XIV
La primera ciudad que había visto Pearl era Milledgeville, pero no era una ciudad tan imponente como esta Savannah, con sus pequeños parques por doquier con fuentes y verjas de hierro y los grandes robles cuajados de musgo y los majestuosos edificios del Juzgado y la Aduana y los barcos en el puerto. Y era verdad que habían levantado los adoquines de algunas calles y los habían apilado en las esquinas para que los soldados confederados se parapetasen, pero al final eso no ocurrió. Habían huido al otro lado del río Savannah, dejando el combate para otro día. En los muelles había tiendas y almacenes abiertos donde las tropas de la Unión descargaban comestibles. Había salido el sol, y ella viajaba en un carruaje igual al de los Jameson, con la señorita Emily y esos dos cocheros de ambulancia que, sentados delante, las acompañaban en su paseo. Cada día parecía haber un nuevo desfile, y ahora estaban detenidos en una esquina mientras pasaba uno. Se levantó para verlo, y cogió a la señorita Emily de la mano hasta que también ella se puso en pie para verlo. Una música impresionante aquélla, el redoble de los tambores muy superior al que ella conseguiría nunca con su monótono compás, y los rayos del sol reflejados en los instrumentos de viento con destellos equiparables a su estruendo, y los trinos de flautas y flautines por encima de la música como pájaros posándose en ella, y los bufidos de las grandes tubas por debajo, y por detrás de todo los dos enormes bombos anunciando la aparición de las columnas de casacas azules con uniforme de gala. ¡Y todas las banderas de la Unión!
Oyó por debajo de la música los acompasados pasos de los soldados, un sonido suave, y cuando la banda se alejó por la calle y las compañías de casacas azules siguieron desfilando, sólo oyó sus pasos al marchar, un susurro de pies calzados, casi silentes, y de no ser por los gritos de los sargentos en los flancos, y los estandartes al viento para recordárselo, habría pensado que era muy triste ver a esos hombres con los fusiles al hombro alardeando de su victoria y al mismo tiempo mirándola a los ojos como si estuvieran sometidos, igual que ella lo había estado, a una servidumbre, aunque tal vez no desde su nacimiento.
El gentío se había congregado a ambos lados de la calle para ver el desfile. En la otra acera, Wilma, llevando de la mano a Coalhouse Walker, cruzó una verja de hierro forjado, entró en el jardín delantero de una casa con tejado abuhardillado y se detuvo con él detrás de los setos.
Qué pasa, señorita Wilma, preguntó él con su voz grave. Ella, incapaz de contestar, cerró los ojos y meneó la cabeza con el puño en la boca.
Dígamelo, insistió él.
Es la señorita Emily, respondió ella por fin. Yo era esclava del juez Thompson. Mire, pero que ella no lo vea. Va en un carruaje conducido por hombres del ejército, y con otra chica blanca. ¿La ve?
Él atisbó por encima del seto. No, señora. Se ha acabado el desfile, dijo; todo el mundo se ha puesto en marcha. Se volvió y le sonrió. Además, dijo, usted es libre, ¿es que ya no se acuerda?
Wilma rompió a llorar. Él la abrazó. Vamos, vamos. Hemos llegado hasta aquí desde muy lejos. Es una mujer fuerte y sana que ha caminado bajo la lluvia y el frío, algunos días sin nada que comer, y nunca he visto una lágrima en sus ojos. Y aquí, ahora que lo peor ya ha pasado, en esta ciudad libre donde brilla el sol, llora por cualquier cosa como una mujer corriente. Se echó a reír.
Lo siento, dijo Wilma, y se rio, aunque seguían asomándole las lágrimas.
En ese momento salió al porche una mujer con un perro sujeto de una correa y se quedó mirándolos.
Se marcharon, cerrando la verja al salir, y se alejaron cogidos de la mano.
Desde luego tenía razón, ese buen hombre. La había sacado del río y se había hecho cargo de ella. Wilma nunca había visto a un hombre tan fuerte. Se había alistado como zapador; a medida que el ejército avanzaba, él talaba árboles y atravesaba los troncos en la carretera cuando llovía. Ella lo había visto arrancar los raíles de las traviesas del ferrocarril a palancadas, había visto la hermosa y delicada piel de su pecho relucir por el esfuerzo bajo el sol, el movimiento de los músculos en los brazos y los hombros; y cuando se volvió de espaldas, ella vio las gruesas cicatrices y ahogó una exclamación, por más que él no les concedía la menor importancia. Era un hombre hermoso, su negrura de un intenso tono violáceo a la luz del sol.
Se habían conocido gracias a Dios, y durante la marcha él se las había arreglado para cumplir con sus obligaciones y al mismo tiempo cuidar de ella, buscándole ropa seca y un abrigo del ejército para resguardarse del frío, compartiendo las raciones cuando había, manteniéndola a su lado cuando era posible y, si no, dejándola a salvo entre los negros. Eran de la misma edad, veintidós años, pero él tendía a ver el lado positivo de las cosas y concebía grandes planes para su futuro juntos, razón por la que ella se sentía mayor en comparación pero, a la vez, discípula suya en cuestiones de esperanza.
Aun así, la ciudad que a él tanto le levantaba el ánimo a ella la llenaba de recelo. Seguían siendo negros en un mundo blanco. Coalhouse había cobrado los escasos dólares a que ascendía su soldada, pero los comerciantes de las tiendas ponían los precios en moneda de la Confederación. Él quería comprar boniatos. No compres, lo instó ella, prefiero pasar sin. Y por otra parte, como ella sabía, la compañía de Coalhouse había acampado en un arrozal en las afueras de la ciudad y, sin embargo, ahí estaba él, paseándose con ella por la calle como un hombre libre de todo, incluso del ejército, y sin el permiso que en principio debían darle los oficiales. Así que él, además, tenía su lado temerario, y en todo ese buen ánimo había un matiz alocado que la inducía a mirar atrás por donde habían pasado y adelante para ver dónde podía estar el peligro.
