IX
Cuando las locomotoras entraron con un chirrido en la estación de ferrocarril de Goldsboro, sus ruidos estridentes se percibieron como una fanfarria. Los soldados formaron filas antes de recibir la orden. Pronto se mostraban unos a otros sus flamantes guerreras y pantalones azules. Se maravillaban con los fusiles de repetición que salían de las cajas, lubricados y relucientes. Pisaban encantados con sus botas de suela gruesa. Encomendaron sus harapos y zapatos gastados a pequeñas hogueras festivas. Los músicos de la banda recibieron pieles nuevas para sus tambores, lengüetas nuevas para sus clarinetes, y el intendente general fue loado por todos como el mejor oficial del ejército. También había llegado correo, y las soldadas del pagador, y tras las semanas de descanso en el campamento, y con el equipamiento renovado, y las cartas de casa, y la paga en los bolsillos, los noventa mil hombres que partieron puntualmente de Goldsboro el 10 de abril estaban descansados, reabastecidos y dispuestos a acabar la guerra.
Desplegándose desde sus campamentos, el ejército se extendió lentamente a lo ancho de una franja de sesenta kilómetros a orillas del río Neuse, y por carreteras que atravesaban fértiles campos de maíz verde y joven. A lo largo de la fila de carromatos que avanzaban pesadamente corrió la noticia de que Lee había sido expulsado de Petersburg y Richmond. Eso explicaría las ovaciones que llegaron a Stephen y Pearl flotando por encima de las colinas. Ahora el propósito de la marcha era muy sencillo. No habría una gran conversión hacia el noreste y Richmond. Iban a Raleigh y al encuentro del ejército rebelde del general Johnston.
Stephen y Pearl estaban demasiado preocupados para participar del buen humor reinante. Al no volver el doctor Sartorius, otro coronel del Departamento Médico había unido su dispensario al suyo. Como Stephen no tenía nada que acreditara que era enfermero militar, recibió la orden de volver con su regimiento original. Y como Pearl era una voluntaria civil, se le dijo que no la necesitaban y la enviaron a casa, dondequiera que estuviese. Pearl estaba asustada, pero Stephen dijo: Tú tranquila, así que habían hecho caso omiso a las órdenes. Stephen conocía el ejército mejor que ella. Sabía que, en la confusión por la llegada del equipamiento nuevo para las tropas y la reorganización administrativa impuesta por el general Sherman, el caos les permitiría hacerse un lugar en la marcha. Y eso era más necesario que nunca, ya que tenían a Calvin Harper a su cargo. Cuando un destacamento del Departamento Médico se llevó las dos ambulancias y el carromato de material asignados a Sartorius, Stephen había preguntado al teniente al mando qué debían hacer con el negro que estaba allí con los ojos vendados. Es todo tuyo, hijo, contestó el teniente. Pero eso no bastaba para quedarse tranquilos. Podía presentarse otro teniente, o capitán o general, diciendo otra cosa. Por supuesto, Calvin les había contado todo lo sucedido. Pearl casi se echó a llorar porque este hombre que tanto amaba tomar fotografías tal vez no recuperaría la vista. El doctor Sartorius había dicho que era posible. Y no pasaba ni una hora sin que Calvin Harper se levantara el borde de la venda para comprobar si la vista le había mejorado. Veo luz, nada más. Nada más que luz. David lo observaba atentamente, y fue él mismo quien tuvo la idea de coger a Calvin de la mano para que pudiera moverse sin hacerse daño.
Si bien es cierto que Calvin Harper había prevenido al general Sherman y, de un modo más coherente, al coronel Teack, de que el hombre detrás de la cámara era un soldado rebelde, sabía que el general más importante del ejército, con todo lo que tenía que hacer, nunca se tomaría la molestia de declarar, y era poco probable que el coronel, que también había resultado herido, atestiguara a su favor. La única posibilidad que tengo, les dijo Calvin, es que soy negro y con todo lo que está pasando, se olviden de semejantes menudencias. Ésa es la única posibilidad.
Stephen pensó que quizá tenía razón. Era una multitud, ese ejército, y la guerra se estaba apagando rápidamente de tal manera que se relajaba la disciplina militar. Los generales, previéndolo, habían creado una burocracia nueva con la esperanza de controlar la situación. El ala derecha era ahora el Ejército de Tennessee, la izquierda el Ejército de Georgia y la nueva columna de la costa era el Ejército de Ohio. ¿Y eso qué significaba? Había cuerpos, divisiones, brigadas, destacamentos, todos con su estandarte de batalla y distinguiéndose unos de otros por motivos administrativos que estaban fuera del alcance del soldado raso que marchaba bajo el sol. Stephen ni siquiera sabía si su antiguo regimiento seguía siendo el 102 de Nueva York. Podían pasar kilómetros sin que pudiera adivinarse el final de una procesión de tropas y caballos y carromatos. Un águila planeando a gran altura en los vientos de abril sólo vería una sinuosa franja de color azul iridiscente, parecida a las tierras anegadas por un río. Stephen propuso incorporar el carromato de Josiah Culp Fotografía con licencia de Estados Unidos y, sentado en el pescante del cochero con su nuevo uniforme azul, esperaba no necesitar más credenciales.
El único problema era Bert.
Habían ocupado un lugar hacia el final de la caravana, a tantos kilómetros del cuerpo de vanguardia que no oían los habituales ruidos de las escaramuzas conforme la caballería rebelde arremetía, se replegaba y volvía a arremeter. Sólo les llegaba el susurro de la brisa de abril y los chirridos de los carromatos y el continuo chacoloteo de los cascos en la dura carretera de tierra. Pero a la mula Bert no le gustaba caminar detrás de un carromato y delante de otro. Se plantaba una y otra vez y detenía a los que venían detrás. Intentaba desviarse de la procesión y adentrarse en los maizales. Cuando la caballería pasaba al galope demasiado cerca por la carretera, Bert levantaba la cabeza y enseñaba los dientes y rebuznaba.
A esta mula tuya, gritó Stephen hacia el tendal del carromato, no le gusta el viaje.
Bert es así, contestó Calvin. Siempre ha sido cabezota. Para mí es como un viejo amigo. Déjame hablar con él y veré qué puedo hacer.
No es una buena idea, dijo Stephen. Creo que será mejor que te quedes ahí escondido.
Poco después llegaron a un arroyo donde habían volado el puente y los ingenieros habían tenido que tender los habituales pontones. La corriente era rápida y los pontones se balanceaban un poco y, como no le gustó el sonido hueco de sus propios cascos, Bert estuvo a punto de lanzarse al agua a sí mismo y al contingente de Josiah Culp Fotografía con licencia de Estados Unidos.
