VII

Tras cruzar el puente y entrar en el pueblo, Arly se bajó del carromato y, agarrando a Will de los brazos, lo arrastró hacia el borde; luego se agachó por debajo de él y se irguió lentamente para cargárselo al hombro.

El humo de las casas y los graneros incendiados flotaba a baja altura sobre la carretera, confiriendo al lugar un aspecto fantasmagórico. Demonios, Willie, dijo Arly, no te gustaría respirar este aire, no es más que humo y ceniza. Le abrasa a uno la garganta.

Arly se apartó de la carretera para dejar vía libre al carromato.

Esa mañana fría y seca una bruma azul desdibujaba lo poco que quedaba del pueblo. Las mujeres, algunas con bebés en brazos, observaban en silencio el paso de los carromatos. Lo único que había por ver era la monotonía de las ruedas chirriantes y la impasibilidad de un ejército en pos de las fuerzas de combate. La caravana era como el final de un desfile, cuando hace ya tiempo que ha pasado la banda militar. Ya no se oía más música que los mugidos del ganado que los arrieros del ejército conducían por el puente y el pueblo.

Arly giró en redondo hasta que lo vio bastante bien a través de la bruma. Se hallaba en el extremo este del pueblo, más allá de unas casas devastadas hacia donde el terreno ascendía. Era un montículo con lápidas que asomaban de cualquier manera menos a plomo. En un cementerio no hay nada que quemar, ¿eh, Will? Como mucho, pueden derribarse unas cuantas lápidas.

Se encaminó hacia allí con su carga, indiferente a las miradas de las personas con quienes se cruzaba. Vestía el aborrecido uniforme, pero la gente, en su estupor, poco podía hacer aparte de mirar. Algunos ni siquiera eso hacían, limitándose a levantar la vista cuando él pasaba y abismándose de nuevo en sus pensamientos a la vez que se abrían paso a puntapiés entre sus escombros.

En vida, Will era más bien delgado, pero un montón de huesos muertos era una cosa muy distinta si había que acarrearlo a las espaldas. Encima empezaba a despedir cierto olor. Arly no sabía cómo se las arreglaría con el entierro. No disponía de una pala, estaba cansado y no recordaba haber tenido tanta hambre jamás, y no debía permitir que el ejército se le adelantara demasiado. Pero si no enterraba él a Will, ¿quién lo haría?

Arly se protegía de la mala conciencia con un sentimiento de pesarosa rectitud. No negaré que te saqué de aquel hospital de Savannah donde un médico habría evitado que te murieras desangrado, dijo al chico muerto que llevaba al hombro. Pero ¿quién te dice que no habríamos acabado al poco tiempo en dos celdas esperando la llegada de los ataúdes antes de que nos fusilaran por espías o algo así?

En una casa en ruinas donde sólo quedaba en pie el porche con la techumbre combada, le llamó la atención un diván en medio del jardín. Arly abrió de una patada la verja de hierro forjado, entró a trompicones y dejó caer el cadáver en el diván. Lo colocó en posición sedente y él se sentó a su lado, tomándose un tiempo para recobrar el aliento. Encontró la colilla de un puro en el bolsillo superior y le acercó una cerilla.

Tomé una de esas decisiones calculadas propias de tiempos de guerra, Will, explicó. Pero ¿quién puede saber con certeza que Dios no estaba detrás de ella? Somos sus instrumentos, muertos o vivos, y espero que tu espíritu me escuche ahora que estás allí arriba a su lado y sabes mejor que yo lo que sucederá.

Como si respondiese, el cadáver se desplomó contra Arly y la cabeza quedó apoyada en su cuello. Con un suspiro, Arly lo rodeó con el brazo. Y los dos permanecieron así sentados en el silencio del aire quemado bajo los árboles ennegrecidos, poco dispuestos a moverse tanto el muerto como el vivo. Arly no se durmió, no exactamente, pero se le vidriaron los ojos y se le cayó el puro de los dedos en la hierba. En ese estado de sonambulismo, vio detenerse un carromato tirado por una mula, y un hombre, vestido con un abrigo marrón y un bombín, y un negro que lo ayudaba se instalaron allí mismo, enfrente de la verja, en su función de fotógrafos. Sacaron del carromato un gran trípode de madera y lo montaron. Luego una cámara de cajón, que fijaron al trípode. Y luego, mientras el hombre del bombín elegía una lente y la enroscaba en la cara delantera del cajón y enfocaba la cámara y miraba el cielo y volvía a enfocar la cámara, el negro iba una y otra vez al carromato y, a todo correr, regresaba cargado de cajas con pilas de placas de metal. Sí, estaban preparándose para tomar una fotografía, eso era evidente. Arly se había despertado por completo, pero no se movió ni abrió los ojos más de lo necesario para ver qué sucedía. El carromato llevaba un tendal negro sobre la plataforma y una escalera para entrar por detrás, y en el panel lateral se leía el rótulo JOSIAH CULP, FOTÓGRAFO DE EEUU, y en letras más pequeñas: Cartes de visites. Estereografías.

