XV
WOLFF estaba aterrado por completo. Los extraños sucesos, el ataque al campamento, la demostración de fuerza de los asharianos, todo había contribuido a impresionarle por los graves peligros y la inutilidad de la aventura. Su deseo de vivir era superior a su avaricia, y el Padre de los Diamantes había quedado olvidado en su ansiedad por escapar de lo que creía que era el destino cierto del grupo si intentaba penetrar en la Ciudad Prohibida de Ashair.
Cuando, por fin, el campamento dormía, despertó a Mbuli.
—¿Vais a quedaros aquí tú y tu gente para que os maten u os hagan esclavos? —preguntó.
—Mi gente tiene miedo —respondió el jefe—, pero ¿qué vamos a hacer? Tenemos miedo de quedarnos y tenemos miedo de huir del gran bwana Tarzán.
—Jamás volveréis a ver a ese hombre mono —aseguró Wolff al negro—. Él y el que come ranas serán muertos por los asharianos, que entonces volverán y nos asesinarán a todos o se nos llevarán como esclavos. ¿Te gustaría estar encadenado en una galera el resto de tu vida?
—No me gustaría, bwana —contestó Mbuli.
—Entonces escúchame. La chica de aquí corre peligro. Tengo que salvarla; así que os ordeno a ti y a tu gente que nos llevéis de nuevo a Bonga. ¿Cuántos crees que irán contigo?
—Todos, bwana.
—¡Bien! Ahora, manos a la obra. Haz que reúnan todos sus fardos, pero procura que no hagan ruido. Cuando todo esté a punto, coge a un par de chicos y a la muchacha. No le dejes hacer ruido.
Tras una noche de insomnio y terribles temores por el futuro, un leve ruido en la jungla detrás del campamento donde sus captores se habían detenido a pasar la noche llamó la atención de Helen. Empezaba el amanecer, su luz aliviaba la oscuridad que había envuelto el pequeño barranco y revelaba a los atónitos ojos de la muchacha las figuras de grandes simios y hombres que se introducían con cautela en el campamento.
Al principio esta nueva amenaza la aterró; luego reconoció a Tarzán y casi a la vez vio a d’Arnot detrás de él, y la esperanza que había creído muerta creció en ella, de modo que apenas pudo reprimir una exclamación de alivio cuando se dio cuenta de que iban a rescatarla; entonces un ashariano se despertó y se percató del peligro. Lanzando un grito que despertó a los demás, se puso en pie de un salto y, suponiendo que se trataba de un intento de rescatar a la cautiva, Ka la agarró y la arrastró, forcejeando, hacia la galera.
Dándole ánimos a gritos, d’Arnot corrió a perseguirlos mientras dos guerreros entablaban pelea con Tarzán y Thetan y los simios se lanzaban contra los otros. El guerrero que se llevaba a Helen casi había llegado a la galera. Gritó a los esclavos que se prepararan para partir en cuanto hubiera subido a bordo, pero d’Arnot le estaba alcanzando y al fin se vio obligado a volverse y defenderse. D’Arnot se enfrentó con él empuñando la pistola mientras el hombre levantaba su lanza. Detrás de d’Arnot otro guerrero, que había escapado de los simios, corría en ayuda de su compañero. El francés no podía disparar al enemigo que tenía delante sin poner en peligro a Helen, y no sabía que otro se le estaba acercando a sus espaldas.
Esto que se tarda tanto en contar duró apenas unos segundos, pues cuando el guerrero estaba a punto de arrojar su lanza, Helen, reparando en la apurada situación de d’Arnot, se tiró a un lado y dejó al descubierto a su secuestrador, a quien d’Arnot disparó.
Tarzán, Thetan y los simios se habían deshecho del resto de asharianos, con excepción del que amenazaba a d’Arnot por detrás. El hombre mono se percató del peligro que corría su amigo, pero se encontraba demasiado lejos para alcanzar al guerrero que le amenazaba antes de que el hombre hundiera su lanza en la espalda de d’Arnot. Helen se dio cuenta del peligro y gritó para avisar al francés. D’Arnot se giró con la pistola amartillada y apretó el gatillo, pero el percusor dio inútilmente con una bala imperfecta; entonces Tarzán arrojó su lanza. Su objetivo estaba demasiado lejos, fuera del alcance de cualquier lanza salvo la del Señor de la Jungla. Con toda su gran fuerza, sustentada por el peso de su cuerpo, lanzó el arma; y cuando el ashariano estaba apuntando a d’Arnot, le atravesó el cuerpo y se le clavó en el corazón. Después de que el hombre cayera muerto a los pies de d’Arnot, Helen de pronto se sintió mareada. Se habría desplomado de no ser porque d’Arnot la cogió en sus brazos.
