VI
OGABI cantaba mientras asaba metes de antílope sobre el fuego junto al que yacía la carcasa del animal. Durante cuatro días Ogabi se había ido animando, pues ahora se hallaba a cuatro marchas de distancia de aquel horrible pájaro, en cuyo vientre había estado a punto de morir. Había tenido mucho miedo de que los hombres blancos decidieran regresar a él y volar de nuevo. Sin embargo, si lo hubieran hecho, él habría huido hacia la selva y se habría escondido. Cinco hombres blancos estaban sentados alrededor del fuego observándole.
—¿Estás convencido de que sabes dónde estamos ahora, Tarzán? —preguntó d’Arnot.
—Sí. Estoy seguro de que estamos al este de Bonga y un poco al sur. Ese antílope que he cazado se encuentra en esa región.
—Probablemente Thome ha salido de Bonga hoy —sugirió Gregory—. Para cuando lleguemos a Bonga él puede que ya se nos haya adelantado. Jamás le alcanzaremos.
—No tenemos que ir a Bonga —replicó Tarzán—. Podemos ir directamente hacia el nordeste y adelantarle; después podemos seguir más deprisa de lo que él puede viajar; los muchachos con los fardos le harán ir despacio. Nosotros no tenemos ningún obstáculo.
—¿Quiere decir que podemos viajar sin porteadores ni provisiones? —se admiró Gregory.
—Hemos estado así los últimos cuatro días —le recordó Tarzán. Echó un rápido vistazo al campamento—. ¿Dónde está Magra? —preguntó—. Le dije que no abandonara el campamento; ésta es zona de leones; y, si no me equivoco en cuanto a la ubicación, también es zona de caníbales.
Magra no tenía intención de alejarse del campamento, pero la selva le intrigaba tanto, y parecía tan tranquila y pacífica… Caminó despacio, disfrutando de las flores, observando los pájaros. Se paró ante una orquídea encantadora que, como algunas mujeres bellas, chupaba la sangre del gigante que la mantenía. Después recordó los consejos de Tarzán y giró para volver sobre sus pasos y regresar al campamento. No vio el gran león que tenía detrás y que había captado su olor y la seguía con paso silencioso.
Los hombres que estaban en el campamento vieron que Tarzán se ponía en pie, levantando la cabeza, temblándole las ventanas de la nariz; luego, para su asombro, le vieron correr unos pasos, subirse a un árbol y desaparecer. No sabían que Usha, el viento, había traído el acre rastro de olor de Numa, el león, al sensible olfato del hombre mono, y que mezclado con él se hallaba el delicado olor del perfume que le gustaba a Magra, lo que le reveló que se avecinaba una tragedia, por lo que se subió a los árboles con la esperanza de llegar al lugar a tiempo.
Mientras Magra se dirigía hacia el campamento, un rugido enojado del rey de las bestias le hizo ser consciente de pronto del peligro con que se enfrentaba. Al instante se dio cuenta de que su situación no tenía salida y de la inutilidad de pedir ayuda, que no podría llegar a ella a tiempo para impedir lo inevitable. Con su acostumbrado valor, se resignó a morir; pero aun con la muerte mirándola fijamente a la cara, no pudo reprimir una involuntaria exclamación de admiración por la magnificencia de la gran bestia que tenía ante ella. Su tamaño, su majestuoso porte, la pura ferocidad de su cara le produjeron una honda impresión. No quería morir, pero tenía la sensación de que no había muerte más noble que bajo los potentes colmillos y garras del rey de las fieras.
Ahora el león se acercaba con sigilo hacia ella, con el vientre pegado al suelo, meneando con nerviosismo el extremo de la cola. Se acercó sólo un metro más o menos; luego se levantó, pero seguía un poco agazapado mientras avanzaba. De pronto, con un fuerte rugido, atacó, yen ese mismo instante un hombre saltó de lo alto de un árbol y cayó sobre su lomo.
—¡Brian! ~clamó Magra ahogando un grito de asombro.
El hombre se aferró al lomo del carnívoro, mezclándose sus rugidos con los del gran felino, mientras clavaba su cuchillo de caza una y otra vez en el costado dorado de la bestia, que daba saltos y trataba de deshacerse del hombre. Magra observaba la escena, fascinada, hasta que el corazón herido dejó de latir para siempre y la gran bestia murió. Entonces Magra tuvo motivos para estremecerse de auténtico horror, cuando el Señor de la Jungla colocó un pie sobre el cuerpo de su presa y lanzó el grito de victoria del simio macho. Cada fibra del cuerpo de la muchacha vibró con una emoción desconocida mientras observaba al hombre que ahora sabía que no era Brian Gregory.
