I
LA ESTACIÓN de las lluvias había terminado y la selva era una explosión de exuberante verdor punteado por multitud de flores tropicales, llena de vida con los espléndidos colores y las estridentes voces de las incontables aves que chillaban, amaban, cazaban, huían; con los monos que parloteaban y los insectos que zumbaban, todos aquéllos muy ocupados, según parecía, en hacer cosas en círculos y sin llegar a ninguna parte, de forma muy parecida a sus infelices primos que residían en feas junglas de ladrillo, mármol y cemento.
El Señor de la Jungla, al igual que los propios árboles, formaba parte de la escena primitiva y se balanceaba cómodamente sobre el lomo de Tantor, el elefante, mientras holgazaneaba a la luz moteada del sol de mediodía en la jungla. El hombre mono parecía ajeno a cuanto le rodeaba, sin embargo todos sus sentidos estaban atentos a lo que ocurría a su alrededor, y su oído y su olfato llegaban mucho más lejos de lo que parecía. A este último, Usha, el viento, le llevó un aviso: el rastro del olor de un gomangani que se acercaba. Tarzán se puso alerta al instante. No pretendía ocultarse ni escapar, pues sabía que se trataba de un único nativo. Si hubieran sido más, se habría subido a los árboles y habría observado, oculto entre el follaje de algún poderoso patriarca de la selva, cómo se acercaban ya que sólo con su eterna vigilancia sobrevive un habitante de la jungla a la constante amenaza del mayor de todos los asesinos: el hombre.
Tarzán raras veces se consideraba un hombre. Desde niño había sido criado por bestias entre bestias, y casi ya era adulto cuando vio a un hombre por primera vez. De forma subconsciente lo clasificaba con Numa, el león, y Sheeta, la pantera, con Bolgani, el gorila, y con Histah, la serpiente, y otros enemigos de sangre que su entorno le ofrecía.
Agazapado sobre el gran lomo de Tantor, listo para cualquier eventualidad, Tarzán observó el sendero por el que el hombre se acercaba. Tantor ya empezaba a dar muestras de inquietud, pues también él había captado el rastro del olor del hombre; pero Tarzán le tranquilizó con una palabra, y el enorme animal, obediente, se quedó inmóvil. Después el hombre apareció en un recodo del camino, y Tarzán se relajó. El nativo descubrió al hombre mono casi al mismo tiempo y se detuvo; luego corrió hacia delante y se hincó de rodillas ante el Señor de la Jungla.
—¡Te saludo, Gran Bwana! —exclamó.
—¡Te saludo, Ogabi! —contestó el hombre mono—. ¿Por qué está Ogabi aquí? ¿Por qué no está en su propia región ocupándose de su ganado?
—Ogabi busca al Gran Bwana —respondió el negro.
—¿Por qué? —preguntó Tarzán.
—Ogabi se ha unido al safari del bwana blanco. Ogabi, askari. El bwana blanco Gregory envió a Ogabi a buscar a Tarzán.
—No conozco a ningún bwana blanco Gregory —objetó el hombre mono—. ¿Por qué te ha enviado a buscarme?
—El bwana blanco ha enviado a Ogabi a buscar a Tarzán. Debe ver a Tarzán.
—¿Dónde? —inquirió Tarzán.
—Gran aldea, Loango —explicó Ogabi.
Tarzán hizo gestos de negación con la cabeza.
—No —dijo—: Tarzán no irá.
—Bwana Gregory dice Tarzán debe —insistió Ogabi—. Algún bwana perdido; Tarzán encuentra.
—No —repitió el hombre mono—. A Tarzán no le gusta la gran aldea. Está llena de olores repugnantes y enfermedad y hombres y otros males. Tarzán no irá.
—Bwana d’Arnot dice que Tarzán vaya —añadió Ogabi, como si se le acabara de ocurrir.
—¿D’Arnot está en Loango? —preguntó el hombre mono—. ¿Por qué no me lo has dicho enseguida? Para el bwana d’Arnot, Tarzán irá.
Y así, con una palabra de despedida para Tantor, Tarzán giró en el sendero y se encaminó en dirección a Loango, mientras Ogabi caminaba a paso rápido pisándole los talones, tranquilo.
