VII
Los carromatos médicos de Wrede acompañaron a la división enviada a Waynesboro, otro pueblo en esa misma carretera, para rescatar a la caballería en combate del general Kilpatrick. Sherman había desplegado a la caballería en un amago, y los rebeldes, creyendo que se disponía a avanzar hacia Augusta, opusieron una férrea resistencia. La estrategia dio resultado, pero las bajas fueron numerosas. Una vez afianzados en Waynesboro, Wrede instaló su hospital de campaña en la estación del ferrocarril. Fue tal la cantidad de heridos en la lucha cuerpo a cuerpo que los camilleros tenían que dejarlos en camillas de lona en el andén. Allí esperaban gimiendo, pidiendo agua. Emily Thompson se movía entre ellos con palabras amables para aliviar su sufrimiento en la medida de lo posible. Había descubierto, y Wrede había coincidido con ella, que para los hombres, los cuidados de una mujer proporcionaban un mayor consuelo. También los enfermeros militares habían reparado en el bálsamo apaciguador que constituía la presencia de Emily. Y ella había aprendido deprisa. A los hombres con heridas en el estómago o el pecho no había que darles más que un sorbo de agua. A aquéllos cuyo dolor era insoportable, les sostenía la cabeza delicadamente con la mano y les acercaba tintura de opio a los labios. A otros les ofrecía tazas de coñac. Los hombres hacían chistes malos ridiculizándose, o le agradecían sus atenciones con lágrimas en los ojos. A algunos les escribía las cartas mientras agonizaban.
Emily estaba asombrada de sí misma. Por haber salido en busca de Wrede Sartorius y haberse unido a él en la gran marcha como una desvergonzada. Por haber demostrado que era capaz de presenciar escenas horrendas. Por vivir a cielo descubierto como los hombres, sin las fruslerías ni los accesorios para el arreglo personal que en teoría las mujeres consideraban imprescindibles.
No sentía el menor remordimiento por haber traicionado sus lealtades sureñas. Y todo se debía a aquel médico de la Unión. Había sido absuelta por las trascendentes atenciones de Wrede a los heridos de guerra. Fueran del Norte o del Sur, militares o civiles, él no hacía distinciones. Incluso en esos momentos se veían uniformes grises entre los casacas azules tendidos en los camastros. Él, Wrede Sartorius, parecía estar por encima de las facciones en guerra. Era como un dios que intentaba restañar el flujo del desastre humano. Ella había perdido a toda su familia en la guerra y, sin embargo, le parecía que la comprensión de la tragedia bélica que él mostraba era superior a la suya. Había sido un gesto muy propio de él acompañarla a casa para ver a su pobre padre. Se sentía privilegiada cuando él le dirigía la palabra o se interesaba por su bienestar. Su acento no podía definirse exactamente como extranjero; era más bien una entonación que acaso se debiera a su habla formal. Ella no advertía en él ninguna de las señales que desde niña había percibido en los hombres. Wrede sobrellevaba unas responsabilidades extraordinarias, era cierto, pero ella intuía que ni siquiera en circunstancias normales él se prestaría a estratagemas sociales. No exhibiría la galantería estudiada de los chicos sureños, quienes al mismo tiempo, como ella bien sabía, no se lo pensarían dos veces a la menor oportunidad de aprovecharse de ella.
Aun así, él otorgaba un reconocimiento masculino a Emily, una aceptación sutil de su presencia que no era del todo oficial.
Cuando acabaron de trabajar, era ya entrada la noche. Emily, en la puerta de la estación de ferrocarril, observaba a los enfermeros que, a la luz de las antorchas, subían a los amputados a las ambulancias. Tras adentrarse unos metros en el bosque, varios hombres cavaron la fosa para los miembros cercenados. Una cuadrilla de sepultureros llegó con su carromato cargado de ataúdes para llevarse a los muertos a un cementerio. Se registró a los cadáveres en busca de objetos personales: cartas, sortijas, diarios y los papeles de alistamiento que los identificaban. Se pidió a los comandantes de las compañías que escribieran el pésame oficial a las familias de los caídos.
