II
NO ENTIENDO —explicó d’Arnot— por qué Tarzán se ha ido con esos dos. No es propio de él. Si hay un hombre cauto con los extraños es él.
—Quizá no eran extraños —sugirió Helen—. Parecía estar en buenas relaciones con la mujer. ¿No se ha fijado en la actitud amistosa y alegre de ella?
—Sí —respondió d’Arnot—, me he fijado; pero también me he fijado en Tarzán. Está pasando algo extraño. No me gusta.
Mientras d’Arnot hablaba, Tarzán, rápido como Ara, el rayo, se giró en redondo sobre Lal Taask antes de que le clavaran el cuchillo; y, agarrando al hombre, lo levantó por encima de su cabeza, mientras Atan Thome y Magra se arrimaban a la pared llenos de asombro. Ahogaron un grito de horror, en tanto Tarzán arrojaba a Lal Taask pesadamente al suelo.
Tarzán clavó su mirada en los ojos de Atan Thome.
—Tú eres el siguiente.
—Espera, Brian Gregory —suplicó Thome, apartándose del hombre mono y arrastrando a Magra con él—. Vamos a razonar.
—Yo no razono con asesinos —replicó Tarzán—. Yo mato.
—Yo sólo quería asustarte, no matarte —explicó Atan Thome, mientras seguía recorriendo la habitación pegado a la pared y cogiendo con fuerza la mano de Magra.
—¿Por qué? —preguntó Tarzán.
—Porque tienes algo que yo quiero: un mapa que me lleve a Ashair —respondió Thome.
—No tengo ningún mapa —repitió Tarzán—, y una vez más te digo que jamás he oído hablar de Ashair. ¿Qué es lo que quieres y está en Ashair?
—¿Por qué eres tan quisquilloso, Brian Gregory? —espetó Atan Thome—. Sabes tan bien como yo que lo que los dos queremos de Ashair es el Padre de los Diamantes. ¿Trabajarás conmigo o seguirás mintiendo?
Tarzán se encogió de hombros.
—No sé de qué me estás hablando —insistió.
—De acuerdo, necio —gruñó Thome—. Si no quieres trabajar conmigo, no vivirás para trabajar contra mí. —Desenfundó una pistola de una pistolera de hombro y apuntó al hombre mono—. ¡Toma!
—¡No lo hagas! —gritó Magra, apartándole el arma cuando Thome apretaba el gatillo—. ¡No matarás a Brian Gregory!
Tarzán no concebía qué era lo que impulsaba a aquella mujer extraña a interceder por él, tampoco Atan Thome, mientras la maldecía con amargura, la arrastraba hasta la puerta y entraban en la habitación contigua antes de que Tarzán pudiera impedírselo.
Al oír el disparo, d’Arnot, que estaba en la terraza de abajo, se puso en pie de un salto.
—Lo sabía —exclamó—. Sabía que pasaba algo.
Gregory y Helen se levantaron para seguirle.
—Quédate aquí, Helen —ordenó Gregory—; no sabemos qué está pasando ahí.
—No seas tonto, papá —replicó la muchacha—. Voy con vosotros.
La larga experiencia había enseñado a Gregory que la manera más fácil de controlar a su hija era dejarle hacer lo que quería, ya que de todos modos lo haría.
D’Arnot se hallaba en el pasillo superior llamando a Tarzán en voz alta cuando los Gregory le alcanzaron.
—No sé en qué habitación ha sido —les informó.
—Tendremos que mirar en todas —sugirió Helen.
De nuevo d’Arnot llamó a Tarzán, y esta vez el hombre mono respondió. Un instante después, los tres entraron en la habitación de la que había procedido la voz y le vieron intentando abrir una puerta en la pared de la izquierda.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó d’Arnot con excitación.
—Un tipo ha pretendido dispararme —explicó Tarzán—. La mujer que me ha enviado la nota le ha apartado el arma; luego él la ha arrastrado a esta habitación y ha cerrado con llave.
—¿Qué vas a hacer? —demandó Gregory.
—Voy a derribar la puerta e ir tras él-respondió el hombre mono.
