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ATAN THOME y Lal Taask iban a la cabeza de su safari, que acababa de salir de un espeso bosque. A su derecha discurría un río tranquilo y ante ellos se extendía campo abierto. A lo lejos, visible por encima de unas colinas bajas, se elevaba la cima de lo que parecía ser un gran volcán extinguido.
—¡Mira, Lal Taask! —exclamó Thome—. Es Tuen-Baka. En el interior de su cráter se encuentra Ashair, la Ciudad Prohibida.
—Y el Padre de los Diamantes. Ojalá Magra estuviera aquí para verlo. Me pregunto dónde están. Wolff ya debe de estar de camino hacia aquí. Quizá les encontraremos cuando salgamos, no pueden habernos adelantado… hemos ido demasiado deprisa.
—Si no les encontramos, seremos menos a repartir —sugirió Lal Taask.
—Se lo prometí a su madre —reconvino Thome.
—De eso hace mucho tiempo, su madre está muerta y Magra jamás ha sabido nada de esa promesa.
—El recuerdo de su madre jamás morirá —insistió Thome—. Has sido un fiel servidor, Lal Taask. Quizá debería contarte la historia; entonces lo entenderás.
—Tu servidor te escucha.
—La madre de Magra fue la única mujer a la que he amado. Las leyes inexorables de las castas hacían que me fuera imposible conseguirla. Yo soy mestizo; ella, hija de un maharajá. Yo estaba al servicio de su padre, y cuando la princesa se casó con un inglés, me enviaron a Inglaterra con ella en su séquito. Mientras su esposo estaba de caza en África, tropezó con Ashair. Durante tres años estuvo prisionero allí, y soportó crueldades y torturas. Al fin logró escapar, y regresó a casa sólo para morir como consecuencia de sus experiencias. Pero se trajo consigo la historia del Padre de los Diamantes, e hizo prometer a su esposa que organizaría una expedición para volver a Ashair y castigar a los que le habían tratado con tanta crueldad. El Padre de los Diamantes tenía que ser el incentivo para conseguir voluntarios, pero el mapa que dibujó se perdió y nunca se hizo nada. Luego la princesa murió, y dejó a mi cargo a Magra, que entonces tenía diez años, porque el sucesor del viejo maharajá no quería saber nada de la hija del inglés. Siempre he tenido en la cabeza buscar Ashair, y durante dos años hice el primer intento. Entonces me enteré de que Brian Gregory buscaba lo mismo. Él llegó a Ashair y trazó un mapa, aunque en realidad nunca llegó a entrar en la ciudad. En su segunda aventura le seguí; pero me perdí en la selva. Encontré lo que quedaba de su safari cuando salían. Él había desaparecido. Se negaron a entregarme el mapa, así que juré obtenerlo, y aquí estoy con él.
—¿Cómo sabías que había hecho un mapa? —preguntó Lal Taask.
—Nuestros safaris se encontraron una noche, después de su primer viaje. Por casualidad le vi dibujar el mapa. Es el que tengo, o más bien, una copia que envió a su casa en una carta.
»Como el padre de Magra murió debido al Padre de los Diamantes, a ella le corresponde una parte; y existe otra razón. Todavía no soy un viejo. Veo en Magra la reencarnación de la mujer a la que amé. ¿Entiendes, Lal Taask?
—Sí, mi amo.
Atan Thome suspiró.
—Quizá mis sueños son una locura. Ya lo veremos, pero ahora debemos avanzar. Vamos, Mbuli, ¡pon en marcha a los chicos!
Los nativos habían estado hablando en susurros mientras Thome contaba su historia a Taask, y Mbuli se acercó ahora a Atan Thome.
—Mi gente no seguirá, bwana —balbució.
—¿Qué? —exclamó Thome—. Debes de estar loco. Os contraté para ir hasta Ashair.
—En Bonga, Ashair estaba muy lejos; y mis hombres eran muy valientes. Ahora Bonga está muy lejos y Ashair está cerca. Ahora recuerdan que Tuen-Baka es tabú, y tienen miedo.
—Tú eres el jefe —le reprendió Thome—. Hazles seguir.
—No puedo hacerlo —insistió Mbuli.
—Esta noche acamparemos aquí, junto al río —decidió Thome—. Hablaré con ellos. Puede que mañana se sientan más valientes. No pueden abandonarme ahora.
—Muy bien, bwana; mañana es posible que se sientan más valientes. Estaría bien acampar aquí para descansar.
Atan Thome y Lal Taask durmieron bien aquella noche, arrullados por el suave murmullo del río; y Atan Thome soñó con el Padre de los Diamantes y con Magra. Lal Taask pensó que soñaba cuando el silencio de la noche fue quebrado por una voz sepulcral que hablaba en una lengua extraña, pero no era ningún sueño.
El sol estaba alto cuando Atan Thome despertó. Llamó a su criado, pero no obtuvo respuesta; después volvió a llamarle, con voz fuerte, autoritaria. Escuchó. En el campamento reinaba un extraño silencio. Se levantó y salió de la tienda. Salvo por su tienda y la de Lal Taask, el campamento estaba desierto. Se encaminó hacia la de Taask y le despertó.
