XX
LA SALA del trono del templo de Brulor estaba vacía salvo por los pobres prisioneros que encerraban sus jaulas.
—Se han ido y se han llevado a Helen —se lamentó d’Arnot—. ¿Qué harán con ella?
—No lo sé —respondió Brian con desánimo—. Aquí uno no sabe nada. Sólo vive y sufre. Si tiene suerte, puede ser elegido para el sacrificio y morir. A veces eligen a uno de los prisioneros, a veces a una de las doncellas. Es un espectáculo cruel y sangriento.
Cuando dejó de hablar, una grotesca figura entró por una puerta del otro extremo en la sala del trono. Parecía un hombre vestido con un apretado traje de piel acompañado de un extraño casco que le cubría toda la cabeza y un artilugio de insólito aspecto atado a su espalda. Llevaba un tridente en cuyo extremo se retorcía un gran pez. El agua goteaba del casco y del traje.
—¡Mon Dieu! —exclamó d’Arnot—. ¿Qué es eso?
—Es un ptomo con nuestra cena —respondió Brian—. Los ptomos son sacerdotes menores y grandes pescadores. Salen al fondo del lago Horus a través de compartimentos estancos y pescan con el tridente los peces que nos sirven de alimento. Eso que lleva a su espalda les proporciona oxígeno que obtiene del agua, que va entrando en él en pequeñas cantidades. Dicen que con uno de esos cascos un hombre podría vivir bajo el agua de manera casi indefinida, en lo que se refiere a suministro de aire. Observarás las gruesas suelas metálicas de sus zapatos; eso les impide caer tumbados y salir flotando a la superficie, con los pies hacia arriba.
—Todo este asunto resulta asombroso —se maravilló d’Arnot—, y también ese pez. En realidad, nunca he visto ninguno igual.
—A partir de ahora verás muchos —señaló Brian—, y espero que te guste el pescado crudo. Si no, será mejor que te acostumbres a él… porque es lo único que te darán como alimento; pero podrás contemplar a los sacerdotes y a las doncellas comer suculentamente. Celebran un banquete aquí de vez en cuando sólo para hacernos sufrir más.
Zytheb condujo a Helen a una de las plantas superiores del templo, donde se hallaban situados sus aposentos. Al final de un corredor abrió una puerta.
—Éste es tu nuevo hogar —anunció—. ¿No es hermoso?
La habitación era una mezcolanza de muebles de aspecto extraño, con lámparas raras y pesados jarrones. Un friso de cráneos y huesos rodeaba las paredes a ras del techo. A través de una ventana que había en el fondo de la habitación, la muchacha vio peces nadando en el lago. Entró, como si se hallara en trance, y cruzó la habitación para quedarse aliado de una mesa colocada junto a una ventana. Sobre la mesa había un pesado jarrón de curiosa fabricación, y ociosamente pensó que podría ser muy interesante si su mente no se encontrara en el torbellino de desesperanza y terror en que se hallaba. Zytheb la había seguido y le puso una mano sobre el hombro.
—Eres muy hermosa —dijo.
Ella se apartó, retrocediendo hacia la mesa.
—¡No me toques! —exclamó en un susurro.
—¡Ven! —ordenó él—. Recuerda lo que Brulor te ha dicho. Eres mi esposa y debes obedecerme.
—No soy tu esposa. Jamás lo seré. Preferiría morir. Mantente apartado de mí, te lo advierto. ¡Apártate!
—Aprenderás a obedecer y a ser una buena esposa… y a que te guste —espetó Zytheb—. Ven, bésame.
Intentó estrecharla entre sus brazos, y mientras lo hacía ella cogió el jarrón de la mesa y le golpeó con fuerza en la cabeza. Sin apenas ruido el hombre se desplomó al suelo y Helen supo que le había matado. Su primera reacción fue tan sólo de alivio. No tenía remordimientos, pero ¿qué iba a hacer ahora? ¿Qué posibilidades había de huida de aquel espantoso lugar bajo las aguas de Horus?
Se quedó un rato contemplando el cuerpo inerte del hombre al que había matado, fascinada por el horror de lo ocurrido; luego, poco a poco se fue dando cuenta de que debía actuar. Al menos podía ganar tiempo escondiendo el cadáver. Recorrió la habitación con la mirada en busca de algún sitio donde esconderlo, estremecida ante la idea de la terrible prueba; pero hizo acopio de fuerzas y arrastró el cuerpo hasta un armario que había al otro lado de la estancia. Antes de cerrar la puerta, tomó las llaves y la daga del hombre. Si existía alguna vía de escape, quizá necesitara las llaves, y estaba segura de que precisaría la daga.
Su primera idea ahora era encontrar la sala del trono de nuevo y ver a d’Arnot y a su hermano. Si era posible escapar, podría llevárselos con ella; si no, al menos debía verles una vez más. Caminando con sigilo por desiertos corredores, mientras buscaba la sala del trono donde se encontraban las jaulas alcanzó la escalera de caracol por la que Zytheb la había llevado. Con el temor constante de ser descubierta, por fin llegó a una puerta que creyó reconocer. Pero ¿era la sala? Si lo era, ¿encontraría sacerdotes o guardias dentro? Por un momento vaciló; luego abrió la puerta. Sí, era la sala del trono, y salvo por los prisioneros en sus jaulas se hallaba vacía. Hasta entonces la fortuna la había favorecido y había logrado lo que parecía imposible, pero ¿cuánto tiempo más podía confiar en la voluble diosa? Cuando cruzaba la sala en dirección a la jaula de d’Arnot observó que todos los prisioneros dormían. Este hecho y la quietud del templo le dieron una nueva seguridad, pues si la fuga era factible, sería mejor llevarla a cabo mientras el templo dormía. El hecho de que no hubiera guardias vigilando a los prisioneros indicaba que los asharianos confiaban en que no había huida posible, sugerencia que no resultaba nada alentadora.
