XVII
ATAN THOME y Lal Taask estaban instalados con comodidad en la terraza del palacio de Atka, que daba al lago. Los trataban como invitados, pero sabían que eran prisioneros. Lal Taask habría dado su alma por estar fuera de aquel país, pero Atan Thome seguía albergando sueños sobre el Padre de los Diamantes, que imaginaba como una piedra del tamaño de un balón de fútbol. A menudo se divertía tratando de calcular su valor; luego lo pasaba a libras esterlinas y compraba yates y castillos y grandes fincas rurales. Organizaba las más extraordinarias cenas que París jamás había conocido y era admirado por las mujeres más bellas del mundo, a las que cubría de pieles y joyas. Pero los muros de Ashair seguían alzándose a su alrededor y, por encima de ellos, las paredes del Tuen-Baka.
Mientras estaban allí sentados, el noble Akamen se reunió con ellos.
—Con toda probabilidad vuestros enemigos ya han sido capturados —les informó.
—¿Qué les ocurrirá? —preguntó Lal Taask. Pensaba en lo que podría pasarle a él tarde o temprano.
—Conocerán la ira de Brulor —respondió Akamen.
—¿Quién es Brulor? —se interesó Thome.
—Brulor es nuestro dios, el Padre de los Diamantes —explicó el ashariano—. Su templo se encuentra en el fondo del lago Horus, protegido por los sacerdotes de Brulor y las aguas del sagrado Horus.
—Pero yo creía que el Padre de los Diamantes era un diamante —exclamó Atan Thome, aterrado por la idea de que se trataba de un hombre.
—¿Qué sabes del Padre de los Diamantes? —inquirió Akamen.
—Nada —se apresuró a contestar Thome—. Acabo de oír mencionarlo.
—Bien —asintió Akamen—, es algo de lo que no debemos hablar con los bárbaros, pero no me importa decirte que el Padre de los Diamantes es el nombre que damos tanto a Brulor como al Padre de los Diamantes que descansa en el cofre que se encuentra en el altar ante su trono, en el templo.
Atan Thome exhaló un suspiro de alivio. Así que después de todo existía un Padre de los Diamantes. De pronto le llegó con debilidad a los oídos un extraño grito procedente de la lejanía del lago, en la dirección del túnel que conducía al mundo exterior y llevaba las aguas de Horus hasta el mar a miles de kilómetros de distancia.
—Me pregunto qué ha sido eso —se extrañó Akamen—. Parecía casi humano.
—¿Hay simios por aquí? —preguntó Thome.
—No —contestó Akamen—. ¿Por qué?
—Ha sonado un poco como un simio —respondió Atan Thome.
—Ahí dentro estará muy oscuro —comentó Tarzán cuando la galera en la que él y sus compañeros prisioneros eran trasladados a Ashair se acercó a la boca del túnel que conducía al lago Horus. Habló en inglés—. Cada uno de vosotros que coja a un par de hombres, y cuando yo diga «Kreegah», arrojadlos por la borda. Si actuamos muy deprisa, pillándoles desprevenidos, podemos hacerlo; yen cuanto hayáis tirado a dos por la borda, coged más. No puedo explicárselo a Thetan ni a Ogabi ahora, ya que los asharianos entienden suajili, pero en cuanto os dé la señal, se lo diré.
—¿Y después qué haremos? —preguntó Lavac.
—Bueno, nos haremos cargo del barco, por supuesto —manifestó Gregory.
—Seguro que nos matarán —intervino Lavac—, pero a mí no me importa.
En el momento en que la nave se acercaba al túnel, un guerrero que estaba en la proa encendió una antorcha, pues en el interior del túnel ni siquiera el cielo se vería para guiar al timonel. Tarzán lamentó la existencia de la antorcha, pero no abandonó su plan. Quizás ahora sería más dificil, pero le parecía que seguía siendo una excelente oportunidad.
De pronto el hombre mono se puso en pie de un salto y mientras arrojaba un guerrero al agua, su grito «¡Kreegah!» resonó por todo el túnel.
—¡A tirarlos por la borda! —bramó, y Thetan y Ogabi captaron la intención de su plan al instante.
El caos y la confusión reinaron a bordo de la galera, cuando cinco hombres desesperados y decididos cayeron sobre los guerreros asharianos, arrojándolos o empujándolos por la borda. Los atónitos asharianos quedaron tan sorprendidos que al principio cayeron víctimas del plan, pero después, los que habían escapado al primer ataque súbito de los prisioneros, se reunieron y se defendieron de un modo tal que puso en peligro el éxito del atrevido plan del hombre mono.
