II
Con la carretera intransitable a causa de la lluvia, la caravana se detuvo. Wrede encendió una lámpara y, colocándose el maletín del instrumental sobre las rodillas, aprovechó para escribir cartas. ¿A quién? Había mencionado a un hermano, también médico, que vivía en Alemania. Emily estaba inquieta. La lluvia azotaba la lona con estruendo ensordecedor. Por la portezuela abierta veía las mulas con la cabeza gacha en esa actitud de sometimiento propia de las bestias. El carromato estaba inclinado hacia la derecha, donde las ruedas se habían hundido en la arena húmeda. No podía ponerse cómoda salvo tumbándose sobre la pila de edredones acumulados para uso de los heridos. Yacía de lado, con las piernas encogidas, las manos debajo de la cabeza para no tocar con la cara los edredones apestosos, algunos acartonados por la sangre seca.
La euforia de la aventura había quedado atrás. Observaba a Wrede, encorvado sobre su carta y ajeno al mundo, a la guerra y a ella. Tenía una capacidad de concentración fuera de lo común. En momentos así, se revelaba ante ella como un absoluto desconocido a quien estaba esclavizada. ¡Qué desdichada y sola se sentía! En medio de las emociones del vagabundeo elegido con tal audacia, no había pensado en el futuro. Ahora ese futuro se cernía sobre ella como una oscuridad, como una noche de incesante lluvia. El doctor Wrede Sartorius no era un hombre normal. Ella no podía imaginarlo con un domicilio estable. Vivía el presente como si el futuro no existiera, o con tal determinación que cuando llegara el futuro lo encontraría como ahora, su alma tan perfecta como en ese preciso instante. No se inmutaba por nada: poseía una calma extraordinaria. No paraba de enviar al Departamento Médico del Ejército informes sobre procedimientos quirúrgicos que había ideado, o mejoras en el tratamiento postoperatorio que había descubierto. Consideraba que los voluminosos manuales de medicina militar tenían una utilidad escasa y despreciaba olímpicamente todas y cada una de las recomendaciones del Cuerpo. En suma, era un hombre que no necesitaba a nadie salvo a sí mismo, tanto profesionalmente como —que Dios amparase a Emily— en su vida personal. Ella no podía imaginarlo melancólico, nostálgico o afligido, ni alocado o irreflexivo, ni en ningún otro estado pasajero como ésos. Era un ser aislado, autosuficiente, que vivía en su propio mundo, sin necesidad de nadie. Y si bien le había mostrado afecto y la había guiado como un maestro hacia sus intereses, Emily se preguntaba seriamente si, en caso de morir ella en un ataque, contemplaría él su cuerpo inerte como un amante desconsolado o le practicaría una autopsia para ver el efecto en sus tejidos y órganos de la metralla o las balas Minié que la habían matado.
¿Por qué estoy tan resentida?, se preguntó. Pero conocía la respuesta. La asaltó una momentánea sensación de encogimiento interno que la impulsó a apretar los muslos. No podía decirse que en la pubertad hubiese sido una muchacha romántica con la cabeza llena de fantasías, destinada a verse sorprendida por la realidad. Era una mujer culta y había leído lo suficiente para conocer la realidad de que en el amor existía una mecánica física. Pero entregó su cuerpo con devoción. Y sólo sintió que la habitaban.
Aun así, él había mostrado antes cierto interés por su bienestar. Tumbada allí desnuda, con los ojos cerrados, notó que el peso no estaba ya a su lado en la cama. Él había tomado una decisión. Lo oyó abrir el maletín del instrumental. Para que no te duela, dijo, de pie junto a ella, voy a realizar una pequeña intervención. Sólo sentirás un ligero escozor. Y notó los dedos que la dilataban, y luego fue tal y como él dijo, y apenas sangró. Y sin duda, fue un gesto atento por su parte, y muy sensato, pero tan propio de su mentalidad médica que ella se sintió como una paciente más que como una mujer amada. Pero luego él la habitó. Y al alcanzar él el momento de la crisis, ella cometió el error de abrir los ojos, y a la luz del fuego de la chimenea tenía una cara horrenda, contraída en un visaje de turbación y estupidez, los ojos fijos en una mirada ciega que a ella se le antojó un suplicio de la percepción, como si viese un universo sin Dios. Y cuando él dejó escapar su gemido gutural, ahogado, ella lo abrazó, sintiéndolo estremecerse dentro de sí, y lo estrechó no con pasión, sino preocupada por él, por su sufrimiento, aunque naturalmente no era sufrimiento, sino sólo algo en contraste con lo que ella sentía, que era… que él la habitaba.