¿Y qué pretendía ahora al coger un cesto vacío en un callejón detrás de una tienda y llevarla al río? Señorita Wilma, dijo, vamos a darnos un banquete. Pero ¿qué hacía, quitándose los zapatos y la chaqueta y remangándose las perneras del pantalón hasta la rodilla y acercándose hasta las rocas planas y agachándose allí? Y luego, antes de que ella se diera cuenta, estaba ya metido en el agua fría del río.
Y así fue como Wilma Jones, que se había criado en la montaña, conoció las ostras. Coalhouse Walker volvió con casi una fanega. Estaba calado hasta los huesos, y tiritaba y lucía una amplia sonrisa. Allí sentados al sol sobre una roca plana, él abría las ostras con su cuchillo y, echando la cabeza atrás, se las comía crudas. Pero eso no era del gusto de Wilma, y por tanto recorrieron los callejones entre las casas y las caballerizas hasta encontrar una cocina donde había negros, que de buen grado la dejaron usar el fogón.
Wilma desempeñó entonces un papel al que estaba acostumbrada. Frió las ostras en su propia salsa con un poco de harina de maíz, y un día lleno de preocupaciones se convirtió en un rato agradable con gente a la que no habría conocido de no ser por las fiestas y la liberación de Savannah. Todos comieron lo que ella preparó, y había pan de verdad para acompañarlo.
Para su sorpresa, Coalhouse cogió un banjo y empezó a tañerlo y entonar una vieja canción con su voz grave. Ella ignoraba que él supiera tocar. La gente batió palmas al son de la música, y un niño se puso en pie y bailó. Allí estaba ella, entre esos nuevos amigos cuyos nombres apenas conocía y a quienes probablemente no volvería a ver; algunos seguían trabajando donde habían sido esclavos, pero ahora tenían otra manera de comportarse, y Wilma suponía que también ella tendía a eso, otra manera de celebrar al margen de todo y ajena al conocimiento de los blancos. Y de algún modo para ella todo eso se debía al espíritu de Coalhouse Walker, con esa forma que tenía de conseguir que alrededor la gente se alegrara de estar viva.
Lo que hay en la almohada no es mi cabeza, dime, Mary, qué es.
Por amor de Dios, sólo es un melón, ¿o es que no lo ves?
Un melón en la almohada, ah, bien, yo lo creo si tú lo crees.
Pero ¿por qué tiene bigote y dos ojos que me miran, pues?
Había dos muchachas en la cocina, y Wilma, al darse cuenta de lo que les rondaba por la cabeza, no quitó el ojo de encima a Coalhouse. Y tal vez por su semblante serio, y por haberse educado en la casa del juez Thompson, donde aprendió a hacer casi todo lo que había que hacer, Wilma sabía que, si bien era bastante guapa, lo que atraía a Coalhouse Walker de ella era su sensatez, eso y que sabía leer y escribir y no tenía intención de acostarse con él hasta que estuvieran casados como Dios manda. Él eso lo respetaba, y en el fondo Wilma sabía que no tenía motivo de preocupación porque ella era la mujer a la que él había estado buscando.
Esa noche durmieron en un pajar después de unos cuantos besos y abrazos no del todo virtuosos, y por la mañana Wilma le contó la idea que se le había ocurrido. Él bajó al río y al mediodía, en una de las plazas de la ciudad, con la tropa por todas partes y un sol radiante en el cielo, ella se colocó tras un tenderete improvisado y frió ostras en el fuego que Coalhouse había encendido en un bidón de acero. Coalhouse hizo cucuruchos de papel de periódico, y voceó sin cesar con la locuacidad de un vendedor. ¡Las ostras fritas más ricas y más frescas de la señorita Wilma!, gritaba, y cucurucho a cucurucho, vendieron toda la pesca: a soldados e incluso oficiales, y finalmente a unos cuantos ciudadanos secesionistas, que si bien lamentaban la suerte que había corrido su ciudad, encontraban las ostras que freía Wilma demasiado buenas para resistirse. Y fue así como Coalhouse y ella vendieron tres fanegas y acabada la tarde vieron que tenían trece dólares de la Unión auténticos.
Ya los guardo yo, dijo Wilma, y dándole la espalda, se levantó la falda y se metió los billetes doblados bajo la cinturilla de los bombachos.
Arly y Will consiguieron zapatos nuevos sin mayor problema: les bastó con hacer cola un rato, y cuando llegaron ante el intendente, sólo tuvieron que enseñar los pies. Otra cosa muy distinta era el cobro de la soldada, que se hacía por nombre y regimiento. Había que constar en el libro del pagador.
Bien, ¿y ahora qué dice Dios que hagamos?, preguntó Will, mirándose los zapatos rígidos. Le apretaban los dedos y ya le rozaban en los tobillos.
Me dice que tenga paciencia y que ya se me ocurrirá algo, contestó Arly.
El coronel Sartorius sólo les había dado permiso para ir a equiparse, pero no tenían ninguna prisa por volver al hospital militar de Savannah, donde había instalado su consulta. Como la ciudad había caído sin resistencia, en esos momentos no había gran movimiento de ambulancias, por lo que los habían destinado a la sala de enfermos militares, donde debían vaciar cuñas y realizar otras tareas igual de agradables.
