorar mientras el espíritu de Meredith alzaba el vuelo.
Para pronunciar su último sermón, Meredith subía los peldaños del púlpito con tal dificultad que antes de que empezara a hablar los feligreses se inclinaban ansiosamente. Con el pelo blanco rozándole los hombros —había vuelto a dejárselo largo— y sus ojos hundidos, ofrecía un aspecto impresionante. No se oía una mosca. El tema que iba a abordar, como de costumbre, era la muerte.
Había muchas ocasiones para ello: si era Cuaresma, una meditación sobre la muerte y resurrección de Jesús; si era Adviento, sobre la muerte del mundo pagano y el nacimiento de la era cristiana. Nada existía donde no pudiera descubrirse la semilla de la muerte. Y, dado que los sermones de los domingos por la tarde estaban muy en boga, cualquier domingo en que Meredith presentía que la muerte lo rondaba, aprovechaba para referirse al tradicional texto de vísperas:
«Señor, deja que tu siervo muera en paz. —Meredith alzaba la vista por encima de la congregación y miraba la ventana orientada hacia el oeste como si, en aquel preciso instante, viera a unos ángeles dirigirse hacia él, y exclamaba—: Pues mis ojos han contemplado tu salvación».
Estaba preparado. Los feligreses lo presentían. Preparado y dispuesto. De hecho, era evidente que, en cualquier momento, podía morir ante sus ojos. Esa perspectiva dotaba a sus sermones de una inusitada emoción. La popularidad de Meredith había ido en aumento.
En otoño del año anterior había predicado en Saint Bride, en Saint Clement Danes, en Saint Margaret, en Westminster e incluso en Saint Paul. Meredith jamás olvidaba añadir la dosis justa de humildad sin la cual ningún sermón puritano que se precie habría estado completo. Observando fijamente a los asistentes, les preguntaba: «Decidme, estimados hermanos, si en estos momentos fuerais a morir conmigo, ¿estáis preparados? —Meredith hacía una breve pausa con expresión de infinita tristeza y luego, apuntándolos con un largo dedo, repetía—: ¿Estáis preparados?». De las gargantas de los fieles brotaba un estentóreo gemido, pues jamás lo estaban. Esto lo llevaba directamente a su electrizante conclusión. Se alzaba de puntillas como si estuviera a punto de echarse a volar, levantaba los brazos, tensaba los músculos de su enjuto rostro, elevaba la vista al cielo como si ésa fuera su última y heroica convulsión y exclamaba con una voz tremenda: «El momento ha llegado. Lo veo aproximarse con todos sus ángeles. Está sobre nosotros. Ya nos tiene. Noto cómo me estruja el corazón, y el vuestro. Está aquí. Ahora. ¡Ahora!».
A continuación Meredith se dejaba caer hacia atrás violentamente, antes de descender con paso vacilante del púlpito y dirigirse, sostenido por dos ayudantes, a su asiento. El último sermón de Meredith era lo mejor que había hecho jamás.
Por lo tanto, Meredith se quedó un tanto sorprendido cuando, minutos antes de iniciar su sermón en Saint Lawrence Silversleeves, una tarde de enero, observó a dos de sus feligreses, Martha y Gideon, salir disimuladamente de la iglesia.
Jane y Dogget estaban juntos en la cama cuando la puerta se abrió de pronto y se encontraron cara a cara con Martha.
Martha había hecho las cosas a conciencia. No había tardado mucho en sacarle la verdad a Gideon. Cuando Martha le preguntó directamente si creía que era cierto, éste no se sintió capaz de mentir.
—No lo sé, pero creo que sí —respondió.
—¿Y todavía dura?
—Es posible.
En ese momento, además de con Gideon, había ido con otra vecina.
—Tiene que haber pruebas —había dicho Martha a Gideon.
Y la prueba se encontraba allí. La vecina estaba escandalizada. Gideon, turbado. El rostro de Martha aparecía tenso y pálido. Después de haberlo visto, se marchó.
Al cabo de una hora, tras escuchar el relato de Jane, Meredith dijo con tono sombrío:
—Es lo que yo temía. Me di cuenta de por dónde soplaba el viento antes de que ejecutaran al Rey. Ahora los puritanos han cambiado todas las leyes. —Meredith meneó la cabeza con tristeza—. Malditos sean los «santos» con su moralina y su persecución de brujas —masculló—. Te acusarán de adúltera.
