IV
Se habían tomado la molestia de ensuciarse con barro la insignia de la unidad. Pero podrían habérselo ahorrado. Cuando aparecieron otra vez en la ciudad, ya había anochecido. Milledgeville era una gran fiesta. La mansión del gobernador estaba llena de oficiales de la Unión. Will los vio por las ventanas. También había oficiales en la asamblea legislativa: se los oía vociferar y cantar. Sí, seguro que estaban empinando el codo y tenían los pies apoyados en los escritorios. Entumecido, sudoroso y al mismo tiempo aterido de frío con su uniforme de cabo, Will temía que lo reconociese algún oficial del presidio o un celador. Se imaginaba protestando: ¿Acaso no lo habían indultado? Pero qué cosas le pasaban por la cabeza: si no había celadores. No había oficiales del presidio. Todos, desde el gobernador para abajo, se habían ido. Tan cansado y famélico estaba que la cabeza ya no le regía.
Le tocaba a Arly ir a caballo, y Will caminaba a su lado.
Will, chico, estás muy callado. Imagino que lo que sea que andas rumiando de poco provecho será para nuestra causa.
Bueno, ser un renegado es una adversidad digna de cautela.
¿Eso eres? Podrías ver las cosas con mejores ojos. Como leal hijo del Sur detrás de las líneas enemigas, podrías ser un espía, por ejemplo.
Sea lo que sea, quizá ya ni siquiera lo sé, puesto que ocupo el lugar de un muerto.
Bueno, sabes que tienes hambre, y ya es algo. Mira, esta calle pinta bien. ¿Hueles eso? Vamos.
Arly había visto una hoguera en el jardín delantero de una casa donde las estacas de la cerca apiladas habían servido para encender un buen fuego. Un anciano y su mujer permanecían de pie en el porche. Los soldados pasaban por delante de ellos, unos entrando, otros saliendo con los brazos cargados. La mujer maldecía mientras el hombre le daba palmadas en la mano.
Entra como si tal cosa, masculló Arly. Como si fueras uno más.
¿Y qué hacemos con el caballo?
Ya le daremos de comer después. Ahora mismo buscamos un sitio seguro donde amarrarlo para que no nos lo roben.
Dicho esto, Arly guió su montura hacia los peldaños del porche y a través de la puerta hasta el vestíbulo, donde la ató al poste de arranque de la escalera. No hizo falta más para que los chicos de la Unión se echaran a reír y la anciana a chillar.
Y así Arly y Will, ya en el juego, revolvieron primero en la despensa y después en el sótano, donde encontraron sacos de boniatos. Will temía que este grupo de vencedores en plena francachela, todos de la misma compañía, no les dispensara una acogida cristiana, pero cuando Arly y él salieron y depositaron su aportación junto al fuego, no necesitaron más tarjeta de presentación, ya que en todo caso la mayoría de los hombres estaban medio borrachos.
A Will se le saltaron las lágrimas. Había pollos en espetones, patatas sobre las brasas, sartenes con tocino y col. Había tarros de frutas y verduras de verano en conserva, y hogazas de pan auténtico. Un sargento vertió generosamente el contenido de su botella en la taza de hojalata de Will. Éste se sentó en la hierba con las piernas cruzadas y se dispuso a disfrutar de su mejor comida desde que se fue de casa. Con la boca llena, la barbilla pringada de grasa, contempló la posibilidad de que todos los hombres fuesen hermanos.
Después, cuando salió la luna, Arly fumó un puro y habló con cierta modestia de su heroísmo en el río Oconee, y sus interlocutores lo escucharon con respeto, aunque acaso su escarapela de teniente tuviese algo que ver.
Pero Arly no sólo habló, también escuchó. Cuando Will y él se despidieron y encontraron forraje y espacio para el caballo en un establo tras una casa abandonada, y mientras se acomodaban en la casa, arriba en el primer piso, en una sala de estar, Arly contó a Will que el ejército se pondría en marcha al amanecer. La caballería hará amago de ir a Augusta, pero es a Savannah adonde se dirigirá el ejército, dijo.
¿Lo sabe el general Sherman? Tal vez deberías decírselo.
Hijo, este general es casi demasiado listo para ser general, y si hay un contingente esperando en Augusta, como es la impresión de todos aquellos con los que he hablado, ¿para qué ir allí? Además, la Unión dispone de una armada, según tengo entendido, y esos barcos que esperan cerca de la costa de Savannah, pues no te quepa duda de que allí están, traen el correo y los pertrechos y los zapatos nuevos y las soldadas que nosotros no hemos cobrado desde los tiempos del rey que rabió.
¿Nosotros? ¿Nosotros no las hemos cobrado? Creía que éramos espías del ejército rebelde.
Bueno, ¿y qué? Su dinero es bueno. A decir verdad, es mucho mejor que el papel que nos endilgó Jeff Davis.
Tras desguazar varias sillas y los cajones de un escritorio, encendieron un buen fuego en la chimenea. Arly se quedó con el sofá y Will con el suelo, y a modo de almohada utilizó el cojín de una butaca tapizada. Como mantas, usaron retazos de alfombras cortados con sus bayonetas.
