IX
Calvin montó la cámara para sacar una fotografía de la vieja campana del pueblo, caída de lado entre los escombros del campanario que antes la alojaba. Como se había congregado un grupo de gente para mirar, Arly tenía que hablar entre dientes.
¿Por qué me haces perder el tiempo con esto, Calvin?, preguntó. Tengo que alcanzar a un ejército.
Ésta es la famosa campana, contestó Calvin. Ésta es la campana que tocaban cada vez que un estado abandonaba la Unión. Eligió una de las lentes del estuche, montada en un tubo metálico, y la enroscó a la cámara de cajón.
Y tú disfrutas con eso porque eres negro, ¿eh?, preguntó Arly mientras miraba a la gente y sonreía. Calvin y él habían acordado que él sacaría la foto cuando Calvin lo hubiera preparado todo. Era Calvin quien decidía dónde poner la cámara, qué lente usar y el tiempo de exposición de la placa. Lo único que tenía que hacer Arly era colocarse junto a la cámara, quitar la tapa de la lente y, una vez transcurrido el tiempo indicado por Calvin, volver a ponerla.
Disfrute o no, es un hecho histórico, dijo Calvin. Esta campana ahora caída en el suelo es como lo que le ha ocurrido a la Confederación. Eso de ahí es como las ruinas del viejo Sur esclavista, así que tengo que fotografiarlo, igual que habría hecho el señor Culp.
Después de meter la cabeza bajo la tela negra y comprobar que estaba todo listo, retrocedió, deslizó el portaplaca hacia fuera y asintió. Con gestos teatrales, Arly se arremangó el abrigo y se ajustó el sombrero. Tras dirigir una mirada solemne a la multitud, se acercó a la cámara, sacó el reloj del señor Culp del bolsillo del chaleco del señor Culp y lo sostuvo a la altura de los ojos. Espere a que el sol salga de detrás de esa nube, susurró Calvin. Exponga quince segundos.
Calvin le había enseñado a destapar la lente con una ligera flexión de muñeca, sin mover el brazo, permanecer luego inmóvil y finalmente, con una flexión inversa, volver a taparla. Eso hizo Arly entonces, y añadió de su propia cosecha una exclamación triunfal tras poner la tapa, porque había advertido que la gente quería alguna señal de que había sucedido algo, mientras que de lo contrario era difícil darse cuenta.
Calvin participó con un breve aplauso. Tras deslizar de nuevo hacia dentro el soporte de madera, retiró la placa y se apresuró a llevarla al carromato, entrando por la escalera de atrás.
Arly se arregló el abrigo y volvió a sonreír a los espectadores. Amigos, si les parece magia, tienen toda la razón; es magia lo que hace mi cámara con la luz del día que Dios nos da. ¿Quién se acerca para hacerse un retrato? Todo el mundo necesita una foto para la repisa de su chimenea. No hay pintor que pinte retrato más fiel que los de Josiah Culp. Y si es el coste lo que les preocupa, la carte de visite sale muy bien de precio, y tendrán así una foto suya de estos tiempos históricos para siempre.
No hubo ningún interesado, y la taciturna multitud se dispersó lentamente.
Transcurrido apenas unos minutos, y cuando estaban todavía entre las ruinas de Columbia, Calvin detuvo la mula, se bajó y fue a la parte de atrás para sacar otra vez el trípode.
Dios mío, ¿y ahora qué?, preguntó Arly, llevándose la mano a la pistola, bajo el chaleco. No querrás poner a prueba mi paciencia, ¿verdad?
El señor Culp me enseñó a ver las cosas, y eso hago. La mayoría de la gente mira pero no ve. Nosotros, en cambio, tenemos que hacerlo. Tenemos que ver las cosas por ellos.
¿Y ahora qué estamos viendo?, preguntó Arly.
Fíjese en esa calle. Esos peldaños de granito que no conducen a ninguna parte. Antes allí había una iglesia. Y sólo queda esa pared del fondo, con un ojo de buey por el que se ve el cielo.
