III

Emily Thompson envió a Wilma al piso de arriba a sentarse con él en su habitación. Tengo el vaporario en la chimenea para que el juez respire mejor, dijo. Si se despierta, llámame.

Sí, señora.

Había hecho cuanto estaba en sus manos: había escondido café, azúcar, maíz, manteca de cerdo y dos jamones en el arcón del ajuar bajo dos almohadas bordadas y el vestido de novia de su madre. Había dejado en la despensa provisiones de sobra para que no pensaran que había ocultado algo. A continuación, se puso un chal, salió y se colocó en lo alto de la escalinata, ante la puerta cerrada de la casa. Era la hija del juez Horace Thompson, miembro del Tribunal Supremo de Georgia, y se plantó en jarras para dejar constancia de ello, pese a que su corazón trémulo palpitaba como el de un conejo.

Cuando aparecieron los primeros, se respiraba en la calle, en el barrio entero, una paz anormal. A caballo o a pie, no se los veía precisamente cohibidos pero tampoco arrogantes. Y eran tan jóvenes. Pocos tenían la edad de Foster Thompson cuando cayó. Un teniente descabalgó, abrió la verja de hierro fundido y recorrió el camino. Deteniéndose al pie de la escalinata, la saludó y le dijo que no tenía nada que temer. El general Sherman no hace la guerra a mujeres y niños, dijo.

Por lo visto, debía transmitir ese mensaje a todo aquel que encontrase aún en Milledgeville. A su paso, dejaba un guardia apostado ante cada casa. El soldado emplazado junto a la verja la miró y sonrió, y se tocó el ala del sombrero con el dedo índice. Ella respondió con un gesto de asentimiento y se retiró; al entrar, cerró la puerta y echó el cerrojo.

Cuando llegó arriba y miró por la ventana de la biblioteca, la calle estaba atestada. Los tamborileros marcaban el compás, pero los soldados caminaban al desgaire, charlando y riendo, y su porte era cualquier cosa menos marcial. De pronto la asaltó un acuciante recelo. En efecto, el guardia que se le había asignado tan noblemente vio a unos amigotes suyos entre la multitud que pasaba y se fue con ellos sin siquiera volver la vista atrás.

Y al cabo de un rato eran ya tantos que desbordaron la calle e invadieron los jardines como un río que ensancha sus márgenes. Aparecieron carromatos con tendales blancos tirados por recuas de mulas, con los cocheros arremangados, y detrás las cureñas, donde los tubos de las piezas de artillería reflejaban el sol vespertino con súbitas e intensas esquirlas de luz que insinuaban su mortífera capacidad de propulsión. Corrió las cortinas por completo y, de espaldas a la ventana, cerró los ojos. Oyó los mugidos del ganado, voces, los chasquidos de los látigos. Eso no era un ejército, era una plaga.

Habitualmente, a la iglesia sólo asistía por obligación, pero ahora pensó en rezar. ¿Qué podía implorar? ¿En qué podía cifrar sus esperanzas? Serían esperanzas tan poco prácticas como ver a Foster Thompson aparecer a caballo, agitando el sombrero y con una amplia sonrisa en el rostro, para decirle que no era un fantasma.

Voy a luchar contra la tiranía, había dicho, las últimas palabras que le dirigió al besarla en la mejilla. Exhibía tan gallardo aplomo con el uniforme, emblema de su forma de vida, su libertad, su honor.

Lo que ahora oía no eran hombres que marchaban sino que avanzaban con movimiento vacilante, como si, a su turbulenta manera, tuvieran conciencia de dónde estaban de un modo más personal. Sonó un clarín a lo lejos. Oyó voces independientes del resto, como de visitas en la verja. Sin poder contenerse, volvió a mirar por la ventana. Por todas partes se preparaban para acampar. En los jardines, en la plaza al final de la calle. Y entonces alguien aporreó la puerta. Salió al rellano. Wilma, con miedo en la mirada, había abandonado la habitación del juez. El juez se había despertado. ¡Qué! ¿Qué ocurre?, exclamó con voz débil. ¡Nada, padre, no pasa nada! Y luego, mientras bajaba, airada, dijo en un susurro a Wilma, detrás de ella: No quiero tener que preocuparme también por ti; vuelve ahí adentro como se te ha ordenado.

