XXIV
TARZÁN y Herkuf recorrieron el oscuro pasadizo y la escalera de caracol que descendía hasta la losa de lava que cerraba la puerta secreta del pasaje que debían seguir bajo el lago para llegar al templo.
—Aquí estamos —consideró Herkuf—. Si los dioses están con nosotros, pronto nos hallaremos en la habitación de Brulor detrás del trono. Yo me ocuparé de él, y tú coges el cofre. He esperado durante años la oportunidad de vengar a Chon, el verdadero dios, y hacerle pagar a Brulor las indignidades y torturas que me hizo sufrir. Ahora entiendo por qué he soportado todo lo que he soportado. Era por este momento. Si fracasamos, moriremos; pero aun así recibiré la muerte con agrado.
Detrás de la losa de lava los aguardaba un grupo de guerreros asharianos con sus lanzas cortas a punto, pues el sacerdote centinela había cumplido bien su tarea.
—Deben de estar cerca —indicó el cabecilla de los guerreros—. ¡Preparaos!, pero no olvidéis que la orden de la reina es que los cojamos vivos para torturarlos antes de matarlos.
—No me gustaría ser Herkuf cuando Brulor lo encierre de nuevo en su jaula —opinó un guerrero.
—Y ese hombre salvaje —añadió otro—. Fue él quien mató a tantos de nuestros guerreros aquella noche en el túnel. No me gustaría tampoco ser el hombre salvaje cuando Atka lo coja.
La losa de lava era gruesa y estaba colocada con habilidad en la abertura, por lo que las voces de los guerreros que hablaban en susurros no llegaban a los oídos de quienes estaban al otro lado. Ajenos a la trampa hacia la que se dirigían, se detuvieron un momento mientras Herkuf palpaba en busca del pomo que abriría la puerta.
Mientras ellos se paraban al borde del desastre, otro grupo de guerreros se dirigía con sigilo en dirección a los cuatro ilusos que los esperaban en la entrada del pasadizo secreto, ajenos al inminente peligro que se cernía entre las rocas de la montaña.
—Al fin, cariño —afirmó d’Arnot— veo un rayo de esperanza. Herkuf conoce las costumbres del templo, y antes de que los internos salgan de sus aposentos de nuevo, él y Tarzán regresarán con Brulor y el maldito Padre de los Diamantes.
—He llegado a odiar ese nombre —comentó la muchacha—. Sin duda, ese diamante y todo lo relacionado con él deben de estar malditos. Esa sensación es tan fuerte en mí que no puedo creer posible que sea el medio de liberar a papá y a Magra. Algo ocurrirá que transformará el éxito en fracaso.
—No me extraña que te muestres tan pesimista y escéptica, pero esta vez estoy seguro de que te equivocas.
—Eso espero. No recuerdo que nunca haya deseado tanto equivocarme.
Lavac y Brian estaban sentados en el suelo a unos pasos de Helen y d’Arnot, el primero de espaldas a él para no ver las pequeñas muestras de intimidad que aún le dolían profundamente a pesar de su sincera intención de abandonar toda esperanza de conseguir a la chica. Se hallaba de cara a la ladera de la rocosa montaña sobre la cual se elevaba la extraordinaria muralla del Tuen-Baka, y entonces divisó por primera vez a los guerreros asharianos cuando salían de su escondite y empezaban el descenso hacia sus víctimas. En cuanto se puso en pie de un salto y lanzó un grito para avisar a los demás, éstos se volvieron y en un instante sus esperanzas se derrumbaron como una casa de cerillas. Los asharianos lanzaban gritos de triunfo mientras bajaban la montaña blandiendo sus cortas lanzas. Los tres hombres habrían podido presentar batalla contra ellos, a pesar de lo inútil de esa resistencia, si no hubieran temido por la seguridad de la chica en caso de que invitaran a los asharianos a lanzar sus armas; por eso permanecieron en silencio mientras los guerreros los rodeaban, y un instante después eran escoltados hacia la puerta más próxima de la ciudad.
—Después de todo tenías razón —reconoció d’Arnot.
