III

A LA mañana siguiente, los Gregory, con Tarzán y d’Arnot, estaban desayunando en la terraza cuando llegó Wolff. Gregory le presentó a Tarzán.

—Uno de los hombres salvajes —observó Wolff, al ver el taparrabos y las armas primitivas de Tarzán—. Vi otro en una ocasión, pero corría a cuatro patas y ladraba como un perro. ¿Viene con nosotros, míster Gregory?

—Tarzán estará a cargo del safari —respondió Gregory.

—¿Qué? —exclamó Wolff—. Ése es mi trabajo.

—Lo era —intervino Tarzán—. Si quieres venir como cazador, hay un puesto para ti.

Wolff se lo pensó un momento.

—Iré —aceptó—. Míster Gregory me necesitará mucho.

—Vamos a partir hacia Bonga mañana en el barco —le informó Tarzán—. Preséntate allí. Hasta entonces no te necesitaremos.

Wolff se alejó mascullando para sí.

—Me temo que te has ganado un enemigo —observó Gregory.

Tarzán se encogió de hombros.

—Yo no he hecho nada más que darle trabajo —anotó—. Pero le vigilaré.

—No me gusta el aspecto de ese tipo —comentó d’Arnot.

—Tiene buenas recomendaciones —insistió Gregory.

—Pero es evidente que no es ningún caballero —añadió Helen.

Su padre se rió con cordialidad.

—Pero estamos contratando a un cazador —objetó—. ¿A quién querías que contratara, al duque de Windsor?

—Lo habría podido soportar —se rió Helen.

—Wolff sólo tiene que obedecer órdenes y disparar —dijo Tarzán.

—Viene hacia aquí —anunció d’Arnot, y los otros levantaron la mirada y vieron acercarse a Wolff.

—He estado pensando —explicó a Gregory— que debería saber adónde vamos, para ayudar a trazar la ruta. Verá, tenemos que procurar no salirnos de una buena ruta de caza. ¿Tienen algún mapa?

—Sí —respondió Gregory—. Helen, tú lo tenías. ¿Dónde está?

—En el cajón de arriba de mi tocador.

—Vamos, Wolff, y le echaremos un vistazo —indicó Gregory.

Gregory se dirigió directamente a la habitación de su hija y Wolff le acompañó, mientras los otros se quedaban en la terraza, charlando. El anciano rebuscó en el cajón de arriba del tocador de Helen un momento, revolviendo varios papeles de entre los cuales, por fin, eligió uno.

—Aquí está —dijo, y lo extendió sobre una mesa ante Wolff.

El cazador lo examinó durante unos minutos; luego meneó la cabeza.

—Conozco esa parte de la zona —manifestó—, pero jamás he oído hablar de ninguno de estos sitios: Tuen-Baka, Ashair, —los señaló con el índice—. Déjeme llevarme el mapa —pidió— y lo estudiaré. Se lo devolveré mañana.

Gregory hizo gestos de negación con la cabeza.

—Tendrá mucho tiempo para estudiarlo con Tarzán y el resto en el barco que nos llevará a Bonga —aclaró—; y es demasiado valioso…, significa demasiado para mí… para desprenderme de él. Le podría ocurrir algo. —Regresó al tocador y guardó el mapa en el cajón superior.

—De acuerdo —admitió Wolff—. No importa, supongo. Sólo quería ayudar en todo lo posible.

—Gracias —contestó Gregory—; se lo agradezco.

—Bien, entonces —concluyó Wolff—, me iré. Nos veremos mañana en el barco.

El capitán Paul d’Arnot, que tenía una mente inventiva, descubrió diversas razones por las que debería permanecer cerca de Helen Gregory el resto de la mañana. El almuerzo fue fácil: simplemente invitó a los Gregory y a Tarzán; pero cuando la comida terminó, la perdió.

—Si mañana partimos hacia Bonga —comentó ella—, voy a ir a hacer algunas compras ahora.

—No irá sola, ¿verdad? —preguntó d’Arnot.

—Sola —respondió ella sonriendo.

—¿Cree que es seguro?, ¿una mujer blanca sola? —insistió él—. Me gustaría acompañarla.

Helen se echó a reír.

—No quiero a ningún hombre cerca cuando voy de compras, a menos que quiera pagar las facturas. ¡Adiós!