En Loango hacía calor, algo nada inusual, ya que siempre hacía calor en Loango. Sin embargo, el calor en los trópicos tiene sus recompensas, una de las cuales puede ser un vaso alto lleno de ron, azúcar y zumo de lima con hielo picado. Un grupo que se hallaba en la terraza de un hotelito colonial de Loango disfrutaba de varias recompensas.
El capitán Paul d’Arnot, de la Armada francesa, tenía sus largas piernas estiradas bajo la mesa y dejaba que sus ojos disfrutaran del perfil de Helen Gregory mientras tomaba su bebida lentamente, a sorbos. El perfil de Helen merecía el escrutinio de cualquiera, y no sólo su perfil. Rubia, de diecinueve años, vivaz, con un porte y una figura encantadoras en elegante ropa deportiva, era tan fría y seductora como el vaso con hielo que tenía ante ella.
—¿Cree que ese Tarzán al que ha enviado a buscar podrá encontrar a Brian, capitán d’Arnot? —preguntó, volviendo el rostro hacia él tras una breve ensoñación.
«Su cara completa es aún más bella que su perfil —pensó d’Arnot—, pero me gusta más su perfil porque puedo mirarlo sin que se dé cuenta». En voz alta dijo:
—Nadie conoce mejor África que Tarzán, mademoiselle; pero debe recordar que su hermano hace dos años que desapareció. Tal vez …
—Sí, capitán —interrumpió el tercer miembro del grupo—, comprendo que mi hijo puede estar muerto; pero no abandonaremos las esperanzas hasta que lo sepamos.
—Brian no está muerto, papá —insistió Helen—. Lo sé. Hay explicación para cada uno de sus acompañantes. Mataron a cuatro de los miembros de la expedición; el resto se escapó. Brian simplemente desapareció. Los otros contaron historias al regresar; historias extrañas, casi increíbles. A Brian podría haberle sucedido cualquier cosa, pero no está muerto.
—Este retraso es sumamente desalentador —se lamentó Gregory—. Ogabi hace una semana que se ha ido, y Tarzán aún no ha llegado. Puede que jamás le encuentre. En realidad, creo que debería pensar en ponernos en marcha de inmediato. Tengo a Wolff, y es de confianza. Conoce su África como la palma de su mano.
—Tal vez tenga razón —coincidió d’Arnot—. No deseo influir en modo alguno en su opinión. Si fuera posible encontrar a Tarzán y que éste le acompañara, sería mucho mejor; pero, por supuesto, no hay forma de estar seguros de que Tarzán accediera a ir aunque Ogabi le encontrara.
—Oh, creo que en ese aspecto no tendría ninguna duda —observó Gregory—; le pagaría bien.
D’Arnot alzó una mano en gesto de desaprobación.
—¡Non! ¡Non, mon ami! —clamó—. Jamás, jamás se le ocurra ofrecer dinero a Tarzán. Le lanzaría una de esas miradas con sus ojos grises, una mirada que te hace sentir como un insecto, y luego desaparecería en la jungla y nunca volvería a verle. Él no es como los demás hombres, monsieur Gregory.
—Bien, entonces, ¿qué puedo ofrecerle? ¿Por qué irá si no es por la recompensa?
—Por mí, tal vez —apuntó d’Arnot—, por capricho, ¿quién sabe? Si por casualidad usted le cayera bien; si percibiera aventura… oh, hay muchas razones por las que Tarzán podría guiarle por sus selvas y junglas, pero el dinero no se encuentra entre ellas.
En otra mesa, en el otro extremo de la terraza, una muchacha morena se inclinó hacia su compañero, un delgado indio oriental con una corta barba negra.
—De alguna manera uno de nosotros ha de hacerse amigo de los Gregory, Lal Taask —dijo—. Atan Thome espera que hagamos algo aparte de estar sentados en la terraza y consumir ponches Planter.
—Para ti, Magra, debería ser fácil convertirte en amiga de la chica —sugirió Lal Taask. De pronto, sus ojos se abrieron como platos al mirar al otro lado del recinto del hotel, hacia la entrada. —¡Siva! —le alertó—. ¡Mira quién viene!