—¡Vaya! —exclamó Thetan—. ¡Qué lanzamiento! En toda mi vida jamás he visto nada comparable.
—En toda tu vida —puntualizó d’Arnot— jamás habías visto a un hombre como Tarzán de los Monos.
Tarzán había pasado de largo y llegado a la galera, donde los esclavos se hallaban sentados con aire de perplejidad, sin saber qué hacer; entonces llamó a los simios y les ordenó que entraran en la galera entre los aterrados esclavos.
—No os harán daño —les aseguró Tarzán, y cuando Helen, d’Arnot y Thetan hubieron subido a bordo, ordenó a los esclavos que remaran por el río hacia el campamento de Gregory.
D’Arnot se sentó en la popa rodeando a Helen con el brazo, gesto de familiaridad que no pareció molestar a Helen. Al contrario, parecía muy satisfecha.
—Creía que te había perdido, cariño —susurró él.
Ella no respondió, sólo se acurrucó un poco más y suspiró feliz, algo que d’Arnot interpretó al menos como una aceptación de su amor, si no era una demostración del de la propia Helen. Se contentó con dejar el asunto tal como estaba.
Gregory, Lavac y Ogabi estaban de pie junto al río cuando la galera dobló un recodo y apareció a la vista.
—¡Vuelven los asharianos! —gritó Gregory—. Será mejor que nos metamos en la jungla y nos escondamos. Nosotros tres no tenemos ni una posibilidad contra ellos.
—¡Esperad! —advirtió Lavac—. Ese barco está lleno de simios.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Gregory—. Es cierto.
—Y ahí está el bwana Tarzán —señaló Ogabi.
Unos momentos más tarde el barco alcanzó la orilla y los simios descendieron, y Gregory estrechó a Helen entre sus brazos.
—Gracias a Dios que la has encontrado —dijo a Tarzán—. Pero tenemos malas noticias.
—¿Qué ocurre esta vez? —inquirió d’Arnot.
—Anoche Magra y Wolff se marcharon con todos los hombres y el equipo —explicó Gregory.
—Oh, no puedo creer que Magra hiciera una cosa así —se sorprendió Helen.
Gregory menó la cabeza.
—No olvides —le recordó— que estaba conchabada con Thome.
—Bueno —concluyó Lavac—, la cuestión es que se ha ido.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Gregory—. A mí me parece que el camino ha terminado.
—Al venir —informó Tarzán— he interrogado a algunos esclavos de la galera. Me han contado que un hombre blanco está prisionero en el templo del Padre de los Diamantes en Ashair. Quizá sea su hijo. He hablado con Thetan y él cree que es posible que el rey de Thobos nos reciba amablemente e incluso que nos ayude a rescatar a su hijo, si existe alguna probabilidad de que eso pueda llevarse a cabo. Dadas las circunstancias, tenemos la opción de ir a Thobos. Disponemos de una galera, y si entramos en el lago cuando se haga oscuro, acaso pasemos Ashair sin peligro.
—Me gustaría intentarlo —admitió Gregory—, pero no puedo pediros al resto que pongáis en peligro vuestra vida por mí una vez más. Si hubiera tenido idea de que íbamos a encontrar tantos peligros, jamás habría partido sin contar con una fuerza importante de hombres blancos.
—Yo iré con vosotros —se ofreció d’Arnot.
—Y yo —se sumó Lavac.
—Yo voy a donde vaya el bwana Tarzán —terció Ogabi.
—Entonces iremos todos —sentenció el hombre mono.
Un guerrero exhausto se presentó tambaleante ante Atka, la reina de Ashair.
—Habíamos acampado para pasar la noche en el barranco que está bajo el túnel —informó—. Llevábamos a una muchacha que habíamos capturado en el campamento de los extranjeros. Al amanecer fuimos atacados por tres hombres y una banda de simios. Uno de los hombres era thobotiano. El cabecilla era un guerrero blanco que iba desnudo. Al principio de la pelea recibí un golpe y perdí el conocimiento. No supe nada más hasta que lo recobré y me encontré sólo con los muertos. La galera se había ido. Creo que pensaron que yo también estaba muerto.
—¿Hacia dónde se fueron? —preguntó Atka.
—Eso no lo sé —respondió el guerrero—, pero es probable que regresaran corriente abajo hacia su campamento.
La reina se volvió a un noble que estaba de pie cerca del trono.
—Llena seis galeras —ordenó— y traedme a esa gente, viva o muerta. ¡Probarán la ira de Brulor!