Mientras caminaban torpemente con su calzado sin domar, no les faltaban razones para lamentarse de su suerte. Por lo visto, todos los casacas azules, excepto ellos, tenían permiso para todo el día y dinero en el bolsillo. A eso se sumaba aquel guirigay por el correo. Lo descargaron de los barcos a toneladas, y los soldados se pasaron el día entero leyendo cartas de sus familias. Arly dijo que era un espectáculo patético ver a hombres hechos y derechos comportarse de ese modo. Pero Will pensó que no le habría importado recibir una carta de alguien. Si Arly y él no tenían cartas era porque quiénes eran, o dónde estaban, carecía de importancia para el universo.
Casi los echó de la acera un grupo de soldados risueños, algunos gozosamente borrachos, que charlaban y, medio corriendo, medio caminando, tenían mucha prisa por llegar adondequiera que fuesen. ¡Eh!, protestó Will. Pero a Arly le picó la curiosidad. Hizo una seña a Will y se unieron a ellos. Siguieron a los soldados hasta los muelles, y allí, en Charleston Street, en una hilera de casas adosadas de obra vista de dos plantas, una mujer sonreía desde cada ventana.
Soldados armados montaban guardia ante las puertas. Pero los hombres hicieron caso omiso, y los guardias tuvieron la sensatez de apartarse cuando los otros entraron en tropel por las sucesivas puertas. Tras cruzar miradas, y echar luego un atento vistazo a uno y otro lado de la calle, los propios guardias entraron y cerraron las puertas.
Mientras Arly y Will observaban, las mujeres fueron desapareciendo de las ventanas una por una. Esto es de una crueldad que no tiene nombre, se quejó Arly. Una damisela que destacaba por su belleza lo miró a los ojos desde la ventana de un primer piso y movió la cabeza con gesto incitador antes de desaparecer también ella. Y, desgraciadamente para ella, esa pobre chica se ha enamorado de mí, dijo Arly.
Los dos hombres permanecieron en la calle vacía mientras, tras los ladrillos, la algazara aumentaba de volumen.
En el fondo Will se alegraba de no tener dinero. Ver a las mujeres en las ventanas le había causado cierta desazón, como si sólo por estar allí y pensar lo que pensaba él empañase la radiante imagen que se había formado de la enfermera Thompson. Aunque ella no tuviera la menor idea de quién era él, y menos aún de lo que sentía, se le antojó que la traicionaba por el mero hecho de mirar a las putas. Bien, eso es todo, dijo. Vámonos.
Arly sacó un caliqueño del bolsillo y lo encendió. Dios me ha dado algo más aparte de mis aptitudes naturales, Will, hijo mío. Me ha dado espíritu. Me ha dado la savia de un hombre. Ha hecho de mí alguien que se crece ante el desafío, ya sea un pelotón de fusilamiento o un ejército que me despoja de mis derechos naturales de expresión personal.
Volvieron sobre sus pasos a través de la ciudad. Soy un hacha de la supervivencia, dijo Arly. Para encontrar uno o dos dólares federales, sólo hará falta una pizca del talento que me ha permitido sobrevivir a toda una guerra.
No es más que una puta, maldita sea, dijo Will.
No, señor, ahí te equivocas. Cuando estaba en el campo de batalla y la metralla silbaba junto a mi cabeza, no pensaba más que en salvar la vida. Tenía la comezón de la supervivencia, me consumía, y así salí del paso. Y ahora me consume esto. Si me pones en una trinchera, las cosas son de una manera; si me pones en una ciudad con mujeres allí donde mires, las cosas son de otra. Pero la poderosa necesidad de satisfacer un instinto vital es la misma. Es una cuestión de supervivencia en los dos casos.
Con una puta tienes menos posibilidades, dijo Will. Hoy mismo he visto en la sala lo que puede hacer una puta. Tú también lo has visto, ese pobre hombre con media cara corroída por el mercurio.
Tú nunca has estado con una mujer, ¿verdad?
Will calló.
Vamos, no te avergüences, todavía eres un crío, aunque he de reconocer que yo no había cumplido los trece cuando una amable señora me llevó al granero. ¿Y tú qué edad tienes ahora? En fin, da igual, no necesito preguntarte dónde te criaste ni cómo vives. A la vista está que te sobreprotegían, e imagino que alguno de esos predicadores te llenó la cabeza de sandeces, y como te han reprimido y no has estado con una mujer, hablas en la ignorancia de lo que es esa vasija sedosa y sagrada que ellas tienen entre las piernas. Dios mío, sólo de acordarme… Sentémonos un momento en ese banco.
Will contempló el resplandor del sol poniente a través del musgo que pendía de un roble. Arly continuó: Si hay una buena razón para la guerra, no es salvar a las Uniones, y sin duda no es liberar a los negros; no sirve para nada más que para tener a tu propia mujer, o aunque sea la mujer de otro, en una cama contigo cuando a ti se te antoje. Estamos hablando de la forma más elevada de supervivencia, joven Will, de la supervivencia que se alcanza cuando te has reunido ya con tu Dios, ese Dios que, mediante el fruto de tus entrañas, crea a aquellos iguales que tú, que hablan como tú y piensan como tú y son tú a través de tus descendientes generación tras generación. Y ya sabes cuáles son sus designios: que convirtamos las espadas en arados y al final del día volvamos a casa y, después de una buena cena caliente, las llevemos al piso de arriba, a esas benditas criaturas que Dios nos ha dado, y les quitemos el vestido y las enaguas y los corsés y cualquiera de las endiabladas prendas con que se cubren, hasta quedar a la vista las piernas y los pechos y el vientre y el trasero para maravillarnos… Ay, Señor. Y cuando las penetramos, cuando nos hinchamos dentro de su ser, y chillan junto a nuestro oído y sentimos que no hay nada más suave, más cálido, más dulce en la viña del Señor que lo que envuelve nuestra herramienta tiesa, y que Dios nos creó para que, con un estremecimiento, derramemos en ellas el fruto de nuestras entrañas… en fin, chico, no me hables de lo que no conoces. Y aunque las damas de los burdeles a quienes calumnias no sean ni la mitad de lo que estoy contándote, te ruego que recuerdes que representan a nuestra magnífica mujer sureña tan bien como lo que sea que imaginas de esa enfermera, la señorita Thompson, quien, puesta a prueba, eso te lo aseguro, no sabría mejor que la puta más fea de esas casas junto al muelle.
