VIII
AL CAER la noche, Helen, que yacía atada en una asquerosa choza, oyó el resonar de tambores en la calle de la aldea. Sonaban amenazadores y misteriosos. Sintió que retumbaban por ella; un cántico salvaje, insistente, que anunciaba muerte. Se preguntó qué forma adoptaría cuando le llegara. Tuvo la sensación de que casi la recibiría con agrado como huida del terror que la embargaba. Después se presentaron unos guerreros y la pusieron en pie con brusquedad tras quitarle las ataduras de los tobillos; luego la sacaron a rastras a la calle de la aldea y ante la choza de Mpingu, el jefe, la ataron a una estaca, mientras a su alrededor se arremolinaban mujeres que chillaban y guerreros que lanzaban gritos. Al resplandor de las hogueras para cocinar, la escena en conjunto le pareció a la muchacha condenada la horrible fantasmagoría de alguna espantosa pesadilla de la que debía despertar. Todo era demasiado fantástico para ser real, pero cuando una punta de lanza le pinchó la carne y brotó sangre caliente, supo que no se trataba de un sueño.
En un ordenado campamento se encontraba un safari bien equipado. Había porteadores y askaris acuclillados en torno a pequeñas fogatas para cocinar, y delante de la fogata central para las fieras, dos hombres que no eran nativos hablaban con Mbuli, el jefe, mientras de lejos, débilmente, llegaba el sonido monótono de tambores nativos.
—Es cierto —aseguró Atan Thome—. Mbuli me ha dicho que ésta es una zona de caníbales y que será mejor que salgamos de aquí pronto. Mañana haremos una larga caminata hacia Ashair. La muchacha se ha perdido. Puede que los tambores suenen por ella.
—Su sangre está sobre tu cabeza, mi amo —sentenció Lal Taask.
—Cierra el pico —espetó Thome—. Es una necia. Podía haber vivido feliz y disfrutado de los frutos del Padre de los Diamantes.
Lal Taask meneó la cabeza.
—La manera de actuar de las mujeres es incomprensible, hasta para ti, mi amo. Era muy joven y muy hermosa, le gustaba la vida, y tú se la quitaste. Te lo advertí, pero no me hiciste caso. Su sangre está sobre tu cabeza.
Atan Thome se alejó, irritado, pero los tambores le siguieron hasta su tienda y no le dejarían en paz.
—¡Los tambores! —exclamó d’Arnot—. No me gustan; demasiado a menudo anuncian la muerte de algún pobre diablo. La primera vez que los oí estaba atado a una estaca y un montón de demonios pintados danzaban a mi alrededor pinchándome con lanzas. No te matan enseguida, sólo te torturan y te dejan vivir todo lo posible para que sufras más, porque tu sufrimiento les produce placer.
—¿Cómo escapó? —preguntó Lavac.
—Llegó Tarzán —respondió d’Arnot.
—No ha regresado —observó Magra—. Tengo miedo por él. Quizá los tambores suenan por él.
—¿Crees que podrían cogerle? —le interpeló Gregory.
—No habrá tanta suerte —gruñó Wolff—. Ese maldito mono tiene tantas vidas como un gato.
D’Arnot se alejó enojado, y Gregory, Lavac y Magra le siguieron y dejaron solo a Wolff, que se quedó escuchando el retumbar de los distantes tambores.
Los tambores habían transmitido su mensaje a Tarzán. Le hablaban de inminente tortura, sacrificio y muerte. La vida de los extraños no significaba nada para el hombre mono, que toda su vida había vivido con la muerte. Era algo que sucedía a todas las criaturas. No la temía, no temía a nada. Evitarla era un juego que añadía entusiasmo a la vida. Poner a prueba su valor, su fuerza, su agilidad, su astucia contra la Muerte y ganar, ésa era la satisfacción. Algún día la Muerte vencería, pero Tarzán no pensaba en ese día. Podía pelear o podía huir, yen cualquiera de los dos casos conservar el respeto por sí mismo, pues sólo un necio se deja matar inútilmente; y Tarzán no sentía ningún respeto por los necios, pero si la apuesta valía la pena, podía aceptar con facilidad el más grave de los riesgos.
Cuando oyó los tambores en la noche que empezaba, pensó menos en su siniestro augurio que en el hecho de que le guiarían hacia una aldea de nativos donde, tal vez, podría obtener porteadores más tarde. Sin embargo, primero tenía que explorar e investigar para conocer la manera de ser de los nativos. Si eran fieros y guerreros, debía evitar su región y conducir a su pequeño grupo por un camino que les esquivara; y el mensaje de los tambores sugería que éste sería el caso.