Cuando el extraño grito quebró el silencio de la jungla, Wolff, Gregory y Lavac se pusieron en pie de un salto. Wolff cogió su rifle.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué ha sido eso?
—Tarzán ha matado algo —explicó d’Arnot.
—El Gran Bwana ha matado a Simba —especificó Ogabi—. ¿Los hombres blancos son sordos y no han oído rugir a Simba?
—Claro que lo hemos oído —replicó Wolff—; pero ese salvaje jamás podría matar un león; no llevaba nada más que un cuchillo. Será mejor que salga a buscarle.
Echó a andar con el rifle en la mano en la dirección de donde había procedido el ruido que les había sobresaltado; Gregory y Lavac le siguieron.
—Ese grito ha sido cuando el león le ha atacado —consideró Wolff—. Seguro que está muerto.
—A mí no me parece que esté muerto —señaló Lavac, cuando Tarzán y Magra aparecieron a la vista.
—Me temo que me he quedado sin aliento y no…, bueno, gracias es una palabra muy inadecuada dadas las circunstancias, pero no se me ocurre otra. Gracias por salvarme la vida. Qué tonto y absurdo parece, pero ya sabe lo que intento decir. Es usted maravilloso, y también da un poco de miedo; pero ahora sé que no es Brian Gregory. Él no habría podido matar al león como usted lo ha hecho. Ningún hombre en el mundo habría podido hacerlo. —Se interrumpió—. Hasta hace unos minutos, creía que amaba a Brian.
Lo que insinuaban las palabras y el tono de Magra era bastante evidente, pero Tarzán prefirió hacer caso omiso.
—Haremos todo lo posible para encontrarle —afirmó—, no sólo por míster Gregory sino por usted.
Magra sintió un escalofrío. La habían desairado, pero esperaría el momento oportuno.
—¿Y el diamante? —preguntó.
—No me interesa —respondió Tarzán.
Un safari bien equipado avanzaba hacia el nordeste a diez marchas de Bonga. Una muchacha y dos hombres eran los únicos blancos, pero los porteadores parecían llevar suficiente equipo y provisiones para el doble o el triple de gente.
—Qué hábil por mi parte —se jactó uno de los hombres ante la muchacha— llevarme el safari de tu padre. Tardará una semana o más en reunir otro y equiparlo. Para entonces estaremos tan lejos que jamás nos alcanzará. Me gustaría ver su cara cuando llegue a Bonga y se entere de la verdad.
—Es casi tan hábil como el difunto míster Dillinger y Baby Face Nelson —replicó Helen— y acabará igual.
—¿Quiénes eran ésos? —preguntó Thome.
—Eran secuestradores y asesinos y también adictos al latrocinio a lo grande. Si no fuera un necio, me soltaría y me enviaría de nuevo a Bonga. Tiene el mapa. Yo ya no le serviré para nada. Hasta que me devuelva sana y salva a él, mi padre jamás dejará de buscarle. No entiendo por qué quiere seguir reteniéndome.
—Quizá me gustas, cariño —respondió Thome.
La muchacha se estremeció ante la insinuación de aquel hombre. El resto del día caminó en silencio, esperando siempre una oportunidad de escapar, pero o Atan Thome o Lal Taask estaban siempre a su lado. Se sentía agotada cuando por fin prepararon el campamento, pero gran parte de su cansancio era agotamiento nervioso; todo el día las palabras de Atan Thome la habían acosado.
Después de la comida de la noche, se fue a su tienda, que habían montado al otro lado del campamento que ocupaba Thome, pues el hombre sabía que mientras pudiera tratar de escapar de día, no se atrevería a arriesgarse a los peligros de la selva por la noche.
Thome y Taask se quedaron hablando ante la tienda del primero, Thome con los ojos fijos en la muchacha cuando ésta entraba en la suya. Los dos hombres habían estado hablando y Lal Taask miraba al otro atentamente.
—Tú eres mi amo, Atan Thome —dijo—, pero por lealtad, tu sirviente debe advertirte. La muchacha es blanca y el brazo del poder del hombre blanco es largo. Hasta las profundidades de la jungla o en las heladas extensiones de los polos llegaría y te arrastraría para que le dieras explicaciones.
