VII
CHEMUNGO, hijo de Mpingu, jefe de los buiroos, se hallaba cazando con otros tres guerreros una fiera devoradora de hombres que había estado aterrorizando las aldeas de su pueblo. La habían perseguido por las colinas hasta la linde de una llanura más allá de la cual se encontraba la selva; pero cuando llegaron a una elevación baja desde la que podían examinar la llanura, descubrieron otra presa mejor que la que perseguían.
—Una mujer blanca —exclamó Chemungo—; se la llevaremos a mi padre.
—Espera —aconsejó un compañero—; habrá hombres blancos con armas.
—Podemos esperar a ver —accedió Chemungo—, por si viene hacia aquí. Tal vez no haya hombres blancos.
—Las mujeres blancas no vienen aquí sin hombres blancos —insistió el otro guerrero.
—Puede que se haya alejado del campamento y se haya perdido —arguyó Chemungo—; estas mujeres blancas son muy indefensas y muy estúpidas. A ver: no lleva armas, o sea que no está de caza, por lo tanto debe de haberse perdido.
—Tal vez Chemungo tenga razón —admitió el otro.
Esperaron a que Helen se hallara en medio de la llanura; entonces, Chemungo, poniéndose en pie de un salto, indicó a los otros que le siguieran, y los tres corrieron hacia la muchacha blanca, gritando y agitando sus lanzas.
La aparición de esta nueva amenaza fue tan repentina e inesperada que, por un momento, Helen se quedó paralizada por el terror, casi lamentando haber dejado a Thome o al león; entonces se volvió y huyó de nuevo hacia la selva.
Ágil, atlética, la muchacha parecía hallarse a buena distancia de sus perseguidores. Creía que si llegaba a la jungla antes de que ellos la alcanzaran podría esquivarles por completo. Detrás de ella, los gritos de Chemungo y sus compañeros ahora eran gritos enojados, gritos amenazadores, mientras redoblaban sus esfuerzos por alcanzar su presa. El terror dio alas a los pies de la muchacha, y los guerreros, cargados con sus lanzas y escudos, se iban quedando atrás. Helen, mirando por encima del hombro, tuvo la sensación de que era casi seguro que escaparía de ellos cuando su retirada de pronto se vio interrumpida por la aparición de un gran león que salía de la selva directamente delante de ella. Era el devorador de hombres.
Los guerreros que la perseguían redoblaron sus gritos, y el león, confundido, se paró momentáneamente. Ahora la muchacha en verdad se enfrentaba a un dilema importante, y cualquiera de las dos posibilidades resultaría fatal. En un intento por escapar de ambas, se volvió hacia la derecha, un gesto valiente pero inútil de autoconservación. La presa que se movía atrajo al león, que inició su persecución, mientras los guerreros, que en apariencia no tenían miedo, echaron a correr para interceptarlo. Lo habrían logrado de no ser porque Helen tropezó y se cayó.
Entonces el león inició su ataque y saltó sobre la figura que yacía en el suelo, pero los gritos de los guerreros y su proximidad atrajeron su atención antes de que la atacara; y cuando los cuatro lo rodearon, Chemungo arrojó su lanza. Parecía un acto de temeridad más que de valor, pero éstos eran guerreros de un famoso clan cazador de leones, muy versados en la técnica de su peligrosa actividad.
La lanza de Chemungo se clavó profundamente en el cuerpo del león, y, simultáneamente, otras dos de sus compañeros; el cuarto guerrero sostenía su arma ensimismado. Rugiendo de un modo horrible, el león abandonó a la muchacha y se precipitó hacia Chemungo, quien se arrojó al suelo de espaldas, cubierto todo su cuerpo por su gran escudo, en tanto los otros guerreros danzaban a su alrededor, gritando a pleno pulmón, irritando y confundiendo al león; y el cuarto guerrero esperaba la oportunidad de efectuar el lanzamiento letal. Por fin se presentó y el león cayó con el corazón salvaje atravesado por la lanza.
Luego Chemungo se puso en pie de un salto y ayudó a la muchacha a levantarse. Ella estaba demasiado aturdida por la horrible prueba por la que acababa de pasar para sentir miedo o alivio. ¡Estaba viva! Más tarde se preguntaría si no habría sido mejor haber muerto.
Después la arrastraron con brusquedad por la llanura y las colinas hasta otro valle y una aldea de chozas con techo de paja cercada por una empalizada; y mientras la arrastraban por las calles de la aldea, la rodeaban mujeres enojadas, que golpeaban a la muchacha y le escupían. Ella no demostraba miedo, sino que medio sonrió al compararlas con una habitación llena de mujeres mayores de alguna ciudad civilizada, que habrían podido hacer lo mismo de no ser por sus inhibiciones.
Chemungo la llevó ante su padre, Mpingu, el jefe.
—Estaba sola —explicó Chemungo—. Ningún hombre blanco podrá saber jamás lo que le hagamos. Las mujeres quieren verla muerta enseguida.
—Soy el jefe —espetó Mpingu—. La mataremos esta noche —se apresuró a añadir cuando vio que una de sus esposas le miraba—. Esta noche bailaremos… y haremos un festín.
El safari de los Gregory salió de un bosque y llegó al linde de una llanura que se extendía ante ellos punteada de árboles, al pie de una colina en forma de cono.
—Ahora sé dónde estamos —afirmó Tarzán señalando la colina—. Tendremos que viajar hacia el norte y el oeste para llegar a Bonga.
—Si tuviéramos comida y porteadores no tendríamos que regresar —comentó Wolff.
—Hemos de regresar a Bonga para seguir el rastro de Thome y encontrar a Helen —recordó Gregory—. Si tuviéramos el mapa nos iría mejor.
