XIII
MIENTRAS la barcaza en la que Thome y Taask se hallaban prisioneros avanzaba río arriba empujada por los remeros, el primero oyó a uno de los guerreros hablar en suajili a un esclavo negro de la galera.
—¿Por qué nos habéis hecho prisioneros —preguntó al guerrero que estaba al mando, hablando también en suajili— y qué vais a hacer con nosotros?
—Os hemos hecho prisioneros porque estabais demasiado cerca de la Ciudad Prohibida —respondió el guerrero—. Nadie puede acercarse a Ashair y regresar al mundo exterior. Ahora os llevo allí. Lo que será de vosotros está en manos de la reina Atka, pero podéis estar seguros de que jamás saldréis de Ashair.
Justo delante de la galera. Thome vio el grueso muro del Tuen-Baka elevándose en el azul cielo africano, y el río atravesaba una gran abertura negra que había en la pared. La galera fue dirigida a este túnel natural. Encendieron una antorcha y la colocaron en la proa, mientras remaban para entrar en la oscuridad estigia que se extendía al frente; pero al fin emergieron a la luz del sol y a un lago que había en el lecho del gran cráter del Tuen-Baka.
Thome vio delante y a la izquierda las cúpulas de una pequeña ciudad amurallada. A derecha e izquierda, más allá del lago, estaban la jungla y la llanura, y muy a lo lejos, en la orilla superior del lago, se divisaba apenas otra ciudad.
—¿Cuál es Ashair? —preguntó a un guerrero.
El hombre señaló con un pulgar en dirección a la ciudad más próxima a la izquierda.
—Ahí esta Ashair —le indicó—. Mírala bien, porque a menos que Atka te condene a las galeras, Jamás volverás a salir de ella.
—¿Y la otra ciudad? —preguntó Thome—. ¿Qué es?
—Es Thobos —respondió el hombre—. Si por casualidad te condenan a una guerra de galeras, puede que veas más de Thobos, cuando vayamos allí a pelear.
Mientras la galera se acercaba a Ashair, Atan Thome se volvió a Lal Taask, que estaba sentado a su lado en la popa. Thome había estado mirando la ciudad, pero Lal Taask había clavado la mirada en las transparentes profundidades del lago.
—¡Mira! —exclamó Thome—. ¡Mi sueño hecho realidad! Ahí está la Ciudad Prohibida; allí, en algún lugar, se encuentra el Padre de los Diamantes. Cada vez estoy más cerca. ¡Es el Destino! Ahora sé que está escrito que lo poseeré.
Lal Taask meneó la cabeza.
—Estos guerreros tienen lanzas afiladas —manifestó—. Probablemente hay más guerreros en Ashair. No creo que te dejen llevarte el Padre de los Diamantes. Incluso he oído a uno decir que jamás saldríamos. No te hagas demasiadas ilusiones. Mira en cambio el agua del lago. El agua es tan transparente que se ve el fondo. He descubierto muchos peces y extrañas criaturas que jamás había visto. Es mucho más interesante que la ciudad, y puede que sea la única oportunidad que tenga de verlo. ¡Por las barbas del profeta, Atan Thome! ¡Mira! Esto es una maravilla, mi amo.
Thome miró por la borda de la galera y lo que vieron sus ojos le hizo soltar una exclamación de sorpresa e incredulidad, pues, claramente visible en el fondo del lago, se erguía un espléndido templo. Vio luces encendidas en sus ventanas, y mientras lo contemplaba, hechizado, apareció una extraña figura parecida a un hombre salir de él y caminar por el fondo del lago. La criatura llevaba un tridente, pero lo que hacía y adónde iba Atan Thome no iba a descubrirlo, ya que la galera propulsada con rapidez pasó por encima de la criatura y el templo y los perdieron de vista cuando la embarcación se aproximó al muelle de la Ciudad Prohibida.