El problema era que si bien Arly tenía la pistola, ese Calvin sabía que podía seguir haciendo lo que hacía y salir indemne. Sabía que Arly lo necesitaba aunque no supiera por qué. Desde luego, era despierto, ese chico. Aunque no podía decirse que se las diera de listo, sin duda conocía su ventaja. Sin decir nada, dejaba muy claras a Arly sus opiniones de una manera serena e impasible. Tampoco es que pudiera decir nada al respecto, siendo negro. Pero una vez desaparecido el señor Culp, Calvin dejó de sonreír. Ya no volvieron a verse aquellos dientes blancos. Seguía siendo el negro amigable con la cabeza rapada y grandes ojos castaños en un rostro de color habano, pero iba por ahí sacando fotos como si el negocio lo hubiera heredado él.
Cuando Calvin recorrió la calle y colocó la cámara donde quiso, aparecieron unos niños negros y, trepando a un montón de escombros, lo observaron desde allí, agazapados entre las piedras.
Sentado en el carromato, Arly esperó. Sacó la carte de visite del bolsillo del abrigo. No había cambiado nada desde la última vez que la examinó. Will seguía sentado con la guerrera del Ejército de la Confederación, muy erguido como buen soldado, aunque con esa mirada extraña en los ojos, como si hubiera visto algo alarmante a lo lejos. Culp le había puesto un armazón detrás de la cabeza para mantenerla recta. Y el barboquejo de la gorra rebelde impedía que se le abriera la boca.
En vida no tenías esa expresión tan estúpida, dijo Arly a la foto. Sí se te veía cierta inteligencia, aunque necesitabas instrucción a diario. En cualquier caso, prometí contarle a los tuyos que fuiste un valiente, y pienso hacerlo. Y tendrán esta imagen tuya con el fusil cruzado sobre las piernas por si les cabe alguna duda. Y aunque estás ahí sentado no menos muerto que lo estás en la tumba, con la tierra llenándote la boca, te verán en esta pose y creerán que en el momento de la foto estabas vivo. Y por más que a mí no me parezcas vivo, a ellos les parecerás vivo de sobra teniendo en cuenta lo que, como me has dado a entender, pensaban de ti.
Lo que sucedió fue que, una vez hecha la foto del muerto con el uniforme del bando contrario, el loco de su amigo blandió la pistola y ordenó al señor Culp y a Calvin que subieran por la cuesta en el carromato hasta el cementerio del pueblo, donde pensaba enterrar el cadáver. Calvin sabía que le tocaría cavar él, y se quitó el abrigo y la chaqueta y se arremangó. No se esperaba que el loco del soldado pusiera a trabajar al señor Culp. Puedo hacerlo sin ayuda, dijo Calvin, pero no sirvió de nada. Así pues, allí estaba Josiah Culp, que prácticamente había adoptado a Calvin Harper en Filadelfia, que había salido a la calle cuando Calvin miraba el escaparate del Salón de Fotografía Culp, y lo había acogido y tratado casi como a un hijo, invitándolo a acompañarlo en esta expedición y enseñándole el oficio que le permitiría trabajar por su cuenta como un hombre libre el resto de su vida… bien, pues allí estaba, ese pobre hombre, echando tierra por encima del hombro con la pala, haciendo el trabajo de un negro. Y puede que fuera ésa la idea, porque el señor Culp era hombre de firmes convicciones y acaso ofreciese un aspecto arrogante como fotógrafo autorizado de la Unión con el nombre en letras doradas en el carromato. Habida cuenta de que el soldado y él se enzarzaron de inmediato en una discusión, aquello habría podido ser una especie de lección para él, o esa impresión daba, porque el soldado decía con una sonrisa maliciosa: Así, así, señor fotógrafo.
Esa mañana apretaba el frío en aquel pueblo, pero el señor Culp estaba empapado en sudor, que le caía del pelo y le resbalaba por el cuello. Llevaba la camisa mojada y adherida a la espalda y el vientre. A Calvin no le gustaba el aspecto del señor Culp. Tenía los labios de un desagradable color azulado y jadeaba y resollaba. Calvin gritó al soldado que el señor Culp debía parar, que ya no era joven, pero el soldado se limitó a apuntar con la pistola y a decir: No pienso pasarme aquí todo el día. Y miró alrededor con cierta aprensión, aunque no había nadie más a la vista, y aun si lo hubiese, no le habría importado. Después de pasar el ejército de Sherman por un sitio, no tenía nada de raro ver a alguien cavar una fosa.
