VIII

Sentado en un tronco, Sherman esperaba a que los hombres del Cuerpo Decimoquinto de Howard tendieran un pontón en el río Broad. Era una mañana despejada, fría y luminosa, y soplaba una ligera brisa. A poco más de un kilómetro hacia el norte estaba su trofeo, Columbia, la capital de la traición secesionista, extendida en la llanura como una tarta de ciruelas lista para comer, o como una mujer lista para ser poseída. Dios bendito, por supuesto que se acordaba de Columbia, donde, en sus tiempos de joven oficial, había conocido a varias familias. Vivían allí damas encantadoras. Y una en particular, mucho más joven que él, poco más que una niña, menuda y ágil, en los huesos, pero cuando lo miraba, le temblaban las piernas. ¿Seguiría allí? Ellen, se llamaba, igual que mi querida señora Sherman. Ellen Taylor. Ahora sería una mujer casada, quizá viuda, ya no tan ágil, con una prole tirándole de la falda.

Veía el magnífico edificio de la cámara legislativa que los concejales habían planeado construir, una hermosa estructura clásica de granito a medio acabar. Muy apropiada para una comunidad con tan elevado concepto de sí misma. Con qué sensación de seguridad debían de haber seguido los acontecimientos de la guerra que se desarrollaba más al norte. Los iniciadores de esa guerra, nada menos y, sin embargo, a salvo de ella. Veía las ruinas aún humeantes de la estación del ferrocarril. En las calles bullía la población, muy consciente del ejército azul que se concentraba al sur en toda su inmensidad. Las calles estaban atestadas.

Alzando los binoculares, vio jinetes confederados en las carreteras que salían de la ciudad rumbo al norte. Los negros, agolpados en la estación, desvalijaban vagones de grano y sabía Dios qué más cosas de provecho para él. Llamó a su ayuda de campo y dio orden de que una de las baterías de cañones de Howard lanzara una andanada de balas de veinte libras para dispersar a los saqueadores. Y unas cuantas más aquí y allá por si acaso, añadió, volviendo a mirar la cámara legislativa, donde ondeaba la bandera confederada.

Al cabo de una hora, encabezaba con su Estado Mayor el cuerpo del ejército en su marcha por la carretera hacia la ciudad. Se había levantado el viento, y algunos caballos, nerviosos, alzaban el morro y perdían el ritmo al andar. Y, de pronto, como si no hubiera pasado el tiempo, estaba ya en la plaza del mercado de la ciudad, donde el viejo alcalde salió de entre la multitud para saludarlo y asegurarle que los ciudadanos de Columbia no ofrecerían resistencia. Sherman, al ver la silenciosa multitud de espectadores, contestó en voz alta. Y por nuestra parte, señor alcalde, dijo, mirándolos a todos, permítame asegurarle que no pretendemos causar el menor daño a sus ciudadanos ni a sus propiedades. Nos quedaremos aquí sólo el tiempo necesario para liberarlos de los recursos y las instalaciones que ya no les son de utilidad.

En ese momento, Sherman olió humo y, afirmándose en los estribos y mirando por encima de las cabezas de la muchedumbre, vio al final de una calle de edificios comerciales una pila de balas de algodón en llamas. Enseguida, por orden de uno de sus generales, una compañía de soldados fue a apagar el fuego. En una armonía inesperada y conmovedora, pronto ellos y el cuerpo de bomberos de la ciudad trabajaban codo con codo.

Después, cuando Sherman encontró una casa de su agrado a unas cuantas manzanas de la cámara legislativa y estableció allí su cuartel general, ordenó la destrucción del arsenal y todas las demás instalaciones militares, ferroviarias e industriales, así como todos los edificios públicos del Gobierno confederado, excluyendo los municipales. A continuación, se dispuso amablemente a recibir a los inevitables peticionarios. Pero la primera persona que se presentó a su puerta, una monja con un amplio hábito negro, lo indujo a adoptar una actitud defensiva muy poco propia de él. Era la hermana Ann Marie, abadesa de una escuela de monjas para niñas, y quería su autorización para disponer de una guardia. Descuide, dijo él. No les pasará nada. En ese caso, replicó la abadesa, no tendrá inconveniente en ponerlo por escrito. El Ejército de Estados Unidos no hace la guerra a los conventos, repuso Sherman, e hizo ademán de acompañar a la abadesa a la puerta. Ella no se movió. Exasperado, Sherman escribió a vuela pluma una autorización y se la entregó bruscamente. En cuanto la abadesa se fue, volvió a apoderarse de él esa desazón que lo invadía en las ciudades. Pero ahora sentía un recelo bastante concreto. ¿Qué era? Se oyó un silbido en la habitación, y se dio cuenta de que era el viento que penetraba por las ventanas viejas y desencajadas. El sonido le pareció un lamento de mujer. Se quedó mirando los visillos que, al ondear en el aire, se enrollaban y se arremolinaban como en una danza de derviches.

Stephen Walsh había visto las balas de algodón en llamas, las pilas listas para su envío, que se extendían a todo lo largo de una manzana. Su compañía, que marchaba por una calle contigua, rompió filas para relevar a los soldados de la brigada contra incendios y, dirigida por el capitán del cuerpo de bomberos local, se hizo cargo de las mangueras y las bombas de mano.