—¡Vamos! —ordenó el guerrero encargado del grupo, e hicieron salir de la galera a Thome y Taask para ir al muelle. Entraron en la ciudad a través de una pequeña puerta y fueron conducidos por estrechas y sinuosas calles hasta un edificio grande cerca del centro de la ciudad. Ante la puerta estaban apostados guerreros armados que, tras un breve parlamento, dejaron pasar a los cautivos y a su guardia; entonces Atan Thome y Lal Taask fueron escoltados al edificio y llevados a presencia de un oficial, que escuchó el informe de sus capturadores y luego les habló en suajili.
El hombre escuchó la explicación que dio Thome de su presencia cerca de Ashair; luego se encogió de hombros.
—Puede que digas la verdad o puede que mientas —concluyó—. Probablemente mientes, pero no importa. Ashair es una ciudad prohibida. Ningún extraño que entre en el Tuen-Baka puede salir vivo. Lo que se haga de él aquí, si es destruido de inmediato o si se le permite vivir por algún fin útil para el que pueda servir, depende por completo del criterio de la reina. Se le informará de vuestra captura; cuando ella lo crea conveniente, se decidirá vuestro destino.
—Si pudiera tener una audiencia con ella —solicitó Thome—, estoy seguro de que puedo convencerla de que mis motivos son honorables y de que puedo prestar un valioso servicio a Ashair. Tengo información de la mayor importancia para ella y Ashair.
—Puedes dármela a mí —sugirió el oficial—. Yo le comunicaré a ella la información.
—Debo dársela personalmente a la reina —replicó Atan Thome.
—La reina de Ashair no tiene costumbre de conceder audiencias a los prisioneros —le amonestó el hombre con altivez—. Será mejor que me des a mí esa información… si es que la tienes.
Atan Thome se mostró indiferente.
—La tengo —insistió—, pero no se la daré más que a la reina. Si el desastre se abate sobre Ashair, la responsabilidad será tuya. No digas que no te lo advertí.
—¡Basta de impertinencia! —exclamó el oficial—. Lleváoslos y encerradlos, y no les deis demasiada comida.
—Mi amo, no deberías haberte enfrentado —se quejó Lal Taask cuando los dos hombres yacían sobre la fría piedra, encadenados a la pared de una lóbrega mazmorra—. Si tenías alguna información para compartir con la reina, y sólo Alá sabe cuál puede ser, ¿por qué no se la has dado al hombre? Así le habría llegado a la reina.
—Eres un buen servidor, Lal Taask —le explicó Thome—, y manejas el cuchillo con rara finura. Éstas son habilidades que merecen el mayor encomio, pero careces de versatilidad. Es evidente que Alá creía que te había dado suficientes dotes cuando te dio estos poderes, por eso no te dio nada con lo que pensar.
—Mi amo es muy sabio —admitió Lal Taask—. Ruego para que pueda pensar la forma de sacarme de esta mazmorra.
—Es lo que intento hacer. ¿No te das cuenta de que sería inútil apelar a los inferiores? Esta reina es todopoderosa. Si podemos llegar a ella en persona y plantear el caso de forma directa ante el tribunal más alto, puedo defenderlo mucho mejor que de segunda mano por alguien que no tiene el más mínimo interés por nosotros.
—De nuevo me inclino ante tu sabiduría superior —reconoció Lal Taask—, pero sigo preguntándome qué importante información tienes para dar a la reina de Ashair.
—Lal Taask, eres imposible —observó Thome con un suspiro—. La información que tengo que proporcionar a la reina debería ser tan evidente para ti como una asquerosa mosca en la punta de tu nariz.
Durante días Atan Thome y Lal Taask yacieron en la fría piedra de la mazmorra, recibieron la comida mínima necesaria para mantenerles con vida y vieron que todas las súplicas que hacía Atan Thome de una audiencia con la reina eran desoídas por el callado guerrero que les llevaba la comida.
—Nos están matando de hambre —se quejaba Lal Taask.
—Al contrario —observó Atan Thome—, al parecer tienen un extraño sentido de las propiedades caloríficas de la comida. Saben exactamente cuánto deben darnos para evitar que nos muramos de hambre. Y mira mi cintura, Lal Taask. A menudo se me ha ocurrido iniciar una rígida dieta para reducirla. Los amables asharianos se han anticipado a ello. Después de esto, estaré hecho una sílfide.