Magra, sentada en la zona media de la embarcación, se hallaba en el centro del tumulto. Agazapada entre dos esclavos de la galera, observaba la salvaje escena fascinada y sin miedo. La antorcha encendida en la proa de la nave dibujaba el escenario con altas luces y profundas sombras que danzaban sobre un fondo de oscuridad estigia, una imagen en movimiento de almas batallando al borde del Infierno; y entre ellas se movía, con la fuerza, la agilidad y la majestad de un gran león, la figura como divina del Señor de la Jungla. Vio asimismo la amenaza de la derrota que no podía evitar, y luego oyó gritar a Thetan:
—¡Ayudadnos, esclavos, y ganad vuestra libertad!
Casi como un solo hombre, los esclavos se levantaron con sus cadenas y golpearon a sus antiguos dueños con remos o puños. Hombres gritando y maldiciendo fueron lanzados a las negras aguas. Un guerrero se precipitó sobre Tarzán por detrás con su espada, pero Magra le cogió el tobillo y le hizo tropezar y caer entre dos esclavos, que le arrojaron por la borda.
Mientras resonaban en el túnel los gritos y aullidos, Helen se apretó más a d’Arnot.
—Ahí detrás están peleando —advirtió.
—Sí —coincidió el francés—. El primer grito ha sido el aviso de Tarzán, «kreegah»; o sea que puedes estar segura de que están peleando.
—Al menos sabemos que no todos se ahogaron —se alegró la muchacha—. Quizá papá aún esté vivo, pero ¿qué posibilidades tienen contra todos esos guerreros?
—Siempre existe una posibilidad en el bando en el que lucha Tarzán —replicó d’Arnot—. Me sentiría mucho mejor por ti si estuvieras en la galera en la que va él.
—En el caso de que tú estuvieras también allí —repuso ella—; de lo contrario, prefiero estar aquí.
Él la estrechó aún más entre sus brazos.
—Que irónico destino el que sólo nos hayamos podido conocer y amar en estas circunstancias. Para mí, vale la pena el precio que tenga que pagar, sea cual sea, pero para ti…, bueno, ojalá nunca hubieras venido a África.
—¿Es eso la famosa galantería francesa? —bromeó ella.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Sí, pero aun así te alegras de que viniera a África, y yo también, pase lo que pase.
En la galera de la retaguardia, cuando se hubieron zafado de sus adversarios, el pequeño grupo hizo recuento de sus pérdidas.
—¿Dónde está Ogabi? —preguntó Tarzán.
—Un ashariano lo ha arrojado por la borda —informó Magra—. Pobre tipo.
—Fue vengado con ganas —se consoló Lavac.
—Ahora sólo faltan Helen y d’Arnot —apuntó Gregory—. Si no se han ahogado, deben de estar en una de las galeras que van delante. ¿No hay modo de rescatarlos?
—Tenemos cinco galeras delante —explicó Thetan—. Sólo somos cuatro hombres. No tendríamos ninguna posibilidad contra cinco galeras de guerreros asharianos. La única hipotética esperanza de salvarlos es pedir ayuda a mi rey, pero ya os he dicho que los thobotianos nunca han podido entrar en Ashair. Como mucho podemos esperar salvarnos nosotros, y no será fácil si alguna de las galeras que van delante nos espera. Tendremos que apagar nuestra antorcha y arriesgarnos en la oscuridad.
Cuando por fin la galera salió del túnel y el lago se abrió ante ellos, una extensión de agua aparentemente enorme a la escasa luz de las estrellas, vieron las antorchas encendidas de cinco galeras lejos a su izquierda, y justo después las luces de Ashair. No había ninguna galera esperándoles, y el camino a Thobos permanecía despejado para ellos.
Poco después del amanecer se acercaron al muelle de Thobos. Un grupo de guerreros estaba preparado para recibirlos, y aunque Thetan se hallaba a plena vista en la proa de la galera, su actitud era beligerante.
—No parecen muy amistosos —observó Magra—. Quizás huimos del fuego para ir a dar en las brasas.
—¿Quién viene? —preguntó uno de los guerreros.
—Thetan, sobrino del rey Herat —respondió Thetan.
—Reconocemos a Thetan, pero los otros son extraños —dijo el guerrero.
—Son amigos —explicó Thetan.
—Son extraños, y los extraños sólo pueden entrar en Thobos como prisioneros —insistió el guerrero—. Si quieren bajar a tierra sin pelear, hazles dejar sus armas.
Con estas condiciones permitieron que el grupo descendiera a tierra, pero de inmediato fueron rodeados por ceñudos guerreros.
—Ya sabes, Thetan —manifestó el cabecilla—, que va contra la ley traer extraños a Thobos; y por lo tanto, aunque seas su sobrino, debo arrestarte con los otros y llevarte ante el rey Herat.