Como Calvin se había temido, aquello fue demasiado para el señor Culp. Tal vez la vergüenza contribuyó, o tal vez ya estaba enfermo, pero rebasado ya el metro de profundidad una extraña expresión demudó su rostro y se llevó las manos al pecho y dio vueltas alrededor de la pala como si buscara la posición para acomodarse en la tumba que cavaba, y se desplomó. Calvin lo cogió y le sostuvo la cabeza. Culp señaló el cielo con un dedo como si quisiera sacarle una foto, y una mirada enloquecida asomó a sus ojos y boqueó e intentó hablar. Pero de repente arqueó la espalda y se puso rígido y gargareó un poco, y allí mismo, en la tumba fría y húmeda, murió en brazos de Calvin.
El soldado loco simplemente se rascó la cabeza. Dijo a Calvin: Dame sus pantalones. También los tirantes. Antes tendrás que quitarle las botas.
Dejando al señor Culp tendido en calzoncillos largos en la tumba que había cavado, Calvin salió y echó unas cuantas paladas de tierra sobre el cadáver y, sin decir nada en voz alta, se quedó allí mirando. A continuación, el soldado y él cogieron al muerto con el uniforme del bando contrario y lo tendieron en la tumba encima del señor Culp.
Lamento que tengas que compartir esta morada, Will, había dicho el soldado. Pero en tiempos de guerra uno ha de conformarse con lo que hay.
Calvin Harper tenía varias cosas en la cabeza mientras conducía el carromato entre las ruinas de Columbia, deteniéndose aquí y allá para tomar una fotografía. Deseaba alcanzar a las fuerzas de la Unión no menos que Arly, sentado a su lado con el abrigo, el sombrero y la pistola del señor Culp. Buscaría la manera de informar a los militares de que un loco andaba suelto. Tal vez un consejo de guerra investigarla las circunstancias de la muerte del señor Culp.
Pero también creía que no debía marcharse de Columbia antes de reunir tantos negativos de la ciudad en ruinas como le permitieran el material de que disponía. No sólo porque las fotos eran el sustento del fotógrafo. Cuando él ya no estuviese, la historia sólo conocería de la catástrofe de la ciudad lo que él había fotografiado. El tiempo pasa, solía recordarle el señor Culp. El tiempo pasa, las cosas cambian a cada momento, y una foto es lo único que queda del momento pasado. Incluso ahora, cuando aún flotaba humo en el aire dos días después del incendio, la gente hurgaba entre los escombros para rescatar lo que podía, cargaba lo que encontraba en sus carretillas o a las espaldas y después se marchaba para seguir con su vida. Era como si, tras amainar la tormenta, hubieran salido a evaluar los daños y ver qué podía hacerse al respecto.
No quedaban caballos en Columbia, tampoco mulas; el ejército se había llevado cuanto poseía esta gente y, por la manera de mirarlo al pasar, Calvin se daba cuenta de que si no se apropiaban de Bert, era porque un hombre blanco iba sentado a su lado. Sin Bert para tirar del carromato, no habría fotos. Pero tampoco habrían tolerado a un negro tomando fotos. Que él, Calvin, se hiciese pasar por simple ayudante del blanco era necesario para evitar complicaciones, habida cuenta de que la gente no estaba de humor para nada. Así, aun sintiendo que corría peligro, necesitaba a ese loco tanto como ese loco parecía necesitarlo a él, si bien le era imposible saber qué razón de loco lo inducía a ello.
Pero, así las cosas, no era nada fácil sacar fotografías conforme a su propio criterio sin que ese loco pudiera hacer nada para evitarlo a menos que perdiera la paciencia de verdad. ¿Y quién sabía que ocurriría entonces? Pero Calvin decidió que no tenía miedo. Como quien respira hondo, sacó fuerzas de flaqueza. Bajo la apariencia de una actitud servil, era él, Calvin Harper, quien llevaba la voz cantante. Y ese loco que se hacía pasar por el señor Culp, ése ni siquiera servía como ayudante.