El bazar de Loango se hallaba en una calle estrecha y sinuosa, atestada de negros, chinos, indios orientales, y cubierta de polvo. Era un lugar desagradable, con muchos olores, todos ellos extraños al olfato occidental y en general repugnantes. Había muchos rincones que sobresalían y oscuros pasadizos; y mientras Helen se entregaba a la predilección femenina por las compras, Lal Taask, deslizándose de esquina a umbral, la seguía de cerca.

Cuando se aproximaba a la tienda de Wong Feng, se detuvo ante otro puesto para examinar algunas chucherías que le habían llamado la atención, y en tanto se hallaba así entretenida, Lal Taask se deslizó por detrás de ella y entró en la tienda de Wong Feng.

Helen se entretuvo unos momentos ante el puesto y luego, ajena al peligro inminente, se acercó a la tienda de Wong Feng; mientras, desde el interior, Lal Taask la observaba como un gato podría vigilar a un ratón. La muchacha estaba totalmente desprotegida, con la mente ocupada pensando en sus compras y anticipando la aventurera expedición en busca de su hermano desaparecido; de ahí su momentánea perplejidad y el que permaneciera inmóvil e indefensa cuando Lal Taask la agarró al pasar por delante de la tienda de Wong Feng y la arrastró al oscuro interior, pero sólo por unos instantes. Cuando se dio cuenta del peligro que corría, forcejeó y golpeó a su agresor. Intentó gritar pidiendo ayuda, pero el hombre le tapó la boca con brusquedad con la mano, ahogando sus gritos, aunque no habrían servido de nada en aquel mal lugar.

Lal Taask era un hombre fuerte, y Helen pronto comprendió que era inútil luchar contra él mientras la empujaba hacia la parte trasera de la tienda.

—No grite —dijo él— y no le haré daño.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó ella, cuando él retiró la mano de su boca.

—Aquí hay alguien que quiere interrogarla —respondió Lal Taask—. No es tarea mía explicarlo; el amo lo hará. Lo que él le aconseje será por su propio bien; obedézcale en todo.

Al fondo de la tienda Lal Taask abrió una puerta e hizo entrar a Helen a la habitación apenas iluminada que hemos visto antes. Magra estaba de pie a un lado, y Helen la reconoció como la mujer que había hecho ir a Tarzán a la habitación del hotel donde, de no ser por ella, le habrían matado. No conocía al rollizo euroasiático sentado ante el escritorio de cara a ella, y ahora, por primera vez, vio la cara del hombre que la había cogido y lo reconoció como el que acompañaba a la mujer en el hotel.

—¿Eres Helen Gregory? —preguntó el hombre del escritorio.

—Sí. ¿Quién es usted y qué quiere de mí?

—En primer lugar —contestó Atan Thome con voz suave—, permítame asegurarle que lamento de corazón la necesidad de esta aparente descortesía. Su hermano tiene algo que yo quiero. Él no ha querido atenerse a razones, por lo que no ha habido más alternativa que la fuerza.

—¿Mi hermano? Usted no ha hablado con él. Se halla perdido en algún lugar del interior.

—No me mienta —espetó Thome—. Conozco bien a su hermano. Iba con él en la primera expedición. Llegó a Ashair e hizo un mapa de la zona, pero no quiso darme una copia. Quería el Padre de los Diamantes para él solo. Es el mapa de la ruta que conduce a Ashair lo que quiero, y la retendré a usted hasta que lo consiga.

Helen se rió ante sus narices.

—Su intriga y melodrama han sido completamente innecesarios —observó—. Lo único que habría tenido que hacer era pedirle el mapa a mi padre. Le habría hecho una copia. Si este hombre vuelve al hotel conmigo, puede copiar el mapa ahora. —Señaló a Lal Taask con un gesto de la cabeza.

Atan Thome hizo una mueca.

—¿Cree que puede atraparme tan fácilmente? —preguntó.

Helen hizo un gesto de resignación.

—Siga con su actuación si debe hacerlo —se avino—, pero solo será una pérdida de tiempo y causará problemas a todo el mundo. ¿Qué desea que haga?

—Quiero que escriba y firme la nota que le dictaré para su padre —respondió Thome—. Si no me trae el mapa, jamás volverá a verla. Voy a partir hacia el interior de inmediato y me la llevaré conmigo. Hay sultanes que pagarán un buen precio por usted.