Y desde ese momento —¿cuánto hacía?, ¿un par de noches?— él se había mostrado algo distante; parecía complacido de ocuparse de los preparativos para la reanudación de la marcha, dando instrucciones tranquilamente a todos, ella incluida. Y ahora estaba segura de que no tenía ningún futuro con ese hombre. Ella era un estorbo, una refugiada sureña cuya presencia allí se justificaba sólo como enfermera que suplía al equipo ausente, que él habría preferido. Y nunca se había sentido tan desgraciada, ni siquiera cuando murió su padre, porque eso ocurrió en su propia casa, donde todo le era familiar, y aún no era consciente de que la vida que había conocido hasta entonces había acabado, y de que en muy poco tiempo sería una mujer degradada en un carromato militar, con la lluvia cayendo sobre la lona como balas, en algún lugar de la anegada llanura de aluvión de Carolina del Sur.
En el carromato que iba justo detrás, Pearl examinaba la carta sellada que había cogido de la mano muerta del teniente Clarke en Sandersonville. Tras decidir que la carta iba dirigida a familiares suyos con el mismo apellido, pudo descifrar el sonido de las letras, sólo que la «C» del principio y la «k» parecían sonar igual y no entendía por qué tenían que escribirse con dos letras distintas. La «e» del final también la confundió, porque, al hablar, no se pronunciaba, y no podía, pues, explicarse qué representaba. En cualquier caso, soy capaz de leer casi todas las letras de este nombre, o sea que podría leerlas si las viera en otro sitio. Pero, a pesar de que ponía la carta en distintos ángulos a la luz del quinqué, y por mucho que lo intentara, no lograba entender las demás palabras, otras tres líneas cuyo significado le era imposible desentrañar.
Mattie Jameson dormía sobre la pila de camillas plegadas. Hecha un ovillo, con las manos debajo de la barbilla, parecía un niño en el útero. Pearl había visto más de una vez niños abortados, y estaban todos en esa misma postura, tal y como estaba tumbada ella, el ama, en ese momento. Y en el arduo viaje con este ejército era como si fuera montada en una nube, malgastando la vida en dormir la mayor parte del tiempo, incluso ahora que el fragor de la lluvia apenas lo dejaba a uno oír sus propios pensamientos. Y cuando estaba despierta y Pearl intentaba darle algo de comer, sólo mordisqueaba una galleta o tomaba un sorbo de café. Y no hablaba, ni una palabra, y a veces miraba a Pearl como si se esforzara en recordar su nombre.
Aunque no estaba segura, porque no había tenido oportunidad de examinar la cara del ama tan de cerca en la plantación, Pearl creía que le habían salido canas en las sienes donde antes el pelo era de color trigueño. Lo llevaba peinado hacia atrás y recogido en la nuca con una cinta, y así parecía mayor, aunque Pearl sabía con certeza que era mucho más joven que su padre. Pero tenía el rostro blando y cansado, y la piel apagada. Su padre era un anciano cuando falleció, con sesenta años cumplidos como mínimo, pero el ama no podía acercarse a esa edad ni por asomo, aunque desde luego lo intentaba, siempre muda y llorosa, como si también ella hubiese muerto y durmiese todo el tiempo para demostrarlo.
Después de la muerte de su marido, Pearl le había dicho, por si pensaba volver a casa, que Fieldstone había quedado reducido a cenizas, y fue entonces cuando el ama dejó de hablar y dirigió la mirada hacia sí misma.
