XI

UNGO, el rey simio, estaba cazando con su tribu. Estaban nerviosos e irritables, pues era el período del Dum-Dum, y aún no habían encontrado ninguna víctima para la danza del sacrificio. De pronto, el peludo rey levantó la cabeza y oliscó el aire. Gruñó para expresar su desaprobación de la prueba que Usha, el viento, hacía llegar a su olfato. Los otros simios le miraron extrañados.

—Gomangani, tarmangani —avisó—. Vienen. —Luego llevó a los suyos a la maleza y se escondieron cerca del sendero.

El pequeño grupo de hombres y mujeres que formaban el safari de los Gregory seguía el rastro que había dejado el safari de Atan Thome, mientras Tarzán cazaba lejos de ellos.

—Tarzán debe de tener problemas para encontrar algún animal que cazar —observó d’Arnot—. Aún no he oído su grito.

—Es maravilloso —añadió Magra—. Nos habríamos muerto de hambre de no haber sido por él… aunque llevamos a un «cazador».

—Bueno, no se puede cazar a ningún animal cuando no lo hay —protestó Wolff.

—Tarzán nunca vuelve con las manos vacías —prosiguió Magra—, y no lleva armas.

—Los otros monos también encuentran comida —se burló Wolff—, pero ¿quién quiere a un mono?

Ungo ahora los observó, cuando aparecieron a la vista en el sendero. Sus ojos bizcos, inyectados en sangre, despedían fuego; y de pronto y sin previo aviso atacó, y toda su tribu le siguió. El pequeño grupo retrocedió presa del espanto. D’Arnot sacó la pistola, disparó y un simio cayó, gritando; luego, los otros monos se mezclaron con ellos y no pudo volver a disparar sin poner en peligro a sus compañeros. Wolff huyó corriendo. Lavac y Gregory fueron abatidos y mordidos. Por unos momentos todo fue confusión, de modo que después nadie podía recordar exactamente qué había ocurrido. Los simios llegaron y se marcharon, y cuando lo hicieron Ungo se llevó a Magra bajo uno de sus grandes brazos peludos.

Magra forcejeó para escapar hasta que quedó exhausta, pero la poderosa bestia que la llevaba prestaba poca atención a sus forcejeos. Una vez, irritado, la golpeó hasta casi dejarla sin sentido; entonces ella se quedó quieta, esperando la oportunidad de escapar. Se preguntó a qué horrible destino la arrastraban. La enorme criatura era tan parecida al hombre que la muchacha se estremeció cuando se imaginó lo que podría ocurrirle.

Medio acarreándola y medio arrastrándola por el bosque, con sus enormes compañeros caminando pesadamente detrás, Ungo, el rey simio, llevó a la muchacha a un pequeño claro natural, una primitiva pista donde, desde tiempos inmemoriales, los grandes simios habían efectuado su danza del sacrificio. La arrojó con brusquedad al suelo y dos hembras se acuclillaron a su lado para ocuparse de que no escapara.

De nuevo en el sendero, el pequeño grupo, abrumado por la tragedia de esta desgracia, se quedó debatiendo qué era mejor hacer.

—Podríamos seguirles —propuso d’Arnot—, pero no tenemos ni una posibilidad de alcanzarles, y si lo hiciéramos, ¿qué podríamos contra ellos, aunque estuviéramos armados?

—Pero no podemos quedarnos aquí sin hacer nada —protestó Helen.

—Haré una cosa —dijo d’Arnot—. Cogeré el rifle de Wolff y les seguiré. Es posible que si les alcanzo cuando se detengan, pueda acertar a suficientes simios como para que se asusten los otros y huyan; después, cuando Tarzán regrese, le envían a por mí.

—Ahí está Tarzán —advirtió Helen cuando el hombre mono llegó trotando por el sendero con el animal que había matado colgado al hombro.

Tarzán encontró un grupo muy desorganizado cuando se reunió con ellos. Todos estaban muy nerviosos y querían hablar al mismo tiempo.