Descorrió el cerrojo de la puerta y retrocedió cuando un grupo de casacas azules, apartándola a empujones, entró y se adueñó de la casa.

Esa noche no pudo conciliar el sueño. Wilma y ella fueron confinadas en el dormitorio del juez. No se le asignó más residencia que ésa. Se acostó en el sofá, hecha un ovillo. Había incendios en la ciudad. Vio constancia de ello en la luz parpadeante y amenazadora reflejada en el techo. Era una suerte, supuso, que se hubiese elegido su casa para alojar a los oficiales del Estado Mayor. Le habían aconsejado muy educadamente que subiera al piso de arriba y se quedara allí; cabía esperar, pues, que cuando se marchasen —y Dios quisiera que fuese pronto—, no se advirtiesen en la casa los efectos de su presencia. Pero a lo largo de la noche oyó risas y continuas idas y venidas. La jarra colocada en la rinconera, junto a su cabeza, temblaba con las pisadas de las botas en la planta baja. Había trasiego entre la casa y las dependencias anexas. Por debajo de la puerta penetraba el humo del tabaco.

La masculinidad opresiva de todos ellos la desconcertaba. Advirtió que era un sentimiento conocido: una repulsión hacia el otro sexo, su animalidad, tanto más ofensiva porque ellos apenas eran conscientes de ello. Simplemente existían y dejaban que ella lo padeciera. Ya de niña se había sentido así cuando su hermano Foster llevaba a sus amigos a casa. Incluso Foster, su querido Foster, en cierto modo la arrinconaba y ella se veía apartada de su propia vida. Parecía ocupar más espacio del que le correspondía. Sus apetitos se hacían notar, los apetitos de todos ellos. Era como vivir con criaturas de la selva, viendo la expresión de sus ojos cuando exhibían sus caballerosas galanterías. Y eran ellos quienes hacían la guerra. Las mujeres no hacían la guerra: no salían al galope blandiendo espadas y proclamando a gritos el honor y la libertad.

Pero no creyó que esa guerra acabaría con la vida que había conocido y la relegaría a un perpetuo estado de desamparo hasta que, levantándose repentinamente del sofá, se convenció de ello. ¿Qué la había asustado? Debían de ser las dos o las tres de la mañana. El fuego de la chimenea se había apagado, no había movimiento en el piso de abajo. Sólo la luz de la luna iluminaba la gélida habitación. Se acercó a la cama de su padre. Estaba inmóvil, tumbado cara arriba. Pero tenía la boca abierta y los puños cerrados, en alto, por encima del cubrecama. Emily le tocó la mejilla y la notó seca y fría.

Wilma, Wilma, susurró en una reacción irracional, como si no quisiera molestar a su padre. La muchacha dormía en el suelo a los pies de la cama. Emily la sacudió. ¡Despierta!

¡Despierta!

Emily corrió escalera abajo y salió de la casa a una ciudad que no reconoció. Las cañoneras en todos los jardines, en el césped de todas las plazas, parecían ringleras de dientes surgidos de la tierra. Las ascuas de las fogatas encendidas para guisar proyectaban su resplandor rojo en el claro de luna. Los caballos estaban amarrados a las farolas. Oyó una música extraña y, al llegar a la plaza del Capitolio, vio una danza a la luz de unas antorchas. Eran los músicos de la banda militar, con las casacas desabrochadas, quienes proporcionaban la alegre melodía, con un clarinete, una tuba, un pífano. Y eran mujeres y niños esclavos quienes, cogidos de la mano, bailaban en círculo. Una bandera yanqui flameaba en la cúpula del Capitolio. Billetes de banco confederados revoloteaban en el aire y caían al suelo como hojas en otoño. Por las ventanas de la Biblioteca Estatal de Georgia salían volando libros que los soldados cogían en la calle. Oyó los gritos de una mujer que llegaban de la oscuridad al final de un callejón.