Al cabo de media hora, el incendio estaba bajo control, y poco después no quedaba la menor señal salvo los montículos carbonizados de balas quemadas y las volutas de humo que se llevaba la brisa. Los incendios mueren, como los seres vivos, pensó Stephen. La agitación es intensa y la muerte dramática. Estoy acabado, derrotado, estáis viendo mi muerte, parecía decir el humo.

Los soldados reanudaron la marcha, alejándose entre los aplausos de los ciudadanos.

Pero siguió vivo en el corazón de las balas, ese fuego, alimentándose hasta que llegó la noche y se levantó el viento. Había guardado silencio, a la espera, y cuando llegó el momento propicio, prendió, elevándose hacia el cielo nocturno y agitando sus penachos de llamas en el viento polinizador.

¿Quién acercó la primera cerilla a esas balas? Walsh pensó que debieron de ser los rebeldes al batirse en retirada. Si el algodón no era para ellos, tampoco lo sería para Sherman. El algodón, pues, había sido siempre el centro de todo, con el algodón construyeron el Sur y ahora, dada la estupidez de esa gente, con el algodón lo reducen a cenizas.

Porque Columbia era un infierno, calles enteras en llamas, casa tras casa desmoronándose estruendosamente, la savia de la madera silbando y crepitando como los disparos de un fusil. También el cielo parecía haberse prendido.

Walsh, con la misión de montar guardia a las puertas de una escuela de monjas, vio avanzar el fuego. La borra de algodón en llamas se había enganchado a los árboles del jardín. Ese lugar ya no era seguro. Abrió las puertas. Deprisa, hermana, gritó. Las niñas estaban en la capilla, arrodilladas rezando el rosario. Vamos, vamos, dijo Walsh, tenemos que sacarlas de aquí. La abadesa se llamaba hermana Ann Marie. Le lanzó una mirada furibunda y, tras lo que a él le pareció un momento innecesario de reflexión, batió palmas y ordenó a las niñas que se pusieran en fila en el vestíbulo, cada una con un morral en el suelo. Así que la abadesa ya lo sabía, y se había preparado.

Por aquí, por aquí, gritó Walsh.

Pese al rugido infernal de la ciudad en llamas, se oyó con nitidez la voz serena de la hermana: No correremos, sino que caminaremos ordenadamente detrás de este buen soldado. No lloraremos. Sólo miraremos el suelo al andar. Y el Señor nos protegerá.

Y así Walsh las sacó del convento, con las monjas ayudantes flanqueando la columna y la hermana Ann Marie cerrándola por detrás. Formaban una procesión un tanto extraña, esas veinticinco o treinta niñas rodeadas de sus maestras que, con su callada humildad, parecían ir de excursión en un día cualquiera.

Walsh era anticlerical y un escéptico empedernido, pero eso a su teniente no le importó. Quiero un par de papistas, había dicho el teniente cuando llegó la orden. Walsh, usted y Brasil, den un paso al frente.

Brasil, un hombre alegre y desgarbado con el mentón hundido y un brillo perpetuo en los ojos, estaba encantado. Me han llamado papista desde el día en que me incorporé al maldito, así que, por los clavos de Cristo, ¿quién si no Bobby Brasil se merece una noche de parranda? Y cinco minutos después de llegar a la puerta, deseó a Walsh una feliz velada y desapareció.

Las niñas del convento estaban en vísperas, pero fuera sólo se oían retazos de sus oraciones debido al ruido del viento que soplaba entre los árboles. Stephen Walsh tuvo además la impresión de que el viento impulsaba la oscuridad por la rapidez con que declinaba la luz del día. Le pareció oler humo, y al alzar la vista vio un destello rojo en el cielo. Menuda noche me espera, pensó Walsh.

Pero al final la noche se sucedió de una manera que nunca habría imaginado, y mientras Walsh conducía a sus protegidas por las calles, cayó en la cuenta de que llevaba el fusil listo para disparar. El mundo cambió por completo, todo se convirtió en algo distinto: el cielo, una refulgente bóveda de bronce; las nubes, humaradas negras y espesas. Dobló una esquina y se encontró con la calle cortada por la madera en llamas. La hermana se acercó a él. ¿Sabe adónde nos lleva?, preguntó. Me han dicho que, llegado el caso, debía llevarlas a los edificios de aquel monte, contestó Walsh. Ah, sí, el Colegio Universitario de Carolina del Sur, dijo ella. Daremos un rodeo por aquí.

Y durante unos instantes recuperaron la calma mientras se desviaban por una calle despejada, hasta que dos compatriotas de Walsh salieron por una puerta con jarras de whisky en la mano. Al ver la procesión y encontrarla de su agrado, empezaron a caminar a trompicones a la par, comentando en voz alta los posibles méritos de las niñas más altas. La mirada furiosa de la hermana les pasó inadvertida, y cuando las niñas apretaron el paso, ellos las imitaron, riéndose e insinuando sus propios méritos. Como llevaban su mismo uniforme, al principio Walsh simplemente se avergonzó de ellos. Pero algunas niñas lloraban y se empujaban intentando alejarse, y Walsh, al darse la vuelta, vio que uno de los borrachos se había desabrochado la bragueta y estaba exhibiéndose. ¿Es que vuestro Jesucristo no tenía algo así?, gritó el borracho. Walsh se hizo a un lado y apremió a las monjas a seguir, al tiempo que cortaba el paso a los dos hombres. La hermana Ann Marie apareció ante él, en su semblante una imperiosa exigencia de acción. No mire, hermana, murmuró Walsh. Siga, siga. Los dos hombres se reían y tambaleaban delante de Walsh; uno de ellos sostenía una jarra y la agitaba, no se sabía si en señal de ofrecimiento o amenaza, pero Walsh ni lo tomó en cuenta. Le asestó una patada en las partes, y cuando el otro hombre se abalanzó sobre él, le hirió la mano de refilón con la bayoneta. En un instante los dos rodaban por el suelo y aullaban, con las jarras hechas añicos, y el whisky derramado, recogido por un albañal en los adoquines, se prendió y corrió como la pólvora hacia las mujeres en su huida.