Arly esperó a que el tal Josiah Culp introdujera la cabeza en la tela negra detrás de la cámara y en ese momento agitó un brazo.

¡No se mueva!, se oyó el grito ahogado, de modo que Arly se puso en pie y dejó que el tronco de Will cayera de lado en el diván.

Josiah Culp salió de su mortaja negra, los brazos en alto en un gesto de desesperación. ¡Ya la tenía! ¡La tenía! ¿Por qué se ha movido? Siéntese otra vez, por favor, es perfecta, es la imagen que buscaba.

¿Cómo sabe qué buscaba si acaba de verlo?, preguntó Arly.

Uno lo sabe cuando lo ve. Salta a la vista. Te habla. Por favor, dijo, señalando el diván.

Era un hombre corpulento, con traje, chaleco y un abrigo abierto sobre el vientre. Tan preocupado estaba por su fotografía perdida que sólo ahora se fijó en la extraña contorsión de Will en el diván, con los pies todavía en el suelo. ¿Qué le pasa a su camarada?

Nada que lo altere, ya que está muerto.

¿Está muerto? ¿Oyes eso, Calvin? El otro está muerto. Ah sí, ya veo las manchas en la guerrera. Claro. Mejor así. Siéntese allí otra vez con su camarada, señor, póngale el brazo alrededor de los hombros como antes y mire la cámara. Esta mañana la luz no es como me gustaría, pero si se queda quieto unos segundos, lo haré famoso.

Supongo que no podrá mantener a un negro, una mula y todo este equipo sin vender su mercancía, dijo Arly mientras se dirigía a la calle.

Oiga, ¿qué hace?, preguntó Josiah Culp. Arly echaba un vistazo al interior del carromato desde la parte de atrás. Aquello se parecía a un carromato hospital del ejército, con sus armarios y cajas de suministros. Varios objetos de cocina colgaban de un cordel suspendido a todo lo ancho. ¿Y olió acaso provisiones? Entró y, al levantar una lona, encontró unos cuantos boniatos y sacos de azúcar y café y un pollo muerto desplumado.

¡Salga de ahí, caballero!

Había de todo. Encontró una tienda plegada y un pico y una pala y un montón de guerreras de uniforme, tanto azules como grises. Encontró telones enrollados con paisajes pintados. Desenrolló uno: mostraba un estanque pintado con patos y árboles pintados nunca vistos sobre la faz de la tierra.

Pero lo que Arly interpretó como una revelación fue una foto: la última en una pila de placas de cristal guardadas en un cajón de embalaje. Estaba montada sobre tela negra en un marco de plata. Mostraba a oficiales del ejército de la Unión posando ante una tienda de campaña, su cuartel general. La acercó a la luz. El pie decía: El general Sherman y su Estado Mayor, Georgia 1864. Sherman tenía que ser el que estaba sentado. Miraba fijamente la cámara.

Sí, señor, susurró Arly. Ya se me acaba de ocurrir.

Dejó la foto en su sitio, rebuscó un poco más, se llenó los bolsillos de boniatos y saltó del carromato. Se animó al ver en Calvin, el joven negro, una sonrisa de admiración.

¿Eres un esclavo liberado, Calvin? Desde luego tienes un traje y un sombrero muy bonitos.

Sí, señor. Estoy aprendiendo el oficio de fotógrafo con el señor Culp.

Supongo que saca mucho partido a los generales que quieren hacerse retratos.

No sólo los oficiales, dijo Culp. También fotografío a reclutas. Todo el mundo quiere que le saquen una foto. Alivia el dolor de la separación a las familias, a los seres queridos, cuando tienen un retrato de su soldado.

Pues desde luego tiene usted un buen montaje, observó Arly. Inmejorable.

Una carte de visite sale a muy buen precio. Pero los beneficios son sólo un medio para conseguir un fin. Soy fotógrafo con licencia del Ejército de Estados Unidos, explicó Culp. ¿Y por qué cree que es así? Porque el Gobierno es consciente de que, por primera vez en la historia, la guerra quedará grabada para la posteridad. Hago un registro pictórico de este terrible conflicto, caballero. Por eso estoy aquí. Ésa es mi contribución. Retrato la gran marcha del general Sherman para las generaciones venideras.

Si el dinero no significa gran cosa para usted, ¿por qué no me paga si lo que quiere es una foto mía?

Culp se echó a reír, mostrando una boca llena de dientes mellados. ¡Ahora sí que no me queda nada por oír!

Al menos a él no tendrá que pagarle, dijo Arly, señalando el diván.

Tiene suerte de que yo esté dispuesto a tomarle una foto sin remuneración. Accedo a darle una copia. A eso accedo, pero los derechos de la foto serán míos. Y ahora, por favor, mientras queda luz, siéntese como antes, con el brazo alrededor del muerto.

Arly sacó del interior de la guerrera la pistola cargada que había encontrado en el carromato del fotógrafo. La sostuvo con el brazo extendido, como si la sopesara, y miró por encima del cañón a Josiah Culp. No es ésa la imagen que yo tengo en la cabeza, dijo.