Mientras meditaba allí sentado acerca de su vilipendio de la mujer sureña, Will tomó conciencia del sonido inconfundible de un cántico. Arly también lo oyó. Se levantó de un brinco: Dios ha dicho que ya se me ocurriría. ¡Y se me acaba de ocurrir!
Cogiendo a Will por el codo, Arly corrió por las calles hasta dar con la iglesia. Pertenecía a la Primera Iglesia Baptista y dominaba una plaza con su señorial fachada de granito. Las puertas estaban abiertas y el cántico se desbordaba por la calle de manera tal que parecía henchir los robles de Virginia, abundantes en el parque. Subieron por la escalinata y se encontraron en medio de una aglomeración de soldados apiñados justo a la entrada. Perdón, dijo Arly, abriéndose paso. Perdón, disculpe, perdón. Espero no haber llegado tarde, dijo a Will, quien, sin saber por qué, avanzaba a empujones justo detrás de él. Hacia la mitad del pasillo, Arly vio un hueco en el centro de un banco. Perdón, hermano, discúlpenos, le pido perdón, musitó, prodigando sonrisas beatíficas a los hombres a quienes pisaba los pies con sus zapatos nuevos.
Y al cabo de un momento ocupaban ya su sitio como todo el mundo, y con cantorales en la mano. La feligresía presentaba un homogéneo color azul, aunque se veía algún que otro civil. Pero el potente coro se componía de voces soldadescas, vozarrones algo desentonados que, no obstante, se invitaban mutuamente con profundo fervor a bajar al río a rezar.
Las iglesias siempre habían puesto nervioso a Will, tal vez desde cuando era un chiquillo y veía que sus padres, un borracho y una bruja durante toda la semana, se convertían en dos personas totalmente distintas en la iglesia. Ignoraba para qué servía ir a misa, como no fuese para que la gente simulara ser mejor de lo que era, y esa simulación era precisamente lo que lo asustaba. Desde entonces, esta idea creció con él, y ahora, al mirar alrededor, veía las mismas bocas abiertas y los mismos ojos vidriosos de los cantores, pero sabía que no sólo simulaban ser mejores de lo que eran sino que en verdad querían serlo. Pero tampoco ésa era una idea reconfortante, habida cuenta de que había una guerra en curso, y eso significaba que la gente, al margen de lo que quisiera o pensara que quería, continuaría haciendo lo que siempre había hecho, es decir, encontrar distintas maneras de pecar contra nuestro Señor y luego ir a misa para comprar cierto arrepentimiento que los absolviese durante un tiempo, y luego acumular nuevos pecados y volver a pagar otra cuota de arrepentimiento, y así sucesivamente. Desde ese punto de vista, pensó Will, este ejército yanqui debería tener su propia iglesia que llevar a cuestas, ya que ¿cómo ha de saber uno cuándo tiene que prenderle fuego a una iglesia o rezar en ella? Que Dios me ampare, pensó Will, sin ser consciente de su contradicción, porque tampoco puedo entregarme al bando de los negreros en el que nací. No sé nada ni conozco a nadie a quien entregarme con toda mi alma salvo, quizá, a la señorita Emily Thompson.
Al concluir el cántico, empezó a oírse el tenue murmullo de un órgano mientras los fieles se pasaban el canastillo. Will recordó que no tenía ni un centavo que ofrecer, preocupado por quedar mal. Pero al dirigir la mirada hacia donde el sacristán entregaba el canastillo al primer hombre de la fila, y al ver luego las monedas e incluso los dólares federales que depositaban en él, y que el canastillo avanzaba hacia él, cayó en la cuenta de que no había sido él, sino Arly, quien los había llevado al centro de ese banco, y justo cuando Arly tocó el canastillo con la yema de los dedos, Will supo que Arly lo golpearía por debajo y tanto el canastillo como el dinero saldrían volando, y ellos se pondrían a cuatro patas, dándose de cabeza contra el respaldo del banco delantero mientras recogían las monedas y los billetes y devolvían a su sitio casi todo el dinero y luego se levantarían —ante la mirada iracunda del sacristán desde el extremo del banco y los cabeceos de reproche de los soldados a un lado y otro—, y los zoquetes sonreirían abochornados, lo que en el caso de Will sería un gesto sincero y en el de Arly simple ardid, y cuando el sacramento de la limosna siguiese su curso sin más contratiempos, y el órgano honrase quedamente el santificado nombre con su sonido aflautado, permanecerían en pie, mirando al frente, dos simples fieles, rojos de vergüenza, impacientes porque acabara el oficio para marcharse con la paga de otros en los bolsillos y regresar con las putas de Charleston Street.