Fuera, unos hombres de la Unión cantaban:
Los años pasan despacio, Lorena,
la nieve cubre otra vez la hierba;
el sol está bajo en el cielo, Lorena,
donde hubo flores, brilla la escarcha…
Se oía en las calles algún que otro grito que indicaba que las tropas se disponían a pernoctar. Will pensó en lo extraño que era aquello, un ejército, que siempre acampa igual, ya sea en un bosque a la orilla de un arroyo o entre casas y edificios públicos. Se apilan los fusiles, se apuestan los centinelas, y el clarín toca a silencio tanto en un bosque como en una metrópoli de la civilización.
No tenemos por qué levantarnos con ellos al amanecer, dijo Arly. Esperaremos a los carromatos de intendencia, las ambulancias y demás. Y ésos tardarán. Nos interesa rezagarnos para estar donde el ejército se compone de médicos, cocineros y administrativos que saben tanto acerca de la labor de un soldado como las damas en un salón de té. Allí no pasan lista.
Will despertó sobresaltado mucho después de haber oído el toque de diana. Se apoyó en los codos para incorporarse y escuchó con atención esperando oír el traqueteo de los carromatos o los tambores de las brigadas mientras la larga cola del Vigésimo Cuerpo seguía a los regimientos. No oyó nada. El sol iluminaba el suelo en toda su superficie. Daba la impresión de que fuese mediodía. Se acercó a rastras a la ventana. La calle estaba desierta.
El ejército se había marchado.
Despertó a Arly, y poco después corrían escalera abajo y salían por la puerta de atrás en dirección al establo.
Alguien se llevaba el caballo sujeto por la brida. Un soldado rebelde con su uniforme gris. A Will le dio un vuelco el corazón. En ese primer momento de desconcierto habría podido alzar la voz para saludar a aquel muchacho. Pero Arly arremetió contra él. Cuando los dos cayeron, el rebelde se resistió a soltar la brida, y el caballo, obligado a torcer la cabeza, afirmó en tierra las patas delanteras para no precipitarse hacia delante. Pero relinchaba.
Poco a poco, Will tomó conciencia de que el alboroto era mayor del que convenía si los hombres de Hood habían llegado a la ciudad pisando los talones al ejército de la Unión. Se miró el uniforme.
El rebelde ya había soltado el caballo a fin de dejar las dos manos libres para la pelea. Si bien era más robusto que Arly, estaba en peor condición física, de modo que, uno encima del otro, se revolcaron, se dieron de puñetazos y gruñeron en medio de una polvareda. ¡Will!, gritó Arly. Su preocupación era el caballo, que casi derribó a Will cuando se encabritó y circundó la casa a medio galope en dirección a la calle.
Will, al salir corriendo, se fijó en el arriate de crisantemos contiguo a la casa, una comunidad de humildes flores amarillas y blancas coronadas de ceniza, trémulas por efecto de la brisa. Pensó en la dicha que suponía la inmovilidad y la ausencia de pensamiento de la vida vegetal, en que acaso tuviera no pocas ventajas, mientras en la calle, frente al jardín, dos jinetes de la caballería rebelde perseguían al galope al animal que corría libremente y otros tres habían revuelto sus monturas hacia él, uno con la espada desenvainada, otro con la pistola amartillada, y un tercero con una ancha sonrisa en la cara sin afeitar y un par de mellas entre los dientes delanteros.
Will paró en seco. Estiró los brazos en un ademán que habría podido considerarse una efusiva señal de reconocimiento, una especie de abrazo al aire, pero que los milicianos prefirieron interpretar como rendición. Rieron, y el que empuñaba la pistola disparó alegremente al suelo ante los pies de Will.
La gente salió a la calle de las casas donde se había escondido. Estaban eufóricos de ver llegar a sus tropas para salvarlos. Will se quedó inmóvil, el gesto paralizado. Una hoja de periódico arrastrada por el viento se le pegó a las piernas. Le cayó ceniza en la boca abierta. En el cielo azul, el humo de los escombros del presidio incendiado se disipaba como el ejército ya en marcha del que Will había dependido. Uno de los jinetes pasó al trote junto a él de camino hacia el establo. Will rogó que Arly hubiera perdido la pelea. Porque de lo contrario, si había matado al rebelde, los ejecutarían, después de todo, allí en Milledgeville, aunque tal vez con menos ceremonia de la que esperaba como desertor. Pero tampoco quería que Arly hubiese perecido, ya que Arly era la esperanza única y vacilante, si no por completo extinta, que a Will le quedaba en esta desdichada vida, a excepción de su deseo, en ese último y aciago momento de sus diecinueve años de existencia, de acabar con ella de una vez por todas.
Pocos minutos después, Will y Arly, junto con un niño tamborilero rezagado que habían encontrado los rebeldes, eran conducidos por la calle con los brazos atados al cuerpo. Los seguía una creciente multitud. De vez en cuando uno de los soldados los miraba desde lo alto de su montura y escupía. Alguien arrojó una piedra y alcanzó al tamborilero en la espalda. El niño, con el rostro bañado en lágrimas, dio un traspié.
Arly dijo algo y tuvo que repetirlo, porque Will no entendió sus palabras. Arly tenía una mejilla hinchada, un ojo medio cerrado, el labio inferior tumefacto y varios dientes menos. Además, renqueaba, porque, al levantarse de encima de su adversario con las manos en alto, éste le había asestado una patada en las costillas. Los tuyos, entendió Will.
¿Los míos? ¿Eso dices?
Arly asintió. Señaló con la cabeza a aquellos que corrían a su lado, riendo y abucheándolos. La gente de entre la que has salido, dijo.