—A mi edad —replicó Jane— parece un tanto absurdo.
—Pero olvidas —le advirtió Meredith preocupado— que hoy en día la pena por adulterio es la muerte.
El joven O Be Joyful estaba sentado en el borde de su silla. Era extraño ver a la señora Wheeler y al tío Dogget, como lo llamaba, comparecer juntos ante un tribunal como dos criminales. Pero eso es lo que eran. Todo el mundo lo sabía. Incluso los hijos de Dogget sabían que su padre era malo; Martha se lo había hecho ver.
El juicio de Jane y Dogget se celebró en el Guildhall. La sala del tribunal estaba atestada. Entre la multitud y aquel grupo de buenos puritanos se oían chanzas sobre la edad de los acusados. Pero nadie pareció percatarse de la profunda ironía del acontecimiento.
Allí, ante un severo juez y un jurado de doce sólidos ciudadanos, se hallaba una mujer, casi una anciana, ausente de su marido durante más de una década, que iba a juzgar a otra mujer mayor que ella por haber hecho algo con su marido que, a decir verdad, ella misma no deseaba hacer. ¿Por qué? Porque la habían puesto en ridículo, porque sentía envidia de que su marido y esa mujer se amaran; porque su Dios era un Dios vengativo.
El juez mostraba una expresión grave. Sabía cuál sería el veredicto.
Las pruebas eran irrefutables. El delito había sido presenciado, los testigos eran fidedignos. Los acusados, siguiendo el consejo de un abogado que les había procurado Meredith, se declararon inocentes. Según dijeron, los testigos habían interpretado mal lo que habían visto. No hubo una relación carnal. Pero no había una sola alma en la sala que creyera esa mentira tan palpable. El asunto no llevó mucho tiempo; todos sabían cuál sería la pena por su delito. No hubo inútiles súplicas de misericordia, ningún atenuante en el Londres de los «santos». Su justicia era dura como una pesada y oscura roca. La sala guardó un expectante silencio cuando el juez instruyó al jurado. Los doce hombres justos no tardaron mucho en llegar a un veredicto. Al cabo de pocos minutos indicaron que estaban dispuestos. El portavoz se alzó con aire solemne ante el juez para responder a la terrible pregunta:
—¿Declaráis a los acusados culpables o inocentes?
Su voz sonó fuerte y clara:
—Inocentes, señoría.
—¿Inocentes? —preguntó Martha temblando de ira—. ¿Inocentes? Por supuesto que son culpables.
—¡Silencio! —bramó el juez—. El jurado ha emitido su veredicto. —Luego miró a Jane y a Dogget y dijo—: Podéis marcharos.
—Esto es un escándalo —protestó Martha. Pero nadie le hizo caso.
El juez suspiró. El veredicto había sido tal como él había supuesto. Pues si bien, en su celo, los «santos» habían promulgado las severas leyes del Antiguo Testamento, habían pasado por alto un detalle: los juicios debían celebrarse ante un jurado. Y los ciudadanos ordinarios no habían perdido por completo su humanidad. La idea de ahorcar a un hombre y a una mujer por adulterio, por más que desaprobaran la conducta de los acusados, ofendía su sentido de la justicia. Así pues, se negaron a declararlos culpables. De los veintitrés casos conocidos que fueron presentados ante un tribunal en el área de Londres, sólo uno fue condenado.
—¿Significa eso que son realmente inocentes? —preguntó O Be Joyful a Martha.
—No —contestó irritada.
Ni tampoco significó, pues la propia Martha se encargó de que así fuera, que gracias a la debilidad del jurado los acusados escaparan a todo castigo. Aún debían enfrentarse a la comunidad. En calidad de ministro de la Iglesia, Meredith tuvo que explicarles la situación.
—No podéis permanecer en la parroquia —les dijo—. No os quieren allí.
Jane y Dogget no tardaron en comprobar la verdad de esa afirmación.
La vida de Dogget se convirtió en un suplicio. Sus dos hijos apenas lo conocían, e imitaron a Martha simplemente por costumbre. Nadie le dirigía la palabra. En cuanto a Jane, fue peor. Si ponía los pies en la calle era acogida con gritos de «¡Puta!». El hombre que le llevaba la leña dejó de hacerlo. El aguador no se detenía ante su casa. Las gentes de los puestos del mercado de Cheapside se negaban a atenderla cuando iba a comprar. Un día, al regresar a su casa vio pintada en la puerta la palabra «RAMERA». A fines de mes le dijo a Meredith:
—Tienes razón. Debemos marcharnos.