—Sí —admitió ella con desánimo—; la maldición del diamante aún nos amenaza. Oh, Paul, preferiría morir que volver a ese horrible lugar. Esta vez no habrá esperanza alguna para nosotros, y lo que más temo es que no me matarán.
Mientras los cuatro prisioneros se dirigían a la ciudad, Herkuf empujaba la losa de lava hacia él, y los dos hombres cayeron en la trampa que les habían tendido. No tenían ninguna posibilidad, ni siquiera el fuerte hombre mono, pues los asharianos lo habían planeado bien. Cuando salieron de la boca del pasadizo, dos guerreros, agazapados, los cogieron por los tobillos y los derribaron, y, cuando cayeron, una docena de guerreros más se abalanzaron sobre ellos colocándoles nudos corredizos en tobillos y muñecas.
—¿Sabíais que veníamos? —preguntó Herkuf a uno de los guerreros cuando eran conducidos por el corredor hacia el templo.
—Claro —respondió el hombre—. Un centinela ha estado observando la ciudad desde arriba, pues Atka sospechaba que podríais regresar a Ashair a robar una galera, la única manera en que los extraños tendrían oportunidad de escapar del Tuen-Baka. Habría sido mejor que te quedaras en la jaula, Herkuf, pues ahora Brulor te hará torturar, y ya sabes lo que eso significa.
La sala del trono del templo se hallaba en silencio y vacía, salvo por los tres prisioneros que encerraban sus jaulas, cuando Tarzán y Herkuf fueron conducidos dentro, pues aún era el período de la meditación, durante el cual los internos del templo estaban obligados a permanecer en sus aposentos; por eso se produjo un retraso mientras un guerrero pedía permiso a Brulor para ir en busca del Guardián de las Llaves para poder abrir las jaulas que tenían que encerrar a los nuevos prisioneros.
Entonces Herkuf dio un golpecito a Tarzán en el brazo.
—¡Mira! —exclamó—. También han cogido a los otros.
Cuando Tarzán se giró vio que Helen, d’Arnot, Brian y Lavac entraban en la cámara, y los saludó con una de sus raras sonrisas. Incluso frente a la muerte veía la ironía de la situación: el que aquéllos a los que habían ido a rescatar hubieran sido atrapados de manera tan vergonzosa sin dar un solo golpe. D’Arnot notó la sonrisa y se la devolvió.
—Volvemos a encontrarnos, mon ami —saludó—, pero no donde esperábamos vernos.
—Y por última vez —añadió Lavac—. No volveremos a encontrarnos, al menos en esta vida. En cuanto a mí, me alegraré. No tengo nada por lo que vivir. —No miró a Helen, pero todos sabían a qué se refería.
—Y todos moriréis por mi causa —se dolió Brian—, debido a mi estúpida avaricia; y moriré sin ser capaz de compensaros.
—No hablemos de eso —le instó Helen—. No es necesario que nos lo recuerdes constantemente.
—Cuando uno está a punto de morir mediante una tortura lenta, no tiene que recordarlo —añadió Herkuf—. Esto le ocupa la mente y excluye todo lo demás. A veces hablar de ello resulta un alivio.
Atan Thome miró entre los barrotes de su jaula a los seis prisioneros.
—¡Al fin estamos juntos! —exclamó—. Los que buscábamos el Padre de los Diamantes. Ahí está, en ese cofre; pero no lo toquéis, es mío. Sólo para mí. —Entonces prorrumpió en unas fuertes y enloquecidas carcajadas.
—¡Silencio, cerdo loco! —gruñó Lal Taask.
En ese instante entró el Guardián de las Llaves y abrió las jaulas.
—A la guarida con ellos —ordenó un oficial—, todos menos éste. —Señaló a Tarzán—. La reina quiere verle.
Atka estaba sentada en su trono de lava y rodeada de sus emplumados nobles, mientras el Señor de la Jungla, con las manos aún atadas a la espalda, era conducido a su presencia. Durante largo rato le estuvo examinando con los ojos entrecerrados, y sin deferencia alguna ni atrevimiento Tarzán le devolvió su escrutinio, igual que un león cautivo habría podido mirar a un espectador fuera de su jaula.