La muchacha ahogó un grito de asombro.
—¡No puede ser! —exclamó—. Y sin embargo es. ¡Qué suerte! ¡Qué magnífica suerte! —Los ojos le brillaban con algo más que la simple luz del entusiasmo.
El grupo de Gregory, absorto en la conversación, permanecía ajeno al hecho de que Tarzán y Ogabi se estaban acercando hasta que este último se detuvo junto a su mesa. Entonces d’Arnot levantó la mirada y se puso en pie de un salto.
—¡Se te saluda, mon ami! —exclamó.
Cuando Helen Gregory levantó la mirada hacia el rostro del hombre mono, sus ojos mostraron asombro e incredulidad. Helen parecía perpleja.
—¿Has enviado a buscarme, Paul? —preguntó Tarzán.
—Sí, pero antes déjame que te presente; bueno, miss Gregory, ¿qué ocurre?
—Es Brian —contestó la muchacha con un susurro tenso—, y sin embargo no es Brian.
—No —le aseguró d’Arnot—, no es su hermano. Éste es Tarzán de los Monos.
—Un parecido de lo más notable —observó Gregory, al mismo tiempo que se levantaba y le tendía la mano al hombre mono.
—Lal Taask —comentaba a su vez Magra—, es él. Ése es Brian Gregory.
—Tienes razón —coincidió Lal Taask—. Después de tantos meses de hacer planes, ha venido directo a nuestros brazos. Debemos llevárselo a Atan Thome enseguida, pero ¿cómo?
—Déjamelo a mí —respondió la muchacha—. Tengo un plan. Por fortuna, él todavía no nos ha visto. Jamás vendría si lo hubiera hecho, pues no tiene motivos para confiar en nosotros. ¡Vamos! Entraremos, llamaremos a un botones y le enviaré una nota.
Poco después, mientras Tarzán, d’Arnot y los Gregory conversaban, un botones se acercó y entregó una nota al hombre mono. Éste le echó un vistazo.
—Debe de haber algún error —señaló;—. Esto debe de ser para otra persona.
—No, bwana —repuso el botones—. Ella me ha dicho que se lo diera al gran bwana con el taparrabos. No hay ningún otro bwana con taparrabos.
—Dice que quiere verme en un saloncito que hay junto a la entrada —informó Tarzán a d’Arnot—. Dice que es muy urgente. Firmado: «Una antigua amiga»; pero, por supuesto, debe de tratarse de un error. Iré y se lo explicaré.
—Ten cuidado, Tarzán —aconsejó d’Arnot riendo—, sólo estás acostumbrado a los salvajes de África, no a las perversidades de las mujeres.
—Que se supone que son mucho más peligrosas —añadió Helen, sonriendo.
Una lenta sonrisa iluminó el rostro del Señor de la Jungla cuando bajó la mirada a los hermosos ojos de la muchacha.
—Esto es fácil de creer —observó—. Creo que debería advertir a d’Arnot.
—Oh, ¿qué francés necesita aprender cómo son las mujeres? —preguntó Helen—. Son las mujeres las que deberían protegerse.
—Es muy agradable —comentó la muchacha a d’Arnot cuando Tarzán se hubo ido—; pero creo que siempre se le ha de tener un poco de miedo. Hay algo extraño en él, incluso cuando sonríe.
—Cosa que no hace con frecuencia —añadió d’Arnot—, y nunca le he oído reír; pero nadie que sea honorable ha de tener jamás miedo de Tarzán.
Cuando Tarzán entró en el pequeño salón, vio, a un lado de la estación, a una alta y esbelta morenita de pie junto a una mesa. Lo que no vio fue el ojo de Lal Taask en la rendija de una puerta que había en la pared opuesta.
—Un botones me ha traído esta nota —dijo Tarzán—. Hay algún error. Yo no la conozco, y usted no me conoce.
—No se trata de ningún error, Brian Gregory —aseguró Magra—. No puedes engañar a una antigua amiga como yo.