—¿No es un poco peligroso? —cuestionó Gregory—. Dices que el tipo va armado.
Por toda respuesta, Tarzán arrojó por completo su peso contra la puerta y ésta quedó destrozada. El hombre mono cruzó el umbral de un salto. La estancia se hallaba vacía.
—Se han ido —constató.
—Las escaleras van de ese porche al patio de servicio de la parte trasera del hotel —explicó d’Arnot—. Si nos damos prisa, tal vez les alcancemos.
—No —propuso Tarzán—. Dejemos que se vayan. Tenemos a Lal Taask. Él puede hablarnos de los otros. —Se giraron para volver a entrar en la habitación que acababan de abandonar—. Le interrogaremos y nos responderá. —En su tono había una seriedad que, por alguna razón, hizo que Helen pensara en un león.
—Si no le has matado —especificó d’Arnot.
—Es evidente que no —replicó el hombre mono—; ¡se ha ido!
—¡Qué misterio! —exclamó Helen Gregory.
Los cuatro regresaron a su mesa de la terraza, todos menos Tarzán un poco nerviosos y excitados. Helen Gregory estaba emocionada. Allí se respiraba el misterio y la aventura. Esperaba encontrar ambas cosas en África, pero no tan lejos del interior. También había un romance, junto a ella, tomando un refresco; pero no lo sabía. Por encima del borde del vaso, d’Arnot examinaba su perfil por enésima vez.
—¿Qué aspecto tenía la mujer? —preguntó Helen a Tarzán.
—Era más alta que usted, con el cabello negro, delgada, bastante guapa —respondió el hombre mono.
Helen hizo gestos de asentimiento.
—Estaba sentada en aquella mesa del fondo de la terraza antes de que llegara —dijo ella—. La acompañaba un hombre de aspecto extranjero.
—Debía ser Lal Taask —indicó Tarzán.
—Tenía un aspecto asombroso —prosiguió Helen—. ¿Por qué supone que le hizo ir a esa habitación y después le salvó la vida?
Tarzán se encogió de hombros.
—Sé por qué me hizo ir a la habitación, pero no entiendo por qué apartó la mano de Atan Thome para salvarme.
—¿Qué querían de ti? —interrogó d’Arnot.
—Creen que soy Brian Gregory y quieren un mapa de la ruta que conduce a Ashair: la Ciudad Prohibida. Según ellos, el Padre de los Diamantes se encuentra allí. Dicen que tu hermano elaboró este mapa. ¿Sabéis algo de ello? ¿Este safari vuestro sólo es para encontrar el Padre de los Diamantes? —esta última pregunta la dirigió a Gregory.
—No sé nada de ningún Padre de los Diamantes —respondió Gregory—. Mi único interés es encontrar a mi hijo.
—¿Y no tienen ningún mapa?
—Sí —reconoció Helen—, tenemos un mapa muy rudimentario que Brian dibujó e incluyó en la última carta que recibimos de él. Jamás sospechamos que nos sería útil, pensamos que era más para que nos hiciéramos una idea de dónde estaba que para otra cosa. Puede que ni siquiera sea exacto, y sin duda es sólo un esbozo. Sin embargo, lo conservé; y aún lo tengo en mi habitación.
—Cuando el botones te ha traído la nota —intervino d’Arnot—, acababas de preguntarme por qué te había hecho venir.
—Sí —admitió Tarzán.
—Me encontraba aquí en Loango, en una misión especial, y conocí a monsieur y mademoiselle Gregory —explicó d’Arnot—. Me interesó mucho su problema, y cuando me preguntaron si conocía a alguien que pudiera ayudarles a encontrar Ashair, enseguida pensé en ti. No me atrevería a pedirte que les acompañaras, pero sé que no hay nadie en África mejor preparado para que se ocupe de su safari.
Aquella semisonrisa que d’Arnot conocía tan bien, y que correspondía más a los ojos que a los labios, iluminó por un instante el rostro de Tarzán.
—Entiendo, Paul —asintió—. Me ocuparé de su safari.
—Pero eso es una imposición —exclamó Helen—. Jamás le pediríamos que lo hiciera.
