XXXII
EN EL templo de la caverna, Chon por fin había recuperado el control de sus destrozados nervios. Podía volver a maldecir y lo hizo.
—¡Malditos todos los que profanan el templo de Chon, el verdadero dios! —gritó.
—¡Chon! —se sorprendió Tarzán—. Pero si Chon está muerto.
—Chon no está muerto —replicó el dios—. ¡Yo soy Chon!
—Chon se ahogó cuando su galera se hundió, hace muchos años —insistió el hombre mono.
—¿Qué sabes tú de todo esto? —preguntó Chon.
—Sé lo que Herkuf me contó —respondió Tarzán—, y él era un sacerdote de Chon.
—¡Herkuf! —exclamó Chon—. ¿Está vivo?
—Sí, Chon: ahora va camino de Thobos con el cofre del Padre de los Diamantes que encontramos en vuestra galera sumergida en el fondo de Horus.
—¡Demos gracias a Isis! —alabó Chon—. Cuando las galeras de Atka nos atacaron —explicó—, me puse el traje y casco acuáticos y salté por la borda. Así escapé, y al final encontré esta caverna. Aquí he vivido durante muchos años, esperando mi oportunidad de capturar ptomos del templo del falso Brulor, ptomos que en el fondo aún creían en el verdadero dios. Si has dicho la verdad, todos seréis liberados con mi bendición.
—En primer lugar —consideró Tarzán—, debemos encontrar a las muchachas. D’Arnot, tú ven conmigo. Ungo, trae a los mangani. El resto buscad en el corredor principal.
Y así, los supervivientes partieron en busca de las muchachas desaparecidas, mientras Chon y sus sacerdotes entonaban una plegaria por haber recuperado el Padre de los Diamantes.
Cuando los asharianos vieron a las chicas saltar al agua, el oficial que estaba a cargo de la galera ordenó que variaran el rumbo, y rápidamente remaron en su dirección. Helen y Magra la vieron venir e intentaron encontrar un lugar donde pudieran alcanzar la orilla y escapar, pues sabían que en la galera sólo podía haber enemigas; pero el escarpado acantilado que se alzaba junto al lago en ese punto hacía imposible la huida. La galera las alcanzó y pronto fueron subidas a la embarcación.
—¡Por Brulor! —exclamó uno de los asharianos—. Ésta es la mujer que asesinó a Zytheb, el Guardián de las Llaves del Templo. Atka nos recompensará por esto, pues fue sin duda ella quien ideó la inundación del templo y que todos se ahogaran dentro.
Magra miró a Helen.
—¿Qué más nos puede ocurrir? —preguntó con hastío.
—Éste debe de ser el fin absoluto —respondió Helen—, y espero que lo sea. Estoy demasiado cansada.
Cuando por fin llegaron a la ciudad y fueron llevadas a presencia de Atka, la reina las miró enfurecida y señaló a Helen.
—Por tu culpa —gritó— el templo se inundó y todos los sacerdotes y doncellas se ahogaron. No se me ocurre ningún castigo adecuado a tu crimen, pero lo encontraré. ¡Lleváoslas!
En la mazmorra en la que las encadenaron permanecieron sentadas, mirándose con aire desesperanzado.
—Me pregunto cuánto tardará en ocurrírsele un castigo adecuado para mi delito —ironizó Helen—. Qué pena que no pueda llamar a un consultorio.
Magra sonrió.
—Me alegro de que aún seas capaz de bromear —agradeció—. Así es más fácil soportar esto.
—¿Por qué no bromear mientras podamos? —preguntó Helen—. Pronto estaremos muertas, y la muerte no es ninguna broma.
El loco Thome vagaba sin rumbo cerca de las orillas de Horus, parloteando sin cesar sobre las cosas que su gran riqueza le permitiría adquirir en los antros de Europa. No tenía idea de dónde estaba Europa ni de cómo llegar a ella. Sólo recordaba que era un lugar donde uno podía satisfacer todos sus apetitos. Estaba tan imbuido en este enloquecido sueño que no vio que se acercaba Taask.
El indio había estado buscando a Helen y se había separado de Gregory y Brian, cuando de pronto tropezó con Atan Thome y vio el cofre en sus manos. Al instante alejó de su mente todo pensamiento salvo uno: apoderarse del maldito objeto que contenía el valiosísimo diamante. Se acercó con sigilo a Thome y saltó sobre él. Rodaron por el suelo, mordiéndose, dándose patadas y clavándose las uñas. Taask era más joven y más fuerte, y pronto arrancó el cofre de las manos de Atan Thome, y tras ponerse en pie de un salto echó a correr con él.
Lanzando gritos a todo pulmón, el enloquecido hombre cogió una roca y fue tras él. Los ojos y el corazón de Atan Thome eran los de un asesino mientras perseguía a su antiguo criado por el rocoso terreno sobre Ashair. Al ver que no podía alcanzar a Lal Taask, Atan Thome le lanzó la piedra, y por casualidad dio de lleno en la cabeza al hombre que huía, haciéndole caer al suelo, con lo que su loco perseguidor pronto le atrapó. Thome recuperó la roca y golpeó con todas sus fuerzas el cráneo de Lal Taask hasta que éste no fue más que una masa de sesos y huesos astillados; luego apretó el cofre contra su pecho y desafiando al mundo con sus alaridos se marchó a todo correr.
Siguiendo el rastro del olor de las dos muchachas, Tarzán y d’Arnot se encontraron en una tercera caverna del templo, frente a dos simios machos.
—¿Dónde están las hembras? —preguntó Tarzán.
Zu-tho señaló hacia el lago.
—Han saltado al agua —explicó.
Tarzán miró y vio la galera ashariana remando en dirección a la ciudad; entonces él y d’Arnot regresaron a la sala del trono y relataron lo que había ocurrido.