A Wrede Sartorius le asignaron la sala y el quirófano de la planta baja del Hospital Militar, un lujo que disfrutó después de tanto tiempo en campaña. Pero Emily no podía verlo así. De las veinte camas de la sala, la mitad estaban ocupadas por soldados del ejército confederado. Eran hombres que morían de sus heridas o se consumían a causa de alguna enfermedad. El hedor era insufrible aun después de abrir ella las ventanas para ventilar. Y debido al bloqueo impuesto por la Unión, el hospital carecía incluso de cosas tan básicas como vendas enrolladas. No había calomelanos ni cloroformo. No había eméticos, rubefacientes ni narcóticos. Debían, pues, abastecer al hospital con material de los botiquines de campaña. Por otra parte, el hecho de que el ejército estuviera de descanso en Savannah no significó una disminución en el número de pacientes. Se presentaban hombres con fiebres y congestiones bronquiales contraídas durante el sitio de la ciudad: tras pasar días y días en las marismas de los alrededores de Savannah, viviendo con la ropa mojada, hambrientos y sin poder encender hogueras, llegaban enfermos y apenas se tenían en pie. Y ahora, con el relajamiento de la disciplina militar, los reclutas andaban por la ciudad bebiendo, peleándose a puñetazos y apareciendo por allí, maltrechos, a altas horas de la madrugada. Aquel hospital en la elegante ciudad de Savannah parecía más bien un manicomio. Para colmo, faltaba personal. Sartorius no tenía instrumentista. Tres enfermeros del regimiento estaban de baja: dos con pulmonía, el otro con un rebrote de paludismo. De modo que no sólo trabajaban en el hospital Emily y los dos de Millen, sino también la pequeña Pearl, a quien mandaron al cuarto de material a plegar toallas y enrollar vendas.
Pero ¿dónde se habían metido esos dos hombres? Nunca estaban cuando se los necesitaba.
Wrede había dicho a Emily que, al examinarlos en Millen, se dio cuenta inmediatamente de que no eran lo que decían ser. No pudieron haber pasado mucho tiempo en ese agujero de barro. No estaban al borde de la inanición. Tenían los ojos nítidos, la piel sana, las uñas rosadas y la barba no muy crecida.
Sospecho que son espías, había dicho Wrede.
¿Espías? Emily estaba atónita. Le parecía que uno de ellos, Will, era un muchacho adorable. ¿Cómo podía ser espía alguien así?
Esa clase de granujas abundan en el caos de la guerra. No sé si las adscripciones militares que se atribuyeron son verdaderas o no, pero a mí tanto me da. Si decidieron unirse a mi compañía médica porque aquí tiende a seguirse menos el protocolo militar, razonaron correctamente. Lo que sea que busquen —¿tal vez mis técnicas de resección?—, por mí, no hay inconveniente. Se echó a reír. Mientras tanto, fregarán los suelos y lavarán a los pacientes con disentería.
Wrede Sartorius no solía hablar de su pasado; por eso Emily se sorprendió cuando le contó que, de joven, su padre lo envió a una academia militar en Göttingen. La experiencia le enseñó a detestar la instrucción militar y los saludos y todas las demás necedades guerreras y jerárquicas. Ésas fueron sus palabras exactas: «Necedades guerreras y jerárquicas».
Llevaron a un civil, un hombre con una fractura hundida de cráneo. Llegó en brazos de un negro. No le correspondía un hospital militar, como había insistido uno de los guardias, pero la mujer de la víctima dijo: Esto se lo han hecho unos como ustedes, así que no pensamos marcharnos de aquí. Por orden de Wrede, llevaron al hombre al quirófano. Le afeitaron la cabeza. Emily entró con un paño humedecido en bromo y le lavó el cráneo rapado. Le secó la piel con toques suaves. El paciente debía de rondar los sesenta años. Era musculoso y ancho de pecho, pero el vello pectoral era cano. Tenía el rostro lívido. Tenía los ojos cerrados. Tenía la mandíbula caída y la respiración era apenas perceptible. El cráneo presentaba una hendidura en forma de elipse en el lado derecho, justo por encima de la frente. Emily retrocedió, la mirada fija en la mesa de operaciones. No se amilanaría.
Wrede practicó una incisión de delante hacia atrás a lo largo de la herida y dos incisiones laterales en los extremos y retiró los pliegues de piel para dejar al descubierto el cráneo dañado. Un enfermero limpió la zona con una esponja. Valiéndose de un fórceps, Wrede extrajo las astillas y fragmentos sueltos uno por uno. La hendidura en el hueso medía cuatro centímetros de longitud. Tras coger un trépano, insertó la punta perforadora en la línea de la fractura. Esto es para evitar que el corte afecte a la membrana por debajo del hueso, la duramadre, explicó a Emily. Había advertido que últimamente la instruía como si fuera una estudiante de medicina. Emily no era menos consciente de ello. Había descubierto que la terminología médica que empleaba Wrede, y la inalterable serenidad con que abordaba las situaciones más terribles, le infundían valor a ella. Observaba y aprendía.
Wrede fijó la punta mediante un tornillo situado hacia la mitad del tubo del trépano. Así, dijo. Emily asintió, a pesar de que Wrede, inclinado sobre el paciente, no la veía. A continuación, hizo girar el mango del trépano y el cabezal de incisión circular penetró en la placa ósea hasta cortar el disco de hueso. Aflojó la punta perforadora, la replegó, la aseguró y entregó el trépano a su ayudante. Después insertó una espátula debajo del hueso y levantó lentamente el disco para separarlo del cráneo.
Bajo la membrana cerebral había una enorme ampolla de sangre de color violáceo. A Emily le pareció la cabeza de un hongo. Un hematoma, dijo Wrede. Eligió un bisturí pequeño de hoja curva y sajó la membrana para drenar el hematoma. Le aplicaron gasas para absorber la sangre. Ahora ya no debería haber presión, dijo él. Mientras durase la secreción, mantendrían la herida cubierta con gasas e hilas. Si sobrevive, señaló Wrede, llevará una placa de plomo hasta que vuelva a crecer el hueso.