La casa del doctor Stephens estaba a oscuras. Dio repetidos aldabonazos, escudriñó por las ventanas. Corrió a la parte de atrás. Las caballerizas estaban vacías. El doctor Stephens ya no existía. Milledgeville ya no existía. Emily no sabía qué hacer. Echó a correr. Vio una luz intensa y corrió hacia allí. Tras una de las majestuosas mansiones de la ciudad, el jardín estaba iluminado con antorchas. Había una hilera de carromatos con tendales blancos, y las mulas tenían los hocicos metidos en los morrales. Oyó gemidos y se deslizó entre dos carromatos hasta asomar por el lado opuesto. Unos enfermeros habían tendido a un soldado en un camastro. El soldado se acodó para incorporarse y le sonrió. Llevaba la guerrera embebida en sangre.

En el suelo, frente a las puertas abiertas del granero, había algo de lo que no pudo desviar la mirada a tiempo. Se negó a aceptar que estaba viendo un viscoso revoltijo de piernas y brazos amputados.

La luz interior, debido a los numerosos faroles, resplandecía de tal modo que el granero parecía en llamas. Junto a una mesa había un cirujano militar, rodeado de su equipo de enfermeros. Se volvió hacia ella, frunció el entrecejo y masculló algo. En ese temible momento aquel hombre quedó grabado indeleblemente en la memoria de Emily. Era un hombre bajo, bien proporcionado, que parecía incólume en medio de aquella carnicería. Llevaba un delantal de goma sobre la guerrera. Sostenía en la mano una sierra ensangrentada. Tenía las cejas pobladas, y los ojos que habían mirado por debajo de ellas eran de un color azul pálido. A ella le pareció que rebosaban una angustia que reflejaba la suya propia. Un enfermero corrió hacia ella. No debería estar aquí, señorita, dijo él, conduciéndola a la puerta. Necesitamos un médico, dijo Emily. Mi padre es el juez Thompson, y ocurre algo muy grave.

Al decir esto, ahogó un grito. Lo que ocurría, supo, era que su padre había muerto.

Wrede Sartorius, con rango de coronel, era el superior de los jóvenes oficiales alojados en casa de los Thompson. Les ordenó que se fueran.

El viejo, en efecto, había entregado su alma. Casi resultaba extraño ver la muerte en un anciano. La cara en la almohada miraba arriba ciegamente, como si ya se hubiera iniciado el tránsito hacia el cielo. Con los ojos cerrados, parecía crecerle la nariz.

Podía proporcionar un ataúd, dijo Wrede a la señorita Thompson. Sonrió con tristeza. Nosotros lo tenemos todo. Satisfacemos todas las necesidades.

A Emily la conmovió profundamente la amabilidad del cirujano. Al mismo tiempo, le confirmó el trato que creía merecer.

Cuando Wilma fue en busca del padre McKee, lo encontró casi demasiado aturdido para volver con ella. Habían causado grandes destrozos en la iglesia de Santo Tomás, contó a Emily. Arrancaron los bancos para sus fogatas. Profanaron el altar. ¿Se consideran cristianos los que han hecho esto?, preguntó el padre a Emily. Y ella, la doliente, acabó consolándolo a él.

Por la mañana las tropas, ya en marcha, atravesaron la ciudad en una procesión inacabable. Habían incendiado el presidio. Se oían explosiones amortiguadas procedentes del arsenal de la ciudad. Milledgeville había quedado reducida a escombros: ventanas rotas, jardines pisoteados, tiendas saqueadas.

Wrede insistió en que el entierro se celebrara de inmediato. Proporcionó una guardia montada. Así, un único carruaje transportó el féretro entre el tráfico y luego cuesta arriba hasta el cementerio, donde dieron sepultura al ilustre juez Thompson. Emily lloró por la trágica brevedad de las exequias. Su padre tenía que haber yacido en una capilla ardiente. Fue un gran hombre, dijo a Wrede de camino a casa. Se enjugó la comisura de los ojos con el pañuelo. Sus fallos habían quedado en los anales del derecho. Si ustedes no estuvieran aquí, las campanas de las iglesias doblarían por toda Georgia, y todos los habitantes de la ciudad harían cola para presentar sus últimos respetos. Y sí, también los negros, porque fue un hombre bueno, y un hombre generoso.

