XV
En los primeros y triunfales días de la ocupación, Sherman había enviado un telegrama al Presidente: Le ruego que me permita ofrecerle en regalo de Navidad la ciudad de Savannah, con ciento cincuenta cañones y abundante munición. También unas veinticinco mil balas de algodón.
Sostenía en las manos la carta de Lincoln con su humilde agradecimiento. Una nota reverencial de Grant. Una copia de la resolución del Congreso en su honor. Editoriales con efusivos elogios.
El país había enloquecido. El general de quien nadie sabía nada desde hacía meses había hundido un hacha en el corazón del Sur.
Sherman se alojaba en la mansión de un representante algodonero. Gruesas alfombras y tupidos cortinajes amortiguaban los sonidos en sus numerosas habitaciones. Había palmeras en macetas y bustos de senadores romanos en pedestales. Adornaban las paredes cuadros de odaliscas de pezones rosados que holgaban ante la mirada de eunucos negros. Dormía poco. En sus aposentos del piso de arriba se sentaba en la bañera, fumaba un puro y leía acerca de su grandeza. Las cartas de adulación llegaban a fajos. Llamó a Moses Brown para que echara más agua caliente, pues sólo eso lo aplacaba ahora que el reconocimiento nacional provocaba en él tal excitación nerviosa. Además, el vapor le facilitaba la respiración: el asma volvía a mortificarlo. No sólo le afectaba la lluvia, sino también el viento del mar. Sherman era de Ohio. La proximidad misma del mar lo alteraba, y siempre que se veía obligado a estar en la costa sólo podía pensar en la perversidad de Dios al crear algo que únicamente se agitaba, se mecía y chapoteaba.
Escribió a su mujer: No cuento con que estas aclamaciones duren. ¿Acaso no son éstos los mismos periódicos que, después de Shiloh, anunciaron al mundo que yo estaba loco? Es el reverso de la misma moneda. Sin embargo, día y noche, multitudes de negros se agolpaban delante de la casa para verlo. Cada día, a las ocho de la mañana, se formaba una cola de peticionarios en el salón. Él bajaba cada tanto a recibirlos. Entre los visitantes había esposas de generales confederados. Llevaban cartas de sus maridos solicitando salvoconductos. Él accedía de buen grado. Hacía gala de cortesía. Quería que los habitantes de Savannah supieran que, pese a cuanto se decía de él, era humano. Las más difíciles de convencer eran las mujeres. Cuanto mayores eran, más tendían a manifestarle qué pensaban de él. Esa actitud a él le parecía, en cierto modo, saludable. Se presentó una tal señora Letitia Pettibone, a quien recordaba vagamente de sus tiempos en Atlanta cuando era un joven oficial. De sus palabras no se acordaría más tarde, ya que la mujer llevaba un bolso con cuentas bordadas colgado de la muñeca, y cuando intentó golpearlo con él, si Sherman, gracias a sus buenos reflejos, no hubiese retrocedido, habría constituido una baja más en aquella guerra. Cuando acompañaron afuera a la mujer, Sherman dio una calada de su puro y dijo a su ayudante: Una nueva orden de campaña, Morrison: las damas tendrán la amabilidad de dejar los bolsos en la puerta.
La mañana de Navidad la lluvia caía a raudales del cielo oscuro. Sherman había llamado a revista a las tropas. Sus comentarios para la ocasión se habían redactado previamente a fin de que los comandantes de las compañías los leyeran a sus hombres. Mientras estaban en formación, las tropas oyeron que se las recordaría en la historia militar del mundo. Sherman, desde la tribuna de revista, oía sus palabras, desincronizadas, procedentes de todas direcciones y como si sonasen bajo el agua. El toldo de lona encima de su cabeza se hinchaba y chasqueaba agitado por el viento. Dos bandas militares combinadas interpretaban una marcha. Daba la impresión de que tocaban cada nota dos veces.