—No les hemos visto hasta que han saltado sobre nosotros —exclamó Lavac.

—Eran grandes como gorilas —añadió Helen.

—Eran gorilas —terció Wolff.

—No eran gorilas —le contradijo d’Arnot—, y de todos modos, no has esperado a ver lo que eran.

—El más grande se ha llevado a Magra bajo el brazo —anunció Gregory.

—¿Se han llevado a Magra? —Tarzán parecía preocupado—. ¿Por qué no me lo habéis dicho enseguida? ¿Adónde fueron?

D’Arnot señaló en la dirección en la que los simios habían partido.

—Seguid este sendero hasta que encontréis un buen lugar para acampar —ordenó Tarzán, y desapareció.

Mientras la luna se elevaba lentamente sobre la pista donde Magra yacía junto a un primitivo tambor de barro que tres simios hacían sonar con palos, otros peludos monos empezaron a bailar a su alrededor. Amenazándola con pesados palos, los simios saltaban y giraban mientras daban vueltas alrededor de la asustada muchacha. Magra no conocía el significado de estos ritos. Sólo adivinaba que iba a morir.

El Señor de la Jungla siguió el rastro de los enormes simios a través de la oscuridad del bosque tan infaliblemente como si estuviera siguiendo un rastro bien marcado a la luz del día, lo seguía por el olor de los antropoides que se aferraba a las hierbas y al follaje de la maleza, llenando el aire de efluvios de los grandes cuerpos. Sabía que al final los encontraría, pero ¿llegaría a tiempo?

Cuando la luna estuvo alta, el redoblar del tambor de barro le dirigió hacia la pista del Dum-Dum, de modo que pudo subirse a los árboles y avanzar más rápidamente en línea recta. También le indicó la naturaleza del peligro que amenazaba a Magra. Sabía que aún estaba viva, pues los tambores no callarían hasta después de su muerte, cuando los simios se pelearan por su cuerpo y lo despedazaran. Sabía, porque había saltado y bailado a la luz de la luna en muchos Dum-Dum cuando Sheeta, la pantera, O Wappi, el antílope, era la víctima del sacrificio.

La luna casi se hallaba en el cenit cuando se aproximó a la pista. Cuando lo alcanzara, se produciría la matanza. En la pista, los peludos animales danzaban simulando la caza. Magra yacía en la posición en que había caído cuando la habían arrojado allí, exhausta, sin esperanzas, resignada a morir, intuyendo que ya nada podía salvarla.

Goro, la luna, se hallaba al borde del fatídico momento cuando un tarmangani, desnudo salvo por un taparrabos, saltó de un árbol a la pista. Lanzando gruñidos de rabia, los simios se volvieron hacia el intruso que osaba invadir de modo tan sacrílego la santidad del lugar más sagrado. El rey simio, agazapado, les dirigía.

—Soy Ungo —anunció—. ¡Y mato!

Tarzán, también agazapado y rugiendo mientras avanzaba para reunirse con el rey simio, dijo:

—Soy Tarzán de los Monos —habló en el lenguaje de los primeros hombres, el único lenguaje que había conocido durante los primeros veinte años de su vida—. Soy Tarzán de los Monos, poderoso cazador, poderoso luchador. ¡Y mato!

Una palabra del reto lanzado por el hombre mono comprendió Magra: «Tarzán». Atónita, abrió los ojos y vio al rey simio y a Tarzán formando círculos el uno al otro, buscando cada uno la oportunidad de atacar. ¡Qué gesto tan valiente pero vano estaba teniendo aquel hombre en su defensa! Estaba dando su vida por ella, y de forma inútil. ¿Qué posibilidades tenía contra aquella enorme y primitiva bestia?

Magra temblaba por el hombre, y palideció cuando le vio afrontar el ataque con rugidos tan bestiales como los del simio. ¿Podía aquella bestia que rugía y gruñía ser el hombre tranquilo y lleno de recursos al que había amado? ¿No era, después de todo, un primitivo Dr. Jekyll y Mr. Hyde? Hechizada y horrorizada, siguió observando.