—No necesitamos ningún mapa —manifestó Wolff—. Conozco el camino para ir a Ashair.
—Qué extraño —comentó Tarzán—. En Loango dijiste que no lo conocías.
—Bueno, ahora lo sé —gruñó Wolff—, y si Gregory quiere pagarme mil libras y darme una parte del diamante, el cincuenta por ciento, le llevaré a Ashair.
—Creo que eres un rufián —replicó el hombre mono—, pero si Gregory quiere pagarte, yo le llevaré sin porteadores.
Cogiendo a Tarzán completamente desprevenido, Wolff derribó al hombre mono.
—Ningún hombre mono me llama rufián —exclamó sacando la pistola de su pistolera; pero antes de poder disparar, Magra le cogió el brazo.
—Yo de usted, monsieur Wolff —advirtió d’Arnot— echaría a correr. Correría muy deprisa, antes de que Tarzán se pusiera en pie.
Pero Tarzán ya estaba en pie, y antes de que Wolff pudiera escapar, le cogió por la garganta y el cinturón y lo levantó por encima de la cabeza, como para arrojarle al suelo.
—¡No le mate, Tarzán! —gritó Gregory, dando un paso al frente—. Es el único que puede llevarnos a Ashair. Le pagaré lo que pide. Puede quedarse con el diamante, si es que existe alguno. Lo único que quiero es encontrar a mi hija ya mi hijo. Thome va camino de Ashair. Si Helen está con él, Wolff es nuestra única esperanza de rescatarla.
—Como quiera —aceptó el hombre mono, soltando a Wolff, que cayó al suelo.
El safari cruzó la llanura y, tras bordear el pie de la colina en forma de cono, penetró en la jungla, donde prepararon un campamento junto a un arroyo. Era un campamento de lo más primitivo, ya que no tenía equipamiento alguno; sólo toscos refugios, un cercado improvisado y una fogata. Magra, que era la única mujer, fue la que se llevó la mejor parte. Su refugio era el más grande y el mejor construido, y los de los hombres lo rodeaban para protegerla. Mientras estaba de pie delante del refugio, Wolff pasó por su lado y ella le detuvo. Era la primera oportunidad que tenían de hablar a solas desde su altercado con Tarzán.
—Wolff, eres un sinvergüenza —le reconvino—. Le prometiste a Atan Thome que llevarías a Gregory por un camino equivocado. Ahora te has vendido a él y le has prometido llevarle a Ashair. Cuando le cuente a Atan Thome que… —Se encogió de hombros—. Pero no conoces a Atan Thome tan bien como yo.
—Tal vez no le dirás nada a Atan Thome —replicó Wolff con segundas.
—No me amenaces —le advirtió la muchacha—. No me das miedo. Hay dos hombres que te matarían si dijera una palabra. Tarzán te retorcería el cuello directamente. Thome haría que alguien te clavara un cuchillo por la espalda.
—Podría hacerte lo mismo a ti, si yo le dijera que estás enamorada del hombre mono —replicó Wolff, y Magra enrojeció.
—No seas necio —se defendió ella—. Tengo que estar en buenas relaciones con esta gente; y si tú tuvieras un mínimo de sentido común harías lo mismo.
—No quiero tener nada que ver con el hombre mono —gruñó Wolff—. Él y yo no somos de la misma clase.
—Eso es evidente —dijo Magra.
—Pero entre tú y yo es diferente —prosiguió Wolff, pasando por alto la insinuación—. Deberíamos ser más amigos. ¿No sabes que podríamos pasárnoslo muy bien si tú te soltaras un poco? No soy tan mal tipo cuando se me conoce.
—Me alegro de saberlo. Temía que lo fueras.
Wolff frunció el entrecejo. Estaba tratando de digerir esto cuando Tarzán le llamó la atención.
—Ahí va el hombre mono —se burló—. Mírale saltando de árbol en árbol. Dime si no es medio mono.
Magra, cansada de Wolff, se dirigió hacia d’Arnot precisamente cuando Gregory apareció.
—¿Adónde va Tarzán? —preguntó.
—A explorar para ver si encuentra una aldea de nativos —respondió el francés—, por si podemos conseguir suministros y algunos «muchachos»: askaris y porteadores y, tal vez, un cocinero. Eso permitiría a Tarzán adelantarse para ir en busca de su hija.
Mientras el Señor de la Jungla iba de árbol en árbol en busca de algo que le indicara la presencia de habitantes nativos, su activa mente repasó los acontecimientos de las últimas semanas. Sabía que aquellos tres sinvergüenzas estaban compinchados contra él: Thome, Taask y Wolff. Podía hacerles frente, pero ¿podría hacer frente a Magra? No comprendía a la muchacha. Dos veces le había salvado de las balas asesinas, y sin embargo sabía que estaba con Thome, quizás incluso era cómplice. La primera vez podía haber sido porque le había confundido con Brian Gregory, pero ahora sabía que no era así. No lo entendía. Encogiéndose de hombros, dejó correr el asunto, satisfecho de saber que estaba sobre aviso y, en consecuencia, en guardia.
El día llegaba a su fin cuando Tarzán abandonó la búsqueda de una aldea de nativos y decidió regresar al campamento. De pronto se quedó de pie sobre una rama de un gran árbol, con la cabeza alta, como una estatua, alerta, aguzando el oído. Una leve brisa había transportado hasta su olfato el olor de Wappi, el antílope, lo que sugería que llevaría carne al campamento; pero cuando se preparaba para acechar a su presa, llegó débilmente a sus oídos el distante resonar de tambores nativos.