Wrede guardó silencio. Pensó que Emily Thompson había sabido desde el principio que su padre moriría, una víctima más de la guerra. Ella no había visto en otra parte del cementerio a los sepultureros de la Unión enterrar a los caídos en el río Oconee que los servicios médicos no habían podido salvar. Tampoco parecía darse cuenta de que él le prestaba más atención de la requerida. Wrede era un ciudadano nacionalizado, un alemán. Su refinamiento era europeo. Había reconocido cierto aire de aristocracia rural en el porte de esa joven. Era una muchachita esbelta, con el pecho ceñido y una boca recatada que, estaba seguro, no había recibido nunca un beso. Aun así, tenía fuego en los ojos, un espíritu que el dolor no había quebrantado.

El ejército se había puesto en marcha para abandonar Milledgeville. Wrede se despidió. Le dijo el número de su brigada e insinuó que si por casualidad pasaba ante la casa, volvería a detenerse un momento. Le dio el pésame y cerró la puerta al salir.

Las alas norte y sur del ejército de Sherman habían confluido en Milledgeville. Durante todo el día las tropas que seguían a los que habían acampado en la ciudad atravesaron sus calles y continuaron adelante. Emily estaba de pie junto a la ventana. Filas interminables de soldados, y cureñas y caravanas de intendencia, ambulancias, rebaños de vacas. Los tamborileros marcaban el paso con cada compañía. Emily intentaba distinguir los números en los estandartes de los regimientos.

Su calle estaba flanqueada de árboles jóvenes plantados para dar sombra. Soldados y carromatos rodeaban por jardines y callejones mientras zapadores negros talaban los árboles con sierras, cada una manejada por dos hombres. Otros negros los desramaban, y otros cargaban los troncos y las ramas en carros fuertes tirados por recuas de seis u ocho mulas. Con tamaña eficiencia, arrasar la ciudad era, por lo visto, cuestión de un momento. Emily adoraba ese paseo arbolado, y ahora estaba tan aturdida que no percibía nada salvo que en su casa había cambiado la luz. Oyó la orquesta de un regimiento a lo lejos. Parecía regocijarse en el dolor que ella sentía. Decidió no esperar más el regreso del cirujano de modales impecables y extraño nombre: Wrede Sartorius.

Wilma había retirado la ropa de la cama en la habitación del juez. Había abierto las ventanas para dejar entrar el sol frío y había barrido, quitado el polvo y recogido los medicamentos del juez en una caja. No lloró hasta que guardó sus zapatillas y su chal en el armario, entre los trajes y los chaqués y la chistera. En la planta baja se movió como un ciclón, barriendo la tierra y las cenizas de tabaco y toda la suciedad dejada por los militares. Wilma trabajó con la actitud posesiva de un criado. Cuando a Emily Thompson se le ocurrió mirar alrededor, la casa estaba como tenía que estar salvo por unas cuantas marcas y patas de sillas rotas.

Las dos mujeres colgaron crespones en las ventanas del segundo piso. Emily, con el pelo suelto y caído sobre la cara, se sentó en la cocina sin una lágrima, con la mirada perdida, mientras Wilma preparaba un té. Cuando el té, aún en la taza, se había enfriado ya, Emily advirtió la presencia de Wilma a su lado, vestida para viajar y con una bolsa de tela en la mano. Emily observó el rostro de color café con la sensación de no haberlo visto nunca. Los ojos oscuros, ligeramente rasgados, orientales, le resultaban familiares. Pero ahora esos ojos le devolvían la mirada. La frente ancha y redondeada, la boca firme y los pómulos salientes revelaban que ya no era una niña, sino una mujer bien parecida. No había en su actitud la menor señal de deferencia. Ya me voy, señorita Emily, dijo Wilma. Se habían criado juntas; puede que Wilma fuera uno o dos años más joven. ¿Adónde irás?, preguntó Emily. Con los demás, contestó Wilma. Emily se apresuró a seguirla. ¡Espera! ¡Espera!, gritó. Wilma, por favor, espera. Emily corrió escalera arriba hacia su habitación, donde estaba el baúl con el ajuar de su madre. Cogió el saco de arpillera con las provisiones que había escondido y, tras extraer unas cuantas cosas para ella, volvió a atarlo y lo bajó. Por favor, llévate esto. Wilma movió la cabeza en un gesto de negación. Llévatelo, es la última orden que te doy, dijo Emily. ¡Por amor de Dios, llévatelo!