Veloz como Ara, el rayo, es Tarzán, y ágil como Sheeta, la pantera. Arriesgándose, esquivó por debajo los grandes brazos de Ungo, saltó sobre la peluda espalda y aplicó una llave al furioso simio. Mientras ejercía la presión con sus fuertes músculos, el simio gritaba con un tono agónico.

—¡Kreegah! —gritó Tarzán, apretando un poco más—. ¡Ríndete!

Los miembros del grupo de Gregory estaban sentados en torno a la fogata de su campamento, oían a lo lejos el tambor y aguardaban con nerviosismo, pues no sabían lo que ocurría.

—Es el Dum-Dum de los grandes simios, creo —explicó d’Arnot—. Tarzán me ha hablado de ellos. Cuando la luna llena se halla en el cenit, los simios matan a una víctima. Tal vez se trata de un rito más antiguo que la raza humana, el diminuto germen del que han surgido todas las observancias religiosas.

—¿Y Tarzán ha visto realizar este rito? —preguntó Helen.

—Fue criado por los grandes simios —contestó d’Arnot—, y ha bailado la danza de la muerte en muchos Dum-Dum.

—¿Ha ayudado a matar a hombres y mujeres y a despedazarlos? —se escandalizó Helen.

—¡No, no! —se apresuró a responder d’Arnot—. Los simios raras veces consiguen una víctima humana. Sólo lo hicieron una vez cuando Tarzán vivía con ellos, y él la salvó. La víctima que prefieren es su mayor enemigo: la pantera.

—¿Y cree que los tambores son por Magra? —preguntó Lavac.

—Sí —reconoció d’Arnot—. Eso temo.

—Ojalá hubiera ido yo mismo tras ella —dijo Wolff—. Ese tipo no llevaba arma alguna.

—Puede que no llevara ninguna arma —repuso d’Arnot—, pero al menos ha ido en la dirección correcta.

Wolff se sumió en un silencio malhumorado.

—Todos hemos tenido oportunidad de hacer algo cuando el simio se la ha llevado —prosiguió d’Arnot—, pero, francamente, yo me he quedado demasiado atónito para pensar.

—Ha ocurrido tan deprisa… —se lamentó Gregory—. Todo había terminado antes de saber qué había ocurrido en realidad.

—¡Escuchad! —exclamó d’Arnot—. Los tambores han parado. —Levantó la mirada hacia la luna—. La luna está en el cenit —añadió—. Tarzán debe de haber llegado tarde.

—Los gorilas lo habrán despedazado —sugirió Wolff—. De no ser por Magra, yo diría adiós y me iría con viento fresco.

—¡Cierra el pico! —ordenó Gregory—. Sin Tarzán estamos perdidos.

Mientras ellos hablaban, Tarzán y Ungo luchaban en la pista, y Magra contemplaba la pelea asustada y atónita. No podía dar crédito a sus ojos cuando vio que el gran simio se hallaba indefenso en manos de aquel hombre. Ungo gritaba de dolor. Lentamente, de modo implacable, le estaba rompiendo el cuello. Por fin no pudo aguantar más y bramó: «¡Kreegah!», que significa ‘me rindo’, y Tarzán lo soltó y bajó al suelo.

—¡Tarzán es el rey! —gritó de cara a los demás simios.

Se quedó de pie, esperando, pero ningún simio joven se acercó para disputarle el derecho de reinado. Habían visto lo que había hecho a Ungo y tenían miedo. Así, por la gracia de una costumbre ancestral, Tarzán se convirtió en rey de la tribu.

Magra no entendía nada. Seguía aterrorizada. Se puso en pie de un salto, corrió hacia Tarzán y se arrojó a sus brazos, apretándose contra él.

—Tengo miedo —confesó—. Ahora nos matarán a los dos.

Tarzán hizo gestos de negación con la cabeza.

—No —explicó—, no nos matarán. Harán lo que nosotros les digamos que hagan, porque ahora yo soy su rey.