Sherman volvió a repasar las medidas que había adoptado: Habían retirado las minas del Ogeechee y el Estrecho y desmontado los cañones costeros secesionistas. El cuerpo de Slocum se había desplegado desde el río Savannah hasta el mojón de los diez kilómetros, en el canal; el cuerpo de Howard hasta el mar, y la caballería de Kilpatrick junto al King’s Bridge y las carreteras que conducían al norte y oeste. Las tiendas abiertas, las calles despejadas, las compañías de bomberos intactas. Todos los edificios públicos, las plantaciones abandonadas, etcétera, en manos del Gobierno federal.
No se le había escapado un solo detalle. ¿Cuál era, pues, el problema? Las alabanzas de todo el país recibidas en los últimos días se le antojaban tan frías y aguadas como la lluvia en la cara. ¿Es sólo esto, el efecto de este maldito clima en mis pulmones? Abandonó la tribuna y lo llevaron a sus aposentos.
Sentado al amor de la lumbre, los pies con los calcetines húmedos colocados ante el fuego, Sherman reflexionó: Nada de lo sucedido en Savannah fue guerra. Fue ejercicio de gobierno. Guerrear en el campo de batalla era algo puro, con un claro propósito, una forma. Pero el ejercicio de gobierno era dialogar con las autoridades civiles, tratar con los agentes de reclutamiento del Norte que querían llamar a filas a los negros para emplearlos como reemplazo en el ejército. Era esquivar los bolsos de las damas. A la población local se habían sumado los blancos que habían llegado huyendo y los esclavos liberados que habían seguido a las columnas. Él daba de comer a todos, a negros y blancos. El puerto estaba lleno de paquebotes, vapores y cúters. La ciudad estaba plagada de mujeres solas y desposeídas en edad fértil. Sus soldados jugaban por dinero, y los que no estaban en los burdeles llenaban las iglesias. Había ordenado horas de instrucción e impuesto el toque de queda, pero nada de eso podía restañar el derramamiento gota a gota de su sangre guerrera. Era como si la fuerza combativa del general se hubiera derretido y desparramado por Savannah como un charco viscoso de humanidad. En algún lugar en medio de todo esto tiene que haber todavía un ejército, se dijo Sherman. ¿Dónde están cuando los necesito? Mientras no salga de aquí soy presa fácil para Washington.
En ese preciso momento, el comandante Morrison entró en la habitación con el mensaje de que el secretario de la Guerra, Edwin Stanton, había llegado al puerto en un cúter del Departamento del Tesoro.
Así se marchitan los laureles, pensó Sherman. ¿Qué dirá Stanton? ¿Que dejé escapar un contingente confederado de diez mil hombres a Carolina del Sur? La capacidad humana para la gratitud es limitada. Dentro de la gratitud reside la envidia. Dentro de la envidia reside la indiferencia de un mundo irresponsable. Cuando el carruaje del secretario se detuvo en la puerta de la cochera, la guardia de honor presentó armas. Sólo el Presidente tenía más autoridad que Stanton, pero, a ojos de Sherman, el hombre que se bajó del carruaje era un individuo corpulento cuyo rostro blando, de mejillas carnosas, delataba una complexión que no habría resistido un día de marcha.
General, dijo, y ofreció a Sherman una mano flácida. Con eso se acabaron las formalidades. Stanton empezó a hablar incluso antes de llegar a la puerta. Tenía muchas cosas en la cabeza. La barba tiesa y ahorquillada subía y bajaba con sus palabras. Sherman, absorto en la barba esgrimida, se perdió gran parte de lo que dijo. Algo sobre el trato que habían recibido los negros. Así que era eso.
Me gustaría reunirme con sus oficiales de alto rango, dijo Stanton. En la cena, Sherman presentó a los tenientes coroneles y a los comandantes de los cuerpos. Ofrecían una imagen imponente, engalanados con sus espadas, guantes y fajines ceremoniales. Pero permanecían en sus asientos tan envarados como colegiales mientras Stanton daba vueltas alrededor de la mesa como si impartiera una lección. No estoy seguro, caballeros, de que sus ejércitos hayan actuado como es debido con los esclavos liberados, dijo. Tengo entendido que se les disuadió de seguir a las fuerzas, que se les envió de vuelta con sus amos o se les abandonó a merced de la guerrilla. Los hombres miraron a Sherman, arrellanado en su silla con ceño muy severo. Señor secretario, intervino Sherman, ¿cómo pretende que marche con sesenta mil combatientes por territorio enemigo con el peso de toda la población esclava de Georgia a cuestas? Además, parece que los negros están aquí, como verá si mira por la ventana.