—¿Qué ocurre, mi amo? —preguntó Lal Taask.
—Esos perros nos han abandonado —exclamó Thome.
Taask se puso en pie de un salto y salió de su tienda.
—¡Por Alá! Se han llevado todas nuestras provisiones y equipo. Nos han dejado para que muramos. Debemos darnos prisa para alcanzarles. No pueden estar muy lejos.
—No haremos nada de eso —opuso Thome—. ¡Nos vamos! —Había un extraño brillo en sus ojos que Lal Taask jamás había visto hasta entonces—. ¿Crees que he soportado todo lo que he tenido que soportar para regresar ahora sólo porque unos cuantos nativos cobardes tienen miedo?
—Pero, mi amo, no podemos ir solos los dos —suplicó Lal Taask.
—¡Silencio! —ordenó Thome—. Vamos a ir a Ashair, a la Ciudad Prohibida, hasta el Padre de los Diamantes. ¡El Padre de los Diamantes! —Estalló en fuertes carcajadas—. Magra llevará los mejores diamantes del mundo. Seremos ricos, más ricos de lo que el más avaro ha soñado jamás, ella y yo… ¡los más ricos del mundo! Yo, Atan Thome, el mestizo, avergonzaré a los maharajás de la India. Sembraré de oro las calles de París… —Se interrumpió de pronto y se apretó la palma de la mano contra la frente—. ¡Vamos! —dijo entonces en su tono normal—. Seguiremos el río hasta Ashair.
En silencio, Lal Taask siguió a su amo por un estrecho sendero que discurría paralelo al río. El terreno era accidentado y quebrado por barrancos y torrenteras, el caminillo apenas era visible en aquel terreno rocoso y árido. Casi a mediodía llegaron a la boca de una estrecha garganta con grandes riscos a ambos lados, riscos que se elevaban tanto que les hacían parecer dos hombres de proporciones liliputienses. A través de la garganta fluía el río, plácidamente.
—¡Vaya lugar! —exclamó Lal Taask—. No podemos seguir.
—Es el camino que va a Ashair —dijo Thome, señalando—. ¿Lo ves serpenteando la cara del risco?
—¿Aquello es un sendero? —protestó Taask—. Sólo es un arañado que ni una cabra montés podría seguir.
—No obstante, es el camino que seguiremos —insistió Thome.
—¡Mi amo, es una locura! —gritó Lal Taask—. Regresemos. Ni todos los diamantes del mundo valen el riesgo que correremos. Antes de haber recorrido cien metros, habremos caído al río y nos habremos ahogado.
—¡Cierra el pico! —reprendió Thome—. Y sígueme.
Pegados con precariedad a un estrechísimo sendero tallado en la cara del elevado risco, los dos hombres avanzaron centímetro a centímetro por la rocosa pared. Abajo fluía el silencioso río que llegaba hasta algún lugar que se encontraba más adelante. Un solo paso mal dado les arrojaría a él. Lal Taask no se atrevía a mirar abajo. De cara a la pared, con los brazos extendidos en busca de puntos donde agarrarse que no existían, temblando tanto que temía que las rodillas le fallaran y le arrojaran a la muerte, seguía a su amo, exudando sudor por todos los poros.
—Jamás lo conseguiremos —dijo entre jadeos.
—¡Calla la boca y sigue adelante! —espetó Thome—. Si me caigo, puedes volver atrás.
—Oh, mi amo, no podría hacerlo. Nadie podría dar la vuelta en este espantoso sendero.
—Entonces sigue adelante y deja de dar la lata. Me pones nervioso.
—¡Y pensar que corremos tantos riesgos por un diamante! Si fuera grande como una casa y lo tuviera ahora, lo daría por estar de nuevo en Lahore.
—Eres un necio cobarde, Lal Taask —le insultó Thome.
—Lo soy, mi amo; pero es mejor ser un cobarde vivo que un valiente muerto.
Los dos hombres avanzaron despacio durante dos horas por el senderuelo hasta que se hallaron al borde del agotamiento, e incluso Thome empezaba a lamentar su temeridad; entonces, cuando dio la vuelta a un saliente del acantilado, vio un pequeño cañón boscoso que interrumpía la cara del imponente risco y discurría suavemente hacia el río. El sendero conducía a este cañón. Cuando llegaron a él, se arrojaron al suelo exhaustos por completo, y yacieron allí casi hasta que se hizo de noche.
Por fin se despertaron y prendieron una fogata' pues con la llegada de la noche refrescó en el cañón. No habían comido en todo el día y tuvieron que contentarse con llenar su estómago con agua del río. Para entrar en calor, se acurrucaron cerca de su pequeña fogata.
—Mi amo, este lugar es malo —gimoteó Lal Taask—. Tengo la sensación de que nos están observando.
—Es el mal que llevas en ti lo que habla, necio —gruñó Thome.
—¡Por Alá, mi amo! —farfulló Taask—. ¿Qué es eso?
Señaló en la negrura entre los árboles, y una voz sepulcral habló en una extraña lengua y Lal Taask se desmayó.