En ese momento pasaban los últimos rezagados de la tropa, y detrás de ellos el desfile de negros que habían decidido seguir al ejército. Había centenares —hombres, mujeres y niños—, a pie, en carromatos, cojos algunos, y su ruido era distinto al ruido del ejército. Aquí no se oía el redoble de los tambores, ni el retumbo de las cureñas, ni el estruendo militar. Era un ruido festivo y arrítmico el que surgía de ellos, un parloteo alegre, casi como el gorjeo de los pájaros en un árbol, salpicado de risas o fragmentos de canciones. Era el ruido del alborozo colectivo, como si aquella gente celebrase alguna festividad y fuese a una reunión en la parroquia o una merienda campestre. Los niños, con sus voces agudas y aflautadas, brincaban o se hacían pasar por soldados, ose adelantaban un trecho y luego desandaban el camino a todo correr. Mientras Emily se detenía ante la puerta a observar, Wilma se escabulló entre la multitud y, mirando por encima del hombro, sonrió, se despidió con un gesto tímido y desapareció.

Y luego la ciudad de Milledgeville, vacía y silenciosa, quedó sumida en un estado de abandono, barrida por un viento racheado que arrojaba papeles y broza contra las paredes de los edificios y desperdigaba por la calle los rescoldos de las fogatas. El aire era acre. Al iniciarse la guerra, Emily no se hacía cargo de lo que iba a representar. Representó la muerte de toda su familia. Representó la muerte de los Thompson. Se sentía vacía por dentro, como si no quedara nada en su interior para llorarlos. El poder de la guerra y sus efectos parecían haber borrado de un plumazo su pasado hasta ese momento. Deambuló por la casa donde había vivido siempre. Tuvo la impresión de que las habitaciones, una tras otra, le plantaban cara. Se detuvo en la puerta del dormitorio de su padre. El padre insigne y enérgico, su presencia y su manera de actuar, su dignidad, el respeto que infundía, el rostro rubicundo y agraciado, la mata de pelo cano, todo ello desfiló por su cabeza hasta el patético y lúgubre final del hombre, débil y quejumbroso, y por último paralizado en la muerte, con los puños cerrados en el aire. Le era imposible olvidar su cara en la muerte. Pensó en él ahora en su ataúd bajo tierra, lo que llamaban los «despojos». Y en los despojos de su madre. Y en los despojos de su hermano Foster, enterrados en algún lugar de Tennessee. Se estremeció y se arrebujó en el chal. ¡Qué espanto! ¡Qué horror! ¿Acaso también ella era ya despojos? ¿Era la casa su tumba?

Tras marcharse los ejércitos de la Unión, apareció una brigada de la caballería del general Hood. La gente salió a la calle a recibirlos. La guerrilla había capturado a tres rezagados de la Unión, incluido un niño tamborilero. Los prisioneros, sujetos a lazo como las reses, con las manos detrás de la espalda, eran abucheados mientras avanzaban a trompicones. Al mirar por la ventana, Emily vio que sus vecinos, antes escondidos igual que ratones, salían ahora para aclamar a los soldados como a héroes. Allí tenían, pues, otro desfile, la mínima expresión de un desfile, unos cuantos ciudadanos tras los pasos de un abigarrado grupo a caballo, todos muy orgullosos y triunfales en su intención de ejecutar a dos hombres y un niño. Ésa era la respuesta secesionista. Se horrorizó.

Emily metió unas cuantas cosas en un baúl y una pocas provisiones en otro. Después de ponerse el abrigo de invierno y coger una manta para protegerse del frío, fue a las caballerizas y enganchó el jamelgo del juez a la calesa. Ése era otro regalo del cirujano militar, Wrede Sartorius, que había mediado para que su caballo no pasara a manos de la Unión. Emily ni siquiera volvió la vista atrás cuando salió de la ciudad. Sacudió las riendas. El viento le secó las lágrimas. Sabía qué dirección habían tomado los ejércitos. Bastaba con seguir las carreteras holladas, y no tardaría en oír un ruido impropio del campo. Y después los olería.