XXI

MAGRA no había sido encarcelada en ninguna mazmorra, sino en unos aposentos bien amueblados con esclavas que se ocupaban de ella. Se preguntaba por qué le habían concedido aquellos lujos, hasta que se abrió la puerta y entró el rey Herat; entonces adivinó la razón de sus privilegios. El hombre esbozaba una cordial sonrisa y ostentaba el aire de satisfacción consigo mismo de un gato que hubiera acorralado a un pájaro.

—¿Te han tratado y servido bien? —preguntó Herat.

—Sí, majestad —respondió Magra.

—Me alegro; quiero que seas feliz. Eres mi invitada, ¿sabes? —explicó.

—Sois muy amable. Espero que trate a mis compañeros con igual generosidad.

—No lo creo —respondió—, aunque he sido muy justo y benévolo con ellos; pero ¿sabes por qué te trato tan bien?

—Porque los thobotianos son gente amable, supongo —respondió ella—, y su rey, un rey amable.

—¡Tonterías! —exclamó Herat—. Es porque eres hermosa, querida, y porque me gustas. Los que gustan a un rey pueden obtener muchas prebendas. —Se acercó a ella—. Me ocuparé de que vivas como una reina —afirmó, cogiéndola de pronto en sus brazos.

—No te gustaré durante mucho tiempo —amenazó ella—, ni estarás jamás satisfecho con nada si no te marchas de aquí y me dejas en paz —y mientras hablaba le quitó la daga de su funda y apretó su punta en el costado.

—¡Diablesa! —exclamó él, y se apartó de un salto—. Pagarás por esto.

—No lo creo —repuso Magra—, pero tú sí, si me molestas o intentas castigarme.

—¿Te atreves a amenazarme, esclava?

—Claro que sí —le aseguró Magra—, y no es una amenaza vana.

—¡Bah! —se burló Herat—. ¿Qué puedes hacer, aparte de amenazar?

—Puedo hacer que la reina se entere de esto. Mis esclavas me han contado que tiene muy mal genio.

—Tú ganas —aceptó Herat—, pero seamos amigos.

Mientras el rey Herat visitaba a Magra, la reina Mentheb yacía en un diván en uno de sus aposentos al tiempo que unas esclavas le pintaban las uñas y le arreglaban el pelo.

—Esa historia es tan antigua que huele mal —refunfuñó malhumorada la reina.

—Lo siento, majestad —se disculpó la mujer que acababa de intentar divertir a Mentheb explicándole historias—, pero ¿ha oído contar la de la esposa del granjero?

—Un centenar de veces —gruñó la reina—. Siempre que Herat bebe demasiado vino la cuenta. Soy la única que no ha de reír cada vez que la explica. Es una de las ventajas de ser reina.

—Oh, yo sé una, majestad —exclamó otra de las mujeres—. Al parecer había dos romanos…

—¡Cierra el pico! —ordenó Mentheb—. Todas me aburrís.

—Tal vez podríais enviar a buscar a un artista para que os divirtiera, majestad —sugirió otra.

Mentheb se quedó pensativa unos instantes antes de responder:

—Bueno, hay alguien con quien me divertiría hablar —reconoció—. Ese hombre que mató al ashariano en la pista. En verdad es un hombre. ¡Mesnek, ve a buscarle!

—Pero, majestad, ¿y el rey? Se supone que no pueden acudir otros hombres a estos aposentos. ¿Y si viene el rey mientras él está aquí?

—Esta noche Herat no vendrá —la tranquilizó la reina—. Está cazando con sus nobles. Me lo dijo, y que no pasaría aquí la noche. Ve a buscar a ese superhombre, Mesnek, y date prisa.

Mientras Tarzán y Thetan hablaban en los aposentos de Thetan entró una esclava de piel oscura.

—Noble Thetan —anunció—, su majestad la reina Mentheb ordena la presencia del hombre que mató al ashariano en la pista.

—¿Dónde?

—En los aposentos de su majestad.

—Espera fuera para acompañarle hasta su majestad —ordenó Thetan a la esclava, y cuando se hubo ido, se volvió a Tarzán—. Tendrás que ir —advirtió—, pero ten cuidado. Sal en cuanto puedas, y mientras estés allí sé todo lo discreto que sepas ser. Mentheb se cree que es algo así como una sirena y Herat está locamente celoso. Creo que lo que más teme es hacer el ridículo.

—Gracias —dijo Tarzán—. Seré discreto.

Cuando Tarzán fue acompañado a presencia de Mentheb, ella le saludó con una gran sonrisa.

—Así que tú eres el hombre que mató al famoso asesino de hombres —observó—. Fue muy divertido. No sé cuánto hacía que no veía nada tan divertido o entretenido.

—¿Es divertido ver cómo mueren hombres? —preguntó el hombre mono.

—Bueno, no era más que un ashariano —respondió la reina encogiéndose de hombros—. ¿Cómo te llamas?

—Tarzán.