Era difícil encontrar comida, pero a eso de las dos de la tarde llegaron provisiones de arroz, melaza y carne curada de los campos por los que no había pasado el ejército, y mientras Calvin esperaba en la calle, Arly se puso en la cola con los dólares federales de Josiah Culp en el bolsillo, en un mercado montado en una plaza de armas horadada, pisoteada y ennegrecida por los restos de las hogueras. Pero ésa era una de las zonas menos devastadas de la ciudad. Aquí los árboles deshojados conservaban su marrón natural, sin el tizne del fuego. Salvo unos pocos ancianos, la mayoría de la gente en la cola eran mujeres, que lanzaban ansiosas miradas al frente para asegurarse de que quedaría algo para comprar cuando les llegara el turno. Arly, como todo un caballero, soportaba con una sonrisa los empujones y codazos de las damas, mientras pensaba para sus adentros que, como raza, carecían de la nobleza que se daba de una manera tan natural en los hombres que se habían ido a luchar por ellas.
Era una tarde fría a pesar de que lucía el sol. Se moría por comer algo que no fuera boniatos secos, lo único que quedaba en el fondo del carromato. De haber llevado el uniforme, habría ido directo al principio de la cola y cogido lo que quería sin molestarse en pagar. Estaba impaciente por aprovisionarse y ponerse en marcha. Esta urgencia se debía a que ya tenía el plan perfectamente urdido en la cabeza y, como era un plan concebido por Dios, no había motivos para demorarse. Nos espera la gloria, pensó, y se tocó el bolsillo donde llevaba la foto de Will.
Entretanto, estudiaba las posibilidades de acostarse con una u otra dama, aunque, según su triste opinión, formaban un conjunto poco apetecible: deprimidas y ojerosas, las caras hinchadas de llorar, algunas con mocosos a los lados que lloriqueaban y les tiraban de la falda. Aun así, él sonreía, volviéndose hacia uno y otro lado mientras la cola avanzaba lentamente para ver tanto a las que lo precedían como a las que iban detrás, acaso para localizar a una que tuviera un poco de carne sin que ello fuera motivo de vergüenza, o una abundante cabellera rojiza como la Ruby de Savannah.
En medio de estas cavilaciones, vio de pronto a Emily Thompson. Oye, Will, murmuró. Mira. ¿No es ésa tu enfermera Thompson? ¿O son imaginaciones mías?
Si era ella, ya no era una enfermera vestida de azul, sino una dama de negro, sin abrigo y con el pelo recogido por encima de las orejas, con raya en medio. Se dirigía hacia él y tiraba de un carrito de niño por una cuerda, encorvada por el esfuerzo, ya que el carrito, por lo que Arly veía, iba cargado a rebosar de víveres: un saco o dos de harina, aves todavía con plumas, tarros de conservas. Cuando Arly vio a dos niños que la ayudaban empujando el carrito con los brazos estirados, decidió que no podía ser la enfermera Thompson. Pero, por si acaso, se caló el bombín para esconder los rizos pelirrojos por los cuales ella podría recordarlo y se levantó el cuello del abrigo para taparse la barba de varios días.
Ella pasó a su lado sin mirarlo siquiera, y el sol en la cara mostró lo demacrada que estaba, con patas de gallo y manchas negras de lágrimas secas en las mejillas y los labios apretados en una línea fina.
En ese momento Arly pensó dos cosas. Primero, que seguro que ésa no era la enfermera Thompson. Segundo, que, en cualquier caso, nunca le pareció muy guapa.
Miró la larga cola que tenía delante, y de nuevo se volvió hacia atrás para ver a Emily Thompson abandonar la plaza y cruzar la calle, e hizo un cálculo. Poco después estaba al lado de Calvin en el carromato.
No veo vituallas, dijo Calvin.
Ya las verás, señorito. Pero ahora arrea a esta mula de mierda y ve a donde yo te diga.
A Arly se le había ocurrido la manera de satisfacer dos apetitos a una. En voz alta dijo: Como a ti las necesidades físicas ya no te afectan, no te importará si la pruebo, que es lo que debías haber hecho tú cuando tuviste la oportunidad.