Stephen consiguió obligarlo a pasar, pero enseguida se desvió de la carretera y se detuvo con Bert junto a un pino.
Pearl se bajó de un salto. ¿Qué vamos a hacer?
Esperaremos. Pronto pasarán con los caballos y las mulas de repuesto. Cambiaremos a este animal por una mula del ejército.
¿Y quién va a quererlo?
Pues en ese caso intentaré sacarles una como sea.
Tienes que comprarla, dijo Pearl. Nadie te va a regalar una buena mula del ejército.
Se miraron. Stephen no había ido a buscar su paga. Habría sido la manera más segura de acabar en su regimiento. Pearl sacó del bolsillo el pañuelo con el águila.
Oye, no, dijo Stephen. Ya has dado la otra.
Da igual. Calvin, gritó, ¿dónde dices que vives? En Baltimore, fue la respuesta.
Vamos a comprar una mula, Calvin. Esta tuya nunca verá Baltimore.
Se hizo un largo silencio. De acuerdo, contestó Calvin.
Bobby Brasil, con la avanzada en el pueblo de Smithfield, de pronto se encontró bajo fuego rebelde. Los fogonazos procedían de almacenes y ventanas de los segundos pisos. Un rebelde disparaba desde el campanario de una iglesia. Brasil dobló una esquina y al final de la calle vio una barricada y escondió la cabeza a tiempo. Un proyectil estalló justo allí donde había estado él, y cuando se despejó el humo, había un boquete en la calle. Lo habían ascendido a sargento por haber sobrevivido a dos predecesores. Su sección se componía de jóvenes campesinos. Agazapados al amparo de un callejón, estaban totalmente desorientados. Se suponía que la guerra se libraba desde zanjas y detrás de árboles, a través de ríos y en ciénagas. No en calles. No de un edificio a otro. Tenéis suerte, palurdos, les aseguró. Bobby J. Brasil ha luchado en las calles desde que aprendió a caminar. Es el terror del barrio de Five Points y el azote de Centre Street. Ya era hora de que esta guerra se volviera civilizada.
Al frente de sus hombres por el callejón, los llevó a una zona de vertederos y anexos. Saltaron vallas de madera, reventaron la puerta trasera de una ferretería vacía y salieron por la puerta de delante, rebasando la barricada. Desde el porche, empezaron a disparar. Antes de que los rebeldes se dieran cuenta de lo que ocurría, los abatieron a tiros, al menos a media docena, incluidos los dos artilleros que manejaban el cañón Parrot. Una vez tomada la barricada, Brasil y sus hombres recibieron el saludo de los soldados de caballería que pasaron por delante.
Cuando se presentaron en la plaza Mayor, ya habían empezado a llegar casacas azules de todas direcciones. Habían tomado Smithfield. Los hombres lanzaron vítores, y tras dar vueltas por el pueblo durante unos veinte minutos, volvieron a reunirse para proseguir la marcha.
En el extremo occidental del pueblo, los rebeldes habían quemado el puente del río Neuse. La marcha se detuvo, y los hombres se sentaron en la ladera del monte. Los palurdos fumaban sus pipas, y Brasil, acostado con las manos detrás de la cabeza, contemplaba el cielo mientras los ingenieros traían los pontones. Brasil empezaba a disfrutar con el mando, aun cuando fuera con esos nueve desdichados holandeses que le habían caído en suerte. Semejante hecho lo habría avergonzado incluso un mes antes, pero tenía que reconocer que se había convertido en un buen soldado. Había desarrollado, al parecer, un sentido de la responsabilidad que no sabía de dónde le venía. Su concepto de la vida militar ya no era exclusivamente personal, ya no se trataba de velar sólo por sí mismo en todas y cada una de las situaciones. Se rio, pensando en lo que dirían su padre o sus tíos, ya que la familia Brasil simpatizaba con el Sur. Pero un ejército tenía su interés y Brasil empezaba a enorgullecerse de él, como si de algún modo le perteneciera, o él al ejército. Pensó que se le daría bastante bien estar al mando de una compañía o incluso un regimiento. Sabía que sólo los que iban a West Point podían ser generales, pero en un ejército había mucho más que generales.
Una vez cruzado el río, la marcha prosiguió por la carretera de Raleigh. Pasaron ante granjas reducidas a cenizas, cosechas pisoteadas. Niños descalzos y medio desnudos, con el pulgar en la boca, miraban a los soldados desde los porches. En los campos, a lo lejos, se veía de vez en cuando alguna que otra plantación, con los postigos cerrados y sin la menor señal de vida. A lo largo de toda la marcha, aparecían negros por la carretera para caminar con las tropas y bailar y vocear y alabar al Señor.
Brasil se dio cuenta de que era feliz. Se sentía realizado: su naturaleza rebelde nunca lo había recompensado con semejante sensación.
Se detuvieron temprano a acampar en las praderas a unos quince kilómetros al este de Raleigh. Apilaron los fusiles, plantaron las tiendas y encendieron las hogueras. Algunos hombres bajaron al río a refrescarse los pies. Brasil estaba sentado delante de su tienda, pensando en bajar él también, cuando oyó un ruido que no consiguió identificar. Desde luego no eran disparos, era un sonido desapacible pero más bien bajo, como el viento en la rendija de una ventana. Pero de pronto sí oyó disparos de mosquete, y cogió el fusil y se levantó porque ahora el sonido era más fuerte, y oía voces, y parte del ruido consistía claramente en alaridos, y se acercaba, procedente del este, de Smithfield, donde aún permanecía el grueso del ejército. Los soldados de su compañía se habían puesto en pie. Algunos subieron corriendo del río, y todos preguntaban a todos qué demonios sucedía. Y entonces oyeron el toque de los clarines, los resoplidos de las tubas y los bocinazos de las trompetas de la banda militar, y aquello no tenía nada de musical, era una locura, ese ruido era de tazas de hojalata contra platos de hojalata, y parecía que en el ejército todo el mundo sabía qué pasaba excepto Bobby Brasil, hasta que apareció un oficial de caballería, agitando el sombrero, el caballo encabritado y caracoleando, y él gritaba ¡Arre! a voz en cuello, y luego un par más hicieron lo mismo, sin la dignidad propia de su rango, pensó Brasil, hasta que oyó las palabras exactas, o las interpretó a partir de los aullidos y sombreros que volaban por los aires, y soldados idiotizados que bailaban en parejas, y ahora parecía que un gran coro masculino y ronco resonaba por los montes, con los mosquetes disparando hacia el cielo como petardos y las voces de todo el Ejército del Oeste reverberaban en el suelo bajo sus pies igual que las notas graves y profundas del órgano de una catedral como si hasta Dios celebrase la rendición. Porque era eso: Lee se había rendido, y aquello se había acabado, ¡la maldita guerra se había acabado! Tal era el estruendo que ahuyentaba a los pájaros de los árboles, mandaba a los conejos a sus madrigueras, a los zorros a sus guaridas, a los rebeldes a sus escondrijos. Brasil se desplomó en el suelo y, sentado con las piernas cruzadas al estilo indio, se tapó los oídos con las manos para poder oírse dar gracias a Dios por haberle permitido sobrevivir. Te doy gracias, Señor, por dejar vivir a este chico de ciudad sí, estaba loco de alegría, claro, y en ese momento pasó alguien y lo puso en pie y pronto él también daba alaridos y bailaba con los demás, y se reunió con el comandante de su compañía, que repartía tragos que sacaba de su tienda, y brindó con su taza de hojalata por el padre Abraham y una vez más por el Tío Billy Sherman y una vez más por el Gran Ejército de la República, mientras bajo su sonrisa pensaba que maldita su suerte porque la guerra había acabado justo cuando por fin había encontrado algo en qué creer.
