XXX

HELEN fue arrastrada hacia la superficie de las aguas de Horus por la fantasmagórica figura hasta que, al fin, llegaron al escarpado acantilado, cuya cima forma la línea de la costa cerca de Ashair. Aquí la criatura empujó a su cautiva a la boca de una oscura caverna, una cueva horrorosa que atemorizó a la muchacha.

Magra y Gregory habían estado cautivos en la caverna una noche y un día, a la espera del retorno del verdadero dios, Chon, que tenía que decidir su sino. No les habían tratado mal, incluso habían recibido comida, pero siempre tenían la sensación de que algo los amenazaba. Se percibía en el aire, en la extraña vestimenta de sus captores, en sus susurros y en sus silencios. Ella afectaba a Magra y a Gregory de forma similar, dejándolos tristes y abatidos.

Estaban sentados junto a la charca del centro de la caverna casi exactamente veinticuatro horas después de su captura, agazapadas a su alrededor las figuras de blanco, cuando de pronto se quebró la quietud de la superficie del agua y aparecieron dos extraños cascos de buceo, uno blanco y el otro negro.

—El verdadero dios ha regresado —anunció en voz alta uno de los sacerdotes—. Ahora los extraños serán juzgados y castigados.

Cuando las dos figuras salieron de la charca y se desprendieron del casco, Magra y Gregory ahogaron un grito de asombro.

—¡Helen! —exclamó este último—. Gracias a Dios que aún vives. Te daba por muerta.

—¡Padre! —gimió la muchacha—. ¿Qué haces aquí? Tarzán nos dijo que tú y Magra estabais prisioneros en Thobos.

—Nos escapamos —explicó Magra—, pero quizás habríamos estado mejor allí. Sólo Dios sabe lo que aquí nos espera.

La figura de blanco que había emergido con Helen resultó ser, cuando se quitó el casco, un anciano con una abundante barba blanca. Miró a Helen con asombro.

—¡Una muchacha! —exclamó—. ¿Desde cuándo el falso Brulor tiene ptomos chicas?

—No soy ningún ptomo —declaró Helen—. Era prisionera de Brulor y adopté este método para escapar.

—Tal vez miente —sugirió un sacerdote.

—Si son enemigos —comentó el anciano—, lo sabré cuando consulte al oráculo en las entrañas del hombre. Si no son enemigos, las muchachas serán mis doncellas, pero si lo son, morirán como el hombre, en el altar del verdadero dios Chon y el perdido Padre de los Diamantes.

—Y si descubrís que no somos enemigos —preguntó Magra—, ¿de qué os servirá este hombre, al que ya habréis matado? Os digo que somos amigos, no pretendemos haceros ningún daño. ¿Quiénes sois para decir que no lo somos? ¿Quiénes sois para matar a este buen hombre? —La voz le vibraba de justa ira.

—¡Cállate, mujer! —ordenó un sacerdote—. Estás hablando con Chon, el verdadero dios.

—Si en verdad fuera algún dios de cualquier clase —espetó Magra—, sabría que no somos enemigos. No haría cortar en canal a un hombre inocente para hacerle preguntas a sus entrañas.

—No lo entiendes —dijo Chon en tono indulgente—. Si este hombre es inocente y ha dicho la verdad, no morirá cuando le extraiga las entrañas. Si muere, eso demostrará que es culpable.

Magra dio un golpe con el pie.

—No eres ningún dios —gritó—. Sólo eres un viejo perverso y sádico.

Varios sacerdotes se pusieron en pie de inmediato en gesto amenazador, pero Chon los detuvo con un gesto.

—No le hagáis daño —pidió—; no sabe lo que dice. Cuando le hayamos enseñado a conocer la verdad, se arrepentirá. Estoy seguro de que será una buena doncella, pues posee lealtad y es muy valiente. Tratadles bien a todos mientras estén entre nosotros esperando la hora de la inquisición.

