XII

A un día de marcha de Savannah, el Decimoquinto Cuerpo se encontró de pronto en una carretera minada por los rebeldes. Se produjeron dos o tres explosiones amortiguadas que no se parecían a nada que hubieran oído antes los hombres. La infantería se puso a cubierto. Todo se detuvo. Un jinete se acercó al galope para llevar la unidad hospitalaria de Wrede a la cabeza de la marcha.

Hacía calor para el mes de diciembre. Arly y Will siguieron al coronel en la Ambulancia Número Dos. El avance fue lento por la morosidad con que se apartaban los carromatos, reacios los cocheros a pisar con las ruedas la tierra blanda de los márgenes del camino.

Al frente de la columna, la carretera estaba salpicada de cráteres. Hombres y caballos habían salido despedidos hacia los campos. Los enfermeros de Wrede sacaron las camillas y se dispusieron a recoger a quienes continuaban vivos. Emily Thompson atendía a un muchacho con una pierna cercenada por la rodilla. Le aplicó un torniquete en el muslo. Justo al otro lado de la cerca yacía un cuerpo decapitado. Fue una carnicería horrenda la de aquel día cálido de diciembre.

Un oficial daba consuelo a un herido, y Wrede tuvo que pedirle que se apartara. Por favor, dijo. A la vez que retrocedía, el oficial dijo a Wrede: Ahora vemos a esos rebeldes como los asesinos que son. No son soldados. Los soldados dan la cara y pelean, no hacen esto. Se volvió y gritó: ¡Preboste! ¡Tráigame a unos prisioneros, haga venir aquí a unos cuantos prisioneros, maldita sea! A diferencia de Wrede, Emily se dio cuenta de que ese oficial era el general Sherman.

A poco menos de un kilómetro a la izquierda había una arboleda, y delante se alzaban una casa y un granero. Ése será nuestro hospital, dijo Wrede.

Llevaron a varios prisioneros. Les dieron picos y palas y les ordenaron marchar en formación cerrada por la carretera. Encontrarán cada una de las minas plantadas ahí, dijo Sherman, o volarán por los aires en el intento. ¡Dios mío! Tenga piedad, general, dijo uno de ellos, esto no lo hemos hecho nosotros. ¡Adelante!, ordenó Sherman, y asestó un puntapié a aquel hombre. Luego levantó los brazos y empujó el aire para indicar a todos que retrocedieran.

Tras unos pasos vacilantes, los prisioneros, gimoteando y temblando de miedo, tiraron sus herramientas, se arrodillaron y empezaron a buscar las minas con los dedos. A gatas, tanteaban el camino como ciegos. Cada vez que encontraban algo, prorrumpían en un griterío. Los ingenieros de Sherman examinaron el primer artefacto, dedujeron cómo se había construido y lo desactivaron. Se encontraron seis minas, todas del mismo diseño. Alojadas en cilindros de cobre, su sensibilidad a la presión tan sólo requería la fricción de una cerilla y tenían la potencia detonadora de un obús.

Arly y Will cargaron su ambulancia de hombres que gemían y se desangraban. Bajo la lona se extendían a lo largo dos hileras de repisas. En medio de la carretera vieron a un tamborilero que se miraba un pie descalzo, manchado de sangre. No parece que estés muy mal, hijo, dijo Arly, pero te recompondremos de todos modos. ¡Dejadme!, gritó el chico. Arly lo sujetó por los hombros y Will por las rodillas, y pese a los chillidos y contorsiones del muchacho, lo llevaron al carromato.

Sólo cuando vio a Emily, que lo miraba desde el fondo de la ambulancia, el tamborilero se tranquilizó y consintió en subir. Pero tenía los ojos anegados en lágrimas, y Emily pensó que poseía un rostro de rara belleza.

Will, por su parte, permaneció absorto en la enfermera Thompson por un momento mientras Arly, sin esperar ni ese momento, ocupó su lugar en el pescante y puso las mulas en marcha. Will tuvo que echarse a correr y montar de un brinco. Entre un coro de lamentos, maldiciones y alaridos, las mulas avanzaron al trote por la carretera hacia la casa en el linde del bosque. Los adelantó un grupo de soldados a caballo que iba a medio galope en la misma dirección, y Emily vio pasar de largo también a Wrede.

A cada surco o bache del camino se armaba un griterío. Delante, Will, con los hombros encorvados, dijo: El sufrimiento de un hombre es digno de lástima. Pero cuando es un coro desgañitándose, sólo puede ser que estés en el infierno.

Pero, Will, hijo, yo sólo conseguí este servicio de ambulancia para que te embobes con la señorita Thompson.