Emily estaba agotada. No tenía aún la menor idea de dónde dormiría esa noche. En la estación, los enfermeros restregaban con arena el suelo y las mesas de operaciones. Sartorius, sentado ante el escritorio del jefe de estación, escribía sus notas a la luz de una lámpara de queroseno. Para realizar esta tarea, usaba sus anteojos de montura metálica, que a ella le parecían encantadores. Le conferían un aire juvenil, de estudiante concentrado en sus estudios. Y tenía unas manos hermosas, cuadradas y fuertes pero con los dedos blancos, largos y estilizados. ¡Qué destreza la de esas manos! Uno de los enfermeros le contó, porque ella todavía no se sentía capaz de presenciar los procedimientos quirúrgicos, que en el cuerpo el doctor tenía fama de amputar una pierna en doce segundos. Para un brazo tardaba sólo nueve. Los hospitales de campaña siempre andaban escasos de soporíferos. Nunca había suficiente cloroformo para todos, así que un soldado, tras recibir sólo un trago de coñac, tenía buenas razones para bendecir al médico que llevaba a cabo su cometido con la mayor rapidez.
Los hombres de Wrede les encontraron alojamiento: una casa en la calle Mayor que seguía razonablemente intacta, aunque tenía las ventanas hechas añicos y el revestimiento exterior marcado y astillado por la metralla. La dueña, una anciana viuda, los recibió en la puerta llorando. No me queda nada, dijo entre sollozos. Me han desvalijado. ¿Qué más quieren de mí? Suplicaba quejosamente, con las manos entrelazadas ante el corazón. Pero cuando vio a Emily, se cuadró de hombros, echó atrás la cabeza y adoptó una expresión imperiosa. Ustedes han ahuyentado a mis esclavos, han robado mis provisiones. Creía que no podían hacer nada más para mancillar esta casa, dijo a Wrede. Emily apartó la vista, demasiado abochornada para hablar. Pero Wrede no parecía escuchar. Ordenó a un soldado que trajera víveres para la mujer y acompañó a Emily al piso de arriba.
Se detuvieron un momento en el rellano.
El cuerpo se reincorpora a la marcha antes del amanecer, dijo Wrede. Consultó su reloj de bolsillo. Disculpe, tendría que haberla dejado irse hace horas.
No he hecho nada en comparación con lo que se le ha exigido a usted en el día de hoy.
Él sonrió y movió la cabeza en un gesto de negación. Es tan poco lo que sabemos. Nuestro servicio médico no es menos bárbaro que la guerra que lo requiere. Algún día dispondremos de otros medios. Encontraremos hongos botánicos para atajar las infecciones. Restituiremos la sangre perdida. Fotografiaremos los huesos a través del cuerpo. Y muchas cosas más.
Wrede eligió una habitación, se despidió con un ademán, entró y cerró la puerta.
Emily se quedó pensando en lo que había dicho. No sabía si lo había oído bien.
Fue a su habitación, cerró la puerta, se desvistió y se acostó en una cama mullida por primera vez en muchas noches. Sin embargo, estaba lejos de conciliar el sueño. Nunca había conocido a un hombre cuyos pensamientos pudieran sorprenderla tanto. Ella era una mujer culta. Había ganado el primer premio de Redacción y Francés en el Centro de Enseñanza Superior para Jóvenes Episcopalianas de Santa María. Tras la muerte de su madre, desempeñó el papel de anfitriona en las cenas de su padre. Distinguidos juristas cenaron en su mesa. Siempre había sabido desenvolverse bien en las conversaciones, a menudo filosóficas. Sin embargo, era como si este médico pusiera en su cabeza imágenes de otro mundo, un mundo que ella sólo podía ver de lejos, que aparecía y desaparecía como si asomase entre nubes empujadas por el viento.
Yació con la mirada fija en la oscuridad. La cama estaba fría. Se estremeció bajo las mantas. No le gustaba su olor. En tiempos de guerra, los hombres de uniforme podían ocupar una casa con impunidad. ¿Acaso no había sufrido ella misma semejante intrusión? Pero al tratarse de una mujer era distinto. La anciana ha deducido sin más que yo soy una furcia, pensó Emily. Yo en su lugar habría llegado a la misma conclusión. Me he puesto en una situación comprometida. Nunca en la vida había yo dado razones a nadie para dudar de mi respetabilidad.
Se incorporó en la cama. ¿Qué diría papá? La asaltó una sensación de miedo gélido, como unas náuseas. ¿En qué había estado pensando? ¿Qué la había inducido a obrar así? ¡Lanzarse a ese vagabundeo por propia voluntad! De pronto estaba francamente asustada, temblando y al borde del llanto. Volvió a tenderse y se tapó hasta la barbilla. Por la mañana tenía que encontrar una manera de regresar a casa. Sí, eso haría exactamente. Su sitio estaba en casa y sólo en casa.