Atan Thome huía por el pasadizo secreto del templo de Brulor, apretando el preciado cofre contra su pecho; y detrás de él iba Lal Taask, con la mente encendida con lo que ahora era la única obsesión de su vida: matar a su antiguo amo. Su deseo de poseer el gran diamante contenido en el cofre era secundario. Delante oía los gritos y parloteos del hombre enloquecido, algo que aún inflamaba más su rabia. Y detrás de ellos los perseguía Brian Gregory, olvidados sus buenos propósitos ahora que el Padre de los Diamantes parecía estar casi al alcance de su mano. No ignoraba que acaso tuviera que asesinar para obtenerlo, pero esto no le detenía en lo más mínimo, pues su avaricia, como la de muchos hombres, rozaba casi la locura.

Atan Thome salió al aire libre y huyó por la rocosa ladera. Cuando Lal Taask llegó al exterior, vio a su presa apenas cien metros más adelante. Otros ojos los vigilaban a ambos, los ojos de Ungo, el gran simio macho, que, con sus compañeros, buscaba lagartos entre las grandes rocas de más arriba. Al ver a los dos hombres, al vociferante Atan Thome, se puso nervioso. Recordó que Tarzán le había dicho que no debía atacar a los hombres a menos que le atacaran, pero no le había prohibido unirse a sus juegos, y aquello a Ungo le parecía un juego. Los simios también se perseguían así unos a otros para jugar. Por supuesto, Ungo era un poco mayor para jugar, ya que era un viejo macho corpulento y hosco, pero conservaba la capacidad de imitación y deseaba hacer lo que los tarmangani hacían. Sus compañeros tenían la misma necesidad de imitar.

Cuando Brian Gregory salió de la boca del pasadizo secreto, observó a los grandes simios chillando excitados, bajando la colina dando saltos hacia Atan Thome y Lal Taask, que perseguía a su antiguo amo. Vio como los hombres se detenían, se volvían y huían luego aterrorizados de las poderosas bestias-hombres que les atacaban.

De momento. Lal Taask descartó toda idea de venganza, ya que la primera ley de la Naturaleza le dominó y dirigió; pero Atan Thome se aferraba tenazmente a su preciado cofre. Ungo estaba encantado con este nuevo juego y avanzaba dando saltos detrás de Thome, que lanzaba gritos y corría a toda velocidad pero al que con facilidad alcanzó. El hombre, creyendo que había llegado la hora de su muerte, intentó golpear al simio con una mano para apartarlo mientras con la otra aferraba con fuerza el cofre; éste no lo soltaría por nada: antes moriría. Sin embargo, matar no estaba en la mente del antropoide. Lo que le interesaba era el juego, así que le arrebató el cofre al hombre que no cesaba de chillar con la sencillez con que un hombre le quita la esposa a otro en Hollywood, y se marchó dando saltos, suponiendo que alguien le perseguiría y que el juego proseguiría.

Lal Taask, que huía a la carrera, miró por encima del hombro para ver destruido de manera irremediable su sueño de riquezas, no quedándole nada en la vida más que su odio hacia Atan Thome y su deseo de venganza. Furioso, lleno de rencor y avaricia, corrió hacia Thome para poner en práctica su venganza final, empleando las manos nada más, sobre aquel demente que no paraba de gritar. Lal Taask estrangulaba y golpeaba a Atan Thome cuando Brian Gregory llegó junto a ellos y apartó al enfurecido indio de su víctima.

—¿En qué estáis pensando, necios? —les increpé—. Estáis haciendo tanto ruido que atraeréis a todos los guerreros de Ashair. Debería mataros a los dos, pero en este momento tenemos que olvidar todo eso y permanecer unidos para escapar, pues nunca volveremos a ver ese cofre.

Lal Taask reconocía que Gregory tenía razón, pero Atan Thome no entendía nada. Sólo podía pensar en el Padre de los Diamantes que había perdido y, empujado por un nuevo impulso maníaco, de pronto se apartó de Brian y se fue corriendo, sin dejar de gritar, en la dirección por la que había desaparecido el cofre. Lal Taask iba a salir tras él, con una maldición en los labios, pero Brian le puso una mano en el brazo para detenerle.

—Déjale marchar —aconsejó—. Jamás le arrebatará el cofre a Ungo, y probablemente morirá. ¡Ese maldito cofre! Cuántos han sufrido y muerto por él, y ese pobre tipo se ha vuelto loco.

—Quizás es el más afortunado —sugirió Lal Taask.