Lo que Walsh vio arder fue el dobladillo rozagante del hábito de la hermana, que giraba en redondo una y otra vez, intentando verse por detrás. Walsh se precipitó hacia ella y, de rodillas, dio palmadas a la tela y la arrugó con las manos. Pero no era fácil, ya que ella, presa del pánico, no se dejaba tocar. Me lo está complicando aún más, gritó Walsh. Finalmente se quedó quieta y, con los ojos cerrados, estrechó el crucifijo contra sí para sobrellevar el contacto de las manos de un hombre. Walsh logró apagar las llamas, que le habían llegado hasta por encima de los tobillos. Frotó la tela chamuscada con las manos hasta que ya no quedó ni una chispa.

¿Está bien, hermana?

Sí, gracias, contestó ella, sin mirarlo, y cuando las alumnas se pusieron en fila, ella se colocó entre ellas. Por favor, sigamos.

Al doblar una esquina poco después, tuvieron que detenerse y aguardar en la acera, agazapados, a que pasara una unidad de caballería. Pero los soldados, con los rostros de color cobrizo a la luz de las llamas, estaban contentos. Sofrenaban a los caballos asustados con gritos y chillidos. Algunos llevaban antorchas, y las llamas ondeaban hacia atrás con el viento, y mientras recorrían la calle, Walsh vio una antorcha volar y entrar por una ventana.

En ese momento Walsh se dio cuenta de que le costaba sostener el fusil.

La magnitud del incendio había cogido al general Sherman por sorpresa. Salió apresuradamente y a medio vestir del cuartel general elegido por él, una mansión en los límites de la ciudad, y varios minutos después su ayuda de campo, el coronel Teack, lo encontró a unas manzanas de allí, donde se había reunido con un grupo de bomberos y no daba órdenes sino que las recibía como un recluta más. Señor, esto no es una tarea digna del general de los Ejércitos, gritó Teack, e incluso le tocó el brazo. Sherman jadeaba, y en su rostro tiznado de hollín se vio claramente que por un momento no reconoció a Teack. A continuación asintió y se dejó apartar del fuego. Le dieron una cantimplora y, agachándose, se echó el agua por la cabeza. Su criado, Moses Brown, le ofreció una toalla, y tras secarse la cara y tirar la toalla al suelo, pero todavía sin sombrero y en mangas de camisa, dijo: Teack, ¿puede decirme qué demonios está pasando? Y se alejó, seguido por Teack.

Era peligroso andar por la ciudad. Las paredes en llamas se derrumbaban sobre las calles. Trozos incandescentes de algodón inidentificables, aparentemente etéreos, flotaban en el aire caliente. Había soldados borrachos por doquier. Algunos vitoreaban de pie ante las casas incendiadas, otros caminaban cogidos del brazo, y Sherman lo vio como una parodia del vínculo soldadesco. Todo estaba en siniestra correlación: el infierno urbano y el desmoronamiento moral de su ejército. Estos veteranos de tantas campañas, que habían marchado con él centenares de kilómetros, habían combatido denodadamente siempre con honor, superando todos los obstáculos concebibles que la naturaleza y los rebeldes pusieron en su camino: ahora no eran soldados, eran demonios que se reían al ver a familias enteras contemplar atónitas en la calle cómo ardían sus casas.

En una plaza bajo árboles en llamas, Sherman contempló una magnífica danza, semejante a un sueño, soldados y negras bailando al son de la música de una banda militar, o al menos de aquellos de sus miembros aún capaces de tocar un instrumento. Un negro viejo los dirigía en el quiosco. El general estaba atónito. Tomó conciencia de su propio desaliño y en ese momento no se le ocurrió más que cepillarse la ropa, remeterse la camisa en el pantalón y cuadrarse.

En otra calle sintió un momentáneo alivio al ver a unos soldados que se afanaban por sofocar un incendio, pero al doblar la esquina encontró a otros que con las bayonetas pinchaban las mangueras y ahuyentaban a los bomberos. Y esos hombres ni siquiera estaban ebrios.

Nadie reconoció a Sherman, y él tampoco intervino en nada de lo que vio, posiblemente porque entendió que, en semejante estado de anarquía, se exponía a que desafiaran su autoridad. Miró a Teack, y Teack asintió, a sabiendas, como todos los oficiales, de que no debe recurrirse al rango cuando hay pocas probabilidades de que sea respetado.

¿Dónde está el comandante Morrison?, preguntó Sherman, mirando alrededor.

Señor, acuérdese. Murió en Airen.

Ah, sí, cierto, cierto.

