X

Pearl no podía olvidar la noche de los soldados asesinados. Tumbados en el suelo duro e iluminado por la luz azul de la luna. Doce hombres como estatuas caídas. Y el teniente Clarke con la mirada perdida y tan sorprendido, tan sorprendido. Pearl se escondió en el linde del descampado y vio pasar a unos vecinos del pueblo con un carromato. Unos cuantos blancos, más dos negros para hacer el trabajo. Arrojaron los cadáveres al carromato como si manipulasen medias reses. Los siguió hasta el cementerio y los observó desde la maleza mientras empuñaban las palas. De vez en cuando los hombres alzaban la vista para comprobar si alguien los veía. Cuando acabaron de enterrarlos a todos, faltaba poco para el amanecer.

Pearl tiritaba sin control. Le castañeteaban los dientes. Se miró la mano y vio que aún tenía la carta de él. Para entonces el alba había desdibujado la luna y proyectado sobre el campo su propia luz gris, y supo que debía marcharse. Rodeó el pueblo a través del bosque en dirección a la carretera por la que habían llegado y el árbol junto a la carretera donde había escondido su guerrera y su gorra. Así, una vez más, se recogió el vestido, se lo remetió en la cinturilla del pantalón y volvió a ponerse el uniforme de tamborilero. Así disponía de un bolsillo donde guardar la carta.

Sin saber qué otra cosa hacer, Pearl apoyó la espalda contra el árbol, se deslizó por él hasta sentarse y esperó.

Despertó con el mugido de las vacas. Era plena luz del día y pasaba el ejército, hombres conduciendo ganado y cabras, cocheros arreando las recuas de mulas, soldados con fusiles al hombro marchando en fila por el borde de la carretera, y una gran nube de polvo elevándose de todo ese clamor.

Se levantó y se dejó ver. A veces le sonreían y le decían algo al pasar, los soldados, o de cuando en cuando un oficial a caballo le lanzaba un vistazo, pero nadie parecía dispuesto a pararse. Ella buscaba al cochero del carromato de su compañía que había dado la vuelta al iniciarse el tiroteo. Dos vagabundos ataviados con frac y chistera pasaron en una calesa llena de expolios. Pero ella no los conocía. Reían. Al verla, uno de ellos metió la mano en un saco y le tiró un boniato.

Sabía que el teniente Clarke y los demás no habían caído en combate. Si hubiesen caído en combate, por qué los vecinos del pueblo se habían dado tanta prisa en esconder los cadáveres. No, ella había oído la descarga de fusilería con toda claridad en medio del silencio. Había visto la sangre que llegaba hasta la puerta de la cárcel, y había visto a los hombres que yacían en el descampado, donde les habían disparado en fila. Estaban desarmados.

Tenía que contárselo a alguien. Pero todavía no estaba muy segura de poder hablar como una blanca, y si se expresaba con espontaneidad, se darían cuenta de que no era un tamborilero blanco. ¿Dónde estaba su maestro el teniente ahora que lo necesitaba? En cuanto decidió que no diría una palabra, se plantó en medio de la carretera ante un oficial con hombreras doradas y le dirigió un saludo militar. Su gran caballo zaino, resoplando, cabeceó, se encabritó y caracoleó. ¡Qué diantre!, exclamó el oficial mientras Pearl permanecía inmóvil rozándose la gorra con los dedos.

El caballo se tranquilizó y el oficial miró a Pearl. ¿Es que no sabes que eso no se hace, niño? ¿Por qué no estás con tu compañía?

Muertos.

¿Qué dices?

Es… O sea… son…

¡Levanta la voz, muchacho!

Son… O sea… están…

Están ¿qué?

Muertos.

¿Es que no sabes dirigirte a un oficial?

Sí que sé.

¡Sí que sé, señor!

Sí, yo también, señor.

¡Baja la mano y ponte en posición de firme! Maldita sea, dijo el oficial a uno de los hombres que se había detenido a su lado. ¡Y encima se echa a llorar! ¿Ésta es la gente con la que estamos librando una guerra?

En ese momento se acercó un oficial a lomos de una montura no mucho más alta que un poni, de modo que casi tocaba el suelo con los pies. Con la guerrera polvorienta y medio desabrochada, un pañuelo atado al cuello, una gorra raída, la colilla de un puro en la boca y una barba pelirroja entrecana, no ofrecía ni por asomo un aspecto marcial. Pearl se acordaría de esa primera impresión del general Sherman, de que por su porte y atuendo nadie lo hubiera tomado por oficial, y ella no lo habría identificado como tal a no ser por la deferencia con que lo trató el hombre altanero que descollaba ante él sobre su elegante zaino.

A lomos de su pequeño caballo, los ojos del general quedaban prácticamente a la misma altura que los de ella. Vaya, dijo, aquí tenemos a un apuesto joven de la Unión. ¿Eres buen tamborilero, hijo?

Pearl asintió.

Uno ha de ser valiente para alistarse en el ejército y luchar por su país. Los tamborileros se exponen al fuego igual que el resto de nosotros, ¿no es así?

Sí, señor.

A veces también a mí me entran ganas de llorar. Sí, señor.

¿Y cuál es el problema?, preguntó al oficial del caballo zaino.

General, dice que ha perdido a su compañía. Cree que han caído.

¿Iban en vanguardia, hijo? ¿Pasaron anoche? Sí, señor, mi general.

Habrá sido Wheeler una vez más, dijo el general al oficial. Sufrimos unas cuantas bajas, imagino.

No, mi general, señor, intervino Pearl. No hubo ninguna batalla cuando asesinaron a mi teniente Clarke.

Pearl no pudo contenerse. Lloró desconsoladamente y, con la cara bañada en lágrimas, cogió las riendas del pequeño caballo del general y lo condujo a él y su Estado Mayor a través del pueblo hasta el cementerio, donde señaló la zanja recién cavada.