—Voy a llevarme a los simios a Ashair —dijo—. Con su ayuda es posible que pueda sacar de allí a las chicas.
—Mis sacerdotes te acompañarán —añadió Chon, y el grupo pronto salió del templo, los hombres armados con tridentes y cuchillos, los simios con sus terribles colmillos y sus fuertes músculos.
Un excitado guerrero entró con precipitación a la sala del trono de Atka y se arrodilló ante ella.
—¡Oh, reina! —informó alarmado—. Se acerca una gran flota de galeras de guerra procedente de Thobos.
Atka se volvió a uno de sus ayudantes.
—Ordena que salga la flota completa —mandó—. Hoy destruiremos el poder de Thobos para siempre.
Mientras la horda de asharianos embarcaba en el muelle. Tarzán de los Monos miraba abajo desde la ladera de la montaña y los observaba; más a lo lejos, acercándose a Ashair, divisó la flota de guerra de Herat que se aproximaba.
—Ahora es el momento —anunció a sus variopintos seguidores— habrá menos guerreros con los que enfrentarnos.
—No podemos fracasar —aseguró un sacerdote— pues Chon nos ha bendecido.
Unos minutos más tarde el Señor de la Jungla condujo a su pequeña banda junto a la muralla de la Ciudad Prohibida. Era una aventura arriesgada, apenas una vana esperanza para lograr la salvación de Helen y Magra de la muerte o de un destino aún más terrible. ¿Cuál sería el resultado: el éxito o el fracaso?
Cuando las dos flotas se encontraron en medio de los gritos de guerra de los combatientes de ambos bandos, no hubo cuartel para nadie, pues cada ejército estaba convencido de que sería una batalla a vida o muerte que determinaría para siempre qué ciudad iba a gobernar el valle del Tuen-Baka. Y mientras esta sangrienta batalla se estaba librando en el sagrado Horus, otra lucha tenía lugar ante las puertas del palacio de Atka, donde Tarzán intentaba conducir a su pequeña banda a presencia de la reina. Buscaba a Atka, pues sabía que con Atka en su poder podría obligar a los asharianos a liberar a sus prisioneras…, si aún vivían.
Por fin vencieron la resistencia en las puertas y Tarzán se abrió paso a la cabeza de su grupo hasta la sala del trono de la reina.
—He venido a por las dos mujeres —exigió—. Si las liberas y me las entregas, nos marcharemos; si te niegas, nos marcharemos pero te llevaremos con nosotros.
Atka permaneció sentada en silencio unos minutos, con los ojos fijos en Tarzán. Temblaba un poco y parecía estar realizando un esfuerzo para controlar sus emociones. Al fin habló.
—Has ganado —admitió—. Las mujeres te serán entregadas enseguida.
Cuando Tarzán y su triunfante banda sacaba a las muchachas de Ashair. Magra se agarró a su brazo.
—Oh. Tarzán —suspiró—. Sabía que vendrías. Mi amor me decía que lo harías.
El hombre mono meneó la cabeza con impaciencia.
—No me gusta esta conversación —repuso—; no es para nosotros. Eso déjaselo a Helen y a Paul.
Herat, victorioso, entró en Ashair, el primer rey de Thobos que ponía los pies en la Ciudad Prohibida. Desde la abertura de la caverna de Chon, que dominaba el lago, Chon había contemplado cómo la flota ashariana quedaba destrozada y a la victoriosa flota thobotiana dirigirse hacia Ashair; cuando Tarzán y su grupo regresaron y el hombre mono le informó del éxito de la expedición de Herat, pidió a Chon que enviara un mensajero a Ashair para convocar a Herat, en nombre del verdadero dios, al templo.
Cuando concluyeron los saludos entre Herat y Chon, el verdadero dios bendijo a todo el grupo, reconociendo el mérito de los extranjeros en la recuperación del Padre de los Diamantes para el templo de Chon y la reunión del rey y el verdadero dios; entonces Herat, para demostrar su propio agradecimiento, se ofreció a entregar ropa y provisiones al grupo de Gregory y a proporcionarles galeras para salir del Tuen-Baka. Al fin sus problemas parecían haber terminado.
—Estamos juntos y a salvo —agradeció Gregory—, y más que a nadie, te lo debemos a ti, Tarzán. ¿Cómo podremos pagártelo?
Gregory fue interrumpido por unos gritos enloquecidos, cuando dos guerreros de Herat que habían estado entre la guardia salieron a la entrada exterior de la caverna y luego regresaron al templo llevando a Atan Thome a rastras.
—Este hombre posee un cofre —informó uno de los guerreros— que según dice contiene el Padre de los Diamantes.
—El verdadero Padre de los Diamantes, que Herkuf acaba de traerme de Thobos —explicó Chon—, descansa en su cofre ante el altar delante de mí. No puede haber dos. Echemos un vistazo a lo que ese hombre guarda en su cofre.
—¡No! —chilló Atan Thome—. ¡No lo abras! Es mío y esperaba abrirlo en París. ¡Con él compraré todo París y seré rey de Francia!
—¡Silencio, mortal! —ordenó Chon; entonces, con gran lentitud, abrió el cofre, mientras el tembloroso Thome miraba fijamente con ojos de loco el contenido: un trocito de carbón.
Al verlo, al comprender lo que era, Atan Thome lanzó un aullido, se llevó la mano al corazón y cayó muerto al pie del altar del verdadero dios.
—Por este falso y maldito objeto —observó Brian Gregory— todos hemos sufrido y muchos han muerto; sin embargo, la ironía es que se trata, en verdad, del Padre de los Diamantes.
—Los hombres son bestias extrañas —sentenció Tarzán.