Teack, con su metro noventa de altura, descollaba sobre Sherman, y cuando atendía a alguien acostumbraba encorvarse, como un padre con su hijo. En dos ocasiones había rechazado el mando de una brigada y el consiguiente ascenso, tan obligado se sentía, movido por un sentimiento posesivo de responsabilidad, a proteger a Sherman y asegurar su fama. Asumió por propia iniciativa semejante custodia en los malos tiempos de indecisión e histeria de Sherman después de Bull Run. Teack lo había visto en sus peores momentos, acurrucado en el suelo de su tienda de campaña, mordiéndose los nudillos y lloriqueando con sobrecogedores gemidos. El general pidió que lo relevaran del mando y se retiró del campo de batalla para un período de descanso y recuperación en Ohio, su tierra natal.

Teack era un hombre lacónico del oeste, y mientras que Sherman era descuidado en el vestir, él, por contraste, y como contrapeso, era sumamente atildado. En la marcha llevaba los guantes y las botas de los soldados de caballería, un sombrero de ala ancha y un sable. Cada día se retocaba las guías caídas del bigote, convencido de que su vanidad era virtud. En realidad, si bien admiraba a Sherman por sus extraordinarias estrategias y su talento táctico, en el fondo despreciaba ese temperamento shermánico del que él había decidido proteger al propio general. Tenía la sensación de que había algo de femenino en el ánimo voluble de Sherman. Uno nunca sabía qué esperar de un ego capaz de vanagloriarse con autocomplacencia o de arrastrarse como un perro apaleado según su propia climatología interna. Teack estaba seguro de que William Tecumseh Sherman tenía algo de genio y la proximidad de una mente así le infundía una energía placentera. Pero, como auténtico soldado profesional que lo había visto todo y no se sorprendía de nada, también se sentía superior a Sherman. Ahora, por ejemplo, el general murmuraba: Dios mío, ¿qué estamos haciendo en esta guerra sino consumirnos?, y Teack sintió vergüenza ajena.

Se habían detenido ante una mansión de piedra que parecía curiosamente indiferente a la luz amarilla en sus ventanas y en las llamas que brotaban de sus chimeneas. Bueno, dijo Sherman, supongo que será necesario hacer venir a una brigada de Slocum del campamento para imponer orden en la ciudad. Estos soldados borrachos… y señaló con el brazo en un gesto impreciso. Habrá que castigarlos. Averiguaré a qué unidades pertenecen y quiénes son sus comandantes.

¿Eso era una orden o simplemente pensaba en voz alta? Teack no lo sabía.

Se quedaron mirando la mansión en llamas. Sabe, coronel, dijo Sherman, cuando estuve aquí destinado hará unos veinte años, me enamoré de una muchacha que vivía en esta misma casa. Aquello quedó en nada, claro, pero los suyos eran los labios más suaves que he besado en la vida.

Inmediatamente después, Sherman se alejó por donde había venido, con las manos a la espalda.

Teack lo dejó marchar.

Cuando el general dobló una esquina, el coronel sacó una petaca de su guerrera y bebió un buen trago. El calor de la casa en llamas era como el de sol estival en la cara. La sensación era agradable.

Teack creía que se había aplicado una justicia ejemplar a este estado que había conducido al Sur a la guerra. Antes, ese mismo día, había visto a una compañía de soldados de la Unión que habían estado entre los centenares de encarcelados allí mismo, en el manicomio de la ciudad. Se horrorizó al ver el estado en que se encontraban. Mugrientos, apestosos, la piel roñosa, eran seres de ojos hundidos que desfilaban arrastrando los pies en una imitación patética del andar marcial. Al ver el esqueleto bajo la piel, el residuo óseo de su vida semihumana, uno sentía el deseo de apartar la vista. La capital de la Confederación había tratado a esos soldados no como a prisioneros de guerra, sino como a perros enjaulados. El general Sherman había visto a esos hombres y había llorado y ahora sólo pensaba en las bellezas sureñas a las que había besado.

Él había jurado sembrar el terror, ¿o no? Se acataban sus órdenes. Esos pirómanos borrachos y desaforados, esos violadores y saqueadores —como éstos, que salen ahora de esta hermosa casa, cargados con sacos llenos de cubiertos de plata y collares de perlas y relojes con leontinas colgando de las manos—, ¿qué eran sino hombres necesitados de una noche de libertad en esa guerra urdida en el Sur que había irrumpido en sus vidas y todavía amenazaba con llevárselas? Se detuvieron un momento para arrojar antorchas por las ventanas. Un soldado lanzó una mirada a Teack para ver su reacción y, como no la hubo, sonrió y saludó con ademán enérgico.

Si estos actos de vandalismo son una venganza, pensó Teack, pues bien, es una señal de eficacia de la que un ejército debería enorgullecerse.

Lo que había provocado aquella borrachera casi generalizada fue el saqueo de una destilería en River Street. El coronel lo averiguó al ir en dirección inversa a la de los hombres que, con baldes llenos de whisky en los brazos, pasaban por su lado tambaleándose. Era un gran edificio de ladrillo con plataformas de carga en las que había soldados en estado inconsciente. Dentro había más animación. Los hombres tenían a una muchacha negra en el suelo y se turnaban con ella. Tiraban de otra que, pateando y gritando, intentaba trepar por una escalerilla. Teack se llenó la petaca de bourbon de un barril y siguió su camino.

Tres médicos militares habían instalado sus dispensarios en el edificio principal del Colegio Universitario de Carolina del Sur. Ni aun siendo diez, habrían podido satisfacer la demanda. Resultaba difícil mantener el orden en el vestíbulo mientras los civiles se daban empujones y pedían ayuda a gritos. Eran habitantes blancos de la ciudad, personas con quemaduras, fracturas o esguinces. Pero en una explosión habían muerto varios soldados de la Unión, y muchos más habían resultado heridos. Sherman había ordenado que tiraran al río las reservas de pólvora y munición de Columbia, y algo había salido mal. Estos hombres sufrieron heridas atroces, que tuvieron ocupados a los médicos gran parte de la tarde.