La orden especial de campaña de Sherman anunciando la rendición del general Lee con todo su ejército ante el general Grant el día 9 de ese mismo mes en el palacio de justicia de Appomattox, Virginia, no significaba que no quedase trabajo por hacer. Faltaba ver si Joe Johnston diseminaría sus efectivos y llevaría a cabo una larga campaña: una marcha interminable, por así decirlo, ante la cual las de Georgia y las Carolinas no habrían sido más que un preludio, con cada vez más tierras por asolar y saquear. Gloria a Dios y a nuestro país, había dicho Sherman en su mensaje a la tropa, y todo el honor a nuestros compañeros de armas. Pero dio orden a la caballería de Kilpatrick de que acudiera en avanzada a Raleigh, y planeó un recorrido hacia el sur para su cuerpo de infantería a fin de impedir que Johnston huyera en esa dirección. Cuando todavía estaba en Smithfield, recibió a una atemorizada delegación civil procedente de Raleigh con la intención de solicitar protección para su ciudad. Eran cuatro concejales consternados a quienes Kilpatrick había sometido a un obstruccionismo brutal antes de autorizarlos a salir de la ciudad. Sherman tuvo que reconfortarlos y asegurarles que, dado que la guerra casi había terminado, la ocupación de su localidad sería pacífica y el gobierno civil seguiría al frente de sus responsabilidades. Pero ¿qué demonios le pasa a Kilpatrick?, preguntó después Sherman a su ayuda de campo, el comandante Dayton. Cualquiera diría que Kil no quiere que acabe la guerra. Pero se rio y frotó las manos. Y si los concejales se presentan con una bandera blanca, ¿puede Joe Johnston estar muy lejos?
El 13 de abril, Sherman entró en Raleigh y, tras instalarse en la mansión del gobernador, escribió órdenes para que las columnas se movilizaran hacia Asheville a través de Salisbury y Charlotte. Después se reclinó y esperó. En efecto, al día siguiente recibió por mediación de Kilpatrick, que estaba acampado a cuarenta kilómetros al oeste, una carta del general Johnston entregada bajo una bandera de tregua. Johnston quería hablar del cese de hostilidades. Sherman pidió a Moses Brown una copa de coñac, encendió un puro y dictó al comandante Dayton una respuesta que fue lo que más tarde definió como la experiencia más placentera de su vida al escribir una carta. El acuerdo consistió en suspender todo movimiento militar, y en que los ejércitos permanecieran donde estaban, mientras los dos generales se reunían en la carretera entre la vanguardia de la Unión en Durham y la retaguardia de los Confederados en Hillsboro. Sherman decidió acicalarse para la ocasión, cepillándose el uniforme y permitiendo que Moses Brown le lustrara las botas y le diera una camisa limpia. El 17 de abril, a las ocho de la mañana, cuando estaba a punto de subirse al tren con destino a Durham, el telegrafista se acercó corriendo desde su oficina encima de la estación con un telegrama del secretario Stanton, en Washington. Todavía no era más que puntos y rayas, pero si el general retenía el tren unos minutos podría transcribirlo.
Sherman se paseó de un lado al otro en la sala de espera, al tiempo que su euforia disminuía por momentos. No le había gustado la expresión del telegrafista. Cuando por fin recibió el telegrama, su humor se había ensombrecido y convertido en una premonición. No sé cómo pero yo ya lo sabía, escribió después a su mujer. Stanton siempre fue un portador de malas noticias.
El presidente Lincoln había sido asesinado. Un criminal se había acercado a él por detrás en su palco del teatro y le había descerrajado un tiro en la cabeza. El secretario de Estado Seward había sido gravemente herido en otro atentado. No se sabía el número de conspiradores, y al parecer también habían planeado matar al general Grant y a él mismo. Le ruego, escribió Stanton, que tenga dicha información más presente que el señor Lincoln.
Sherman dobló las hojas y se las guardó en el bolsillo. Demasiado tarde, Stanton, pensó. Conmigo ya lo intentaron. Y fallaron. Ojalá hubieran acertado. Ojalá hubieran fallado con el Presidente y acertado con Sherman.
El telegrafista seguía allí. Sherman preguntó: ¿Ha visto esto alguien más, aparte de usted? No, señor, contestó el hombre. Bajo ningún concepto, dijo Sherman, debe hablar o aludir a esto o dar siquiera la impresión de que conocía su contenido. A nadie, ¿entendido? Sí, lo entiendo, repuso el telegrafista. Usted reside en esta ciudad, ¿no es así? Si corre la voz antes de que yo vuelva, si el ejército se entera, las consecuencias para esta ciudad serán inimaginables. Lo entiendo, general, dijo el telegrafista. No hace falta que me lo explique. En la estación de Durham, Sherman fue recibido por Kilpatrick, y provisto de un caballo, y con una sección de soldados de caballería como escolta, y siguiendo a un único jinete con una bandera blanca, enfiló por la carretera en dirección a Hillsboro. Había llovido la noche anterior y los campos olían a fresco y la hierba en el borde de la carretera estaba salpicada de gotas de lluvia que relucían y chispeaban al sol. Las lilas estaban en flor, y el aroma a pino sugería una tierra libre de sangre y guerra. Sherman vio avanzar por la carretera una imagen idéntica a la de su séquito, con las dos banderas blancas que se acercaban meciéndose. Y allí estaba Joe Johnston, que se quitaba el sombrero, así que yo también me descubriré.