—Creo que será interesante —confirmó Tarzán—, ya que he conocido a Magra, a Lal Taask y a Atan Thome. Me gustaría volver a verles. Creo que si voy con ustedes nuestros caminos se cruzarán.
—No me cabe ninguna duda —dijo Gregory.
—¿Han hecho algún preparativo? —preguntó Tarzán.
—Nuestro safari se está reuniendo en Bonga —informó Gregory—, y había contratado a modo de prueba a un cazador blanco llamado Wolff para que se ocupe de ello, pero desde luego ahora…
—Si viene como cazador, puede irnos bien —opinó Tarzán.
—Vendrá al hotel esta mañana. Podremos hablar con él entonces. No sé nada sobre su persona, aparte de que tiene buenas referencias.
Detrás de la tienda de Wong Feng hay una habitación con gruesas cortinas. Un Buda lacado en rojo descansa en un pequeño santuario. Se ven algunos bronces excelentes, un par de biombos de incalculable valor, algunos jarrones buenos; el resto es una mezcolanza de papier maché, cloisoné barato y esteatita. Los muebles son de teca, desmontándose al estilo del mobiliario chino. Gruesas cortinas tapan la única ventana y en el aire flota un fuerte olor a incienso: sofocante, asfixiante. Atan Thome está aquí y también Magra. El hombre está fría y tranquilamente furioso.
—¿Por qué lo has hecho? —le reprochó—. ¿Por qué has apartado el arma?
—Porque… —empezó a decir Magra, pero se interrumpió.
—Porque… porque… —imitó él—. El eterno femenino. ¡Pero ya sabes lo que hago con los traidores! —Se giró hacia ella de pronto—. ¿Amas a Gregory?
—Tal vez —respondió ella—, pero eso es asunto mío. Lo que nos importa a nosotros ahora es llegar a Ashair y conseguir el Padre de los Diamantes. Los Gregory van allí. Eso significa que no tienen el diamante y que disponen de un mapa. Ya sabes que Brian dibujó un mapa. Le viste hacerlo. Hemos de conseguirlo, y yo tengo un plan. ¡Escucha! —Se acercó, se inclinó hacia Thome y le susurró algo con rapidez.
El hombre escuchó con atención, iluminándose su rostro en señal de aprobación.
—¡Magnífico, cariño! Lal Taask lo hará mañana, si se ha recuperado lo suficiente. Wong Feng se está ocupando de él. Pero si eso no sale bien, aún nos queda Wolff.
—Si consigue el trabajo —advirtió Magra—. Vamos a echar un vistazo a Lal Taask.
Entraron en un pequeño dormitorio contiguo a la habitación en la que habían estado hablando. Un chino hervía algo en un hervidor sobre una lámpara de aceite. Lal Taask yacía en un estrecho catre. Levantó la mirada cuando los dos entraron.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Atan Thome.
—Mejor, amo —respondió el hombre.
—Mañana «estalá» bien —aseguró Wong Feng.
—¿Cómo has escapado? —se interesó Magra.
—He fingido que estaba inconsciente —contestó Lal Taask—, y cuando han entrado en la habitación de al lado, me he arrastrado hasta un armario y me he escondido. Cuando se ha hecho de noche, he logrado salir al patio posterior y venir hasta aquí pero creía que iba a morir. Casi creo a ese hombre cuando dice que no es Brian Gregory, a menos que haya desarrollado esa enorme cantidad de fuerza desde que le vi por última vez.
—Es Brian Gregory —aseguró Thome.
Wong sirvió una taza de la decocción que había preparado y se la ofreció a Lal Taask.
—¡Bebe! —le mandó.
Lal Taask tomó un sorbo, hizo una mueca y lo escupió.
—No puedo tomar esto tan asqueroso —protestó—. ¿Qué lleva?, ¿gato muerto?
—Sólamente una pizca de gato muerto —explicó Wong—. ¡Bebe!
—No —se negó Lal Taask—. Prefiero morir.
—Bébelo —ordenó Atan Thome.
Como un perro apaleado, Lal Taask se llevó la taza a los labios y, con arcadas y atragantándose, se la tomó.