—Ojalá nunca hubiera oído hablar de ese diamante —prosiguió Brian—. He perdido a mi padre ya mi hermana, y probablemente todos sus amigos han muerto por culpa de mi codicia. Hace un momento aún hubiera arriesgado mi vida por él, pero ver a ese idiota parloteando me ha hecho recuperar la sensatez. Ya no lo quiero; no soy supersticioso, pero creo que está maldito.

—Tal vez tengas razón —reflexionó Lal Taask—. No me interesaba tanto el cofre como matar a ese pobre loco, pero los dioses han dispuesto otra cosa. Tendré que contentarme.

Como es propio de los simios, Ungo pronto se cansó de su nuevo juguete y arrojó el cofre con descuido al suelo, volviendo sus pensamientos al asunto de los lagartos y otros productos alimenticios. Estaba a punto de guiar a su tribu en busca de sustento, cuando unos fuertes gritos llamaron su atención. Se puso en guardia al instante, mirando cómo se acercaba el loco de Thome. Bestias nerviosas e irritables, no sabían si huir o atacar, ya que el hombre se precipitó entre ellos y se arrojó al suelo, aferrando el cofre y apretándolo contra su pecho. Permanecieron un momento donde estaban, en apariencia sin decidirse, resplandecientes sus ojos enrojecidos; luego se alejaron con lentitud, sin que el pobre loco se diera cuenta de sus amenazadores gruñidos.

—¡Es mío! ¡Es mío! —chillaba—. ¡Soy rico! ¡No hay nadie en el mundo tan rico como yo!

Los grandes simios descendieron pesadamente la colina, con su humor alterado por los gritos y parloteos de Thome, hasta el punto de que Ungo a punto estuvo de dar media vuelta y hacerle callar para siempre. En aquel preciso momento vislumbró a Brian y a Lal Taask y trasladó su ira de Thome a ellos. Eran tarmangani y de pronto Ungo sintió deseos de matar a todos los tarmangani.

Atraídos por los gruñidos de los antropoides, los dos hombres levantaron la mirada y vieron la manada que descendía la colina en su dirección y con intención de atacarlos.

—Esas bestias significan problemas —avisó Brian—. Es hora de que salgamos de aquí.

—Hay una cueva —dijo Lal Taask, señalando hacia el acantilado—. Si llegamos allí antes que ellos tal vez podamos escondernos. Existe la posibilidad de que tengan miedo de entrar en un agujero tan oscuro.

Corriendo a toda velocidad, los hombres llegaron a la cueva mucho antes de que los simios pudieran alcanzarlos. El interior no estaba oscuro por completo y comprobaron que la cueva se extendía más allá de lo que alcanzaba su vista.

—Será mejor que nos adentremos cuanto podamos —señaló Brian—. Nos hallaremos en un buen apuro si entran y nos siguen; pero quizá si al principio no nos ven, abandonen la persecución.

—Puede que sea un callejón sin salida —añadió Lal Taask—, pero es nuestra única oportunidad; sin duda nos habrían atacado si nos hubiéramos quedado fuera.

Siguieron un oscuro corredor que terminaba de pronto en una magnífica gruta, cuyo esplendor casi los dejó sin aliento.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Brian—. ¿Alguna vez has visto algo tan espléndido?

—Es magnífico —coincidió Taask—, pero, no es por nada, recuerda que los simios nos persiguen. Les he oído gruñir.

—Veo otra cueva en el otro lado de esta caverna —propuso Brian—. Probemos ésa.

—No hay nada más que probar —replicó Lal Taask.

Cuando los dos hombres desaparecieron en la oscura abertura del fondo de la caverna, Ungo y sus compañeros entraban en la cámara que acababan de abandonar, sin que su magnificencia los impresionara y aún con la idea que de momento los dominaba: la persecución. Una alimaña, un escarabajo o un murciélago podía distraer su atención y lanzarlos a una nueva aventura, pues no eran capaces de perseguir mucho rato un solo objetivo; pero no había nada de esto y, por tanto, registraron la gruta para encontrar a su presa. Dieron la vuelta al lugar, mirando detrás de las estalagmitas, olisqueando aquí y allá, perdiendo mucho tiempo mientras los dos hombres avanzaban por un nuevo corredor que se adentraba más en el acantilado.