Los dos generales se reunieron a solas en una pequeña granja mientras sus oficiales permanecían fuera y el dueño se retiraba a su granero, asegurando a su atribulada mujer y a sus cuatro hijos pequeños que algún día su casa sería un museo y vendrían los turistas en tropel a ver dónde se había pactado el final de la guerra.
Johnston, un hombre mayor con bigote cano y barba de chivo y uniforme gris impecablemente entallado, se quedó a todas luces estupefacto cuando Sherman le entregó el telegrama. Gotas de sudor le asomaron en la frente. Doy por hecho, murmuró, que no acusarán de este vil crimen al gobierno confederado. Jamás a usted, contestó Sherman, ni al general Lee. Pero yo no diría lo mismo de Jefferson Davis, y de otros hombres de su calaña. Esto es una vergüenza para nuestros tiempos, dijo Johnston. Siempre me ha parecido que el presidente Lincoln era un hombre capaz de mostrar compasión y tolerancia. Que si la guerra acababa mal para nosotros, él impondría condiciones justas y caritativas.
Los dos generales permanecieron un rato en silencio. Esto le complica mucho las cosas, señaló Johnston. Nos las complica a los dos, repuso Sherman. En ese momento reconoció en Joe Johnston la formación de West Point que creía también evidente en él, y que había permanecido durante todos esos años en el ejército sin que se hubiera parado a pensar en ello. La manera de sentarse en la silla, su dicción, la gravedad de su porte, inculcado todo ello sólo en aquellos cuyas responsabilidades serían las de un general: todo eso le recordó las clases, la instrucción militar, los cursos de táctica, el estudio de guerras extranjeras y la memorización de versos homéricos. De pronto, Sherman sintió una gran simpatía por ese enemigo, ese astuto viejo zorro de ojos pequeños y brillantes y nariz de pinzón. Había un vínculo de reconocimiento entre ellos, y es que los dos eran de la misma escuela. Los dos eran militares excelentes. Ese general, un enemigo, le inspiraba más confianza que sus superiores de Washington: Stanton, Andrew Johnson ¿el supuesto Presidente nuevo?, toda la camarilla de políticos de Washington que despertaban en él recelos, por no decir más, acerca de sus intenciones.
Ahora que Lee se ha rendido, dijo Sherman con toda la delicadeza de la que fue capaz, usted puede hacer lo mismo con honor y dignidad. La otra vía no es factible, ¿no? No le queda gran cosa con la que plantar cara a mi ejército.
Johnston se pasó la mano por los ojos. Sí, coincidió, seguir no sería guerra, sino asesinato.
Aun así, tenían que poner manos a la obra. Pero Sherman estaba exultante, rebosaba la generosidad del vencedor. Asumió la caridad y tolerancia del presidente difunto como si se las hubieran legado en testamento. Siempre había dicho que tal como había sido implacable en la guerra, sería un amigo igual de perseverante cuando el Sur depusiera las armas. Así que, poco a poco, durante esta conversación y las que se sucedieron, no se daría mucha cuenta de que, en su euforia, concedió más a Johnston de lo que Grant había concedido a Lee. El acuerdo alcanzado sería revocado furiosamente en Washington, y el propio Grant tendría que ir a Carolina del Norte a poner las cosas en su sitio. Ahora, sin embargo, Sherman estaba en trance con las negociaciones. Los temas que debían tratar eran numerosos. ¿Qué otros ejércitos sureños desplegados en Alabama, Louisiana y Texas podían incluirse en la rendición de Johnston? ¿Qué armas podrían conservar los oficiales y los soldados? ¿Qué garantías se exigirían para la restitución de la ciudadanía? ¿Cuáles serían los derechos de propiedad legales de los insurgentes que se rendían? ¿Qué raciones se darían a los veteranos confederados para que no asolaran los campos de camino a casa? ¿Y Jefferson Davis y su gabinete? ¿Se les concedería una amnistía?
Y así fue como la guerra se redujo a palabras. Ahora se libraba con terminología en una mesa. Se disputaba con frases. Trincheras y asaltos, redobles de tambor y toques de clarín, marchas, emboscadas, incendios y batallas campales se metamorfosearon en sustantivos y verbos. Está todo muy silencioso, dijo Sherman a Johnston, quien, sin acabar de entender, levantó la cabeza para escuchar.
Aquí, en el lenguaje hablado y las palabras escritas, no hay cañonazos ni metralla, pensó Sherman. El lenguaje es guerra librada por otros medios.
Sólo después, entrada la noche, sentado al amor de la lumbre en la casa donde lo alojaron, Sherman sintió una envidia especial por Joe Johnston y el Sur que representaba. Qué inquietante. Con una mano, Sherman sostenía el puro, con la otra la copa de coñac. Miraba el fuego. Eso es lo que tenía el fin de la guerra, que una vez acabados los vítores, uno se sentía dividido. Sin duda, tu causa era justa. Sin duda, podías beber tu cáliz de orgullo. Pero la victoria era algo ambiguo y ensombrecido. Yo seguiré cuestionándome mis acciones. Mientras que el general Johnston y sus colegas de la causa injusta, ahora llenos de amargura y derrotados, habrán sublimado un estado de agravio justificado que les dará poder durante un siglo.
Tras informar a sus generales de la muerte del Presidente y ordenar ciertas medidas cautelares, Sherman dio a conocer la noticia a las tropas en una Orden Especial de Campaña: El general al mando anuncia con pena y dolor que la noche del 14 del corriente, en el teatro de la ciudad de Washington, su Excelencia el Presidente de Estados Unidos, el señor Lincoln, fue asesinado por un hombre que pronunció el lema del estado de Virginia. Como había previsto, un gran grito de dolor e ira se elevó en los campamentos. Pronto miles de hombres, sin que nadie los dirigiera, y encolerizados en medio del desorden, ahora ya no un ejército sino lo que en rigor se consideraría una sublevación, avanzaron hacia Raleigh con la intención de reducir la ciudad a cenizas. Se vieron convertidos en una turba enfrentada a las líneas del Cuerpo Decimoquinto bajo el mando del general John Logan, las calles bloqueadas por la artillería y las filas de bayonetas de sus propios camaradas fijas y apuntándolos. El propio Logan, montado en un gran semental, se paseaba ante las líneas. Una y otra vez ordenó a los hombres que regresaran a sus campamentos. No lo mataron en Raleigh, gritó Logan. Nuestro presidente no fue asesinado por alguien que vivía en esta ciudad. No lo hizo nadie de aquí, ¡vuelvan al campamento! Den media vuelta, den media vuelta, ¡es una orden!