¿Mande?
No hablo contigo, Calvin. Allí está ella, a la vuelta de esa esquina.
Emily había entrado en el amplio jardín de una mansión un tanto quemada. Tenía la fachada tiznada, las tejas medio arrancadas, y las enredaderas pendían negras y flácidas como serpientes muertas.
Calvin detuvo el carromato delante de la verja. Emily se hallaba al pie de la escalinata del porche, y cuando Arly se disponía a bajar de un salto y abordarla, pensando que no importaba si lo reconocía, dado que eso ya no era el ejército y ella no podía hacer nada, una mujer negra de considerable contorno abrió la puerta y detrás de ella apareció al menos media docena de niños. Después la puerta volvió a abrirse de par en par y salieron aún más niños, hasta que unos veinte o treinta se arremolinaron en torno a las mujeres y miraron lo que Emily Thompson había traído del mercado.
Vaya una patulea de críos, dijo Arly. Maldita sea. ¿Qué voy a hacer yo con tanto crío?
Se quedó mirando mientras varios de ellos bajaban por la escalinata y cogían algo —un pollo, un ganso, un tarro, una vasija de sorgo— y lo entraban en la casa. La negra cargó con los sacos de arroz.
Eran niños extraños, anormalmente solemnes. No hacían ruido.
Emily tenía una mano en la frente y la otra en la cadera. A Arly se le antojó un gesto sumamente atractivo, sugiriendo resignación o desesperación o sometimiento a lo que el destino le había deparado, o le depararía en breve, si a Arly se le ocurría la manera de abordarla. Sin embargo, mientras estaba sumido en este desconcierto, fue Calvin quien se bajó del pescante y sacó la gran cámara y el trípode del carromato. Pero ¿qué diantres hacía ese negro?
Arly observó que Calvin se acercaba a la mujer, le decía algo y luego volvía y montaba la cámara a unos seis o siete metros de donde ella estaba. Arly pensó que había llegado el momento de asumir el mando. Entró en el jardín con el paso firme de un fotógrafo profesional, con los faldones del abrigo de Josiah Culp ondeando por detrás de él.
¿Qué demonios te traes entre manos, Calvin?, susurró. Al mismo tiempo, sonrió a Emily Thompson y se ladeó el sombrero, aunque no tanto como para que ella pudiera verle bien la cara.
Estoy haciendo lo que hago, que es ver cosas, contestó Calvin. Veo a esta mujer y a estos niños huérfanos.
¿Eso ha dicho ella que es esto? ¿Un condenado orfanato? ¿Y qué otra cosa iba a ser? ¿Es que no tiene ojos en la cara?
¿Acaso te me estás poniendo insolente, Calvin? En tu caso ni me molestaré en enterrarte como tuve la bondad de hacer con el señor Culp.
Allá usted, haga lo que le venga en la gana, dijo Calvin. Pero calculo que con esta luz serán unos veinte segundos. Y encajó bruscamente el portaplaca en la cámara.
Mientras Calvin se dedicaba a disponer a los modelos a su gusto, Arly, para salvar la honra, metió la cabeza bajo la tela negra y fingió ajustar la lente. Pero desde allí, en la oscuridad, podía observar a Emily Thompson a sus anchas. Era una figura en un cristal. Miraba directamente hacia él, con los brazos alrededor de los niños a sus lados. Detrás de ella, en la escalinata del porche, se alzaban más filas de huérfanos, de pie, muy erguidos, con arreglo a las instrucciones de Calvin. No os mováis, dijo Calvin en voz alta. Quedaos quietos como soldados en posición de firmes. Y detrás de todo estaba la negra, con uno de los sacos de harina a los hombros. También eso fue idea de Calvin.
Pero lo que retuvo la atención de Arly fue la imagen de Emily. Un sentimiento inexplicable se apoderó de él, y de haber sido capaz de entenderlo, lo habría identificado como compasión. Lo perturbó ver, miniaturizada en el cristal, a una mujer que, con la expresión de su mirada, invalidaba todos sus cálculos vigentes basados en el interés personal. Estaba deshecha, y por un momento esa imagen, antes de borrarse de su cabeza, lo indujo a verse a sí mismo como un necio que la miraba lascivamente bajo la tela negra.