Dos enfermeros, sargentos del Departamento Médico, acababan de ser asignados a Wrede Sartorius y ahora eran ellos quienes lo ayudaban en el quirófano, por lo que Emily Thompson y Pearl pasaron a ocuparse de fregar los suelos ensangrentados, apilar y retirar los desechos médicos, lavar las toallas, llevar las vendas y las tablillas y administrar los medicamentos. Emily consideró preferible mandar a Mattie Jameson a la sala de suministros, donde se ahorraría ver lo peor.

Tras resolver la emergencia, los pacientes civiles fueron conducidos a la sala de reconocimiento de Wrede Sartorius. Las lesiones que atendió no le interesaron demasiado. En su mayoría, esa gente se hallaba en estado de shock y confusión. Les recetó coñac, o láudano en soluciones muy diluidas. Le irritaba esa procesión aparentemente inacabable de personas asustadas. En manos de Pearl y Emily quedó envolverlos en mantas del ejército, administrarles las dosis y acompañarlos a un piso superior donde podían descansar en catres instalados en las aulas.

Conforme se propagaban los incendios a lo largo de la noche, llegaba cada vez más gente a las puertas. Al principio hacían esperar a negros y blancos en salas distintas. Pero el colegio era un refugio, y a medianoche tanto unos como otros acampaban en los pasillos.

Fue necesario requisar más edificios para la emergencia, donde se instalaron otras unidades médicas. Stephen Walsh veía desde una ventana del pasillo que dos edificios del Colegio Universitario ardían. En los tejados había gente intentando sofocar las llamas a golpes de manta. Vio sus siluetas recortadas contra el cielo rojo. ¿Qué infierno era ése? No el infierno en orden de los curas y las monjas, eso desde luego. El infierno de éstos era reconfortante. Inducía a pensar que existía un cielo. Este infierno, mi infierno, no tiene adscripciones. Es la vida cuando ya no se tolera a sí misma.

Walsh llevaba la mano izquierda vendada. Tenía la sensación de que era la prolongación de un capullo. O quizá de un avispero. El vendaje de la mano derecha le permitía mover los dedos. Sólo se le había quemado la palma, aunque la mano le escocía tanto como la otra. Se sentía indefenso con esas ataduras. Quería arrancárselas con los dientes. Por la mañana, pasara lo que pasase, se libraría de ellas y se reintegraría a su compañía.

A causa de la barahúnda de gemidos y gritos, no oyó qué había dicho la enfermera. Pero sin duda era guapa, y él había agachado la cabeza y entrecerrado los ojos para dar a entender que le miraba los labios con la única intención de leerlos.

En ese gimnasio convertido en sala de espera, había más pacientes que camillas, y la gente yacía en el duro suelo de madera con mantas dobladas a modo de almohadas, o estaba sentada, como él, con la espalda contra la pared.

Pero ella, muy atenta, lo llevó a una sala contigua como si fuera su protegido. Le cogió las manos por las muñecas para metérselas en un cubo de agua fría y luego le aplicó el ungüento. Inclinada mientras realizaba su labor, evocaba la fuerza del acto íntimo. El pelo castaño claro le caía en tirabuzones a ambos lados de la cara y, por alguna razón, la guerra se convirtió en algo remoto. Su efecto sobre él fue demoledor. Mientras marchaba con Sherman, Walsh había llegado a pensar que nada parecido a la intimidad humana volvería a ser posible.

¿Tienes nombre?, preguntó ella.

Stephen Walsh.

Lo miró. Tenía los ojos de color avellana, con destellos verdes. Al mirarlo con esos ojos, sintió que le escrutaba el alma. Soy la enfermera Jameson, dijo, como si lo desafiara a negarlo.

Encantado.

Bien. Pero deberías saber que no hay que jugar con fuego, Stephen, y acto seguido se echó a reír.

Seguía pensando en ella. El habla tan peculiar, la manera natural y espontánea de moverse y comportarse, delataban la verdad racial de que la enfermera Jameson era una muchacha negra, liberada y alistada en la Unión.

No le sorprendía. Después de meses de marcha, la existencia de negros de piel clara ya no le sorprendía. En ese extraño país, tras generaciones de costumbres abominables, los esclavos ya no eran negros sin más, tenían distintos grados de blancura. Si el Sur se imponía, pensó, teóricamente podía llegar un momento en que la piel blanca por sí sola no garantizaría la identidad de un hombre libre. Podrían marcar, encadenar y vender a cualquiera en una subasta, ya que el color negro había sido un recurso provisional, y la idea misma de una clase esclavizada era la premisa subyacente.

Pero en esa señorita Jameson había algo que era más escurridizo. Le había hablado con esa suave cadencia en la voz, riéndose un poco de él, pero mirándolo con esos ojos que de pronto, por un instante, despedían destellos de perplejidad. Y la seriedad con que le había tratado las manos quemadas, su concentración —la atención lenta, minuciosa, con que abordó el problema—, lo indujeron a pensar que era una persona que no había asumido responsabilidades independientes hasta hacía poco tiempo.

Atónito, pensó de repente que quizá esa muchacha deslumbrante, a pesar de su rango de enfermera, no estaba tan lejos de la infancia.