Con la misma prontitud con que el sentimiento general había pasado del júbilo por la rendición de Lee al dolor y la ira explosiva, se disolvió ahora para convertirse en calma, conforme los hombres, abochornados, cuchicheando, se dispersaban lentamente y volvían a sus campamentos. Como la situación seguía tensa, Sherman apostó guardias en los campamentos y patrullas en las calles de la ciudad.
Al llegar a Washington, Wrede Sartorius se había presentado en la oficina de la Dirección General de Sanidad y se le asignó el Hospital General del Ejército de Estados Unidos. Instalado en su propio quirófano y su propia ala, con un ayudante de cirugía y un equipo de enfermeros militares, pronto empezó a desarrollar la misma labor que había llevado a cabo como cirujano militar en campaña. Aquí, sin embargo, muchas de las crisis eran postoperatorias, donde había que realizar más cirugía para retirar tejido gangrenado, o amputar miembros que no habían respondido a una resección. Y una mayor proporción de pacientes, veteranos del Ejército del Potomac de Grant, sufrían más trastornos miasmáticos, fiebres eruptivas o enfermedades sociales degenerativas de los que había visto en el ejército de Sherman.
Durante casi dos semanas, Sartorius no tuvo noticias de la Casa Blanca, cosa que para él fue un alivio. Hasta que por fin, a última hora de la tarde del 14 de abril, recibió la visita de un secretario de la Presidencia: ¿Sería el coronel Sartorius tan amable de acompañar al Presidente y la señora Lincoln al teatro esta noche? Esa misma tarde había llegado un gran número de pacientes trasladados de uno de los hospitales de campaña de Grant. Eran hombres heridos, lamentablemente, en las últimas escaramuzas con el ejército de Lee. Muchos de ellos habían sido mal atendidos en los hospitales de campaña, y Sartorius, saturado de trabajo, con su delantal de goma manchado de sangre, declinó la invitación. El secretario, un joven teniente, le confió que varias personas ya habían rechazado la invitación del Presidente, incluidos los Grant, el secretario Stanton y su mujer y otras dos o tres parejas. Lo siento, se disculpó Sartorius. Tal vez sea porque es Viernes Santo, dijo el secretario al marcharse.
Más tarde, esa misma noche, mientras Sartorius seguía trabajando, llegó la noticia de que habían atentado contra el Presidente. Sartorius y otro médico de guardia encontraron enseguida un coche de punto y acudieron al lugar. El Presidente había sido trasladado a una casa frente al teatro. Estaba tumbado en diagonal en una cama demasiado corta para él, en una pequeña habitación, y lo atendían ya varios médicos, incluido el director general de Sanidad. La única luz venía de una trémula lámpara de gas. Sartorius se abrió paso con cierta brusquedad y se arrodilló para examinar la herida, un diminuto orificio detrás de la oreja izquierda. La señora Lincoln, sentada en el borde de la cama, lloraba con las manos del Presidente entre las suyas. Alguien tendió una mano por delante de Sartorius y retiró un coágulo de sangre, no el primero, que se había formado en la herida. Eso, y cometer el error de llevar coñac a los labios del Presidente, por lo que casi se atragantó, amén de ponerle bolsas de agua caliente en los pies, y registrar sus signos vitales en gráficos, era lo único que podían hacer todos esos médicos que lo atendían.
Le habían quitado la camisa. Allí arrodillado, Wrede observó contracciones pectorales espasmódicas que causaban una pronación del antebrazo, un cese de la respiración e inmediatamente después una espiración violenta. Tenía una pupila contraída como la punta de un alfiler, la otra totalmente dilatada. Wrede se puso en pie y se encolerizó de pronto por el excesivo número de médicos en esa pequeña habitación. El Presidente respiraba cada vez con mayor dificultad. La señora Lincoln, al oír ese estertor, exclamó: Ay, Abe, Abe, y se dejó caer en la cama. Wrede dijo en voz alta a la silenciosa concurrencia: No hay nada que hacer, le queda una hora como mucho. Sus conocimientos médicos ya de nada sirven. Deberían salir todos de aquí. Déjenlo en paz: no necesita público en su muerte. Y sin escuchar las respuestas escandalizadas de sus colegas, Wrede se abrió paso entre ellos por el pasillo y hasta la puerta, y salió a la calle. No tenía ni idea de adónde iba. Era una noche húmeda, y los faroles de gas llameaban y se debilitaban en la niebla.
Cuando el coronel Teack se enteró de la muerte del Presidente, decidió que si habían atentado contra el señor Lincoln y el general Sherman en tan breve período de tiempo, tenía que ser una conspiración. No habían interrogado al rebelde antes de ponerlo delante del pelotón de fusilamiento, y ése fue otro error del general. Cuando sucede algo así, uno averigua todo lo que puede. Quiere saber si sólo ha sido obra de un loco rebelde o si ha recibido órdenes. Presentarse de ese modo, como un fotógrafo con licencia, había sido muy astuto por su parte.
Teack se levantó de la cama, y aunque todavía estaba dolorido, y posteriormente se le había debilitado el brazo, fue a ver al capitán de la policía militar y ordenó que llevasen ante él al negro que trabajaba para el fotógrafo.
No sabemos dónde está ese negro, dijo el capitán de la policía militar. Nunca ha estado en nuestras manos. Fue entregado al Departamento Médico.
¿Por qué?
El hombre que iba con él le pegó un tiro, señor. No podemos hacerle comparecer hasta que el médico le dé el alta. ¡Pues busque al médico!
Ojalá pudiéramos. El coronel Sartorius se ha ido. Han reasignado su dispensario.
Esto no me gusta, dijo Teack. No me gusta nada. Ese negro tiene que estar en alguna parte. Además iban en un maldito carromato, ¿y ahora dónde está?
Señor, con tanta confusión…
Él me dijo algo, sabía qué estaba pasando, señaló el coronel Teack. Lo encontraré. Usted dice que está herido. ¿Adónde puede haber ido? Iré a buscarlo yo mismo si es necesario.