Esa determinación tuvo un efecto tranquilizador. Pensó en el hombre de la habitación contigua. Aguzó el oído, atenta a algún sonido que indicara que Wade Sartorius seguía despierto. No le habría extrañado que no necesitara dormir. Pero no oyó nada. Tampoco había luz en su habitación, ya que la habría distinguido a través de su ventana, donde sólo veía la sombra de un gran árbol.
Wrede le había procurado una montura, y en la marcha ella cabalgaba junto a él. El sol salió cuando atravesaban un bosque de pinos descomunales, en su mayoría rectos y verdes sólo en las copas. Emily tenía la sensación de hallarse en un lugar sagrado, amortiguadas las pisadas de los caballos y las mulas e incluso los chirridos de los carromatos por el espeso lecho de pinaza marrón que cubría el suelo del bosque. Al clarear el día, vio avanzar por el bosque, a ambos lados, a la infantería que los cubría, desapareciendo y volviendo a aparecer como si actuara con discreción.
En la marcha pacífica e incesante por el pinar encontró una razón para admirar a los hombres. Como norteños, estos soldados estaban lejos de sus hogares y sus familias. No obstante, perseveraban y pisaban la tierra como si la tierra fuera su hogar. Se dio cuenta de que Wrede estaba hablando y no supo si es que había trasladado las palabras de él a su propia cabeza o si él le había adivinado el pensamiento.
Confieso que ya no se me hace raro no tener una morada, despertarme cada mañana en un lugar distinto, dijo. Marchar y acampar, y volver a marchar. Encontrar resistencia en un río o un villorrio y librar una batalla. Y luego enterrar a nuestros muertos y reanudar la marcha.
Es que ustedes llevan su mundo a cuestas, dijo Emily.
Sí, tenemos todo lo que define a una civilización, dijo Wrede. Tenemos ingenieros, intendente, asentador de real, cocineros, músicos, médicos, carpinteros, criados y armas. ¿Está impresionada?
No sé qué pensar. Lo he perdido todo en esta guerra. Y veo que la persistencia no está en las mansiones arraigadas de una ciudad, sino en lo que no tiene raíces, en lo ambulante. Un mundo flotante.
Es lo que se impone, observó Wrede.
Sí.
Y en medio de todo eso se siente segura.
Sí, susurró Emily, y en ese momento sintió que había revelado algo muy íntimo acerca de sí misma.
Pero supongamos que somos más bien una forma de vida no humana. Imagine un gran cuerpo segmentado que se mueve con contracciones y dilataciones a un ritmo de veinte o veinticinco kilómetros al día, una criatura de treinta mil metros. Es tubular y extiende sus tentáculos por las carreteras y los puentes que recorre. Envía a sus hombres a caballo como antenas. Lo consume todo a su paso. Es un organismo inmenso, este ejército, con un cerebro pequeño. Ese cerebro sería el general Sherman, a quien nunca he visto.
No sé si al general le gustaría oír semejante descripción de sí mismo, observó Emily con actitud solemne. Y a renglón seguido se echó a reír.
Pero era evidente que a Wrede le complacía el rumbo que habían tomado sus pensamientos. Todas las órdenes a las que obedecen nuestros amplios movimientos parten de ese cerebro, dijo. Se transmiten a través de los generales, los coroneles y los oficiales de alto rango para distribuirse por el cuerpo que constituimos nosotros. Ése es el sistema nervioso de la criatura. Y ninguno de los sesenta mil poseemos más identidad que la de una célula en la principal función de esta criatura gigantesca, que es avanzar y consumir todo lo que encuentra.
¿Cómo se explica, pues, la presencia de los cirujanos, cuya misión es curar y salvar vidas?
La criatura se cura a sí misma. Y cuando no lo consigue, las muertes no tienen mayor trascendencia que la muerte de las células de cualquier organismo, que siempre serán sustituidas por células nuevas.
Otra vez la palabra «células». Emily lo miró con expresión interrogativa.
Wrede acercó su caballo al de ella. Es de lo que están compuestos nuestros cuerpos, dijo. De células. Constituyen la composición elemental, y sólo se ven mediante un microscopio. Diversas células con diversas funciones componen los tejidos, o los órganos, o los huesos, o la piel. Cuando muere una célula, crece una célula nueva en su lugar. Cogió la mano a Emily y la examinó. Incluso el tegumento de la mano de la señorita Thompson tiene una estructura celular, dijo.
Él la miró con aquellos ojos de un alarmante color azul hielo, como para comprobar si lo había entendido. Emily se sonrojó y, al cabo de un momento, retiró la mano.
Siguieron cabalgando. Ella sentía una dicha extraordinaria.