—¡Tarzán! Es un nombre bonito; me gusta. Ven a sentarte a mi lado y dime que no lucharás con el león. Quiero que vivas y que te quedes aquí.

—Lucharé con el león —afirmó Tarzán.

—Pero el león te matará, y yo no quiero que mueras, Tarzán. —Su tono era como una caricia.

—El león no me matará —replicó el hombre mono—. Si lo mato, ¿intercederás ante el rey a favor de mis amigos?

—Sería inútil —explicó ella—. La leyes la ley y Herat es justo. De todos modos morirán, pero tú has de vivir y quedarte en Thobos. —De pronto se puso en pie—. ¡Por Isis! —exclamó—. ¡Viene el rey! ¡Escóndete!

Tarzán se quedó donde estaba con los brazos cruzados, sin hacer ademán de esconderse, y así le encontró el rey cuando entró en el aposento.

El ceñudo rostro de Herat se nubló cuando vio al hombre mono.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

—He venido en vuestra busca, pero en cambio he encontrado a la reina —respondió Tarzán—, y estaba pidiéndole que intercedierais en favor de mis amigos.

—Pienso que mientes —desconfió Herat—, porque si bien no te conozco a ti, conozco a mi reina. Creo que dejaré que luches con dos leones.

—Su majestad no tiene culpa alguna —señaló el hombre mono—. Se ha enfadado mucho porque he venido.

—Parecía más asustada que enfadada cuando me ha visto aparecer de repente —observó Herat.

—Eres muy injusto conmigo, Herat —le acusó Mentheb—. Y también eres injusto con este hombre, que dice la verdad.

—¿Por qué soy injusto con él? —preguntó el rey.

—Porque ya le habías prometido que lucharía con un león —explicó ella.

—He cambiado de opinión —gruñó el rey—, y de todos modos, no entiendo por qué debe preocuparte el asunto. No haces sino confirmar mis sospechas y hacerme recordar el joven guerrero al que tuve que enviar a la pista el año pasado. Esperaba que me permitirías olvidarle.

Mentheb hizo un mohín y Herat ordenó a Tarzán que regresara a sus habitaciones.

—Los leones no comen desde hace días —comentó—. Mañana tendrán hambre.

—No debería dejar de dar de comer a los leones que luchan, Herat —dijo Tarzán—. No darles de comer los debilita.

—Serán capaces de portarse bien —replicó el rey— porque el hambre los hará más feroces y voraces. Ahora, ¡fuera!

Era casi mediodía del día siguiente cuando dos guerreros condujeron a Tarzán a la pista. Thetan ya había ido a reunirse con el rey y la reina en el palco real, después de asegurarle al condenado su pena por las infortunadas consecuencias de toda aquella aventura de ir a Thobos.

Cuando Tarzán se dirigió al centro de la pista y se detuvo, Herat se volvió a su reina.

—Tienes un gusto excelente, Mentheb —admitió—; ese hombre en verdad es un espécimen magnífico. Qué pena que deba morir.

—Y yo debo elogiarte asimismo a ti por tu buen gusto —observó la reina—, pues la mujer también es un espécimen espléndido. Qué pena que deba igualmente morir. —Y así Herat supo que Mentheb se había enterado de su visita a Magra. El rey pareció sentirse muy incómodo, pues Mentheb no se había tomado la molestia de bajar la voz y los nobles que los rodeaban lo oyeron, por lo que se alegró mucho cuando vio que los dos leones salían a la pista.

Tarzán también los vio. Eran leones grandes y se dio cuenta de que su visita a Mentheb podría costarle la vida. Un león habría podido vencerlo, pero ¿cómo podía ningún hombre resistir el ataque de dos bestias tan potentes? Comprendió que no se trataba de una competición, sino de una ejecución; sin embargo, mientras los leones se aproximaban no demostró miedo. Un león se dirigió directo hacia él, mientras el otro permaneció unos momentos mirando alrededor de la pista, por lo que cuando empezó a seguir a su compañero se hallaba a cierta distancia. Esto le sugirió a Tarzán el único plan que creía que tal vez tuviera éxito contra ellos. Si hubieran atacado simultáneamente, sabía que no habría tenido esperanza alguna.

De pronto, el primer león se precipitó hacia delante y se puso sobre las patas traseras frente al hombre mono. Herat se inclinó hacia la pista, con los labios separados, las pupilas dilatadas. Lo que más le gustaba por encima de todas las cosas era una buena matanza; le gustaba ver sangre derramada y cuerpos destrozados. Mentheb, por su parte, ahogó un grito.

Tarzán saltó hacia un lado y se colocó detrás del león; luego lo agarró y lo hizo girar por encima de su cabeza, volviéndose de nuevo cuando el segundo león atacó.

—¡Qué fuerza! —se maravilló Thetan.

—Casi lamento haberle hecho luchar contra dos leones —exclamó Herat—. En realidad, merecía un destino mejor.

—¿Qué? —exclamó Mentheb con una mueca—. ¿Tres leones?