Estaba nevando el último día de enero cuando, después de que Dogget hubiera enviado previamente todos sus enseres en un carro, él y Jane subieron a una chalana junto al Vintry y el barquero los condujo río arriba. Su destino era un pequeño asentamiento junto a Westminster. Hacía un siglo unos mercaderes franceses habían creado un enclave en ese lugar, muy práctico para hacer negocio con los palacios reales de Westminster y Whitehall, y desde entonces las calles eran conocidas como Little o Petty France. Petty France era considerado un lugar para marginados; aunque recientemente unos literatos, entre los que se contaba John Milton, se habían ido a vivir allí. «Al menos —les había dicho Meredith—, Martha y sus amigos no podrán importunaros en Petty France. Allí podréis vivir tranquilamente».
1660
Durante la década de 1650 ningún hombre en Inglaterra era más leal a la Casa exiliada de los Estuardo que sir Julius Ducket. Pero mientras Oliver Cromwell y los «santos» fueran los amos de Inglaterra, los realistas nada podían hacer. De modo que Julius se dedicó a leer y a meditar. Leyó la Biblia, de cabo a rabo, dos veces, y comprendió que era el libro de historia más grande que jamás se había escrito. Leyó a los clásicos; estudió la historia de Inglaterra y tomó unas notas sobre el desarrollo de la Constitución inglesa. Y esperó.
Superficialmente, el gobierno de Cromwell era fuerte. A Julius le parecía que su orondo semblante, cubierto de verrugas, pendía sobre el país como una grotesca máscara de la época pagana. Había ejecutado al Rey, había obligado a su hijo a marcharse a Francia. Los escoceses se sentían acobardados, los irlandeses habían sido asesinados y aplastados salvajemente. Cromwell había conseguido todo esto en unos pocos años, de modo que incluso Julius no tuvo más remedio que reconocer que su espada era en verdad poderosa.
Pero si el propósito de la Commonwealth era construir una ciudad resplandeciente en una colina, era necesario transformar no sólo las leyes sino los corazones de los hombres. ¿Y se estaba consiguiendo? Para Julius, el punto de inflexión fue el juicio y absolución de Dogget y de Jane. «Los puritanos han ido demasiado lejos», dijo Julius a su familia. En ciertos aspectos, si bien más insignificantes, también se observaban signos de una impenitente naturaleza humana. «Algunos aguadores —les informó un día Julius— han organizado una competición para ver quién consigue emborracharse más veces en un año». Y pensó que era como si las calles principales se hubieran barrido para los puritanos, pero las callejuelas estuvieran todavía llenas de pecadores.
El caso de la religión no estaba más claro. Salvo los obispos, todo se toleraba. En Saint Lawrence Silversleeves, Meredith había hecho amplio uso del directorio presbiteriano, aunque, por la época de su celebérrimo Último Sermón, lo abandonó para adoptar una forma de oraciones e himnos protestantes a los que Martha nada tuvo que objetar. En otras iglesias ocurrió lo mismo. Cromwell era tan tolerante en estas cuestiones que un año incluso obligó al Parlamento a promulgar una ley que permitía a los judíos entrar de nuevo en Inglaterra. En el reino no había habido judíos desde que Eduardo I los había expulsado en 1290. Muchos puritanos, encabezados por su héroe William Prynne, que odiaba a los judíos, protestaron enérgicamente. Pero la cosa estaba hecha; y poco después Julius descubrió una pequeña comunidad de judíos que se había establecido cerca de Aldgate. «Incluso se proponen construir allí una sinagoga», informó a su familia. De hecho, Julius sólo percibió un serio escollo de carácter religioso: el Book of Common Prayer de la Iglesia anglicana, que se consideraba realista, se prohibió. Los londinenses tenían que celebrar los bautizos, matrimonios y funerales únicamente ante un magistrado. No obstante, en una o dos iglesias, los sacerdotes anglicanos seguían utilizando en secreto el Prayer Book; y cuando el hijo de Julius iba a casarse, su padre le comunicó con una sonrisa satisfecha: «He encontrado a un sacerdote leal que está dispuesto a celebrar la ceremonia en nuestra casa».