Recorrió el pasillo abarrotado de gente con la esperanza de volver a verla.

A primera hora de la mañana, requirieron la presencia de Emily Thompson como ayudante cuando trajeron en una camilla a una mujer negra inconsciente. Con la ropa hecha jirones, presentaba magulladuras en el pecho y los brazos. Tenía un ojo hinchado y cerrado. Le habían golpeado la cara. La tendieron en la mesa y le quitaron la poca ropa que le quedaba. Tras examinarla, Wrede decidió reparar primero la fístula vesicovaginal y ordenó a los enfermeros que la colocaran de rodillas con la cabeza y los hombros hacia abajo.

Emily tenía que sostener un quinqué y al mismo tiempo entregar a Sartorius los instrumentos que pedía. Estaba mareada por la terrible intervención. Wrede tenía las manos manchadas de sangre y estaba tan concentrado que ni parpadeaba. Ella buscó en él alguna emoción reconocible. ¿Es que sólo la expresaba con el trabajo de sus manos? ¿Debía deducirse? Dios sabía qué horrores había padecido esa muchacha. Emily no soportaba mirar. Pero ni siquiera las zonas más íntimas del cuerpo humano quedaban fuera del alcance de la investigación sin ceremonias de este médico. Emily suponía que el progreso de la ciencia era una suerte para el mundo moderno. Pero en ese momento no pudo menos que evitar sentir lo inapropiada que era la intromisión masculina. Sabía que él intentaba salvar a esa pobre mujer, pero también tenía la sensación de que la ciencia de Wrede se sumaba a los abusos cometidos por sus compañeros soldados. Wrede no pronunció palabra. Era como si la muchacha no fuera más que el reto quirúrgico que planteaba.

Una vez concluida la operación, uno de los sargentos dijo: Oh oh. La mujer estaba expirando. De su garganta escaparon unos sonidos horrendos. La sujetaron, y ella se tensó y de pronto quedó inerte entre sus brazos.

Wrede meneó la cabeza y, tras indicar con un gesto que retiraran el cadáver, se quitó el delantal y, sin apenas mirar a Emily, abandonó la sala. Boquiabierta de asombro por su marcha, Emily tuvo la clara impresión de que la muerte era un estado que no le interesaba.

Emily se refugió bajo el arco vacío de una ventana en el último piso. Se sentó allí para recobrar la compostura. Se dijo que aquel hombre estaba desbordado, era un médico brillante que llevaba mucho tiempo, semana tras semana, trabajando en campaña. Padecía una gran tensión nerviosa, ¿cómo iba a ser de otro modo? Las responsabilidades de tantos días de marcha afectarían a cualquiera. Pero se le ocurrió otra posibilidad que atribuiría a su propio agotamiento, a las horas de incesante trabajo y al horror de una ciudad en llamas. Y era que Wrede Sartorius, el hombre al que se había entregado, no era médico. Era un mago que se proponía alterar el universo creado.

Fuera, iluminada por el cielo nocturno de color rojo, una multitud de personas que acababan de quedarse sin casa invadían el jardín delantero. Las ambulancias del ejército no podían pasar. Emily vio a mujeres entre la muchedumbre cuyo aspecto y actitud le resultaron tan familiares que era como si las conociera. Por la manera de moverse, el porte, se traslucía que eran madres de familia. Estrechaban a sus hijos contra ellas y aguardaban, serenas, entre el nerviosismo que las rodeaba. Eran mujeres de su clase, las mismas con las que había vivido toda su vida. Y lo habían perdido todo.

Dios mío, susurró. ¿Por qué no estoy ahí fuera con ellas?

El manicomio estatal se había incendiado y habían trasladado a algunos de los internos al Colegio Universitario. Estaban asustados. Deambulaban por los pasillos, con el pelo largo y la ropa mugrienta. No sabían dónde estaban. Gemían y gritaban. Los médicos sedaron a aquéllos a quienes los celadores lograron sujetar. Llegaron soldados para restaurar el orden.

Tras conducir a los enajenados al sótano, aún se oían sus alaridos desde los pisos de arriba. Los pacientes en espera miraban a los médicos y los enfermeros castrenses para tranquilizarse con la idea de que en el mundo existían aún formas de control civilizadas, de que no todo era fuego y demencia y muerte.

Mattie Jameson doblaba toallas en la sala de suministros relativamente silenciosa situada tras una puerta al final de un pequeño pasillo. Como suele ocurrir cuando se realizan tareas sencillas y repetitivas, pensaba en otra cosa. Con la cabeza ligeramente inclinada y una sonrisa en el rostro, estaba en Fieldstone una noche de invierno al principio de su matrimonio, cuando John no tenía asuntos urgentes que lo alejaran de casa, los dos sentados en su acogedor cuarto de costura, con las cortinas corridas para protegerse del frío de la noche, lumbre en la chimenea y cada uno leyendo en su butaca. Y ni siquiera tenían que hablar, tan natural era su intimidad. De pronto todavía era una mujer joven de carnes prietas y en su fuero interno se enorgullecía del hambre de John por su cuerpo. Aunque había dado a luz a dos hijos, conservaba casi la misma gracilidad de cuando se casó. No esperaba nada más de la vida que complacer a ese hombre vigoroso, a quien, en sus momentos de mayor vértigo, imaginaba descendiente de leones.