Sin sonreír, la mirada penetrante del hombre mono repasó a la muchacha de arriba abajo; luego, dio media vuelta para salir de la habitación. Otro tal vez se habría quedado para discutir el asunto, pues Magra era hermosa, pero no Tarzán: él ya había dicho todo lo que había que decir.
—¡Espera, Brian Gregory! —exclamó Magra—. Eres demasiado impetuoso. No te vas a ir ahora.
Tarzán se volvió, percibiendo un tono de amenaza en su voz.
—¿Y por qué no? —preguntó.
—Porque sería peligroso. Lal Taask está directamente detrás de ti. Su pistola casi toca tu espalda. Vas a subir arriba conmigo como un buen amigo, cogidos del brazo; y Lal Taask te seguirá. Un movimiento en falso y… ¡pam!, eres hombre muerto.
Tarzán se encogió de hombros.
«¿Por qué no?», pensó. De alguna manera aquellos dos se estaban involucrando en los asuntos de los Gregory, y los Gregory eran amigos de d’Arnot. Las simpatías del hombre mono de inmediato se pusieron del lado de los Gregory. Cogió a Magra del brazo.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A ver a otro viejo amigo, Brian Gregory —sonrió Magra.
Tuvieron que cruzar la terraza para llegar a la escalinata que conducía al segundo piso de otra ala del hotel; Magra sonreía y charlaba alegremente, Lal Taask les seguía de cerca, pero ahora llevaba la pistola en el bolsillo.
D’Arnot levantó la mirada hacia ellos con sorpresa cuando los vio pasar.
—Ah, así que sí era una vieja amiga —observó Helen.
D’Arnot meneó la cabeza.
—No me gusta esto —advirtió.
—Has cambiado, Brian Gregory —comentó Magra sonriéndole, mientras subían la escalera— y creo que me gustas más.
—¿De qué va todo esto? —se interesó Tarzán.
—Pronto se te refrescará la memoria, amigo mío —contestó la muchacha—. Al final de este pasillo hay una puerta, y detrás de la puerta está un hombre.
Se pararon y Magra llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz desde el interior de la habitación.
—Soy yo, Magra, con Lal Taask y un amigo —respondió la muchacha.
La voz les hizo entrar y, cuando la puerta se abrió, Tarzán vio a un euroasiático rollizo, de aspecto educado, sentado a una mesa en un lado de una habitación corriente de hotel. El hombre tenía los ojos como rendijas y los labios finos. Los ojos de Tarzán recorrieron toda la habitación de una sola mirada. Había una ventana en el extremo opuesto; a la izquierda, al otro lado de donde se encontraba el hombre, un tocador; a su lado, una puerta cerrada, que con probabilidad daba a una habitación contigua que formaba una suite.
—Por fin le he encontrado, Atan Thome —anunció Magra.
—¡Ah, Brian Gregory! —exclamó Thome—. Me alegro de volver a verte… ¿he de decir «amigo mío»?
—Yo no soy Brian Gregory —repuso Tarzán—, y desde luego no le conozco. Dígame lo que quiere.
—Tú eres Brian Gregory, y entiendo que quieras negármelo —manifestó Thome riendo con una mueca—, y como eres Brian Gregory, sabes lo que quiero. Quiero instrucciones para llegar a la ciudad de Ashair: la Ciudad Prohibida. Tú anotaste esas instrucciones; dibujaste un mapa; te vi. Eso vale diez mil libras para mí; ésta es mi oferta.
—No tengo ningún mapa. Jamás he oído hablar de Ashair —replicó Tarzán.
En el semblante de Atan Thome apareció una expresión de ira casi maníaca mientras hablaba con gran rapidez a Lal Taask en una lengua que ni Tarzán ni Magra comprendieron. El indio oriental, que permanecía de pie detrás de Tarzán, sacó un largo cuchillo de debajo de su chaqueta.
—¡Eso no, Atan Thome! —gritó Magra.
—¿Por qué no? —preguntó el hombre—. La pistola sería demasiado ruidosa. El cuchillo de Lal Taask hará el trabajo en silencio. Si Gregory no quiere ayudarnos, no debe vivir para estorbarnos. ¡Adelante, Lal Taask!