Bien, señor Culp, gritó Calvin. ¡Ya están listos para la exposición!
Y Arly sintió que ella le devolvía la mirada como si supiera exactamente quién era él. Haz la foto, parecía decir Emily. Sácanos como somos. Te estamos mirando. ¡Sácala!
Si él hubiese dicho cualquier otra cosa menos lo que dijo, si me hubiese dado la oportunidad de cambiar de opinión, si me hubiese dicho lo necesaria que era, si hubiese intentado convencerme de que existía una humanidad fehaciente en su actitud, me habría quedado. Habría seguido con él. ¿Las dos de la madrugada? No es hora para tomar decisiones serenas y racionales, dijo él. Con el reloj en la mano, y esto —Emily en la puerta y vestida de luto igual que la noche en que se fue de su casa, con el baúl a sus pies—, esto, como todo lo demás, sometido a un diagnóstico. Yo estaba extenuada, posiblemente histérica, y actué precipitadamente. ¿Qué había que hacer? ¿Un sedante? ¿Un coñac? ¿Una caricia? La mirada dolida, de extrañeza, en esos maravillosos ojos de color azul hielo muy abiertos. ¿Me había desatendido? Yo quería retocarme el pelo, arreglarme el vestido. Me sentía vieja y fea. En su guerrera se veían las manchas más oscuras de la sangre de la Unión. Había estado tomando apuntes. No debes reducir la vida a sus sentimientos, Emily. Acabo de ver a un hombre con una púa clavada en el cráneo. ¿Te imaginas? Salió despedida por algún tipo de deflagración, una explosión, con tanta fuerza que se le hundió en el cerebro. Y sin embargo, el paciente sonríe, charla, conserva todas sus facultades. Salvo una. No se acuerda de nada, ni siquiera de su nombre. Ya me dirás qué significa eso. Significa que tiene suerte, dije. Una sonrisa. No, tiene muy mala suerte. Significa que sabemos algo que antes no sabíamos. El médico sigue aleccionando. ¿Para qué? Dios mío, ¿para qué? Al margen de mi estado de ánimo, la facultad de observación de mi propio cerebro consideró que la nueva barba era todo un éxito: era una barba negra masculina y recia, muy atractiva. Sin embargo, cuando se acercó a mí y apoyó las manos en mis brazos, sentí repulsión. Por favor, dije a la vez que me zafaba de él. Por supuesto, yo ya sabía que dejaba algo para irme a la nada. Sabía lo que pasa cuando uno actúa por principios. Es una vida fría, oscura, la vida guiada por principios. Es la vida de mi hermano Foster en la tumba. Pero yo quería volver a casa, si es que seguía en pie, y pasear por las habitaciones y acordarme de lo que habían sido los Thompson, y releer los libros y sostener los objetos que me eran queridos, y vivir sola y esperar allí a ese ejército del que este ejército en marcha sólo es la fanfarria. Aún no había visto el orfanato. No había visto a los niños sin más compañía que la mujer negra. Quería volver a casa y sentarme a esperar. Me despediría de mi querida Pearl. Reconocería ante Mattie Jameson por última vez que sí era la hija del juez Thompson de Milledgeville. No reduzco la vida a sus sentimientos, doctor Sartorius. Extiendo la vida a sus sentimientos. Ya no aguanto más esta marcha. No puedo perdonar lo que se ha hecho aquí en nombre de la guerra. No sé cómo lo soportas, cómo puedes aprobarlo. Yo no lo apruebo, dijo él. Sin embargo, formas parte de ello, éste es tu lugar, así que eres cómplice. Representas el aspecto de esa gente que le permite creerse civilizada. Él se encendió de ira. Yo sabía que mis palabras eran muy injustas. Quería destruir lo que sentía por él. Quería destruir todo afecto o consideración que él pudiera sentir por mí para que no me detuviera. Y sin embargo, quería que me detuviera.
Dios mío, ayúdame, te lo ruego; incluso ahora, si viniera a buscarme, me iría corriendo con él. Sí, sin duda.