El dolor de Mattie por su vida perdida y sus temores por sus hijos la habían llevado a un bendito estado de ensoñación, de modo que cuando el alboroto en el edificio por fin captó su atención, se le antojó que podía ocuparse de aquello igual que de sus bebés cuando lloraban en sueños.

Al regresar a la planta baja con una decisión tomada, y repitiendo para sus adentros lo que debía decir a Wrede Sartorius, Emily Thompson enseguida perdió el hilo de sus pensamientos cuando vio a Mattie moverse entre los pacientes y agacharse ante ellos y tocarles la frente y hablarles con ternura para apaciguarlos. Emily se detuvo, atónita.

Se había enterado por Pearl de detalles de la vida en la plantación Jameson y, como Pearl, se había acostumbrado a velar por esa mujer, que invariablemente, cada vez que veía a Emily, decía: ¿No es usted la hija del juez Thompson de Milledgeville? Lo evidente en ese momento era que el estado mental de Mattie Jameson se correspondía con la situación en la que se encontraba. El mundo en guerra se había puesto a la altura de su aflicción y ya no era posible distinguir lo uno de lo otro.

Todo eso era fascinante. En un campamento, Emily le había pedido a Wrede que examinara a Mattie. Él lo hizo, y después le habló de su estado. Es demencia, había dicho. Sin embargo, si le reconocieras el cerebro, seguramente no encontrarías ninguna patología. En algunas enfermedades mentales, se hace la autopsia y un diagrama de las lesiones. Aparecen excrecencias cristalizadas. Tumores supurantes. Se advierten cambios de color, depósitos blandos y amarillos, surcos estrechos de materia corroída. Pero en el caso de otras enfermedades, no se ve la menor señal: el cerebro está en perfecto estado físico.

¿No es su cerebro sino la mente la que está afectada, pues?, preguntó Emily.

La mente es obra del cerebro, no algo con existencia propia. Pues una dolencia del alma, quizá.

Wrede la había mirado, deplorando el comentario de ella. ¿El alma? Eso es una fantasía poética, sin el menor fundamento, dijo él, como si holgara decirlo.

Mientras Emily la observaba, Mattie, tras recorrer conversando y sonriendo el pasillo flanqueado de pacientes, entró en una habitación y se perdió de vista. Pero ¿qué hacía? Emily la siguió y la encontró en un aula convertida en estudio. Aquí la luz de las lámparas de gas era más tenue. Los pacientes, desconsolados, estaban sentados en las escasas sillas, con la cabeza gacha. Una pared estaba revestida de espejos. En un rincón había un piano vertical, y fue eso lo que había llamado la atención de Mattie. Un anciano, que leía la Biblia sentado en la banqueta del piano, advirtió que ella estaba de pie a sus espaldas. Se dio la vuelta en la banqueta y la vio mirar el piano con el semblante arrobado. Y entonces se levantó.

Mattie se sentó y se quedó mirando el teclado tal como los pianistas, que ven en él un universo. A continuación, apoyó los dedos en las teclas y empezó a tocar. Era un vals de Chopin, y aunque lo tocaba de manera vacilante, cohibida, lo hizo convencida de la ilusión de que estaba en su casa, con su propio piano de cola Bösendorfer.

Emily no reconoció al compositor, pero lo que oyó fue una cadenciosa melodía de gran refinamiento. La música despertó en ella el regusto de una vida civil. Fue casi una sorpresa. Después, cuando Mattie Jameson cobró confianza y la música se volvió más enérgica y expansiva, Emily se acordó de su propia determinación. Miraba su reflejo tal como se veía a la tenue luz de las lámparas de gas. ¿Cómo que no tenemos alma? ¿Y qué es esto que oigo si no un alma expresada en forma de música? Oigo un alma, se dijo. Y acto seguido se fue corriendo a recoger sus cosas.

También otros se sintieron atraídos por la música, y cuando Pearl llegó a la puerta, tuvo que ponerse de puntillas para ver quién tocaba. Preguntó a Walsh: ¿Cómo se llama la mujer casada con tu padre que no es tu madre?

Sería tu madrastra.

Así que de mi padre soy la hija, pero de mi madra…

Madrastra…

De mi madrastra soy…

La hijastra.

Hijastra. ¿Eso es normal? ¿Una hijastra y una madrastra?

A veces pasa, contestó Walsh. Es mejor que nada.

¿Pues ves a esa pobre mujer que toca el piano? ¿La ves? Acércate. ¿La ves? Es ella, la señora Jameson, es mi madrastra, dijo Pearl, y asintió con la cabeza para reafirmar la relación. Mi madrastra, que todavía sabe tocar el piano. Antes yo siempre la escuchaba. Me daba rabia. Los negros se morían en sus casas y ella tocaba el piano como si le diera igual. No me veía, me miraba como si no estuviera, mi madrastra, el ama Jameson.

Al acercarse a Pearl por invitación de ella y rozarle el hombro con el suyo, Stephen Walsh supo instintivamente que Pearl ni se imaginaba el efecto que su proximidad ejercía en él. Se había negado a admitir lo joven que era, esa muchacha de efervescente vitalidad cuyas miradas le cortaban el aliento. De pronto ella se dio cuenta de que él la seguía a todas partes y lo aceptó con una sonrisa, igual que un niño acepta enseguida una relación nueva como una amistad inmediata. Se confiaba en él como nunca lo haría un adulto en las mismas circunstancias. ¿En qué terrible estado de vulnerabilidad lo había sumido esa guerra para sentirse atraído por ella de manera tan repentina? Tanto que de hecho se le pasó por la cabeza la posibilidad de sobrevivir a la guerra y tener una vida futura con ella como marido.