—Tal vez para ti sea excelente, mi amo; pero para mí, que nunca me ha sobrado una onza de grasa bajo la piel, será un desastre. La espalda ya me toca el ombligo.
—Ah —exclamó Atan Thome cuando un ruido de pasos anunció que se acercaba alguien por el corredor en dirección a su celda—, ahí viene de nuevo el Viejo Gárrulo.
—No sabía que conocías su nombre, mi amo —observó Taask—, pero esta vez le acompaña alguien… oigo voces.
—Quizá trae una caloría de más y necesita ayuda —sugirió Thome—. Si es así, es para ti. Espero que sea apio.
—¿Te gusta el apio, mi amo?
—No. Te lo comerás tú. El apio tiene fama de ser buen alimento para el cerebro.
La puerta de la celda se abrió y entraron tres guerreros. Uno de ellos quitó las cadenas de los tobillos de los prisioneros.
—¿Y ahora qué? —preguntó Atan Thome.
—La reina ha enviado a buscaros —respondió el guerrero.
Los dos hombres fueron conducidos a través del palacio a una gran sala, en cuyo extremo del fondo, sobre una tarima, había una mujer sentada en un trono tallado en un único bloque de lava. La flanqueaban varios guerreros y detrás de ella había esclavos, listos a hacer todo lo que ella pidiera.
Les hicieron avanzar y detenerse ante la tarima y entonces vieron a una bella mujer, que aparentaba unos treinta años. El pelo, que le salía recto de la cabeza en todas direcciones y tenía unos veinte o veinticinco centímetros de longitud, se entrelazaba en un complicado tocado de plumas blancas. Su porte era altivo y arrogante y miró a los prisioneros con frialdad; Atan Thome vio crueldad en las líneas de su boca y los fuegos latentes de un fuerte temperamento en el destello de sus ojos. Era una mujer a la que temer, que mataba sin piedad, una tigresa humana. La tranquilidad del engreído euroasiático vaciló por primera vez ante una mujer.
—¿Por qué habéis venido a Ashair? —preguntó la reina.
—Por equivocación, majestad; nos perdimos. Cuando hemos encontrado el camino bloqueado hemos dado la vuelta. Nos íbamos de la región cuando tus guerreros nos han hecho prisioneros.
—Has dicho que tenías información valiosa que darme. ¿De qué se trata? Si pretendes abusar de mí, pierdes el tiempo, no te favorecerá.
—Tengo enemigos poderosos —explicó Atan Thome—. Me perdí cuando intentaba escapar de ellos. Vienen hacia Ashair con intención de robar un gran diamante que ellos creen que posees. Yo sólo quería ayudarte a atraparles.
—¿Vienen con fuerza? —preguntó Atka.
—Eso no lo sé —respondió Thome—; pero supongo que sí. Disponen de numerosos medios.
La reina Atka se volvió a uno de sus nobles.
—Si este hombre dice la verdad, no nos hará ningún daño tenerle en nuestro poder. Akamen, dejo los prisioneros a tu cargo. Permíteles algunas libertades razonables. Llévatelos. —Luego se dirigió a otro—. Ocúpate de que se vigilen los accesos a Ashair.
Akamen, el noble, condujo a Atan Thome y Lal Taask a unos alojamientos agradables situados en un ala alejada del palacio.
—Sois libres de ir adonde queráis dentro del recinto del palacio, salvo el ala real. Tampoco podéis ir bajo el palacio. Allí se encuentran los secretos de Ashair y la muerte para los extranjeros.
—La reina ha sido sumamente magnánima —agradeció Thome—. No haremos nada que perjudique a su buena voluntad. Ashair es muy interesante. Lo único que lamento es que no podamos ir a la ciudad o por el lago.
—No estaríais a salvo —advirtió Akamen—. Podríais ser capturados por una galera de Thobos. Ellos no os tratarían tan bien como os ha tratado Atka.
—Me gustaría volver a contemplar el hermoso edificio que hay en el fondo del lago —justificó Thome—. Ésa era la razón por la que me gustaría ir al lago. ¿Qué es ese edificio?, ¿y la extraña criatura que vi salir de él?
—La curiosidad a menudo es un veneno fatal —observó Akamen.