El paciente fue trasladado a la sala. Aún no se habían molestado en averiguar su nombre. Emily se disponía a sentarse junto a la cama y ocuparse del vendaje. No, dijo Wrede, le pediremos a la viuda que se siente a su lado. Usted vendrá conmigo para consolarla.
Emily preguntó: ¿La viuda?
Wrede se lavó las manos en una palangana de agua. La miró y sonrió. Era una sonrisa pesarosa, y en sus ojos de color azul hielo se traslucía el dolor de sus propias limitaciones. Averiguaremos cuánto tiempo ha pasado hasta que lo he atendido. La presión debe reducirse cuanto antes. No es un hombre joven. La conmoción es grave. Es posible que no despierte. Aun si despierta, casi siempre hay infección. No hay gran cosa que hacer con un cerebro infectado. Vamos, dijo Wrede, me ayudará a dar algo de esperanza a la mujer.
Mientras se dirigían a la antesala, Wrede preguntó a Emily si se acordaba de que era Nochebuena. Ella lo había olvidado. La sorprendió que las festividades de la vida aún tuvieran vigencia. Él la cogió del brazo. Esta noche cenaremos con los oficiales en el hotel Pulaski. ¿Y no le gustaría ir después a ver bailar a los negros?
Cuando entraron en la antesala, Mattie Jameson se puso en pie y, al ver a Emily, soltó lo primero que se le pasó por la cabeza. ¿No es usted la hija del juez Thompson de Milledgeville?, preguntó.
Desde el día en que llegaron a Savannah, Mattie no recordaba ni un solo instante en que John no estuviera colérico, gritando a todo el mundo, maldiciendo a los que llevaban las riendas del poder. Para empezar, el ejército lo rechazó. Les faltó tiempo, en cambio, para reclutar a los chicos, ¿y dónde estarían en esos momentos? Sabía Dios por dónde andarían, en Carolina del Sur, quizá, sus hijos, sus niños, de quince y catorce años, convertidos en soldados. Pero no su padre. De hecho, John había abordado al general Hardee, quien, después de mirarlo, había dicho que era demasiado viejo para marchar como recluta y no se lo podía nombrar oficial a menos que se incorporase con su propio regimiento. Pues eso haré, Hardee, lo juro, había dicho John, y contó que el general había sonreído, como era lógico, ya que el estado entero se había visto despojado de todos los hombres capaces y su supuesto ejército se constituía de una calamitosa mezcla de milicianos y cadetes.
Y luego a John le había resultado intolerable verse obligado a alojarse, dado que en Savannah no quedaban casas decentes, en Green Street con la hermana mayor de Mattie, Cissie, que siempre le había despertado antipatía por lo entrometida que era. Y era verdad que Cissie tenía tendencia a saber mejor que nadie, en cualquier situación, qué había que hacer y cómo había que hacerlo y a dar las consiguientes órdenes. Sin duda por eso nunca había encontrado marido. Había sido así desde niña, como Mattie sabía muy bien —los juegos con que se entretenían eran siempre los juegos de Cissie, con las reglas de Cissie— y aunque sólo se llevaban un año y medio, Cissie parecía haber nacido sabiéndolo todo y emitiendo juicios infalibles, de modo que Mattie siempre tenía que ceder, replantearse sus opiniones, desechar sus propios juicios, tal como hacía viviendo con John Jameson, quien poseía en medida considerable ese mismo carácter autoritario; ésa era probablemente la razón por la que su cuñada le resultaba tan insoportable. Estaban cortados por el mismo patrón. Cissie tenía un ceño perpetuo: con los años, se le había grabado en la cara, y ahora, con los labios prietos y los ojos entornados, hasta el más inocuo de sus comentarios, por bien intencionado que fuera, parecía un dardo. En su comedor, los almuerzos y las cenas se distinguían por la frialdad y el silencio. Sus menús reflejaban la escasez propia de los tiempos de guerra y los criados negros les servían un poco más despacio de lo debido, como si, anticipándose al avance de los ejércitos de Sherman, practicaran su independencia. Y ella, Mattie, se hallaba en medio de esa tensión entre su hermana y su marido, mostrándose deferente con la una y conciliadora con el otro. Cissie había heredado la mansión de la familia, y en el aire de la casa, sin que ella dijera nada, flotaba como un miasma el hecho de que estaban abusando de su hospitalidad. No había pasado siquiera un mes, pero parecía una eternidad.
Por supuesto, John se pasaba el mayor tiempo posible fuera de casa, y a saber a qué dedicaba todo el día en las calles de Savannah, con el ejército apostado detrás de las trincheras allí donde miraras. Pero fuera de sus tierras era como un alma en pena. Y un día, sin que ella lo supiera, salió con nuestro Roscoe y, al volver, estaba solo y el querido Roscoe había desaparecido, como si nunca hubiera existido después de vivir con ellos tantos años sin crear el menor problema. Sin embargo, John se limitó a decir que le había sacado el mayor provecho a Roscoe y ya no valía la pena mantener lo que quedaba de él.
Mattie no sabía cómo pondrían otra vez en marcha la plantación a su regreso a Fieldstone, ya que John había vendido toda la mano de obra. Sabía, claro está, que tal vez ya no habría esclavos nunca más, pero no acababa de entender cómo podría hacerse algo sin ellos. Así pues, cuando imaginaba que la guerra terminaba y volvían a su casa, las más de las veces, en su imaginación, los esclavos seguían allí. Leía en los periódicos lo mal que iban las cosas para los confederados, pero por alguna razón no podía relacionarlo con un cambio radical de la vida sureña. Lo conseguía a veces, por un momento, pero luego esa relación se desvanecía y veía la guerra, por horrible que fuera, como algo temporal, una simple interrupción, sin grandes consecuencias. Le preocupaba que sus hijos se hubieran ido a la guerra, pero al mismo tiempo no concebía la posibilidad de que no volvieran ni de que, cuando volvieran, fuesen mayores o distintos de cómo eran cuando se marcharon.