En su propia infancia, Stephen Walsh había aprendido a vivir en su mundo interior. Era hijo de borrachos, y se había criado aprendiendo a valerse por sí mismo en las calles de Manhattan, creando sus propias reglas de honor e integridad a partir de su vida de rata callejera, mientras barría el suelo de las tabernas y repartía barriles de cerveza. Se había configurado como un estoico, pero era como si eso hubiera sido elección suya, como si los tremendos excesos de su familia y las brutalidades de su educación no hubieran intervenido en la formación de su carácter. Había llamado la atención de los jesuitas, y soportado sus enseñanzas justo hasta que aprendió los títulos de los libros que uno debe leer durante el resto de su vida. Y entonces partió a la universidad del autodidacta para buscar sus propios títulos.

Era un muchacho de diecinueve años, de constitución robusta y hombros rectos, pelo tupido y moreno, cejas pobladas, ojos de expresión solemne y mandíbula firme. Cualquier oficial diría que Stephen Walsh era un soldado con el que se podía contar, capaz de comportarse como era debido. Pero en esos momentos toda la estructura de su carácter, en la medida en que tenía conciencia de sí misma, rebosaba de anhelo y soledad. Nunca le había prestado mucha atención a la música, ni siquiera cuando tenía que marchar a su son. Pero ahora escuchaba, y sentía que ese vals era un reto al que debía responder. Casi despreciándose, permaneció cerca de Pearl, fingiendo ser tan poco consciente del contacto de sus cuerpos como creía que lo era ella.

Se había alistado en el ejército en sustitución de un hombre del barrio alto de Nueva York, por lo que recibió trescientos dólares. Se acordó de pronto de ese dinero. Lo había ingresado en el Corn Exchange de Laight Street.

Sherman despertó a causa de su propio grito. Se había dormido en una butaca. Estaba totalmente vestido. Le habían preparado una cama. Un chal le cubría las rodillas. Se levantó bruscamente y enseguida sintió frío. ¿Dónde demonios estaba? Tras envolverse con el chal, se acercó a la ventana y descorrió las cortinas.

Las primeras luces. Esperó.

Despacio, de mala gana, Columbia cobró forma a partir de manchas grises de penumbra. Sherman miraba por encima de la tapia de un jardín hacia una calle salpicada de chimeneas aisladas y árboles carbonizados. Después, en los gélidos albores del nuevo día, lo que vio de la ciudad parecía un plano urbano, como si Columbia estuviera en obras, las calles delineadas con hiladas de ladrillos, algún que otro muro de piedra, y las pilas de ceniza y madera que antes fueran materiales de construcción desparramados por doquier.

Así se castiga al Sur, dijo en voz alta. Aunque yo no hice esto, no puedo negar que me alegro de que se haya hecho.

Se había pasado casi toda la noche en vela hablando con su Estado Mayor y redactando órdenes para la campaña de Carolina del Norte. Consultó la hora en su reloj. Las cinco. Había que distribuir las armas, formar a las divisiones de vanguardia, reunir las caravanas. En ese momento oyó el lejano sonido de los clarines. Voces. Asintió: volvía a tener un ejército.

Pero había demasiado silencio en la casa. Quería estar montado en su caballo y fuera de allí en menos de una hora. Y quería hacer volar ese lugar por los aires. ¿Dónde demonios estaba Moses Brown con su desayuno?

Sherman encontró la colilla de un puro y la encendió. Volvió a repasar su plan. El ala de Slocum estaba al oeste de Columbia. Las alas se volverían a reunir en Winnsboro. Las alas combinadas harían amago de ir a Charlotte, pero tomarían Raleigh. Y después sería como someter a Lee a un torno, con la presión de Grant desde el norte y la mía desde el sur. Y cuando abandone sus trincheras para enfrentarse a mí, como deberá hacer, Grant tomará Richmond.

Dando caladas al puro, Sherman levantó los brazos y extendió el chal como la Victoria alada. Rio y se paseó por la habitación trazando un círculo.

Pero había problemas logísticos. Le habían comunicado que al menos mil negros se habían sumado a la marcha. Nada más encontrar una manera de deshacerse de la horda en Georgia, otra ocupaba ya su lugar. Imposible razonar con esa gente. ¿Dónde se creían que iban a vivir? ¿En qué tierra prometida? Y ahora había blancos entre ellos, partidarios de la Unión que no podían quedarse allí y pretender seguir con vida. Pero somos un ejército, no una asociación benéfica.

Y había sido necesario despachar correos con cartas para el secretario Seward y el general Halleck, el jefe del Estado Mayor, antes de que les llegara la noticia por otros medios. Dejó claro que fue el general confederado, Hampton, al batirse en retirada, quien dio la orden de quemar el algodón. Con la ayuda del viento, los propios rebeldes habían incendiado Columbia. Aunque, por supuesto, él, Sherman, sabía ya que le achacarían la culpa. No fui yo quien les infligió esta Pompeya, escribió. Pero si he de ser el Sucio Demonio, estoy dispuesto a asumir el papel si eso los hace temblar de miedo y acobarda sus corazones traidores. Pronto acabaremos con ellos, con esos secesionistas, y ése será su fin y el de su maldita guerra.

Pero ¿dónde estaba Moses Brown con su desayuno?