Igual que la radio guía al piloto de un avión, los tambores de los buiroos guiaron a Tarzán mientras saltaba de árbol en árbol hacia su aldea. Se movía con agilidad, previendo una diversión de la que había disfrutado muchas veces en el curso de su salvaje existencia: la de frustrar a los gomangani en el ejercicio de extraños ritos de tortura y muerte. Los tambores le indicaban que una víctima iba a morir, pero esa muerte aún no se había producido. Quién era la víctima carecía de importancia para el hombre mono. Lo único que importaba era la diversión de estafar a los torturadores la culminación de sus objetivos. Quizá llegaría a tiempo, quizá no. Asimismo, si llegaba a tiempo, podía fracasar en su empeño. Estos factores eran los que prestaban interés al juego salvaje que a Tarzán tanto le gustaba jugar.
Cuando Tarzán se aproximaba a la aldea de Mpingu, el jefe Atan Thome y Lal Taask estaban sentados fumando junto al fuego que ardía vivamente en su campamento para ahuyentar a los felinos.
—¡Malditos tambores! —imprecó Lal Taask—. Me ponen la piel de gallina y los nervios de punta.
—Mañana por la noche no los oiremos —le consoló Atan Thome— porque entonces estaremos muy lejos camino de Ashair; Ashair y el Padre de los Diamantes.
—A Wolff le costará alcanzarnos —añadió Lal Taask— y si volvemos de Ashair por otra ruta, jamás nos alcanzará.
—Te olvidas de Magra —advirtió Thome.
—No —replicó Taask—; no me olvido de Magra. Ella se irá a París cuando la paloma mensajera encuentre su palomar. La veremos allí.
—Subestimas la codicia de Wolff —indicó Thome—. Vendrá a por su mitad del diamante. No temas.
—¡Y encontrará esto! —Lal Taask se tocó el cuchillo.
—Eres adivino —asintió Thome riendo.
—¡Esos tambores! —se quejó Lal Taask.
—¡Esos tambores! —exclamó Magra—. ¿Habíais oído alguna vez algo tan horriblemente insistente?
—La pesadilla de un aficionado a la radio —bromeó Gregory—; un programa de radio aburrido que no se puede cambiar.
—Estoy muy preocupada por Tarzán —reconoció Magra—, ahí fuera, solo, en esa espantosa jungla.
—Yo no me preocuparía demasiado por él —la tranquilizó d’Arnot—; se ha pasado la vida en junglas espantosas, y sabe cuidar de sí mismo.
Wolff gruñó:
—De todos modos no le necesitamos. Yo puedo llevarles a Ashair. Haríamos bien en deshacernos del hombre mono.
—Ya he oído bastante, Wolff —dijo d’Arnot—. Tarzán es nuestra única esperanza o de llegar a Ashair o de salir vivos de esta región. Tú limítate a tu tarea de caza. Ni siquiera eso lo has hecho bien. Tarzán ha traído toda la carne que hemos comido hasta ahora.
—¡Escuchen! —exclamó Lavac—. ¡Los tambores! Han parado.
El grupo que no cesaba de aullar rodeaba a la indefensa muchacha. De vez en cuando una punta de lanza la tocaba levemente, y de forma involuntaria su carne se retraía. Más tarde la tortura podría ser más fuerte, o algún salvaje enloquecido, empujado al frenesí por la excitación de la danza, podía clavarle la lanza en el corazón y con clemencia no intencionada eximirla de más sufrimiento.
Cuando Tarzán llegó al linde del claro donde se encontraba la aldea de Mpingu, el jefe, saltó al suelo y corrió veloz hacia la empalizada. Este lado de la aldea se encontraba en la oscuridad, y sabía que todos los hombres de la tribu estarían reunidos en torno a la gran hoguera que iluminaba el follaje de los árboles que crecían en el interior de la aldea. No le verían, y el más leve ruido que pudiera hacer quedaría ahogado por el retumbar de los tambores.
Con la agilidad de Sheeta, la pantera, trepó por la empalizada y se dejó caer en la sombra de las chozas; luego se arrastró en silencio hacia un gran árbol cuyas ramas cubrían la choza del jefe y permitían ver la calle principal de la aldea, donde la hoguera ardía y los que bailaban daban saltos y aullidos. Avanzó entre las ramas, fue hasta el otro lado del árbol y contempló la escena de salvajismo que se desarrollaba abajo. Casi con una sensación de consternación reconoció a la víctima que estaba en la estaca. Vio la horda de guerreros armados incitados al frenesí por los tambores, la danza, la avidez de carne humana. Puso una flecha en su arco.
Cuando uno de los salvajes que danzaba, transportado por la excitación del momento, se detuvo delante de la muchacha y levantó su lanza corta por encima de su cabeza para atravesarle el corazón, se hizo un repentino silencio en la multitud expectante y Helen cerró los ojos. ¡Había llegado el fin! Respiró y rezó en silencio. La siniestra quietud era quebrada sólo por la mayor intensidad del retumbar de los tambores; entonces se oyó un grito de agonía mortal.