Pearl echó una ojeada alrededor: el ambiente en el carromato resultaba sofocante en ese momento. Se quitó la guerrera y enseguida sintió el viento húmedo que entraba por debajo de la lona. Pensó en la plantación donde había nacido y vivido toda su vida hasta entonces, y pensó en el sol sobre su cabeza y los campos que amaba. Y de pronto se enfadó consigo misma. Si piensas eso, no eres del todo libre, niña. Tampoco es que sea libre cuidando de esta ama que nunca se preocupó por mí, como si todavía fuera su esclava. ¡Oiga, señora Jameson, ama!, gritó. ¡Despierte, despierte! Y se inclinó y sacudió a Mattie por el hombro.
Ya despierta, Mattie parpadeó, se incorporó lentamente y se llevó las manos a la garganta. Oyó el tamborileo de la lluvia y sintió el frío de su despertar. Se arrebujó en el chal y sólo entonces tomó conciencia de que la niña Pearl la miraba fijamente.
¿Ya está despierta?, preguntó Pearl.
Asintió.
Bien pues, ahora voy a ponerle en claro dónde está. ¿Ve estas cajas, estos frascos y demás? Está en un carromato médico, aquí con Pearl, la hija natural del amo. Y si no puede hablar, dígame que ya lo sabe moviendo esa pobre cabeza suya.
Mattie asintió.
Muy bien. Y estamos con el general Sherman, y su ejército va a acabar con lo que queda de esclavitud. Diga que ya lo sabe.
Mattie asintió.
Y unas personas tuvieron la bondad de llevarla cuando usted se lo pidió. ¿Se acuerda?
Mattie asintió.
Bien. Y yo ya sé por qué lo pidió. Está buscando al hermano primero y al hermano segundo. ¿Verdad que sigue a este ejército con la esperanza de encontrarse con esos chicos suyos? Hable, señora. ¿No es verdad?
Sí, susurró Mattie.
Ya. Y correrá con los brazos hacia el cielo entre los ejércitos y detendrá el tiroteo y arrancará de ahí a esos chicos y les salvará el pellejo, ¿no es así?
Sí. Mattie enderezó los hombros y cruzó las manos sobre el regazo. Sí.
Pues tiene usted que estar loca para pensar eso, pero es una madre y así piensan las madres. Es la locura de una madre, y supongo que las hay peores. Pero ahora debe quedarse despierta y dormir sólo cuando sea la hora de dormir. ¿Sabe por qué?
Mattie negó con la cabeza.
¿Ve mi guerrera, de uniforme? Trabajo de enfermera para el coronel médico que intentó salvarle la vida al amo. Puedo enrollar vendas, puedo darles agua cuando tienen sed, a los hombres, y todo eso. Soy útil para este ejército que me da de comer y me lleva consigo porque ahora mismo no tengo otro hogar en el mundo. ¿Me oye?
Mattie asintió.
Bueno, pues de la misma manera usted, ama, debe ser útil para ellos, porque si se ha quedado aquí, es su obligación, y ellos necesitan a todas las buenas mujeres que encuentren para cuidar de esos hombres quebrados.
¿Qué puedo hacer?, preguntó Mattie casi en un susurro.
Pregúnteselo a la señorita Thompson la próxima vez que acampemos y ella tendrá trabajo de sobra para usted, por eso pierda cuidado. Todo lo que Pearl puede hacer también usted podrá hacerlo. Pero hay una cosa más, ya que la estoy cuidando en su momento de debilidad y dolor, ¿y sabe qué es?
No.
Pues lo que nunca se le ocurrió cuando yo era niña y vivía en su casa. Puede enseñarle a Pearl a leer. Empezando por aquí, dijo Pearl, y le mostró la carta de Clarke.
Mattie tendió la mano hacia el sobre, y Pearl se lo dio. Sus miradas se cruzaron.
Y ahora no me venga con lloros, exclamó Pearl, pero fue en vano. Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Mattie Jameson. Meneaba la cabeza y se mordía el labio, y Pearl, que no sabía si consolarla o gritarle, de pronto se sintió invadida por la emoción cuando, sin esperarlo, sin quererlo, también a ella se le anegaron los ojos en lágrimas.