Pero más grave aún que esos asuntos tan confusos era el hecho de que nadie, ni siquiera Cromwell, sabía exactamente cómo debía gobernarse la Commonwealth.
Lo intentaron todo. Al principio, decidieron que gobernara el Parlamento; pero el Parlamento no lograba ponerse de acuerdo, se peleaba con el ejército y se negaba a disolverse. Cromwell expulsó a los parlamentarios, al igual que hizo con sus sucesores en una serie de experimentos constitucionales. Cromwell se había proclamado protector, y los pocos parlamentarios que quedaban, ante los recelos que les inspiraba el ejército, le propusieron que se convirtiera en rey bajo la antigua Constitución.
«¡No luchamos para esto!», protestó el ejército de «santos». «Pero Cromwell ha estado a punto a aceptar la propuesta —observó Julius—. Así nos va con el gobierno de los puritanos».
Por lo tanto, siguió esperando pacientemente. Si Martha y Gideon mandaban en la parroquia, él procuró no provocarlos. Meredith pronunció su Último Sermón en muchas otras ocasiones y cuando murió, lo hizo con gran estilo. Tras pronunciar el sermón nada menos que en Saint Paul’s Cross, ante un público de cientos de asistentes, y habiendo elegido el Apocalipsis como texto, alcanzó el paroxismo, con su enjuto rostro vuelto hacia el cielo, en el preciso momento en que el sol se asomó entre las nubes y lo iluminó: «Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva —dijo el predicador—. Y me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo. —Mirando a su público por última vez, Meredith le exhortó—: Venid conmigo, estimados hermanos, acompañadme a ese lugar. —Luego, dirigiendo la vista hacia el sol, con los brazos extendidos hacia él, añadió—: El Señor me llama, Él, que es el alfa y la omega. Me dice: Ven, ven». Tras estas palabras Meredith cayó desde el púlpito con un violento estrépito, y no volvió a levantarse.
Pese a sus diferencias con Meredith, Julius había llegado a tolerarlo, y después de su muerte se hizo muy amigo de Richard, el hijo del predicador. Era un joven inteligente que había estudiado en Oxford y, según le confesó a Julius, le habría gustado tomar los hábitos si hubiera podido ser un sacerdote anglicano. En cambio había estudiado medicina y se ganaba la vida como médico. Poseía el secreto escepticismo y la mente inquisitiva de su padre.
El único tema que seguía turbando a Julius era Jane Wheeler. Había oído decir que Dogget había muerto a los tres años de haberse marchado con ella; Julius se alegraba extraordinariamente de que Jane permaneciera en el pequeño asentamiento cerca de Westminster, a una distancia prudencial.
Pero si a veces se sentía culpable por lo que le había ocurrido a Jane, su misión secreta y su lealtad a los dos hijos del Rey contribuían a aplacar su conciencia. No era el único, por supuesto. Junto con doce hombres leales, Julius continuó enviando cartas que contenían toda clase de información al futuro rey Estuardo que estaba a la espera en Francia. Y se llevó una gran alegría cuando, en 1658, Oliver Cromwell murió repentinamente.
El derrumbe de la Commonwealth se produjo al cabo de poco más de un año. El hijo de Cromwell, un joven agradable pero ambicioso, renunció casi de inmediato a la sucesión. El Parlamento y el ejército siguieron peleándose. Al cabo de nueve meses de paciente espera, Julius se aventuró a escribir personalmente:
Si Vuestra Majestad accede a llegar a un acuerdo con el Parlamento, cosa que vuestro padre jamás habría hecho, y pagáis al ejército, cosa que el actual Parlamento se niega a hacer, este reino será vuestro.
Un día, un discreto emisario llegó a casa de Julius con noticias que lo llenaron de felicidad.
—El Rey os da las gracias por vuestra inquebrantable lealtad, que ni él ni su padre jamás olvidaron. —El emisario sonrió—: Es mucho más alegre que su padre, ¿sabéis? Dice que prefiere llegar a un acuerdo con un hatajo de monos antes que permanecer toda la vida en el exilio. A propósito —añadió el hombre antes de partir—, el Rey sabe que perdisteis Bocton debido a vuestra lealtad, y os lo devolverá tan pronto como sea proclamado rey.
Por fin, en la primavera de 1660 Julius oyó pronunciar, con una alegría casi irreprimible, las siguientes palabras: «Llega el Rey. El rey Carlos II reina en Inglaterra. ¡Viva el Rey!».