Mientras seguían las negociaciones, con el general Grant que había llegado discretamente a Raleigh para volver a redactar las condiciones demasiado generosas concedidas por Sherman —por ejemplo, no había nada que exigiera a los rebeldes acatar la Emancipación—, era evidente que la tregua podía expirar antes de llegar a un acuerdo, de modo que los soldados de ambos bandos tendieron gradualmente hacia una paz forjada por ellos mismos. Nadie quería volver a marchar hacia el Sur, y hacía tiempo que las tropas confederadas se habían dado cuenta de que su causa estaba perdida. La disciplina se relajó, y en algunos campamentos entre Raleigh y Durham Station los combatientes llegaron de hecho a confraternizar, y soldados rebeldes en harapos empezaron a acercarse poco a poco, desarmados, y a sentarse ante las hogueras con sus iguales de la Unión. Las raciones en el ejército de Johnston eran escasas y los muchachos rebeldes tenían hambre, y muchos soldados de la Unión compartían sus víveres. Azules y grises podían departir asimismo de las batallas en las que habían participado como algo que habían hecho juntos, como algo compartido.
Stephen Walsh consideraba que todo esto beneficiaba el plan concebido por él, Pearl y Calvin. Para preparar el viaje hacia el Norte, Stephen se había convertido en una suerte de unidad de aprovisionamiento y a diario montaba a pelo la mula nueva para ir hasta los campamentos de vanguardia y recoger las raciones, como si realmente le correspondieran, en las numerosas tiendas de campaña del economato. Nadie hacía preguntas, tal era el estado de ánimo que prevalecía conforme se perdía gradualmente el rigor militar. También contribuía el buen tiempo. La deserción era un hecho natural realizado abiertamente en el bando de los Confederados, cuyos muchachos no estaban muy lejos de sus casas. Se veía un goteo constante en las carreteras. También algunos de la Unión, previendo una marcha gloriosa, triunfal, hasta la capital de la nación, habían decidido iniciar discretamente la caminata desde allí, pues ya había corrido la voz sobre qué cuerpos tendrían semejante honor y cuáles se quedarían para guarnecer lo que ahora llamaban el Departamento de Carolina del Norte. Todo esto casi parecía formar parte de las rutinas cotidianas de la instrucción y formación de filas, pues hasta los oficiales superiores bostezaban al cumplir con las obligaciones de rutina. En general, reinaba una lasitud que se propagaba desde la tropa, aunque todavía no había alcanzado a los generales ni a sus Estados Mayores, donde seguía la planificación como si la guerra fuera a continuar, y el tira y afloja entre la ingratitud de Washington y las desmedidas exigencias de los sectores leales a Sherman era una fuente de tensión no muy distinta de un auténtico combate.
Durante varios días, Stephen pudo llevar al carromato sacos de harina de maíz, arroz, café, guisantes secos, cajas de galletas, latas de sorgo y bloques de tocino, pero también desperdicios que encontraba por la carretera que, a su juicio, podían ser de utilidad: trozos de tiendas desechados, una pala, cubiertos, mantas y hasta un viejo fusil Springfield que encontró medio enterrado en una zanja.
Fue Pearl quien un atardecer vio a un oficial al que reconoció de cuando viajaba como tamborilero del general Sherman. Era aquel coronel tan alto, y cabalgaba junto a la caravana como si buscara algo. Así que ahora andaban con especial cuidado. Colgaron los trozos de tienda a los lados del carromato para tapar el cartel de Josiah Culp. Stephen se colocó hacia el final de la caravana, a la vista de los refugiados negros acampados allí. No era una comunidad tan grande como la que en su día había seguido a la marcha, pero lo bastante para que Calvin Harper se perdiera en ella.
Cada mañana, Pearl, con su uniforme de enfermera, se acercaba a Calvin y le lavaba y vendaba los ojos aplicándole el ungüento recetado por el doctor Sartorius. Calvin permanecía escondido con un grupo de mujeres y niños que observaban cada uno de los gestos de Pearl. Los primeros días, las mujeres guardaron las distancias con la blanca, pero al final se quedaron impresionadas con su visita diaria y el cuidado con que trataba a Calvin Harper. Pearl llevaba también raciones para compartirlas con las mujeres y ellas se lo agradecían amablemente.
¿Y cómo estáis esta mañana?, preguntaba Pearl, y todo el mundo contestaba que bien. ¿Y a ti cómo te va, Calvin? Calvin, parpadeando a la luz sin el vendaje, respondía: Creo que un poco mejor gracias, señorita Pearl.
Lo único que no le gustaba a Pearl era que el pequeño David había preferido quedarse con Calvin. Los dos eran inseparables. Por razones que no analizó, Pearl se sentía desilusionada al ver que el niño se había encariñado de esa manera, aunque suponía que estaba bien que tuviera otros niños con quienes jugar. Bien, David, dijo una mañana, veo que tienes amigos nuevos. Sí, señorita, dijo David. No me digas sí, señorita, lo riñó Pearl, nada de sí señorita, David. Sólo sí. Dilo. Y cuando él lo dijo, un tanto confundido, ella añadió: Y a partir de ahora, cuando contestes a una pregunta, dirás eso. No sí señorita o no señorita, sino sí o no: dos palabras así de claras, ¿me oyes? Sí señorita, contestó David, y todos se rieron, incluida Pearl. Se avergonzó por haberse dejado llevar de ese modo por su enojo.
Stephen hacía los preparativos tan pacientemente, tan a su manera, que Pearl pensó que nunca se pondrían en marcha. Pero él estaba reparando las varas que sostenían el tendal sobre la plataforma del carromato y tensando la lona a fin de que hubiera más espacio en el interior para los bultos y para ellos y de que pareciera un medio de transporte bien cuidado. Porque Calvin pensó que podían sacar fotos por el camino y de ese modo ganar un poco de dinero.
Pero si Calvin no ve para sacar fotos, dijo Pearl mientras miraba trabajar a Stephen.
Puede enseñarnos, si hace falta. Todo lo necesario está aquí. Las bandejas y las placas y los líquidos. La cámara está un poco mellada, pero por lo demás está bien.
Dice Calvin que fue nuestro coronel doctor quien la guardó en el carromato cuando lo atendió delante de la escalinata del palacio de justicia. En el fondo era bueno, ¿verdad? Aunque no hablaba mucho. Haz esto, coge lo otro. Pero nosotros sí. Y luego va y se marcha sin decir esta boca es mía. Coge y se va, así sin más.
Un cambio de destino, dijo Stephen.
Sí, un cambio de destino, pero ¿eso qué significa sino que se ha ido? Yo me sentía a salvo con él, ¿tú no?