—Así que tú eres el hombre que mató a tantos de mis guerreros —exclamó por fin— y capturó una de mis galeras.
Tarzán se quedó callado delante de ella hasta que la reina dio unos golpecitos con el dedo gordo del pie en la tarima.
—¿Por qué no respondes? —preguntó.
—No me has preguntado nada —contestó él—. Simplemente has dicho algo que ya sabía.
—Cuando Atka habla, la persona así honrada responde algo.
Tarzán se encogió de hombros.
—No me gusta la charla inútil —comentó—, pero si quieres oírla, admito que maté a algunos de tus guerreros. Aquella noche en el río habría matado más si la tripulación de la galera hubiera sido mayor. Ayer maté otros seis en la jungla.
—¡De modo que por eso no regresaron! —exclamó Atka.
—Creo que esa debe de ser la razón —admitió con ironía Tarzán.
—¿Por qué viniste a Ashair? —inquirió la reina.
—Para liberar a mis amigos que estaban prisioneros aquí.
—¿Por qué eres mi enemigo? —continuó Atka.
—No soy tu enemigo. Sólo deseo la libertad de mis amigos —le aseguró el hombre mono.
—Y el Padre de los Diamantes —añadió Atka.
—Eso no me importa —replicó Tarzán.
—Pero eres cómplice de Atan Thome —le acusó ella—, y él vino a robar el Padre de los Diamantes.
—Él es mi enemigo —afirmó Tarzán.
Ella volvió a mirarle en silencio, en apariencia dando vueltas a una nueva idea. Al fin habló.
—Me parece —dijo— que no eres de los que mienten. Creo lo que me has contado, y por tanto serás mi amigo. Me han explicado cómo peleaste con tus aliados simios en el campamento bajo el túnel, y también me han hablado de la pelea en la galera, pues no todos los guerreros se ahogaron: dos de ellos salieron del túnel nadando y se salvaron. Un hombre como tú me resultaría valioso, si fuera leal. Júrame lealtad y serás libre.
—¿Y mis amigos? —preguntó Tarzán—. ¿También serán libres?
—Claro que no. Ellos no me resultan útiles. ¿Por qué iba a liberarlos? Ese hombre, Brian Gregory, vino únicamente con el fin de robar el Padre de los Diamantes. Creo que los otros vinieron a ayudarle. No, ellos morirán a su debido tiempo.
—Te he dicho que vine a liberarlos —replicó Tarzán—. Su libertad es la única condición para quedarme.
—Los esclavos no imponen condiciones a Atka —concluyó la reina en tono imperioso. Se dirigió a un noble—. ¡Lleváoslo!
Devolvieron a Tarzán a la sala del trono del templo, pero no le soltaron las manos hasta que estuvo encerrado a salvo en una jaula. Era evidente que los luchadores de Ashair le guardaban un profundo respeto.
—¿Has tenido suerte? —se interesó d’Arnot.
—Aquí estoy, en una jaula —respondió Tarzán—. Esto responde a tu pregunta. La reina nos quiere ver muertos a todos.
—Imagino que su deseo se hará realidad —apuntó d’Arnot de mala gana.
—Las reinas sólo tienen deseos.
El grupo, desanimado y desalentado, aguardaba el curso que tomaría su desastrosa aventura. Sólo dos de ellos parecían no haber perdido por completo las esperanzas: el hombre mono, cuyo semblante raras veces revelaba sus sentimientos, y Atan Thome, que continuamente reía y hablaba del Padre de los Diamantes.
Cuando al finalizar el período de meditación comparecieron sacerdotes y doncellas, la sala del trono empezó a cobrar vida, y por fin Brulor entró y ocupó su lugar en el trono, mientras todos se arrodillaban y golpeaban el suelo con las manos. Tras una breve ceremonia religiosa, algunas de las doncellas se pusieron a bailar ante Brulor una danza sugestiva y lasciva a la que se unieron algunos sacerdotes en mitad de la cual irrumpió, procedente del largo corredor, un guerrero emplumado que anunció la llegada de la reina. Al instante la música y la danza cesaron, y los bailarines ocuparon sus lugares en actitud santurrona alrededor del trono de Brulor. Una potente fanfarria de trompetas resonó desde la boca del corredor, y poco después apareció la cabeza de una procesión que se dirigió con paso majestuoso por el centro de la sala hacia la tarima donde estaba sentado Brulor. Rodeada de guerreros, la reina avanzó con andar solemne hasta la tarima, donde ocupó un segundo trono aliado del de Brulor.