Por ese lado, descuida. Yo nunca podré aspirar a una mujer de su condición.

¿Cómo puedes saber la condición de una mujer si no la pones a prueba?

Desde que soy un soldado de la Unión en pie, ya ni me ve.

Pues entonces piensa en Savannah. Pasaremos la Navidad en Savannah. Allí las damas sí te verán. Te harán monerías bajo el muérdago. Comeremos oca de Navidad y pudin con pasas. Y cuando acabemos con todo eso, volveremos a unirnos a la marcha.

Yo no pienso volver. Este que viste de azul no soy yo. ¿Para ir adónde?, preguntó Will al cabo de un rato.

Hasta Richmond, quizá, y por mí como si es hasta el Polo Norte. La marcha es una nueva forma de vida. Bueno, tampoco tan nueva. Te apropias de lo que necesitas donde sea que estés, como un león en la llanura, como un halcón en · la montaña, que también son criaturas del Señor, como recordarás. Puede que las bestias estén bajo nuestro dominio, pero no nos vendría mal tomar ejemplo de ellas para alguna que otra cosa. A mí nunca se me ha dado bien echar raíces en un sitio, con la misma vista en la ventana cada mañana y la misma mujer en la cama cada noche. Así sólo deberían vivir los muertos en sus tumbas, dijo Arly entre los gritos ahogados y las plegarias apremiantes y las súplicas de agua que se elevaban en la cálida mañana de diciembre.

La pequeña casa elegida por Wrede como hospital de campaña estaba deshabitada. La puerta de la entrada batía colgada de las bisagras. Los cristales de las ventanas estaban hechos añicos. En la planta baja sólo había dos estancias, un salón y una cocina. Los dos dormitorios de arriba eran pequeños, con poca altura debido al techo abuhardillado, y se concentraba un calor sofocante por el sol.

Wrede escogió el salón como quirófano. Sus enfermeros lo vaciaron de muebles y en cuestión de minutos habían instalado las dos mesas, traído las sábanas, extraído agua del pozo, abierto el botiquín y dispuesto el instrumental quirúrgico.

Fuera, sacaron a los ocupantes de las ambulancias. Dejaron a los heridos en camastros delante de la puerta, a la sombra de un roble. Cerca de una docena de soldados de caballería inspeccionaron los alrededores, sobre todo la arboleda detrás de la casa, y se distribuyeron en piquetes de vigilancia.

Emily se quedó fuera con los heridos, procurando que se sintieran cómodos hasta el momento de entrar en el quirófano. Cuando le llegó el turno al tamborilero, lo acompañó, caminando junto a la camilla y cogiéndolo de la mano. Era una mano suave, pequeña. El chico estaba bastante tranquilo, pese al miedo que revelaban sus ojos, pero cuando lo pusieron en una mesa y los enfermeros de Wrede le acercaron unas tijeras a los bajos del pantalón, él lanzó un alarido e intentó levantarse, escurriéndose y chillando, retorciéndose igual que un potro salvaje, como dijo uno de los hombres con una carcajada.

En ese momento Emily comprendió que la reacción del chico era la misma que habría tenido ella en idénticas circunstancias. Los soldados a punto de ser intervenidos a menudo se resistían; pero para ella, por alguna razón, el significado esencial de lo que allí ocurría estribaba en el hecho de que los enfermeros pretendieran imponer su voluntad. ¿Se debía sólo a la edad del muchacho? Los enfermeros cumplían con su obligación, pero, sin saber por qué, Emily se sintió en el deber de detenerlos. Y de pronto, al interpretar la mirada de angustia que le dirigió el niño, su intuición se convirtió en certeza. No, no, esperen, un momento, dijo, y se interpuso entre los enfermeros y la mesa.

Al otro lado del salón, Wrede, que atendía a un paciente, y sus ayudantes, que lo asistían, estaban en una actitud de tan intensa concentración que todo lo demás quedó al arbitrio de ella. A la sazón contaba con un respeto en el destacamento médico que se debía sólo en parte a la seriedad de su dedicación al trabajo. Fueron las atenciones que Wrede le dispensaba lo que en ese momento le sirvió de credenciales para ordenar a los hombres que subieran al paciente al piso de arriba. Y llevadme toallas y una palangana de agua, añadió.

A solas con Pearl, Emily Thompson le quitó el pantalón y le enjugó la sangre de la pierna.

¿Sabes qué es esto?

Sí, señora.

¿Es la primera vez?

Ajá.

¿Te duele?

Qué va.

No hay por qué asustarse, ¿verdad?

Pearl no se asusta por tan poco.

Ahí te creo, repuso Emily, mirándola a los ojos.

Y las dos mujeres se sonrieron.