—Ocúpate de tus asuntos —espetó Thome—. No tengo intención de hacer ningún daño a la chica.
—Me alegro de oírte decir eso. No quiero que el hombre blanco se enfade conmigo. Sí eres sensato, harás lo que la chica ha sugerido. Envíala de regreso a Bonga mañana.
Atan Thome se quedó pensativo unos instantes; luego asintió.
—Tal vez tengas razón —reconoció—. Mañana regresará a Bonga, si lo desea.
Los dos hombres se separaron, yendo cada uno a su tienda; y el silencio reinó en el campamento dormido, un solo askari, dando cabezadas al lado del fuego para ahuyentar a las fieras, era la única indicación de que había vida en el interior del tosco cercado que habían construido para protegerse de las bestias depredadoras.
Después Atan Thome salió de su tienda. Recorrió el campamento con los ojos. Sólo vio al askari, que al ver a Thome fingió un estado de alerta que, dadas la hora y su inclinación, resultaba incongruente; no obstante, estaba lo bastante despierto para ver al hombre blanco cruzar en silencio el campamento; y cuando comprendió la meta evidente de Thome, sonrió. A lo lejos rugió un león. Esto y el canto de la cigarra eran lo único que quebraba el silencio de la noche.
La mente de Helen, insomne y nerviosa por el miedo, estaba llena de temor y recelo. El cambio de actitud de Atan Thome la preocupaba. Incluso el más mínimo sonido transmitía una amenaza a su oído expectante. Por fin se levantó del catre y miró fuera de la tienda de campaña. Se le cayó el alma a los pies cuando vio a Atan Thome que se encaminaba con sigilo hacia ella.
De nuevo rugió un león en el misterioso vacío de negrura que era la noche en la jungla, pero el hipócrita hombre que apartó las cortinas de la entrada de la tienda de la chica era una amenaza mucho mayor. Un aura de repulsión rodeaba a Thome. La muchacha siempre la había percibido y en su presencia se sentía como uno se podría sentir en presencia de una cobra.
Atan Thome apartó las cortinas y entró en la tienda. La hipócrita sonrisa halagadora que exhibían sus labios desapareció cuando descubrió que ésta estaba vacía. No sabía que la muchacha se había arrastrado por debajo de la pared trasera un instante antes de que él entrara. Que él supiera, podía hacer una hora o más que se había marchado; pero estaba seguro de que debía de estar en algún lugar del campamento, pues no podía imaginar que se hubiera atrevido a afrontar los peligros de la noche en la jungla para huir de él. Sin embargo, esto era lo que ella había hecho.
Asustada, se abrió paso a tientas en una oscuridad que sólo era mitigada parcialmente por la luna que acababa de aparecer. De nuevo el rugido de un león que iba de caza resonó en la selva, ahora más cerca, y el corazón de la muchacha se llenó de desaliento. A pesar de ello, cobró fuerzas y siguió adelante, más aterrada por la idea del hombre que tenía detrás que por el león que tenía ante sí. Esperaba que la bestia siguiera rugiendo, pues de este modo siempre podría localizarla. Si dejaba de rugir, ello podría significar que había captado su olor y la estaba acechando.
Tropezó por casualidad con un sendero de caza y lo siguió. Pensó que era el sendero que regresaba a Bonga, pero no lo era. Iba en una dirección más hacia el sur, que quizá para ella era mejor, ya que el león se hallaba en el camino de Bonga, y el sonido de sus rugidos retrocedían a medida que ella avanzaba por la selva.
Tras una noche de terror, a primera hora de la mañana la muchacha llegó a una llanura abierta, y cuando la vio supo que se había extraviado del camino que la llevaría a Bonga, pues el safari no había cruzado ninguna llanura como aquélla en el trayecto desde la ciudad del río. Comprendió que se hallaba perdida, y ahora no tenía ningún plan más que escapar de Thome. Su futuro, su vida, se encontraban en manos de un Destino caprichoso. Cómo, en esa tierra salvaje, podía haber otra cosa más que un cruel Destino no lo podía imaginar; sin embargo, debía seguir adelante… y esperar.
Se alegraba tanto de haber salido de la selva, que cruzó la llanura hacia una cadena de montañas bajas, ajena al hecho de que, si bien la selva podía ser oscura y deprimente, le ofrecía un escondrijo y las ramas de sus árboles la podían salvar de muchos peligros. Detrás de ella quedaban Thome y el recuerdo del león que cazaba. Era mejor para su paz mental que no supiera lo que le esperaba más adelante.