Y le dolió mucho cuando, un día, expresó sus esperanzas para el futuro y John la llamó idiota. No le fue fácil olvidar eso, que le dijera algo tan cruel. Ella no era una idiota. Era una persona muy capaz, una esposa fiel y una madre lista y perspicaz; se le daban bien las cuentas y sabía llevar una casa. Gracias a su cultivado gusto en cuestión de telas y muebles, tenían una casa hermosa. Él había sido demasiado estricto con sus hijos cuando eran pequeños, y ella le había explicado por qué eso estaba mal y él la había escuchado. Él había acudido a ella en busca de consejo en muchas ocasiones, y ella le había aconsejado bien. Y, por último, ella estaba llevando esta situación con más elegancia y dignidad que él. No era ella quien andaba corriendo como una loca por todo Savannah y diciendo a los militares en qué se equivocaban. En confianza, los chicos le habían contado que, en esa actitud, su padre había llegado al bochornoso extremo de seguirlos hasta sus puestos de guardia, de donde los oficiales tuvieron que echarlo.
Pero no empezó a pensar que tal vez John había enloquecido y que todo lo que había hecho, vender a los mejores esclavos, llevarse a la familia precipitadamente a Savannah para vivir como indigentes —ya que aunque él y los chicos se hubieran marchado, ella habría podido quedarse en la plantación sin sufrir el menor daño, igual que veía ahora en Savannah a mujeres que continuaban en sus casas mientras sus maridos e hijos combatían por el Sur, y el ejército de la Unión habría podido pasar y dejarlos sin comida o ganado, pero ella habría seguido siendo la señora de Fieldstone en su propia casa y entre sus cosas, y arreglándoselas hasta que ellos volvieran—, no empezó a preguntarse si todo lo que había hecho John, y ella había respetado, no era en realidad el juicio de una mente inestable hasta la noche de la retirada, cuando las tropas del general Hardee se replegaron y atravesaron el río Savannah hacia Carolina del Sur. Plantando en Broad Street mientras los soldados esperaban en formación para cruzar el pontón, John los llamó cobardes. A esos pobres muchachos —los vi con mis propios ojos—, con cara de frío y abatidos allí en medio de la calle mientras esperaban el turno para cruzar. Pasaba de la medianoche y hacía mucho frío y viento, y algunos iban descalzos y otros llevaban zapatos de mujer, así de mal equipados estaban. Y yo busqué a John hijo y al pequeño Jamie, y recorrí las filas intentando encontrarlos, pero fue en vano, y entretanto John seguía allí vociferando, con el pelo erizado y la cara roja y las venas del cuello hinchadas, ordenando a todos que volvieran y ocuparan las trincheras y actuaran como hombres, no como miserables cobardes, hasta que se le acercó un oficial y le dijo: Señor, le agradeceré que se aparte de nuestra vista, o tendré que pegarle un tiro por traición.
Era una noche muy ventosa, y de hecho la retirada se organizó bien y evitó a la ciudad la destrucción que habría sufrido si hubiésemos combatido, como oí decir a personas que habrían temido perder nuestras tropas tanto como el que más. Se mantuvieron las grandes hogueras encendidas como si el ejército siguiera allí, y los cañones se pasaron toda la noche disparando hacia las líneas de la Unión, fuera de la ciudad, sólo para engañarlos y disuadirlos de atacar cuando en realidad las tropas y sus carromatos y sus provisiones, y mis dos hijos, se estaban esfumando, gracias a Dios, en lugar de yacer muertos como muchos otros bajo las botas del general Sherman.
Y a partir de entonces —cuándo fue, hacía sólo un par de noches— él, John, dejó de hablar, no pronunció una sola palabra, ese hombre tan iracundo, tan dispuesto a manifestar su cólera alzando los puños, se volvió tan tranquilo, tan callado, que me asusté todavía más, por esa manera de quedarse mirando a quienquiera que le hablara, sin contestar: mi marido. ¿Puede un hombre envejecer tanto en tan pocos días? ¿O siempre había sido así de viejo y de pronto el vigor que ocultaba su verdadera edad lo había abandonado? ¿Y por qué tuvo que ir al almacén donde estaban nuestras pertenencias, donde estaban guardados nuestros muebles, piezas de arte y alfombras? Tal vez para hablar con su amigo el representante algodonero, el señor Feinstein, que había tenido la amabilidad de alojarnos y que siempre escuchó a John tan pacientemente. Era mucho más que una relación profesional, esa amistad tan extraña de mi marido con él, ya que el señor Feinstein era un caballero judío, pero tal vez John necesitaba hablar con alguien que no fuera yo. Yo lo seguí. Temía tanto por su estado mental que no sabía qué era capaz de hacer. Dos soldados de la Unión montaban guardia ante las puertas del almacén con los fusiles al frente. Y allí en medio de la calle estaba el señor Feinstein con uno de sus empleados, y lo habían echado de su propio edificio. John, dijo, me han quitado el negocio. Tengo este papel con la orden firmada por el general Sherman. Dice que mi almacén y todo el algodón que contiene son propiedad del ejército de la Unión. Y el señor Feinstein alzó las manos al cielo.