Conmigo estás a salvo, dijo Stephen, y eso puso fin a la conversación. Pearl sabía lo mucho que él admiraba al médico. Pero a él no le gustaba hablar de eso.
Pearl se quedó un rato callada. Escuchaba los pájaros en el campo. Contemplaba los mirlos de alas rojas que volaban casi a ras de los surcos y se posaban en los arbustos.
Ese David, dijo. Ya no me quiere. Quiere a Calvin. Lo lleva de la mano a todas partes, no se separa de él. ¿Es que un niño no necesita una madre?
Stephen se bajó de la plataforma del carromato de un salto. Calvin es negro.
¡Yo soy negra!
Stephen movió la cabeza en un gesto de negación. No, Pearl, con esa piel blanca como un clavel no lo eres a ojos de ese niño.
Le acarició la cara y le enjugó las lágrimas. Nada sigue igual, dijo él. Ni David, ni Sartorius, ni el ejército en marcha, ni la tierra que pisa, ni los vivos, ni siquiera los muertos. Siempre es ahora, dijo Stephen con una triste sonrisa por el pobre Albion Simms.
Y luego, pocos días después, llegó el momento de partir.
Stephen volvió de Raleigh con la mula. El final de la guerra era ya oficial y los generales Grant y Sherman pasaban revista a las tropas. Pearl oía débilmente la música de la banda incluso a esa distancia. Estarán un tiempo ocupados con la paz, dijo Stephen. Se quitó la guerrera y la gorra y se puso una chaqueta de civil que encontró en la pila de disfraces del señor Josiah Culp.
Se desviaron de la carretera, y Stephen dirigió la mula hacia el campamento de los negros donde recogieron a Calvin y al niño y se despidieron. Les llevaremos al menos un día de ventaja, dijo Stephen a Pearl. Vamos hacia el este, pasando otra vez por Goldsboro y rumbo a la costa. Ellos marcharán en línea recta hasta Richmond y Washington. No nos pondremos en su camino, y ellos tampoco en el nuestro.
Sherman, junto a Grant en una tribuna con la bandera estadounidense, sentía su presencia. Grant era más bajo que él, pero quizá de pie se le veía más robusto. Parecía haber visto algo entre los que desfilaban con el Cuerpo Decimoséptimo que lo obligaba a uno a mirar qué era. ¡Y eran los hombres de Sherman!
Tenía pensamientos ocultos, ese Grant, siempre daba esa impresión. Sentimientos íntimos de tal supuesta profundidad que un mortal cualquiera sólo podría aspirar a ellos. Sherman sentía un respeto por Grant rayano en la veneración, pero a la vez veía en él esa apariencia de aplomo suya, como si en el fondo de su alma no albergase la menor mala intención. No tenía malicia ni ningún interés personal en esta guerra, y eso era lo que resultaba tan inquietante.
Los hombres también parecían conocer su bondad, la constancia de su ánimo, y marchaban muy serios, e incluso quizá un poco menos orgullosos que de costumbre de su aspecto desastrado y sus uniformes polvorientos. Lo que emanaba de las filas era devoción.
Y las condiciones de la rendición tras la llegada de Grant con el objetivo de definirlas eran de la mayor sencillez. Debía cesar todo acto de guerra entre los soldados bajo el mando de Johnston. Debían entregarse todas las armas a los oficiales de armamento y material del Ejército de Estados Unidos. Debían presentarse censos de los oficiales y los hombres, y cada uno debía comprometerse por escrito a no tomar las armas contra el Gobierno de Estados Unidos. Los oficiales podían conservar las armas de mano y los caballos particulares y el equipaje. Una vez cumplidas las obligaciones burocráticas, todos los oficiales y hombres estaban autorizados a volver a casa. Y Johnston y él lo habían firmado, y con ese texto se acabó la guerra de cuatro años.
El hecho de no haber basado mis negociaciones, tal vez demasiado amplias, en esos puntos claros y sencillos me ha puesto en un aprieto, me ha dejado a la merced de ese despreciable político de Stanton, que ha publicado insinuaciones de que mediante mi generosidad con los sureños tal vez pretendía derrocar al Gobierno estadounidense con mi ejército. Así me dan las gracias por servir toda mi vida a esta república. Y ahora todo lo sucedido en estos últimos cuatro años se reduce a este desfile, como sucederá en Washington. No hemos hecho más que marchar en un desfile de políticos.
Antes de ir allí, quiero encontrar un pinar fresco una vez más. Orden Especial de Campaña de Sherman para sí mismo: Deberá ir al bosque y montar su tienda, y encender su fuego y prepararse la cena y dormir en el duro suelo bajo las estrellas y despertar al amanecer con los malditos pájaros a tiempo para oír el toque de diana. Entonces podrá ir a Washington y presenciar el desfile.
Aunque esta marcha ha acabado, y airosamente, ahora, y que Dios me perdone, siento nostalgia: no por la sangre y la muerte, sino porque ha dado sentido al suelo mismo que pisó, por cómo ha otorgado trascendencia moral a los campos, ciénagas, ríos y caminos, en tanto que ahora, conforme se disuelve la marcha, también se disuelve su sentido, a la vez que el ejército se disgrega en las intenciones aisladas de la difusa vida privada, y por tanto el terreno queda vacío y también difuso, e inefable, convertido una vez más en objeto, y queda, en la victoria, despojado de su razón de ser, y, ya sea iluminado por el día o a oscuras, ya sea estéril o fértil, ya sea violento o sereno, también queda completamente insensible y sin un objetivo propio.
Y por qué Grant está hoy tan solemne frente a nuestro gran logro si no es porque este planeta inhumano y sin sentido necesitará nuestra huella guerrera para concederle valor, y porque nuestra guerra civil, la fábrica devastadora de los huesos de nuestros hijos, no es más que una guerra posterior a otra guerra, una guerra anterior a otra guerra.
Por el camino, discutieron acerca de la mula del ejército, que todavía no tenía nombre. Calvin era reacio a llamarla Bert. Esta que se pasea tan elegantemente no tiene nada que ver con Bert, dijo Calvin. Hace lo que le pides. No tiene personalidad. En cambio, Bert era lista. Quería la buena vida de una mula, que no coincidía necesariamente con lo que tú querías. Pensaba por su cuenta, y si hacía lo que le pedías, sabías que era con su consentimiento o que te seguía la corriente por sus propias razones.
Bueno, si le damos a esta joven el nombre, dijo Stephen, tal vez le sirva de inspiración, tendrá algo a qué aspirar. Bert Segundo.