Usted se ha negado a reclutarlos en su ejército excepto como peones.
Así es como más útiles son.
Hay un informe sobre cierto incidente en el arroyo Ebeneezer, ¿no es así? Fue su general Davis, que retiró un puente y dejó morir a varios centenares. Algunos se ahogaron, otros perecieron a manos de la guerrilla. ¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí?
Está de guardia. Lo haré llamar.
Quiero oír la explicación de sus propios labios.
Y quedará usted convencido de la necesidad militar de su acción.
Por la mañana, hubo que llamar a la caballería para desfilar. De pie, con el vientre contra la barandilla de hierro forjado del balcón de los aposentos de Sherman, el secretario contempló circunspecto el paso de los jinetes por la calle. Kil Kilpatrick iba en cabeza, un dandi con su fajín y galones dorados, mirando por debajo del sombrero emplumado con sonrisa pícara, y en el porte de su delgada figura parecía adivinarse cierta insolencia, pensó Sherman. ¿O era el balanceo de su joroba lo que reflejaba tal actitud? Aunque Kil es un necio temerario, disfruta demasiado con la guerra y acampa en las alcobas de las mujeres, yo no lo cambiaría por nada.
El tercer día de la visita, Sherman se preguntaba cuánto más aguantaría sin perder los estribos. El secretario no hablaba, despotricaba. Era como un niño mimado, y siempre necesitaba algo: una bebida, una bolsa de agua caliente, un telegrafista. En todo cuanto decía o hacía se advertía un deseo de atención. Sherman había querido asignar el algodón confiscado a las arcas del ejército. Stanton dio la contraorden de que se entregara al Departamento del Tesoro. Tenía las ideas muy claras acerca de quiénes debían guarnecer la ciudad. Pretendía aconsejar a Sherman acerca de cuestiones estrictamente militares.
Y luego pidió reunirse con unos cuantos ancianos negros. Esperó con impaciencia mientras los seleccionaban en las iglesias de negros. Cuando se congregaron en el salón, les preguntó qué era para ellos la esclavitud.
Los negros se miraron y sonrieron. La esclavitud es recibir por mediación de un poder irresistible, y no por consentimiento propio, el trabajo de otro hombre, contestó uno de ellos. Los demás asintieron con la cabeza.
¿Y cómo entienden la libertad que se concedía con la proclamación del presidente Lincoln?, preguntó Stanton.
La libertad prometida con la proclamación consiste en sacarnos del yugo de la sumisión y ponernos allí donde podamos recoger los frutos de nuestro trabajo y cuidar de nosotros mismos y colaborar con el Gobierno para conservar nuestra libertad.
Sherman ocultó su sorpresa al ver lo bien que se expresaban esos negros. En ese momento Stanton se volvió hacia él. General, dijo, ahora quiero hablar con estos hombres libres acerca de los sentimientos de la población de color hacia usted. ¿Le importaría salir un momento de la habitación?
Sherman, hecho un furia, iba de un lado al otro del pasillo, mascullando para sí. ¡Interrogar a estos negros sobre mi carácter! ¿Cómo iba a estar aquí cualquiera de ellos de no ser por mí? ¡Diez mil personas son libres, comen y visten por orden mía! Si no combaten, es porque lo considero lo mejor según criterios militares. Tampoco he tenido tiempo para adiestrarlos. He dirigido la marcha de un ejército intacto a lo largo de seiscientos cincuenta kilómetros. He destruido las vías de ferrocarril de los confederados. He quemado sus ciudades, sus forjas, sus arsenales, sus talleres, sus limpiadoras de algodón. He consumido sus cosechas y su ganado y me he apropiado de diez mil caballos y mulas. El enemigo ha quedado estragado y desvalido, y aunque no se librasen más batallas, sus fuerzas deberían debilitarse y morir por desgaste. Y eso no le basta al secretario de la Guerra. Debo rebajarme ante los esclavos. Maldito sea ese Stanton: yo he jurado aniquilar la insurrección desleal y proteger la Unión. Sólo eso. Y eso lo es todo.