Y claro, siendo John Jameson quién es, no estuvo dispuesto a tolerarlo. Un hombre más razonable habría ido a ver al general o a algún miembro de su Estado Mayor para explicar la situación, para explicar sencillamente que nuestros enseres personales estaban guardados allí junto con las balas de algodón y, sí, el algodón era sin duda un valioso botín de guerra, pero ¿qué utilidad tenían para el ejército de la Unión, por ejemplo, mis sillas de tapicería bordada o mis telas inglesas? ¿O mis alfombras persas? ¿O la Biblia de la familia, encuadernada en piel blanca, con ilustraciones grabadas en acero y su propio atril de roble con el pie en forma de garra? Pero John se salió de sus casillas. Se enzarzó en una discusión con los soldados para que lo dejaran entrar: ¿Por qué? ¿Pensaba sacar nuestras cosas él solo? Se puso agresivo y los amenazó, y cogió un adoquín de una pila en la calle y volvió a donde estaban los soldados. Yo intenté detenerlo, pero cuando lo cogí del brazo, se zafó, y el señor Feinstein gritó: ¡Espere, Jameson! Uno de los soldados levantó el fusil y yo grité. Lo abominable fue que no dio el menor aviso, ese soldado, no dijo nada —y no quiero volver a oír un ruido así jamás—, cuando asestó el culatazo en la cabeza de John Jame-son. Y yo vi cómo el hombre que era mi marido desde hacía diecinueve años, que se casó conmigo cuando yo no era más que una niña y me llevó a vivir a su plantación, caía como un árbol talado, perdiendo el sentido junto con la sangre que manó de su pobre cabeza.
Cuando Pearl entró en la sala, había sentada junto a una de las camas una mujer que de espaldas se parecía a la señora esposa. Pearl no podía creérselo. Se acercó, con sigilo, lista para echarse a correr. Y entonces, por encima de la cabeza de la mujer, vio al paciente con la cabeza vendada, y era su padre.
En ese momento Mattie Jameson se volvió y se encontró mirando a la niña que le había amargado la vida. Pearl vestía el pantalón azul cielo de la Unión debajo de la falda y un fajín de uniforme en la cintura y sostenía una pila de toallas blancas en los brazos. Le había crecido el pelo, que llevaba peinado hacia atrás y recogido en un moño. Sentada junto a su marido inconsciente, Mattie no había derramado una sola lágrima. De pronto se le arrasaron los ojos.
Su vida se había venido abajo, hecha añicos, y ahora allí estaba esa hija del pecado de su marido para anunciarle tales reveses de la fortuna como sólo Dios, en su venganza, podía concebir.
Cuántas veces a lo largo de los años había querido tocar a esa hermosa criatura, cuántas veces había querido hacerle la vida más fácil. Pero John no quería saber nada de ella y a Mattie no le supuso un gran esfuerzo acatar su voluntad. Cuando murió Nancy Wilkins, Mattie sintió alivio. Creyó que su muerte acabaría con la sombra que se cernía a diario sobre su propia vida en la forma de una esclava tan hermosa como Nancy Wilkins. Creyó que su muerte acabaría con la humillación que representaba para ella el hecho de que una plantación entera de esclavos supiera que al amo no le bastaba con su cama. Pero Pearl siguió allí. Y si ella, Mattie, se sentía impulsada a la bondad o hacía el menor gesto conciliador, la propia Pearl la desalentaba, granjeándose su antipatía con la insolencia de sus modales y las miradas de desprecio que lanzaba. Y con la edad se volvió aún peor. La propia Pearl tuvo la culpa de no encontrar su lugar en Fieldstone, donde no la aceptaban ni en la casa ni en las viviendas de los esclavos, demasiado impertinente para unos y desdeñosa con los otros, sin más guía que el viejo Roscoe, que la ponía a trabajar en la cocina y la lavandería, o la mandaba a los campos cuando la necesitaban. Pero Mattie, sabiéndose una buena cristiana, tuvo entonces otra opinión de sí misma al acordarse de la última vez que vio a Pearl de pie con su morral, esperando que John le dijera que subiese al carruaje y se fuera con ellos, y lo mucho que se alegró Mattie de que no lo hiciera, deseando no volver a verla y pensando que quizá al final algo bueno tenía la guerra. Y de pronto Mattie se sintió abrumada por todos estos pensamientos, y allí sentada, con lágrimas en los ojos y la cabeza gacha, sollozó junto a su marido comatoso.
Pearl, despreciando las lágrimas de la mujer, fijó la atención en su padre. Qué sereno y atractivo estaba con los ojos cerrados, como si en la paz de su ser albergase pensamientos dignos de encomio. Pero esto no es propio de ti, dijo ella, casi sin darse cuenta de que hablaba. No recuerdo haberte visto nunca en cama, papá. Siempre estabas en danza, cabalgando por los campos, gritando y pisando fuerte, yo oía tus pasos por toda la casa. ¿No abres los ojos, papá? Soy Pearl, tu hija. A la que nunca bautizó nadie salvo mi madre. Me llamó Pearl por mi piel blanca. Tu piel, amo Jameson, padre mío. Tu delicada piel blanca. ¿Por qué estás ahí tumbado? Nunca te he visto tan quieto. Ojalá estuvieras despierto para decirte que soy libre. Y que, por las leyes de la Biblia, nada puedes hacer nada para evitar que lleve tu nombre. Es Pearl Wilkins Jameson la que te habla al oído, papá. Tu Pearl, y espero que te levantes y vivas mucho tiempo para recordarlo. Vamos, papá, abre los ojos y mira a tu hija, la hija de tu propia sangre. Tienes los ojos cerrados, pero sé que me escuchas. Sé que me oyes. Y si te preocupas por mí, te prometo que ningún hombre me tratará como tú trataste a mi madre, no señor. Así que no tienes que preocuparte por tu Pearl. Ella está aquí en Savannah, y esto es sólo el principio. Llegará lejos, tu Pearl. Ensalzará tu nombre. Lo limpiará de la vergüenza y la mierda con que lo manchaste. Volverá a dejarlo bien limpio para que la gente lo recuerde.