—No me refería a eso —contestó Herat con irritación—. Me refiero a que un hombre como éste se merece algo mejor que la muerte.

—¡Por Isis! —gritó Thetan—. ¡Miradle ahora!

Tarzán había arrojado el primer león a la cara del que estaba atacando, y ambos habían caído a la pista de losas de piedra.

—¡Increíble! —exclamó Mentheb—. Si sobrevive, la chica puede vivir.

—Y si sobrevive, juro que le daré la libertad —anunció Herat—, pero me temo que no hay esperanzas. Dentro de unos instantes los dos leones le atacarán.

En su excitación. Mentheb se había levantado y estaba agachada sobre el parapeto.

—¡Mira! ¡Están luchando entre ellos!

Era lo que Tarzán había creído que ocurriría. Un león, pensando que el otro le había atacado, se lanzó contra su compañero, y con espantosos rugidos y gruñidos los dos se precipitaron entre sí, despedazándose con sus fuertes garras y enormes colmillos.

—Ese hombre no sólo posee una fuerza maravillosa sino una gran astucia —reconoció Herat.

—Es soberbio —sentenció admirada la reina.

Mientras los dos leones peleaban, se iban acercando cada vez más al palco real, hasta que sus ocupantes tuvieron que inclinarse por encima del parapeto para contemplarlos. También Tarzán había retrocedido y se encontraba de pie justo debajo del palco. Mentheb, con la excitación, perdió el equilibrio y se cayó por encima de la baranda. Al oír su grito de terror, el hombre mono levantó la mirada a tiempo para recogerla en sus brazos cuando ella caía hacia él. Al darse cuenta del peligro que corría la mujer en el caso de que uno de los leones acabara con el otro o los dos dejaran de pelear y volvieran su salvaje atención hacia sus enemigos naturales, Tarzán se dirigió hacia la puerta por la que había entrado en la pista, gritando a Herat que ordenara que la abrieran.

Todo era confusión y caos en el palco real. Herat dio órdenes a gritos y unos guerreros se precipitaron hacia la entrada de la pista, pero era demasiado tarde. Tras una convulsión final del cuerpo muerto de su oponente, más débil que él, el león victorioso se giró con un rugido salvaje hacia Tarzán y la reina. No había tiempo ahora para llegar hasta la puerta y el hombre mono dejó a Mentheb en el suelo y se volvió con el cuchillo a punto para hacer frente al carnívoro que se acercaba. Rugiendo, se agazapó, y Mentheb sintió que la sangre se le helaba de terror.

—¡Ese león les matará a los dos! —se desesperó Herat—. ¡Es un diablo!

—Y ese hombre también —dijo Thetan.

Mentheb estaba paralizada por la bestial ferocidad de la escena, y antes de que los guerreros hubieran alcanzado la puerta para rescatarla, el león se había abalanzado sobre Tarzán. Esquivando sus garras, el hombre mono se agarró de su negra cabellera y saltó al lomo del feroz animal, clavándole su cuchillo en el dorado costado. El león lanzó un horrible rugido y se revolvió para deshacerse del hombre-cosa que tenía encima, y los rugidos del hombre mono se mezclaron con los del carnívoro, hasta el punto de que Mentheb no sabía cuál de los dos le daba más miedo.

Al fin, el cuchillo encontró el corazón salvaje, la bestia cayó de costado y, con un último y convulso estremecimiento, murió; entonces Tarzán puso un pie sobre el cuerpo de su presa y, alzando el rostro al cielo, lanzó el horripilante grito de victoria del simio macho, y la reina Mentheb se quedó absolutamente fascinada mientras sus nobles guerreros corrían a rescatarla.

—¡Ese hombre o es un demonio —exclamó Herat— un dios!

Mentheb ordenó a Tarzán que la acompañara ante Herat. Aún estaba demasiado temblorosa para hacer algo más que darle las gracias débilmente, y cuando llegaron al palco, se desplomó en una silla.

—Has salvado a mi reina —agradeció el rey—, y así te has ganado doblemente tu libertad. Puedes permanecer en Thobos o marcharte, como desees.

—Hay que cumplir aún otra condición —recordó Tarzán al rey.

—¿De qué se trata? —preguntó Herat.

—He de ir a Ashair y traerte a Brulor y su cofre —respondió Tarzán.

—Ya has hecho suficiente —dijo Herat—; deja que lo hagan tus amigos.

—No —replicó Tarzán—. Tengo que ir. Ninguno de ellos conseguiría nada. Quizá yo tampoco pueda, pero tengo alguna opción, y la hija de Gregory y mi mejor amigo están allí.

—Muy bien —consintió Herat—, pero te prestaremos toda la ayuda que necesites. Es una tarea que un hombre solo no puede llevar a cabo.

—Ni un centenar —terció Mentheb—. Lo sabemos, pues lo hemos intentado muy a menudo.

—Iré solo —anunció Tarzán—. Si necesito ayuda, volveré a por ella.