Espero que no lo haga antes de llegar a Baltimore, dijo Calvin.
Sin proponérselo, avanzaban deprisa. La carretera estaba seca y apisonada por los miles de pies del ejército. Al mediodía se desviaron y bajaron por la suave pendiente de un campo sin cultivar, y allí encontraron un arroyo cristalino y de corriente lenta, donde el agua se separaba en las rocas y peñascos y volvía a juntarse de una manera determinada, como si tuviera voluntad propia. Había una buena sombra bajo un roble, y Pearl extendió una manta para el almuerzo con galletas y tocino y agua de sus cantimploras.
Me alegro de volver a casa, dijo Calvin. Se levantó la venda de los ojos y dijo: ¿Sabéis? Ahora sí veo un poco: se parece mucho a una fotografía cuando empieza a aparecer en la bandeja de revelado. Te veo con mucho grano, señorita Pearl. Y te veo a ti, cabo Walsh. Y tú, David, dijo al niño acurrucado en su regazo, eres el más fácil de ver. Se echó a reír.
Pearl se quitó los zapatos y se tumbó en la hierba y se desperezó. Me siento más libre que nunca, dijo.
Calvin dijo: Culp y Harper, Fotógrafos del Ejército de Estados Unidos, tiene aquí en este carromato una buena cantidad de fotos del ejército. El señor Josiah Culp y yo estuvimos en la carretera más de un año. Las fotos darán dinero, además de ser valiosas en sí mismas por su historia. Y estoy seguro de que tendré mucho trabajo haciendo retratos y cartes de visites de los soldados que, a la vuelta, querrán sacarse otra foto de uniforme antes de quitárselo. Espero ganarme bien la vida. Estáis todos invitados a trabajar conmigo, dijo al cabo de un momento. Daría para todos.
Pearl se había sentado. Stephen la miró y se aclaró la garganta, a punto de decir algo, pero Calvin no lo dejó. Me habéis salvado la vida, dijo. Vuestro doctor fue quien usó este carromato como ambulancia para llevarme a su dispensario. Salvó mi cámara y las fotos del señor Culp, y yo sólo le di mi nombre y le dije que había hecho lo posible por evitar el atentado. Y todos me habéis salvado la vida. Sé que os proponéis ir a Nueva York. Pero eso está muy lejos de Baltimore, y Baltimore está muy lejos de aquí, así que quizá queréis volver a planteároslo. O a lo mejor podéis quedaros un tiempo con nosotros, ganar bastante dinero para ir en tren a Nueva York y despreocuparos así del forraje.
¿Quién es nosotros?, preguntó Pearl.
Pues David y yo y Jessie. Jessie adorará al niño.
David se levantó y se acercó adonde pastaba la mula y le acarició el cuello. Pearl lo miró. Algo en el suelo captó la atención del niño y se agachó a mirarlo y luego, con una rama, lo pinchó.
¿Jessie es tu mujer?
Yo no soy de los que se casan. Jessie es mi hermana. Es soltera sin hijos. Pero cose edredones para vender, y da clases de catequesis en la parroquia. Los niños adoran a Jessie.
Calvin y el niño se echaron una siesta después de comer, y Pearl y Stephen pasearon río abajo y encontraron piedras en el cauce que les permitieron llegar hasta una gran roca en el centro, y allí se sentaron, Pearl con la falda subida hasta las rodillas y los pies en el agua.
La verdad, dijo a Stephen, es que después de llevar esa carta a los padres del teniente Clarke en el número 12 de Washington Square, saldré por la puerta, y hacia dónde iré, si a la izquierda o a la derecha, o por una calle u otra, en realidad dará igual, porque no sabré dónde estaré ni qué querré hacer con mi vida libre.
Vendrás conmigo, dijo Stephen.
¿Y si soy blanca hasta que tenga un bebé negro? Entonces, ¿qué harás?
Seré su padre, si soy su padre.
Ella lo miró, sorprendida, hasta que vio la sonrisa en su cara. Por supuesto que serás su padre, ¿a quién más aceptaría como esposo?, dijo Pearl. Estás diciendo tonterías, y esto es serio.
Tengo en el banco los trescientos dólares del reclutamiento, dijo Stephen. Lo he pensado. Quiero estudiar derecho.
¿Y yo qué haré?
Irás a una escuela pública y te pondrás al día rápida como una flecha con esa cabeza que tienes. Y después estudiarás medicina.
¿Eso es lo que has pensado para mí?
Te he visto en el dispensario. La atención médica se te da con naturalidad. No me digas que nunca lo habías pensado.
Lo he pensado hasta que me he acordado de que soy negra. Tienes muchos planes para tus trescientos dólares.
Si no aceptan a chicas en la Facultad de Medicina, serás la primera, porque presentaré el caso en los tribunales. Pearl lo miró y meneó la cabeza. De pronto le asomaron lágrimas. Stephen Walsh ya no pudo más. La rodeó con los brazos y la besó en los labios y las mejillas y los ojos. Pearl le devolvía los besos y lloraba al mismo tiempo. Se abrazaron.
Si quieres que nos llevemos a David, a mí no me importa, susurró Stephen. Le besó la oreja.
¿Allí arriba es diferente?
No.
Estás loco, Stephen. Eres un soldado de la guerra pero no sabes lo temible que es la vida.
Creo que sí, replicó, como buen irlandés que soy. Permanecieron inmóviles, mirando el agua. Pasaron pájaros volando a su lado, siguiendo el curso del río.
Si vivo como una blanca, ¿hasta qué punto soy libre? Más libre que de la otra manera.
Libre en todas partes menos en mi corazón. ¿Eso es más libre que mi madre Nancy Wilkins?
Tendrás que dejar que el mundo te alcance.
¿Y eso cuándo será?
Puede que tarde un tiempo.
Pearl se puso en pie y se sacudió la falda. No, dijo ella. David debería ir con Calvin y Jessie. Calvin no se ha molestado en preguntar, pero es lo mejor para el niño. Y nos cartearemos en cuanto aprenda a leer y escribir.
Después, de vuelta en la carretera, las sombras empezaron a alargarse conforme avanzaba la tarde. El verdor de la tierra se atenuó, y la carretera, en suave pendiente, se adentró en un valle. Y luego apareció un pinar oscuro y espeso por donde había pasado parte de la guerra. Había una bota en la pinaza, y jirones de un uniforme desteñido. Detrás de un tronco caído, una pequeña pila de cartuchos. Todavía olía a pólvora entre los árboles, y se alegraron de volver a salir al sol.