La tranquilidad de los salvajes desapareció cuando una flecha, lanzada de forma misteriosa, atravesó el corazón del verdugo. En ese momento los tambores pararon.
Al oír el grito del guerrero, Helen abrió los ojos. A sus pies yacía un hombre muerto, y el rostro de los salvajes buiroos reflejaba consternación. Vio a uno, más valiente que el resto, que se acercaba con sigilo hacia ella con un cuchillo largo en la mano; entonces se oyó, procedente de alguna parte en lo alto, un extraño y horripilante grito cuando Tarzán de los Monos se irguió en toda su altura y, alzando su rostro a Goro, la Luna, lanzó el espantoso grito de victoria del simio macho que ha matado una presa. Fue más fuerte que los tambores que antes habían resonado y llegó hasta muy lejos en la noche.
—Sí —confirmó d’Arnot—, los tambores han parado; probablemente ya han matado a la Víctima. Alguna pobre criatura ha hallado alivio a la tortura.
—¡Ah! ¿Y si fuera Tarzán? —Suspiró Magra, y al decirlo se oyó un horripilante grito que venía de muy lejos en la noche africana.
—¡Mon Dieu! —exclamó Lavac.
—Es Tarzán quien ha matado —señaló d’Arnot.
—¡Por las barbas del profeta! —exclamó Lal Taask—. ¡Qué grito tan espantoso!
—Esto es África, Lal Taask —le recordó Atan Thome—, y eso ha sido el grito de victoria de un simio macho. Lo he oído en otras ocasiones en el Congo.
—Ha sonado muy lejos —dijo Lal Taask.
—Aun así, ha sido demasiado cerca para estar tranquilos —replicó Atan Thome—. Levantaremos el campamento por la mañana temprano.
—Pero ¿por qué hemos de temer a los simios? —preguntó Lal Taask.
—No es a los simios a quien temo —explicó Atan Thome—. He dicho que ese ruido era el grito de victoria de un simio macho, pero no estoy tan seguro. He estado hablando con Mbuli. Quizás el hombre que creíamos que era Brian Gregory no era Brian Gregory. He preguntado a Mbuli si alguna vez ha oído hablar de un hombre blanco llamado Tarzán. Me ha dicho que sí, que algunos creían que era un demonio, y que todos los que cometían algún daño le temían. Cuando mata, dice Mbuli, lanza el grito del simio macho cuando ha matado una presa. Si lo que hemos oído no era un simio macho, era Tarzán, y eso significa que nos está buscando y está demasiado cerca para estar tranquilos.
Cuando el grito que helaba la sangre quebró el silencio de la noche, el guerrero que se había estado acercando a Helen se irguió y dio un paso atrás, asustado. Los otros, presa del terror, estaban intimidados por la amenaza que transmitía aquel terrible sonido; entonces Tarzán habló.
—El demonio de la jungla viene a buscar a la memsahib blanca —anunció—. ¡Cuidado! —y mientras hablaba saltó al suelo cerca de la estaca, confiando que el atrevimiento de su acción sobrecogería a los salvajes los pocos instantes que tardaría en liberar a Helen y escapar; pero había calculado esto sin conocer el valor de Chemungo, hijo de Mpingu, que tenía el cuchillo preparado.
—Chemungo, hijo de Mpingu, no tiene miedo del demonio de la jungla —gritó, dando un salto hacia delante con el cuchillo alzado, y cuando las últimas ataduras de Helen cayeron al suelo, Tarzán metió su cuchillo en la funda y se volvió para hacer frente al hijo del jefe, con el grito de desafío «¡Kreegah!» en sus labios. Con las manos desnudas se enfrentó al furioso guerrero.
Cuando Chemungo se acercó con el cuchillo alzado en la mano dispuesto a clavárselo, Tarzán le cogió por la muñeca derecha y por el vientre y lo levantó por encima de su cabeza como si pesara como un niño. El cuchillo cayó de la mano de Chemungo cuando las garras de acero del hombre mono se cerraron con fuerza en su muñeca.
Helen Gregory, casi incapaz de creer en sus propios sentidos, miró con asombro a aquel asombroso hombre que se atrevía a hacer frente él solo a toda una aldea caníbal; y no veía más esperanza que la de que ahora sacrificarían dos vidas en lugar de una. Era un gesto valiente y glorioso el que Tarzán había hecho, pero patéticamente inútil.
—¡Abrid las puertas! —ordenó a la atónita multitud—, o Chemungo, el hijo de Mpingu, morirá.
Los aldeanos vacilaron. Algunos guerreros gruñeron por lo bajo. ¿Debían obedecer o debían atacar?