I

Con el ala derecha del ejército de Sherman, los Cuerpos Decimoquinto y Decimoséptimo del general Howard, marchando hacia el oeste desde su lugar de desembarco en Beaufort, y el ala izquierda, los Cuerpos Decimocuarto y Vigésimo de Slocum, bordeando el río Savannah en dirección noroeste, los generales secesionistas no sabían si lo que debían defender era Augusta o Charleston. De hecho, el objetivo de Sherman era Columbia, y pese al rencor personal que Morrison le guardaba, no podía negar la genialidad de la estrategia. Era un amago de ataque sobre los dos flancos, y aunque por entonces los secesionistas sabían lo trapacero que era Sherman, no podían concentrar sus fuerzas hasta que él se pronunciase.

Pero lo que tenía la Confederación como contrapartida era ese endiablado barrizal de Carolina y un clima en consonancia. La lluvia caía copiosamente por el ala del sombrero de Morrison, una cortina de agua a través de la cual los nudos de pino encendidos que llevaban los hombres para alumbrar el camino por la ciénaga parecían estrellas titilantes. En la carretera medio sumergida, por delante y por detrás, se oían los gritos y maldiciones de los cocheros y las voces de mando de los oficiales, y aunque él era un comandante con la escarapela bien visible en los hombros empapados, esa noche nadie mostraba la menor deferencia a su rango, ya que todos, tanto reclutas como oficiales, estaban tan enfrascados en la lucha por avanzar que les traían sin cuidado sus órdenes.

Morrison llevaba el caballo de las riendas. Incluso allí donde habían atravesado troncos en la carretera, el peso de los carromatos los hundía en el barro y era necesario colocar otra tongada de maderos. Y más de una vez adelantaba a una recua parada, una de cuyas mulas tenía un casco atrapado entre los troncos, un pobre animal que relinchaba con desesperación y parecía dispuesto a arrancarse la pata. Cuando un carromato se quedaba atascado, se detenía toda la caravana y se reunían docenas de hombres para desenganchar la recua y vaciar la carga del carromato antes de levantarlo para sacar las ruedas del barro. Morrison juzgó preferible apartarse de la carretera para vadear por el cenagal y disfrutar del barro frío que le calaba las botas. Portaba cartas de Sherman y el general Howard para el general Joe Mower, al mando de la división que ocupaba la vanguardia del ala. Pero no encontraba el cuartel general de Mower.

Torciendo a la derecha, Morrison avanzó lateralmente con la esperanza de llegar a otra carretera, quizá más navegable. Pero el cenagal se convirtió en arroyo, y el arroyo en un pantano lleno de maleza, y en la oscuridad no sabía si caminaba en línea recta. Sentía los arañazos de las zarzas en las piernas mientras vadeaba por el barro y el caballo se resistía a seguirlo. La maleza dio paso a una arboleda, un espeso cipresal, cuyas raíces serpenteantes Morrison sentía, resbaladizas y traicioneras, bajo los pies. Ahora me ahogaré, dijo, pero siguió adelante a trompicones hasta encontrar suelo más firme en el estrecho ribazo de un caudaloso torrente, un canal de aluvial del Salkehatchie, a donde trepó y obligó luego a subir a su montura tirando de ella. El animal tiritaba y temblaba, con las patas ensangrentadas a causa de los rasguños en las cañas.

Después de bordear el arroyo unos centenares de metros, se encontró con una compañía de ingenieros que tendía un pontón a través del canal. Los ingenieros habían fondeado sus embarcaciones planas y, de una a otra, tendían troncos cortados, y en el lado más cercano, para crear la plataforma de paso, colocaban ya transversalmente tablones donde aún se veían restos de pintura de las casas a las que habían pertenecido. Eso debía ser otra carretera para los cuerpos del ejército cuando se tomase el río. Los martillazos y las voces de los ingenieros se perdían entre el fragor de la lluvia y, a lo lejos, el ruido inconfundible no de truenos sino de cañonazos, ya que en ese cuarto año de guerra la noche había dejado de ser una tregua pactada entre combates. Morrison miró más allá del torrente y sólo vio terreno pantanoso. De modo que, más adelante —¿a qué distancia? ¿un kilómetro, dos?—, las escaramuzas de la avanzadilla habían llegado hasta el propio Salkehatchie, en cuya orilla opuesta las brigadas rebeldes permanecían parapetadas tras los taludes.

Pasados no muchos minutos más de búsqueda, Morrison estaba exhausto y abatido como nunca lo había estado. Se preguntó con cierta amargura por qué él, un comandante, había tenido que actuar como correo, si no era porque Sherman se la tenía jurada. Cuando, en Savannah, le había anunciado al general la llegada del secretario Stanton, Sherman había dicho: A usted se le da mejor enviar que recibir, Morrison, y acompañó el comentario con un asomo de risa. Pero Morrison, aunque fuese en broma, no había encajado bien que se le achacase la culpa de la noticia que había transmitido. Había servido bien y con honor, y ahora se le pagaba con ese infierno frío y húmedo capaz de matar a un hombre, sólo que más despacio que una bala.

Alguien lo llamó, pero al mirar alrededor no vio a nadie. De pronto un trozo de rama aterrizó ruidosamente a sus pies y rebotó como si, más que caer, la hubieran tirado. Alzó la vista y allí, entre las ramas de un olmo gigante, distinguió poco a poco a varios hombres, algunos envueltos en mantas. Uno de ellos fumaba una pipa con la cazoleta invertida y las ascuas, al brillar, iluminaban tenuemente las ramas y el tronco. Morrison se identificó, levantando la voz para hacerse oír por encima de la lluvia, y vio que había encontrado el cuartel general que buscaba. En la horquilla más alta del árbol, de pie como un marino en la proa de un barco, y mirando a través de la noche en dirección a los sonidos de la batalla, estaba el general Mower, el hombre a quien las cartas de Sherman instaban a vencer la resistencia en el Salkehatchie sin tardanza. Sherman había planeado una convergencia sin complicaciones con el ala de Slocum en la elevación del terreno por donde pasaba la línea de ferrocarril de Carolina del Sur, cerca de la ciudad de Blackville, y el factor tiempo era esencial.

Tras entregar los partes al oficial en la rama más baja, lo invitaron a encaramarse al árbol y buscar asiento. Metido en carnes y no precisamente ágil, Morrison prefirió no intentarlo siquiera. Apoyando la espalda contra el árbol, se dejó caer a tierra, donde acabó con el trasero entumecido por el frío.