Sherman no se aplacó apenas al saber que los ancianos negros lo tenían en gran consideración. Ya entrada la noche llamó a Morrison. Dormía.
Coja la pluma, comandante. Escriba lo siguiente. Orden de campaña número el que sea.
Sería la número 15, señor.
Pues la número 15, dijo. Se reservan para el reasentamiento de la población negra las islas Sea desde el sur de Charleston, y todas las plantaciones abandonadas a orillas de los ríos a lo largo de cincuenta kilómetros tierra adentro en Carolina del Sur, y añado partes de Georgia, y la zona que limita con el río Saint John en Florida. ¿Lo ha entendido? Para el reasentamiento de la población negra. Todo negro libre y cabeza de familia tendrá derecho a dieciséis hectáreas de tierra de cultivo. Sí, y a las semillas y el equipo para labrarlas. Los límites serán establecidos y los títulos de propiedad otorgados por un oficial del ejército de Estados Unidos, a quien llamaremos Inspector de Asentamientos y Plantaciones. Y páselo a limpio para que yo lo firme, con copia para el señor Stanton.
No soy abolicionista, pensó Sherman. Pero con este señuelo hago callar a Edwin Stanton y, a la vez, me libro de los negros, que se quedarán aquí para cultivar sus dieciséis hectáreas, y que Dios los asista.
Para celebrar la partida del secretario, Sherman organizó una cena con sus generales. Era como si todos ellos necesitaran recuperar la dignidad. Estaban de buen humor. Volvían a ser ellos mismos. Sherman ocupaba la cabecera de una larga mesa y los camareros entraban en fila con los expolios de la ciudad: fuentes de ostras, pavos asados, jamones al horno, pilas humeantes de arroz con especias, fuentes de boniatos, barras de pan caliente, bandejas de mantequilla auténtica, botellas de vino tinto. Sherman comió y bebió y brindó. Pero quería reanudar la marcha, pues ahí nadie podía decirle qué tenía que hacer. Quería volver a estar en campaña. ¿Había algo mejor que tenderse en el duro suelo todas las noches y contemplar las estrellas? ¿Había algo mejor que partir cada mañana a dirigir tu guerra tal como había que dirigirla? Allí los problemas no eran ambiguos. Las exigencias eran claras. Ya estaba cansado de Savannah y su esplendor. El verdadero esplendor residía en el júbilo inexpresable de hacer bien la misión que Dios le había encomendado a uno. En eso no había envidia, no había elogios que estallaran en la cara.
Caballeros, anunció Sherman, basta ya de antros de perdición. Mañana iniciaremos los preparativos para la nueva campaña. Ustedes ya saben en qué consiste. Tenemos permiso de Grant para tomar las Carolinas. Será difícil, sin duda. En comparación, Georgia fue pan comido. Tendremos que deshacernos de los caballos, las mulas y los negros que sobran. Debemos quedar reducidos a nuestra esencia combativa. El terreno es difícil, la marcha será ardua. Pero les aseguro que el infame estado de Carolina del Sur, como instigador de nuestra guerra, no sabrá lo que es la desolación hasta que sienta la terrible y veloz espada de este ejército.
¡Bien dicho! Los generales levantaron sus copas.
Al concluir la velada, Sherman subió a sus aposentos sosegado por el vino y relajado como no se sentía desde hacía días. Tarareaba La cabalgata de las valquirias. Acababan de llegar periódicos de Ohio. Encendió un puro y, esperando entretenerse con el cotilleo local, se reclinó en su asiento y leyó en el Times de Columbus, Ohio, que Charles Sherman, el hijo de seis meses del general William Tecumseh Sherman y señora, había muerto de difteria.
Dejó caer las manos a los lados. Oh, Señor, exclamó, ¿también tú sientes envidia?