Siguió una larga y tediosa ceremonia, tras la cual la reina dictó sentencia a los nuevos prisioneros, un privilegio que de vez en cuando usurpaba a Brulor con gran disgusto de éste, que era dios sólo porque la reina lo toleraba.
—Ofrezcamos en sacrificio a todos menos a la mujer —ordenó Atka—, uno detrás de otro, y con tortura lenta, para que su espíritu pueda salir al mundo de los bárbaros y advertirles que nunca intenten entrar en la Ciudad Prohibida de Ashair.
Habló con voz potente para que fuera oída en toda la cámara, y sus palabras dieron un rayo de esperanza a d’Arnot, pues Helen no había sido condenada a tortura y muerte, esperanzas que desaparecieron con las siguientes palabras de la reina.
—Llevaréis a la mujer a la pequeña cámara para que muera poco a poco como sacrificio al sagrado Horus. Éste será su castigo por matar a Zytheb, el sacerdote. Que se la lleven enseguida. Las sentencias de los demás serán llevadas a cabo a discreción de Brulor.
Un sacerdote salió apresurado de la sala del trono para regresar de inmediato con tres ptomos, uno de los cuales llevaba un traje y casco acuáticos en la mano. El Guardián de las Llaves los condujo a la jaula de Helen, que abrió, tras lo cual los ptomos entraron, le quitaron las prendas exteriores a la chica y le pusieron el traje acuático. Antes de colocarle el casco en la cabeza, ella se volvió hacia d’Arnot, que estaba de pie con el rostro ceniciento apretado contra los barrotes que separaban sus jaulas.
—Adiós, una vez más —se despidió ella—. Esta vez no será por mucho tiempo.
La emoción ahogó la respuesta del hombre y las lágrimas le cegaron cuando los ptomos pusieron el casco a Helen; después se la llevaron. Él la miró hasta que se perdió de vista tras cruzar una puerta al otro lado del templo, y entonces se desplomó en el suelo de su jaula y escondió la cabeza entre sus brazos. Brian Gregory maldijo en voz alta. Maldijo a Atka y a Brulor y al Padre de los Diamantes, pero sobre todo se maldijo a sí mismo.
La reina y su séquito abandonaron el templo, tras ella Brulor y los sacerdotes y las doncellas salieron también, dejando solos a los hombres condenados. Atan Thome no paraba de parlotear sobre el Padre de los Diamantes, mientras Lal Taask y Akamen le amenazaban e insultaban. Lavac se sentó en cuclillas mirando con fijeza la puerta por la que Helen había desaparecido para salir de su vida para siempre, aunque sabía que era como si nunca la hubiera conocido. Brian paseaba arriba y abajo por la jaula, mascullando para sí. Tarzán y Herkuf hablaban en voz baja. D’Arnot estaba casi loco de desesperación. Oía a Tarzán preguntar muchas cosas a Herkuf, pero no le causaban impresión alguna. Helen se había ido para siempre. ¿Qué importaba nada? ¿Por qué Tarzán hacía tantas preguntas? No era como él; y de todos modos, también él pronto estaría muerto.
Recortada la silueta sobre el cielo azul africano, Ungo y sus compañeros simios permanecían en el borde del cráter del Tuen-Baka y contemplaban el valle. Contemplaron el verdor de las llanuras y los bosques, que les resultaron agradables después de las áridas laderas externas de la montaña.
—Vamos a bajar —gruñó Ungo.
—Tal vez Tarzán esté allí —sugirió otro.
—Allí hay comida —replicó Ungo—. Tarzán no está allí, volvemos a nuestros terrenos de caza. Esta zona es mala para los mangani.