—Debe de estar bastante loco si piensa que puede asustarme con estas descabelladas amenazas. Hoy en día no se hacen estas cosas, sólo aparecen en los libros. Dese prisa y dicte la nota, y le prometo que tendrá el mapa en cuanto su mensajero pueda traerlo, pero ¿qué seguridad tengo yo de que cumplirá su parte del trato y me soltará?

—Sólo tiene mi palabra —contestó Atan Thome—, pero le aseguro que no tengo ningún deseo de hacerle daño. Lo único que quiero es el mapa. Venga y siéntese aquí mientras le dicte.

A medida que el sol se hundía por el oeste detrás de los altos árboles y las sombras se alargaban para dar a Loango el aspecto de una suave belleza que la pequeña aldea no poseía por sí misma, los tres hombres que discutían los detalles del safari de pronto se dieron cuenta de lo tarde que era.

—Me pregunto qué es lo que puede retener a Helen —dijo Gregory—; casi es de noche. No me gusta que esté por la calle tan tarde en un lugar como éste. Debería haber regresado hace mucho rato.

—No debería haber ido sola —añadió d’Arnot—. No es un lugar seguro para una mujer.

—No lo es —coincidió Tarzán—. Ningún lugar donde hay civilización es seguro.

—Creo que deberíamos ir a buscarla —sugirió d’Arnot.

—Sí —confirmó Tarzán—; tú y yo. Míster Gregory deberá quedarse aquí por si ella regresa.

—No se preocupe, monsieur Gregory —observó d’Arnot cuando salía de la habitación con Tarzán—. Estoy seguro de que la encontraremos sana y salva en alguna tienda de curiosidades. —Pero lo dijo sólo para tranquilizar a Gregory. En su corazón sólo había temor.

Mientras esperaba, Gregory trató de convencerse de que no tenía que preocuparse. Intentó leer, pero no podía fijar su atención en el libro. Tras haber leído la misma frase media docena de veces sin comprender su sentido, lo dejó; entonces se puso a pasear por la habitación, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Estaba a punto de partir él mismo en busca de la muchacha cuando volvió d’Arnot. Gregory le miró con ansia.

D’Arnot hizo gestos de negación con la cabeza.

—No hemos tenido suerte —lamentó—. He encontrado un montón de vendedores que recordaban haberla visto, pero ninguno sabía cuándo se había ido del bazar.

—¿Dónde está Tarzán? —preguntó Gregory.

—Está investigando en la aldea. Si los nativos saben algo de ella, Tarzán se lo sacará. Habla su lengua en todo el sentido del término.

—Ahí está —exclamó Gregory cuando el hombre mono entró en la habitación.

Ambos hombres le miraron con aire interrogador.

—¿Has encontrado algo? —preguntó d’Arnot.

Tarzán negó con la cabeza.

—Ni rastro. En la jungla habría podido encontrarla; pero aquí… en la civilización, un hombre ni siquiera puede encontrarse a sí mismo.

Cuando dejó de hablar, se rompió el cristal de una ventana detrás de ellos y cayó al suelo una piedra.

—¡Mon Dieu! —profirió d’Arnot—. ¿Qué es eso?

—¡Cuidado! —gritó Gregory—. Puede ser una bomba.

—No —le tranquilizó Tarzán—. Sólo es una nota atada a una piedra. Echémosle un vistazo.

—Debe de ser sobre Helen —aventuró Gregory cogiendo la nota de la mano de Tarzán—. Sí, es de ella. ¡Escuchen!: «Querido papá: la gente que me retiene quiere el mapa que hizo Brian para ir a Ashair. Me amenazan con llevarme al interior y venderme si no se lo damos. Me parece que hablan en serio. Ata el mapa a la piedra y arrójalo por la ventana. No sigas al mensajero o me matarán. Me han prometido devolverme sin hacerme daño en cuanto consigan el mapa» . Sí, es de Helen, es su letra. ¡Pero qué necios! Podían haber pedido el mapa sin más. Yo sólo quiero encontrar a Brian. Iré a por el mapa.

Se levantó y se dirigió a la habitación de Helen, contigua a la suya. Le oyeron encender la lámpara con una cerilla y luego proferir una exclamación de asombro que hizo que los otros dos hombres se precipitaran a la habitación. Gregory se hallaba de pie ante el tocador con el cajón superior abierto y el semblante pálido.

—Ha desaparecido —gritó—. ¡Alguien ha robado el mapa!