Helen se apoyó en los barrotes de la prisión de d’Arnot y le llamó en susurros. Los pocos segundos que tardó en despertar le parecieron una eternidad a la asustada muchacha, pero el francés abrió los ojos.
—¡Helen! —exclamó perplejo—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—¡Cállate! —le previno ella—. Deja que os saque a ti y a Brian de esas jaulas; después haremos planes. —Probó diferentes llaves en la cerradura de la jaula mientras hablaba, y al fin encontró la que encajaba.
Cuando la puerta se abrió, él salió de un salto y la estrechó entre sus brazos.
—¡Cariño! —susurró—. Has arriesgado tu vida por esto; pero no deberías haberlo hecho, porque ¿de qué servirá? No hay forma de escapar de este palacio.
—Tal vez no —coincidió ella—, pero al menos podemos estar unos minutos juntos; eso no nos lo podrán quitar nunca, yen lo que respecta a arriesgar mi vida no importa. Ya la he puesto en peligro.
—¿Qué quieres decir?
—He matado a Zytheb —respondió ella— y cuando encuentren su cuerpo, imagino que se desharán de mí. —Entonces le contó lo ocurrido en el aposento de arriba.
—Qué valiente eres —se admiró él—. Te mereces la vida y la libertad por todo lo que has sufrido.
D’Arnot le cogió las llaves y abrió la jaula de Brian, y cuando este último despertó y vio a Helen y a d’Arnot allí fuera, pensó que estaba soñando. Tuvo que salir y tocarles para dar crédito a sus ojos. Brevemente le explicaron cuanto había ocurrido.
—Y ahora que estamos fuera, ¿qué? —preguntó d’Arnot—. No podemos marcharnos de este lugar.
—Yo no estoy tan seguro —replicó Brian—. Los sacerdotes construyeron un pasadizo secreto listo para utilizarse si fallase el torno o si el templo corriera peligro de inundación.
—De poco nos servirá eso a nosotros —objetó d’Arnot—, a menos que sepas dónde se encuentra la entrada de ese pasadizo secreto.
—Yo no lo sé, pero aquí hay uno que sí. Uno de estos prisioneros, el de la jaula de aliado de la mía, es un ex sacerdote. Si le liberamos, tal vez nos guíe fuera. Sé que está ansioso por escapar. Le despertaré.
—Liberemos a todas estas pobres criaturas —sugirió Helen.
—Claro que lo haremos —dijo Brian; entonces despertó a Herkuf, el ex sacerdote, y le explicó lo que había pensado, mientras d’Arnot liberaba a los otros prisioneros, advirtiéndoles que no hicieran ruido, y se reunieron en torno a Brian y Herkuf.
—Si nos cogen nos torturarán hasta matarnos —explicó este último—, y si escapamos nos espera una vida de peligros, pues no tendremos lugar adonde ir en el Tuen-Baka y deberemos vivir en cuevas y escondernos el resto de nuestra vida.
—Yo tendré un lugar adonde ir —replicó un thobotiano—. Puedo regresar a Thobos y puedo enseñaros a los demás un sendero secreto para salir del Tuen-Baka, que sólo conoce mi pueblo.
—Bueno, incluso la muerte —añadió Brian— sería mejor que estas asquerosas jaulas y el trato que recibimos aquí.
—Bien —exclamó el hombre de Thobos—, ¿por qué seguimos hablando? ¿Nos sacarás, Herkuf?
—Sí —asintió el ex sacerdote—; venid conmigo.
Los condujo por el corredor que discurría por debajo del lago hasta el fondo del pozo del elevador. Por unos instantes hurgó en una gran losa de lava que formaba parte de una de las paredes del pasillo de aliado del pozo. Después la hizo girar hacia sí dejando al descubierto la entrada a una abertura oscura como boca de lobo.
—Tendréis que avanzar a tientas —advirtió—. Hay muchas escaleras, algunas de caracol, pero no hay hoyos ni corredores laterales. Yo iré despacio.
Una vez todos se encontraron en el interior del corredor, Herkuf de nuevo colocó la losa en su lugar; luego se puso a la cabeza e iniciaron la larga y lenta ascensión.
—Empiezo a creer que lo imposible está a punto de ser logrado —señaló d’Arnot.
—Y hace unos minutos parecía absolutamente imposible —afirmó Helen.
—Y todo te lo debemos a ti, cariño.
—Se lo debemos a Zytheb —le corrigió ella— a Brulor por elegir como esposo mío al Guardián de las Llaves.
—Bueno, sea como sea, la cuestión es que por fin nos dan un respiro —se alegró Brian— y el Señor sabe cuanto lo necesitábamos.
Aún era de noche cuando los nueve fugitivos surgieron al aire libre al final del pasadizo secreto.
—¿Dónde nos encontramos? —preguntó Brian.
—Estamos en la ladera de la montaña que está por encima de Ashair —respondió Herkuf—, y al menos durante unas horas respiraremos aire puro y conoceremos la libertad.
—¿Y hacia dónde vamos ahora?
—Deberíamos encaminarnos hacia el extremo superior del lago —opinó el thobotiano—. Allí empieza el sendero que se aleja del Tuen-Baka.
—Muy bien —asintió Herkuf—. ¡Adelante! Conozco un cañón que nos permitirá escondernos si no queremos viajar de día. Podemos llegar allí hacia el amanecer. Cuando descubran que nos hemos escapado, nos buscarán, de modo que cuanto más lejos estemos y más recluido sea el escondrijo, más seguros estaremos todos.